EPÍLOGO
Al amanecer del último día siente un gran nerviosismo. Se levanta con la primera luz e inmediatamente se sienta ante el tocador para maquillarse, no demasiado, lo justo para estar presentable, para no dar pena.
Se da cuenta que fue una suerte no morir antes, de no haberlo conseguido antes, porque esta es la muerte que merece… y después todo estará bien.
Se acuerda, se quita el maquillaje que se estaba aplicando, y va al lavabo a lavarse la cara, los dientes. Ya no se ducha, ya no hay agua caliente. Sólo se lava con un paño en el agua que calienta en la cocina. Vuelve, rápido, al tocador. Vuelve a empezar con el maquillaje, se pone las últimas gotas de su perfume favorito, intenta ordenar su cabello, todo a la vez. Incluso se mira con un contra espejo para ver si llega a peinarse la coronilla, siempre aplastada por su tendencia a dormir boca arriba. Lo ha visto en otras mujeres. No quiere ser como otras mujeres.
Se le cansa el brazo de tenerlo levantado. Deja el segundo espejo sobre el tocador y se peina la parte posterior de la cabeza a tientas. Hace un último esfuerzo para levantar de nuevo el segundo espejo, pero la mano le tiembla demasiado. Se rinde, y piensa, Es igual, sólo me verá de frente. Después ya será igual quién me vea.
Por último, coge unas cuantas páginas de sus escritos. Le cuesta encontrar las que quiere, se está más tiempo de lo que pensaba. No sabe si las ha cogido todas, pero no puede entretenerse más. Se los mete en el bolso, junto con otro papel que ha escrito en el último momento. No tiene tiempo para más. No mira atrás.
Por fin, sale del piso. Baja la escalinata, tropieza, casi cae. Se tiene que agarrar a la barandilla. Que ironía que ahora me rompiera la crisma.
Intenta pasar desapercibida por la portera, es tan cotilla.
— ¡Señora Claramunt! ¡Otra carta del banco!
— ¡Después, después! —Pero no habrá ningún después.
Se baja en la parada del Liceu. Su plan es subir La Rambla a pie. Pero más tarde. Primero quiere ver las viejas callejas laterales por última vez. Se siente generosa con sus afectos y su tiempo porque ahora sabe dónde va. Ha conocido muchas cosas y ha apreciado a mucha gente. Sólo que… no la fascinaron, no le cortaron la respiración. Como le ocurría con Itaal y Jerái.
Mira detenidamente a su alrededor. La Rambla, como siempre, está abarrotada. Todos estas personas podrían ser más maravillosas. Pero no lo desean.
Cruza el carril lateral sin esperar la luz verde, hacia la calle Boquería. Nunca creyó que llegaría a apreciar esta ciudad. Siempre le había sido indiferente Europa, y luego el mundo entero desde la muerte de Itaal. Este nuevo amor —quizá sólo aprecio— debe ser influencia del Abuelo Teo, que siempre le contaba cosas de su ciudad natal. En realidad, toda mi vida ha sido influenciada por él, se da cuenta. Toda la vida he seguido, inconscientemente, las ideas y las enseñanzas que me inculcó. Pero no le puedo echar toda la culpa, sonríe. Supongo que si le seguí, fue porque sus ideas coincidían con lo que a mí me gustaba desde el principio. Ahora se alegra por ello. Teo… perdón: Abuelo Teo… voy hacia ti. Se dirige hacia la casa donde nació el bisabuelo. Hacia todos vosotros, su fruto: Jerái y toda su descendencia, y mamá y Fermín y su hijo, todos muertos.
Satisfecha con ese redondeo, sigue adelante de prisa. Está de buen humor. Es la única manera de hacerlo. Si no, sería patético.
Aún más satisfecha con esa apostilla, continúa adelante, imparable.
Aquí empezó todo. Se detiene ante el edificio. Mira hacia arriba, al balcón corrido del entresuelo. Le parece miserable, en un estrecho callejón sin luz… aunque seguro que en aquella época era un piso esplendoroso. ¿Por qué hubo tantos desencuentros entre nosotros?, pregunta a los suyos. ¿Por qué aquellas distancias estúpidas, ridículas, por qué permitimos que aquellas pequeñas ideas —ni siquiera eso, pequeñas manías— arruinaran nuestras vidas? Nada era tan grave. Ni que Fermín me deseara ni que mis padres se odiaran ni que quisieran dominarme ni que tú, abuelo, odiaras a mi padre. Todo era parte de lo que les pasa a las personas. ¿Veis? Ahora no nos queda nada. Tontos. Tontitos.
Vuelve a salir a La Rambla. No debe llegar tarde. Sólo quería ver el lugar de sus orígenes… en el día de su extinción.
La Rambla es el mundo. Va a despedirse del mundo, agradeciéndole la felicidad que le ha proporcionado, breve, pero inmensa. Prodiga su amor, reparte sus sentimientos. Porque ya ha escogido.
Se da cuenta de que está caminando de prisa. Busca un reloj en la calle, pregunta en un kiosco. Más que por temor a llegar tarde, es por su ansia por acabar. Pero no hay que precipitar las cosas. Las cosas llegarán en su momento. Con toda exactitud. Aún queda más de media hora. Sin duda podrá llegar a la Plaza Cataluña en media hora y un poco más. Aminora la marcha, incluso se detiene a veces para mirarlo todo. No es una calle para pasar con prisas ni tomar a la ligera, hay que respirarla… como último homenaje al Abuelo Teo.
Cruza al lateral, para evitar una masa de turistas que vienen en dirección contraria y ocupan prácticamente todo el paseo central. Delante de Casa Beethoven, esquivados ya los turistas, vuelve al centro, sin esperar el semáforo, sorteando los coches. Se le abre el bolso y unos cuantos papeles le caen al suelo. Se agacha para recogerlos. Un coche da un frenazo. El conductor se asoma.
— ¿Qué, abuelita, viviendo peligrosamente?
No puede evitar una carcajada. El conductor también ríe. Ella aprecia la impaciencia, la vulgaridad, lo trivial, lo cómico, el humor. También la tensión que implica vivir, lo trágico, lo intrascendente, tan imprescindible. Comprende que todos deben seguir así, porque están en la vida. Ella es la única que puede darse el lujo de la tranquilidad. Es feliz por poder ver y apreciarlo todo hasta el final.
En la fuente de Canaletas, pasa por entre los corrillos de hombres que comentan acaloradamente la última temporada futbolística y pronostican la próxima. No ha querido esquivarlos, pasa por entre ellos. Se para un momento para escucharles. Le divierte la pasión con que discuten, como si les fuera la vida en ello. Nunca tuvo una afición así, aparte de sus escritos, siempre tan solitarios.
— ¿No le parece, señora? —le pregunta el que estaba soltando una perorata a sus compañeros argüidores.
— Desde luego.
— ¿Lo veis? ¡Hasta las abuelitas están de acuerdo conmigo!
— Perdónele, señora —dice otro—, que no sabe lo que dice.
— No, no pasa nada. Soy abuela, y hasta tatarabuela.
— ¿Cómo es posible?
Y un tercero—, Una tatarabuela… que debió ser de bandera.
— Me temo que ahora—, responde ella—, de bandera arriada.
Todo el grupo ríe, y ella, contagiada, incluso extrañada, también. Hace tanto tiempo que no ejercía su sentido del humor, que casi no se acordaba cómo era.
Mientras se va apartando, va saludando a todos. Alguno le da la mano, otro incluso hace ademán de besársela.
Esta calle es mucho más vital de lo que recordaba. Cuando alguna vez había pasado por aquí de joven, le pareció sombría, insípida.
Se acerca a “Cleopatra”, una de las estatuas vivientes que se ponen a los lados para ganarse unos euros, vestida y maquillada de dorado, con el cayado, el flagelo, toda la parafernalia. Esplendorosa. Se abre paso por entre los espectadores, y le deja en el bote los últimos euros que le quedan. “Cleopatra” rompe su estatismo y la mira un instante antes de inclinar muy solemnemente la cabeza, en agradecimiento. Sus miradas coinciden.
Tiene la misma sensación que cuando estaba en compañía de la logüi.
Al levantar la cabeza de nuevo, “Cleopatra” le susurra—, Nos veremos en la próxima vida, querida.
Ni se sorprende ni le da apuro. Sólo piensa, Esta calle se parece cada vez más a la jungla.
Pero no quiere, no busca, no pide comprensión. Ni compañía. Al final, sólo humor.
Sin embargo, una duda: quizá debió vivir todos estos años aquí, en La Rambla, y no encerrada en el piso de Lesseps. Quizá debió hacerse una estatua viviente. ¿Qué personaje, qué disfraz habría escogido? Sin duda alguna: la Jane de Tarzán. Ríe para sí. O quizá debió hacerse alcohólica, como la María, que iba hurtando sorbos de las bebidas de los clientes en las terrazas. O prostituta o, simplemente, camarera, indiferente a todo, con ganas de acabar su jornada, su tránsito —como yo quiero acabar el mío—, o cigarrera, vendedora ambulante. Podría haberlo hecho. Era libre. No tenía a nadie que se lo impidiera. Quizá se ha perdido algo importante en la vida: la desesperación total.
No, se reafirma, ya he tenido la desesperación total, hace tantos años. He tenido suficiente con lo que he tenido. Y lo he agotado todo, con ganas.
Su desgracia la hace sentirse muy cerca de toda esa gente; también, a una distancia reconfortante.
No puede entretenerse más. Tiene que llegar antes que él. Para que la vea de frente y que la parte inferior de su cuerpo —las caderas demasiado anchas ahora —cada vez se va pareciendo más a su madre—, las piernas un poco hinchadas— quede oculta por la mesita. Tampoco debe verla caminar. Todo eso es muy importante.
Cruza del paseo central al lateral de la Plaza Cataluña, cruza la gran terraza al sol y, sintiendo el calor en la espalda —por última vez—, con desenfado, entra por fin en el café Zurich.
Bien, ahora debo concentrarme.
No se parece en absoluto a Itaal; a Jerái, no lo sabe, puesto que sólo le conoció de bebé. Pero cree que tampoco. No tiene las facciones finas de su predecesor, sino anchas, es chato, fornido, bajo. Cierto que Itaal también era bajo, exactamente de la misma estatura que ella, pero tenía un cuerpo bien proporcionado.
Nadie se puede parecer a ellos.
Le hace una señal para que sepa que es ella. Hay otras personas en el altillo. Él, vergonzoso, no responde a su gesto, pero viene, lentamente, a sentarse a su mesa. En el lado opuesto.
La mente de Elisa se precipita, intentando pensar dónde podrían ir para estar solos. Pero sus pensamientos se interrumpen:
Siente la mirada sombreada sobre ella. Una idéntica le marcó la vida. Casi la disuade de su plan.
Es mejor acabar cuando antes. ¡Ha sido una equivocación quedar aquí! ¡Qué tonta soy! Coge su bolso y está a punto de levantarse, pero:
Como si adivinaran su deseo, el hombre, la joven y la mujer mayor de la otra mesa, se levantan y se preparan para marchar. Se dirigen hacia la escalera que desciende del altillo. La mujer mayor suelta una exclamación, vuelve a la mesa que ocupaban y coge un móvil que ha dejado allí olvidado. Se reúne de nuevo con los otros dos. Ahora es el hombre el que vuelve a la mesa. Elisa lo observa todo, imponiéndose paciencia. El hombre coge el ticket de caja (piensa pagar abajo). Finalmente, los tres bajan la escalera riendo, porque es tan estrecha y la mujer mayor es tan gruesa, que tienen que desfilar en fila india. Gracias a esa incomodidad, pocas personas suben al altillo.
Ahora es perfecto. Ha llegado el momento. Traga saliva. Intenta no ponerse solemne. De entre los papeles de su bolso, saca el que ha escrito antes de salir de casa, doblado, y lo sujeta fuertemente, incluso arrugándolo un poco, en la mano derecha.
Él habla primero—, Señora, no debes hacer lo que dices en carta.
— De acuerdo… —responde ella, con su nueva, pretendida actitud superior—, si me prometes que dejaréis esos cultivos. No puedo permitirlo. Yo os cedí esos terrenos, luché para que los tuvierais, los pagué muy caros, ¿cómo os atrevéis a convertirlos en basura? Es una traición. Y una vergüenza. Habéis traicionado a vuestra propia gente. Habéis traicionado a mi hijo y a mi marido.
Él casi no se atreve, pero tiene que hacerlo: se pone un dedo en los labios pidiéndole que hable más bajo.
Ella le mira, con pretendida indignación.
Ante la dureza de esa mirada, él baja la cabeza—. No debes hacer, señora.
Ella recurre a la antigua soberbia de hija de familia poderosa—, ¿Es todo lo que se te ocurre decir? ¿Tu obtusa mente de indígena no encuentra ni un solo argumento? Si no se te ocurre nada mejor, lo podemos dar por acabado ahora mismo.
Él no responde. No puede. La agresividad siempre tiene ese efecto en él.
Ella suspira, buscando fuerzas para seguir. Casi le fallan, pero—, Te recuerdo que soy quien soy, y siempre he hecho lo que… —le parece vulgar, pero quiere serlo en este momento y, a ser posible, cruel—, lo que me ha dado la gana. Y un d-desgraciado como t-tú… no va a decirme lo que puedo o no p-puedo hacer —. Está tan agitada, que le falla la respiración, incluso se le traba la lengua, y aprieta aún más el papelito en la mano derecha. En esa nota está la solución de todo, el perdón de todo. Quisiera enseñársela ya, pero sabe que no debe. Nunca verá cómo la paz vuelve a ese rostro.
Él sólo puede argumentar con la inapelable verdad—, Si dejamos cultivo, ellos nos matan.
Tiene que frenarse el corazón—, Pues, defendeos. Tened las agallas de luchar, no seáis tan cobardes. En esta vida hay que luchar por lo que uno quiere.
Silencio.
— Escúchame bien: tengo la carta preparada, ya en un sobre y todo, en mi casa, dirigida al Ministerio del Interior de tu país, denunciándoos. Es ahora o nunca. Decídete.
A él le extraña tal contundencia, tanta agresividad. No es lo que cuenta su leyenda entre los kaikala.
Ella, desesperada, busca otra estrategia, un tono más suave, pero igual de firme—, Tu destino está en tus manos. El destino de tu gente.
Él hace un largo silencio. Ella se impacienta.
— Sé quén eres, señora. Por eso se que puedes ser de otra manera. Como tú queres.
— No.
Él baja la cabeza, apenado por la obstinación de ella.
— Por favor, señora —. Se acerca peligrosamente a ella, aún con la cabeza agachada. Pero sólo se sienta a su lado.
Ella, abrumada por su proximidad, tiene que hacer aún más esfuerzo—, Deja de suplicar. Eres un hombre. Por lo menos en apariencia—sabe todo respecto a él, y lo utiliza—. Por una vez en tu vida, compórtate como tal —. Y, con un pequeño suspiro, se gira completamente hacia él.
— ¿Qué puedo decir…? —murmura aún el joven, tristemente, sin levantar la cabeza.
Ella también inclina la suya, buscándole la mirada, no sin cierta ternura. Sabe que él también está muy tenso, que está sufriendo, pero su rostro no lo refleja. El indígena tiene una gran capacidad de impasibilidad, recuerda.
Pero ahora tiene que seguir.
Respira hondo, hasta el límite de su capacidad pulmonar, e intenta una vez más alcanzar la dureza.
— Nada de lo que digas me convencerá. No hay nada más de qué hablar.
Cuando el joven por fin levanta la cabeza, ella se concentra en su boca, muy cerca. Su aliento es limpio, y no le molesta esa proximidad. De allí tiene que salir la solución.
No sale una sola palabra.
Busca en sus ojos si ha captado su intención. No lo sabe ver, pero una vez más, le parece entrañable. Los ojos del isleño, de color miel —ahora se da cuenta por la proximidad—, sin duda heredados de ella, en un marco casi invisible por la tez oscura y las sombras, están estáticos.
Pero algo en el fondo de sus pupilas la hace comprender que ha acertado en su estrategia y que él no puede sospechar la verdad, y no ya sus ojos, su corazón o su mente, sino toda ella llora por dentro… por todo lo que es, todo lo que ha sido, por todo lo que es él.
— Vas a perder tu avión.
— Faltan cinco horas.
— ¿Con qué pasaporte has venido? ¿Qué nombre has usado?
— Juan López.
— ¿Quién te lo ha proporcionado?
— En Quainí. Pagando.
— ¿Son de fiar? ¿No dirán nada?
— Si pagas, no.
Él se siente intrigado. ¿A qué viene tanta pregunta? ¿Es que, acaso… se preocupa por él?
Ella se da cuenta que ha ido demasiado lejos. No sabe cómo recuperar su dureza. Cree que todo está perdido.
Balbucea—, Sé que eres… maricón. Pero intenta portarte como un hombre por una vez… —repite. Está aún más perdida—. Debes… debes ser firme con tu gente. Oblígales… a dejar esos cultivos—. Pero al final, su argumento es tan débil, que le suena a lo que realmente es: una excusa. Y acaba por revelar sus verdaderas razones con la última mirada de súplica.
A él no le ha molestado el calificativo, no se identifica con él. Sólo ve que tiene que evitar que ella les denuncie. Por fin, saca la larga aguja. Ella reconoce el arma del sacrificio, alguna vez la había visto en el poblado. No le lastimará el pecho, que Itaal tanto amaba, el que daba a Jerái para alimentarle, símbolo de feminidad adorado por toda la tribu. E irá directamente al corazón. Se yergue. Él duda. Ella intenta mirarle con desdén. Alza la barbilla, desafiante, severa.
Le introduce la fina punta, pero hace lo que nunca se debe hacer: se detiene. Por un momento, cree que le ha engañado, que todo se ha debido únicamente a su deseo de morir.
Ella empieza a agonizar. Se acerca aún más a él. Su cuerpo casi le roza. Así, el dolor es menos intenso. Se empuja hacia la mano que sostiene la aguja. Entonces, siente libertad como nunca ha sentido, como si efectivamente saltara desde el puente de Vallcarca, abriera las alas y volara.
— Querido, si supieras… —dice, con un último destello en los ojos, la vez que más le han brillado, incluso más que cuando hacía el amor con Itaal… que se apaga rápidamente cuando la punta de la aguja se introduce en su corazón.
El horror más espantoso. Para siempre estará allí. La oscuridad eterna, el vacío. ¡Todo ha sido una gran equivocación!
¿Por qué no se abre el cielo?
Momentos después, ve la luz lejana.
El horror otra vez. ¡Tarda tanto en venir! Pero se abandona, su cuerpo biológico ya no lucha. Estoy muerta.
La fina aguja sigue su trayectoria hasta el final.
Finalmente, le baña la luz.
El cuerpo inerte cae hacia delante. Él le sujeta la cabeza y la acompaña para que no se dé un golpe, posándola suavemente sobre el mármol de la mesa. Después apoya su propia cabeza sobre la espalda de ella y llora, tal como hará Iriu sobre la espalda de él dentro de poco tiempo.
Es la primera vez que ha ejecutado ese sacrificio, y se promete no volver a hacerlo. Ve el papelito, doblado varias veces, que ella aún agarra en la mano derecha. Le separa los dedos fácilmente. Desdobla la hoja. Está escrita con letra temblorosa.
“He estado escribiendo sobre tu gente —mi gente— para no olvidarme de nada. He escrito muchas páginas a lo largo de muchos años. No sé si he cogida todas las que se refieren a ti. Lo he ido dejando, porque me dolía deshacerme de ellas, de todo lo que he escrito y amado en ellas, y ahora llegaré tarde a nuestra cita. Lo siento, estoy hecha una calamidad. Pero he amado en esta vida. A mi marido, a mi hijo. En eso he sido ‘muy diestra’.
“Tengo mi llave en el bolso. Cógela, y mi carnet, para saber mi dirección”. En las tres cartas que le ha escrito, daba un apartado de correos como dirección del remitente. Continúa, “Ve a mi casa y recoge todo lo demás que te pueda incriminar. Está todo en mi habitación, en mi escritorio y en los armarios y las mesitas. Nadie debe sospechar. Aquí no lo entenderían.
“No escribí ninguna carta al Gobierno de tu país para denunciaros. Sólo era una excusa para hacerte venir. Lo siento, mi muy querido niño. Pero tenía que desaparecer, y no he tenido el valor para hacerlo sola. Por eso he recurrido a vuestra antigua tradición. Perdóname.
“Gracias y adiós, hijo mío. Me has hecho muy feliz. No lo dudes nunca. Ésta ha sido la mejor solución para todos. Nos volveremos a ver. Entonces, estaremos todos juntos otra vez, y tú y yo tendremos tiempo de conocernos.
“Te quiere,
Aliki Laka-sajinia Elisa.”
Al final, en unos garabatos aún más temblorosas o impacientes, Arám puede descifrar las palabras, “He estado tan sola, pero al fin tú has venido.”