VIII

LA INVASIÓN DE ÁFRICA

Unos días antes, el Capitán Grotton había dicho:

—Eso de ahí enfrente es África. Ahí están los Mandriles. Al otro lado de una límpida extensión de agua verdosa, de unos doscientos metros de ancha, se extendía una costa árida, sin vegetación alguna, mezcla de arena blanca y rocas pardas, que parecía extenderse hasta el infinito…

Ahora habían atravesado ya, tras muchos trabajos, la amplia extensión de desierto que constituía la salvaguardia del continente africano. Tras las tres semanas de viaje hasta Hangoe, la recogida de los cuarenta y ocho hombres y dos carretas que esperaban al Capitán, y la construcción de grandes almadías de troncos, vino la travesía del estrecho, sin problemas… aun cuando uno de los hombres se cayó al agua y hubo que pescarlo entre gran algazara.

—Todo depende del pozo de Ammán —dijo Zulfikar, mientras atravesaban el desierto, al lento paso de los caballos y las carretas, dejando tras ellos grandes nubes de polvo pardo.

Zulfikar era un negro alto, musculoso, con la misma suavidad de movimientos de un felino. Llevaba el cráneo cubierto por una corta melena oscura, tiesa como si fuera de alambre. Armado con un rifle de dos cañones, y un largo sable curvado, parecía, y seguramente lo era, un enemigo temible. Grandes ajorcas de oro le ceñían los robustos brazos, que siempre llevaba desnudos, y una faja de seda escarlata le permitía portar fácilmente el sable y un ancho machete de mango de latón.

Era serio. No bromeaba apenas, no bebía licores, y comía muy parcamente, sin gula. Pero de él se desprendía una impresión de fuerza retenida, como un muelle de acero presto a saltar.

—La fuente de Ammán —dijo Zulfikar, cortésmente, en respuesta a las preguntas de Sergio— está en mitad del desierto… es la única posibilidad de abastecimiento antes de llegar a la selva.

Un día y otro bajo el sol abrasador, caminando casi siempre de noche, durmiendo de día bajo la lona de los carros o en agujeros hechos en la arena de cualquier manera. Las provisiones de agua disminuían, aunque casi nada más entrar en África había comenzado el racionamiento. Cuatro litros diarios por persona.

—A doscientos kilómetros al sur del pozo de Ammán está Halfaya Pass, en los montes de Cumberland… después la selva, kilómetros y kilómetros de selva… y los mandriles.

—¿Nunca han llegado a Europa?

—Imposible… No podrían atravesar el desierto, son como salvajes, sin carros, solamente con lanzas y porras… y además, en Europa hace demasiado frío para ellos…

Un día abrasador, tras otro. El sol, destellando en el bruñido azul del cielo como la boca de un horno al rojo blanco, caldeando la arena y las piedras hasta el punto de que, bajo el escaso frescor de la noche, estas se partían en trozos… Y ni un ser viviente, ni un animal, salvo algunas lagartijas doradas y rojas que se escondían bajo las peñas, y alguna lenta procesión de hormigas del desierto, caminando una tras otra, con las bolsas apergaminadas donde reservaban el agua colgando tras el quitinoso abdomen. Los caballos con la roja lengua fuera, teniendo que ser refrescados cada hora. Y los hombres comenzando a dar señales de agotamiento; sin ganas de comer, balanceándose sobre los caballos, medio dormidos encima de las sillas, con las camisas empapadas en sudor, la frente chorreante bajo las amplias alas de los sombreros…

—Vamos, chicos, ánimo —decía el abuelo Jones. Porque el abuelo Jones no sudaba, no sentía calor, era capaz de pasar con la mitad de su ración de agua, y tenía un apetito envidiable.

—¡Carne salada para todos!

Nadie quería comerla. La obsesión continua era el agua, el agua… y el pozo de Ammán. A lo largo del inmutable desierto, la columna de hombres, caballos y carretas se alargaba, trazando limpias sombras negras sobre la arena, subiendo dunas, bajando a pequeños valles arenosos, atravesando chotts completamente secos, con un rastro de moribunda vegetación, llena de espinas, en sus orillas…

Los pañuelos sobre la boca se llenaban de polvo, que entraba también en las orejas, en los ojos, y en los mecanismos de los fusiles. El reloj de Sergio se estropeó, y no volvió a funcionar.

—Cavad, cavad si queréis dormir frescos —gruñía el abuelo Jones, por las mañanas—. ¿Alguien quiere pastel de harina y carne salada?

Aunque no era cierto que la carne fuese salada, sino simplemente seca al sol, nadie aceptaba más que unos pocos bocados, que pasaban difícilmente a través de las gargantas resecas. Al amanecer, el Capitán Grotton echaba mano de uno de los borboteantes barriles y distribuía la ración de agua, con ayuda de un cazo de hojalata…

Había quien no podía contenerse y empezaba a tragar agua, pasando sed el resto del día. Sergio se dio cuenta de lo difícil que era racionársela a uno mismo, con la cantarina cantimplora colgada al costado, y sintiendo unas ansias asesinas de beber, beber, beber…

—¿Y si no encontramos el pozo de Ammán?

—Si no lo encontramos —dijo Marta di Jorse, abriéndose la camisa para que algo de aire le refrescase la piel—, o si está seco, tendremos que volver. Eso lo sabíamos ya…

Y de, nuevo el terreno pedregoso, los gritos de Grotton:

—¡Adelante! ¡No os durmáis! ¡Ya falta menos! Porque Grotton, al igual que el abuelo Jones, parecía hecho de cuero, de piedras del desierto o de cualquier extraña materia distinta de la carne. Recorría varias veces la cansina caravana de un extremo a otro, estaba en todas partes donde era preciso, ponía paz en los ánimos excitados, y no se cansaba. Salía de avanzada con dos o tres de los hombres o mujeres más frescos, y no se cansaba. Y el abuelo Jones se apergaminaba más y más sin perder su mal genio y su enérgica voz como un cacareo.

—¡El pozo de Ammán! ¡Allí!

Era una pirámide de rocas blanquecinas, con dos o tres palmeras escuálidas al lado…

—Hay agua —dijo Zulfikar.

—¿Cómo lo sabes?

—Las palmeras, Sergio… están verdes… Entre las rocas amontonadas había un charco de agua turbia que se derramaba lentamente, perdiéndose entre la arena. Ninguno de los hombres protestó por el sabor del agua, ni por su dudosa limpieza. Acamparon allí aquella noche, hartándose de agua, y por casi primera vez en la travesía del desierto, de comida.

—Y ahora… una semana hasta Halfaya Pass… Hasta allí no hay peligro… después… ya veremos.

—¿Qué piensas? —dijo Marta di Jorse.

—En lo que hará Edy.

—Pues más te vale pensar en lo que harás tú, si no quieres que tu cabeza le sirva de adorno a un mandril.

—Sería un adorno bastante feo; tú quedarías mucho mejor.

—Anda y que te zurzan.

Zulfikar, desnudo completamente, se lavaba con ayuda de una pastilla de jabón casero que había extraído de su bolsa. Les dirigió una sonrisa, mientras continuaba enjabonándose.

—Mira el limpio… Yo también me bañaría, pero no me apetece moverme. Este calor me aplana —dijo Marta.

—El abuelo Jones resiste muy bien —comentó Sergio.

—¿Ese? Está hecho de hierro.

—Su hija no le trató muy bien…

—No te preocupes. Cuando vuelva, le recibirá llorando a lágrima viva. Es una consentida; hija única, malcriada, y con todos los caprichos. La abuela Jones ya murió, no pudo tener más hijos…

—¡En pie! —gritó el Capitán Grotton—. ¡Bueno; so vagos…!, ¿queréis dormir eternamente?

Halfaya Pass. Desde unas horas antes, la extensión de montañas rocosas, híspidas y cortadas a pico, con sombríos tonos amarillos y ocres, sembrados de oscuras oquedades, extendiéndose a ambos lados hasta el infinito, era perfectamente perceptible para la cansada caravana. El agua que cargaran en el pozo de Ammán se había corrompido en algunos barriles, a pesar de lo cual el líquido fangoso y maloliente se había conservado para el caso de que no hubiera otra cosa. Pero no fue preciso: Halfaya Pass estaba allí, a la vista.

Y era un lugar con una clara y potente aura maléfica. Quién sabía si ese aura emanaba de los oscuros orificios de las rocas, de las amenazadoras murallas de peñascos, o del estrecho desfiladero que rasgaba los amarillentos farallones… Pero era así, sin ninguna duda.

—Mal sitio —dijo el abuelo Jones—. Ojalá no estemos mucho aquí.

Pero no todos estaban tan frescos y descansados como él aparentaba estar. Ocho días más de desierto, después de la travesía hasta el ojo de agua del pozo de Ammán, se habían acumulado sobre cansancios y fatigas anteriores. En vano eran las bromas del robusto Capitán Grotton, que continuaba recorriendo la polvorienta caravana de arriba a abajo, y tratando de dar ánimos a todos.

—El abuelo Jones y él son casi indestructibles —había dicho Marta di Jorse—. Si por lo menos consigues tu maldita piedra de luna…

—Pero… ¿es posible que esto os divierta? —preguntó Sergio.

—No sabes tú cómo, guapo.

Y Marta di Jorse, mientras su caballo castaño, con los remos blancos, continuaba adelante, hundiéndose en la arena, le había tirado un pellizco cariñoso.

Las carretas se detuvieron en la misma entrada del desfiladero, del que salía una lenta columna de aire frío. La sensación de malignidad latente era allí más fuerte que en ningún otro sitio.

—¡Situadlas en círculo! ¡En círculo! —gritó el Capitán Grotton—. ¡Marta, Sergio, el Zurdo! ¡De descubierta a través del paso!

El Zurdo Ribas era un hombre bajo de estatura, ancho de hombros, con una barba negra tan cerrada que daba la impresión de que no se había afeitado en su vida. Tenía una frente, estrecha en la que el pelo áspero nacía a un dedo de distancia de las cejas, bajo la cual lucían dos ojitos pequeños, malsanos y brillantes como dos brasas. Causaban una impresión de fuerza hercúlea, mal contenida, capaz de avasallar a cualquier ser humano o animal. No hablaba apenas. Sin embargo, dirigía unas miradas profundamente salaces a los pechos de Marta, protuberantes como pequeños obuses ceñidos por el sudor a la negra blusa.

Había oscuros agujeros en las rocas ocres de Halfaya Pass, de los cuales surgía un viento curiosamente helado, y también un extraño ronquido, como si algún animal dormitase allí. Ni siquiera se les ocurrió entrar en uno de ellos; tal era la sensación maligna, sucia, repugnante, que surgía de las profundidades. A su lado, mientras caminaban lentamente, mirando a todas partes, pasaba la rugosa superficie de la roca, mostrando ligeras manchas de humedad rezumante en algunos sitios. El suelo era llano, de una arcilla casi blanquecina, sembrada de matojos secos y de guijarros redondeados de color gris.

—¿Falta mucho? —preguntó Sergio.

—El paso tendrá unos cuatrocientos metros, según ha dicho el Capitán —contestó Marta—. ¿Preocupado?

—No es muy agradable este sitio —respondió Sergio, mirando hacia lo alto, a la estrecha tira de cielo azul que se distinguía entre las murallas de roca.

—No lo es —dijo el Zurdo Ribas, en un alarde de elocuencia.

El paso daba vueltas, serpenteaba, trazaba curvas, sin que el final apareciera. Marta se detuvo repentinamente, con el fusil terciado, los llameantes ojos fijos en las alturas.

—He oído algo —dijo, con un hilo de voz.

Permanecieron quietos, sintiendo como las gotas de sudor resbalaban por la frente y por el pecho, con sensación de cosquilleo en el vientre. Hubo un ligero chasquido en las alturas. Después, una peña redonda, grande como una carreta, se deslizó sobre uno de los bordes, y cayó rodando al fondo, entre un gran retumbar de ecos y de piedras sueltas…

—Eso no ha caído solo —dijo Sergio.

—No —contestó Marta, mirándole con fijeza—. No, guapo. Pero no esperarías un comité de recepción, ¿verdad? Vamos, hay que seguir…

Pasaron junto a la roca caída, pegándose casi íntimamente a las peñas del murallón… Nada volvió a oírse en las alturas. No obstante, a la sensación de malignidad propia del desfiladero se había sumado otra; como si algo, o alguien estuviera observándoles…

El final de Halfaya Pass era brusco, cortándose a pico los murallones de piedra sobre un terreno en el que comenzaban a aparecer algunas matas verdes. Al hallarse a mayor altura, la vista sobre el conjunto de la selva mostraba claramente una espesísima masa vegetal, en la que no se distinguía ni un solo átomo de tierra. Una ligera bruma húmeda pesaba sobre el arbolado cada vez más denso, ocultando el horizonte.

—Ahí está la selva, Sergio —dijo Marta di Jorse, agarrándole por el brazo—. Mira… Kovalsky Station…

Eran las ruinas de una casa. Se distinguían perfectamente los restos de los muros de piedra, la chimenea aun enhiesta, algún poste de madera clavado en el suelo… Se acercaron. Marta rascó un poco el suelo con sus espuelas; surgió algo negro como carbón.

—A Nick Kovalsky le dio por vivir aquí… —dijo—. Ya ves. Ideas raras que tiene la gente. Tranquilo parecía el sitio… nadie pensaba que hubiera peligro. Esto fue cuando yo era niña, o quizás antes de nacer… no lo sé. Lo oí contar a la vieja Kate, la que me recogió… Bueno; para qué alargarlo. A Nick Kovalsky y a sus mujeres e hijos los mataron los mandriles, o lo que fuera… La expedición siguiente encontró la casa quemada, y los cadáveres de todos… Cazaron dos o tres bestias raras, peludas, que caminaban como hombres, y hablaban algo. Tenían el hocico azul. Les llamaron mandriles… Y esa fue la primera noticia. Nadie más vino a vivir aquí…

—No me extraña —contestó Sergio.

—Volvamos —peroró el Zurdo Ribas.

En vista de sus informes, el Capitán Grotton mandó cuatro hombres, entre ellos Illona Gómez, al otro extremo de Halfaya Pass, con instrucciones de montar guardia y disparar en caso de emergencia. Además de eso, montó otro retén junto a las carretas. Unos cuantos leños resecos sirvieron para encender una hoguera, y el abuelo Jones se divirtió un horror cocinando caliente.

—¿Quién quiere sopa de carne, bollos y guindas de postre?

Esta vez sí que tenían hambre. Cenaron juntos Sergio, Zulfikar y Marta, y después, Sergio intentó por enésima vez limpiar su reloj. Afortunadamente, el calendario funcionaba todavía, a pesar de que el cronómetro se hubiera detenido. Se durmió tranquilamente, pensando que cada vez necesitaba más horas de sueño. Al principio de su estancia en la tierra, había tenido bastante con siete, como en la ciudad. Después esta cantidad había aumentado lentamente, y ahora no se conformaba con menos de nueve. Pero a todos los demás les parecía que dormía poco, pues era rara la persona que dormía menos de diez horas.

—¡Despierta! —gritó Marta.

Estaba casi sentada encima de él, con las caderas de muchacho rozándole y el pesado busto inclinado sobre su rostro.

—A estas horas no me apetece —dijo Sergio, medio dormido.

—¡Qué más quisieras tú! ¡Levanta, hombre! ¡Chaves Hocico Largo ha huido!

Había un gran revuelo en torno a la hoguera, y el Capitán Grotton, violáceo de ira apostrofaba acremente a Zacarías Gómez, que se hallaba de centinela.

—¡Estúpido, animal! ¿Para qué estabas ahí, hijo de un mandril? ¿En qué estabas pensando, imbécil?

Al parecer. Chaves «Hocico Largo», después de apoderarse de varias cantimploras de agua, y de una buena ración de provisiones, había cogido su caballo y huido hacia el desierto.

—A mí me lo había dicho varias veces —dijo Anna Feodorov—. Esto no le gustaba; quería marcharse y hacerse bandolero…

Realmente, Chaves «Hocico Largo» no se había llevado nada importante; lo peor era el mal humor que se les puso a todos al pensar que, lo mismo que Chaves había salido, había podido entrar algo mucho más dañino.

Y ya no hubo forma de dormir. El abuelo Jones, muy contento, canturreando por lo bajo, preparó un repulsivo brebaje al que calificó de café, aunque tenía más de migas de pan seco, harina tostada y salvado, que café. Fue recibido con grandes gritos de protesta, que fueron prontamente acallados por el Capitán Grotton…

—Está bien —dijo el Capitán Grotton—. Vamos a olvidarnos de ese marrano, y a ver si organizamos esto… Somos en este momento cincuenta y nueve personas. No todos vais a venir hasta el templo… ¡Callad, animales! ¡Eso ya lo sabíais! Veinticinco vendrán conmigo; de los treinta y cuatro restantes… ¡He dicho que os calléis, so bordes! Digo que de los treinta y cuatro restantes, veinte con Trekopoulos como jefe, y dos carretas, se quedarán aquí… Los otros catorce, con el Zurdo Ribas… acércate Zurdo, y a ver sí entiendes el mapa… ¿Ves? Tú te coges una carreta, y sigues las montañas hacia el oeste… allí, a unos trescientos kilómetros de aquí, hay otra brecha en el muro… el desfiladero del río Rojo… Acampas allí, y esperas. A mitad de camino, más o menos, si este mapa no miente, hay dos fuentes… las fuentes del Hombre Muerto… allí puedes reponer agua…

—¿Por qué todo este lío? —preguntó el abuelo Jones, con mal talante.

—Porque tú no has pensado, abuelo Jones —dijo el Capitán Grotton— en que cuando tengamos que retirarnos, es fácil que haya que elegir un camino distinto de por donde hemos ido… ¿Se te ha olvidado el oficio? Situando al Zurdo Ribas en el desfiladero del Río Rojo, podemos volver por allí… ¿está claro? Bueno; ya lo verás, porque como vas a venir con nosotros de cocinero…

El río corría, torrentoso y negro, rozando las ramas de los grandes árboles que se inclinaban sobre él. Había allí un calor húmedo, muy distinto del abrasador horno que había sido el desierto; pero quizá por ello, la sensación de ahogo y de fatiga era superior. Aneberg, inquieto, con los furiosos ojos fijos en la negra corriente, se resistía a pasar…

El abuelo Jones, subido en su carreta, que tras muchas discusiones había conseguido llevar consigo, miraba también con desconfianza el presunto vado, donde las negras aguas saltaban y ondulaban, formando densas espumas, con un aspecto amenazador.

—Pasa tú, Marcus —ordenó el Capitán—. Y ve con cuidado.

Marcus, espoleando su caballo, comenzó a atravesar la espumeante corriente. Llevaba en una mano un largo machete, cuya hoja brillaba débilmente bajo los escasos rayos de sol que atravesaban las espesas ramas. Poco a poco, el caballo, tras algún caracoleo espantado, comenzó a introducirse en las oscuras aguas.

Los demás, quietos en la orilla, lo miraban con atención. De cuando en cuando, una mano se levantaba para aplastar un tábano o uno de los innumerables mosquitos que zumbaban, carnívoros, en torno a la patrulla. Sergio se abanicó con el sombrero de Edy, pensando en que no lo hubiera reconocido, lleno de sudor, arañazos y roto en varios sitios. Tras cinco días de selva todos tenían un aspecto similar, con los trajes desgarrados, sucios, barbudos, y llenos de picaduras de insectos. Y al parecer todavía no había llegado lo peor, puesto que la carreta, con algunas dificultades, había conseguido llegar hasta allí.

Marcus estaba sumergido casi hasta la cruz, con el penco bajo él, manoteando apresuradamente, y haciendo movimientos rítmicos al sacar fuera el cuello. Hubo un trepar apresurado, un chaparrón de espumas, y caballo y jinete salieron rápidamente del agua, resbalando los cascos del animal en los cantos rodados del fondo.

—Zacarías, Amílcar… id allá —dijo el Capitán Grotton, pasándose la mano por la barba—. Tú, Marcus, mira a ver que hay por ahí.

Al otro lado, la densa masa de lianas, enredaderas, troncos cubiertos de verdín, grandes flores de aspecto amenazador, derramaba un olor a podredumbre vegetal, y emanaba la continua sensación de que algo, oculto tras las anchas hojas, les vigilaba sin cesar…

—Vamos todos allá —dijo Grotton—. ¡Mete la carreta, abuelo!

Instintivamente, Marta y Sergio se aproximaron. En los últimos días se habían acostumbrado a caminar uno al lado del otro, a dormir juntos, y a compartir la comida. La verdad era que Marta, sin tener la inhumana resistencia del Capitán Grotton o del abuelo Jones, tenía un vigor y una fuerza poco comunes. Era una excelente compañera para esta clase de viajes.

La carreta se hallaba casi a mitad del río, con el agua hasta los ejes, cortando la corriente en dos olas coronadas de espuma, como un chato barco semihundido, cuando una onda monstruosa se levantó río arriba a unos cien metros del vado.

—¿Qué es eso?

La negra onda se abrió descubriendo un espantoso rostro oscuro, casi tan grande como la misma carreta, con dos protuberantes ojos carentes de párpados, una frente semejante a la proa de un barco, y un pronunciado hocico, que al abrirse, como en un bostezo, descubrió una triple hilera de colmillos… Tras el abominable y gigantesco rostro, surgió del río, de la misma forma que si fuera una isla vomitada a la superficie por una erupción volcánica, un torso redondo, casi inimaginable en tamaño, cubierto de aletas y púas…

—¡Aprisa —aulló el Capitán Grotton volviendo atrás y colocándose entre los hombres que atravesaban el río y el gigantesco animal! ¡Daos prisa con la carreta, hombres! ¡Vosotros, los de la orilla, tened los rifles preparados, pero no disparéis!

El monstruo abrió más la boca y lanzó un horrendo berrido, que hizo temblar la tierra. Después, muy despacio, comenzó a avanzar hacia el vado…

—¡Fuego! —gritó el Capitán Grotton.

Tres disparos surgieron de los rifles de Marcus, Zacarías y Amílcar, y debieron hacer blanco porque el enorme animal se alzó sobre una especie de bultos traseros, similares a aletas, y lanzó un nuevo aullido, más estruendoso que el anterior.

Todo estaba sucediendo a la vez, sin orden y concierto, y sin que apenas la vista pudiera registrar los diversos acontecimientos. El monumental bruto negro precipitándose hacia la carreta, con gran atronar de espuma y agua, y lanzando olas de líquido legamoso sobre todos ellos; los caballos relinchando con espanto y encabritándose; Anna Feodorov cayendo de la silla al barroso líquido; Aneberg extendiendo su largo cuello y sus iracundos ojos hacia el monstruo, dando un par de saltos increíbles, y situándose casi en la orilla opuesta; la carreta encallando entre dos rocas a causa de los saltos y corcoveos de los espantados caballos de tiro; las nubes de humo de los disparos y el sordo detonar de los rifles…

—¡Sal de ahí, abuelo Jones!

—¡Quitaos de en medio…!

—¡Fuego!

Sergio echó pie a tierra, sacó el rifle magnético y descargó una tras otro, todos los disparos de un cargador en el rostro de la bestia. No parecieron hacer mucho efecto; solamente uno de los enormes ojos dejó de brillar, estallando como una fresa madura, y soltando un líquido blanquecino… En ese instante había varios hombres y mujeres que habían caído de sus caballos. El animal, con una larga zarpa, asió uno de los pencos que corrían entre las ondas, echando espuma por el hocico, y lo aproximó a la amplia boca; hubo un angustioso relinchar, un pataleo y el caballo desapareció…

Sergio vio que la cabeza del espantoso ser acuático, ahora con la velocidad y potencia de una negra locomotora a toda marcha, se lanzaba sobre la semivolcada carreta, seguramente porque era lo más grande que había a la vista. Vio a Marta di Jorse, desmontada, braceando torpemente en el agua a unos diez metros del carromato… Apresuradamente, introdujo otro cargador, y volvió a descargarlo entero sobre el animal… Chorros de sangre parda caían de los farallónicos costados, sin que la bestial carrera se detuviese, entre un rebullir y un chapuzar de caballos, hombres y cajas entremezclados, revueltos y trufados en la espuma legamosa del vado. El agua, como inquieta, se alzaba en bultos y combas sobre su nivel normal, como si del fondo del río surgiera un ciclópeo borbotear…

—¿Adónde vas? ¡Vuelve aquí!

Sergio no hizo caso. Se metió en el río, y dio saltos entre la espuma, tratando de acercarse a Marta. Cuando lo consiguió la bestia negra acababa de chocar con la carreta con un topetazo desaforado, haciéndola pedazos y lanzándola con caballos y carga, a la parte más profunda…

—¡Agárrate, Marta!

Un tirón, e hicieron pie los dos. A poca distancia de ellos pasó un muro negro, como el costado de un buque de guerra, exhalando un potente olor a barro y a plantas submarinas… Desde la orilla continuaban llegando disparos, y las nubes de humo impedían casi la visibilidad. Sobre el revuelto río flotaba una bruma azulada, que escocía los ojos y las narices con su olor acre, característico de la pólvora. En el agua había papeles quemados, algunos de ellos lanzando chispazos todavía, restos de tacos mal consumidos…

Mientras Sergio, agarrando a Marta por un brazo, conseguía sacarla a la orilla, al lado del confuso revoltijo de hombres y caballos espantados, el monstruo, en su último impulso, fue a encallar doscientos metros más abajo, después de pasar como una apisonadora sobre los despedazados restos de la carreta…

Durante unos momentos, los supervivientes se quedaron en silencio, contemplando el desastre, los cadáveres de los caballos despanzurrados, vomitando olas de sangre en la revuelta corriente, los cuerpos inmóviles de hombres y mujeres que flotaban aún en el río, siendo arrastrados por las rápidas aguas negras…

Quedaban diecinueve, con once caballos, entre ellos Aneberg. Se habían salvado el Capitán Grotton, el abuelo Jones, y Amílcar Stone… Habían desaparecido Anna Feodorov, Zulfikar, y otros más… En cuanto a las provisiones y municiones de repuesto, amén de medicinas y otros implementos existentes en la carreta eran totalmente irrecuperables…

—Y sólo… acabamos… de empezar —dijo Marta, con la respiración cortada—. Bueno… Sergio… muchas gracias.

—¿Por qué, mujer? No iba a dejar que ese bicho se comiera a una chica tan guapa como tú.

—¡Ay, encanto! —dijo Marta, intentando sonreír—. Como que… no le hubiera… dejado a otro… meterme mano… como tú has hecho.

—Es que aún hay clases. Marta…

—Sí, guapo. De frescos y de aprovechados, hay varias… Sergio hizo un movimiento de cabeza un tanto burlón al contemplar los desgarrados pantalones de montar de Marta, que dejaban ver la carne en varios sitios, el cinturón con cabezas de clavo, cubierto de légamo… la frondosa melena rojiza y el llameante rostro llenos de barro y despellejaduras…

—No me mires tanto —dijo ella—. Si tú estás hecho una facha, también…

Y era verdad. La chaqueta y el pantalón de caza estaban rotos en varios sitios, aunque afortunadamente había salvado el rifle y las municiones.

—He perdido el fusil y el cuchillo —dijo Marta—. Menos mal que aún tengo la pistola…

—¡Bueno, muchachos! —gritó el Capitán Grotton—. Reunid aquí lo que os quede de alimentos, de armas y de todo…

La selva seca había dejado lugar a un pantano continuo, de poca profundidad, pero lleno de un espeso limo verdoso que les llegaba a las rodillas. Caminaban por él, entre juramentos, llevando de la brida a los caballos supervivientes. Tres de ellos habían muerto, entre convulsiones, después de ser picados por unos gruesos insectos negros, semejantes a grandes abejorros.

—Esto no es nada, chicos —dijo el abuelo Jones—. Si hubierais estado en la travesía a pequeña América… ya veríais cosa buena…

—¡Cállate, viejo! —gruñó Amílcar Stone. Era evidente que el pobre Amílcar no se encontraba bien. Tenía el rostro cerúleo, la respiración rápida, y tosía con frecuencia. Lo mismo que los demás, sufría violentos aunque poco duraderos ataques de diarrea. Sergio hubiera querido aliviarle, pero le era imposible. La carga de la pistola inyectora se había agotado un par de días antes, cuando gastó todo su contenido en inyectar a los expedicionarios. Y no le quedaba ni una sola de las medicinas que bajó de la Ciudad. También él se sentía escalofriado y tembloroso, y se veía obligado a detener la marcha para vaciar su dolorido estómago…

De vez en cuando surgía del pantano una islilla diminuta, de barro apelmazado, cubierta de plantas llenas de púas. La humedad continua del lodazal no era menor allí, pero por lo menos podían hacerse la ilusión de que estaban en seco.

Las pocas provisiones salvadas del desastre del río Negro comenzaban a escasear. Afortunadamente el agua no faltaba, aunque fuese turbia, maloliente y de repugnante sabor.

Poco a poco, obedeciendo la orden del capitán Grotton, se derrumbaron todos en una especie de masa de barro verdoso ligeramente elevada sobre el légamo del lodazal. Por todas partes, sin interrupción, se extendía el mismo tipo de árboles; unos troncos amarillentos, que se abrían a ras de lodo en una ancha masa de raíces, las cuales se sumergían, como las patas de una araña, en la hedionda masa líquida.

Con sonidos viscosos, los agotados guerrilleros comenzaron a extraerse las botas, muchas de las cuales estaban deshechas y abiertas como bocas de cocodrilo. Pies grandes, juanetudos, blancos por la continuada inmersión, comenzaron a salir a la tenebrosa luz del pantano…

—Marta, Sergio, Marcus… —dijo el Capitán Grotton—. Hacedme el favor de avanzar un poco, y batir la zona… No sea que tengamos una sorpresa… Tú, abuelo Jones, coge esa lavativa tuya y vigila… Trae las provisiones, Amílcar; haré el reparto…

Marta, Marcus y Sergio se levantaron trabajosamente, sintiendo que no podían hacer un solo movimiento más, y volvieron a meterse en el fango, que les recibió con un ruido de succión. Caminaron cansinamente, con las armas preparadas, Marta delante, los dos hombres separados unos metros a cada lado, todos ellos mirando desconfiadamente la chorreante vegetación.

Algún bicho serpenteante pasaba bajo el agua, trazando un canal de ondas en la superficie… Al principio, se habían preocupado, pensando que pudiera tratarse de algún animal dañino; pero luego, en vista de que nada sucedía, perdieron el miedo.

En la espesura se oían cacareos y gañidos… Un pajarraco multicolor, con gran pico anaranjado, pasó saltando de una rama a otra, lanzando desagradables gañidos y mirándoles con dos ojos de color turquesa. A lo lejos, entre dos troncos, hubo un repentino borbotear, y una columna de lodo se alzó hacia arriba, entre gran batir de barro y hojas y rápidas visiones de dos colas escamosas y dos hocicos dentados peleándose entre sí.

—Mirad eso —dijo Marta.

Había una islilla seca más adelante. Y era verdaderamente seca, no un montón de barro esponjoso, como la que ocupaba en este momento el resto de la pandilla.

Se acercaron… No sería más grande que una habitación de no mucho tamaño, pero estaba seca. Seca de verdad, y con algo de hierba débil y amarillenta creciendo en ella…

—Sergio —dijo Marta—. Tú te quedas aquí… Marcus, vete por ese lado; yo iré por el otro… Mucho cuidado los dos.

—Y tú. Marta.

—Y yo. Volveremos aquí… no vayas a asustarte y disparar… Y no te duermas.

Entre chapoteos. Marta y Marcus desaparecieron, cada uno en una dirección. Sergio se sentó en mitad de la isla, con el rifle cargado y montado. A su alrededor continuaban los gañidos de los pájaros, algún rugido lejano, el cacareo de aves a las que no logró ver, un chillido agudo y penetrante de cuando en cuando, que tampoco se sabía de dónde salía… Mirando a los lados, vio que una débil corriente circulaba rozando la islita por uno de sus costados; se acercó y se arrodilló en la orilla. Era un canal de agua casi transparente, que discurría entre el légamo, trazándose dentro de él un camino separado… Nunca supo el momento en que se quedó dormido. Le pareció oir voces, de un bajo profundo, no muy lejanas.

—Ahi t’nes uno. M’talo.

—No q’uero. Q’ vaya el p’qño.

—Yo no voy. M’ mata.

—No tiene r’fle. Cog’lo.

—Tu p’dre que v’a a ir. Yo no voy.

—Te corto los h’vos.

—Si qu’ tiene r’fle. V’monos.

Hubo un gruñido oscuro, bajo de tono, distinto a los que antes emitiera la selva. Poco a poco, y cada vez más velozmente, Sergio recuperó la conciencia. No se movió. Entreabrió los ojos, y vio, a quince metros de distancia, semisumergidos en el légamo, tres bultos oscuros, muy desiguales de tamaño. No se les distinguía muy bien entre las entrelazadas ramas, pero pudo ver que eran peludos, oscuros, y con grandes cabezas provistas de un hocico azul colmilludo que se proyectaba hacia adelante.

—'e un hombr’.

—No. 's un’ muj’r.

—Pero’s bu’no para com’r. Cog’lo.

—No qui’ro. V’s tú.

Tenían largos brazos cubiertos de una atroz pelambrera negra. Durante unos instantes, siguieron las discusiones en voz baja y bestial, cortando torpemente las palabras.

—M’ coge y m’ mata.

—P’s no com’m’s.

Sergio hizo un movimiento involuntario. Hubo un rebullir entre las ramas. Cuando se levantó, con el rifle a punto, las figuras negras habían desaparecido. Se sentó de nuevo, aterrado por la impresión de fuerza y brutalidad que se desprendía de las figuras peludas.

Algo ágil y suave se deslizaba por la transparente corriente de agua, surcándola lentamente, apenas sin movimiento, y sin remover el légamo del fondo. A pocos pasos de Sergio, surgió del riachuelo una cabeza redonda, cubierta de suave pelaje gris oscuro. Era un animal, del tamaño de un perro grande. Tenía dos grandes ojos pardos, protegidos por largas y sedosas pestañas, y un cuerpo esbelto y movedizo, como si no tuviera huesos. Colocó dos zarpas acolchadas sobre la orilla y permaneció mirando a Sergio.

—¿Qué eres tú? —preguntó Sergio.

—Soy una cellisa —dijo el animal, con agradable voz de tenor.

Y antes de que Sergio pudiera sorprenderse, el animal, de un salto, retrocedió y se metió en el agua. Durante unos segundos Sergio pudo ver una sombra gris-parda que se desplazaba velozmente por el fondo de la corriente; después, nada.

—¿Qué era eso? —dijo Marta, dejándose caer a su lado—. Parece que se ha asustado al verme…

—¡Hablaba! —dijo Sergio—. Dijo: «Soy una cellisa…».

—No me digas que te ha hablado… Esas sólo hablan con los Profes… No sabía que hubiera aquí también… ¿Ha pasado algo?

Sergio explicó lo de los bichos negros de hocico azul, callándose lo de que se había dormido.

—Pues si el Capitán Grotton no se equivoca, encanto, eso son los mandriles. De manera que estamos encima de ellos… Anda, deja que me apoye en ti…

Permanecieron los dos en silencio, escuchando la cacareante, crujiente y sonora selva. No se oían voces sobre el chapoteo del agua y los gritos de los animales. De vez en cuando, el taladrante chillido agudo helaba el corazón.

—¿Y Marcus?

—Aún no ha vuelto.

—Ayúdame a subir a ése árbol.

Patalearon en el barro hasta un tronco sin ramas, más grueso que los otros. Sergio se inclinó un poco para que Marta pudiera apoyarse en él, y mientras la ayudaba a subir, un poco en broma, le pasó las manos por los muslos que el destrozado pantalón dejaba al descubierto. La mujer emitió un sonido oscuro, pero no dijo nada.

—No lo veo —dijo Marta, desde la primera rama—. Bájame.

Al ayudarla, Sergio volvió a repetir la maniobra, esta vez un tanto en serio, y sintiéndose, ligeramente excitado. Tampoco Marta se opuso ni soltó ninguna de las procacidades que acostumbraba. Por el contrario, cuando estuvo en el suelo se adosó a él.

—Me salvaste la vida en el río —dijo—. Y ni siquiera te lo he agradecido…

—Ni hace falta, mujer.

—Eres un buen muchacho, Sergio. Dame un beso. Sergio la besó formulariamente, y ella le contestó de la misma manera. Tenía una boca ancha, jugosa, que se acoplaba fácilmente. Caminaron juntos hacia la isla, sin tocarse más.

—Ese Marcus…

—No creo que tarde en venir.

Iba cayendo la noche. En dirección al resto de la patrulla se distinguía un punto rojizo, como un rescoldo. Seguramente los demás, tras mucho trabajo, habían conseguido reunir el número de ramas suficiente para encender una hoguera.

—El Capitán Grotton va a mandar un par de vuelta a Halfaya Pass —dijo Marta—. Aunque lleguemos al templo, no podremos volver sin provisiones. Creo que la idea es que diez hombres de los que hay en el paso con Trekopoulos lleguen hasta el río Negro con suficientes vituallas… Sino, no llegaremos vivos al Paso.

La oscuridad era casi total. Entre los árboles, en el agua, comenzaron a relucir pequeños puntos fosforescentes. Una nube de mosquitos se levantó del légamo y comenzó a zumbar junto a ellos. Trataron inútilmente de espantarlos, hasta que Marta extrajo un bote de su zurrón y se lo tendió a Sergio.

—Úntatelo —dijo—. Es grasa de ciervo… quizá sirva… Sirvió. Los mosquitos dieron vueltas y vueltas alrededor de ellos, zumbando agudamente, pero no les picaron más. Duramente unos minutos los dos permanecieron acurrucados, uno junto a otro, frotándose intensamente con la deslizante grasa de ciervo.

—Sergio —dijo ella, mirándole con intensidad.

—¿Qué pasa?

—Te voy a decir algo que no confesaría a nadie…

—¿Qué es?

—Tengo un miedo terrible…

—Yo también —respondió él, después de un momento de silencio. La rodeó con el brazo, y esta vez no hubo repulsa ninguna por parte de ella. Muy despacio, Sergio dejó que su mano se deslizase por la axila de Marta, pasase entre el torso y el brazo, y rodease suavemente, casi sin sensualidad, el pecho izquierdo de la mujer. Ella no dijo nada, ni cambió de posición…

—¿Te molesto?

—No. Así me gusta… sólo así… pero no que quieran tocarme la flor…

La opulenta curva del seno de Marta tenía unas rugosidades y estrías, como…

—¿Qué es eso?

—Cicatrices; mira…

Marta abrió los restos de la destrozada camisa, mostrando, a la casi oscuridad del crepúsculo dos pechos enhiestos, cubiertos, como el resto del tórax, de una complicada trama de cicatrices, de pequeñas cicatrices, como si los dedos de un niño hubieran dejado sus huellas por doquier.

—¿Cómo te hiciste eso?

—Prefiero no acordarme… Una aventura de hace años… que estuvo a punto de costarme la vida… ¿Te ha hecho olvidar el miedo? ¿Te he gustado?

—Sí.

—Tú a mí también. ¿No piensas ahora en Edy?

—Más que nunca… La veo en todas partes… No sabes cómo la echo de menos.

—Volverás; estoy segura. Volveremos. Era prácticamente de noche; las luciérnagas daban vueltas entre los árboles; negras masas se desplazaban chapoteando.

—¿Y Marcus?

—No sé…

Permanecieron allí hasta que tuvieron la seguridad de que Marcus no regresaría jamás.

Amílcar Stone, delgado hasta parecer esquelético, con los ojos inyectados en sangre, la boca cubierta de espuma, las descarnadas costillas casi atravesando la apergaminada piel, yacía al pie de un retorcido baobad, respirando anhelosamente…

—Me duele… —dijo en un suspiro—. Me duele espantosamente… Matadme, hermanos, por favor…

Quedaban trece, después de que dos partieran para Halfaya Pass, y otros desaparecieron sin dejar rastro. Salvo el desgraciado Amílcar Stone, los demás habían soportado relativamente bien la travesía del pantano, y la caminata por las gargantas rocosas que había a continuación. Según el Capitán Grotton, estaban ya casi en su objetivo. Habían conseguido cazar dos animales mezcla de venado y bisonte, cuya carne había sido devorada ansiosamente, restaurando casi por completo las decaídas fuerzas. Igualmente habían encontrado unos cuantos frutos que el Capitán identificó como comestibles…

Cerca de la cabeza del yacente Amílcar Stone surgía de una roca un hilo de agua cristalina, con un fuerte sabor ferruginoso, y ligeramente tibia. Pero había calmado la sed de un líquido limpio, que los expedicionarios sentían hacía días, y les había permitido lavarse con cierta mesura.

Sentada junto a su hermano. Juana Stone trataba de refrescar la ardorosa frente con un trozo de blusa empapada en el agua del manantial.

—No puedo soportarlo —gimió Amílcar—. No puedo… También Sergio estaba arrodillado junto al moribundo, sintiendo dentro de sí una profunda compasión y un dolor intenso ante el pensamiento de que este hombre, como ya había sucedido a otros, iba a morir por su causa. Había hablado de esto con Marta, y de poco le sirvió que ella dijera que de no haber sucedido aquí, y de esta forma, habría sucedido en otro lugar, y de forma parecida, pues todos ellos no servían más que para eso, para correr aventuras…

Sergio rebuscó una vez más, inútilmente, en su mochila, como si el revolver en ella pudiera sacar a la luz un tranquilizante o un anestésico que sobradamente sabía no estaban allí. Hubiera hecho cualquier cosa por aliviar el dolor de Amílcar… Y además, el no llevar médico con ellos, ni tener idea de lo que le sucedía al pobre hombre, contribuía más a intensificar su pena… Sólo sabía lo que los demás; que el pobre Amílcar había ido decayendo a ojos vistas, y que el dolor leve que al principio sintiera en el pecho era ahora, por lo visto, totalmente insoportable.

El macilento rostro del moribundo hizo un visaje y de los cárdenos labios se escapó un ronco aullido de dolor, acompañado de una oleada de espuma sanguinolenta…

Juana empapó el espeso sudor frío que cubría la frente de su hermano. Sus ojos se fijaron en Sergio, no con reproche, ni con rencor por haberle traído a morir allí, sino con un profundo dolor por la impotencia de todos. Aquello era mucho peor que morir violentamente a manos de los mandriles.

El grupo, acuclillado, mascando aún trozos de carne, permanecía inmóvil, contemplando la lenta agonía de Amílcar.

Sergio, de pronto, tomó las manos del moribundo. Las sintió viscosas y frías en las suyas; contempló el delgado torso alzarse en lentas y espaciadas respiraciones y se dio cuenta de que la muerte estaba próxima… Notó también claramente el intenso dolor de Amílcar, localizado en el hígado y en la parte superior del estómago… Sintió un ligero vahído, que dominó prontamente. Las cosas, en torno a él, parecían haberse hecho más luminosas. Pensó intensamente en el dolor de Amílcar, en su muerte próxima, y en el dolor de tantos hombres y mujeres, a lo largo de la historia de la humanidad… Percibió, como naciendo en el fondo de su ser, un grande, penetrante, avasallador deseo de tomar para sí los dolores de Amílcar, con tal de que el desgraciado muriera en paz… Y poco a poco, fue así. Algo como un fuego vital, como una profunda y atroz corriente de lástima, tan fuerte que casi no era soportable, pasaba a través de sus manos al enflaquecido cuerpo del agonizante. El retorcido rostro de Amílcar recobró poco a poco la paz, mientras Sergio, con lágrimas en los ojos, se sentía desgarrar por el horrendo dolor que poco antes carcomía las entrañas del enfermo. «Lo tomo para mí, con alegría —pensó, dominando su impulso de gemir, de sollozar a gritos—. Por él, por todos, por mí mismo…».

Durante un segundo le pareció que algo nuevo se abría en torno a él, algo más allá de Amílcar, del macilento grupo del Capitán Grotton, de Marta y de él mismo. Algo que daba sentido a todo, y explicaba todo…

El dolor desapareció, de pronto, como cortado con un cuchillo. Bajo sus ojos, con las manos laxas en las suyas, con el rostro en paz, Amílcar Stone reposaba para siempre. Pero Sergio continuó sintiendo en el cuerpo muerto que yacía a sus pies, cómo la lenta acción del veneno vegetal que había matado a Amílcar Stone continuaba espasmódicamente su obra, acabando poco a poco con las vísceras que aún continuaban con un reflejo de vida. Sintió cómo los ganglios aún seguían sus funciones, y cómo la sangre se solidificaba en las arterias… La percepción fue haciéndose lentamente más débil, y el instante glorioso en que creyó haber comprendido muchas cosas, aquel instante que debía casi exclusivamente al contacto con un ser que acababa de morir, perdió vividez, se hizo pálido y desapareció.

Quizá por eso, cuando se puso en pie, sintiendo que las lágrimas resbalaban por su rostro, no se fijó siquiera en el movimiento de respeto de los demás.

Entre aullidos y parloteos, los últimos sobrevivientes del ataque se retiraban. Atrincherados tras unos gruesos troncos caídos, mal apilados a toda prisa, y tras montones de piedras cubiertas de plantas enraizadas en cualquier grieta, los expedicionarios contemplaban los cadáveres peludos de los mandriles, extendidos por el suelo a su alrededor.

Los rifles humeaban aún, con el cañón al rojo, y los machetes chorreaban sangre. Les habían sorprendido en el borde de la selva, poco después de que Juana Stone, desde lo más alto de un árbol, anunciase a gritos que veía el templo a lo lejos. Surgieron rezongando y parloteando, peleándose entre sí, gruñendo con su profunda voz de bajo, mezclados machos, hembras y jóvenes crías, pero todos armados con porras o con toscas lanzas. Los fusiles, y sobre todo el rifle de Sergio, hicieron una verdadera carnicería entre los mandriles. A veces, uno de ellos, como si no le importase morir, se lanzaba locamente dentro del grupo, para ser muertos a machetazos, derramando sobre la tierra una sangre de un brillante color rojo…

Tenían el hocico largo y azul, provisto de amarillentos colmillos, ojos pequeños y malignos, casi humanos, y exhalaban un hedor repugnante a suciedad, a excrementos y a orina. Los caballos parecían sentir una repugnancia especial ante tales seres, y de los tres supervivientes, dos rompieron las riendas y huyeron, con los ojos fuera de las órbitas, relinchando como niños asustados. Sólo quedó Aneberg, tenso como un arco, con las cuatro patas plantadas sólidamente en el suelo, el largo cuello extendido hacia el enemigo.

Durante unos momentos, los caballos que huían fueron solamente una masa de mandriles amontonada encima de las dos bestias, con brazos peludos que se levantaban y acuchillaban, y hocicos azules, chorreando baba amarilla, que mordían las ancas y los blandos estómagos… Primero uno, después el otro, los dos brutos cayeron al suelo, revolcándose en la agonía, y siendo devorados vivos por la hormigueante masa de mandriles…

Juana Stone cayó con la cabeza abierta de un mazazo; Jeremías, con una flecha en un ojo… En un momento de apuro, el cuchillo de Marta abrió el pecho de una hembra parloteante que había caído sobre la cabeza de Sergio…

La última ráfaga de disparos puso en fuga al resto del salvaje ejército.

—Esperemos —dijo el Capitán Grotton— que esto les haya servido de lección, y que no vuelvan.

Pero todos se dieron cuenta, por el tono de su voz, de que ni siquiera él mismo creía en eso. El Capitán Grotton no era ya más que un fantasma, con el vientre caído en blandos pellejos, sobre el cinturón cada vez más apretado, y los ojos rodeados de profundas ojeras violáceas.

Quedaban diez. Marta di Jorse, el Capitán Grotton, Sergio, el abuelo Jones, Amos Smith, Zacarías Gómez, Magnus Peterson, María Viborg, Janne Bergamo y el Largo Reed. Tres mujeres y siete hombres, con poca pólvora y sin alimentos.

Los mandriles malheridos gemían y gritaban a su alrededor, revolcándose en su propia sangre. Uno de ellos, con las piernas rotas, se arrastró hacia el cadáver de uno de sus compañeros y le clavó los dientes en el hombro, arrancando un pedazo de carne, que deglutió apresuradamente, los malsanos ojuelos fijos en la patrulla, soltando chorros de baba por ambos lados del hocico azul.

Un espeso parloteo surgía aún de entre los mandriles heridos y de las profundidades del bosque:

—¿Volv’mos?

—Yo no v’elvo. M’ cogen y m’ matan.

—Esos s’ com’n.

—La p’rnc’sa d’ra.

Las lentas voces de bajo se retiraron hacia el fondo del roquedal y dejaron de oírse. Sólo se escuchaba algún bronco gemido entre los cuerpos peludos cubiertos de vivida sangre roja. Uno de los moribundos se retorció sobre la tierra, volvió las nalgas peladas, rojizas, hacia los expedicionarios, y soltó una ventosidad atroz. Después, lentamente, se subió encima de una hembra muerta, y trató torpemente de introducirle un pene grueso como un bastón, violáceo en la punta. Murió allí mismo, sin acabar el acto.

—La luna saldrá dentro de una hora —dijo el Capitán Grotton—. Tenemos el tiempo justo de avanzar, coger la piedra de Luna y retirarnos…

—Siento mucho que por mi culpa… —comenzó Sergio. No pudo seguir. Una mano le tapó la boca, cogiéndola por detrás. Sintió en la espalda el contacto del busto de Marta, y la ancha boca junto a su oído.

—No digas tonterías, Sergio, encanto. ¿No ves que no te hacen caso? ¿Por qué se te ha metido en la cabeza que te guardamos rencor por haber venido aquí?

A través de la oscuridad, pasaron sobre los extendidos cadáveres de los mandriles, lo más rápidamente posible, para evitar el intenso olor a excrementos y a suciedad. Alguno seguía todavía con vida, pues se escuchaban leves gemidos. El abuelo Jones, verdadero esqueleto viviente, cubierto solamente con unos desgarrados calzones, se ocupó, con una sonrisita maligna, de que esos gemidos dejaran de oírse. El ir y venir del largo machete del viejo hipnotizaba a Sergio… Abajo… Arriba… Un gemido menos. Pronto se hizo el silencio.

Amos Smith y María Viborg, malheridos, caminaban apoyándose en dos de sus compañeros, sombras apenas visibles en la oscuridad. Les habían ofrecido dejarlos allí, y volver por ellos, pero se negaron rotundamente. Sabían muy bien lo que hubieran durado de quedarse allí solos.

El roquedal se abrió sobre algo amplio y totalmente desprovisto de árboles. La luna relumbraba sobre una ancha plaza de losas mal conjuntadas… ¿La luna?

—No es la luna —dijo Marta, en un susurro—. Es… otra cosa…

Era una extensa plaza abierta en mitad de la selva, rodeada por todas partes por altos árboles cuyas copas parecían completamente negras bajo el suave luminar… Las losas estaban imbricadas en algunos lugares, faltaban en otros… en ciertos sitios la vegetación las había levantado, y algo como una catarata de lajas de piedra dejaba paso a un potente y retorcido tronco… Y al final de la plaza había un edificio, rectangular, de tres pisos, con ventanas cuadradas y una gran puerta, a través de las cuales salía una plateada luz, totalmente semejante a la lunar, derramando una blanca luminosidad sobre la plaza…

—La Piedra de Luna —musitó Sergio…

—A la derecha, a la derecha todos —gruñó el Capitán Grotton—. Pegados a los árboles. Zacarías, Magnus; vigilad el interior de la plaza; Sergio, abuelo Jones, el edificio; los demás, el interior de la selva… Despacio y sin hacer ruido… Amos, María… ¿queréis esperar aquí…?

—No…

—Entonces, por favor… ni un solo gemido. Mordeos los nudillos, si es preciso… pero ni un ruido.

Se deslizaron hacia el rectangular edificio, cada uno con los ojos puestos en su objetivo. Nada se oía en la selva, y ni una sombra atravesaba las retorcidas losas de la plaza… A medida que se acercaban, Sergio pudo ver que en las cuadradas ventanas del templo quedaban restos de cristales, que dejaban filtrar polvorientamente la plateada luz. En el techo, completamente plano, antenas y placas se alzaban hacia el negro firmamento; algunas de ellas estaban quebradas y rotas, caídas sobre, la fachada…

En varias ocasiones, Sergio se volvió a mirar atrás, temeroso de que Aneberg, a quien había dejado atado flojamente a la rama de un árbol en el lugar donde se defendieron de los mandriles, hubiera soltado las riendas y les siguiese. Pero no era así. El caballo había permanecido inmóvil, con los llameantes ojos fijos en él, y se había quedado donde estaba, sin hacer ningún movimiento.

Había un silencio absoluto. Incluso las aves y los merodeadores nocturnos parecían haber callado, como impresionados por la matanza que había tenido lugar pocas horas antes.

Caminaron a lo largo de la corroída pared del edificio, cuidando de no tropezar en las irregulares losas, muchas de las cuales, levantadas a medias por nudosas raíces, ofrecían dificultades para caminar sobre ellas. El Capitán Grotton, con el fusil apuntado hacia adelante, fue el primero que entró en el templo, seguido inmediatamente por los demás…

—Janne a la derecha de la puerta… Tú, Largo Reed, a la izquierda. Pegaos a la pared, y vigilad bien… Los demás, seguidme.

La puerta, carente de hojas, aun cuando con residuos de grandes y oxidadas bisagras, desembocaba en una gran sala sin columnas, con el pavimento de blanco mármol, o algo parecido, en donde se reflejaba lóbregamente la luz plateada de lo que había al fondo. A lo largo de las paredes se amontonaban pesados restos de maquinaria destrozada, apilados de cualquier manera; por las rotas ventanas entraba el olor a podredumbre de la selva… Al fondo se abrían varias arcadas completamente oscuras, en una de las cuales se adivinaba, más que se veía, una escalera descendente… Y entre dos de estas arcadas, sobre un grotesco altar hecho con troncos de cocotero, relucía la triste luz blanca de la Piedra de Luna.

Se detuvieron alrededor del altar, en silencio, mirando aquel objeto al que tanto les había costado llegar. Era un cilindro nacarado, de unos veinticinco centímetros de altura por quince de base. No era regular sino que aparecía cubierto de estrías irregulares, así como también de protuberancias distribuidas sobre su superficie… El dibujo causaba una impresión hipnótica; una vez que estaban fijos los ojos en la Piedra de Luna resultaba difícil separarlos de ella, quién sabe sí por la nacarada y potente luminosidad fría que exhalaba, o por la combinación de surcos y protuberancias en su superficie, curiosamente combinados.

—Ahí la tienes —dijo el Capitán Grotton, con un hilo de voz—. Cógela, y marchémonos…

Sintiéndose emocionado, Sergio se adelantó y colocó una de sus manos en la parte superior de la Piedra de Luna, redondeada como la tapa de una caldera. No sintió absolutamente nada, salvo que le resultó curiosa la forma como su mano se destacaba en negro, sobre la perlina luminosidad del objeto. Después, con las dos manos, la tomó, notando con cierta sorpresa que apenas pesada nada, y la introdujo en su mochila, ahora casi vacía.

La luminosidad se extinguió bruscamente, al quedar encerrado el objeto bajo la espesa lona de la mochila de Sergio. Permanecieron quietos durante unos segundos, tratando de acostumbrarse a la repentina oscuridad. Después, vieron que a través de las ventanas entraba una luminosidad difusa, apenas visible, pero suficiente para orientarles…

—Vámonos ya —dijo el Capitán Grotton—. Y mucho cuidado…

Anduvieron en la penumbra hacia la puerta, que se adivinaba como un rectángulo algo más claro sobre la oscuridad del interior. Mientras caminaban, la luz exterior aumentó un poco con una tonalidad similar a la de la Piedra. Un azulado rayo se deslizó lúgubremente a través de los polvorientos cristales destrozados. La luna acababa de salir.

Fue el Capitán Grotton el primero que llegó a la puerta. Se detuvo en seco, como fulminado, mientras que de sus labios, se escapaba algo como un gemido. En un segundo, los demás estuvieron a su lado…

Bajo la luz de la luna saliente, se veía la plaza cubierta totalmente de centenares y centenares de mandriles, quietos, silenciosos, con lanzas y porras extendidas ante ellos, los hocicos babeantes semiabiertos y los malignos ojos mirándoles fijamente. Apenas tuvieron tiempo de observar los cadáveres de Janne de Bergamo y del Largo Reed, al pie de los leprosos muros. Con un solo y gigantesco aullido, que pareció hacer temblar el templo en sus mismos cimientos, la ingente multitud de mandriles, rezongando y gruñendo en voz baja, alzando los peludos brazos, se lanzó sobre ellos, y los aplastó bajo su masa maloliente. Sergio intentó inútilmente levantar el rifle magnético… Una porra de piedra chocó con su cabeza; no pudo hacer ni un solo disparo.