II
LOS SALVAJES
Hasta aquel momento, Sergio había experimentado, uno tras otro, estados sucesivos de esperanza, terror, desesperación, odio, miedo. Sin embargo, pareció como si la irrevocabilidad de lo sucedido fuera capaz de devolverle una sangre fría y unas ansias de vivir que hasta entonces no había tenido.
Lucía en su rostro una sonrisa sardónica, como si se hubiera burlado de todo y de todos. «Bajo nivel mental…» pensó. Y no pudo evitar el prorrumpir en una risa agria, amarilla, llena en el fondo de ira y deseos de venganza.
Tranquilamente, no intentó tocar uno solo de los mandos del vehículo, dejándolo para más adelante. Forcejeó en la hebilla de su cinturón, y, tras algunos esfuerzos, logró desprenderla. La volvió, y arrancó una delgada hoja de plástico que la cubría por la parte trasera, apareciendo entonces los botones y la pantalla de una diminuta calculadora electrónica. Durante unos instantes se dedicó a efectuar unos rápidos cálculos… después, cuando hubo obtenido el resultado, se reclinó en la butaca y miró a través de las claraboyas. El arco anaranjado de la Ciudad, todo prismas, poliedros, estructuras salientes, planos que montaban unos sobre otros, pero todo ello formando en fin un ciclópeo arco que se perdía sobre el horizonte de la tierra, destellaba como un conjunto de joyas mal engastadas bajo la fulminante luz del ancho disco solar. A uno de los lados era visible parte de la monstruosa curva de la tierra, azul y ocre, muy cubierta de nubes blancas y grises. Se hallaba sobre el ecuador, y dado que la Ciudad giraba a la misma velocidad del planeta, era evidente que siempre sobre el mismo punto. Era preciso que saliera de allí, y eso, sin consumir más combustible del preciso.
—Cuántos habrán perdido la vida por apresurarse —dijo, en voz alta—. Y cuántos no se habrán atrevido a tocar nada y habrán muerto de hambre y sed al lado de la Ciudad. Bien, Sergio; estás a treinta y cinco mil kilómetros de altura. Una órbita de veinticuatro horas… poco gasto…
Con mucho cuidado, giró el volante de dirección, de forma que la nave se orientase en un ángulo de treinta grados con el arco de la ciudad. Hizo unos pocos cálculos más, y conectó el interruptor durante unos segundos. Después permaneció inmóvil. La nave había sufrido un ligero impulso, pero, en apariencia, permanecía en el mismo lugar…
—Tranquilo… Sergio —dijo de nuevo, con una risita—. Tranquilo.
A sus pies había una caja de cartón con siete paquetes de plástico y siete botellas de un litro, llenas de agua. Tomó un paquete en sus manos; se llamaba DAFOOD. No lo conocía; rompió una esquina, y encontró un bloque de materia pastosa, de un repugnante color verde oscuro. Probó un poco; seguramente sería alimento, pero el sabor era tan repulsivo como el aspecto.
Ahora sí era claramente perceptible que la nave se había separado de las más próximas estructuras de la Ciudad. Se veía perfectamente la compuerta de salida, cerrada por un disco gris, y el anaranjado resplandor de la coraza, lleno de impactos y rozaduras.
Recogió el libro del profesor Singagong, que se hallaba a su lado, y trató de concentrarse en él, intentando olvidar la molesta sensación de falta de peso, así como el olor a grasa del aire que circulaba dificultosamente en el interior de la nave.
«… dado que no teníamos más que un par de días para tratar con ellos, mientras iban en busca de otra carga de mercurio (tenían que trasladar los frascos en groseras parihuelas hechas con palos y ramaje), intentamos enterarnos de todo lo posible. Ello me produjo un doble trabajo; el primero, convencer al piloto de que me dejase partir con los salvajes, pues temía que algo me sucediera; y el segundo, convencer al jefe de que me dejase acompañarle, y en este caso, cualquiera sabe a causa de qué miedo ancestral o de qué temor ignorado. Al primero le convencí demostrándole que estaba suficientemente armado (una pistola láser, y seis granadas de estabiolita) aun cuando me cuidé muy bien de decirle que nunca había manejado tales armas, como ciudadano pacífico que soy. Al segundo pude convencerle regalándole (mejor dicho, dándole a entender que le regalaría) dos navajas automáticas y un gran frasco de una nueva droga: me refiero al Baho-Tinotol. Era de ver cómo el jefe dio mil vueltas al frasco, pareciendo incluso que leía la etiqueta, y como sus ojuelos legañosos relumbraban de codicia. Por fin cedió: «venir». Le entregué las navajas inmediatamente y esto desató un verdadero torrente de verborrea: «Venir, venir. Mucho bueno. Frascos mercurio muchos… Ver cueva diablos… Yo gran jefe».
Sergio bebió un largo sorbo de agua, sin preocuparse lo más mínimo por escatimarla. O llegaba a la tierra sano y salvo, y tendría toda la que quisiera, o no le haría falta. La ciudad anaranjada se hallaba ya claramente distante, y prueba de ello era que resultaba perceptible su lento girar. Deteniéndose en su lectura unos instantes, Sergio tomó unas referencias, ya que determinando la velocidad de giro aparente, podría deducir la distancia, y asegurar así su descenso.
«La llanura desértica concluía, a un par de kilómetros del lugar de aterrizaje, en una espesa arboleda que crecía sin solución de continuidad. Penetramos mis tres compañeros y yo bajo las densas arcadas vegetales, y lo primero que vi fue un montón de frascos con mercurio, preparados para su traslado. «Llevar pronto» dijo el jefe. Uno de sus esbirros pareció descontento, pues el jefe se había sentado en el suelo, y no manifestaba ninguna intención de ayudarles con la pesada carga, pero los aullidos y saltos del rebelde fueron pronto contenidos mediante un no muy suave golpe de la maza del jefe. «Venir» dijo este, después de que sus compañeros iniciaron el trabajo… «Venir. Cueva demonios». Me recordaba hasta cierto punto a un guía turístico bien pagado, tratando de enseñar la rareza del lugar a fin de quedar bien. No hacía más que meter y sacar la hoja de su navaja automática, y una prueba de la inteligencia que estos seres, en principio, poseen, es que aprendió el sencillo mecanismo solamente con mostrarle una vez su funcionamiento.
»Entre los gruesos troncos de los árboles centenarios, cuyas especies lamenté desconocer para poder comunicárselo a mis lectores, se alzaban enormes bloques de piedra. Caminamos durante unos veinte minutos, yo con la mano apoyada, por si acaso, en la culata de mi pistola, y el jefe dando saltos y alaridos, y haciendo bailar, poco tranquilizadoramente por cierto, la maza por encima de su cabeza. No obstante, sus palabras eran benignas: «Venir. Enseñarte todo, si tú querer…» Llegamos por fin, a un pequeño claro en el bosque, cubierto de espesa hierba y de hermosas flores escarlatas. En el centro había una gran roca, o amontonamiento de rocas, de forma groseramente cónica, y a sus pies, dos figuras humanas. Cuando nos aproximamos más pude ver que una de ellas era la de un hombre joven, rubio, vestido con pieles, y con un collar de pequeños huesos en torno a su cuello. La otra, también sentada junto al hombre rubio, era la de una mujer ataviada únicamente con una piel apolillada en torno a la cintura, y con una cadena alrededor del cuello, cuyo extremo se hallaba en manos del hombre rubio. La desnudez de la mujer no me impresionó, como quizá mis lectores piensen, pues aunque su cuerpo tenía una hermosa línea, y sus senos eran redondos y blancos, sabido es que sólo los pechos civilizados, como los de nuestras actrices o strip-girls, pueden excitar a un ciudadano. Ella tenía caída la cabeza sobre el pecho, y sus largos cabellos oscuros le ocultaban el rostro.
»Él, gran shaman… brujo… sabio —dijo mi acompañante—. Él saber todo.
»El hombre rubio, sin soltar la cadena, me hizo una seña para que me acercase. Obedecí, sonriéndome en mi interior ante la prosopopeya con que el presunto brujo me recibía. Me indicó, sin hablar, que me sentase a su lado, y así lo hice, cuidando desde luego de hacerlo en aquel en que la mujer no estaba. Por cierto que a poca distancia se abría en la roca un gran agujero oscuro, casi circular, de un metro de altura, aproximadamente, del que luego hablaré.
»El hombre rubio me miró fijamente. Tenía los ojos azules, intensos y penetrantes, como los de todo hombre acostumbrado a mirar a lo lejos (así les sucede, por ejemplo, a nuestras Tropas del Asteroide).
»—Tú —dijo, con voz musical—. Tú… ¿visitante de las estrellas?
»Era una buena definición, y afirmé con la cabeza. Él, entonces, soltó la cadena que ataba a la mujer, y alzando las dos manos, las colocó sobre mi frente. O ignoró, o no se dio cuenta de mi ligero movimiento de retroceso… prontamente contenido, pues lo cierto es que este joven parecía estar más limpio, y desde luego, no olía tan mal como el Jefe. Permaneció en esta postura unos instantes, mientras meditaba intensamente, con la frente fruncida, y los ojos cerrados. Por fin, retiró las manos y abrió los ojos.
»—Tú —dijo—. Tú… bueno… No querer mal para nosotros. Poder confiar. Tú no hacernos daño. Nosotros no hacerte daño. Preguntar…
»Era cuestión de aprovechar la oportunidad.
»—¿Qué es ese agujero? —dije, señalando el que antes viera.
»—Cueva demonios —respondió el Jefe, haciendo cómicos gestos de terror—. ¡Muy malo! ¡No entrar!
»—Pero yo querría entrar —insistí, casi sin poder contener la risa ante estas infantiles supersticiones.
»—El shaman decir… pero yo decir que muy malo. Tú bueno… no entrar ahí.
»—Os doy esto, si me dejáis —contesté, dejando el gran frasco de Baho-Tinotol a los pies del hombre rubio. Este no hizo caso, menospreciando olímpicamente mi regalo. Pero pude sorprender en sus ojos una rápida mirada de avaricia dirigida al frasco. O por lo menos, así me pareció…
»—Yo acompañarte —dijo—. Conmigo no pasar nada malo… Yo más poderoso que demonios… creo».
Sergio había detenido su lectura varias veces para comprobar el tiempo. En este instante hacía exactamente una hora desde que diera el impulso inicial a la nave. Tomando como referencia la ancha curva de la Tierra, calculó que formaba un ángulo de unos quince grados con la ciudad, hizo un par de operaciones en su calculadora electrónica, dio un nuevo impulso durante dos segundos, y enderezó ligeramente el rumbo. Dentro de otra hora exacta sabría si la trayectoria que había proyectado, a pesar de las dificultades que suponía el calcular los ángulos a ojo, era más o menos precisa. De ser así, tendría casi diez horas libres.
»—Cuidar de Sheena —dijo el hombre rubio, entregando el extremo de la cadena al Jefe—. Tú, venir…
»Entramos los dos en la caverna, a gatas, y pude ver que a poca distancia de la boca, el orificio se inclinaba en una rápida pendiente, a la par que el techo ascendía. El hombre rubio sufrió un sobresalto cuando encendí mi linterna portátil…
»—Buena magia —dijo—. No sé si demonios huir… Caminamos por aquel estrecho tubo durante unos veinticinco metros, adentrándonos en las entrañas de la tierra. Un brusco viraje, casi en ángulo recto, me ocultó la luz del día. No estaba preocupado, pero por si acaso había soltado el seguro de mi pistola. Demonios no, pero un animal dañino sí que podía haber en aquella cueva. Mientras mi acompañante entonaba una salmodia monótona, observé las paredes. No había rastro alguno de humo, ni de pinturas, ni huesos o restos de ninguna otra clase. Era curioso que hubiesen desaprovechado aquel refugio, que para ellos hubiera sido útil en invierno, o contra cualquier tormenta.
»La cueva iba ensanchándose ligeramente, sin que aparecieran pasadizos laterales, ni ramales diferentes de aquel por el que íbamos, por lo que no me preocupaba perderme. Sólo había que volver atrás, y salir. Las paredes eran de una roca esquistosa, amarillenta, con alguna veta morada, y menudos cristalitos, que me parecieron cuarzo, incrustados en las hendiduras…
»Fue entonces cuando noté algo extraño, y sin duda, también mi acompañante, porque se detuvo en seco. Era… una sensación apenas perceptible… como un malestar… como un desagrado por estar en aquel sitio… Vibraba esta sensación en los umbrales de mi conciencia, de manera que tenía que esforzarme algo para percibirla… pero era profundamente desagradable, como si una presencia misteriosa quisiera hacerme sentir, levemente, su deseo de que no permaneciese allí…
»Sin embargo, azucé a mi compañero a seguir adelante, a pesar de que había perdido totalmente la seguridad que antes manifestara en ser más poderoso que los demonios. Caminamos unos metros más, alumbrando continuamente con mi linterna todos los recovecos de la cueva, que se ensanchaba aún, hasta el punto de tener en este lugar unos diez metros de ancho por cuatro o cinco de altura. La sensación aumentó. Era ahora como si una mano me estrujase el pecho, produciéndome una clarísima angustia y un no menos claro miedo. Miedo… a algo desconocido. Lancé el foco de luz, después de concentrarlo a la máxima potencia, hacia el fondo de la cueva… No vi más que rocas, y nada al final; la luz se perdía en una oscuridad demasiado lejana y sin terminación aparente… estaba claro que la cueva continuaba todavía durante muchos metros.
»Avanzamos un poco más, acongojados por aquella terrible sensación. Un aura maléfica parecía invadirlo todo a nuestro alrededor… Tenía la impresión de que algo rojo, gigantesco y colmilludo iba a surgir de pronto de la oscuridad del fondo… o quizá de que una cortina de llamas iba a alzarse desde cualquier inesperado orificio, abrasándonos vivos… La presencia maligna tenía una intensidad tal, que me sorprendí con el corazón latiéndome apresuradamente, y respirando con dificultad y a boqueadas. Estaba verdaderamente aterrorizado. Comprendo que resulta increíble, pero lo cierto es que allí había algún elemento inmaterial que todavía no he logrado definir.
»—Vámonos —dije, con un hilo de voz.
«Caminamos de espaldas hacia la salida, verdaderamente penetrados de terror ante la idea de volvernos y dejar que aquello pudiera arrojarse contra nuestras nucas desde la oscuridad. Causa apuro decirlo, pero lo cierto es que, hasta el momento de dar la vuelta al recodo, mantuve la linterna apuntada hacia las profundidades y la pistola en la otra mano, con el cañón tembloroso, como yo mismo lo estaba…».
Sergio bostezó. Comenzaba a sentir sueño. Hizo una nueva comprobación. Las cosas iban bien, por ahora. Podía dormir unas cuantas horas, si así lo deseaba… La nave daría una vuelta completa a la Tierra, y solamente en los últimos momentos sería precisa su intervención… Cansinamente, bebió otro sorbo de agua, y se forzó a deglutir unos fragmentos de la viscosa materia verde oscura. Pasó, rápidamente, las últimas hojas del folleto, saltando de un párrafo a otro.
«Vivían en cuevas o bajo los árboles, a pesar de lo cual habían construido rudimentarios caminos que unían unas comunidades con otras. Generalmente formaban grupos de unas veinte personas como máximo, con gran desigualdad de sexos, por lo que la mujer más deseada se la llevaba aquél que mejor sabía manejar la maza…».
«… normalmente aquejados de numerosas enfermedades de todo tipo. Los diez o doce ejemplares diferentes que logré ver durante mi estancia estaban cubiertos de llagas supurantes, rozaduras de todo tipo, heridas más o menos recientes, costras y coágulos. Algunos de ellos temblaban continuamente como consecuencia de alguna enfermedad infecciosa que no logré reconocer; no obstante, sus dentaduras eran bastante completas y muy blancas, lo cual subrayaba su salvajismo… Algunos tenían verdaderos colmillos de fiera. Una plaga curiosa era la que llamaban de los gusanos, consistente en menudos gusanos de color blanco que al parecer se introducían por la noche en las oquedades corporales, narices, boca, orejas, etc., aposentándose allí como organismos simbióticos, y siendo prácticamente imposible extraerlos, por lo menos con los medios que los salvajes tenían a su alcance, pues se aferraban, según explicaron, con cuatro aceradas garras… No molestaban demasiado, y preferían la repulsiva compañía de esos parásitos al horrendo dolor de la extracción… Quise reconocer a uno de ellos, que exhibía un gusanito blanco, del tamaño de mi meñique, saliendo de la oreja izquierda, e intentar extraerlo con anestesia y bisturí, pero huyó lanzando aullidos al darse cuenta de mis intenciones, desconocedor, ¡claro está!, de que era una leve operación indolora…
»…en cuanto a las armas que usan, son tan primitivas como ellos mismos. El jefe, según he repetido, iba armado con una maza de madera dura, consistente en un mango terminado en una gruesa bola. Otras armas que vi fueron hachas realizadas con madera y piedra, mazas consistentes en un grueso guijarro de río atado a una horquilla de madera, y algunas jabalinas hechas con madera terminada en una punta endurecida al fuego. Por cierto que esto lo sé porque me lo dijeron ellos, y yo intenté endurecer al fuego una estaca de roble sin conseguir más que quemarla…
»…no vi ni un solo niño, y todas mis preguntas sobre este tema se encontraron con la más absoluta hosquedad. Fue en vano el ofrecerles dos nuevos frascos de antibióticos, uno grande de tintura de yodo, y hasta tres modernos abrelatas… Todas mis tentativas toparon con el silencio más absoluto. Pienso que será un tabú o algo similar. Acababa mi tiempo y regresé a la astronave, dejándolos en la Tierra, sumidos en su barbarie, en su salvajismo, y sintiéndome en fin muy entristecido al pensar que estos eran los restos de una raza que otrora dominase el planeta».
Sergio cerró el libro y lo dejó en el suelo. Bebió un nuevo sorbo de agua. La ciudad era un hilo anaranjado a lo lejos, sobre la curvatura terrestre, destellando en algunos lugares con brillo diamantino. El disco del sol desaparecía lentamente tras la curva del horizonte, marcándose claramente el halo gaseoso de la atmósfera, y aumentando perceptiblemente el resplandor de las estrellas, como agujas de vidrio al rojo blanco que traspasasen la espesa negrura nocturna. A sus lados, el brillo azul de la superficie del planeta, cubierta de revueltas nubes blancas y grises entreveradas con el rojo y verde de los continentes, parecía curvarse hacia arriba, como si abarcase con sus brazos a la pequeña navecilla.
Poco a poco iban cerrándosele los ojos… Algún recuerdo lejano surgía en su mente, con la levedad de las imágenes precursoras del sueño… cuando su padre le tenía en sus brazos… cuando jugaba, como un niño solitario, al que los demás no se atrevían o no querían acercarse… y después, el dolor, el sufrimiento… el querer rebelarse continuamente y no poder hacerlo nunca… la ruptura final con todo lo establecido…
Le despertó un silbido atronador, y una sensación de quemadura en el rostro. Sobre las claraboyas pasaban rápidas vedijas de niebla, ocultando totalmente la visibilidad, pero dando una clara idea de la velocidad a que la nave se deslizaba. De la punta enrojecida, perfectamente visible, surgían haces de chispas, chocando con los gruesos cristales, y el calor desprendido por el roce atravesaba las espesas paredes de la navecilla. La sensación de caída, como un vacío en la boca del estómago, era clarísima, y además, Sergio, muy asustado, se dio cuenta de que una fuerza creciente le presionaba contra el respaldo del asiento. «Pero ¿qué cálculos he hecho yo?». Nerviosamente, giró el volante de dirección en sentido contrario a la marcha, y conectó el interruptor de los motores… Al principio no notó ninguna diferencia, y dado que no podía hacer nada más, trató inútilmente de ver algo a través de los densos vapores que rodeaban al enrojecido casco.
Luego, poco a poco, la sensación de presión fue disminuyendo, y los grumos de vapor se deslizaron más despacio. Los haces de chispas que surgían de la proa fueron apagándose, siendo sustituidos por un espeso humo negro, que dejaba residuos en los cristales, dificultando todavía más la visibilidad. Por un instante, Sergio creyó ver algo gigantesco y plano, de mil colores, a través de un vacío entre la niebla; luego el humo y los rojizos vapores volvieron a ocultarlo todo. Mantuvo el motor funcionando sin interrupción, aun a riesgo de consumir la carga de las baterías, porque se daba cuenta de que, por alguna razón, se había equivocado totalmente, y el descenso, mientras dormía, había sido mucho más rápido que lo previsto.
Un claro entre las rojinegras humaredas le descubrió una extensa planicie verdosa, cubierta de cordilleras y ondulaciones que se extendían hasta perderse en una azulada nebulosidad. El castaño rojizo de las montañas contrastaba fuertemente con el verde, oscuro de los bosques… algún hilo de plata, trazando curvas, se deslizaba en los lejanos valles… Después, las vedijas de vapor blanquecino desaparecieron totalmente, y pudo ver que se encontraba a muy pocos kilómetros de altura y que descendía rápidamente hacia el suelo… Poco a poco, la planicie, brillantemente iluminada por el ancho sol, comenzó a girar alrededor del cohete, en el sentido de las agujas del reloj… Era imposible hacer nada; los motores continuaban funcionando, disminuyendo algo la veloz caída, y no se atrevía a usar aún el paracaídas, por temor a que se desgarrase…
La Tierra parecía ascender hacia él, curvándose y retorciéndose, y cambiando continuamente de forma. Las montañas lejanas subían, aumentando de tamaño, los bosques se disgregaban en manchas verdosas intercaladas con valles estériles, las cintas de plata comenzaban a mostrar afluentes e irregularidades… De pronto, en el horizonte, apareció algo monstruoso que destacaba como una mancha de tinta sobre el agreste paisaje. Sergio, emocionado, se inclinó hacia adelante como si con eso pudiera ver mejor. La forma monolítica de un tronco de pirámide, cuadrangular en su base y en su cima, con los lados ligeramente inclinados, sobrepasando en altura a la más alta de las montañas, corría hacia él, arrastrada por el giro incesante de la superficie terrestre… Sus flancos, de una negrura de ébano, no mostraban ninguna irregularidad ni abertura, y sin embargo, la luz del sol no se reflejaba en ellas, muriendo bruscamente en aquellas gigantescas superficies planas…
Pasó bajo él, pareciendo que iba a rozar el casco de la nave. Repentinamente, con una tos, los motores dejaron de funcionar, volvieron a hacerlo, se interrumpieron, y por fin, continuaron de nuevo, pero produciendo un zumbido extraño, rasposo.
Sergio se encontró con las manos aferradas a los brazos de la butaca, tan fuertemente, que las yemas de los dedos le dolían. Repentinamente, se soltó, cortó el motor, y cerrando los ojos, tiró del interruptor del paracaídas. Hubo un «plaf» apagado en la parte trasera del vehículo… el silbido disminuyó, siendo sustituido por una especie de violento aleteo. Por fin hubo un violento tirón procedente de la parte trasera, y la Tierra entera pareció danzar a su alrededor. El morro de la nave de encabritó y luego cayó de plomo, causando a Sergio una intensa sensación de mareo. Caía… Caía en vertical, más rápidamente de lo que había pensado, y el suelo estaba tan cerca que se dio cuenta de que iba a chocar con él de un momento a otro… Se dirigía rectamente a un valle bosco, lleno de copudos árboles, que vistos desde arriba parecían gruesas motas de algodón verde. Un río lo atravesaba; al principio, una cinta rielante de luz; luego, al cabo de unos instantes, un ancho camino azul y blanco; más tarde, un líquido revoltijo de espumas y rocas… Las ramas rozaron con sonido raspante en los lados del cohete; hubo como un estallido, un choque brutal, un rodar apresurado… durante unos segundos Sergio no supo qué había pasado. Cuando volvió a recuperar la conciencia, la nave estaba inmóvil sobre el suelo, y un leve resplandor movible pasaba a través de los cristales… Estaba en la Tierra, sano y salvo.
Poco a poco, comenzó a sentir dolores. En las manos, llenas de arañazos, que no sabía dónde se había hecho; en un golpe en la cabeza, que también ignoraba cuándo y dónde se había dado. Se la tocó, con precaución; había una notable hinchazón sobre la oreja derecha. También le dolía la cintura, en general se sentía como si le hubieran dado una paliza o como si llevase horas caminando. Trató de levantar la mano para soltar las correas de seguridad y abrir la compuerta, pero no pudo.
Permaneció así, inmóvil, durante varios minutos, respirando profundamente, y sintiendo cómo poco a poco se iban acallando los latidos de su corazón. La luz variable que entraba por la pequeña ventana (se dio cuenta de que eran los rayos de sol al atravesar la cortina de hojas) caía sobre su muslo derecho, produciéndole una agradable sensación de calidez, y actuando sobre su mente de forma sedante. Apenas se había dado cuenta de que se hallaba de lado, con la cabeza más baja que los pies, y que la compuerta de salida debía estar rozando el suelo…
Le pareció que los brazos le pesaban quintales y que cada uno de sus dedos estaba casi paralizado cuando, trabajosamente, soltó las correas. Se enderezó con dificultad, tratando de acoplar su cuerpo a la situación de la nave. En la pared izquierda, convertida ahora en suelo, un charco de agua, procedente de una de las botellas, danzaba perezosamente… Con lentitud, sintiendo que cada uno de sus músculos era una masa de dolor, giró el volante de apertura. Con un sonido hueco, la compuerta se desprendió y cayó al suelo, dejando una abertura apenas suficiente para que pudiera pasar. Por el hueco entró una ráfaga de aire casi frío, cargado de extraños olores vegetales.
¡Olía bien! Sergio aspiró profundamente, percibiendo por primera vez el aire terrestre… Olía a madera, a perfumes desconocidos… había un intenso aroma de fondo que no pudo identificar. Pero era un aire vivo, totalmente diferente del acondicionado y reciclado de la Ciudad. Y por la abertura entraban también sonidos: el piar de algún pájaro, algunos como rápidos aletazos, un rozar y un rebullir lento y desigual que supuso serían las hojas de los árboles moviéndose bajo alguna ligera brisa.
El retazo de tierra que divisaba directamente, entre el marco y la compuerta yacente sobre el suelo, estaba cubierto de hojas secas, de pequeños guijarros, de delgadas briznas de hierba… Algún menudo animalejo se deslizaba reptando entre las piedrecillas.
Iba encontrándose mejor; si no más fuerte, por lo menos, más animado. Estaba vivo y entero, y eso era lo bastante. Recogió la calculadora y el libro, que guardó en un bolsillo, y arrojó por la abertura los paquetes de DAFOOD y las seis botellas de agua que quedaban intactas. Después, arrastrándose y retorciéndose, trató de seguirlas. Le costó trabajo; el hueco que quedaba entre el terreno y la nave era más estrecho de lo que parecía, y durante un segundo se le heló la sangre en las venas cuando la redonda navecilla efectuó un ligero movimiento, amenazando con aplastarle bajo su peso. Pero, por fin, a costa de un par de golpes y de alguna despellejadura, consiguió salir del cohete y ponerse en pie.
Se encontraba en medio del bosque, rodeado de árboles de añoso tronco que alzaban sus copas hacia el sol. Este penetraba difícilmente a través de las densas masas de follaje, iluminando a veces la nave y el terreno circundante. El suelo estaba cubierto de matorrales y de plantas diversas. Había macizos con hojas amarillas y verdes de ancho envés barnizado, terminadas en una aguzada punta; matojos de pequeñas hojas oscuras, con glóbulos rojos brillantes, espesas capas de enredaderas que se tendían de un lado a otro entre los robustos troncos… Un pequeño animalejo peludo, de color gris, con dos vivos ojos negros, saltó entre dos ramas caídas; se detuvo un momento, le miró, exhaló un agudo chillido y desapareció velozmente entre la maleza…
Con un suspiro, Sergio recogió las botellas de agua y el maldito alimento verde, y después lo llevó todo junto al más grueso de los troncos. Pudo ver que la nave reposaba al lado de un árbol, con el paracaídas enganchado en las ramas superiores y desgarrado en algunos sitios. Mientras se sentaba al pie del robusto tronco, una ráfaga de viento sacudió las copas de los árboles; bajo su influjo, los tirantes del paracaídas se tensaron haciendo girar la navecilla, de manera que la compuerta quedó en la parte inferior.
—De buena me he librado —dijo Sergio en voz alta. Y su voz le sonó como algo extraño en aquel entorno en el que ni se oía ni se percibía ningún sonido o rastro humano.
Bebió golosamente agua; después, con grandes precauciones se quitó el reloj de la muñeca y lo examinó cuidadosamente. Era un modelo pesado, con una pequeña brújula incorporada, formado por un grueso disco de cristal y níquel. No le interesó dónde estaba el Norte; eso, de momento, no era útil. Dándole la vuelta, desprendió la tapa trasera, revelando, en vez de la maquinaria, un disco nacarado, con un diminuto botón rojo en uno de los lados. Lo oprimió con el canto de una uña, y simultáneamente, dos pequeños puntos luminosos, separados entre sí como medio centímetro, aparecieron sobre el disco nacarado.
—He tenido suerte —murmuró, y se dejó caer sobre la rugosa corteza del árbol.
Pasó aún un buen rato allí, delectándose con la contemplación del bosque y con los renovados perfumes vegetales que llegaban a su olfato. Durmió ligeramente durante algunos minutos, despertándose sobresaltado, con el temor de que alguna fiera carnívora pudiera aparecer. Poco a poco, el sol iba levantándose en el cielo, y sus rayos caían más perpendiculares sobre el bosque. Sentía una sensación de placidez, de bienestar. Al mismo tiempo, una bendita pereza le había invadido; aun cuando se daba cuenta de que era preciso que se levantara y comenzara a caminar, se encontraba tan bien allí, que trató de convencerse a sí mismo de que unos momentos más eran indiferentes.
—Vamos, Sergio —dijo, en voz alta—. Vamos allá.
Le agradaba el sonido de su voz, amortiguada por la masa de hojas y de madera. Y le gustaba aquella extraordinaria amplitud, no limitada por paredes más o menos próximas, ni por anuncios flotantes. La temperatura había aumentado un poco, y eso le decidió. Se quitó la blusa de plástico escarlata, y trató de solucionar, torpemente, el problema del transporte de los alimentos y el agua. Por fin, tras bastante esfuerzos, logró hacer una especie de bolsa que podía colgar del hombro, si bien en ella no pudo meter más que tres botellas de agua y cuatro paquetes de DAFOOD.
Después, aspirando a pleno pulmón el aire oloroso, emprendió el camino a través del bosque, sin siquiera volver la mirada una sola vez para contemplar la negra y grasienta nave abandonada.
Cuando le sorprendió la noche, aún no había salido del bosque, y desde luego no había cruzado aquel río que tan fulmíneamente pasase bajo la nave. Había caminado sin interrupción, con alegría al principio, siguiendo la línea marcada por los dos pequeños puntos luminosos… Con un palito, había tomado la distancia entre ambos, y después de caminar durante dos horas había comprobado que estaban más próximos, lo cual significaba que se hallaba en el buen camino. Pero a juzgar por la lentitud con que se aproximaban, no llegaría a su destino antes del mediodía de la siguiente jornada.
Más tarde su caminar fue volviéndose cansino, y las provisiones haciéndose más pesadas. El bosque iba cambiando a su alrededor. Los colosos que hubiera al principio fueron siendo sustituidos por otros árboles más pequeños, de corteza rojo-dorada y anchas hojas palmeadas… A veces, las enredaderas y las lianas dificultaban su marcha, y se vio obligado en varias ocasiones a dar rodeos para esquivar muros de hojarasca casi impenetrables. No vio más que pequeños animales, que huían al encontrarse con él. Uno de ellos, un diminuto ser peludo, amarillento, con una larga y espesa cola, grandes orejas, y anchos ojos azules, le siguió dando saltos durante un buen trecho. A Sergio le pareció inofensivo, hasta que le vio trepar velozmente a un árbol, y arrojarse sobre un ave multicolor posada en una rama… Las blandas patas amarillentas alojaban unas largas y cortantes garras que dieron pronto buena cuenta de la indefensa ave.
Al caer la noche, después de un crepúsculo escarlata apenas visible entre la arboleda, se levantó un viento frío que le hizo temblar. Se encontraba totalmente derrengado, y apenas tuvo fuerzas para subir a un árbol algo más alto que los otros y acurrucarse en la horquilla de una gruesa rama. Prendió la bolsa con los alimentos a una de las ramas laterales y trató de atarse lo mejor posible al tronco por medio de su cinturón… No tenía ni siquiera ganas de comer; bebió agua, y a pesar de la incómoda y desacostumbrada postura, el sueño cayó sobre él como un bloque de metal.
Cuando despertó, después de una noche llena de sobresaltos, aún brillaban las estrellas en el cielo, pero una ligera claridad grisácea anunciaba tristemente el amanecer. Vio, a través de las ramas, que el cielo estaba cubierto de algodonosas nubes plomizas, en vez del claro y brillante azul del día anterior. Los dolores que le dejase el aterrizaje habían disminuido mucho, pero en cambio, habían aparecido otros nuevos causados por la forzada postura nocturna. Apenas recordaba, nebulosamente, haber oído correteos y alaridos en el suelo, bajo él, e incluso el rugir bronco de un gran carnívoro, seguido de una apresurada carrera a través del follaje, y de los berridos de dolor y angustia de algún animalejo capturado…
Hubiera dado cualquier cosa por una buena taza de Neo-café hirviente, con tostadas y mantequilla… pero no tenía a su disposición más que el viscoso DAFOOD. Comió un buen trozo, muy sorprendido de encontrarlo ahora casi bueno, acompañado por media botella de agua… y después, descendió trabajosamente de su refugio, sintiendo que los brazos y las piernas eran dos masas duras, casi incapaces de moverse, surcadas de miles de pequeños pinchazos…
Después de consultar la pantalla nacarada, continuó la marcha. Al principio, le costó un trabajo ímprobo colocar un pie delante del otro; después, a medida que los músculos se calentaban, la marcha se le fue haciendo más flexible, si bien no menos fatigosa.
El bosque iba aclarándose lentamente; los árboles disminuían en su proximidad y altura; las matas y los macizos de flores se hacían más escasos, y un suelo rocoso, entreverado con manchas de tierra roja, iba surgiendo a su alrededor. Desde un claro, presenció un prodigioso amanecer como nunca viera desde la ciudad… hacia el este, las densas masas nubosas, llenas de pinceladas rojizas, fueron abriéndose en barras de color oscuro… mientras la luminosidad crecía más y más y las estrellas desaparecían… un fulminante destello solar entreabrió las nubes y penetró hasta el más profundo rincón del bosque, despertándolo a la vida…
Mientras el sol ascendía en el cielo, Sergio, reconfortado por su benéfico calor, continuó su marcha. Vio pasar algo grande y moteado tras una cortina de hojas, con un gran aletear de pájaros asustados, y desvió su camino.
Un rumor sordo fue creciendo lentamente, como el hervir de una gran caldera. El terreno, muy despacio, fue haciéndose más inclinado, y tras algunos pasos más, los últimos árboles desaparecieron. Sólo algún coloso aislado, aquí y allá, aferrado a las rocas, surgía aún.
Un fuerte declive, sembrado de rocas sueltas y de troncos caídos, conducía hasta el tumultuoso río que viera desde la nave. Corría en el fondo de una garganta rocosa, sembrado de peñas sueltas en las cuales el agua se arremolinaba en un burbujear de espumas… Al otro lado, el declive era menor, y una ininterrumpida hilera de colinas bajas, cubiertas de hierba, se extendía hasta el horizonte, perdiéndose las últimas en la niebla matutina.
Con un suspiro, Sergio inició el descenso, asiéndose a las peñas sueltas y apoyándose malamente en una estaca que había recogido poco antes de abandonar el bosque. Con cierta sensación de tranquilidad observó que varios troncos caídos a través de la corriente podrían facilitarle el paso, a pesar de que las revueltas y rápidas aguas, coronadas de espuma, no parecían muy acogedoras.
No se sentía extrañado por el hecho de no haber encontrado aún ningún ser humano, ni siquiera restos de habitación o de algún campamento abandonado. A juzgar por los informes del profesor Singagong, los salvajes eran más bien escasos, y las observaciones efectuadas desde la ciudad sólo revelaban las ruinas y algunos edificios de la pasada civilización, sin que mostrasen ningún conglomerado donde, al parecer, se desarrollase una actividad humana común.
El agua estaba helada, y esto pareció aumentar los dolores de sus piernas. Asiéndose a un tronco, comenzó a atravesar la tempestuosa corriente, ensordecido por el rugir de las aguas contra las resbaladizas rocas… Temía el momento en que perdiese pie, ya que nadaba muy mal, y este momento se presentó casi de inmediato, pues el cauce del río parecía casi cortado a pico… Dejando que la bolsa y las botellas de agua se las compusieran como pudiesen, e intentando por todos los medios mantener seco el reloj, continuó hacia el centro de la corriente, erosionándose las manos en la raspante corteza del tronco… Estaba sumergido en el agua hasta las axilas, y poco a poco avanzaba hacia el centro… El lugar malo estaba precisamente allí, donde había un vacío de un metro hasta una roca de buen tamaño… Pero una vez alcanzada ésta, le sería fácil saltar hasta la orilla opuesta, pues varias ramas gruesas y un sinfín de maleza acumulada formaban una especie de puente hasta el otro lado…
Llegó al final del tronco, y quedó expuesto a la furia de la corriente, mirando con desesperación la roca a un metro de distancia. Era inútil pensar en saltar, pues la superficie de la peña aparecía resbaladiza y cubierta de musgo… Durante unos segundos permaneció allí, helado y zarandeado por la corriente, sin decidirse a hacerlo. Se daba cuenta de que era inútil; de que la corriente le arrastraría. Pero aun así, tenía que intentarlo…
Con un alarido de rabia, y recurriendo a sus menguadas fuerzas, se lanzó hacia la roca… Durante un momento, creyó que la corriente le arrastraba… hundiéndose como un plomo en la desatada furia del agua, lanzó una mano desesperada hacia adelante… y a través del encrespado oleaje, agarró algo puntiagudo… A pesar de que le destrozaba los dedos, tiró hacia sí, con la fuerza de la desesperación, y poco a poco se izó sobre la superficie de la roca. Bajo el musgo, la peña estaba llena de grietas y esquirlas, como si llevase allí poco tiempo y las aguas no hubieran tenido tiempo de pulirla… Ayudándose con la otra mano, se arrastró sobre la rugosa superficie hacia la masa de maleza y de troncos. Sintió un dolor agudo en una pierna, y con un brusco impulso, adelantó varios metros hacia la otra orilla.
A pesar de que las manos le sangraban abundantemente, cubiertas de heridas, a partir de allí todo fue más fácil. Solamente al tenderse al otro lado del río, agotado, se dio cuenta de que había perdido la bolsa con las provisiones, y de que la pernera del pantalón del lado derecho, donde sintiera el dolor agudo, estaba empapada en sangre…
Al mirar su pierna descubrió que había un limpio y pequeño bocado cerca del tobillo, como si algún salvaje animalejo le hubiese arrancado un trozo. La sangre surgía a borbotones, oscuramente, manando sin cesar, y la herida latía con violencia, marcando el ritmo de su corazón.
No teniendo otra cosa que hacer, la lavó con agua del río y la vendó con trozos de camisa, quedándose desnudo de cintura para arriba. Poco a poco, pareció contenerse algo la hemorragia, a pesar de que un ramalazo de ardiente dolor le subía hasta la ingle. Bebió agua del río, encontrándole un fuerte sabor a hierro, no desagradable, y lavó las heridas de sus manos.
A pesar de su agotamiento se dio cuenta de que su única esperanza estaba en seguir hacia adelante. Los puntos luminosos del reloj estaban casi pegados, indicando la gran posibilidad de lo que buscaba… y en aquellas colinas herbosas lo descubriría en seguida…
Tenía la sensación de que nunca, en todo lo que le quedase de vida (y quizá, pensó amargamente, no era mucho) volvería a estar descansado. Pero sin embargo, con un esfuerzo de voluntad, sonriendo a su desgracia, comenzó a trepar la ligera pendiente hacia las colinas. En el suelo, tras él, iba quedando un rastro de sangre, y el intenso luminar del sol, en el mediodía, le abrasaba las espaldas. Pero no cejó. Con los dientes apretados, sufriendo sus dolores sin quejarse, anduvo, anduvo… coronó el declive y comenzó a caminar, tropezando sobre la primera colina cubierta de hierba…
Al anochecer, cuando el sol comenzaba a ponerse, los puntos luminosos coincidían, y aún no había logrado ver nada. El río se había perdido de vista a su espalda, y sólo alguna ráfaga de viento le traía el rumor, a veces, de las salvajes aguas de la montaña En varias ocasiones había caído al suelo, y en cada una de ellas, después de sonreír, y repetirse a sí mismo que era capaz de hacerlo, que lo haría, que no podrían vencerle unos cuantos contratiempos, se había levantado. Pero cada paso costaba más… cada vez eran mayores las manchas de sangre que quedaban detrás de él… Al tocar el burdo vendaje lo encontró completamente pegajoso y empapado en sangre… De la misma manera, las manos le escocían en las mil heridas, y una sed devoradora le aquejaba…
Soñaba con vasos de cerveza helada, con agua fresca corriendo por su boca… con una copa de helado coronada de guindas… La lengua era como una masa espesa y endurecida que llenaba por completo unas fauces resecas.
Un paso, otro paso… Los puntos luminosos, convertidos en uno solo, titilaban apresuradamente… Y de pronto lo vio…
A unos doscientos metros de distancia, en el fondo de uno de los suaves valles, entre dos colinas, el verde de la hierba se rompía con algunos retazos blancos, y algo metálico brillaba al lado.
Más que caminar, rodó por la suave pendiente hacia aquel objeto… Los últimos metros los hizo reptando, ayudándose con manos y pies, hasta que se derrumbó al lado de un largo cajón rectangular, de oxidado metal apenas brillante en algunos lugares, lo que indicaba claramente que llevaba varios meses allí. Unos cables húmedos estaban aún unidos a los desgarrados restos de tela blanca de un paracaídas.
Cada movimiento, mientras con entorpecidos dedos intentaba abrir la cerradura de combinación de la enmohecida tapa, era un puro dolor. Por fin, con un último chasquido, tras varios giros a un lado y a otro, que su memoria recordaba casi maquinalmente (tantas veces lo había ensayado), el pestillo saltó. Un último esfuerzo le sirvió para levantar la tapa de metal ligero y retirar a puñados el almohadillado de lana de vidrio que recubría el interior… A la escasa luz del atardecer, Sergio vio objetos brillantes, cajas, utensilios de madera… plástico… una cantimplora, un fusil magnético… Extrajo estas dos últimas cosas y bebió ávidamente de la cantimplora, dejando que el agua tibia chorrease por su boca… Sintiéndose consumido por la fiebre, aún rebuscó algo más: una pistola inyectora, con la culata de plástico perlado, y el depósito de aire comprimido colocado en su lugar. La aplicó sobre el muslo, apretó el gatillo y aguantó el agudo pinchazo… Después, perdió el conocimiento.
Le despertó un suave roce en la frente. Al tocársela con la mano, una gran mariposa de anchas alas, negras y blancas, levantó el vuelo.
Era completamente de día. El sol estaba muy alto en el cielo, y a juzgar por la inclinación de sus rayos, el mediodía había pasado hacía rato. Se dio cuenta de que la fiebre había desaparecido, pero se encontraba sumamente débil, como desmadejado, y carente por completo de fuerzas. La piel del torso estaba enrojecida por la quemadura del sol, y al tocársela le causó una sensación ardiente.
No se oía más que el ligero rumor del aromático aire, y en el azul brillante del cielo solamente se destacaba el raudo vuelo de algún ave lejana, negra, planeando con anchas alas extendidas antes de posarse. Bajo su cuerpo, la hierba era suave y mullida, y el duro ángulo del cajón metálico a su lado le reconfortó.
Sin embargo, continuaba sintiendo un dolor sordo y extenso en el tobillo; al examinarlo, se dio cuenta de que el vendaje se había transformado en un gran grumo de sangre seca. A pesar de que la inyección que logró ponerse antes de perder el sentido había hecho desaparecer la infección, las heridas tardarían tiempo en curar. Por si acaso, cogió la pistola inyectora y se aplicó otra dosis en la misma pierna herida, lo más cerca posible del vendaje. Después, sintiéndose como si flotara, como si el suelo apenas hiciera contacto con sus pies, comenzó a extraer cosas de la caja oxidada.
Lo primero de todo fue una tienda portátil, ligera como una tela de araña, que desplegó sobre el cajón, consiguiendo una agradable sombra para su dolorida piel. Después, lentamente, descansando con frecuencia, apiló latas de conserva, varios recipientes de agua, cargas para el fusil magnético, media docena de libros, una caja con frascos de antibióticos y otras drogas, un completísimo botiquín, un estuche de planos, una gran mochila con placa antigrav, un pequeño hornillo portátil… Más tarde comió ligeramente y, mordiéndose los labios, se arrancó de un tirón el seco vendaje del tobillo, cubriendo la herida inflamada con pomada desinfectante y un apósito limpio.
Permaneció dos días allí, reposando y recuperando fuerzas, a pesar de que sentía unos ardientes deseos de reconocer aquella tierra desconocida y salvaje. Pasaba las horas contemplando el herboso panorama que se extendía hasta el infinito, leyendo de vez en cuando alguno de los libros del cajón metálico, y sobre todo, consultando ininterrumpidamente, una y otra vez, sin cansarse, los planos detallados de la Tierra. A pesar de haber activado un pequeño sistema de alarma, ninguna fiera amenazadora se acercó a la tienda, y eso que ahora contaba para su defensa con el rifle magnético, potente, silencioso y preciso.
No olvidaba el bosque, el tumultuoso río, las anchas flores perfumadas. Estaba sintiendo que le gustaba aquel mundo, que había allí una curiosa sensación de paz que nunca encontrara en la Ciudad. Peligro también había, eso era cierto, pero el peligro era algo inherente a la vida humana, y resultaba preciso saber soportarlo, y hacerle frente sonriendo. En el fondo, esta lucha contra la naturaleza y pudiera ser que contra algo más, le gustaba; le hacía sentirse completo y viril, y no un muñeco de salón, como en la Ciudad.
Alguna vez trató de distinguirla a través del intenso azul, pero no lo consiguió. Estaba demasiado lejos, y las capas de la atmósfera la enmascaraban. Pero continuaba allí arriba; lo sabía perfectamente; allí arriba, esperando.
Fue al tercer día, cuando se encontraba bastante repuesto, con las fuerzas casi recobradas por completo y las heridas comenzando a cicatrizar, cuando aparecieron los salvajes. Era por la tarde, y estaba metiendo las provisiones y utensilios en la mochila antigrav, para dejarlo todo preparado con vistas a la marcha que pensaba emprender al día siguiente. Se sentía cómodo y ágil en el traje de caza que sustituyera a sus desgarradas ropas, cuando la caja de alarma emitió un pequeño castañeteo.
Se puso en pie bruscamente, desparramando por el suelo algunas latas de conserva y los prismáticos… A unos cien metros, tres figuras se recortaban sobre una colina, marcándose sus negras siluetas sobre las nubes rojas y doradas del crepúsculo. Mientras las miraba, con el rifle preparado, comenzaron a descender la herbosa pendiente en dirección a él.
Eran tres hombres. El de la izquierda era alto, cubierto de pies a cabeza con un manto de suave piel gris, con el rostro pintado totalmente de rayas rojas, y un gran tocado de plumas en la cabeza. Llevaba los brazos cruzados sobre el pecho y caminaba con pausa. Al parecer, no llevaba armas. El del centro era un poco más bajo, desnudo hasta la cintura, con una apestosa piel negra cubriéndole los riñones, y el torso y las piernas llenos de suciedad, que hacía apenas visibles un entrecruzado de dibujos marrones. Portaba en las manos una maza increíble; de casi dos metros de longitud, terminaba en una enorme protuberancia nudosa, cubierta de puntas, y manchada con sospechosos chafarrinones rojo oscuro… Se cubría con la parte superior de un cráneo de lobo, atado a la cabeza con una piel que colgaba sobre su rostro, ocultando del todo sus rasgos… Dos orificios le permitían ver. El último era casi un enano; de no más de un metro cuarenta de estatura, pero dotado de unos prodigiosos puños peludos, del tamaño de un pequeño jamón. Una piel negra, colocada a modo de saco, le cubría hasta las rodillas… Unos rabos de zorra, atados a la cintura, hacían el oficio de cinturón, y de ellos pendía un tosco cuchillo de pedernal… No llevaba nada en la cabeza, y mientras que los rasgos del primero eran hasta cierto punto nobles y serenos, los de este parecían los de un trasgo surgido del infierno. La frente se arrojaba bruscamente sobre una nariz chata, de anchas ventanas; la boca, medio abierta, dejaba ver unos dientes amarillentos y desiguales, montados unos sobre otros, y llenos de sarro; las orejas, como soplillos, se echaban hacia adelante, y estaban llenas de muescas y dobleces… Una cerrada barba negra completaba el conjunto, coronando la nudosa y potente musculatura del engendro.
Se detuvieron, sin decir nada, a unos diez metros de distancia, y Sergio pudo sorprender una mirada del hombre alto dirigida al rifle. Por si acaso, no se le ocurrió siquiera apuntarles con él; lo mantuvo, sin embargo, en posición de descanso, con la mano derecha en el gatillo, y el cañón apoyado sobre el antebrazo izquierdo, presto a utilizarlo, si fuera necesario.
Durante unos segundos permanecieron así, mirándose mutuamente, sin pronunciar una sola palabra. Después, el de la maza se adelantó un poco, muy poco, y carraspeó:
—¿Tú… tú venir de arriba?
—Si —contestó Sergio—. Vengo de arriba. Soy… soy un visitante de las estrellas.
—¿Tú frascos mercurio?
—No… Yo no vengo por frascos de mercurio. Yo soy… soy un sabio, un mago… Vengo a aprender cosas.
—¿No ser guerrero?
—Bueno… También soy guerrero. Esto —señaló el rifle— es un arma… muy fuerte… muy poderosa. Mata a distancia…
—Haber visto antes… Yo llamarme Manchuok… gran Jefe… Él —señaló al hombre alto— llamarse Vikole, gran sabio, no decir nunca nada. Él —señaló al enano nudoso— llámase Huesok… no ser sabio, no saber hablar, nunca decir nada… ¿Tú llamarte?
—Sergio.
—Sergiok.
—No. Sergio. No vengo a hacer daño a nadie. Quiero paz.
—Si querer paz… —dijo Manchuok, moviendo algo la maza— todos sentarnos en el suelo. Sólo amigos sentados. Enemigos en pie, luchar… con maza, muerte. Sentar, sentar.
—Me parece bien —respondió Sergio, tomando asiento.
Los salvajes hicieron lo mismo, si bien Sergio se dio perfecta cuenta de que, al hacerlo, se acercaban un poco más, hasta situarse a unos cinco metros de distancia. Esto no le preocupaba; el rifle magnético era capaz de acabar con ellos en un instante. Pero no pensaba dejarles acercarse más.
A esta distancia pudo ver que de una de las orejas del enano Huesok surgía un pequeño cilindro blanquecino, de aspecto repulsivo. En su cuerpo, así como en el de Manchuok, había unas extensas manchas rojas, que se rascaban de cuando en cuando. Sus desnudas piernas estaban llenas de arañazos y llagas, y de estas últimas, en las pantorrillas de Manchuok, había dos que supuraban claramente un espeso líquido seroso de color amarillento…
—¿Por qué llevas la cara tapada? —preguntó.
—Por gusanos —contestó el otro, con la voz amortiguada por la piel—. Muchos, muchos en narices y boca… Decir que yo infectar… Piel buena medicina… no dar gusanos a otros guerreros… ¿Dónde estar nave del cielo en que tú venir?
—Está en el bosque —contestó Sergio—. Mis amigos me esperan allí… No tardarán en venir…
—¿Ser muchos… muchos?
—Muchos.
—Visitantes estrellas muchos —recopiló Manchuok, haciendo un movimiento con la maza—. Tú bueno. Yo levantar piel y dejarte ver gusanos… Muchos, muchos. Muy raro.
—No, gracias —dijo Sergio, apresuradamente—. Deja la piel quieta y no me enseñes nada.
—Ser muy raro. Sólo yo tener.
—Es igual. Otro día. Ya los veremos. Hoy no.
Manchuok hizo un gesto con los hombros, que, si hubiera podido verse su expresión, habría tenido una clara significación de sorpresa ante el rechazo de tan escogido espectáculo. Dirigió el rostro hacia el enano y le dio un ligero golpe con la maza, como si pretendiera hacerle partícipe, de su asombro.
—Guaj —dijo el enano—. Guarf. Jojojok. Guarf.
—No tener cabeza. No saber hablar. ¿Visitante estrellas mucho? No saber… no ver nada. Tú ser criminal… otros venir, hace muchos soles… Hombres malos… Matar. ¿Tú ser malo como ellos?
—Yo no —contestó pacientemente Sergio—. Si lo fuera no tendría un rifle, como este.
—Eso —apostilló Manchuok, señalando al cajón metálico— venir de las estrellas… otros visitantes estrellas, no de mercurio… malos, malos, venir igual.
—Yo no lo soy… no soy un criminal. A los criminales no los mandan con armas. Yo he venido a buscar esas grandes columnas negras, como montañas… ¿Las conoces? Manchuok dio un salto hacia atrás, como espantado.
—Conocer… muy malo… demonios… no acercarse. Muy malo. Guerreros morir comidos allí… Muy malo.
—Escuchadme —dijo Sergio—. Tengo mucho interés en encontrar una de esas columnas. Creo que sé cuál es… hacia el Norte. No me importa que me ayuden, pagaré con antibióticos. Puedo cazar con el rifle; tendréis buena comida. Sólo necesito que me guiéis.
—Hablar mucho —contestó Manchuok—. No entender nada. ¿Tú entender, Vikole?
El hombre alto no contestó. Sus ojos, azules y fríos, estaban clavados silenciosamente en Sergio, como si le estudiase profundamente. Al cabo de unos segundos hizo un ligero gesto negativo con la cabeza.
—Digo —repitió Sergio, ya impaciente— que si me acompañáis y me guiáis por la selva, o lo que sea, cazaré para vosotros y os haré regalos. ¿Entendido?
—Ir… ¿dónde?
—A las columnas negras… una detrás de otra… El hombre alto se puso en pie, silenciosamente, y sus compañeros le imitaron.
—No ir, no ir —dijo Manchuok—. Mucho malo allí… No ir.
—¿Os marcháis?
—Irnos ahora… Pero antes dar regalos. Visitantes estrellas dar regalos siempre. Criminales no; sólo estacazos.
—Está bien.
Sin volverse, Sergio extrajo tres pequeños frascos de desinfectante de su mochila. Iba a arrojárselos, cuando el hombre alto se movió silenciosamente hacia él… Sergio comenzó a levantar el fusil, pero el otro abrió las palmas de las manos mostrándolas vacías…
—No hacer daño —dijo, hablando por primera vez, con voz suave—. No temer. Yo sólo imponerte manos; no daño. Buena medicina.
—Gronff, gronff —dijo el enano, dando un par de saltos—. Chuok, chuok.
La voz del hombre alto, llamado Vikole, sorprendió a Sergio. Si la hubiera oído en la Ciudad, habría dicho que era la voz de un orador político, y de un orador político hábil. Suave, profunda, agradable… convincente. Le parecía imposible que un hombre que hablaba así pudiera engañarle… Luego recordó a un gran orador de la Ciudad, el conde Ratkoff, y la desconfianza renació de nuevo en él. Pero como el hombre alto no parecía ir armado, y los otros dos se habían alejado un poco, decidió darle gusto.
Los fríos ojos azules se fijaron en los suyos, pacíficamente. Su expresión cambió algo volviéndose bondadosa, soñadora. Se cerraron un poco, y cuando volvieron a abrirse miraban hacia lo alto, como ausentes. Lentamente las manos de Vikole subieron, con las palmas completamente abiertas, y con una suavidad de seda se colocaron sobre su frente. Estuvieron allí un segundo tan solo, y se retiraron bruscamente, mientras una expresión de sorpresa, rápidamente borrada, aparecía en los ojos del hombre alto.
—Mucho sufrimiento —dijo, con lentitud—. Muy difícil. Pero tú no criminal.
Arropándose en su manto, Vikole volvió hacia atrás. Hizo una seña a Manchuok.
—Coger regalos.
A su vez, Manchuok, después de dejar la maza en el suelo, se acercó, tomando en sus sucias manos los tres frasquitos. Un hedor a suciedad y a alcohol, como si Manchuok estuviera ahíto de algún vino barato, llegó al olfato de Sergio. Recordó entonces que no había sentido ningún mal olor procedente de Vikole. Seguramente esta gente, destilaba burdamente algún licor de cualquier planta desconocida. Sin decir una palabra, Manchuok colocó los regalos en un zurrón de piel, recogió su maza y comenzó a andar hacia la cima de la colina. Sergio permaneció inmóvil, viéndolos marcharse. Al cabo de unos minutos, sólo la figura del enano permaneció visible en la cresta cubierta de hierba, dando saltos, y alzando los dos puñotes peludos sobre su cabeza…
—Gronff —trajo el viento—. Gronff… Chuok, chuok.