XI
MUERTE DE UN DESCONOCIDO
El alazán del Vikingo (llamado «Estrella») y Aneberg, trotaban lentamente el uno al lado del otro, cuando los ojos de Sergio se fijaron en un letrero que había en mitad de su camino, trazado con toscos brochazos de pintura negra sobre varias tablas mal acopladas:
ESTAMOS CONSTRUYENDO UNA CASA QUI-
NIENTOS METROS A LA DERECHA. -SI
QUIERES ECHAR UNA MANO, HAY COMI-
DA Y BEBIDA. ¿TANTA PRISA TIENES
QUE VAS A PASAR DE LARGO?
EDUARDO
—¿Vamos? —dijo el Vikingo.
—Vamos —contestó Sergio.
Había un camino estrecho, cubierto aún por los frescos tocones de árboles recién cortados, por donde Estrella y Aneberg, abandonando la llanada que conducía directamente hacia Hangoe, se introdujeron en el bosque de pinos y carrascas. Del fondo del arbolado llegaban lejanos gritos y rumor de sierras y martillos. La luz del día, completamente nublado, se filtraba dificultosamente a través de las ramas cubiertas de musgo, y los cascos de los caballos resonaban sordamente en el suelo, aún esponjoso por la lluvia del día anterior. En una explanada, entre los árboles, unas dos docenas de hombres se afanaban serrando troncos, talando árboles y colocando las paredes de una casa de madera y piedra. En ese instante, una carreta cargada de piedras calizas estaba descargándolas pausadamente, entre gritos y juramentos de los descargadores.
Un hombre muy joven, con una ancha sonrisa en medio de la rubia barba, se acercó a ellos rápidamente.
—Hola —dijo Sergio—. ¿Tenéis comida para nosotros?
—Toda la comida que queráis, y bebida también. Soy Eduardo… eso será mi casa… Podéis dejar vuestros caballos ahí, atados a cualquier árbol… y si echáis una mano descargando piedra, será lo mejor…
Durante el resto de la tarde, el Vikingo y Sergio descargaron piedra, serraron troncos y ayudaron a colocarlos en las paredes de la casa, tapando las junturas con una mezcla de barro y musgo… De vez en cuando, un ciego, sentado junto al horno donde se fabricaba la cal, tocaba una melodía un tanto ronca en un violín desvencijado; y también alguno de los hombres entonaba una canción que hablaba de tierras lejanas, de aventuras, de disparos y de regreso al hogar.
Poco después llegó un anciano, que fue recibido, por una razón desconocida, con gritos y burlas, a pesar de lo cual fue admitido. Más tarde, Sergio se explicó perfectamente las burlas cuando se dio cuenta de que el anciano pretendía dirigirlos a todos, sin hacer él nada personalmente. La cosa concluyó con cierta rapidez, cuando el rubio Eduardo le pidió que, o trabajase en serio, como los demás, o «se marchase tan rápido como un gato al que quieren bañar». Lanzando golosas miradas a las jarras de whisky, renegando acremente contra tal falta de respeto, el anciano decidió quedarse, e hizo débiles esfuerzos para llevar algún delgado tronco junto a la casa.
Casi anochecido, volvió de nuevo a llover torrencialmente, y tuvieron que refugiarse todos juntos, oliendo a sudor y a ropa mojada, en un tosco cobertizo construido junto al horno de cal. Eduardo y el interesante anciano procedieron a repartir grandes tajadas de carne de ternera fría, anchas rebanadas de pan y una jarra de whisky por persona. El ciego volvió a interpretar una melodía animada y saltarina, y al preguntar Sergio su nombre, uno de sus nuevos compañeros le dijo que se llamaba «TURKEY IN THE STRAW» y que era tan vieja que nadie recordaba quién ni cuándo la compuso.
El vhisky iba calentando los espíritus, y una nueva ronda, que salió de las numerosas barricas apiladas entre los primeros árboles del bosque, contribuyó todavía más a enardecer los ánimos de todos. A pesar de que la lluvia continuaba cayendo, y de que el terreno delante de la casa era un completo barrizal, varias parejas de hombres, cogidos por los hombros, comenzaron a dar saltos sobre el lodazal, salpicando a todos y poniéndose ellos mismos perdidos de barro.
—Oye tú… —dijo Sergio, inclinándose hacia el rubio Eduardo, y sintiéndose ligeramente mareado por la bebida—. ¿No hay chicas?
—Eso faltaba —contestó Eduardo, cortándose un gigantesco trozo de ternera—. Si traigo chicas, no me acabáis la casa… Lo siento, pero bueno está que comáis y bebáis, y me hagáis la casa a cambio… pero comer, beber, tener chicas, y además que me lo tenga que hacer yo todo, no…
—¿Qué piensas poner aquí? —preguntó el Vikingo.
—A mí —dijo Eduardo, con la boca llena— lo que más me gusta es curtir pieles… y a eso me voy a dedicar. Pondré un anuncio en el camino, y utilizaré ese arroyo para el batán… y cuando hayamos terminado, le diré a Edita que se venga aquí conmigo… Ganas tiene, porque está de tres meses…
—¿Y los bandidos? —preguntó Sergio.
—Bueno… las paredes son en su mayor parte de piedra, como ves. Tengo cuatro rifles, y mi hermano Jaime… ese jovenzuelo que está allí, dando saltos, se vendrá con nosotros… Veremos a ver quien puede más… suponiendo que llegue el caso, porque tú sabes que los bandidos rara vez se meten con una casa bien protegida…
—A Sergio no se lo digas… —intercaló el Vikingo—. En las montañas Helgafell mató cuatro o cinco…
—También estuve en África, con el Capitán Grotton —dijo Sergio, orgullosamente.
—Ah —respondió Eduardo—. Acércame el pan, abuelo, que ya que no has hecho nada en todo el día…
—¿Me concedes este baile? —dijo un tipo barbudo y maloliente, inclinándose ante Sergio.
De manera que Sergio se encontró, con las manos en los hombros del otro, que le miraba furibundamente, dando saltos al compás sobre el lodazal cada vez más profundo, y soportando la lluvia cuya intensidad aumentaba a medida que la noche crecía… A su lado, buen número de parejas similares chapoteaban a placer, entre gritos que casi cubrían la música del violín…
—Lástima que no seas una buena moza, con buenas carnes —dijo el barbudo maloliente, mirándole con ojos velados por el alcohol.
—Lo mismo pienso yo de ti, amigo —contestó Sergio.
Un rayo cayó en el interior del bosque, con un frenético retumbar, agrio y repentino, que se extendió a través de los húmedos troncos… Como asustadas, las chorreantes parejas corrieron a guarecerse bajo el cobertizo, a través de cuya techumbre mal unida, comenzaba a filtrarse la lluvia…
El Vikingo aprovechó aquel momento para acercarse al ciego violinista, y Sergio, después de librarse de su barbudo compañero, le siguió.
El ciego pareció sentir su presencia, porque alargó una pálida mano ante él. El Vikingo la tomó, apretándola durante un buen rato.
—Hola, hermano —dijo el ciego—. Me he dado cuenta de que había alguien nuevo por aquí… Eres el Vikingo, ¿verdad? ¿Y quién es el hermano que te acompaña?
Tendió nuevamente la mano hacia adelante, y automáticamente Sergio se la estrechó. El otro la retuvo un momento, para sonreír después, benignamente, fijando en él sus ojos sin vista.
—No —dijo—. Todavía no. Te falta poco… hermano. Pero aún no lo eres del todo… Vikingo… ¿te parece bien el sitio?
—Es perfecto… No encuentro nada que oponer.
—Me alegro de que pienses así. ¿Y tú, hermano que aún no lo eres? ¿Te parece que el sitio es bueno?
—Lo encuentro perfectamente.
—Lo celebro. El buen Eduardo me pidió que viniera a verlo, y que asistiera a la construcción, pero hay un buen wu-wei en todo ello… ha tenido un acierto.
Uno de los hombres lanzó un grito, desde el grupo que se arracimaba al lado de la hoguera, secándose las ropas. De todos ellos salía un potente tufo a ropa mojada y a calzado de piel secándose al fuego.
—¿Por qué no nos recitas algo, ciego?
—Si es vuestro gusto… Pero luego decís que no entendéis nada…
—Es igual… De todas maneras, suena bien. Anda… hazlo.
—¡Hazlo, hazlo! —aullaron varias voces.
—Está bien —dijo el ciego, y tocó unos acordes lentos con su violín. Luego, comenzó a declamar:
«Pienso, en mi ceguedad, triste negrura,
que otros no ven lo que mi mente entiende,
y que mi vida no resulta oscura
junto a aquél que no ha visto y lo pretende.
Sé que el oído da vida a la tormenta
y la vista al saltar de la cascada,
el trabajo, vigor a la herramienta,
y el buque, existencia a la ensenada.
Por eso yo no lloro mi ceguera,
pues hay quien, viendo, nunca verá nada,
ni el resplandor muriente de la hoguera,
ni el rosado crecer de la alborada,
ni el resonar del mar en la escollera,
y en este mundo mío, no tendrá entrada».
—Muy bien —dijeron unas cuantas voces débiles, sin excesivo entusiasmo.
—Suena muy bien —comentó Eduardo, con una expresión que demostraba claramente que, o no se había enterado, o no había resultado de su gusto lo que el ciego dijera—. Pero, muchachos tenemos aquí uno que ha estado en África con el Capitán Grotton, y que según me han dicho después, las pasó de a metro allí… Sergio, ¿por qué no nos cuentas lo de África?
—¡Cuéntalo, Sergio! —aulló un coro múltiple. Alguien le puso en la mano, una nueva jarra; otra mano callosa le golpeó la espalda—. ¡Cuéntalo, Sergio, cuéntalo! —volvieron a aullar dos docenas de voces.
—Quiero detenerme a verla —insistió Sergio. La cascada se desbordaba desde unos veinte metros de altura, entre dos cúmulos rocosos de color gris. Al principio, el agua se deslizaba, verdosa y bordada de espumas, con suavidad de aceite, volcándose desde el manso río que ondulaba en la parte superior de la meseta. Después, las aguas chocaban con una serie de peñas, irregularmente distribuidas en el cauce, pardas por la humedad continua, ligeramente perforadas en algunos lugares, por el eterno golpear del agua burbujeante sobre ellas. A lo largo de la caída vertical, arbustos de pequeñas hojas amarillentas se extendían sobre la veloz corriente, moviéndose con levedad bajo el impulso de las salpicaduras del agua. Más abajo, el chorro intenso y ancho de la cascada se hundía en un pequeño estanque de agua verdosa, que denotaba su misma profundidad, con un borbotear de espumas… La vista seguía incansablemente la caída del agua, y el leve tronar de la cascada, acompañando interminablemente el caudal líquido que se desborbada, el salpicar y espumaje en las rocas, el remansarse final en el estanque de agua verdosa, y la continuidad con que el río proseguía su camino después de aquel salto iluminado por el sol…
—¿Y qué tienes que decir? —preguntó el Vikingo.
—Que está bien donde está, y como está —contestó Sergio.
—Si no tienes tiempo —dijo el hombre pequeño— no querríamos entretenerte… Pero la cosa nos da miedo, y no sabemos qué hacer… El hombre pequeño, acompañado de otro hombre más grande, de su mujer, y de cuatro hijos de diversas alturas y edades, esperaba, mientras el Vikingo y Sergio, sin descender de sus caballos, meditaban la petición.
—¿Qué dices tú? —preguntó el Vikingo.
—Yo creo —contestó Sergio— que si podemos ayudarle, hemos de hacerlo…
—Puede resultar peligroso…
—Hay muchas cosas que lo son…
—De acuerdo —dijo el Vikingo—. Vamos a ayudarte. Pero, por si la cosa acaba bien, ya puedes preparar una buena comida.
—La mejor que haya —dijo el hombre grande, mirándoles con ojos de cordero, y frotándose las manos en el mandil.
—Guardad los caballos.
—Sí, Profes.
El Vikingo y Sergio caminaron a través de un mar de peñas redondeadas, asentadas sólidamente sobre una base de arcilla apelmazada. Alguna breña crecía en las sombras de los peñascos, y lagartijas de color verde y oro se escurrían de la parte superior de las rocas, ocultándose en profundos agujeros, cuando ellos pasaban. El sol calentaba fuertemente en esta extensión sin un solo árbol…
—Ahí debe estar —dijo el Vikingo.
Había un amontonamiento de rocas más grande que los otros, con matojos de un verde sucio saliendo de los huecos. Dieron la vuelta, esquivando la pequeña montaña rocosa, y allí, agazapado, estaba el robot.
Su rostro esférico estaba cubierto de manchas de orín; una de las células que hacían el papel de ojos aparecía destrozada, con cables de cobre y fragmentos de vidrio colgando desde la órbita. En cambio, el otro ojo lucía intensamente, como un sol en miniatura, desde el fondo del vidrio circular que lo protegía. El resto del cuerpo estaba parcialmente destrozado, con grandes manchas de óxido, y anchas desgarraduras en el caparazón que en otro tiempo había sido brillante. Era evidente que la parte inferior, hecha pedazos, no podía permitirle ningún desplazamiento pero el cilíndrico cañón estriado que ostentaba en su garra derecha continuaba siendo, probablemente, tan peligroso como cuando lo construyeron.
—Un residuo del pasado legendario —dijo el Vikingo.
—¿Quiénes sois? —farfulló el robot, con voz áspera.
—Somos dos hombres —dijo el Vikingo.
Tú no puedes atacar a los hombres; la primera ley de la robótica te lo prohibe.
—Yo soy un robot buscador de mineral —dijo la máquina, temblorosamente—. Si un hombre me lo impide, debo matarlo.
La garra derecha, armada del temible tubo estriado, comenzó a levantarse.
—Pero nosotros somos minerales los dos —dijo Sergio—. No puedes destruirnos.
Casi se percibió el frenético funcionar de la maquinaria del robot. El tubo asesino descendió un poco.
—No sois minerales… —aseveró el robot—. Los minerales no hablan.
—Nosotros, sí. ¿Qué mineral buscas tú?
—Yo soy un robot buscador de manganeso.
—Nosotros somos de manganeso —afirmó el Vikingo.
—No… —dijo el robot, y un chispazo rojo brilló en alguna parte de su coraza—. El manganeso no dice nada cuando lo encuentro…
—Entonces —manifestó Sergio— es que no funcionas bien… El manganeso es muy hablador; todo el manganeso que yo conozco habla muchísimo… Estás estropeado y debes desconectarte.
—El manganeso no habla —dijo, tenazmente, el robot.
—Nosotros no estamos hablando —contestó el Vikingo—. Sólo nos movemos un poco… fíjate. Y el Vikingo dio un paso a un lado, muy despacio.
—El manganeso no se mueve.
El tubo estriado volvió a alzarse amenazadoramente.
—No puedes hacernos daño —dijo Sergio—. No puedes disparar… somos de manganeso; y tu misión es buscar manganeso… No puedes destruir lo mismo que buscas…
—No puedo destruir lo mismo que busco… —susurró el robot, muy lentamente, como si sus baterías estuvieran gastándose con rapidez. Del interior de la coraza comenzó a surgir una delgada columnita de humo…
—Estás mal programado, robot. El manganeso habla y se mueve, ¿no lo estás viendo?
—No…
—Los hombres te programaron… y los hombres programan bien a sus robots…
—Los hombres programan bien… —farfulló el mecanismo, con voz cada vez más lenta.
—Yo soy un hombre —dijo Sergio— y te aseguro que soy de manganeso… Este que me acompaña, es de manganeso también… pero yo no te dejo cogerlo… ¿entiendes?
El tubo amenazador comenzó a levantarse de nuevo, mientras la columna de humo se incrementaba.
—El no permite que me cojas —dijo el Vikingo—. Y yo soy de manganeso. Él es un hombre, y es de manganeso. Si disparas sobre él, destruirás manganeso, y eso no puedes hacerlo; si no disparas, no podrás cogerme, y tu misión es coger manganeso…
El humo salía ahora a chorros del caparazón del robot; el único ojo vivo brillaba intensamente, mirándolos ora a uno, ora a otro, con un girar rasposo de la cabeza esférica…
—Sí disparo… si no disparo… —gañó el mecanismo, entre crujidos metálicos…
—Estás mal programado…
—… muy mal programado…
El tubo subía y bajaba, oscilantemente; la cabeza giraba a uno y otro lado. Con un sonido viscoso, algo se prendió fuego bajo el caparazón de acero; hubo una ligera explosión y las planchas se expandieron a los lados, dejando escapar un conjunto de cables humeantes y enrojecidos… Muy despacio, el tubo estriado bajó al suelo; el único ojo vivo se apagó… y las llamas se apoderaron del robot… Entre los últimos chasquidos de la agonía de la máquina, una última palabra, pronunciada con un tono indescriptible, como si fuera la primera vez que la moribunda máquina la pronunciase, llegó a los oídos de Sergio y del Vikingo.
—Manganeso…
En un caserío desconocido, perdido en las montañas, y en el que sólo entraron por casualidad, ya que les permitía acortar bastante su camino, encontraron que cada noche se celebraba, desde hacía meses, una reunión de todos los hombres del lugar, a excepción de dos.
Los dos exceptuados eran Nicolás Brandel e Igor Geller. El primero corpulento, musculoso, hábil en el manejo del rifle, de profesión leñador. El segundo bajo, no muy fuerte, hábil con el cuchillo, de profesión, sastre. Ambos se habían desafiado a muerte, pues ambos se hallaban enamorados de Tesalia van Albert, una mujer joven y hermosa, pero que además de ello, se hallaba indecisa entre uno y otro.
Cuando la discusión se produjo, meses antes, el posible duelo a muerte había sido mal recibido por todos los habitantes del caserío, que consideraban que era inútil perder el tiempo y una vida en semejante cosa, cuando Tesalia van Albert podía dispensar sus favores a los dos. Pero Nicolás Brandel e Igor Geller eran incompatibles; se llevaban pésimamente, y nunca hubieran admitido un arreglo semejante. El duelo a muerte, por tanto, fue aceptado de mala gana, si bien con la condición de que las circunstancias en que se desarrollase debían ser tales, que ninguno de los dos hombres podría tener ventaja sobre el otro.
Durante días y días, la reunión que se celebraba después de haber terminado los trabajos diarios sopesó cuidadosamente el peso, las características, la rapidez, la habilidad y las posibilidades de cada uno de los dos duelistas. Mientras tanto, y visto que el asunto iba para largo, se estipuló que cada uno de ellos podría rondar a la hermosa Tesalia van Albert una noche alterna, y hablar con ella todo lo que quisiera. Si la dama tomaba una iniciativa, ésta sería respetada.
Pero no fue así; Tesalia van Albert continuaba con su indecisión. Y las reuniones nocturnas continuaban sin interrupción; proponiendo un hombre un arma; otro, otra. Y discutiéndose interminablemente si Nicolás Brandel debía colocarse pesos para disminuir su velocidad, o si Igor Geller debería llevar tapado un ojo para compensar su buena vista, mucho mejor que la del contrario. La argumentación y las discusiones descendían a minucias inconcebibles, en cuanto a gramos de peso, espesor de la tela que cubriría el ojo de Igor, tejido del traje que uno y otro llevarían; preparación del terreno, calidad exacta del día en que debería celebrarse (si habría de ser nublado, con sol, de noche, por la tarde, al amanecer, bajo la luna, con estrellas) y si se realizaría con hachas, con garrotes, con espadas, con tijeras de podar o con veneno.
Cuando el Vikingo y Sergio marcharon de allí, al cabo de dos días, las discusiones continuaban animadamente, sin que presentasen aspecto de llegar nunca a una solución práctica.
—Ahí viene —dijo Sergio, agazapándose junto al Vikingo, tras un añoso tronco caído.
El jabalí apareció entre las breñas, mirando desconfiadamente a uno y otro lado con sus porcinos ojuelos, hundido en dos cerdosas manchas negras.
Grout, el jabalí, no sabía su edad. Cuando nació, su madre le cobijó dentro de un nido hecho de musgo, hojas secas, agujas de pino, y pequeñas ramas de roble… Era delgado y feo, con el pelaje leonado, a rayas alternativamente amarillentas y pardas. Tenía un hocico corto, ya con dientes, con los cuales mordía a sus hermanos cuando querían privarle del pezón materno. Permaneció inmóvil, disimulado entre el sol y la sombra del paisaje, hasta que fue creciendo; comenzó a hozar en el suelo, buscando trufas y raíces; también le gustaban mucho las castañas y las bellotas. En las cálidas noches del verano, dormía agazapado junto a su madre, después de un buen hartazgo de moluscos y pequeños peces hecho en la charca más próxima… Poco a poco, su pelaje se fue haciendo rojizo primero, pardo después, y cuando hubieron transcurrido dos soles, abandonó a su madre para cazar conejos y liebres en compañía de otros machos de su edad…
Un invierno, Grout sintió el deseo de vivir solo, y abandonó a los demás congéneres. Encontró una charca de barro, y se bañó en ella; después, restregó sus espesas corazas laterales contra un rugoso tronco y lo acolmilló profusamente para marcar su territorio… Vio pasar en los atardeceres templados grupos de otro jóvenes como él, que precedían a un viejo macho, lento y lleno de precauciones. Grout gruñó roncamente, sintiendo un lejano desprecio por aquellos compañeros…
Lucía el sol cuando un impulso inesperado se manifestó en su potente y cerdoso cuerpo. Corrió a través de las espesuras, gruñendo en tono bajo, sin detenerse para hozar en busca de las suculentas raíces, y despreciando las bayas que crecían a su alrededor… Ni siquiera la carroña de un caballo muerto le tentó. Corrió, torpemente, balanceando el pesado cuerpo, con el hocico muy pronunciado en el aire ante él, venteando una presencia que aún no había encontrado.
La hembra estaba allí, rodeada por tres jóvenes machos mucho más pequeños que Grout. La simple aparición de Grout los puso en fuga, sin que fueran necesarios sordos gruñidos ni un leve amago de colmillada. Haciendo chascar sus potentes colmillos uno contra otro, Grout se acercó a la hembra, que permanecía inmóvil, y le propinó un par de golpes en el lomo, al mismo tiempo que gruñía rítmicamente. La hembra, girando solamente un poco la cabeza pinchuda, para seguirle con los diminutos ojuelos, siguió quieta. En el colmo de la excitación, Grout orinó y corrió en círculos alrededor de ella; después se acercó, mordiéndola en el lomo, sensualmente, y hocicándola con lascivia. El pelaje arisco de la hembra, sus cuatro patas con esbeltas pezuñas plantadas en el suelo, su hocico rezumante de humedad, sonrosado y aun con ligeras manchas de barro, le volvían loco de excitación. Grout orinó nuevamente, para mostrar de forma práctica su admiración ante una belleza tal, y repitió con más intensidad sus rítmicos gruñidos… La hembra, rendida, volvió hacia él su maravilloso rostro, moviendo lentamente las peludas orejas, y exhibiendo su morro afilado, con pequeños colmillos que no se curvaban hacia arriba, como los de Grout… Al extremo de la resistencia, sintiendo que no podía soportar más la visión casi obscena de esos colmillos distintos, Grout saltó sobre la hembra…
El tiempo no pasó en vano. Los inviernos y los veranos se continuaron uno tras otro, y las hembras le rechazaron con hoscos gruñidos cuando las crías estaban a punto de nacer… Cazó, comió, hozó en los lodazales, esquivó alguna vez a extraños cazadores que le perseguían con ruidosas armas, buscó compañeros jóvenes que le ayudasen en la caza. Se sintió viejo y pesado, falto de agilidad, y lleno de dolores… Y un día, un instinto olvidado le hizo sentir que su vida estaba a punto de terminar, y volvió de nuevo a separarse de todos los otros; de las hembras, de los jóvenes, y desde luego, de los grandes machos solitarios, con los que nunca había querido saber nada… Tomó un camino perdido entre el boscaje, por donde nunca iba ninguna manada, ni ningún solitario… Y allí, ocultas a medias tras un gran tronco caído, había dos cabezas sonrosadas, una con pelos amarillos, y otra con una melena castaña, con ojos interesados que le miraban fijamente. Gruñó, sintiendo que sus patas eran ya débiles, y que casi no le sostenían, y permaneció inmóvil…
—¿Qué? —dijo el Vikingo.
—Vamos a dejarlo en paz —contestó Sergio. Y le pareció, durante unos segundos, que en sus manos había estado la vida entera del jabalí.
Relucía como un farol antiguo en el fondo del hoyo que el hombre calvo había excavado. El Vikingo y Sergio, inclinados sobre el hoyo, miraban con atención la curiosa raíz. El hombre calvo, provisto de una azada y un cuchillo, había realizado después de pensarlo mucho, una pequeña excavación, poniendo así a la luz del día una gruesa raíz retorcida de color miel, con abultamientos y cinturas intercaladas, como fuera un gran gusano. Después, mirando tristemente con sus ojos glaucos al Vikingo y a Sergio, había procedido, con el cuchillo, a cortar la raíz en dos trozos.
—Habrá que esperar a la noche —dijo, sentenciosamente.
Cuando el sol se hubo ocultado, la raíz comenzó a brillar levemente, y a medida que la oscuridad aumentaba, el brillo dorado fue aumentando también, hasta el punto de que Sergio pudo casi leer a su luz un ajado ejemplar del «Clarinazo» que conservaba en su poder. El corte de la raíz emitía, cada vez más intensa, esa luz dorada, motivando una peculiar sensación de belleza en los que la contemplaban.
—Eso no es todo, Profes —dijo el hombre calvo. Y tomando una varita que llevaba en la alforja, tocó ligeramente el centro del corte de la raíz. La luz dorada osciló un instante y se apagó, para volver a brillar como un lucero antiguo cuando el hombre calvo retiró la varita.
—Hay más —afirmó el hombre calvo, con voz llena de angustia.
Les condujo a un centenar de metros de distancia, y con su azada realizó otra pequeña excavación, después de husmear como un podenco, hasta que su misterioso instinto le dijo el sitio exacto. Salió otra raíz similar, que el hombre cortó con su cuchillo, y que, casi de inmediato, emitió la misma luz dorada, como procedente de un damasco fabricado siglos antes.
A lo lejos, en el otro hoyo, surgía un chorro de oro pálido, mostrando que la primera raíz seguía brillando en el fondo del agujero. El hombre calvo tocó con su varita la segunda raíz; la luz se extinguió, y lo mismo sucedió, simultáneamente, con la primera. En el silencio nocturno, el hombre calvo repitió la maniobra un par de veces, y siempre la disminución de luminosidad fue simultánea en ambas raíces.
—¿Verdad que es maravilloso? —dijo el hombre calvo—. Yo me distraigo mucho con esto, cuando no sé qué hacer… Y hay raíces de éstas por todas partes… Yo siempre las he encontrado. ¿Qué os ha parecido?
—Muy bonito —contestaron el Vikingo y Sergio, a la vez, como si se hubieran puesto de acuerdo.
—La pieza en cuestión —sentenció el Manchurri, después de colocar las grasientas manos sobre la palanca de mando— es la cosa más condenada y procaz que ha parido madre… digo si es que las máquinas de vapor tienen madre, cosa que es posible, porque de algún lado han de salir… Tiene la manía de romperse en cuanto lleva funcionando unos años, y no sabéis vosotros lo que cobran los talleres… ¿Cuánto pidió el herrero de Abilene, amigo Vikingo?
—Dijo que le debías el equivalente a nueve céntimos, y que esperaba cobrar tan pronto como pasases por allí.
—Deslenguado tipo ése, a fe. Y tú, señor, ¿tan triste te encuentras que no me cuentas nada? Cosas he sabido de tus aventuras; según creo… dame la botella. Huesos, y no te aproveches para no darle al pedal, que te veo… Según creo conquistaste África entera y todo se debió a ti… ¡pedales!… Y no es preciso que por eso te distraigas, señor, y dejes de echar tacos de madera en la máquina de vapor, porque si seguimos así, ni llegamos a Hangoe, ni a ninguna parte… Por cierto, que volví a ver a Ratller el Saurio, y tuve que salir de estampía… porque quería vengar en mí no sólo lo que yo dije en el «Clarinazo» sino también la somanta o tunda que tú le diste, señor… Y hablando de otra cosa, les veo a todos muy silenciosos…
—Como que no dejas hablar a nadie —dijo Sergio, conteniendo la risa.
—Eso no es cierto, que solamente hablo cuando me lo piden, y quizá sea cierto que cuando no me lo piden también, o posiblemente, todo lo contrario… En fin; no sé porqué no me encuentro la cabeza muy clara hoy. Deja de poner tus viscosas manos sobre el material, Huesos, que me lo llenas todo de huellas genitales, y luego la clientela protesta… ¿De manera, señor, que te has echado casa, esposas e hijos? Pues que no te pase nada… que mejor está el hombre en mitad del camino, como yo estoy, que bregando con críos llorones y mujeres chillonas… Las mujeres son para un rato, si ellas quieren, claro está; porque si no quieren, ni siquiera para eso… Decía a este respecto un célebre poeta de los tiempos legendarios… ¿qué decía, Huesos?
—¡Y yo qué sé!
El autociclo caminaba, dando tumbos junto a un ancho río, cuya orilla opuesta sólo se distinguía en medio de una espesa bruma, motivada por la temperatura diurna y la humedad que ascendía de las aguas… A lo lejos, en el horizonte cortado por la arenosa ribera, se destacaba una débil columna de humo negro.
—Por eso llevo esos libros ahí —aseveró el Manchurri, después de empinar cuidadosamente la botella—. Porque en los ratos libres me gusta leer e ilustrarme, y si de paso puedo ilustrar a alguna moza que se deje, también lo hago… Por cierto, señor, que me han dicho que a un tal Zacarías Gómez, en la aventura de África le sucedió cosa ciertamente sabrosa, y que podía dar lugar a un buen número del «Clarinazo»…
—Y a que quieran darte otra paliza —contestó Sergio.
—Bueno; eso es posible; pero mi cuerpo está hecho a palizas, porque no es pequeña cosa tener por comerciante consorte o como se diga al enano éste, al Huesos. Y además, si es preciso que nos juguemos el tipo más tarde acompañándote en esa nueva aventura que vas a tener, y que conste que lo hago porque el Vikingo dice que es buen asunto, si es así, repito, y afirmo… ¿qué estaba diciendo?
—Lo de Zacarías Gómez.
—Eso es; que no dejáis hablar. Bueno, pues si te acompañamos, bien estará que en justa compensación me cuentes, señor, todo lo que sucedió, porque la prensa necesita noticias calientes, escabrosas y que llamen la atención, y eso de que a uno lo inflen de droga y se lo calcen media docena de monas, no es cosa que todos los días suceda… Pero ¿cómo estaban las monas?
—Más o menos, como el Huesos —dijo Sergio, riéndose—, sólo que lavadas, y con pelos por encima…
—Fuerte trago es ése, pardiez. Para un hombre como es debido, el tener que… bueno… yo me entiendo… dar el servicio pertinente a tan peluda progenie, debe ser cosa seria… Venga, cuéntamelo todo, con pelos… o sin pelos, mejor dicho pero con cuantas más señales sea posible…
El humo que se veía en lontananza se había incrementado paulatinamente, hasta mostrar con claridad una negra y larga chimenea, bastante más alta que la del auto-ciclo del Manchurri, que, a su vez, coronaba un vehículo similar al de éste, algo más ancho de ejes. Iba pintado de negro, con letreros de un blanco deslumbrante. Además de la consabida máquina de vapor, dos robustos caballos ayudaban al movimiento del ingenio…
El Manchurri, con el rostro cariacontecido, guardó silencio hasta que el otro vehículo estuvo a punto de cruzarse con él. Entonces, con expresión hosca, cerró el conducto del vapor, y aplicó el freno, deteniéndose. El otro carricoche hizo la misma maniobra, y los letreros de su costado pudieron leerse claramente:
JOE NAVAJAS; COMERCIO AL POR MAYOR Y
MENOR DE TODA CLASE DE OBJETOS - NO
IMPRIMIMOS PERIODICOS PORNOGRAFI-
COS, COMO CIERTOS TIPOS DE LA COMPE-
TENCIA - GENERAL STORE MERCANCIAS.
Antes de que pudieran detenerle, el Manchurri había bajado, con el rostro enrojecido, y los ojos inyectados en sangre, de la mugrienta cámara de mando del autociclo; de forma prácticamente simultánea, del otro vehículo había bajado un tipo de una altura similar a la del Manchurri, ataviado con una camiseta a rayas rojas y blancas, el rostro afeitado, aunque con dos grandes patillas que descendían casi hasta sus hombros, ojos profundamente bizcos, y un aro de oro en una oreja.
—De manera que estás aquí, sucio Joe —dijo el Manchurri, colocándose con los brazos en jarras a un par de metros de distancia del otro—. Y que te atreves a poner letreros repugnantes en tu cochina carreta, comentando insultantemente mi comportamiento periodístico. Te voy a sacar los hígados, so ladrón…
Sergio quiso levantarse y salir fuera, pero el Vikingo le contuvo con la mano, haciéndole un gesto risueño. Las dos calderas de vapor continuaban resoplando y alzando sus columnas de humo al transparente aire, mientras Joe. Navajas, mirando al Manchurri torcidamente, alzaba una mano imperativa.
—Alto ahí, so cerdo —dijo—. Que el que te va a sacar los hígados y a partirte la cara voy a ser yo, escoria, más que escoria, pedazo de marica, que no sabes lo que es una mujer…
—Eso se lo dirás a tu padre, indecente —contestó el Manchurri, farfallosamente, con lengua trabada por la ira—. Digo a tu padre, aunque supongo que no podrás, porque debe estar en África acostándose con las monas, según es lo probable, a juzgar por el aborto de hijo que tiene. Pero ¿tú no sabes, desgraciao, que en cierta ocasión, y que me muera si miento, cogí con estas manos a un leopardo, sin arma alguna, y lo partí en dos? ¿Cuánto crees que me duraría la sombra de una meada, que eso es lo que eres tú?
—Pues más de lo que me durarías tú a mí, que cuando se me terció, cacé diez cocodrilos en el río Rojo, en África, y los domé de tal forma, a mordiscos y a estacazos…
—Serían con la que usa tu mujer para ajustarte las cuentas…
—Digo que a estacazos, borde, más que borde, mentiroso, borracho… Y me los traje a Europa detrás de mí, caminando uno detrás de otro, y así puso el de nueva Estoril su industria de Carteras que…
—Hijo de un mandril, te voy a matar…
—Te voy a hacer pedazos, sucia bestia, marrano…
—Para eso te tendrás que quitar la ropa interior de color rosa, so cascara amarga…
—Y tú ponerte un tapón en la boca, para que no te entre más vino…
—Si no fuera porque llevo amigos, te daba una que te acordabas toda la vida…
—Mucho palabrerío es ése, Manchurri, pero como me vuelva a encontrar contigo…
—¡Desgraciao!
—¡Estafador!
El Manchurri, volviéndose de cuando en cuando, con gesto amenazador, volvió a subir rezongando al autociclo, y tiró violentamente del grifo del vapor. El autociclo volvió a ponerse en marcha, con una brusca arrancada, en virtud del vapor acumulado, mientras el Manchurri, con el rostro descompuesto, se volvía a sus acompañantes, diciendo:
—Anda, que si no estáis vosotros aquí, le doy a ese una paliza, que…
—Fue un tiempo muy lejano —dijo el Vikingo— en que un Ministro de un Rey ya muerto hace muchos años, pensó que sería muy buena, cosa el evitar el gran dolor que todos sentían cuando la muerte se llevaba a un ser amado.
«Puso a trabajar a todos los sabios del país, y éstos, después de muchas investigaciones, pruebas y cálculos, y además con un gran gasto, consiguieron poner a punto una gran máquina que, mediante ingeniosos mecanismos, devolvía a los muertos a la vida. Pagando una pequeña tarifa, tanto más elevada cuanto más antiguo era el muerto, las gentes que así lo deseaban podían recurrir a la máquina y conseguir que ésta les devolviera sus muertos amados.
»Lo curioso es que la máquina, en virtud de ciertas características de su construcción, los devolvía siempre con la misma edad: treinta años. Y además, que estos muertos no volvían a morir, y se mantenían siempre en la misma edad con que habían salido del aparato. Por otra parte, resultaba muy curioso el hecho de que pesaban más que antes, y que precisamente, cuanto más antiguos eran, pesaban más. Así, un resucitado reciente, que en vida hubiera pesado ochenta kilos, salía de la máquina pesando cien o más; si era de unos veinte años antes, su peso era de unos trescientos kilos, e incluso se registraron casos de muertos de dos siglos, que llegaron a pesar casi cinco toneladas. Y ello sin que su aspecto fuera distinto del que en vida tenían.
»La máquina tuvo un éxito prodigioso, hasta el punto de que fue preciso instalar más máquinas en todas las ciudades del país. La gente acudía en avalanchas para hacer uso de tan extraño ingenio, hasta que comenzaron a plantearse los primeros problemas.
»Pasó, por ejemplo, que había quien no tenía interés alguno en volver a la vida un muerto determinado, por razones económicas, o de mera simpatía, o familiares… Pero como no se estableció control alguno sobre el funcionamiento del aparato, resultaba que siempre había algún malintencionado que resucitaba los muertos de otro, con objeto, claro está, de molestarle y hacerle daño.
»Se produjeron situaciones complicadísimas; los asesinados pregonaban a los cuatro vientos el nombre de sus asesinos; los que habían sido maltratados por sus descendientes, hacían lo mismo; los desgraciados se quejaban de volver a vivir una vida desgraciada; los ricos, de no serlo como antes. Funcionaban los Tribunales de Justicia a toda velocidad, y la avalancha de papeles que produjo el funcionamiento de la máquina anegó el país.
»Y no acabó ahí todo. Los muertos resucitados, como sabían que lo eran, se aprovechaban indignamente, de los demás… eran molestos, insociables, aprovechados… Además, al tener tal peso, lo destrozaban todo; hundían los suelos de las viviendas, quebraban el adoquinado de las calles, destrozaban los vehículos, puentes y viaductos… Comían más que los seres humanos normales, se quejaban, pedían servicios extras, gemían… caminaban por las noches en pandillas, lanzando gritos en todas las esquinas…
»Un día, alguien, harto, reunió fondos, y resucitó todo los muertos del Ministro, desde sus padres hasta la más remota antigüedad… En ese momento, la multitud de resucitados era tal, que todos los seres humanos reales estaban en franca minoría. Y la cosa acabó cuando se vieron forzados a huir y a abandonar todo lo que tenían en manos de los muertos vivientes. Fueron a vivir a un páramo lejano, y allí, sumidos en la miseria, contemplaron cómo los muertos resucitados continuaban manejando la máquina sin cesar.
Hubo un silencio en el coro que le escuchaba cuando el Vikingo concluyó la historia. Estaban todos un tanto extrañados y no habían comprendido, seguramente, casi nada. Sin embargo, el padre Ross, sonriendo sobre su poblada barba, se ciñó más el cíngulo de cáñamo, y lanzó una soñadora mirada hacia la cruz de la capilla, que se recortaba en negro sobre el azul gris del crepúsculo.
—¿Y qué quiere decir todo eso? —preguntó el Manchurri, distraídamente.
—Eres tan cernícalo como los demás, Manchurri —dijo el padre Ross—. ¿No has leído el Libro Santo? ¿No has leído las parábolas? Saca su lección, hombre ignorante y de poca fe. No cambies el mundo, o él te cambiará a ti. Si haces un mundo cruel y retorcido, ¿qué otra cosa puede producir, sino hombres crueles y retorcidos?
Al principio fue solamente un punto negro en el horizonte, como una colina más oscura que las demás… después, a medida que el autociclo iba acercándose, el punto negro comenzó a mostrar sus costados rectos, y su forma de tronco de pirámide. Parecía encontrarse cerca de ellos, pero eran tales sus dimensiones, que un día más de camino sólo les permitía apreciar una ligera variación en el tamaño de la columna.
El Vikingo permanecía inalterable, pero el Manchurri y el Huesos mostraban un temor creciente conforme iban acercándose al negro monolito. Esa sensación de temor aumentaba cuando veían a Sergio revisar una y otra vez su rifle magnético, vaciando y llenando el cargador dorado, y cuando contemplaban los grandes proyectiles contenidos en éste, cuidadosamente alineados sobre un paño, prestos a ser introducidos de nuevo en el recipiente. En el Huesos, ese miedo creciente se manifestaba por medio de un silencio total, y de miradas cada vez más huidizas ante los ojos de Sergio; en el Manchurri, en una ausencia casi total de ganas de comer, y en un incremento del consumo de bebidas alcohólicas.
El mismo Sergio se sentía cada vez más nervioso. Veía cerca por fin, aquello por lo que había recorrido una larga odisea, y se sentía como vacío. No experimentaba ningún sentimiento de satisfacción, o de orgullosa alegría; al contrario; pensaba que si, por cualquier razón, sus previsiones resultaban equivocadas, y se veía forzado a regresar sin haber hecho nada, tampoco iba a importarle demasiado.
—No hay vida aquí —dijo el Vikingo.
Era cierto. Atravesaban vastas extensiones casi silenciosas, donde apenas se oía el piar de un pájaro, y donde era verdaderamente raro que una liebre o un jabalí asomasen su hocico tras las hierbas. Y desde luego, los ríos estaban desiertos, sin cellisas, ni náyades, y tampoco se veía la figura de color de miel de algún elfo deslizarse tras las malezas. Ni siquiera había casas o alquerías. Desde su última detención, en la capilla del padre Ross, no habían vuelto a encontrar un ser humano.
La columna se cernía ya sobre ellos como una masa inalcanzable. En sus vertientes laterales, totalmente lisas, la luz del sol moría sin reflejo alguno; la superficie superior, donde el tronco de pirámide se cortaba, se hallaba muy por encima de su vista, siendo imposible saber si allí había algo.
Nadie hacía ninguna pregunta a Sergio, y nadie hablaba apenas. Como oprimidos por el ambiente cada vez más triste, apenas conversaban entre sí. Caminaban por barrancas y cañadas, deteniéndose solamente para comer, dormir o cargar combustible para el vehículo… y la columna se acercaba lentamente, cada vez más inmensa, cada vez más increíble en sus dimensiones enormes. Llegó un momento en que pareció llenar el horizonte entero, y casi cubrir el cielo con su negra masa… y aún les faltaba camino que recorrer.
Una tarde, pasaron por las silenciosas avenidas de un bosque de árboles gigantes, cuyas cimas se perdían en la ligera niebla del anochecer… En los espacios entre los anchos troncos crecía un fino césped, donde las macizas ruedas del carromato pisaban suavemente, rodando con facilidad.
—Aquí no ha venido nadie nunca —dijo el Vikingo.
El saberse a una distancia incalculable del más próximo poblado les llenaba de angustia, sin saber muy bien si estaba motivada por eso, o por la proximidad obsesionante de la ingente construcción negra. Y allí, cuando acabó el bosque, la vieron, asentado su principio sobre el fondo de un valle, continuando sobre la montaña próxima, y sobre otro valle, y sobre la cordillera que había después… Un río había sido desviado por la terrible construcción, y sus aguas se arrojaban tumultuosamente contra el flanco negro de la pirámide, chocando allí, siguiéndola durante unos kilómetros, para separarse después y perderse en una lejana llanura…
—Nos quedamos aquí —dijo Sergio.
Y por milésima vez en aquellos días, volvió a mirar su reloj, como si no pudiera creer que era cierta la fecha que veía marcada en el calendario.
—Esconded el autociclo un poco más adentro —dijo, como suplicando—. Y acampad allí… yo… yo debo esperar aquí.
El Manchurri y el Vikingo le miraron con fijeza, el primero con una clara expresión de terror en sus ojos; el segundo simplemente con atención, como si quisiera profundizar en sus pensamientos. Pero le obedecieron; el automotor retrocedió, retirándose al interior del bosque, y Sergio se quedó solo, de pie junto al último de los altos árboles.
Se hallaba a un kilómetro y medio, aproximadamente, de la cara de la columna que había frente a él. Durante unos segundos buscó algo con la vista, atentamente, lamentando haber perdido los prismáticos. Lo cierto era que de todo lo que trajese de la Ciudad solamente le quedaban el reloj y el rifle. Incluso sus ropas eran ahora de flexible piel, con las costuras unidas con pequeñas puntadas, semejantes a las del Vikingo.
Por fin lo vio; era un hueco rectangular, como una puerta, abierto en la mitad de la extensa cara negra. Para ser visible a aquella distancia, era evidente que debía tener un buen tamaño. Sin embargo, volvió a mirar y a remirar… hasta que estuvo absolutamente seguro. Acabó de estar cierto de su examen cuando vio que desde la lejana cima bajaban hasta la abertura rectangular dos zonas algo más claras, como si fueran dos ciclópeas vías por las que algo se hubiera deslizado, en alguna ocasión, desde el truncado vértice.
Entonces, después de repasar su rifle por última vez, introdujo el cargador dorado que había reservado con tantas precauciones. Dejó el arma apoyada en la corteza del tronco, y tomando su cuchillo de caza, levantó con cuidado un cuadrado de hierba. Cavó una pequeña zanja, de unos cincuenta centímetros de lado, y unos treinta de profundidad, depositando la tierra esmeradamente en los cuatro costados del hoyo, de manera que pudiera volver a echarla dentro con rapidez.
—¿Puedo preguntar para qué es eso? —dijo, tras él, la voz del Vikingo. Más al fondo, la silueta oscura del carromato se distinguía apenas entre las hierbas y los altos árboles, y el olor de madera quemada llegaba a su olfato.
—Podríamos decir —respondió Sergio— que es una especie de tumba… Una tumba pequeña, para algo muy pequeño también.
El Vikingo permaneció silencioso durante unos instantes, pensando.
—¿Cuándo será… lo que haya de ser? —dijo, después de meditarlo mucho.
—Si no me he equivocado, mañana. También es casualidad —contestó Sergio—. Mañana cumplo veinticinco años.
—¿Qué esperas de nosotros que hagamos?
—No puedo obligaros… esto es cosa mía, tan solo. Pero debo reconocer que, sobre todo al principio, para mí sería mucho mejor estar acompañado, que solo… Solo, despertaría demasiadas sospechas, y quizá no consiguiese mi objetivo. Bueno; bastará con que llevéis esas mismas ropas, sin arma alguna… no hará falta que os vistáis de salvajes.
—¿Puedo preguntarte qué vas a hacer?
—Voy… —dijo Sergio, y la voz se le cortó. Pareció que hacía esfuerzos para hablar, y que la voz no le obedecía. Incluso en sus ojos brillaba una película húmeda, como si estuviese muy conmovido—. Voy a asesinar… —repitió con un gran esfuerzo—. Voy a asesinar a Jorge III, Presidente Hereditario de la Ciudad…
El rostro del Vikingo, de ordinario sereno y casi inexpresivo, experimentó una violenta contracción.
—No puede ser… —dijo.
—Puedes estar seguro de ello —contestó Sergio—. Lo haré mañana mismo, a estas horas…
—No me refería a eso —dijo el Vikingo, con aspecto preocupado—. No me refería eso; no digo que no vayas a hacerlo. Sólo digo que… ¿cómo puede ser buen wu-wei una cosa así? Debo pensarlo mucho… pero ¡no puedo haberme equivocado! Siento en mí que lo que vas a hacer es bueno… no sé cómo… pero… es así.
—¿Te hace eso cambiar de opinión?
—Aún no puedo decírtelo, Sergio. Voy a retirarme… a pensar… aunque no hace ninguna falta. Sigo sintiendo lo mismo; es bueno, es bueno… no causará mal. Pero quiero tener la certeza…
La noche transcurrió lentamente, sin que del bosque abandonado viniese un solo rumor. El Manchurri y el Huesos dormían acurrucados bajo las ruedas del autociclo, lejos de la pequeña hoguera donde habían hecho la cena.
Sergio, sabiendo que no iba a poder dormir, se ofreció para quedarse de guardia, y así lo hizo, sentado en el suelo, con la espalda apoyada en uno de los grandes árboles, y palpando sin cesar el rifle, como si temiese que desapareciera.
No había luna. A través de las extensas ramas apenas se distinguía algún lejano retazo de firmamento, con una solitaria estrella brillando. Era inútil ya buscar el relumbrar de Gabkar, puesto que había decrecido rápidamente hasta casi desaparecer.
Procurando no hacer ruido, para no despertar a sus compañeros, Sergio colocó cuidadosamente un par de pequeñas ramas en la moribunda fogata. No eran necesarias ni por la temperatura, pues la noche era templada y agradable, ni tampoco por protección frente a los predadores, pues era seguro que no había un solo animal en las cercanías.
El Vikingo se levantó, sin decir nada, tomó su rifle, y sin mirar a Sergio, se perdió entre los troncos.
Las ramas ardían alegremente, crepitando, y dejando caer alguna brasa entre la espesa ceniza blanca. El oloroso humo se perdía entre las frondas, mientras las llamaradas se reflejaban fantasmagóricamente sobre la hierba, sobre el costado del carricoche y sobre los grandes troncos, formando como oleadas sucesivas de luz y sombra. A la mente de Sergio volvían ahora lejanas imágenes, y por algún misterioso mecanismo su mente consciente rechazaba aquellas que pertenecían a su vida anterior, en la Ciudad. Recordaba a Edy, a la casa de piedra, con pulidos suelos; a Marta, al Capitán Grotton… al pobre Amílcar Stone… Durante un instante le pareció sentir de nuevo esa fuerza extraordinaria en sus manos, como si una corriente de energía emanase de todo su cuerpo y fuera capaz de domeñar la materia…
Comenzó a amanecer sin que el Vikingo hubiese regresado. Algo como una leve luz gris, casi imperceptible, comenzó a filtrarse a través de las ramas, empezando a resaltar la negra mole de la Columna del Alba y palideciendo las pocas brasas que aún quedaban en la hoguera. Ojeroso, pálido, con el corazón lleno de negros presentimientos, Sergio colocó la cafetera de hierro sobre las brasas, añadió agua y café y esperó…
El agua ni siquiera llegó a hervir, antes de que un lejano zumbido comenzara a oírse. Aunque lo esperaba, Sergio, sobresaltado, se levantó tan rápidamente que casi volcó la cafetera sobre las brasas. El zumbido fue creciendo rápidamente, mientras Sergio corría hacia la linde del bosque, y se transformó en un rugido continuo, que torturaba los oídos.
Algo inconmensurable desplazaba las capas atmosféricas a gran altura sobre el Pilón del Alba; algo tan grande como éste, con un tono intensamente anaranjado, que atravesaba la atmósfera dejando un rastro de vapores inflamados… A medida que se acercaba, pareciendo que iba a aplastar la columna negra y el bosque entero, los valles, montañas y cordilleras, Sergio pudo ver que la masa anaranjada, aún rodeada de turbiones de humo amarillento, iba mostrando las singulares formas poliédricas de un sector de la Ciudad, apareciendo planos y salientes, columnas y protuberancias que se dibujaban cada vez mejor en medio del aire recalentado…
Con un último aullido ensordecedor, y una violenta ola de viento que inclinó los troncos de los árboles, hizo caer ramas y hojas, y produjo una marea cenagosa en el río, el Sector Central de la Ciudad, con toda su gloria de miradores, balconcillos, bóvedas, cubiertas de cristal de roca, superficies deslumbrantes, espejos y estructuras se posó sobre el Pilón del Alba, acoplándose perfectamente en él mediante un hueco en su parte inferior que reproducía exactamente la cima truncada de la pirámide.
—¿Qué es eso? —dijo la voz del Vikingo. Estaba tendido a su lado, aún cubierto por las masas de hojas que el brutal movimiento de la atmósfera había desprendido.
—Es la Ciudad… —dijo Sergio—. El Sector Central, donde se halla el Palacio Presidencial, y la sede del Gobierno… Hoy es el jubileo, y es tradicional que el Presidente sea consagrado en la Tierra…
—Lo sabías —afirmó el Vikingo.
—Por eso vine.
Con sus arcadas y construcciones color naranja aun vibrantes en la atmósfera caldeada, el sector de la Ciudad permanecía inmóvil sobre la columna negra.
—¿Has decidido algo? —preguntó Sergio.
—Sí… —contestó el Vikingo, lentamente—. No he cambiado de opinión… Es buen wu-wei. Estaré contigo… y si pasa lo peor siempre sabré que he obrado como debía.
Sin contestar, Sergio, sintiéndose conmovido, le dio una palmada en el hombro. Se volvió hacía atrás; el Huesos y el Manchurri, con los ojos desorbitados, estaban agazapados tras ellos contemplando los gigantescos bloques anaranjados como si del mismo infierno se tratase.
—Ahora —murmuró Sergio— no queda más que esperar. La ceremonia se celebrará en este lado, precisamente, y al aire libre.
—Tomarán precauciones…
—Más de las que tú crees… Por si acaso sería preferible apagar la hoguera… No creo que entren en el bosque; pero no tenemos por qué descuidarnos…
—Manchurri, Huesos… —dijo el Vikingo—. ¿Haréis lo que os digamos?
—Por cierto que no debíamos —contestó el Manchurri, con el terror vibrándole en la voz—. Pero si nos lo pedís vosotros dos cosa mala no ha de ser… por más que ese armatoste tan grande me hiela la sangre en las venas…
—¡Mirad!
En los costados de la estructura anaranjada se abrían diminutas bocas negras, y algo como un enjambre de mosquitos salía de ellas. Sergio no necesitó verlos más cerca para darse cuenta de que eran vedettes mineras, utilizadas provisionalmente como aparatos de vigilancia…
Se retiraron hacia el interior, y apagaron el fuego echándole tierra encima. Un suave sisear se escuchó en la linde del bosque, y les pareció ver un disco color cobre pasando velozmente junto a los árboles. Con cuidado, Sergio se arrastró hasta que pudo divisar el panorama completo del valle. Las vedettes daban vueltas en todo lo que resultaba visible, danzando como peonzas, descendiendo hasta el suelo, alzándose como balas, en un velocísimo desplazamiento vertical, hasta perderse entre las nubes…
Nada sucedió durante una hora, a excepción del ininterrumpido patrullar de las vedettes, que no cesaban en sus desplazamientos. En varias ocasiones pasaron sobre el bosque, o rozando sus costados, haciendo que Sergio enterrase su rostro entre las hierbas, por temor a que destacase demasiado. Una de ellas pasó tan próxima que pudo ver con claridad el rostro del piloto, protegido por gruesas gafas, tras el hemisferio de cristal templado.
Repentinamente, como si una llamada hubiera suspendido la búsqueda, todos los aparatos se retiraron velozmente hacia la Ciudad, sumergiéndose en sus alvéolos.
—De manera que eso es la Ciudad… —dijo el Vikingo.
—Solamente un sector. Lo que queda allí arriba es mucho más grande…
Algo como una humareda violácea surgió de las acastilladas cimas de la Ciudad, en la parte más próxima a ellos. Las humaredas se condensaron poco a poco, formando como unos nudos o cables gaseosos que comenzaron a deslizarse serpentinamente por la extensa muralla negra, siguiendo fielmente las dos rozaduras paralelas que viera Sergio. Durante unos minutos el proceso continuó sin interrupción, produciéndose nuevas humaredas, y descendiendo éstas después, hasta que hubo como dos vías violáceas, titilantes, con un brillo extraño, tendidas desde la Ciudad hasta el suelo.
Fue entonces cuando un fragmento de la Ciudad se puso en movimiento, destacándose del resto. En la formidable muralla anaranjada se abrió una pequeña grieta que fue alargándose y marcando un contorno cortado en ángulos rectos… La grieta se ensanchó, y muy despacio, una parte de la Ciudad comenzó a deslizarse sobre las guías violáceas, descendiendo pausadamente a lo largo de la inclinada cara de la pirámide.
Un suspiro retenido se escapó de los labios de Sergio. Miraba, miraba con tanta atención, que los ojos le dolían. En varias ocasiones tuvo que retirar la vista, cerrar los ojos, y pasarse la mano sobre los doloridos párpados, mientras el sector separado del resto continuaba su paulatino descenso… Sobrepasó la abertura cuadrada, y se detuvo, con un cierto temblor de las estructuras… Se escuchó claramente, en el aire tranquilo de la mañana, algo como el silbido de mil calderas de vapor, y después, un violento choque metálico. Hubo un estremecimiento más, y la parte separada de la Ciudad quedó firmemente anclada a mitad del costado de la pirámide, sin que por eso se interrumpiese su movimiento, pues comenzó a abrirse hacia los lados como una flor al amanecer… Estructuras cuadrangulares, cilíndricas, trapezoidales, corrían unas sobre otras, desplazándose hacia los ángulos de la columna, y todo ello acompañado de rechinar metálico, de silbidos y de ocasionales explosiones, como si una ciclópea maquinaria estuviera trabajando en el interior del fragmento.
—Eso es el palacio —dijo Sergio—. Creo que aún no ha terminado…
Mientras la gigantesca adherencia anaranjada continuaba su lento desdoblamiento, las bocas de los hangares superiores volvieron a abrirse. No fueron las vedettes las que salieron esta vez, sino unos cilindros alargados, coronados en un extremo por una pantalla reticular, de un brillo blanquecino… Con rapidez, se dirigieron alrededor de la pirámide, colocándose sobre el suelo, a un kilómetro de distancia. Una de ellas se situó a corta distancia del bosque, y el terreno retransmitió el rudo choque. Las pantallas reticulares habían quedado en la parte superior y, después de un momento, entre unas y otras surgió como un retorcimiento del espacio, que hacía vibrar las estructuras de la Ciudad y del Pilón del Alba…
—Campo de fuerzas —dijo Sergio, en un susurro—. Fíjate que se han colocado en círculo… Ningún proyectil normal puede atravesar eso… solamente las personas y los vehículos lentos…
—Entonces, ¿cómo vas a…?
Sin contestar, Sergio golpeó expresivamente el cargador dorado, aún colocado en el rifle. Después musitó:
—Estos sí pueden…
El Palacio había quedado abierto sobre el costado de la Columna, formando una extensa explanada horizontal a cuyo final se hallaba la gran abertura rectangular… A los lados, los sucesivos desplazamientos y transformaciones habían formado dos alas coronadas de torres, terrazas, balconcillos y pasarelas extendidas entre unas y otras… Comenzó a escucharse un ligero trompeteo, y algo como una música, ensordecida por la distancia. Las torres y balconcillos se cubrieron rápidamente de penachos de colores, gallardetes y banderas… Una hilera de trazos de humo surgió hacia el espacio desde uno de los bastiones, explotando al final en anchos ramilletes dorados… Figuras insignificantes hormigueaban ahora en los pasadizos y soportales anaranjados… uniéndose unas a otras, y formando una masa cada vez más compacta en la explanada situada en el centro…
La música aumentó el volumen, y algunas palabras llegaban a los oídos de Sergio y de sus compañeros:
«Ciudad en los espacios engarzada,
que surcas orgullosa lo profundo,
tú siempre habrás de ser idolatrada
y siempre reinarás en todo el mundo…».
El ligero viento se llevó el resto de la canción, aunque, de cuando en cuando, retazos de palabras y de música continuaban llegando hasta el bosque. Nuevos cohetes de mil colores, púrpura, dorado, rojo, verde, explotaban sin cesar sobre el palacio, trazando un velo de fuego que se extendía sin cesar, como un palio mágico…
«Aérea, victoriosa e infinita,
tus hijos lucharán por tus laureles
y si un día tu gloria se marchita
te la traerá la sangre de tus fieles…».
A pesar de que seguía con toda atención el desarrollo de los acontecimientos, el Vikingo no pudo evitar el darse cuenta de que, al oír la canción, dos lágrimas habían brotado de los ojos de Sergio. Sin comentar nada, volvió su vista de nuevo hacia la Ciudad, el palacio y la pirámide. El hormigueo era cada vez más intenso, e incluso parecía que en la complicada trama que había quedado en la cima de la pirámide se habían abierto ventanas, surgido pasarelas y mesetas, y numerosos grupos se amontonaban en los saledizos y balaustradas, tratando de ver lo que sucedía abajo, en el Palacio.
La música volvió a aumentar de intensidad, acompañada ahora por un clamoreo confuso, aunque potente. Se percibían con claridad los remolinos de la diminuta multitud, a medida que dos grandes puertas (aún cuando a esta distancia, tenían el tamaño de una hormiga), se abrían en una de las alas laterales del palacio… Hubo un confuso rebullir entre los grupos situados en la parte superior de la Ciudad, evidentemente menos privilegiados que los que habían logrado un sitio en la meseta, y algo se deslizó a través de las puertas que acababan de abrirse… Los ojos del Vikingo, el Manchurri y el Huesos eran apenas capaces de distinguirlo; pero Sergio sabía perfectamente lo que era: el gran vehículo presidencial, llevando sobre sí el trono, el Presidente y los principales dignatarios…
Tratando de dominar los latidos de su corazón, tomó el rifle y lo encaró hacia el palacio, asentándolo firmemente en su hombro. El Vikingo tosió levemente.
—¿Ya?
—Ya —respondió Sergio.
Ajustó los mandos del telémetro, con toda frialdad. Distancia: mil trescientos noventa y seis metros. La pantalla del scope mostraba ahora borrosamente la imagen del vehículo presidencial, con las siglas GRIII en oro sobre fondo escarlata en los tapices y cortinajes… Una mano se posó firmemente sobre su hombro. No levantó la vista; sabía perfectamente que era la del Vikingo.
—¿Por qué?
—Porque si él no hubiera existido nunca, yo habría vivido de otra manera… Déjame…
El vehículo giraba para situarse en el centro de la explanada, mientras los vítores y gritos de la multitud llegaban amortiguadamente hasta el bosque. A medida que iba tomando posición, entre las hileras de soldados con el uniforme verde oscuro de la Guardia Personal, y los piquetes de Policía Presidencial en traje de gala, Sergio iba ajustando el telémetro… Mil cuatrocientos quince metros… Mil cuatrocientos veinticuatro metros… El vehículo se detuvo. Las rayas de la mira telescópica se cruzaban claramente en el centro del visor, ahora perfectamente ajustadas a la distancia de tiro… En la parte delantera del vehículo el trono dorado con las siglas GPIII continuaba vacío… Hubo un rugir de la enfervorizada muchedumbre cuando las cortinillas escarlata del templete superior se abrieron, dejando paso a un hombre, vestido con el uniforme verde oscuro de Coronel de la Guardia, con la cabeza cubierta con el casco cromado, coronado por una cimera negra. Era perfectamente perceptible, a través del visor, el remolinear de la multitud, los esfuerzos de la Policía Presidencial para contener las primeras filas… Gritos inconexos, acompañados de músicas casi inaudibles, y explosiones continuadas de cohetes cada vez más grandes proseguían llegando hasta el bosque… De las cimas de las columnas donde se generaba el campo de fuerza comenzaron a surgir guirnaldas de luz, que cruzaron de una a otra, ascendieron, y se cerraron sobre sí mismas, formando un gigantesco palio de luz casi sólida sobre la ceremonia…
El hombre vestido con el uniforme de coronel se sentó en el trono, quitándose el casco cromado y entregándolo a un edecán. Sergio quitó el seguro, y esperó. Alguien se acercaba ahora, llevando en un almohadón de terciopelo un pergamino; otro funcionario, con la librea de la Presidencia, situaba un micrófono ante el hombre vestido de verde oscuro. Sergio hizo retroceder el cerrojo y el primero de los grandes proyectiles dorados se deslizó suavemente en la recámara. Tenía el visor bajo, con la retícula cruzada sobre el pecho del hombre. Alguien más se acercó; un militar de alta graduación, según su edad y sus condecoraciones, que mantenía en sus manos una espada de mango de marfil con gran dragona dorada. Estaba hablando, a juzgar por el movimiento de sus labios, y el hombre sentado en el trono le contemplaba con expresión átona. Sergio conectó el interruptor de carga, y escuchó el zumbido del campo magnético al captar potencia de la pila… Después, sin pensarlo más, alzó ligeramente el arma, hasta que la retícula situó su cruz sobre el cuello del hombre… Durante unos momentos, su dedo se crispó sobre el gatillo, contemplando intensamente aquel rostro odiado, aquellos rasgos que conocía perfectamente uno por uno, cada imperfección, cada defecto de la piel, cada arruga junto a los párpados o en las comisuras de la boca, hasta casi cada cabello de la cabeza… Los conocía tan bien como su propio rostro. Después, contuvo la respiración, contó hasta tres, lentamente… (el hombre del trono continuaba con sus ojos fijos inexpresivamente, en el anciano militar)… y apretó el gatillo.
La bala chilló blandamente en la atmósfera al surgir del cañón, impulsada por el campo magnético. Hubo como una explosión contenida al lado de Sergio; este no miró siquiera. Sabía perfectamente que eran los pulmones del Vikingo, expulsando el aire. El Huesos guardaba silencio; el Manchurri murmuraba algo en voz muy baja, como si rezase…
A esa distancia… un segundo, solamente un segundo hasta que la bala alcanzase su blanco. Hubo como una ligera llamarada cuando el gran proyectil atravesó el campo de fuerza, distorsionándolo momentáneamente para poder atravesarlo… Un segundo; nada más que un simple segundo…
El visor. Una flor de sangre acababa de estallar en el cuello del hombre vestido de verde oscuro. Sergio, tranquilamente, observó cómo el cuerpo se derrumbaba sobre un costado, manchando con un chorro de sangre el pergamino y el uniforme del viejo militar… Vio los rostros espantados, mirando a todas partes, la ola de policías que intentaba trepar al vehículo presidencial… Con un gesto, cerró el interruptor, se sentó en el suelo, y procedió a desmontar el rifle…
—¿Le diste?
El Vikingo tenía los ojos fijos en él, y su cara no tenía expresión alguna, como la del hombre del trono.
—Sí. Está muerto.
—¿Y ahora qué?
Sergio no contestó. Las diversas piezas del rifle iban cayendo una a una al fondo del hoyo que excavara la noche anterior. Cuando el arma hubo sido desmontada completamente, Sergio arrojó el reloj con ella y comenzó a tirar la tierra dentro. La aplanó bien, con los pies, a medida que lo iba llenando, para colocar al final encima el trozo de césped que recortase en previsión.
—No se nota nada —dijo el Vikingo—. ¿Crees que lo encontrarán?
—No lo creo… Son gente de ciudad; en su vida han visto un bosque de verdad… Además, yo me dejaré encontrar por ellos antes. Si escondo el rifle es porque si me ven con él, es posible que disparen, y eso he de evitarlo.
—Bueno, señor —dijo el Manchurri con voz temblorosa—. Yo no sé qué ha pasado, porque a esa distancia no he visto nada… pero sí sé, que el Vikingo me lo dijo, que ibas a matar a uno, y gordo e importante, por añadidura. Supongo que ha caído ya… y no es que a mí una muerte más o menos me asuste. Sobre todo si no se trata de la mía, y eso es lo que veo que se nos viene encima… porque mira eso…
Extrañado, Sergio se dio cuenta de que apenas tenía fuerza para levantar la cabeza y mirar hacia el Pilón del Alba. A tan gran distancia, la escena parecía no haber cambiado; solamente los cohetes habían dejado de explotar, las músicas habían callado, y las guirnaldas de luz del campo de fuerza se habían extinguido. Traída por el viento, una voz, retransmitida por potentes altavoces, se extendía sobre el valle.
—… inmediatamente la búsqueda… se retiren a sus domicilios… el orden… vilmente asesinado…
—Manchurri… ¿has conservado la caldera a presión como te dije?
—Sí…
—Entonces, vámonos de aquí.
—¡Nos cogerán igual!
—Pero no al lado del rifle, por si acaso, ni en la misma línea de tiro… Vamos allá, más a lo profundo del bosque.
—¡Verán el humo de la caldera!
—Aún no… todavía no han reaccionado… pero lo harán en seguida. ¡Vamos!
Unos minutos más tarde, el autociclo, lanzando un torrente de humo que se enredaba en las horizontales ramas de los árboles, comenzó a caminar paralelamente a la pirámide, sin profundizar más en el bosque. Evitaron los claros y los lugares en que el vehículo hubiera sido visible desde el valle, y se detuvieron una hora más tarde, a unos doce kilómetros del lugar de partida.
—¿Qué hacemos? —dijo el Manchurri, nervioso.
—Dejad las armas en el autociclo… no, los cuchillos no; no es preciso… y venid conmigo.
—Supongo, señor, que sabes lo que estás haciendo, porque a mí me sube algo por aquí dentro que no sé lo que es… ¿Puedo beber un buen trago?
—Y dos, y tres, si quieres… y dame uno a mí. Tampoco me vendrá mal. ¿No vas a hacer una excepción, Vikingo…?
El Vikingo negó con la cabeza. Tenía una expresión seria y parecía confuso.
—Sigo estando seguro de que esto es bueno —repitió—. Y de que tú eres una persona honesta… pero ¿cómo puedes estar tan tranquilo, después de haber asesinado a un hombre fríamente?
—A eso no se le podía llamar hombre —contestó Sergio, con inesperada dureza—. ¿No quieres tú un poco, Huesos?
El Huesos estaba palidísimo. Su rostro infernal, bajo las costras que lo cubrían, revelaba un espanto sin límites. Posiblemente en su torpe cerebro hubiese penetrado la idea de que estaban en peligro de muerte; o quizá el terror que se leía en sus rasgos hubiese sido causado solamente por la ciclópea ciudad y la columna negra. En todo caso, abrió la deforme boca, mostrando los irregulares dientes amarillos, intentó decir algo, hizo un esfuerzo, lanzó una mirada suplicante al Manchurri, y como único recurso, cogió la botella de vino rojo, y la empinó, bebiendo a grandes bocanadas.
—Pobrecillo… —musitó el Manchurri—. ¿Qué va a ser de nosotros ahora? Porque no creo que esa masa se quede quieta si quiero contarle la historia de la muchacha triste de Donegal…
—No es fácil, no —contestó Sergio, que había estado escribiendo unas líneas en un papel—. Nada de fácil… Pero vamos allá; siempre será mejor que estéis conmigo, que sé perfectamente lo que tengo que hacer, a que estéis solos… El lugar en que se encontraban ahora no se diferenciaba casi en nada del que habían abandonado una hora antes. Sergio comenzó a caminar hacia la linde, y como quiera que, a pesar de sus advertencias, el autociclo había penetrado más en las profundidades del bosque, tuvieron que andar un rato hasta que las grandes estructuras aparecieron entre el arbolado.
Rápidos silbidos, y órdenes retransmitidas por altavoces surcaban el aire… Una gran masa circular, con protuberancias metálicas de feo aspecto, pasó rozando los troncos… A unos cientos de metros a su derecha, una de las pequeñas vedettes mineras, suicidamente, se había introducido entre los grandes troncos, con evidente peligro de estrellarse, y zumbaba como un insecto de cobre, remolineando lentamente…
Columnas de hombres, con el uniforme amarillo y negro de la Policía presidencial, cruzaban el Valle en todas direcciones. La plaza estaba ahora desierta, mostrando las ajadas banderolas, que pendían tristemente de sus mástiles, así como también la cuadrada oquedad en la pared de la pirámide, y el vehículo presidencial, tristemente abandonado en medio de la soledad del palacio. Un diminuto grupo de hombres estaba reunido en el borde de la meseta anaranjada, escrutando en todas direcciones con complejos aparatos de observación…
Otra gran nave oscura pasó zumbando junto a los primeros árboles, y pudieron ver claramente los pesados cañones girando lentamente en sus torretas bajo el panzudo casco del artefacto. A lo lejos, varias vedettes exploraban las márgenes del río; otras remontaban la corriente, deteniéndose de cuando en cuando en los grupos de peñas o en los matorrales… Las columnas a pie seguían atravesando el valle, hundiendo las culatas de los fusiles en los agujeros y en las matas… Una de ellas, compuesta de seis hombres, al mando de un sargento, se dirigía rectamente hacia ellos, como si hubiera podido verles a través de la espesura… En ese momento, un gran aparato pardo se levantó desde la cima de la pirámide, descendió a unos kilómetros a la derecha y abrió su compuerta delantera, volcando camiones y hombres sobre la tierra… El rugir de las orugas, el zumbido de los motores, y las secas órdenes de los oficiales llenaban el aire…
—Es mejor que salgamos y nos vean —dijo Sergio—. Si nos escondemos será peor… No son buena gente, pero no creo que tiren sobre personas que no estén huyendo…
—El «creo» —susurró el Manchurri, concluyendo las últimas gotas de la botella, y lanzando el casco al interior del bosque— me da una tranquilidad tal, que si no me agarro a algo, caeré redondo al suelo… Señor, Sergio, no sé qué eres… una vez te lo pregunté, pero tú nos has metido en este fregado y nos tienes que sacar…
—Se intentará. Vamos fuera, como si no supiéramos nada. Y dejadme hablar a mí…
Salieron al exterior del bosque, mostrándose ante los ojos de la patrulla próxima. El sargento lanzó un alarido, y durante un segundo Sergio creyó que los hombres iban a disparar. El rastrillar de los cerrojos en los fusiles se percibió claramente, en medio del aire espeso…
—¡No disparéis! —aulló el sargento—. ¡Son salvajes…! ¡Eh, vosotros, quietos ahí, u os achicharramos…!
La patrulla corría rápidamente hacia ellos, levantando nubes de polvo, con los fusiles cruzados ante el pecho. Había una expresión salvaje en todos los rostros…
—No nos haga daño, señor —dijo Sergio, inclinándose—. El otro hombre no nos hizo nada…
—¿Qué otro hombre?
El sargento enseñaba los dientes al hablar, como si quisiera morder a Sergio. Estaba gordo y la desacostumbrada carrera le había fatigado. Tras él, los seis soldados, con el fusil prevenido, les miraban con ira, como si supieran que habían sido ellos los autores del magnicidio.
—El hombre que… como… —dijo Sergio, titubeando, con voz temblorosa—. No nos haga daño, señor… sólo somos salvajes de la tierra… el hombre con el palo largo, el que nos dio el papel…
—¿Qué papel? ¡Dámelo inmediatamente!
—No puedo, señor… no puedo dárselo. El otro hombre dijo que volvería y me mataría si no se lo daba a una persona…
—¿Por dónde se fue ese hombre?
—Hacia dentro del bosque, señor…
—Están mintiendo, mi sargento —dijo un soldado pequeño, mirándoles venenosamente—. Están mintiendo… se les nota a la legua…
—Cállate, Petacci. Coge dos hombres y métete por ahí dentro a ver qué ves… Tú, Keitel, comunícalo al Capitán… Y tú, que tanto hablas…
Uno de los hombres comenzó a hablar en un radioteléfono, mientras Petacci, después de dirigir una mirada de profunda desconfianza a Sergio y sus compañeros, se internaba en el bosque, acompañado de tres más…
—Tú, que tanto hablas… a ver qué armas lleváis… ¿Solo cuchillos…? Echadlos ahí, al suelo… Y dame ese papel, o te deshago la cara, cerdo terrestre…
—No puedo, señor… no puedo —gimió Sergio, mostrándose en el colmo del terror—. El hombre dijo que me mataría si no se lo daba yo mismo a uno que se llama Alberto de Belloc…
—¿A su Excelencia…? ¡No creerás, cerdo, que te voy a llevar a ver al primo de Su Alteza… que en paz descanse! ¡Dame el papel…!
—No puedo, señor…
—Dámelo, cara sucia, o te muelo a patadas…
—Dijo que sólo a ése hombre…
—Y no llames hombre a Su Excelencia el Coronel Alberto de Belloc… ¡Toma, para que aprendas!
El sargento le largó una patada a los tobillos, que Sergio pudo esquivar a duras penas. Volvió a repetir, con la misma voz apagada que había usado…
—No puedo… no puedo… Sólo a ese hombre… sólo él puede leerlo…
—Mi sargento —dijo el radiotelefonista—. Dice el capitán que viene hacia aquí… A mí también me gustaría darle una paliza a este tipo, pero si viene el capitán…
El gordo sargento rezongó en voz baja, y le dio un empujón a Sergio, tirándolo al suelo. Después se volvió hacia un pequeño vehículo con orugas que avanzaba rápidamente hacia ellos. Mientras aún estaba en el suelo, Sergio se embadurnó la cara con polvo… Al levantarse, cojeando un poco, pudo observar la expresión de intensa repugnancia con que el Vikingo observaba al sargento…
—Son estos, ¿verdad, sargento? —dijo el capitán, descendiendo del vehículo acorazado—. A ver, ¿quién es el del papel…?
—Yo, señor… yo lo tengo…
—¿Estás seguro de que sólo se lo puedes dar a Su Excelencia?
—El hombre dijo que lo que había escrito sólo lo podía leer ese hombre… y que me mataría si no se lo daba…
—¿Cómo era ese hombre?
—No lo sé; hasta que no le dé el papel no lo sabré… El capitán se golpeó las brillantes botas, con la fusta, impaciente.
—Digo el que te dio el papel, burro.
—¡Ah, ése! Bajo, con barba en punta, con una cicatriz en la cara, desde aquí… hasta aquí… Llevaba un traje negro, con unas borlas rojas…
—A mí me parece que miente, mi capitán —siseó el sargento.
—Cállese, Schwartz… Este hombre es un salvaje ignorante, y no ha podido inventarse una historia así… Está claro que dice la verdad…
—¿Y qué hacemos, mi capitán?
—Está claro, y usted se debería haber dado cuenta de ello… Si ese mensaje está dirigido a Su Excelencia, yo no tengo ningún interés en leerlo, y hasta podría ser que a Su Excelencia no le gustase mucho que yo me enterase de sus cosas… ¿No se le habrá ocurrido exigírselo brutalmente a este desgraciado?
—¡De ninguna manera, mi capitán… yo soy incapaz de…!
—Sé de lo que es usted capaz, Schwartz… Atento, Jolivet; comunique a la comandancia la descripción dada por el salvaje, y póngame directamente con el Mayor Vierbein…
—¡Sí, mi capitán! ¡De inmediato…!
Durante la siguiente hora, mientras la tarde iba cayendo y las columnas blindadas de la Ciudad continuaban sus furioso examen de los alrededores, el capitán se puso en contacto con el Mayor Vierbein; éste, a su vez, con el jefe de la división, y este último con la Alta Jefatura de la Guardia Personal de Su Alteza el Presidente Hereditario de la Ciudad, Jorge III de Belloc-Bainville. Los cuatro amigos fueron llevados de un lado para otro, interrogados, examinados, y hubo un par de nuevas intentonas por parte de distintos jefes para que Sergio entregase el mensaje en cuestión. Pero Sergio se aferró a su papel de salvaje casi irracional, en el que prontamente fue secundado por el Vikingo y el Manchurri, con alguna exageración por parte de este último. El Huesos se limitó a callar, y a emitir sonidos roncos sin sentido…
Más tarde, a punto de ponerse el sol, un gran vehículo plateado, con la sigla GPIII en los costados, en grandes caracteres escarlata, aterrizó junto al mando de la división. Fueron arreados dentro de él sin grandes ceremonias, y Sergio se cuidó perfectamente de mostrar su espanto y su miedo ante aquel artilugio extraño que era capaz de volar. Se tiró al suelo, ocultó el rostro entre las manos, gimió y lloró. El Manchurri hizo lo mismo, aunque lanzando tales alaridos, que se ganó un par de culatazos de los guardias a quienes habían encomendado su custodia. La postura del Vikingo fue algo más digna; sin embargo, en numerosas ocasiones pudo observar Sergio cómo el rostro de su amigo se hallaba descompuesto, a causa de lo que observaba a su lado.
—¿Mal wu-wei? —le preguntó, en un momento en que los guardias no les atendían.
—Pésimo —respondió el Vikingo, muy preocupado, al parecer—. Todo esto es de lo peor que he visto nunca… y empeora a cada momento, Sergio.
—Todo se arreglará…
—¡Vosotros, los salvajes, a ver si calláis, o veréis lo que es bueno!
El vehículo plateado se elevó silenciosamente. A través de la gran claraboya de cristal templado vieron cómo las patrullas acorazadas, las vedettes mineras, y los diversos puntos de enlace se iban haciendo más pequeños a cada momento… El Huesos lanzó un alarido de terror, y se tiró al suelo, con la cabeza entre las manos… El Manchurri temblaba a ojos vistas, aunque trataba de mostrar una apariencia de cierta tranquilidad…
Unos minutos más tarde, la aeronave tomó tierra en la meseta del Palacio presidencial, no lejos del abandonado trono, aun con manchas de sangre en uno de sus lados.
—¡Venga, adelante! —gritó uno de los guardias. Ante ellos se alzaban los altos minaretes del palacio, surcados entre sí por pasarelas cubiertas de cristal, entrelazados y unidos por cables, conducciones y pasadizos de los que aún pendían, laciamente, banderolas y pabellones. No había una sola persona en la enorme extensión de la meseta, salvo una patrulla de diez hombres, mandada por un alférez, a quienes acompañaba un coronel, con el cordón blanco y la placa esmaltada de la Alta Jefatura de la Guardia Personal. Sobre el uniforme verde oscuro relucían los correajes de gala, y en el pomo de su sable destellaban las últimas luces del sol poniente.
—Acompáñenme… ¿Hablan ustedes mi idioma?
—Sí, señor… —musitó Sergio—. Sí, señor, lo hablamos.
—He de llevarles hasta Su Excelencia… Cuando se encuentren ante él, deben tratarle de Vuecencia, y no acercarse demasiado… ¿No se lavan ustedes? ¡Huelen a demonios! Alférez, cuando guste…
—¡A sus órdenes, mi coronel! ¡Atentos! ¡En columna de vigilancia… ar!
Hubo una momentánea confusión cuando la columna se separó a ambos lados, intentando encuadrar a los prisioneros, y éstos, al no saber qué hacer, permanecieron donde estaban. Después de unas cuantas explicaciones pudo hacérseles comprender que debían caminar en el interior de las filas, sin salir de ellas, bajo pena de que se disparase inmediatamente.
—Pues también es gana de complicar… —dijo el Manchurri—. ¿Es que no podíamos ir andando, por las buenas?
—¡Silencio!
Caminaron en silencio, tal como había ordenado el coronel, encuadrados por las dos hileras de Guardias Personales, que les dirigían, de reojo, curiosas miradas. Uno de ellos, quizá tratando de tranquilizarles, dirigió una sonrisa a Sergio, y este bastante divertido en el fondo, le contestó con otra. Se acercaron a una de las alas laterales, cuyo enorme tamaño no habían podido imaginar al verla desde el bosque… Las torres y los contrafuertes anaranjados se alzaban sobre ellos como si no tuviesen fin, pero quedaban empequeñecidos por los formidables planos negros del Pilón del Alba, y por la gran oquedad cuadrada, en la cual hubieran cabido perfectamente varias de las edificaciones del palacio…
Pero no fueron introducidos a través de la gran puerta principal, cuyos altos arcos ojivales se perdían en medio de protuberantes salientes color naranja, semiborrados por una nube violácea. Pasaron de largo ante ella, pisando quedamente las desgastadas losas del patio, caminando con las cabezas bajas entre las dos hileras de callados guardias. Un silencio casi absoluto reinaba en los alrededores del palacio, formando un contraste todavía más intenso con las bulliciosas músicas y exclamaciones de unas horas antes… A lo lejos, casi oculto por la monumental mole del Pilón del Alba, el sol se ponía tras los árboles intensamente verdes del bosque sin límites, entre un abigarrado conjunto de nubes escarlatas, y sepultándose poco a poco en un mar de oro sólido. Por última vez, por última vez antes de introducirse en la masa fría e inhospitalaria del palacio a través de una pequeña puerta accesoria, Sergio dirigió sus ojos hacia aquel espectáculo inigualable, pensando que sentía miedo, un profundo miedo, y que no estaba nada seguro de volver a salir con vida de allí.
La pequeña y escondida puerta accesoria giró silenciosamente sobre sus goznes autolubricados, descubriendo un pasadizo no muy ancho, de donde descendía hacia las profundidades una escalera de anchos peldaños de metal gris cubiertos de polvo. El Manchurri y el Huesos lanzaron un pequeño resoplido cuando un anuncio en espesos tonos azul eléctrico se deslizó como una serpiente desde una de las enmohecidas paredes, y serpeó por el enrarecido aire hasta desaparecer, en un diluvio de chispas azules, a través de la pared frontera.
¡COMPRA LA JOYA CANTARINA! ¿O ES QUE TU AMOR NO ES PURO? SI ES HONESTO, CÓMPRALA O PÍDELE A ÉL O A ELLA, O A QUIEN SEA QUE TE LA COMPRE… (LA JOYA CANTARINA DE LA JOYERÍA NERÓN, ¡LA MÁS CHIC DE LA CIUDAD! PÓNTELA, Y ANTE LOS MALOS PENSAMIENTOS ¡VERÁS QUE GRITOS DA!
Los soldados, acostumbrados a aquello, no hicieron caso alguno, e incluso el mismo Sergio, aunque un tanto molesto por esta aparición eléctrica que ahora encontraba de un abundante mal gusto, no se impresionó demasiado, pero el Manchurri y el Huesos ostentaban en sus rostros algo parecido a la expresión que tenían cuando la visita a Herder, y en cuanto al Vikingo… La expresión del Vikingo era una mezcla de asco, de preocupación y de deseos de volver el rostro a otro lado. Mal wu-wei… muy mal wu-wei, desde luego.
Con el corazón en un puño, y pensando que sus compañeros debían sentirlo así también, Sergio continuó aquel nuevo descenso (como el que realizase cuando su proceso, como el que hubo de llevar a cabo cuando Herder quiso mostrarle al monstruoso BILETO) hacia profundidades tal vez desconocidas. Se trataba, evidentemente, de uno de los accesos secundarios del palacio, y por esto no lo conocía. Pero el lento golpear de los pies en las escaleras de metal, y la ligera nube de polvo grasiento que se levantaba hacia los perezosos ventiladores no duró mucho. Se alzó ante ellos un tabique de metal semicubierto de óxido en algunos lugares, donde las escaleras terminaban bruscamente…
En la semioscuridad, a la escasa luz de focos polvorientos, uno de los soldados trasteaba en una palanca. El tabique de metal se corrió a un lado con la velocidad del obturador de una cámara fotográfica, y un ramalazo de luz y color hirió los ojos de los prisioneros, haciendo que se llevasen las manos al rostro y lo volvieran a otro lado. Gritos y empujones les hicieron adelantar unos pasos, y cuando sus ojos se acostumbraron al deslumbrador foco de luz vieron como el tabique descubría una extensión, al parecer sin límites, cubierta de un espeso y cuidado bosque. Pero no era un bosque como los de la tierra. Los árboles tenían copas en forma de bola, de pirámide, de tronco de cono o de reloj de arena… y sus colores eran cualquier cosa menos naturales…
¿ERES JOVEN? ¿SUFRES PORQUE LA LEY Y LA MORAL CIUDADANA TE PROHIBEN HACER ESO? ¡NO TE LA SAJES! ¡NO FRECUENTES MERETRICES! TOMA UNA DOSIS DIARIA DE HIPNOSEXMAS-67 Y VERÁS… ¡LOS MEJORES Y MÁS ABUNDANTE SUEÑOS NOCTURNOS! ¡DESPIÉRTATE SATISFECHO! ¡CONSÉRVATE PURO!
Esta vez había sido en un intenso color blanco destellante que contrastaba con el fondo de mil colores. Porque los árboles de horripilantes copas tenían éstas formadas por plumajes dorados, por grumos de algodón (o algo semejante) de un azul intenso, por bandas amarillas y negras, y en algunos lugares se cubrían con flores de pétalos cuadrados o triangulares, exhibían frutas de forma geométricamente elipsoidal, de un amarillo vivo… Y entre los grupos de disformes árboles, cascadas y arroyuelos de agua carmesí, negra, blanca o morada, corrían lamiendo los troncos cilíndricos, todos exactamente iguales, de un tono pardo y liso, como hechos a máquina…
El rostro del Vikingo estaba lleno de desagrado mientras continuaban su camino a través de aquellas horrendas formas geométricas. Por el contrario, el Manchurri y el Huesos parecían muy admirados, como niños, e incluso el Huesos se atrevió a extender una de sus peludas zarpas y tomar de una rama pendiente una flor, que era algo mixto de caléndula y calculadora electrónica… Cuando la tuvo en sus manos, y mientras la miraba, el engendro abrió sus pétalos de terciopelo verde, extrajo una larga lengua roja, y dijo en voz alta y clara, con un ligero deje chillón:
—DIÓSELE A UN HOMBRE LA SABIDURÍA
El Huesos, asustado, soltó aquello, que cayó sobre el suelo de grava (de una grava cuyos cantos eran todos exactamente iguales en tamaño y en color) y continuó hablando:
Y MENOSPRECIÓ A LOS DEMÁS… ¡NO LEAS! ¿APROVECHAS BIEN TU TV? Y COMPRA OBLIGACIONES DEL TESORO PRESIDENCIAL.
Una orla negra y una triste música subrayaron esta última orden…
A veces, entre los árboles, mientras continuaban cansinamente su camino, se abría una rotonda o un hueco, donde había una edificación, de tamaño variable, construida con los materiales más inesperados. Generalmente estaban hechas de unas chapas onduladas de metal gris, que reflejaban la luz con un variar tornasolado… Los arroyuelos y las cascadas de colorines, desafiando las leyes de la gravedad, subían por las paredes de estos edificios, se remansaban en el techo y se dejaban caer, borboteando, por el lado opuesto… Pero ni siquiera el sonido de estos cauces repletos de líquidos que no eran agua, cosa que denotaba su espesura en algunos casos, o su extrema fluidez, en otros, era el rumor corriente del agua cantarina de un arroyuelo de la tierra… No rumoreaban, ni cantaban, ni sonaban con el limpio glú-glú del agua contra las piedras… Algunos de ellos producían sonidos metálicos; otros emitían sordos murmullos, propios de una bandada de aves enzarzada en pelea; los últimos eran similares a densa grasa al derramarse de un cubo, desde gran altura, sobre una plancha de bronce…
Un edificio más grande que los otros, construido de un enrejado de hilos de plata entre los que surgían gruesas piezas de cristal azul oscuro, cortado como si lo hubieran roto a martillazos, se alzó en el centro de un rotonda… Los prisioneros pudieron ver el cielo (o lo que aquello fuera) oculto hasta ahora por las copas de los árboles… Era de un verde frutal y tres soles anaranjados giraban velozmente siguiendo misteriosas órbitas… Los soldados parecían contentos y muy felices de visitar aquel, al parecer, lugar de delicias… No así Sergio, al que un océano de recuerdos y de temor sumergía por completo, haciéndole sentir como si estuviera hundido hasta el cuello en algún líquido dañino y consistente…
Una ancha banda de licor topacio descendía a saltos sobre la fachada del edificio, rugiendo al encontrarse con los trozos de cristal azul y lanzando una risa sardónica al sobrepasarlos y vencerlos… Esta faja de líquido se abrió en la base en una amplia abertura triangular, revelando un profundo salón, en cuyo fondo había tres figuras confusas junto a unas estructuras rojas que no se distinguían bien…
—¿Los prisioneros? —dijo una voz fría.
—Sí, Alteza —contestó el oficial, sin saber muy bien donde mirar, pues la voz parecía salir del mismo curso de zumo topacio.
—¿Están armados?
—De ninguna manera… Alteza. Sólo tenían cuchillos… y se les quitaron.
—Que pasen. Usted retírese, coronel… Ni una palabra de esto a nadie…
—Si su Alteza lo desea, puedo permanecer aquí con mis hombres… por si acaso.
No hubo respuesta alguna; sólo el más absoluto silencio, y algo como un reír débil del licor ambarino. Durante unos segundos el coronel permaneció esperando algo; una palabra, una frase de ánimo, un signo de agradecimiento… Nada. Ni un sonido. Por fin, con las mejillas sonrojadas, y bajando la cabeza, el coronel hizo a los prisioneros un seco y desabrido gesto para que atravesaran la abertura triangular…
Al ver la renuencia de sus amigos, evidentemente aterrados ante aquel aparato desmesurado, y ante algo que sólo podría describirse como las aterradoras miradas que el zumo topacio les dirigía, Sergio abrió el camino, adelantándose. Al hacerlo, tropezó con las ramas de un arbusto situado junto a la entrada; un arbusto de tronco cilíndrico, excrecencias en ángulo recto, y follaje verde botella. Con un sonido seco, las ramas se quebraron, mostrando un haz de tubos de metal, chorreantes de líquido negro, y algo como una red de plástico envolviéndolos; el arbusto gimió, se arrugó sobre sí mismo, y desapareció.
—PASAD, PASAD, PASAD… —cantó el licor de color topacio.
Y lo hicieron. Tras ellos se cerró la cortina de líquido, dejándoles a solas en el gran salón, ante las figuras indistintas del fondo.
—Acercaos, salvajes… No intentéis nada malo. Esta habitación es una trampa mortal para cualquiera… Acercaos a mí… os escucho.
No era cierto; las figuras confusas no estaban tan lejanas como pareciera, ni sus formas eran confusas, ni la estructura roja era indistinguible… Todo eso estaba casi a su lado, y era perfectamente claro.
Las estructuras rojas constituían una gran mesa, de extensión desmesurada, con tableros a distintos niveles, pero sin hueco alguno, como hecha de varias piezas gigantes y macizas de madera o plástico rojo. Una de las figuras, la de un hombre joven, con débil cabello castaño, los ojos de igual color, y la tez pálida, que vestía el uniforme verde oscuro de coronel de la guardia, con los cordones y la placa esmaltada, así como una corona de oro bordada al lado izquierdo del pecho, estaba sentado en el centro de esta mesa elefantina. Las otras dos figuras eran dos hombres pálidos, serios, vestidos severamente de oscuro, y solamente con las escasas notas de color de unos adornos alrededor del cuello…
No parecía haber paredes, sino que una cosa similar a un conjunto de hojas muertas, de un yerde mineral, veteadas de amarillo, temblorosas bajo una escondida brisa, les cercaba a todos a unos metros de distancia…
—El mensaje —dijo el hombre sentado, con voz helada, fijando en ellos sus ojos castaños—. Yo soy Alberto de Belloc… Veámoslo primero, y después hablaremos de otras cosas…
Sin una palabra, Sergio, inclinando mucho su rostro, como si se sintiera abrumado por la presencia del noble, se adelantó unos pasos, apartándose del desvalido grupo formado por sus amigos, y extrajo de su bolsillo el papel que él mismo escribiera unas horas antes. Uno de los hombres vestidos de oscuro, con gesto taciturno, se deslizó suavemente a su lado, interponiéndose en su camino, y tendió la mano. Sergio levantó la vista, y la bajó después, al tropezar con los ojos amarillos y casi sin expresión del silencioso ser. Entregó el papel y retrocedió. El hombre taciturno, como ensimismado, sin una palabra, lo entregó al que estaba sentado tras la mesa.
Este permaneció quieto, con el mensaje entre las manos, mirando curiosamente, de la misma forma que si examinase unos animales salvajes entre rejas, a sus cuatro astrosos visitantes. Los dos hombres tristes, sin haber variado hasta ahora su melancólica expresión, sólo les dirigían una fugaz mirada de cuando en cuando, barriéndolos los ojos amarillos y lucientes del uno, los ojos grises y como podridos del otro, como si les tuvieran cuidadosamente encañonados.
Pausadamente, Alberto de Belloc, con una mano larga y blanca, rozó la superficie de la mesa. Un alto vaso tallado, conteniendo un líquido rosa, se materializó entre sus dedos. Tomó un pequeño sorbo, y lo dejó ante él. Después, con la misma pausa, que quizá no fuese calma y meditación, sino falta de ímpetu vital, leyó el mensaje. El efecto de esta lectura fue tan instantáneo y violento que los dos hombres de oscuro se aproximaron instintivamente a él, ondulando las manos, como en una tentativa de protegerlo con armas que no se veían, cuando el noble se alzó apresuradamente, caminó, abriéndose en dos la mesa de madera roja a su paso, y se plantó ante los salvajes, separadas las piernas, los ojos castaños centelleantes, las manos tendidas hacia el frente, el sable con gran dragona de hilos dorados oscilando en su cintura…
—¿Quién… quién te dio esto?
El vaso de licor rosado había caído sobre el tablero, vertiendo su líquido en lentas ondas. La mesa de madera roja lanzó un chasquido y engulló vaso y líquido, que desaparecieron sin dejar rastro. Por primera vez Sergio alzó el rostro.
—Nadie me lo dio —dijo, con voz alta e inesperadamente potente—. Yo mismo lo escribí; yo mismo… Pero, Alberto… Pero, Alberto, a pesar de que estoy sucio y llevo otro traje… ¿es posible que no me reconozcas?
Alberto de Belloc retrocedió un poco, desencajado, mientras los dos hombres de oscuro se situaban a su lado, con las manos pálidas y amenazadoras tendidas hacia Sergio… Este parecía haber crecido; con un par de manotazos trató de sacarse el polvo de la cara…
—Sí; soy yo —dijo—. Yo mismo. Lo que dice ese papel no lo sabíamos más que tú y yo… No era preciso, como verás ahora… digamos que es una broma; he adquirido un curioso sentido del humor ahí abajo… Me acuerdo de cuando hablábamos de lo que ahí pone… y cuidábamos tu perro «Cosa», el que te subieron de la tierra, no pudo aguantar la Ciudad, y murió a los pocos días… No me mires con esa cara, Alberto… es verdad, soy yo.
—No puede ser… —dijo el noble, con el rostro cada vez más pálido—. No puede ser…
—¿Qué dice el mensaje. Alberto? ¿Qué dice? Vamos a ver… ¿No es la letra de Jorge III? Y dice así:
«SUPONGO, ALBERTO, QUE MI LETRA TE RECORDARÁ MUCHAS COSAS; SOBRE TODO SI TE DIGO QUE CREO SER EL ÚNICO QUE CONOCE TUS ILUSIONES DE MONTAR UNA FABRICA DE ROPA INTERIOR FEMENINA… CLARO, QUE ESO FUE ANTES DE QUE LLEGASES A SER CORONEL JEFE DE MI GUARDIA PERSONAL. DADO EN LA TIERRA, UNAS HORAS DESPUÉS DE MI MUERTE OFICIAL. JORGE III DE BELLOC-BAINVILLE, PRESIDENTE HEREDITARIO DE LA CIUDAD, SEÑOR DE LA RUEDA, ELECTOR INDISCUTIDO DEL ORBE, PROTECTOR DE LOS DIVERSOS NIVELES…».
Alberto de Belloc enrojeció. Agitaba las manos ante sí, como si hubiera visto un espectro, y causaba una penosa impresión de debilidad congénita.
—¡Inmundo salvaje! —gruñó—. ¿Cómo te atreves a profanar la memoria de un gran hombre? ¡Áspides! ¡Acabad con él!
Los dos hombres tristes se acercaron un poco a Sergio, ondulando ante sí sus blancas manos. De ellos emanaba un aura de aterradora peligrosidad…
—No pueden —dijo Sergio, tranquilamente. Los dos hombres se detuvieron a un metro de distancia.
Los ojos grises y los ojos amarillos se fijaron con precisa atención en el rostro de Sergio, recorriendo su figura de arriba a abajo, disecándolo, cuadriculándolo centímetro a centímetro.
—Con permiso, señor —dijo el de los ojos amarillos, aproximándose un poco más. Su voz sonaba como una maquinaria vieja, como si no la utilizase casi nunca.
La alargada mano pálida, terminada en unas afiladas uñas de color vientre de pescado, bajo las que se adivinaban, más que verse, pequeños depósitos de líquidos translúcidos, cargados de mortal intención, tomó durante unos segundos la callosa y morena de Sergio. Después, lentamente, con una ligera reverencia, el hombre de los ojos amarillos retrocedió.
—Ni siquiera bajo una orden directa —dijo, mirando al suelo— puede un áspid atentar contra la vida de Su Alteza Jorge III, Presidente Hereditario de…
—Basta, áspid —dijo Sergio—. Es suficiente. Puedes retirarte… La vida de mi primo no corre peligro alguno…
Sin embargo, ninguno de los dos áspides le obedeció. Continuaron al lado de Alberto de Belloc, con las manos obsesivamente extendidas ante ellos.
—No has pensado en tus compañeros, primo —dijo el noble, mirando a Sergio con cierto temor—. No pueden obedecerte mientras ellos estén aquí…
—Bueno; es igual —contestó Sergio—. No vamos a hacerte nada…
—Pero… ¿cómo, cómo…?
—El conde Ratkoff —dijo Sergio, sin más explicaciones—. ¿Pueden tus áspides capturarlo y traerlo aquí?
—Pueden, pero…
—Bueno, ahora veremos… Vamos a ver, Alberto. Sillas y comida para mis amigos… y agua para mí… Y que vengan… vamos a ver… El Cirujano Presidencial… Doctor Grunthal y Walther, mi Edecán… Nadie más; no confío en nadie más.
—¡Y tus áspides, primo!
—Ni hablar… Déjame de cosas de esas… déjame en paz… Y Sergio se sentó, sintiendo que las piernas le flojeaban, en una de las cuadradas sillas que acababan de surgir del muro vegetal. Ahora que la tensión había cedido, le parecía escuchar, a través de un espeso muro, cómo Alberto de Belloc solicitaba la presencia de las personas indicadas. Cerró los ojos y quizá durmió durante unos minutos, pues cuando los abrió, estaban ante él, con expresiones desencajadas y sorprendidas, el rostro barbudo y la nariz colorada del doctor Grunthal, y las facciones un tanto aniñadas de Walther. Había lágrimas en los ojos de este último, e insistió, después de escuchar unas breves explicaciones, en que Sergio se quitase los harapos que llevaba y vistiese uno de sus antiguos trajes. Pero Sergio se negó rotundamente y se dirigió al cirujano.
—Que cierren inmediatamente la capilla ardiente. Lo que hay allí no es mi cuerpo, eso está claro, sino el de mi doble genético… Háganle la autopsia, o como diablos llamen ustedes a eso… Sólo por curiosidad, quiero saber qué aparatos le metió dentro el conde Ratkoff… Como podrá usted comprobar, doctor, es un doble, no un hombre como es debido… Le apuesto mi corona contra un irrigador a que no tiene ombligo…
Un tanto sorprendido de este extemporáneo lenguaje, el doctor Grunthal partió, rezongando, hacia la capilla ardiente…
—¿Qué es un doble genético? —dijo el Vikingo.
—Bueno… pues un doble genético es exactamente igual al original, sólo que con vida vegetativa, como si durmiera… Una toma de epidermis en el momento del nacimiento permite que crezca a la par que el donante… Para casos de trasplantes de órganos, es la solución única… Normalmente, el que puede pagárselo (es caro, vaya) lo guarda en un depósito especial, aislado, donde los nutren, los conservan, o los «usan» llegado el caso… Claro que el mío no estaba en uno de los depósitos comunes, sino en otro más privado, más selecto, de palacio… ¡Alberto!
—Dime, primo.
La expresión de Alberto de Belloc había cambiado. Perdida la altivez inicial, e incluso el temor de unos momentos antes, Sergio reconocía en él ahora, fácilmente, al compañero de juegos de toda o casi toda la vida, siempre en segundo lugar, siempre más débil…
—Hay un carricoche raro, con chimenea, en el interior del bosque… ¡Que no lo toquen!
El Manchurri y el Huesos se hallaban en estos momentos muy atareados alrededor de una copiosa y bien servida mesa que el muro vegetal había escupido poco antes. El Vikingo, con expresión tranquila, y un tanto sonriente, permanecía al lado de ellos, pero sólo había tomado un poco de agua. En cambio, los otros dos estaban atracándose, sin saber lo que hacían, de pastas de colores, y de bebidas burbujeantes, cargadas hasta el borde de cubos de hielo.
—Eso sí —resurgió el Manchurri con la boca llena—. Que no lo toquen, o sabrán lo que es bueno…
Y después de ello, procedió a empinar un vaso de un líquido verde, probablemente muy alcohólico, a juzgar por el brillo que habían adquirido sus ojos, y a cortarse una tajada de algo redondo y sonrosado, con pequeñas vetas blancas.
Ni Alberto, ni los silenciosos áspides, ni el mismo Walther, hacían ningún caso de los tres compañeros de Sergio, procurando acercarse a ellos lo menos posible y evidentemente molestos por la familiaridad de que hacían gala con el Presidente. Sergio estaba notándolo perfectamente, pero se daba cuenta de que era imposible cambiar en unos segundos unas costumbres de siglos. Sin saber por qué, sentía unas profundas ganas de molestar a su primo y a los que eran como él.
—Pienso —dijo, con mucha calma— que debería ejercer pequeñas venganzas. Al sargento Schwartz, que se comportó brutalmente conmigo, yo lo degradaría por animal; pero lo dejaremos donde está, por ser tan listo como para darse cuenta de que mentía… Al capitán de la compañía, por creer que decía la verdad, también habría que degradarlo por tonto, pero que se quede en lo que es, por haberse comportado con corrección… ¿A que no entiendes lo que he dicho, Alberto?
—No, ni me gusta —dijo el otro, con hosquedad—. Comprendo que has debido sufrir horrorosamente en la tierra, con esos sucios salvajes…
—Algo sucios sí que son… pero no son salvajes ni he sufrido…
—Las cosas volverán donde deben volver, primo. Creo que merezco una explicación… y será preciso un trabajo aterrador…
—No tanto, hombre, no tanto.
El rostro barbudo del Doctor Grunthal emergió de la cortina vegetal, haciendo gestos afirmativos. Sí; el cadáver era el de un doble genético; sí, estaba lleno de aparatos y ágrafes robóticos… no; no tenía ombligo. Y después de esto, como si la misión le hubiera agotado, se sentó al lado del Manchurri, alcanzó una botella llena de líquido violeta, y cubrió una tajada amarilla y correosa con unos grumos purpúreos, procediendo después a dar buena cuenta de ello.
—Pero el Conde Ratkoff… —susurró Alberto.
—El tiene la culpa de todo esto… Hay que capturarlo y aprisa, primo… ¿tus áspides?
—Tengo algo mejor y más rápido… pero entrañará publicidad…
—Es igual… si es más rápido, es igual. Vamos allá… ¿Neutralizará los áspides del Conde Ratkoff?
—Desde luego… ¿Y los tuyos…? ¿Por qué no…?
—Están vendidos al conde… ¡Vamos, aprisa, ahora, como sea… quiero a ese hombre en mi poder!
Alberto de Belloc volvió a ocupar su lugar tras la gran mesa de madera roja. Suavemente, sus manos trastearon en ella. Se abrieron tableros, zonas de la mesa corrieron sobre sí descubriendo mandos y planeas…
—Siempre tan aficionado a la técnica —dijo Sergio con cierto tono burlón—. No aprendería yo a manejar eso en un siglo…
Alberto de Belloc, concentrado en los vastos cuadros de mandos que ahora se extendían ante él, no contestó. Componía diales, manejaba botones, sesgaba palancas y controles. Algo como un vahído les sobrecogió a todos; parecía como si el edificio entero se arrancase de sus cimientos; la cortina vegetal de hojas muertas osciló… y una sensación de rápido desplazamiento, apenas revelado por una inclinación del suelo, distinta de la horizontal, y por algo como una corriente de aire en los rostros, comenzó a percibirse…
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Había tenido, mientras duró, un vivo color bermellón sobre el verde muerto de las hojas que les rodeaban.
—Lo malo —susurró Alberto— es que como los departamentos presidenciales están aislados de la publicidad, cuando usas este sistema de transporte… te ahogan… Áspides, preparados y a punto… Detened al conde Ratkoff… en cuanto le veáis…
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—Supongo —dijo Sergio— que vamos directamente al centro…
—Totalmente, sí.
—Quedará aislado de sus tropas…
—Aislado, en efecto.
—Pero es preciso preverlo… ¡Walther! Comunícate con el Cuartel General… La guardia personal del conde debe ser neutralizada tan pronto le tengamos en nuestro poder…
—Inmediatamente, Alteza.
Walther podía tener el rostro aniñado, pero las secas órdenes que dio por radio, a continuación, demostraron cumplidamente que sabía lo que estaba haciendo…
—¡Áspides!
Con un relámpago, la cortina vegetal se rasgó en medio de chasquidos y ruidos de madera rota sobre una habitación pequeña, de paredes tapizadas de gris fungoso, en cuyo centro, junto a un transmisor de metal, había dos hombres… Los áspides saltaron como muelles tensados, y cayeron junto a los dos hombres… Las manos blancas ondularon de forma amenazadora ante los asustados rostros… y como en un sueño, surgieron esposas de metal brillante… hubo un par de gritos amortiguados… unos estallidos como de líquido que se derrama, y las dos figuras negras atravesaron de nuevo la rota cortina vegetal, llevando consigo a dos hombres de rostros descompuestos, las manos esposadas a la espalda, las ropas lujosas desgarradas en algunos lugares…
El ambiente de la sala comenzó a cargarse de nerviosismo mientras la cortina vegetal volvía a ocupar su lugar. Algo como estampidos lejanos, ensordecidos por la distancia, atravesaban los espesos muros.
—Nuestras tropas atacan, señor —murmuró el Edecán.
Pero Sergio no le hacía caso. Contemplaba fijamente, como sino tuviera ojos para otra cosa, a uno de los dos hombres maniatados ante él. Era un hombre gris, sin ningún rasgo saliente ni destacado; el pelo cano, la barbilla afeitada, la piel color yeso, los ojos inexpresivos, hubieran podido pertenecer a cualquier persona sin relieve. No obstante se derramaba de él una impresión de potencia próxima, como si una fuente interior de poder dirigiese ondas a su alrededor…
—Nos volvemos a encontrar, conde Ratkoff —dijo Sergio—. Nos volvemos a encontrar…
—Lo esperaba, señor… —contestó el otro, en voz baja—. Lo esperaba… No creí, sin embargo, que fueseis tan hábil…
—¿Y tú, Bategay? —dijo Sergio, con la voz alterada, mirando al otro hombre, un enano poco más alto que el Huesos, pero con tantos rasgos dañinos y malintencionados como el pobre enano terrestre los tenía de infeliz y buena persona—. ¿No te ríes ya? ¿No te ríes, nada, nada?
El llamado Bategay exhibió unos dientes amarillos y nada dijo.
—Tú dirás, Ratkoff… tú dirás —pronunció Sergio, tensamente, y como si sólo ellos dos estuvieran en la estancia— que la primera idea malvada la tuve a los dieciséis años… quizá poco después de que el silogista Gavrilo asesinase a mis padres… Quizá pienses que la bomba que les mató me mató a mí también… sí, Ratkoff, en aquellos tiempos en que mi primo Alberto y yo estábamos aún tan unidos… siempre juntos, en los jardines, en palacio, en los lagos…
—No os daré la razón, señor —musitó el prisionero—. No os odio,… pero no pienso que haya hecho mal.
—¿Y tú, Bategay? ¿También eres sincero… tú, el alma condenada, la eminencia gris del conde Ratkoff? ¡Ah, que bueno ha sido cogeros a los dos…!
—Esto no es necesario, señor —dijo el Conde Ratkoff, serenamente—. Si es necesario acabar conmigo, hacedlo… pero no os burléis…
—Yo… —murmuró el enano Bategay— he sido fiel, Alteza…, no sabía nada de lo que el Conde…
—¡Cállate, cerdo! ¡No sabías nada! ¡No sabías nada! Y por eso te reías de mí… sí, te reías de mí… del Presidente de la Ciudad, asqueroso enano mal nacido, hijo de un perro. ¡No me interrumpáis! ¿Cuándo te dio la idea? ¿Cuándo, Ratkoff? Mientras eras regente, seguramente… con un consejo de Notables que no pintaba nada… cuando yo, que era un crío, me veía con Alberto, alternaba con chicas de la corte, bebía con mi primo, hablaba de su fábrica de ropa interior… femenina… conde. Mientras aún odiaba al asesino de mis padres, o después, cuando intenté averiguar porqué lo hizo, porque pensaba… aquel hombre debía tener alguna razón…
—Vuestro primer error, señor —dijo Ratkoff—. Quisisteis saber demasiado sobre el partido silogista… Un presidente no debe saber eso, un presidente debe confiar en sus ministros, un presidente…
—¡Calla y no me interrumpas! Un presidente debe ser, sobre todo si es un niño, un muñeco en manos de un hombre viejo como tú… Y más aún si quiere saber porqué mataron a sus padres, y más aún, si llega a opinar que es vital investigar el pasado para saber cómo, porqué, y de qué manera, hemos llegado aquí, y qué estamos haciendo…
Había un absoluto silencio. Los demás presentes se limitaban a escuchar el duelo verbal entre Sergio y su prisionero… pero al oír esta última frase hubo en todos los rostros evidentes signos de molestias, hasta en los de los áspides, normalmente carentes de toda expresión.
—Pero… ¿por qué eso, señor, por qué? —gimió el Conde Ratkoff.
—¿Y por qué no? Os molestaba a todos… nadie quería saber nada más que sobre el presente… el pasado no existía. Era repugnante y vil hablar de él. Todo había surgido sin explicación alguna. Puede ser que la muerte de mis padres rompiera en mí un dique mental desconocido, o puede ser que yo fuera distinto a los demás… ¡Yo qué sé! Lo cierto es que te hice partícipe de mis ideas… y eso te preocupó mucho, Ratkoff… ¿Verdad que discutimos sobre ello, e incluso tuvimos verdaderas peleas?
—Siempre con respeto por mi parte. Alteza. Yo pienso de otra forma, pero…
—Sí, claro. Formas no te faltan. Muy respetuosamente, dijiste que no. Muy respetuosamente, cuando te planteé un ultimátum, al cumplir los veinte años, te rebelaste contra mí. Sí. Cuando te dije que, o se investigaban todos los libros y archivos de la ciudad, grabaciones, cuadros, lo que fuera, a nivel nacional… o yo mismo me haría cargo del poder, te depondría, y realizaría esa investigación… Bueno, Alberto, Doctor… no me miréis con esa cara tan descompuesta. Si sé perfectamente que la sola mención del pasado os hace daño; no insistiré más en ello. Además, a mí no me importa ahora nada… ya veréis por qué…
—Lo imagino, señor —dijo el Conde Ratkoff.
—Imaginas muchas cosas… y muy respetuosamente. Pues, sí; tan respetuosamente como contestaste a mi ultimátum, haciendo desaparecer mi doble genético… ¿lo recordáis? ¿Qué se dijo por aquel entonces…?
—Se habló, señor… —comenzó Bategay.
—Cállate… sólo verte me da asco. Dilo tú, Walther…
—Sí, Alteza. Se habló de una amenaza indirecta contra su Alteza, al privarle de sus órganos de repuesto, de un atentado simbólico… pero no sabíamos…
—Claro que no. No había sido raptado mi doble genético, valga la palabra, por ningún partido contrario a la Presidencia. Ni mucho menos. Estaba en poder del Conde Ratkoff, en virtud de una idea de Bategay. Porque en esa repugnante pareja, las malas ideas, las ideas babosas y rastreras, las ha tenido siempre este enano odioso, y la fuerza, la acción, ha sido de Ratkoff. Alguna persona más estará metida en esto… Misión tuya, Walther. Encuéntralas y silencíalas; mi primo te dejará sus áspides…
—Desde luego, Alteza.
—Desde luego, primo.
—Bueno; la amenaza cayó sobre mí con la fuerza de un martillo pilón; o me conformaba con ser un Presidente nominal, aprobando todo lo que Ratkoff y Bategay hicieran y dijeran, y sobre todo, olvidando mi pretendida investigación del pasado, o por el contrario, se me encarcelaría, siendo sustituido por mi doble, cuidadosamente equipado… tan cuidadosamente equipado como tú lo encontraste abajo y tal como ha hecho mi papel desde hace meses… un poco sordamente, como un muñeco grande, sin más vida ni ideas que las que estos dos le daban, pero… cumpliendo. Basta una figura… ¿verdad?
—No es así, alteza. No es así —dijo el Conde Ratkoff—. A mí me dolía más que a nadie… yo no deseaba ningún mal… no pensé…
—Claro que no pensaste. Bategay lo hacía por ti. ¿Tienes algún arma a mano, Alberto? Me gusta manejarlas… me gusta tener alguna entre las manos; dan confianza. ¡Ah, sí, tu revólver! Excelente pieza… funciona, ¿verdad?… Bien contrapesado; se ajusta a la mano bien… Pero sigamos. Cuando me plantearon la alternativa, me asusté; era demasiado joven, y tenía miedo a muchas cosas; no conocía la extensión de mi poder, ni era lo suficientemente astuto… porque Bategay no se privó de decirme, entre risas, que con un muñeco bastaba.
—¡Traidor! —gritó Walther.
—Este sí; el otro, no. Ratkoff puede que fuera traidor, pero no estafador. Creía sinceramente que estaba haciendo algo grande y maravilloso por la ciudad.
—Beldad en tus pesarios engolfada, uretra, uretra —silabeó el Manchurri, con una voz extraordinariamente espesa.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Walther, escandalizado.
—Ha dicho: «Ciudad en los espacios engarzada, etcétera, etcétera». ¿No lo has entendido?
—Yo no he entendido eso. Alteza.
—Yo, sí; y basta. Y tú cállate, Manchurri, y no bebas más. Que ya vale. Bueno, Alberto; de aquella época data nuestro distanciamiento, y mi separación de todos. Este inmundo Bategay se cuidó muy bien de que no tuviera amigos, ni relación con nadie… Durante cuatro años se mantuvo este sistema; tomé posesión de la Presidencia, dirigí un discurso al pueblo, cuidadosamente tamizado por ambos, y continué siendo un prisionero, gracias a haber perdido el dominio de mi doble.
—Teníais todo lo que queríais. Alteza —dijo Ratkoff—. Y ahora me doy cuenta para qué… Los satélites a Marte, vuestras aficiones astronómicas…
—No eran más que cajones de armas y provisiones a la tierra; trescientos doce para ser exactos, cuidadosamente repartidos por Europa.
—Nos engañasteis.
—Es maravilloso tu nuevo sentido de la moral, Ratkoff. Fue mi único acierto; el sentir miedo ante vosotros, demostrarlo así, y seguir mostrándolo más tarde, incluso cuando ya no lo sentía; y quizá hubiera aguantado mi Esclavitud de no ser por un pequeño detalle, que os contaré… Bueno; lo cierto es que ya comprendéis mi plan; si yo forzaba al Conde a sacar mi doble genético, podría deshacerme de él… Pero no me atrevía, no me atrevía a dar el último y definitivo paso… Ese tiempo de duda, indecisión y espera fue bueno, porque me permitió ir afinando mis planes. Seleccioné a Sergio Armstrong, al auténtico, lo acondicioné y esperé… porque sentía un profundo terror ante la idea de permanecer unos meses solo en la tierra, entre espantosos salvajes… Y era preciso decidirse… El jubileo se acercaba cada vez más… Cuando cumpliera veinticinco años, o sea hoy, el sector Central descendería a la tierra, como era tradicional… pero ¿dónde? Nadie lo sabía… En una de las columnas negras; el Pilón Real… pero ¿cuál? Los técnicos sólo conocían lo necesario para iniciar el descenso; lo demás era automático… ¿os aclara esto algo acerca del absoluto desprecio que habéis sentido por la tierra que hay bajo vuestras plantas?
—Bueno; no sabemos nada de eso, primo —dijo Alberto de Belloc, con cierto mal humor—. Y no me explico esa admiración por la tierra y sus habitantes, si es que son como estos que vemos, sucios y con mala pinta… No creo que te encuentres bien; debías…
—Basta, Alberto; no me hagas perder la paciencia. Como decía, todo estaba preparado; los cajones en Europa; el reloj marcador en mi muñeca; la pequeña calculadora de órbitas en la hebilla de mi cinturón; el pobre y retrasado Sergio Armstrong, algo parecido a mí, preparado para realizar una locura; incluso la llave maestra para abrir esposas magnéticas, y todo lo preciso. ¿Sabéis? A los guardianes les tranquiliza mucho que su prisionero tenga aficiones manuales… pero estas tienen también sus riesgos… Un poco de agua, Walther; no, no he dicho de eso… Agua… ¡sin hielo, hombre! No quiero acostumbrarme mal. Por cierto, ¿qué ha sido de Sergio Armstrong?
—Lo capturamos al cabo de unos días. Alteza —contestó el Conde Ratkoff, con voz tensa—. Como Vos decís, era un retrasado… y tuvisteis buen cuidado de que no supiera nada. Porque no conseguimos que nos explicase exactamente qué había sucedido…
—¿Te encargaste tú, Bategay?
En los labios del enano surgió una sonrisa amarilla.
—Duró mucho, señor… —dijo con voz afilada—. Mucho más de lo que hubiera querido él mismo…
—Me lo imagino… me lo imagino muy bien. Es triste. Pero esa muerte no pesa sobre mi conciencia, sino sobre la vuestra. Fuisteis hábiles. Apartasteis de mí a mis primos, a mis amigos… a las mujeres…
—Lo hice todo por el bien de la ciudad, señor. Vuestras ideas eran peligrosas, disolventes; hubieran sido la ruina de todos…
—Sí, y por eso apartaste a las mujeres de mí. Soy un hombre; las mujeres me gustan… pero hasta en ese aspecto tuve que estar solo… hasta que apareció Ana Arnold…
—No sé quién es —dijo Alberto.
—Claro que no. Era una mujer maravillosa… congeniamos rápidamente, y por primera vez, cosa extraña, Ratkoff no se interpuso en unos amores nacientes, ni Bategay mandó una visita nocturna a la casa de alguna muchacha para convencer a su familia de que jugaban un juego peligroso… ¡Qué buenos se habían vuelto de pronto! Ella vino a vivir conmigo, al palacio, sin que se enterasen más que los sirvientes más íntimos, los áspides, los cuales, desde luego, habían sido modificados mucho antes para que no pudieran hacer nada a Ratkoff ni a Bategay… Guardo buenos recuerdos de ella —dijo Sergio, amargamente—. Muy buenos recuerdos… Aunque ello te escandalice, Alberto, te diré que nuestras noches de amor eran perfectas, en todos los sentidos… hasta la última y definitiva. Todo maravilloso, la música, las bebidas, la conversación, los jugueteos preliminares… todo de una perfección inusitada. El más intenso enamorado del mundo no hubiera podido pedir más… Lástima que aquello acabó de forma inesperada y desagradable en el momento menos oportuno… cuando a Ana Arnold se le acabaron repentinamente las baterías…
—¡Vamos! —dijo el Manchurri—. ¡No era de verdad!
—¡No es posible! —dijo Alberto de Belloc.
—Claro que sí. Otra estupenda idea de Bategay. La verdad es que me sentí lleno de asco, de horror, de disgusto… Luego me he dado cuenta de que esas cosas no matan; sólo molestan. Pero entonces no lo sabía… Basta decir, que al día siguiente, el infeliz Sergio Armstrong recibió la orden de atentar contra un precinto… y que en uno de mis paseos por la Ciudad, desaparecí… después de que hube sustituido al prisionero, ya atado y expuesto a la vergüenza pública en un poste de bello plástico azul. Después de que hube cerrado las esposas sobre mis muñecas, yo, Sergio Armstrong, permanecí inmóvil… encadenado y solo. Pero ahí comienza una historia muy diferente, que no os interesa en absoluto.
Sergio calló, y una total falta de respuesta siguió a sus palabras. La mesa emitió un débil siseo, y algo como un tallo de metal, terminado en una bola, surgió de uno de los tableros. Walther, silenciosamente, se acercó y cambió unas palabras inaudibles con el vástago de metal. «La guardia del Conde ha sido dominada. Alteza. Todo está bajo control». Sergio no contestó. Jugueteaba lentamente con el revólver que le había dado su primo, abriendo y cerrando el tambor, extrayendo los bronceados cartuchos, volviéndolos a meter en sus huecos, montando y desmontando el percutor. Por dos veces pareció como si el Edecán, cuyos ojos estaban fijos en aquel arma tan peligrosamente manejada, fuera a decir algo, pero no se atrevió.
Durante largos minutos, sin que nadie dijese una sola palabra, las manos de Sergio continuaron acariciando la estriada culata del arma, pasando, como en una caricia, por el azulado cañón… Después, su mirada, fría y decidida, recorrió los rostros de los demás; los soñolientos del Huesos, el Manchurri y el Doctor Grunthal, el inexpresivo del Conde Ratkoff, el lleno de odio de Bategay, el desconfiado de Alberto de Belloc, el preocupado de Walther. La muralla vegetal continuaba ondeando, bajo el impulso de una lejana brisa… la mesa roja, atendiendo seguramente a misteriosas órdenes, cambió de estructura un par de veces.
—Bueno… —dijo Sergio, por fin—. Quizá sí que os interese algo de la historia que sucedió abajo. Solamente una cosa; que estos dos bandidos llegaron incluso a perseguirme allí… Me extrañó, porque para Ratkoff la situación era difícil… muerto yo, el doble no serviría de mucho; era imposible mantenerlo eternamente… Entonces, dime, ¿por qué mandaste una mujer rubia, en una vedette minera, para asesinarme?
—Jamás hice eso, señor —dijo Ratkoff con voz inesperadamente alta—. Yo sólo luché por el bienestar de la ciudad… pero nunca pensé en vuestra muerte… Sólo que… ¿Bategay? ¿Tú?
—Era mejor así —silbó el enano—. Mejor…
—¡Idiota! —dijo el Conde Ratkoff.
—No sirvió de nada, Bategay —comentó Sergio, burlonamente—. Tu asesina murió; la maté yo mismo, y sus cenizas nos dan luz en este momento desde el mismo sol…
—Lástima —dijo Bategay, con voz llena de odio.
—Me pareces muy culpable —contestó Sergio, con frialdad.
El seco estampido del revólver sobresaltó a todos. En el pecho de Bategay se abrió un orificio negro… por unos instantes, el rostro odioso del enano tomó una expresión de intensa sorpresa, que se cambió en una mueca de espantoso dolor… El cuerpo sin vida se derrumbó en el suelo, con los pies moviéndose espasmódicamente; una bocanada de negra sangre surgió de los labios del muerto, manchando espesamente el pulido pavimento.
—¿Qué has hecho, primo?
Sergio se volvió bruscamente hacia Alberto. Dejó la pistola sobre la mesa, que exhaló un alarido, y comenzó a abrirse en secciones, alargándolas hacia el cadáver…
—Para ese chisme. ¿Cómo, que qué he hecho? Dime tú: ¿qué querías que hiciera? ¿No era culpable?
—Sí; pero así… Un proceso público… una lección para todos… las cosas, legalmente, siempre…
—Calla, calla. ¿Y después, qué? ¿Una condena a muerte?
—Claro.
—Pues ya está, y sin tanto trámite. Mira, primo… abajo vi una vez un proceso, y eso me enseñó una lección. Lo he hecho yo mismo, directamente, sin necesidad de tanto intermediario… Además, ¿para qué?, ¿para arrojarlo a la tierra? ¡Ni hablar! Se acabó el mandar criminales abajo. Los encarceláis; los decapitáis, o que vayan a la cámara de gas… pero a la tierra, no. Y en cuanto a ti, Ratkoff…
—Sé lo que me espera, señor. Estoy dispuesto.
—Ni lo sabes, ni estás dispuesto. No pienso matarte… me conformo con ese que está ahí. Alberto, prepara tu mesa y tus áspides… quiero que Ratkoff pierda diez años de memoria; sus diez últimos años… con eso bastará… El rostro del prisionero palideció. Sin un comentario, mirando de reojo a su primo, Alberto de Belloc dio a los áspides unas órdenes en voz baja, y trasteó después unos cuantos mandos en la mesa de madera roja. Durante unos segundos no sucedió nada; después, un pequeño círculo comenzó a abrirse en la cortina vegetal… Algo como una onda flamígera, cargada del terrible calor de mil hornos, penetró en la estancia. A través del creciente círculo las llamas del mismo Infierno ondulaban y rugían, ansiosas de víctimas…
—Diez años menos, Ratkoff —gritó Sergio, tratando de dominar el gigantesco crepitar de las rojas llamaradas—. Me prometí a mí mismo no tener piedad; lo he cumplido… ¡Áspides!
Ratkoff apretó los labios hasta reducirlos a una pálida línea, mientras los dos hombres de oscuro, sin variar su melancólica expresión, se situaban a su lado, cogiéndolo cada uno de un brazo… Las llamas, amarillas y rojas, lanzando en la estancia un calor insoportable, ondulaban y lanzaban chispas… Lentamente, las dos figuras negras comenzaron a clavarse en el aire, arrastrando tras sí la figura colgante del Conde Ratkoff y, poco a poco, comenzaron a dirigirse a la enrojecida boca del horno… Sobre el fondo de intenso flamear candente el trío se recortó en el aire, disminuyendo de tamaño las figuras a medida que se alejaban… El prisionero, desmadejado, colgaba entre sus dos guardianes, cuyas figuras se hacían más y más negras sobre el fondo de llamas, pareciendo que les crecían alas membranosas, que tomaban figura de murciélago… Un alarido inhumano surgió de entre las nubes de humo, y las ondas de fuego del enorme fogón… y las tres figuras, ahora completamente deformadas, con excrecencias, cuernos ramificados, tegumentos negros extendidos, colas prensiles terminadas en flecha, desaparecieron… El círculo de fuego desapareció bruscamente, dejando en su lugar la masa vegetal, aún sacudida por misteriosos estremecimientos…
—Terminado —dijo Sergio, dejándose caer en una butaca.
—No; todavía no, primo… —murmuró Alberto—. Te espera, o nos espera mucho trabajo… ahora que has vuelto a ser Jorge III. Sergio cortó rápidamente las palabras de su primo, así como el grito de alegría que parecía ir a surgir de los labios de Walther.
—¡No habéis comprendido nada! ¡Nada! ¿Es que no os dais cuenta de que Jorge III ha muerto hoy, hoy mismo? Yace en su capilla ardiente abajo, cerca de los ciudadanos… Ha muerto y nunca volverá… Murió en tierras lejanas, si lo queréis así.
En el rostro del Vikingo había una intensa sonrisa. Pero incluso el Doctor Grunthal emitió un rumor de asombro ante las palabras de Sergio.
—Tengo hambre —dijo este—. Y me siento muy cansado. No, Walther, nada de eso. Solamente un poco de pan. Y otro vaso de agua… No me miréis así; es inútil que perdamos más tiempo… no comprendéis que yo no soy ya Jorge III, sino otra persona… He encontrado en la tierra lo que mi corazón quería…
—¡Entre salvajes, primo!
—Si lo quieres así, sí. Entre salvajes. Al fin y al cabo, la agricultura funciona bastante bien… no hay dinero, y el poco que hay apenas circula; todo se basa en el intercambio… no hay gobierno, ni ejército, ni administración, ni papeles… y, francamente, yo pienso vivir haciendo lo que quiera, mientras los demás hacen lo que les parece…
—Eso es la anarquía —dijo Alberto.
—La anarquía es una teoría política; la tierra es una realidad. Te lo demostraré. Walther, una pluma y un par de pliegos con mi sello…
—Inmediatamente, Alteza…
—Gracias, Walther. Vikingo, dame ese jarro de agua.
—No quiero —contestó el Vikingo, y su sonrisa era más amplia aún…
—¡Insolente!
—Haya paz —cortó Sergio—. Esto ya lo sabía yo… La tierra, ¿veis?, es un lugar en que cualquiera puede decir «no quiero» a cualquier otra persona… ¿no es maravilloso?
—Es sedicioso y bárbaro. Alteza.
—Para vosotros; no para mí. Y ahora callad un momento, mientras escribo… No miréis tanto a ese cadáver; ha habido tantos en la historia de la Humanidad, que bien creo podéis soportar uno de verdad… Mientras escribo, Alberto, quisiera ver por última vez la Ciudad entera… sé que puedes hacerlo desde aquí… anda, ve y maneja los mandos que sean…
No parecía haber mucha tristeza en el rostro de Alberto de Belloc cuando se dirigió a sus cuadros de mandos. Mientras la pluma rasgueaba secamente sobre el papel, bajo los ojos húmedos (estos sí parecían tristes y sinceros) de Walther, la cortina de hojas agitadas por el viento comenzó a borrarse lentamente… Algo como una esfera de espacio, cada vez más amplia, se abrió alrededor del grupo, ahora aparentemente suspendido en el vacío… Bajo ellos, hileras de vehículos esmaltados, como caparazones de insectos, corrían lanzando humo… balconcillos y pasarelas se extendieron por todas partes, trazando una grasienta tela de araña… surgió, como traída por un huracán, una isla perfectamente circular, en el centro geométrico de un lago igualmente circular, cuyas rojas y encrespadas aguas, rompiéndose en espumas amaranto, ondulaban con exacta precisión… En la isla se alzaban templetes dorados y enrejados escarlatas… figuras y grupos se movían por los senderos rectilíneos, danzando al son de músicas sincopadas… La pluma escribía sin cesar, rozando el papel con sonido seco. Grandes maquinarias con émbolos y ruedas giratorias surgieron de la nada… masas indistintas se movían junto a ellas… él espacio relumbró por un instante con sus miles de estrellas, como puntas de diamante; en aquel delirio de formas, aparecieron los grandes estantes llenos de las plateadas cajas dossier, silbantes y llenas de secretos… y rostros de hombres, de niños, de mujeres, avanzaban hacia los espectadores, llenos de expresiones átonas, de hambre, de sed, de ambición… Pilas de oro amonedado, de billetes sedosos, las bóvedas blindadas abriéndose bajo las llaves de los cajeros, los coches esmaltados corriendo… las máquinas expeliendo paquetes envueltos en celofán y en cartones de colores…
ASISTE A LA SUBASTA EPISCOPAL DEL DOMINGO… UNA SOLA MONEDA DE VEINTE CREDS, Y TENDRÁS AL MEJOR PREDICADOR EN EL PÚLPITO, DICIÉNDOTE LO QUE NO QUIERES OÍR, PECADOR… ¡ARREPIÉNTETE Y GOZA A LA VEZ! OFICIOS LOS DOMINGOS Y FESTIVOS, 8'15 A.M. ¡SILLONES DE TERCIOPELO PÚRPURA!
La pluma rasgueaba. Una máquina, similar a un buque de guerra varado en la playa, movía sus piezas a gran velocidad, estampando huecos caparazones de metal esmaltado… El papel impreso salía a chorros de negras bocas aceitosas; los brazos de los sillones escupían tarjetas publicitarias… el aroma de los pavos asados y los vapores de la cerveza llenaban las narices con su gloria… para transformarse después en botellas de plástico imitando cristal, o en paquetes que imitaban una hogaza, un corazón, o un sol… Miríadas de flores, con las boquitas abiertas, caían del cielo verde, pregonando por sus bocas las excelencias de los productos:
¡TU ROBOT PERFECTO!
10.500 CRÉDITOS CASH.
¡VALE LA PENA!
Las vedettes mineras, como chispas de bronce, cruzaban el sistema solar a toda máquina… las grandes bocas de los hornos engullían minerales… El viento trajo un bello e inolvidable rostro de mujer, imagen misma del deseo, y su cuerpo desnudo se expandió como una nube de gas, mientras un coro que al principio fue celestial, y después llegó a ser como el gemir de una máquina moribunda, entonaba con palabras incomprensibles las excelencias de algo que no se sabía lo que era…
La pluma cesó de escribir. Algunas gotas de sudor se deslizaban por la frente de Sergio.
—Basta.
La ciudad desapareció.
—Lee, Alberto.
Pero aún quedaban en el aire, como el resto de una tormenta que se deshace, lejanas imágenes de personas moviéndose a toda prisa, amortiguados alaridos de seres calumniados amnistiando a sus acreedores, bocas de plata lanzando panes dorados en forma de violín…
—¡Es tu abdicación!
—Fechada dos días antes de mi muerte, y entregándote a ti el mando de la Ciudad. No digas que no; sé leer en tu rostro… lo deseas.
—Sí.
—Entonces, ¿para qué discutir?
El lejano huracán que había traído las imágenes de la ciudad se deshacía poco a poco, como un tornado que desaparece en la distancia… Unos pétalos cantarines ondularon aún en el aire… unas letras de fuego quisieron ordenar algo… ¿Valía la pena? Sergio sintió aumentar su deseo de huir de allí. Ansiaba las grandes extensiones de la tierra, los ríos saltando en espumas sobre las rocas brillantes, el aire perfumado, Edy, el pequeño Hermán… beber whisky con el Capitán Grotton, recordar las aventuras de África, pasear sobre Aneberg a la luz del amanecer… Y esperar la muerte un día tras otro, pacíficamente, sin temor. Y, sobre todo, que aquel poder extraño, aquella armonía perdida que su mente no había logrado dominar, se produjera y realizara de una vez, para siempre…
—Nadie sabrá nada, ¿verdad?
—Nadie —respondió Alberto, aún con el papel en las manos—. Todo seguirá igual… No más condenados, eso sí.
—Si alguien quiere bajar… buscando otra vida, lo permitiréis…
—Lo permitiremos, sí.
—Nos despedimos ahora… tu mano, Walther. Había como un aliento frutal en la mente del Edecán, algo semejante a un hálito de flores frescas, recién cortadas… En la del doctor Grunthal no había nada; sólo viejos rincones polvorientos, recuerdos de un antepasado bebedor, y de unas colecciones cuidadosamente guardadas… Sergio trató de hacer llegar a la mente de Walther una oleada de sentimiento; algo que recogiera en un solo impulso lo que la tierra era verdaderamente… No supo si lo había logrado…
—Acompañad a mis amigos al bosque. Id… Iré en seguida.
A solas ya, Sergio miró a su primo, sintiendo su mente cerrada, satisfecha de haber conseguido la presidencia de la Ciudad, torvamente contenta por su inminente marcha… llena de aquel temor que había en el pensamiento de todos los ciudadanos.
—Falta algo, primo. La visita a la cripta. Yo no tengo ningún interés en hacerla; sólo quiero acabar con esto cuanto antes. Pero siempre he sonreído ante la adversidad; mi divisa… Ve tú…
—No querría ir solo.
—Es igual… si lo quieres, no me importa. La haremos los dos.
Un relámpago amarillo restalló.
APUESTA POR TU FUTURO EN LAS OBLIGACIONES DEL TESORO PRESIDENCIAL, RESPALDADAS AHORA POR SU ALTEZA ALBERTO I. LLEVAN ORLA NEGRA COMO PROCEDE. JORGE III ERA BUENO. ¡ALBERTO I SERÁ MEJOR! ¡CONVIÉRTELAS! ¡COMPRA AHORA! AMNISTÍA A LOS ACREEDORES POR EL NOMINAL, COMO SIEMPRE…
—Se te olvidó cerrar la publicidad, primo —dijo Sergio, con la sonrisa en los labios.