PRIMERA PARTE
Desenlace
Pasaba una y otra vez: dos mesas más allá, por la izquierda; una más aquí, por la derecha… Pero les ignoraba olímpicamente. Hacía unos veinte minutos que esperaban. Nada había sobre su mesa, era obvio que esperaban a ser servidos.
Max Falcó apretó la mandíbula, imponiéndose paciencia. Se arrepintió de no haber tomado el aperitivo en cualquiera de las terrazas que habían dejado atrás, todas muy agradables. Había trazado un plan para que el día fuera perfecto: primero pasearían por La Rambla tranquilamente, tomarían un buen aperitivo antes de ir a su restaurante favorito, y por la noche, la cena con sus invitados… ¿y ahora este camarero ineficaz o simplemente estúpido amenazaba con abortarlo? Sabía que desbarraba, aburrido por la espera y la impaciencia —tenían mesa reservada en el restaurante para las dos—, pero no se decidía a descartar sus aprensiones del todo, quizá tuvieran algo de fundamento. Ya se verá, pensó.
— No debes hacer, señora.
La insistencia, agravada por el duro acento asiático, le resultaba insoportable a ella. Simbolizaba otro mundo, otro tiempo, un pasado doloroso.
La mujer suspiró, buscando fuerzas para seguir. Casi le fallaron —. Te recuerdo que soy quien soy, y siempre he hecho lo que… —le pareció vulgar, pero quiso serlo en ese momento y, a ser posible, cruel—, lo que me ha dado la gana. Y un d-desgraciado como t-tú… no va a decirme lo que puedo o no p-puedo hacer —. Estaba tan nerviosa, que le fallaba la respiración, incluso se le trababa la lengua, y apretó aún más el papelito en su mano derecha.
La idea de comer fuera era para celebrar su nuevo ascenso. Bárbara había estado desde las ocho de la mañana preparando la cena para los invitados, y se mostró encantada de poder salir de la cocina unas horas. Era una manera de compensarla: fue Max quien quiso ofrecer el convite; no como parte de la celebración por su ascenso —se guardaría mucho de presumir de ello ante los amigos—, sino “sólo para charlar”. Lo hacía a menudo —invitar a amigos—, para que no todo fuera familia-trabajo-familia.
Ahora se deleitaba observando cómo Bárbara y Anna charlaban bajo la sombra de los grandes plátanos. El contraste era espectacular: una, de piel muy pálida y rubia; la otra, de color café con leche y el cabello negro ensortijado. Sin embargo, había una intimidad entre ellas que indicaba que, aunque pareciera increíble, no podían ser sino madre e hija. Un círculo del que Max a menudo se sentía excluido. Pero le parecía natural que entre madre e hija se creara una intimidad muy exclusiva. Se conformaba con preguntar a Bárbara de vez en cuando qué había dicho Anna respecto a un tema determinado, para saber qué pensaba la adolescente, por dónde iba. Ahora las dos reían, y Max sólo pudo suponer de qué. No es que hablaran en secreto, sino que él no escuchaba sus palabras atentamente. Escuchaba sus tonos y observaba sus gestos: suaves los de Bárbara, vivaces y hasta alborotados los de Anna en algunos momentos, lo que producía hilaridad en ambas. Max también rió, contagiado por sus risas.
Sus pensamientos derivaron hacia los problemas que Bárbara y él habían tenido para adoptarla, recién nacida. El papeleo, el costoso viaje, pero, además de la estancia de dos meses en Bahía, la burocracia lo complicó todo, y tuvieron que alquilar una avioneta para desplazarse hasta Río justo a tiempo para coger el avión de vuelta a Barcelona. Luego, la lenta adaptación a la recién llegada de los dos chicos nacidos anteriormente, sobre todo la difícil superación de los celos que tuvo el más pequeño, hasta alcanzar finalmente la total normalidad. De eso hacía ya dieciséis años, y aquí estaban los tres, juntos, a la sombra de los grandes plátanos, con una ligera brisa, una plácida mañana de junio, en la que celebraban una nueva y prometedora etapa. Todo iba bien en el mejor de los mundos.
Y ahora esta insignificante nube pretende eclipsar el sol, se previno Max contra el camarero ineficaz, displicente o simplemente estúpido.
— Sé quén eres, señora. Pero puedes ser de otra manera. De la manera que tú querés.
Le miró, sorprendida, incluso indignada, casi como si le hubiera dicho una impertinencia. ¿Había descubierto su personalidad, mejor dicho, sus personalidades? Ella sabía transformarse como un camaleón, adaptándose a las circunstancias y a las personas que la rodeaban, no por ello traicionando su auténtico ser. Su única personalidad, en realidad, tenía muchas vertientes, y todas o casi todas, las había podido realizar a lo largo de su dilatada vida. Pero todas eran suyas. Ahora insistió en su personalidad actual.
— No.
Él bajó la cabeza, no avergonzado, sino apenado por la obstinación de ella.
— Por favor, señora.
— Deja se suplicar —. Con un pequeño suspiro, se giró completamente hacia él.
Para echar los demonios que se le iban acumulando por el que ahora ya consideraba hijo de puta del camarero, Max decidió hacer lo que siempre hacía en momentos de espera: actuar.
— La Vanguardia, ¿no? —se dirigió a su mujer, mientras se levantaba.
Su hija ya les había contado todo lo que quería contarles, su mujer le había dado ya su opinión y los consejos que creía pertinentes. Él ya había superado esa tentación. No quedaba ningún otro tema.
— ¿Qué puedo decir para convencerte? —murmuró aún el hombre, tristemente, sin levantar la cabeza.
Sabía la respuesta antes que su esposa se la diera, sabía que le gustaba ese diario, por los suplementos. ¡Todo era tan tremendamente rutinario! Sólo lo dijo para que ella se diera cuenta de que no se le olvidaba —tenía la costumbre de repetir las cosas mil veces— y en seguida se alejó antes de que Bárbara le pidiera también el “Hola”. Pero ella no tenía ninguna intención de pedírselo. Sabía que le daba vergüenza comprar la revista; ella misma la compraba cuando iba sola.
Alejándose, Max miró hacia atrás.
— Una coca-cola —respondió Anna a su mirada—, ¡urgentemente!
— Tanta coca-cola no es bueno, cariño —le reprochó Bárbara—. ¿No prefieres una horchata? —Y a su marido—, Si por fin viene el camarero, ¿qué te pido?
Con una mueca de fastidio por la incomodidad que le causaban los reproches dulces que Bárbara siempre hacía a su hija, continuó alejándose—, Vermouth negro, como siempre.
A Bárbara le hirió su tono.
La mujer también inclinó la cabeza para buscarle la mirada, y se le escapó una expresión de ternura. Daba igual, él no la estaba mirando. Sabía que él también estaba muy tenso, que estaba sufriendo, pero su rostro no lo reflejaba. El indígena tiene una gran capacidad de impasibilidad, recordó. En una época, eso la hizo sufrir mucho, a veces hundiéndola en un abismo de confusión y soledad. Pero ahora tenía que seguir.
Respiró hondo, hasta el límite de su capacidad pulmonar, e intentó una vez más alcanzar la dureza.
— Nada de lo que digas me convencerá. No hay nada más de qué hablar.
Al pasar, Max miró con insistencia al camarero, que continuó ignorándole. Decidió esperar su momento. Superó las mesas al sol de la gran terraza, ocupadas mayormente por turistas ávidos de la luz y el calor de ese astro, y se dirigió al kiosco de periódicos que estaba más allá de la boca del metro. Cogió La Vanguardia y El País, y se dirigió de nuevo hacia su mesa. Llevaba los periódicos, sin doblar, en la mano izquierda, apoyados contra la cadera. Recordó que era así como cargaba los libros cuando era estudiante. Las chicas los llevaban abrazados, algunas para disimular el pecho, otras como peana para resaltarlo. No usaban mochilas en aquella época. Le pareció un poco ridículo llevarlos así ahora, pero era la manera más práctica y él era un hombre pragmático.
Cuando el hombre por fin levantó la cabeza, ella se concentró en su boca, muy cerca. Su aliento era limpio, y no le molestó esa proximidad. De allí tenía que salir la solución.
No salió una sola palabra.
Buscó en sus ojos si había captado su intención. No lo supo ver, pero una vez más, le pareció entrañable. Los ojos del isleño, de negro profundo, en un marco casi invisible por la tez oscura y las sombras, estaban estáticos.
Pero algo en el fondo de sus pupilas le hizo comprender que había acertado en su estrategia y que él nunca podría sospechar la verdad y, no ya sus ojos, su corazón o su mente, sino toda ella lloró por dentro… por todo lo que era, todo lo que había vivido, por todo lo que era él.
— Vas a perder tu avión.
En ese momento, el camarero pasó justo delante de él.
— Oiga —, le llamó Max.
El camarero hizo caso omiso y siguió adelante.
Max se le acercó para que ya no pudiera ignorarle—, Le estoy hablando a usted, ¿no se ha dado cuenta?
— ¿No ve que estoy trabajando?
— Por eso, precisamente. Como veo que está tan ocupado, vengo yo a hacerle nuestro pedido.
— No me moleste.
Max no se lo podía creer. Pero no estaba dispuesto a que la cosa quedara así. Se le volvió a acercar. El camarero, sirviendo otra mesa, ni siquiera le miró; los que ocupaban la mesa, sí, sonrientes. Turistas, que todo lo encontraban divertido.
— Dado sus modales, tan exquisitos —subrayó Max—, nos vamos.
El camarero ya no respondió, y Max se alejó.
Llegando a su mesa, alzó la voz hacia su mujer y su hija—, ¡Nos marchamos!
Ellas, con una ligera expresión de fastidio, se levantaron, no obstante.
Después de explicar lo que le había pasado con el camarero, Bárbara le animó— Pero, ves adentro a quejarte.
— Eso mismo pensaba hacer, esperad aquí un momento —, replicó Max, cada vez más encendido.
Mientras Anna empezaba a sentir vergüenza ajena, su padre entró por las altas puertas del Zurich, abiertas de par en par. Se acercó al mostrador y se dirigió al hombre que parecía el encargado: no iba de uniforme, sino en mangas de camisa, arremangadas, muy grueso y sudoroso; estaba colocando muchas tazas llenas de café sobre el mostrador.
— Oiga, hace media hora que esperamos en una mesa de la terraza y el camarero nos ignora olímpicamente.
— Lo siento, pero es que hoy tenemos mucho público.
— Eso lo entiendo perfectamente, pero encima de que me levanto para hacerle el pedido, me contesta con una grosería.
— Lo siento, señor. Estamos muy ocupados.
Fue entonces cuando ocurrió.
Gritó una mujer. Vaya, otra víctima de la impertinencia de la casa, cruzó la mente de Max. Pero cuando vio que la mujer se asomó a la barandilla del altillo, ya muda, casi sin respiración, pálida, con cara de espanto, desesperada por que alguien viniera en su ayuda, supo que era algo más grave. Subió corriendo.
— ¡Apártese, apártese! —le apremió aún otro camarero impertinente, que subía detrás de él.
— Policía —dijo Max, enseñando su placa, fijada la mirada en la cara del encargado que venía detrás del camarero, rojo por el esfuerzo y la prisa, pero que palideció al ver la placa. Max se volvió a girar y acabó de superar los últimos peldaños.
La mujer que había gritado estaba de pie, apretada contra una columna al lado de la barandilla del altillo, como si le faltara espacio para alejarse lo suficiente de lo que estaba viendo: una anciana, sentada en el banco corrido contra la pared, en una mesa solitaria sobre la que apoyaba la cabeza, con los ojos abiertos, pero con una mirada plácida, distorsionada a través de una botellita de agua sin gas que tenía delante, apenas comenzada.
— Acabo de subir, ¡y me encuentro con esto! —chilló la primera mujer al inspector, como si la mesa estuviera muy sucia y él fuera el culpable de tal descuido.
— Venga conmigo, señora —le dijo el camarero, siguiendo las instrucciones del encargado, cogiéndola del brazo.
— Pero que no marche —dijo Max—. La tendré que interrogar.
— ¡Yo no sé nada, no he visto nada! —Y al camarero—, ¡No, no me toque! —y se soltó el brazo—. ¡No pienso volver a poner los pies aquí!
Y ya van dos, pensó el encargado. Miró a la anciana de la mesa y rectificó: tres. ¡Vaya mañanita!
Cuando hubo marchado la mujer chillona, acompañada por el camarero, Max se acercó a la anciana. Su cara, apretada contra la superficie de la mesa por su propio peso, expresaba una enigmática felicidad. Además de los ojos, también tenía abierta la boca, de la que salía un hilo de saliva. Era bastante mayor, bella a pesar de su ancianidad. Seguramente muerta por un infarto. Max confirmó la primera parte de su suposición al tomarle el pulso. Luego volvió a dejar el brazo sobre el regazo de la mujer, de donde lo había cogido. Ya con menos urgencia, se fijó que unas gotas caían de su costado izquierdo, por debajo del pecho, directamente sobre el suelo. Estaba inclinada de tal manera sobre la mesa que el goteo ni siquiera le rozaba la falda. Muy delicadamente, Max la incorporó, y vio de dónde emanaba la sangre… de un puntito, casi imperceptible si no fuera por el rastro que dejaba, entre las costillas séptima y octava, aproximadamente, debajo del pecho. Quien le hiciera esa pequeña incisión debió introducir una larga aguja —no podía ser otra cosa— ligeramente hacia arriba y al centro, hasta atravesarle el corazón, respetando la mama, para causarle una muerte inmediata. Le apoyó la cabeza contra la pared que tenía detrás y le cerró los ojos. Pero la cabeza volvió a caer hacia delante, como si echara una cabezadita. Max la acompaño con la mano, para que no se diera un golpe en la mesa.
El encargado, horrorizado —¡un asesinato en pleno corazón de la ciudad, en un café, en su café! —, se fue retirando hasta topar también con la columna que antes había sostenido a la mujer chillona, y quedó allí, mirando la escena, como hipnotizado.
Max se mordió la lengua para no decirle, “Esto no favorecerá en nada a su establecimiento”, porque además de que no querer causarle más disgusto, sabía que cuando el incidente se hiciera público, la gente acudiría como moscas para ver el lugar del crimen, como una atracción más del parque temático en que se había convertido el mundo entero. Al menos, el occidental. También reprimió el refunfuño mental y se limitó a indicar al encargado que no dejara subir a nadie más.
— Sí, señor— respondió, sumiso, el encargado y, aliviado, volvió abajo.
— ¡Y tráiganme un café! —añadió. Ya no era momento para el vermouth. Todo había cambiado.
Mientras echaba mano de su celular, se asomó a la barandilla y miró a la clientela que abarrotaba la planta principal, cuyas caras estaban todas vueltas hacia arriba, hacia él. Alertados por la mujer chillona, que ahora se encontraba entre ellos — retenida por el encargado y el camarero—, sus rostros expresaban toda una gama de sensaciones, desde curiosidad, pasando por miedo, fastidio, admiración, excitación, hasta indiferencia. ¿Podría el asesino estar aún allí? Buscó la cara que más encajaría con ese personaje. La encontró. La cara le devolvió la mirada casualmente, después con cierto desafío… pero sabía por experiencia que la cara que más lo parecía era, por lo general, la menos probable de ser la del asesino. No, concluyó, el asesino ha debido marchar en cuanto cumplió su misión, quizá sólo momentos antes de que la mujer chillona encontrara el cadáver.
Después de hablar con comisaría, recordó que su mujer y su hija aún le estaban esperando en la acera. Marcó su número.
— ¿Qué pasa? —preguntó Bárbara, con tono algo crispado por haber tenido que esperar tanto rato—. ¿Dónde estás?
— Vosotras id al restaurante. Tenemos mesa reservada.
— ¿Qué ha pasado?
— Me he encontrado con algo.
Bárbara supuso que no podía ser una riña cualquiera—. Y tú, ¿dónde comerás?
— Cogeré un bocado en algún sitio.
— Max, ya no tienes que hacer más guardias, te acaban de promocionar, ¿te acuerdas? Delega por una vez, ¿no?
— ¿Qué pasa? —preguntó su hija, excitada al ver un movimiento de gente que entraba al café, atraídos por la expectación que creaba la mujer chillona.
— Nada —, respondió la madre, curtida ya en las cosas de su marido—. Nos vamos a casa—. Luego, a Max en el teléfono móvil—, Anularé la reserva del restaurante, y supongo que también debo cancelar la cena, ¿no?
— No. Vendré. Pero quizá un poco tarde. Diles que me esperen—. Ante el silencio de su mujer, se sintió obligado a continuar—, Bárbara, ya sabes cómo son estas cosas.
— Como son estas cosas, no, Max, cómo eres tú, que te lo tomas todo tan a pecho. Me he pasado horas en la cocina…
— Cariño, vendré, no lo dudes.
La víctima no llevaba carnet de identidad. Tuvieron que recurrir a sus huellas dactilares y pocas horas después pudieron identificarla a través del Registro Civil: Elisa Claramunt Puigneró, nacida en Maniva, Islas Tesoro, el 19 de marzo de 1920 (aún no había cumplido los 95 años), hija de Eugenio y Juana, con domicilio en el piso principal de la Plaza de Lesseps, nº 33. Lo que sí encontraron en su bolso fue unos guantes de punto deteriorados, una polvera antigua de plata deslustrada, un lápiz de labios y rimel baratos —en el momento de morir, iba maquillada, incluso perfumada— y un billete de metro, expedido en la Plaza Lesseps, pero nada de dinero, ni siquiera calderilla. ¿Cómo pensaba pagar su consumición, aunque sólo era un agua sin gas? Tampoco llevaba ninguna llave, pero más tarde encontraron una cuando la desnudaron en el depósito para hacerle la autopsia, sujeta con un imperdible en el tirante del sujetador. Se supuso que era por miedo a perder la que llevaría en el bolso; en tal caso, al menos, podría entrar en casa. Una mujer prevenida o acaso muy insegura. En seguida enviaron una brigada para registrar la vivienda.
El parte de la brigada intrigó a Max: no encontraron nada especial. ¿Cómo era posible? Eso fue lo que le decidió finalmente a acercarse personalmente al piso. Delegar, había dicho su mujer. Ya había delegado y no estaba satisfecho.
Elaborados relieves en columnas y paredes de color crema, una gran escalinata haciendo curva, que conducía a una única puerta en el principal, con una barandilla de hierro forjado de elegante factura, grandes lámparas de bronce colgadas en las paredes, que daban una luz cálida… todo era luminoso y exquisito. A los demás pisos se accedía por otra escalera y un ascensor, también de bello diseño, pero más sencillos comparados con la gran escalinata.
Max intentó que no trasluciera su contrariedad por la dejadez de Agustín Sarmiento, el sargento que le habían asignado. Prefería a otros compañeros, pero no se permitía personalismos en el trabajo. Gozaba de gran prestigio en el Cuerpo y desacreditaría a un subordinado si lo rechazara.
El sargento se había olvidado la llave del piso en la comisaría. Max se negó rotundamente a que forzaran la puerta. Dañarían la bella marquetería de arabescos que la cubría. Además, nunca había sido del parecer que la brutalidad pudiera compensar la falta de eficacia. Lo había visto demasiadas veces.
Sarmiento le aseguró que no llevaría más de veinte minutos traer la llave. Max sabía que no sería así. El viaje, aún con sirena —que prohibió tajantemente— desde Jefatura Superior en Vía Layetana hasta la Plaza Lesseps a las siete de la tarde, tardaría al menos cuarenta y cinco minutos. Le pareció insoportable tener que esperar tanto, pero se armó de paciencia y aceptó la sugerencia del sargento; la única posible.
Circunspecto, Max se dispuso a esperar de pie en el descansillo ante la puerta del principal, manos a la espalda, admirando la decoración, la arquitectura. Ahora no podía hacer nada para aliviar la espera. No quiso ir a tomarse un café al bar de al lado, tal como le sugirió el sargento, por solidaridad con los números, ya que ellos, por llevar uniforme, no podrían hacerlo. Sarmiento, cuando creyó que se le había pasado el enfado por haber olvidado la llave, se posicionó junto a él, echando ojeadas furtivas a los escalones. Con un gesto, Max le atajó la tentación de sentarse allí. Sería impropio. Luego pensó, Siempre parece cansado. Eso es que va demasiado al gimnasio.
Max había investigado muchos casos de asesinato a lo largo de su carrera, pero éste mentalmente lo calificó de… exótico. Fue la primera palabra que le vino, sin pensarlo. Elisa Claramunt era obviamente una persona local, muerta en un establecimiento urbano nada fuera de lo corriente… Pero era la pequeña incisión lo que le parecía extraordinario. Exótico. No podía quitarse esa palabra de la mente. Tampoco lo intentaba. Como siempre, prefirió dejar fluir su instinto, su célebre —en el Cuerpo— sexto sentido: su olfato innato de sabueso.
El arma, un estilete… no, una aguja, tan delgada como para causar una incisión mínima, y la precisión con que llegó al corazón para causarle una muerte inmediata y seguramente silenciosa, evitando el pecho femenino —confirmado ya por el forense—, le intrigaba sobremanera. Había visto auténticas barbaridades con el objetivo de eliminar a alguien, y también métodos muy sutiles, pero nada tan delicado como esto.
Al principio pensó que pudiera tratarse de un instrumento de cirugía, por lo que, además de la precisión de la incisión, el acto podría atribuirse a alguien con conocimientos médicos. Sin embargo, el forense aseguró de que no se trataba de ningún instrumento metálico, sino de madera. Había encontrado alguna astilla en la trayectoria que el instrumento recorrió en el interior del cuerpo. ¿Cómo es posible que una madera tan delgada no se partiera? ¿Qué clase de madera? Aún no lo habían averiguado.
Al cabo de cuarenta y siete minutos, Sarmiento y los tres números ya apoyaban el culo en la elaborada barandilla, emulando al jefe. En ese momento, llegó el policía con la llave del piso y se dirigió al ascensor general. Sarmiento lo llamó y el nuevo número subió los escalones señoriales de dos en dos. Vaya, otro atleta.
— Joder, ¡vaya choza! —espetó el recién llegado.
Al ver la expresión del jefe, detrás del sargento, se mordió el labio superior y depositó la llave en las manos del sargento.
Sarmiento también se permitió un comentario—, ¡Ahora descubriremos todos tus secretos, Elisa Claramunt!—, con una mirada oblicua al “jefe” —impertérrito, aunque más de una vez se había manifestado en contra de las bromitas en el trabajo, con la excusa de que no era una actitud profesional (en realidad, nunca le parecieron graciosas)—, y se dirigió a la puerta con marco de piedra de elaborados relieves florales, más bien baja, apartó la cinta amarilla que la sellaba y que repetía espaciadamente las palabras impresas, “Policía” y “No pasar”, y se dispuso a abrirla.
Les llegó el olor a cerrado y humedad. Les llegó oscuridad y vacío. El piso era como una cueva profunda. Encendieron luces, la mayoría sólo bombillas de pocos vatios, alguna lámpara vieja. Ante ellos se abrió un interior espacioso, un gran salón; más allá, un gran comedor; una estructura bastante recargada, incluso ostentosa. El suelo era de largas y anchas planchas de madera noble, rojiza y brillante —allá donde no se había acumulado demasiado polvo—; los estilizados arcos, las puertas con elaborados relieves de la misma madera que el suelo. La construcción en sí, era de primera, lo que hacía que el mobiliario y los complementos, pobres y escasos, desentonaran. Había frescos algo descorchados en el techo y paredes, con románticos motivos selváticos, pero ni un solo cuadro, aunque sí se veían espacios más coloridos que el resto de las paredes, de diferentes tamaños, verticales y horizontales, donde antaño debían colgar; tampoco esculturas, pero sí alguna peana, bastante deteriorada, donde se había colocado algún tiesto con una planta para disimular su desnudez. Todo había desaparecido, y lo que quedaba era muy anticuado, barato y polvoriento. Max ya conocía algunos de los edificios señoriales construidos en la ciudad en el XIX y principios del XX, pero ninguno de esa categoría. Sintió que se adentraba en el pasado.
El techo era muy alto, más de lo normal en un principal antiguo. En el centro del salón había una pequeña cúpula, toda de vidrio tornasolado, deslucido por el paso del tiempo y la falta de limpieza, su exterior opacado por excrementos de paloma y los restos que alguna vez tiraban los vecinos desde arriba. Sin duda, encima de aquella cúpula estaba el patio de luces al que daban los pisos superiores del edificio. Pero la sensación de solemnidad y el respeto que inspiraba la vivienda entera era ineludible. Los muertos nos están viendo, intuyó Max.
Sabía por lógica y experiencia que esa sería la idea que le guiaría en su investigación: la historia que había detrás de esa vivienda, de las personas que la habían habitado. Era así como se procedía normalmente en una investigación, averiguando el background, pero lo que le interesaba especialmente de ese caso era desentrañar cómo todo ese lujo había podido degenerar en el miserable estado en el que ahora se encontraba, y en la desgraciada muerte del último miembro de la familia —ya estaba confirmado— de una puñalada en un local público.
También se supo enseguida que Elisa Claramunt Puigneró era una mujer respetable y correctísima, soltera, sin hijos ni sobrinos ni siquiera un pariente lejano que pudiera decepcionarse al saber que no heredaría nada de ella. Elisa estaba en la más absoluta ruina y el precioso piso de la Plaza Lesseps tenía orden de embargo. Sin duda, se lo acabaría quedando una de las cajas de ahorros, que competían como buitres en ostentación.
Toda esa información produjo tristeza en Max. Elisa parecía haber sido una mujer de una belleza excepcional y, no obstante, estaba sola. Como siempre, él se ponía del lado de la víctima, pero esta vez su tristeza era todavía más profunda: aquella soledad y fragilidad le conmovían. Seguramente podía haber vivido unos años más —el forense informó que no padecía ninguna enfermedad grave—, y, al menos, se habría ahorrado una muerte tan violenta, el horror de sentirse morir sola, en un local público, sin que nadie acudiera en su ayuda, sin que nadie, además de su asesino, estuviera a su lado en el último momento y compartiera su dolor, su desolación. Después de toda una vida, que se adivinaba rica, sofisticada, apasionante, había acabado así y no privadamente en aquel piso señorial. Qué lástima, qué pérdida, retumbaba en la cabeza y el corazón del inspector.
Estas reflexiones y los sentimientos que le producían, no se traslucían ni en su rostro ni en su actitud. Hacía su trabajo con lo que parecía la rutina de siempre, precisa, metódica, profesional.
Alguien está llorando, creyó oír. Esa imaginación…, se reprochó inmediatamente.
Percibiendo extrañas presencias, Max recorrió la inmensa casa; habitaciones grandes y pequeñas, a veces muy pequeñas, que almacenaban toda clase de objetos viejos —siempre con la sensación de que encontraría a alguien dentro—, tantas, que perdió el sentido de dirección y llegó un momento en que se veía incapaz de volver a encontrar la salida del laberinto. Le agradó esa sensación. Siempre se sentía estimulado cuando estaba perdido. Incluso disfrutaba aventurándose solo por las calles de cualquier ciudad que no conocía, para perderse y sentir el lugar. La última vez había sido por un caso en Colombo, Sri Lanka. De eso hacía ocho años.
Todos se pusieron sus guantes de látex y empezaron a trabajar.
— No dejen ninguna puerta por abrir —ordenó a sus hombres, y él mismo abrió otra, que conducía a un nuevo trastero. Éste era el más ordenado. De hecho, el único ordenado.
Se encontró de cara con Elisa. Mucho más joven. El cabello castaño claro, los ojos de color miel, la mirada perdida, facciones finísimas, frágiles, pero la boca sensual… Un retrato colgado justo delante de la puerta del trastero, sin marco.
Estaba sentada en un sofá de mimbre en medio de una selva exuberante. Era una imitación de “El Sueño”, de Rousseau: el mismo estilo ingénu, la misma irrealidad, la imposible vegetación y el elemento inquietante: ojos feroces de felinos y aves rapaces que acechaban a la figura central por entre las hojas. Sólo una cosa lo diferenciaba del estilo del maestro francés: el rostro de la figura era muy realista, muy bien ejecutado. Retrataba a una Elisa joven y bella que, contrario a la obra original, miraba directamente al espectador. No había firma y el título detrás de la tela estaba semi-borrado, sólo se distinguían les primeras letras, “Elis…” ¿Por qué lo escondería en ese trastero y, sin embargo, le daría un lugar tan prominente? ¿Acaso porque no podía soportar verlo excepto cuando necesitaba recordar quién era, quién había sido?
Tras descolgarlo de la pared, lo miró de cerca unos instantes. Estaba muy bien conservado, aparte de una hendidura en una esquina. El retrato de la figura principal era muy exacto o eso quiso pensar, porque era muy bello. Después de mirarlo detenidamente, de mirar en aquellos ojos, semiclaros y profundos, insondables, lo devolvió a su lugar en la pared, y cerró la puerta del trastero. Volvería para registrarlo a fondo más tarde. No quería que otras manos lo tocaran.
— Ya he mirado allí, —, dijo a Sarmiento, que ya tenía la mano en el pomo de la puerta que él acababa de cerrar—. Ustedes sigan por las otras habitaciones. Que no se les escape nada—. Max conocía muy bien la indolencia en la que fácilmente podía caer una brigada de inspección sabiendo que el lugar ya había estado inspeccionado por otros compañeros horas antes. Para él, este registro debía empezar de cero.
Cuando llegó al dormitorio de la difunta, casi tuvo que forzarse a entrar, pero lo hizo con aparente decisión —Sarmiento le seguía los pasos—, como si tuviera derecho a entrar allí. Todo estaba bastante desordenado. Recorrió la habitación entera, abriendo cajones y armarios, examinando detalles concienzudamente, sin dejar en ningún momento de sentir cierta impropiedad por su proceder. No hay nada más íntimo que un dormitorio, sentía. Era como si de alguna manera violara la intimidad de la mujer muerta. Había inspeccionado dormitorios de todas clases, cierto, pero éste… Éste hablaba de la dejadez de una mujer acostumbrada a tener servicio —ropa tirada por cualquier sitio, porque ya no había ninguna criada que la recogiera—, la cama sin hacer, el polvo sin quitar, el suelo sin fregar ni barrer siquiera. Hablaba de una mujer sola, cuya soledad la hería: montones de periódicos, de toda clase, con todos los crucigramas completados… excepto uno, donde había dejado de rellenar siete cuadrados con el anunciado desanimación, había una columna de sinónimos en el margen, escritos con letra preciosa, impropia de mujer desordenada: silencio, abandono, desamparo, desacompañamiento, destierro, retiro, separación, vacío, incomunicación, y por último, la palabra precisa, con mayúsculas, SOLEDAD. Ella sabía perfectamente lo que significaba esa palabra… que habría completado el crucigrama. Pero allí lo había abandonado. Quizá con desánimo.
Había láminas de dibujos al carbón amontonadas en un armario, sobre todo de rostros y de paisajes selváticos, que hablaban de una jovencita a quien le hubiera gustado ser artista, pero que, evidentemente, no lo era —el cuadro guardado en el trastero no podía ser un auto-retrato—; fotografías antiguas sueltas por todas partes, de hombres, mujeres y niños —una persona que añoraba el pasado y sus seres queridos, que quizá incluso vivía en el pasado, y recurría a esas fotos, según sus necesidades de cada momento. Pero, ¿de qué iba a vivir, si no, una anciana de noventa y cuatro años, y sola?, reflexionó Max. Muchos papeles escritos de puño y letra se amontonaban aquí y allá, sin numerar; leyó alguno de pasada. Parecía que hablaba de la selva y de ciertas tribus. Los recopilaría y los leería todos. Sobre la cómoda, en un vaso de agua con dentadura postiza —debía ser de recambio, porque en el momento de morir tenía una puesta—. También había un secreter, con papeles amontonados, sobre los que destacaba una carta desdoblada, cuya hoja amarillenta contenía, con la misma letra preciosa, estas únicas palabras, “Max, perdona mi insistencia, pero no puedo sino pedirte, suplicarte una vez más…” Fechada el 26 de junio de 1940.
Max se sintió turbado.
Al oír que se acercaban unos pasos, instintivamente volvió a meter la carta en el escritorio, que intentó ocultar con el cuerpo. Se volvió con un atisbo de inquietud en la mirada. Era Sarmiento. Le ordenó escuetamente que siguieran por las otras habitaciones.
Cogió de nuevo la carta e, incrédulo, releyó las trece palabras y la fecha. No había duda, no se había equivocado la primera vez, ese era el nombre del destinatario y esas, las palabras escritas. Sintió un ligero vértigo, y para quitarse la carta de la vista, se la metió en el bolsillo interior de la chaqueta. La entregaría personalmente a jefatura y así se ahorraría cualquier comentario gracioso o mirada irónica que pudiera lanzarle Sarmiento, aún a sabiendas de que no había ninguna relación entre él y el otro Max. El sargento era persona que aprovechaba la mínima oportunidad para hostigar a su oponente. Era muy competitivo y encontraba oponentes por todas partes.
El inspector salió del dormitorio, aturdido, y se sentó en lo primero que encontró: un banco de hierro, donde se sentía una agradable brisa. Hay muchos hombres en el mundo que se llaman Max, se dijo a sí mismo, se encontró diciéndose a sí mismo —allí estaba la ironía—. El de la carta era sólo uno entre miles, quizá millones. Entonces, ¿por qué esa turbación? Se negó a considerar siquiera lo que se filtraba en su cerebro. Pero no lo consiguió. Ahora, más que empatía, comenzaba a sentir auténtico cariño por la víctima.
Sacudió la cabeza, Es una casualidad, pura y simple. Le pareció bochornoso tener que hacerse esa aclaración. Pero recordó a Borges: La casualidad no existe.
Entonces rechazó lo que Elisa le inspiraba, todo lo que ella era —la soledad, la fragilidad, la belleza, el amor por “Max,” la frustración— o lo que se había imaginado que era. Quizá fuera una loca irresponsable, caprichosa y decadente, cuya indiscreción o estupidez la hizo peligrosa para alguien. Por eso la habían quitado de en medio. Y él era una persona independiente, tenía su propia vida, la que él había escogido, sus propias circunstancias, su propia generación, sus propias cinco décadas, sus propios amores… que no tenían nada que ver con Elisa Claramunt.
No conseguía apagar el rumor del todo.
Tenía la incómoda sensación de que se olvidaba de algo. La fecha de la carta. ¿Qué hacía allí, tan expuesta, si fue escrita en 1940? ¿Es que la tenía siempre presente? Quizá incluso la llevaba siempre consigo… No, no estaba en su bolso cuando inspeccionaron el cadáver. Estaba aquí, sobre ese secreter. ¿Siempre había estado aquí? ¿Es que convivía con ella, como un recordatorio de lo que podía haber sido y nunca fue? ¿Una obsesión? O acaso hoy buscaba algo con urgencia, y por eso estaba todo tan desordenado. Rebuscaba y se cruzó de nuevo con esa carta, sólo comenzada. Quizá volvió a leer las trece palabras.
Levantó la cabeza y vio que se encontraba en una galería llena de plantas, que conducía a un porche, por donde entraba aquella agradable brisa.
Grandes tiestos de altas y frondosas plantas reposaban sobre anchas baldosas de rojo sangre que invadían el suelo del interior, como un líquido derramado y solidificado más allá de sus confines, hasta encontrarse con el suelo de madera del interior. En ese punto las baldosas acababan en puntas irregulares, como olas al retirarse de una playa. ¡Qué buen trabajo artesanal!, apreció Max. Hasta el último detalle estaba cuidadísimo. También colgaba un vergel del techo y ambos, el de arriba y el de abajo, dejaban libre una salida —estrecha, debido a la exuberancia casi selvática— al exterior. Tuvo que agachar la cabeza y en algún momento, pasar de lado.
La puerta de vidrio estaba abierta.
— ¡Sargento! ¡Sargento! —llamó, volviendo sobre sus pasos—. ¿Alguien de ustedes ha abierto la puerta del porche?
— ¿Del porche?
— Bueno, de la terraza. No, del porche, porque sale a un jardín.
Nosotros, no, señor. Aún no hemos llegado allí. Ni sabía que había una terraza ni un jardín.
— Puede que los compañeros que vinieron a registrar antes…
— Me extrañaría que alguno de los nuestros dejara una puerta abierta.
— Sí, claro. Esto… Vuelvan a lo suyo.
— Quizá haya entrado alguien. Quizá aún esté aquí.
— No creo. Con tanto alboroto, le habríamos espantado. A lo suyo, sargento.
— Sí, señor, sí.
Volvió al pasadizo que salía al porche. Con cierta prevención, sólo sintiendo en las yemas de los dedos la empuñadura del arma en la funda ligada al pecho, salió por fin.
En el gran porche cubierto sintió algo familiar, como si lo reconociera de un pasado remoto. Pasado que, sabía perfectamente, jamás había tenido. Nunca había estado allí ni en un jardín semejante, nunca había estado en una selva… Tan solo en Sri Lanka, haciendo turismo… y ya entonces le pareció reconocerla como algo familiar, aun cuando muy lejano. Quizá hubiera vivido en una selva en una encarnación anterior. Una vez más atajó su vívida imaginación.
La calidez que le invadió nada más salir al porche, hizo desaparecer de inmediato toda prevención. Intuitivamente supo o quiso creer que no había nadie más allí. El escándalo de la jungla de asfalto que había en la plaza de al lado quedaba amortiguado por la frondosidad de ese vergel o quizá por la sensación de serenidad que destilaba. Nada desagradable podía suceder allí.
Desde el gran porche descendían unos escalones de terracota, que se iban ensanchando como un abanico, a un jardín, aún más espeso que el pasillo interior. Recordó que visto el edificio desde fuera, había un muro en la parte trasera, del que sobresalían árboles y la cúpula de un templete, que daba a la Ronda Mitre. Claro, detrás de aquel muro estaba al jardín en el que él ahora se encontraba. Dio a un interruptor —era ya las nueve de la noche— y todo el jardín se iluminó con luces individuales aquí y allá, algunas iluminando la frondosidad; otras, los caminos de tierra que lo recorrían. Lo admiró desde el porche. Era una auténtica exposición en miniatura de la flora mediterránea: tres altos cipreses, un eucalipto, naranjos y limoneros enanos, un magnífico olivo en el centro, buganvilla en las paredes soleadas, también jazmín y madreselva, y otras flores blancas, malvas y azules, cuyos nombres desconocía, en los parterres. Todo presentaba una apariencia que al principio debió ser muy planeada, pero que ahora estaba descuidada.
Alguien está llorando.
— ¡Inspector Falcó! ¿Dónde está?
— Aquí, en el porche —respondió Max, intentando levantar lo imprescindible la voz. Desentonaría con la serenidad del ambiente.
— Y eso, ¿dónde es? —persistió Sarmiento.
— Vaya dando vueltas hasta encontrarla.
— ¡Pues no se mueva de allí…! ¡Esto es un auténtico laberinto! —Exclamó al salir al porche—, ¡Vaya jardín, en plena Plaza Lesseps! ¡Cómo viven algunos!
Max le lanzó la mirada más serena, que remató levantando les cejas interrogativamente.
— Perdón, señor— rectificó Sarmiento—. Ya está, hemos recogido las huellas dactilares, etcétera—. No parecía afectarle en absoluto la belleza que le rodeaba, tan solo la extravagancia de su ubicación.
— Déjeme la llave y ustedes vuelvan a comisaría.
— ¿A comisaría?
— Tienen que quitarse el uniforme, ¿no?
Lo podemos hacer en casa, pensó Sarmiento.
Max lo adivinó—, Ya sabe que está prohibido ir con uniforme cuando no se está de servicio… Y, de paso, pueden archivar lo que han encontrado, ¿le parece?
— Desde luego. ¿Y qué les digo?
— Que me quedo aquí, investigando.
¿Cree que no hemos hecho bien nuestro trabajo?, pero el sargento sólo dijo—, ¿Algo más?
— ¿Qué más se le ocurre?
— A mi no se me ocurre nada, señor. Espero sus órdenes.
— Ya le he dado una.
Silencio hueco… aunque se oía algún crujido en alguna parte. Es natural, pensó Max, de nuevo en el interior. Los pisos antiguos siempre crujen. Es el peso del tiempo, lamentos por todo lo que han presenciado. Tenía su propia cadencia, lejana, melancólica. Era la antigüedad y el vacío, lo que se oía.
Pero reaccionó ante otro chasquido. Efectivamente, algo estaba sucediendo allí, alguien se movía.
Siguiendo una intuición, fue directamente al trastero del cuadro. Abrió la puerta, y de nuevo se encontró cara a cara con el retrato de Elisa. La miró detenidamente, como si quisiera que le revelara su secreto. Dando por imposible la respuesta, apartó la mirada. Apartó unas cajas de zapatos y otros trastos viejos, en busca de la parte de una fisonomía que le pareció vislumbrar, medio escondida detrás de todo aquello, la primera vez que pasó por allí. Ahora le pareció de la máxima importancia.
Allí estaba: una nariz y la parte de un ojo, fijo en él. Según apartaba los objetos que tenía delante, la fisonomía se iba completando, hasta convertirse en una cara completa, mirándole.
Era una cabeza de cartón duro policromado y cubierta de polvo, y tan realista que parecía de verdad, aunque de un tamaño algo mayor que una cabeza real. Tenía cierto parecido a la Elisa del cuadro —la finura de las facciones, los ojos de color miel, la barbilla puntiaguda, ésta aún más pronunciada por una perilla—. Era la reproducción de la cabeza de un hombre, rematada con un sombrero panamá, blanco, chato, de ala ancha.
Sacó el pañuelo y desempolvó un poco la cabeza. En realidad, era un busto entero, hueco, casi como los cabezudos que sacaban en los días de fiesta, acompañando a los gigantes. Pero éste era de tamaño casi natural y nadie podría meter la cabeza en él. Lo miró, curioso, intentando imaginar qué significaba. De nuevo su mirada inquisitiva al retrato de Elisa quedó sin respuesta.
En las cajas que había apartado, encontró seis álbumes de fotos antiguas, cada una con su lugar y fecha anotada al pie o detrás. Éste debía ser su santuario, pensó Max del trastero. En dos cajas más, había otros montones de fotos ligadas con elásticos y también archivadas por orden cronológico: las más viejas debajo. Otra caja de zapatos se tambaleó y cayó al suelo. Sin duda, la había dejado mal colocada. Era imposible cualquier otra explicación. Saltó la tapa y una pistola de su interior. Era una Luger de la II Guerra Mundial. Vio que estaba descargada —una pestaña levantada encima de la empuñadura así lo indicaba—, la volvió a dejar donde estaba y salió del trastero.
Se instaló en una mesa metálica llena de tiestos en el mismo pasillo “selvático” que conducía al porche. Puso los tiestos en el suelo, limpió la mesita un poco y la ocupó toda con los álbumes.
Los repasó todos. No encontró ninguna cara que se pareciera a la cabeza de cartón. Todas las fotos eran de épocas más recientes —entre mediados de los años 30 y principios de los 50 del siglo pasado—, y el busto tenía un ancho bigote, con las puntas ligeramente rizadas hacia arriba, alzacuello y un gran y colorido pañuelo como corbata, en el centro del cual lucía una piedra verde —figuraba una esmeralda—: un estilo y una moda que él atribuía a los años postreros del siglo XIX. La cara expresaba cierta altivez, pero también austeridad, la típica mirada de los miembros destacados de la alta burguesía de aquella época. Sin duda, el retrato de un indiano. Tanto el sombrero, como el cuello de la chaqueta y el pañuelo eran de color crema, típico de los trópicos. El único color vivo estaban en la corbata y la cara: la tez morena por el sol tropical, los labios rosáceos, y la piedra, de un verde intenso, con “transparencias”.
Max apartó los álbumes y liberó a las fotos de sus bandas elásticas. Las repasó una por una.
Por fin la encontró: una foto de color sepia muy antigua, “Teófilo Puigneró i Bertrán” decía detrás, con letra de mujer muy elegante, parecida, si no idéntica, a la de la carta inacabada, y debajo, “Maniva, a veintitrés de octubre de mil novecientos y dos”. La letra no podía ser de Elisa; quizá de su abuela, su bisabuela o incluso tatarabuela. Comparó la foto con la cabeza de cartón. Eran exactas. Pero, ¿por qué hacer una cabeza de semblante tan exacto —una bella obra de arte—, con el material de un pequeño cabezudo? Dada la prestancia del retratado —era el yerno del patriarca, Jaime Ferrer y Ferrer, que empezó la fortuna familiar en las Islas Tesoro con el café y el té, que luego su yerno ampliaría con las esmeraldas y otros minerales, según la investigación—, se merecía una escultura con materiales más nobles.
Oyó otro ruido, más contundente. Salió corriendo al porche y gritó—, ¡Quieto! —mientras descendía la escalera hasta el jardín.
Le pareció que era un indio sudamericano por su constitución y su piel morena; ningún occidental se movía así. La silueta siguió corriendo. Max sacó el arma, pero antes de disparar al aire, sintió un silbido que le detuvo. Algo se clavó con precisión e intencionadamente a sus pies, en la tierra blanda del jardín, para detenerle. Levantó la vista y vio cómo la silueta, detrás de unos arbustos y árboles, escalaba el muro del jardín con la agilidad de un felino y desaparecía por el otro lado, a la ronda.
Sin darse tiempo a recuperar la respiración, se agachó y cogió el arma clavada en el suelo.
— Gracias por el regalo —, murmuró; le pareció muy revelador.
Era una finísima aguja, de una madera roja muy dura de unos treinta centímetros de largo, curvada hacia la mitad de la hoja, casi como un boomerang, muy afilada en las puntas. Se la metió en el bolsillo y se pinchó en la muñeca al hacerlo, pues no calculó bien el ángulo de la curva y dobló el brazo antes de lo que debía. Se lo haría mirar por el médico en jefatura. Quizá estuviera envenenada, como las flechas con curare de algunas tribus primitivas. ¿Cómo va a estar envenenada…? se contuvo.
Pero continuó, hablando solo—, Por eso la puerta no está forzada. Porque tenías la llave que faltaba del bolso de Elisa, ¿verdad? Y también su carnet de identidad, con su dirección.
Fue a sentarse nuevamente en el banco de hierro en el interior, para recuperar el aliento y reflexionar sobre algo que le había asombrado: el indio o lo que fuera —no quería asumir nada hasta tener pruebas concretas—, no había querido matarle, sólo detenerle. ¿Sería el mismo que asesinó a Elisa Claramunt?… Lo único que sabía con certeza, era que él, con algo de panza ya, pesado de movimientos, no había presentado peligro alguno para el joven y ágil indígena. Aun agradeciendo que no le hiriera, sintió un cierto resentimiento hacia él por descartarle tan certera como rápidamente.
Paseando arriba y abajo por el pasillo casi selvático, llamó a jefatura para que enviaran un retén que vigilara el piso las veinticuatro horas del día. Sin duda el asaltante buscaba algo allí —la razón por la que todo estaba patas arriba—, que quizá no hubiera encontrado aún. En ese caso, volvería. Ahora era imposible saber de qué se trataba, así que Max ni siquiera pensó en ello. Hizo una nota en su agenda, devolvió las fotos y los álbumes a sus cajas y, junto con la cabeza de cartón, lo dejó todo en el trastero tal como lo había encontrado. Se aseguró que la puerta de vidrio del porche quedaba bien cerrada con el pestillo —no tenía cerradura—, y se quedó cerca, vigilante.
Cuando llegó el contingente, les entregó la llave de la puerta principal, advirtiéndoles que vigilaran la puerta del jardín. No dijo nada respecto al asaltante, sólo que alguien había intentado entrar. No mencionó la Luger ni la daga y escondió la muñeca con el pañuelo ensangrentado en el bolsillo. No estaba de humor para dar explicaciones ni que nadie se preocupara por él.
Bajó la escalinata, aliviado por volver al bullicio de la plaza, a lo actual.
Nada mas llegar a comisaría, entregó la carta y la pistola al laboratorio. También fue al dispensario para que le vendaran la muñeca. Encontraría una excusa que decirle a Bárbara.
Era ya muy tarde y su secretaria se había marchado, pero dictó un borrador al dictáfono, partiendo de la nota que escribió en su agenda. En ella pedía al juez que confiscara el piso y todo su contenido. Había allí mucha historia que desentrañar.
En cuanto pudo, se dirigió a casa, para ver si aún encontraba a sus invitados. Serían nueve en total, entre los que estaría su cuñada, y ya anticipaba el placer de charlar con ella y disfrutar de su sentido del humor, siempre tan especial.
Lillian, a quien todos decían Lilly, de origen norteamericano, había venido al terminar sus estudios de arquitectura hacía ya doce años, “atraída por el embrujo de Gaudí,” según ella. Conoció a Hugo Falcó —Hughie, para ella—, que también era arquitecto, se casaron y ambos entraron a trabajar en un prestigioso estudio. Todo había ido muy bien durante unos años, pero tras la muerte de su marido por un cáncer fulminante, la desahuciaron de su precioso piso, y se trasladó a un apartamento pequeño de alquiler.
Estaba en el vestíbulo a punto de marchar cuando Max entró. Soltó un gritito de alegría al verle, se le colgó del cuello —era bastante bajita— y le dio un sonoro beso en la mejilla.
Después de que Bárbara se preocupara por su herida y Max le diera una excusa ambigua, la fiesta volvió a empezar. Todos volvieran a sentarse a la mesa para hacer compañía a Max mientras cenaba, y Bárbara volvió a ofrecer el pastel y a llenar las copas.
Max se entretuvo observando a sus invitados, entre los que estaban su hijo mayor, Eduard, casado y con un niño de veinte meses —tuvo otro, a quien puso Max, que murió a los dos años—, aunque vino solo a la cena, seguramente había tenido otra pelea con su mujer—, ingeniero agrónomo, siempre con un punto de amargura o decepción en su mirada, aun cuando sonría; Llorenç, el menor, recién casado, director y profesor teatral, vital, sacando punta a todo, pero con auténtico don de gentes y sentido del humor; la mujer de éste, Feli(citat), delgada y angulosa, más alta que él, de cabello rubio largo y muy rizado, con una sonrisa permanente en los labios, como si esa fuera la forma natural de su boca; realmente, hacía honor a su nombre. Los otros invitados eran amigos íntimos.
Lilly, su cabello rojo inflamando el ambiente —según Max—, la sal de todas las reuniones, se sentó junto a él, observándole con una ligera sonrisa en los labios. Él siempre había pensado que si la hubiera conocido antes que a Bárbara, y si él, Max, hubiera nacido unos años más tarde, quizá… Era allí donde siempre interrumpía su divagación, porque sobre ese punto siempre tuvo dudas… que era lo que a Lilly hacía más gracia. Después del fallecimiento de su esposo, ella no lo habría dudado. Bad timing, pensó siempre al respecto. Max ni siquiera se lo podía imaginar.
— Tienes que contarme ese caso por el que estás tan preocupado—, le susurró Lilly cuando se despedía, de nuevo en el vestíbulo.
Qué perspicaz, pensó Max, pero sólo dijo—, ¿Un caso por el que estoy preocupado…?
— Sí, ese caso —, insistió ella—. Tienes esa mirada… Esos ojos azules son más penetrantes que de costumbre.
— No lo creas. Es que estoy cansado.
— Cuando estás calladito y sólo observas, es que tienes un nuevo caso. Sientes una gran agitación por dentro. Después de todo, un asesinato es algo terrible. Sólo hablarías de ello, y es precisamente eso lo que quieres evitar —. Rió—, Tu deber te lo impide. Tampoco quieres contaminar tu environment… tu ¿ambiente, se dice?
— Sé perfectamente qué quiere decir environment. Soy medio inglés, ¿te acuerdas?
— Nunca olvido nada sobre ti —. Después de una pausa—, Así que prefieres que hablen los demás, y escuchando sus pequeñas, insignificantes anécdotas, te vas relajando, volviendo a la normalidad.
— ¿Es que ahora te has vuelto psicóloga…?
— O quizá te estés preguntando quién de nosotros podría cometer un crimen, dado el caso. Pues, no lo pienses más: yo—, y con el tono más natural, continuó—, ¿Comemos el lunes y me lo cuentas todo? No, el lunes no puedo. El jueves. Así tendrás más conclusiones que contarme.
— Te lo podría contar todo si fuera un caso cerrado… Pero entonces, ¿qué interés tendría?
— O sea, que sí tienes un caso. El jueves, a las dos, en el restaurante del Ateneo. Sé puntual, que después tengo un montón de cosas que hacer.
En el cuarto de baño, Max hizo varias muecas delante del espejo, torciendo la boca, ora hacia la derecha, ora a la izquierda, hacia arriba y hacia abajo, subiendo las cejas y bajándolas, poniendo morros, abriendo la boca al máximo —por suerte nadie le veía—, para relajar los músculos de la cara, como hace un actor antes de entrar en escena, flexionando también los hombros, el cuello, las muñecas, los dedos de las manos, doblando y estirando las piernas, dando unos saltitos. Luego incluso exageró un gesto casual que pilló de pasada en el espejo, deformándolo hasta la comicidad. Le ayudaba a no tomar las cosas demasiado en serio… al menos, no antes de irse a dormir. Esos ejercicios se los aconsejó su hijo Llorenç, que los utilizaba para sus actores como precalentamiento antes de salir a escena. Pero Max los hacía al salir de escena, para aliviar la tensión acumulada durante el día en un trabajo que en muchos aspectos le desagradaba, para relajar el control que se auto-imponía al tratar con ciertos elementos en el trabajo, con ciertos métodos y actitudes, y con ciertos detenidos. Por las mañanas —antes de entrar en escena—, sólo se ponía su coraza imaginaria.
A menudo se tenía que repetir las razones por las que estaba en la policía. Pero tanto se las había repetido a lo largo de los años, que parecía una lección aprendida, sin significado ya, como cuando rezaba de pequeño. Las palabras eran incapaces de reavivar un sentimiento largamente desaparecido. Para hacer justicia sonaba más hueco que nunca. Por eso estaba allí, para hacer justicia, para encontrar al culpable y neutralizarle; no precisamente castigarle, que era el sentimiento que predominaba entre sus colegas.
Sin embargo, era lo que había escogido y seguiría hasta el final. Faltaban trece años para la jubilación. Durante ese tiempo, actuaría, por orgullo personal y profesional, como desde el principio, con justicia… si es que aún puedo distinguir dónde reside, apostilló.
De pronto, se le abrió la boca en un divino, glorioso bostezo. Estaba preparado para meterse, por fin, en la cama, junto a Bárbara, ya dormida.
Según se iba descubriendo, la familia Ferrer, después Puigneró y luego Claramunt, había vivido, con muchas interrupciones, entre 1834 y 1948, en las Islas Tesoro, el único país del sudeste asiático, aparte de Filipinas, donde aún se hablaba el castellano, en la actualidad casi olvidado.
Todos los descendientes murieron, quedando sólo Elisa, que en 1948 volvió, sola, a Barcelona. A pesar del tiempo transcurrido, Max estaba seguro que en las islas encontraría la respuesta a su misteriosa muerte, por todo lo sucedido e investigado. Las huellas dactilares encontradas por Sarmiento y sus hombres en el piso de Lesseps eran mayormente de ella, otras de la portera del inmueble y de una criada, ya fallecida. Pero había unas, muy recientes, que no pudieron identificar. Igual que las de la víctima, estaban por todas partes, especialmente en cajones y puertas de su dormitorio. Pero una huella dactilar no aporta nada si no se tiene con qué compararla. Por eso se pusieron en contacto, a través de la Interpol, con las autoridades policiales de Islas Tesoro. Tampoco le pudieron ayudar. Ninguna huella de sus archivos coincidía con las encontradas en el piso de Lesseps.
Habrá que ir allí personalmente, se dijo. Le pareció una estupidez, peor aún: un disparate, completamente innecesario, incluso frívolo. Pero cuanto más rechazaba la idea, con más pasión lo anhelada. Necesitaba conocer profundamente a Elisa y se iba convenciendo cada vez más que trasladarse a su país lo haría posible. Además de que sería una liberación de… todo: de su vida pequeña en Barcelona, de sus mezquinas idiosincrasias, su alma encogida. Deseaba actuar, necesitaba amplitud. Sí, se admitió, necesito una nueva perspectiva. Pero no actuaría impetuosamente. Había mucho que investigar en casa antes.
Por lógica y experiencia, se reafirmó en su idea de que un pobre indígena asiático no se desplazaría a España por propia iniciativa para ajustar cuentas con una anciana. Seguro que había un jefe, quizá toda una organización detrás de ello. Quizá se trataba de algo relacionado con el narcotráfico. Se sabía que en las Tesoro, como en otros países del mundo, se cultivaba opio. ¿Una venganza? Pero entonces lo lógico hubiera sido que encargaran el trabajo a sicarios profesionales, con trajes y corbatas, correctos, eficaces, no al individuo que saltó por el muro vestido con vaqueros y sandalias. Además, le parecía improbable que una mujer como la señora Elisa Claramunt, de tan distinguido abolengo, se mezclara en el negocio sucio de una mafia. ¿Una familia millonaria que había perdido su fortuna y, al no poder prescindir de los lujos a los que estaba acostumbrada, no dudó en aliarse con quien hizo falta…? Quizá fuera su padre quien hiciera esa alianza, pues fue durante su dirección de las empresas familiares cuando éstas empezaron a decaer.
Lógico, elemental, simétrico. Demasiado simétrico. Peligroso; peligroso sacar conclusiones tan pronto, tal como le sugerían sus colegas.
Si fuera ese el caso, el asunto perdería interés para él, despojado del glamour que sospechó que tenía al principio, reducido a algo tan prosaico como la ganancia material. No habría misterio, nada que despertara un interés especial… Empezando ya a aceptar ese hecho, no obstante, puso manos a la obra, no sin cierto tedio.
Le observó por encima del gran escritorio en la penumbra del despacho, con partículas de polvo que flotaban en el aire, que las grietas de la cortina veneciana revelaban, así como el humo de tabaco y la ancianidad del ambiente. Las líneas oscuras y claras le cruzaban la cara, y Max tenía la sensación de que le aprisionaban en el pasado. Que ambos estaban atrapados en el pasado.
El anciano mandó cerrar las cortinas del todo, y encendió la luz. A Max le impresionó lo desmejorado que estaba. Le costaba respirar, le dio un ataque de tos y aún en pleno ataque, encendió otro cigarrillo. Siempre había sido muy delgado, pero ahora era casi esquelético y parecía muy débil. Lo notó en la mano escuálida que le tendió, en el esfuerzo cuando se levantó para saludarle, y cómo luego se dejó caer de nuevo en su sillón, detrás del escritorio. Max se sentó al otro lado. Era así como había transcurrido toda su relación: con un escritorio de por medio. Enrique Valenzuela había sido su primer jefe cuando empezó en la Jefatura Superior, y nunca le permitió ninguna confianza. Ahora tenía ochenta y siete años, pero aún estaba lúcido. Había enviudado hacía mucho y vivía solo, con una mujer que le atendía, en la deteriorada casa familiar en la falda del Tibidabo. Se había hecho policía siguiendo los pasos de su padre y fue un buen comisario, al menos cuando Max le conoció. No sabía nada de sus primeros años en plena era franquista.
— Le he hecho llamar porque puedo aportarle algunos datos, no concretamente sobre el caso que estás investigando —saltaba del “tu” al “usted” caprichosamente, como si no acabara de decidirse si la categoría humana y el conocimiento de la vida de su invitado era equiparable a la suya—. No obstante, sí puedo informarte, y mucho, sobre la familia Ferrer Claramunt —. Se aposentó bien en su butacón, y empezó el relato con entusiasmo—, El apellido Ferrer desapareció muy pronto del primer puesto, pues el viejo patriarca sólo tuvo hijas. Cinco, concretamente. Tres murieron muy jóvenes. La cuarta y la quinta se casaron. En fin, no voy a aburrirle con todo el árbol genealógico. El caso es que la rama de Elisa pasó a llamarse Claramunt Puigneró, muy conocidos aquí en una época. Venían a pasar largas temporadas. Para que los hijos tuvieran una educación europea, ya sabe. Eugenio Claramunt parece ser que era muy racista y despreciaba a los tesorinos. Por cierto, según Google, los conquistadores pusieron al país el nombre de “Islas Tesoro,” debido a sus grandes riquezas naturales… cuatro siglos antes de que Stevenson se apropiara del nombre para la isla inventada de su famosa novela. Pero aún hay quien cree que la acción de la novela transcurre, verdaderamente, en las Tesoro —rió—. Sin embargo, en el idioma autóctono, el país se llama Lainá Ashará, que significa Islas Selvas. Así, ambos en plural.
Max se asombró de que el anciano supiera usar Google.
— El caso es que despreciaba a los tesorinos o asharanos… me refiero a Eugenio Claramunt… a pesar de haber hecho su fortuna allí… aupado en un principio por los negocios millonarios de su suegro, claro está, aun cuando él los amplió considerablemente… Pero entonces, sucedió algo con lo que no contaba. Después de la Segunda Guerra Mundial, Las Tesoro promulgaron una ley, aún vigente hoy, que no permite a ningún español tener negocios o posesiones en las islas. Eso le dará una idea de cómo nuestros antepasados trataron a los nativos durante su dominación… En fin, nacionalizaron todos los negocios de los Claramunt y confiscaron todas sus posesiones, terrenos, inmuebles, etc., dejándolos con un palmo de narices —rió más esta vez—. Aunque no los expulsaron, muchos de los antiguos colonos españoles marcharon. Para qué seguir allí, si ya no podían explotar al país ni sus gentes, ¿verdad? En fin… Mi padre tuvo ocasión de tratarlos personalmente, sobre todo a uno de los tíos paternos de Elisa, el menor, Javier Claramunt i Subirats, sólo diez años mayor que ella, y que siempre permaneció en Europa, España y Alemania principalmente, incluso quiso nacionalizarse alemán con el advenimiento del nazismo…
Tuvo que hacer una pausa para recuperar el aliento. Continuó inmediatamente.
— Según mi padre, se podía decir que fue el primer deportista completo, aunque amateur, claro está, de la ciudad. Después hubo otros señoritos que también se dedicaron al deporte: la equitación, la vela… Pero Javier Claramunt era muy completo, parece ser. Incluso llegó a participar en relevos 4 x 100 en las famosas Olimpiadas de Berlin, ante Hitler, a quien Javier idolatraba y con quien compartía su odio a Jesse Owens. —Le miró, suspicaz—, Sin duda sabe usted quién era Jesse Owens…
— El afro-americano que triunfó en aquellas olimpiadas.
Pero Valenzuela pareció no escucharle y siguió, imperturbable—, Además de dejar a Claramunt en último lugar, por mucha diferencia, en la única carrera clasificatoria en la que coincidieron, Owens ganó cuatro medallas de oro en aquellas olimpiadas, el primer hombre en lograr semejante proeza, dejando en ridículo a la raza aria en las propias narices de Hitler —rió y tosió—. Pero, sobre todo, siempre según mi padre, Javier odiaba a Owens por la aversión, casi física, que le producía el color de su piel. Según creo, Owens era muy, muy negro —. Por su tono, no pareció que censurara esa característica de Javier Claramunt ni tampoco que simpatizara con ella. Lo relató como un simple hecho, con la objetividad de un profesional. De todos era sabido que el Inspector Falcó había adoptado a una mulata.
>> Y, ¿cómo no? —continuó con el tono más casual Valenzuela—, le nombraron director deportivo del Real Club de Tenis, que entonces se llamaba “Lawn Tennis de Barcelona”. Habían asignado a mi padre y su brigada al club como escolta del rey siempre que iba, que era muy a menudo, e hizo una cierta amistad con Javier Claramunt. Era uno de esos miembros de la elite que se permitían condescender a las clases inferiores porque le gustaba presumir de campechano. ¡De demócrata, jamás! —tosió y tosió—. Para él la democracia atentaba directamente contra el orden establecido por el mismísimo Dios —tosió aún más, pero en seguida suavizó su tono de mofa—, Muy elegante siempre, aunque fuera de esport, sofisticado, lo que en aquella época se daba en llamar un dandy, le gustaba exhibirse en público. Siempre sonriente, conocedor del último chascarrillo que corría por la ciudad, que él contaba con verdadera gracia. Incluso confesó a mi padre, como si se tratara de un chiste, que él mismo había cometido alguna indiscreción alguna vez… cosa que mi padre prefería ignorar… pues se creía con derecho a ello. Pertenecía a la clase superior, a los intocables… ¡Cuántos escándalos tuvieron mi pobre padre y sus colegas que encubrir!
— Me lo imagino.
Valenzuela estaba tan excitado ante la perspectiva de poder aportar datos de su experiencia personal a un caso —sin duda, la primera vez que eso le sucedía—, que no se daba un respiro—: Como digo, hicieron cierta amistad, mi padre y él, y cada día antes de que se presentase Su Majestad con su séquito, Javier invitaba a mi padre a una copa en el bar. Entonces aún no estaba tan extendido eso de “No mientras estoy de servicio.” Tomaban gin-fizz, que creo que ya nadie sabe lo que es…
— Claro que sí —pudo colar palabra Max—. Yo mismo he tomado alguno en el Boada; los hacen estupendos.
Valenzuela sonrió como si descartara, benévolo, esa posibilidad—, Una vez, sólo una vez, mi padre tuvo la suerte de ver a su sobrina, Elisa, que entonces debía tener unos dieciséis años… sí, sólo diez menos que su célebre tío. Siempre se la veía en el centro de un gran grupo, arropada por él, como si fuera su musa o su niña mimada. El caso es que cuando Javier se la presentó, Elisa reparó tan poco en mi padre, que su tío se sintió obligado a medio disculparse cuando ella, con una mínima sonrisa, fue inmediatamente a reunirse con su grupo. ¡Ah, pero, qué sonrisa!… Me enseñó varias fotografías suyas, recortadas de la prensa, de revistas de sociedad. Creo que estaba un poco enamorado de ella. Eso es “off the record”, por supuesto —rió—, aunque ahora ya, ¿qué mas da?
Se quedó mirando hacia un rincón del techo, como si rememorara—. Elisa era… Elisa era… bellísima. Ojos del color de la miel, pelo castaño, casi rubio, largo y ondulado, facciones finísimas, casi quebradizas, labios carnosos. Encantadora de pies a cabeza… En fin, nadie supo explicarse por qué no se casó ni siquiera por qué no tuvo nunca un pretendiente. Que se supiera. Un amante, ¡era impensable!
>> Sí —, ahora su tono se hizo melancólico—, parece ser que toda la familia era realmente encantadora; tanto, que tampoco nadie pudo explicarse el suicidio de Javier unos años después —hizo una pausa dramática para aumentar la curiosidad de Max—. La verdad es que llevaba cierto tiempo quejumbroso por las noticias nefastas que llegaban del frente ruso, y después el desembarco en Normandía, y la derrota definitiva de los suyos acabó de hundirle para siempre. Fue por eso por lo que mi padre creía que siguió el ejemplo de su admirado Führer. No pudo soportar que su sueño se desvaneciera tan sórdidamente ni supo acogerse al régimen franquista, que consideraba chabacano, sin la categoría ni el glamour que rodeaba al nazismo. Quizá también hubo un desengaño amoroso o algo a nivel muy íntimo. Mi padre nunca lo supo con certeza.
>> Fue entonces —continuó—, cuando dejó de ver a los pocos miembros de la familia Claramunt que pudo conocer. Se retiraron de la sociedad. La vergüenza insuperable de que su miembro más celebrado cometiera aquel acto tan drástico —rió y tosió un poco— y poco cristiano, pudo con ellos, y a partir de ese momento, aparecieron poco por Barcelona, alargando sus estancias en Las Tesoro.
>> Además, con la desaparición de la monarquía, ya no hacía falta vigilancia alguna en el Club de Tenis, que al acabar la guerra se españolizó y pasó a escribirse con una sola n. A Franco le aburría ese deporte. Era futbolero y torero. Sólo iba al club para entregar la copa al ganador cada año, y traía a su guardia personal. No necesitaba la presencia de mi padre y su brigada.
Tosió unos minutos más. Max, creyendo que su presencia le exigía demasiado esfuerzo, pensó que era momento de retirarse. Pero Valenzuela hizo un gran esfuerzo para controlar la tos y prosiguió con el mismo entusiasmo—, De vez en cuando se oía que algún miembro de la familia Claramunt había pasado brevemente por Barcelona, pero no se dejaba ver por nadie de su antiguo círculo. Cuando murieron todos: abuelos, padres, hijos, tíos, sobrinos, que tampoco eran muchos… la mayoría bastante jóvenes, por una enfermedad congénita que nunca se supo diagnosticar ni cómo tratar, aun cuando se rumoreó que era hemofilia, el estigma de la realeza y… por suicidio —enfatizó misteriosamente—, y tras…
— ¿Hubo más suicidios?
— Creo recordar que sí, aunque no lo puedo asegurar… Como iba diciendo, tras la nacionalización de las empresas de la familia por la recién creada república independiente tesorina, Elisa se estableció definitivamente aquí, en el principal del edificio que había hecho construir el bisabuelo paterno en la Plaza de Lesseps, que nunca antes habían ocupado de forma permanente. Sólo eso quedó de la gran fortuna que había amasado el tatarabuelo e incrementado el padre de Elisa. Creo que fue ella misma quien vendió el palacete de Sitges, para poder subsistir.
— Ahora estaba en la más completa ruina —señaló Max.
— Las desventajas de vivir demasiados años.
Max le preguntó si había estado alguna vez en las Tesoro o si sabía qué podía significar el arma del asesino o la cabeza de cartón que había encontrado en el piso de Lesseps. Después de una triple negativa, Valenzuela le preguntó todos los detalles de la investigación. Max sabía que se lo podía contar, por algo había sido un profesional durante muchos años, que aún se sentía vinculado al Cuerpo.
— Todo indica, pues, que la solución del caso está en ese país asiático. “Paraíso en la tierra,” dicen sus folletos turísticos—, rió el anciano, y suspiró—, ¡Que suerte tienes, compañero, de poder viajar allí! Primero Sri Lanka y ahora las Islas Tesoro… Sí, sigo tu carrera muy de cerca. Debe ser mi antiguo instinto de sabueso.
Ambos rieron.
— No creo que vaya —dijo Max. — El coste… Además, estoy seguro de que podremos delegar en la policía de allí.
Valenzuela le miró, muy severo—. Claro que irás. Tienes que atrapar a ese cabrón que acabó con la vida de aquella espléndida mujer, que con su sola presencia daba más categoría al mundo.
— ¿Y usted cómo lo sabe?
— Cómo sé, ¿qué?
Max calló.
— Además —prosiguió el anciano—, era española, el crimen se cometió aquí, en nuestra jurisdicción. Y Falcó… era bella, muy bella.
Es un viejo romántico, testarudo y…
Pero Valenzuela interrumpió su reflexión—, No hay elección. Lo juró usted cuando se graduó de la Academia Superior.
Le asombró que el anciano utilizara casi idénticas palabras que las que él mismo se decía.
— De todas formas, no creo que vaya yo personalmente…
— Yo hablaré con tus superiores —le interrumpió Valenzuela—. Todavía tengo un cierto peso en el Cuerpo. Ahora debes perdonarme. Es la hora de mi siesta—. Se levantó, no permitiendo que Max le ayudara, y se dirigió hacia la puerta. Pero antes de retirarse y, de espaldas aún—, Nosotros no viajábamos mucho al extranjero. Nada, vaya. Nunca tuvimos demasiada… ninguna, vaya… colaboración con los gobiernos de otros países. El famoso boicot, ya sabe. España no fue aceptada en la Interpol hasta muchas décadas después de que se creara. El mundo pensaba que todo el que huía de aquí, era un refugiado del franquismo —rió—. Hasta que vino Eisenhower con sus bases. Entonces, ¡todos nos bajamos los pantalones! Luego, Felipe González la acabó de liar cuando nos metió en la gran feria de la hipocresía internacional, la OTAN. ¡Guerra a todos los que no piensan como nosotros! Y ahora, la moneda única, con Berlín dictando las órdenes… que es lo que siempre quiso y al final ha conseguido. En realidad, ellos han sido los vencedores… pero de una forma más sutil: con el dinero, que todo lo puede. Buenas tardes.
Max marchó con una sensación de vacuidad, de pérdida. No porque presintiera que quizá fuera la última vez que viera a su antiguo jefe y, hasta cierto punto, mentor, ni porque estuviera tan enfermo. La única respuesta que se le ocurrió fue que le parecía triste que un hombre tan mayor quisiera aún descubrir “la verdad,” pero la verdad anecdótica, únicamente. Quién mató a quién en tal lugar en tal fecha. Banal, incluso infantil… Pero eso era lo que él mismo hacía, claro. Y le pareció tremendamente desesperanzador que dos hombres, ya maduros, se entretuvieran en cosas tan nimias. Que se entretuvieran, no, que dedicaran la vida a ello, sin preocuparse por la búsqueda de lo que realmente importaba.
Pensó que la entrevista con Valenzuela no le había aportado gran cosa. Todo aquello lo podía averiguar él sin gran dificultad, y sin tanta ceremonia. Lo demás fue superfluo, la necesidad de un anciano de seguir creyéndose útil, recuerdos del pasado. Era triste, pero era verdad.
La justicia elemental, sin mirar a los lados ni atrás. Era lo único que importaba. Tranquilizaba la conciencia de la Sociedad y le confirmaba que siempre tenía razón. Pero él siempre se sintió culpable ante cada víctima que había visto, también ante cada agresor. Culpable por ser parte de esa sociedad tan cruel, despiadada. Culpable, porque su oficio de proteger acababa siempre sólo castigando. Quizá por eso algunos de sus colegas se aferraban a esa idea. Les hacía creer que ellos estaban por encima del crimen, incluso de la tentación. Pero en el corazón de todos y cada uno de aquellos criminales, estaba la verdad que los castigadores se esforzaban en ignorar. La misma sociedad que les pagaba para hacer justicia era el nido de todas las injusticias.
Ahora, después de su entrevista con Valenzuela, después de rememorar sus propios inicios, la justificación personal que se había fabricado a lo largo de su carrera ya no le servía. Rechazaba la expresión que estaba tan de moda, “Es lo que hay.” Le parecía la manifestación del más absoluto conformismo y todo lo que conllevaba.
Pero, al cabo de unos días —en los que no dejó de pensar en todo lo que Valenzuela había dicho—, empezó a darse cuenta de que aquel encuentro sí le había servido, y de mucho. “Fue lo que juraste cuando te graduaste de la Academia,” había dicho el anciano, con una inquebrantable seguridad, a pesar de los años transcurridos. Y “Era bella, Falcó, muy bella.”
Continuaría con su investigación, más que nunca en su personal defensa de las víctimas, aunque estuvieran muertas, e incluso de los verdugos, cuyos actos no eran más que gritos desesperados de ayuda. Sí, continuaría investigando la verdad anecdótica, porque todas las demás verdades tenían que basarse en esa primigenia y primaria, rudimentaria.
Luchó contra su escepticismo, y al final llegó a la conclusión de que eso era lo que hacía para ganarse el pan. No sabía hacer nada más. Continuaría haciéndolo por dinero, por comodidad. Aceptó su cinismo. ¿Qué haría, si no? ¿Sentarse en su porche —aunque no tenía un porche— en su mecedora —que tampoco tenía— o en una tumbona de la terraza, y contar las estrellas o las nubes que pasaban? No había llegado el momento de abandonar todavía. Se lo debía a sí mismo. A Elisa. Hasta que finalmente se dio cuenta de que ese, más que razonamiento, sentimiento, era lo que tenía más peso de todas sus justificaciones. Era a lo que se agarraba como clavo ardiendo para justificar toda su trayectoria profesional, incluso vital.
No tenía nada más.
Le fue muy fácil identificar a los miembros de la familia Claramunt gracias a que al pie o detrás de cada foto estaba apuntado religiosamente quienes eran las personas que aparecían en la imagen, con lugar y fecha y, a veces, algún comentario, como “El Abuelo Teo, en su 85º aniversario,” “En la fiesta de Marita, que se la pasó cotilleando a su gusto” o “Con los Fainé Rodríguez — Marcelo es muy guapo — demasiado guapo,” “Mi grupo, mermado… falta Fermín (su hermano),” “Elisa montando a Grey Beauty”, etc., casi como si se tratara de un reportaje gráfico. Max agradeció que tanto los anónimos fotógrafos, como a los comentaristas —que podían variar desde la bisabuela hasta Elisa misma—, facilitaran tanto su investigación.
Elisa siempre tenía algo de misterioso en la mirada, una melancolía en las fotos de Barcelona, Sitges, París y otras partes de Europa. También cierta modestia, virtud que no se veía en ningún otro rostro de la familia: intentaba no destacar nunca en las fotos de grupo, y en la individuales, no tenía ni un atisbo de autocomplacencia, sino siempre algo de desánimo, en algunas incluso de vergüenza, como en la que aparecía con su padre que mostraba a Grey Beauty, el pura sangre que Claramunt había comprado y que llegaría a correr varias veces en Ascot.
La mirada cambiaría a partir de 1938, cuando tenía dieciocho años, en las islas. (La familia había huido durante la República española). Se hizo más viva. En las instantáneas a partir de entonces se la veía alegre. Reía en compañía de amigos en la hacienda de caucho en la selva, en vapores por los ríos autóctonos… ¿Por qué se había desinhibido tanto? ¿Qué le hizo dejar atrás a la niña tímida y melancólica?
El prolijo reportaje fotográfico se interrumpía hacia principios de los cuarenta, quizá por la desaparición del último miembro de la familia aficionado a la fotografía; acaso porque ya no había motivo para tantas celebraciones. Varios años después, Elisa volvería, sola, a Barcelona; de esa época no había ninguna constancia fotográfica, aparte de la foto de su último DNI y las tres del depósito.
El Sargento Sarmiento irrumpió en su despacho sin llamar a la puerta, excitadísimo, y exclamó—: ¡Tenemos una pista!
Después intentó moderarse. Sabía que al inspector no le gustaban las manifestaciones excesivas, ni de entusiasmo ni de decepción ni que se entrara en su despacho sin llamar. Más de una vez le había atajado con una simple mirada.
Hizo una pausa. El sargento tenía tendencia a destacar cualquier acción propia que le aportara algún mérito, y requería toda la atención de su interlocutor—. ¿Se acuerda de La Dulce Amalia, uno de mis contactos de la calle Robadors?
— ¿El transvestido?
— El mismo.
Sarmiento había estado destinado al Barrio Chino al principio de su carrera y aún mantenía sus contactos allí.
— ¿Y bien?
— Pues, me llamó ayer tarde porque estaba preocupada por algo que le contó Luisito el Pulpo.
— Luisito, el Pulpo.
— Le llaman así porque es tan blanco y blando como un pulpo. Y porque es todo tentáculos… Ya me entiende.
— ¿Transexual?
— No. Luce un paquete enorme.
— Supongo que todo esto conduce a alguna parte.
Sarmiento intentó no perder comba—, Pues, sí, señor: según me contó Amalia, Luisito le había contado a ella que tuvo un nuevo cliente que le amenazó con un arma. El día antes del asesinato de la Claramunt. Un indio de alguna parte de Asia, a quien nunca había visto antes, ¡y que lo que esgrimía era como una aguja fina! Podría ser el arma homicida.
Otra pausa.
— Soy todo oídos, sargento.
— Era un puñal especial, de la selva… según El Pulpo.
— Un indio asiático… Bien, eso reduce nuestra búsqueda a varios centenares de millones de individuos.
— Según el propio individuo, de una pequeña tribu de la selva de una de las islas del Sur. Y hasta cierto punto, era igual de ingenuo.
— ¿Ingenuo, un asesino, que entra en un burdel de prostitutos con un arma letal?
— Es lo que me contó El Pulpo. Fui a verle por la tarde. Es el único momento que se le puede ver… quiero decir, para charlar. Por la mañana duerme y por la noche… pues eso, trabaja. Al principio se hacía un poco el estrecho.
— ¿Se negaba a colaborar?
— Bueno, no es que se negara, así, abiertamente, sino que le daba apuro.
— ¿Le tenemos en nómina?
— No. El Pulpo es muy independiente—. Su entusiasmo subió un grado más—, Pero, al final, me lo contó todo, con pelos y señales. Y no podía disimular que le encantaba contarlo, además. Es un romántico empedernido.
Max agradeció que no utilizara otros calificativos—. ¿No me hará creer que ese bruto se trajo un estilete desde tan lejos? Todo el mundo sabe que en España también se encuentran cuchillos de todas clases. Las famosas navajas de Albacete, sin ir más lejos—. Sonrió ante la posibilidad de llevar aún más allá su prueba—. ¿Y cómo lo pasó por los detectores de metales de los aeropuertos? —No le había contado al sargento su encuentro con el individuo en el jardín de Lesseps, ni las conclusiones del forense.
Sarmiento hizo otra pausa preparatoria. No para que el jefe le prestara más atención, pues ya se la prestaba toda, sino porque era tan grande lo que tenía que revelar y tan increíble, que la excitación casi le impedía emitir palabra.
Cuando la pequeña llama de la impaciencia empezó a brillar de nuevo en las pupilas del jefe, Sarmiento se lanzó—: ¡Porque era de madera! —Al ver que el inspector permanecía impertérrito, continuó—. Además de que la hoja era tan fina como una aguja, tenía una curva que, clavada en el lugar correcto, con la dirección adecuada podía llegar directamente al corazón y producir una muerte instantánea y casi sin dolor… a una mujer —. Llegó casi al triunfalismo—, ¡Sí, sólo para mujeres! Se clava por debajo del pecho, ¡para no lastimarlo! Eso es muy importante para ellos. Por la curva de la aguja, llega al corazón… ¡y lo atraviesa!
— ¿Especial para mujeres? —Eso sí que despertó el interés total del inspector, y Sarmiento se apuntó un tanto mentalmente. Pero Max aún cuestionó—, ¿Es que las odian? Sé que muchas etnias las subyugan, incluso esclavizan, pero tanto como eliminarlas… No quedarían etnias.
— A lo mejor es que se trataba de una bruja mala… o de una mala bruja —rió, pero ante la mirada de su superior, en seguida se contuvo.
Después de una pausa significativa, Max continuó—, Entonces, ¿por qué tanto miramiento? No querer rasgarle el pecho, y todo eso. ¿Por qué ejecutarla tan finamente? En Europa las quemábamos, y ya está. En Irán las lapidan.
— No lo sé.
El inspector se quedó pensativo—, Elisa Claramunt, ¿una bruja…? —Sacudió la cabeza—, Era una pobre mujer.
¿Pobre?, se cuestionó Sarmiento.
— Y además —continuó el inspector—, no iba a Las Islas desde hacía años. Y no creo que una brujería transoceánica sea muy efectiva.
— Pero el tío vino aquí para buscarla… ¿Por una vieja venganza?
— ¡Y tan vieja que debía ser! Ha pasado más de medio siglo desde que se instaló aquí. Y… un puñal tan fino como una aguja, ¿dice? De madera, además…—. Creyó que ahora era el momento oportuno para socavar la ufanía del sargento—. ¿Cómo éste? —dijo, sacando la aguja-puñal de un cajón, metida en un sobre de plástico y con una etiqueta, y colocándola sobre su escritorio.
Sarmiento se quedó mudo e inmediatamente transformó el gesto en una sonrisa boba. Pero tenía que desahogar su perplejidad—, Pero, ¿de… de dónde lo ha sacado?
— Cuando ustedes se fueron de Lesseps el otro día —siguió, en tono casual, el inspector—, después de registrar el piso, tuve un encuentro con alguien que surgió de entre la vegetación del jardín y me regaló este utensilio.
Olvidada, obsoleta su primera victoria, el sargento reaccionó tácitamente: ¡Será cabrón! Tenía que encontrar una justificación para su dejadez de aquel día en Lesseps, pero no se le ocurría qué. Sólo dijo—, ¿Le hirió?
— No era su intención herirme, sólo detenerme para poder huir. La clavó justo delante de mis pies. Esto —enseñándole la venda en la muñeca— me lo hice yo mismo cuando me la metía en el bolsillo.
A Sarmiento se le escapó un suspiro. Se rebelaba contra su actitud humillada, pero no se le ocurría cómo superarla o, al menos, disimularla… cuando sucedió una cosa que no esperaba, es más, que le sorprendió sobremanera. No conocía demasiado bien al inspector, y por esa razón se quedó estupefacto cuando Max dijo:
— No se preocupe, sargento. Todos tenemos fallos. El mío fue darle instrucciones de que registraran el piso, olvidándome de incluir el jardín también.
Hubo auténtico alivio en la cara del sargento cuando por fin levantó la cabeza, y por primera vez jefe y subordinado compartieron un sentimiento: el de indulgencia ante la falibilidad del otro.
— Pero deje ya de dar vueltas, —prosiguió, expeditivo, Max—, y dígame qué más le contó Luisito, el Pulpo.
— Pues, que la madera de la que está hecho ese estilete, muy dura, sólo se encuentra en la selva tropical.
— Cierto. Está hecho de un árbol que llaman causá. No, cuasá. Una madera roja, muy dura, de un cedro autóctono. Es originario de las selvas del sudeste asiático.
— Pues, ¡ya está! Es allí donde están las islas esas, ¿no?
— El único problema, es que el sudeste asiático está plagado de islas con selvas tropicales y viven en ellas numerosas tribus, algunas aún sin descubrir por el hombre blanco.
— Pero, si tal como dicen, la familia de la Claramunt vivió en…
— Efectivamente —continuó Max—, por las conexiones que tenían con Las Tesoro, se puede deducir que el asesino procedía de allí.
— ¡Muy bien, señor! —pero Sarmiento rebajó su entusiasmo ante la mirada demasiado serena del inspector.
— No es mérito mío, sino de nuestro laboratorio.
— Sí, son estupendos, ¿verdad?
— Lo son, sargento.
— De verdad, fantásticos —quiso el sargento afianzar el buen rollo que, creía, se había creado entre los dos.
El inspector esbozó una sonrisa; el subordinado, una más amplia: un esbozo de sonrisa de Max Falcó era equivalente a una carcajada en cualquiera de los otros inspectores, incluso a un golpe de aprecio en la espalda.
Apreciándolo en lo que valía, Sarmiento esperó en silencio a que el jefe continuara.
— ¿Y de todo eso, cómo se enteró Luisito?
— Pues, porque… ese hombre le amenazó con el estilete… bueno, no le amenazó directamente, sólo se lo enseñó, cuando… cuando Luisito se negó a hacer ciertos numeritos… quiero decir, ciertas prácticas, con él.
— ¿Salió Luisito ileso del encuentro? —inquirió el inspector.
— Más o menos.
— Pero, ¿es posible que un prostituto se negara a practicar ciertos numeritos con un cliente?
— Eso me contó.
— Y un asesino que va exhibiendo el arma con el que al día siguiente piensa cometer un crimen… No es demasiado probable, ¿no cree?
— No la iba exhibiendo, sólo que… —calló, apurado.
Harto ya de tanto titubeo, Max, sin embargo, intentó controlar el tono—, Que, ¿qué, sargento?
— Pues… se ve que tenía mucha necesidad de que Luisito cumpliera sus deseos. Luego, agradecido, le contó para qué lo hacían servir. El estilete. Y lloró. Mucho. Y le dijo que al día siguiente le esperaba algo terrible. Algo que tenía, fíjese, dijo que tenía que hacer. Debió ser un signo de confianza o intimidad o de afecto para con Luisito. A lo mejor, de amor. Luisito intentó convencerle de que se quedara con él. Pero el indio repitió que no había más remedio, y que no le podía contar nada más, sino incluso él, Luisito, correría peligro…
— Realmente, era un ingenuo.
— Sí, así le llamó El Pulpo: el indio ingenuo.
Max volvió a hacer su casi imperceptible mueca de fastidio antes de volver a hablar. Le molestaba tener que conocer con exactitud ciertos detalles sórdidos, a lo que su carrera le obligaba. Pero sabía que cualquier detalle en una investigación era importante. Reforzó lo que él llamaba su coraza profesional y finalmente preguntó, al límite ya de su paciencia—, Y, ¿qué numerito era ese?
Era un pequeño cuchitril casi al final de la calle Robadors, en pleno corazón del Barrio Chino. Luisito, el Pulpo, vestía un kimono con dragones rojos sobre blanco satén, que se ceñía mucho; casi parecía una chica: facciones muy finas, piel muy blanca, lánguido de actitud, aunque el paquete exagerado que lucía bajo el kimono ceñido dejaba claro el calculado equívoco. Sólo eso y sus manos, grandes, cuadradas, revelaban su masculinidad —y su pasado en el mundo de la construcción—, lo que él intentaba disimular no enseñando nunca los cinco dedos a la vez, y con uñas exageradamente largas, quizá postizas. Eso hacía que moviera las manos de una forma extraña, como si tuviera paralizados los dedos anulares y meñiques, proporcionándole lo que seguramente él consideraba cierta delicadeza. Según Sarmiento, tenía mucho éxito en su profesión. Pero su expresión denotaba… crueldad, creyó percibir al principio Max. Después se dio cuenta de que sólo era decepción, revestida de indiferencia, a veces, de ironía. Quizá su sueño de encontrar un bello amor hacía tiempo que se había escurrido por las cloacas de la calle Robadors.
Con el índice y el dedo del corazón acariciándose suavemente las mejillas, como intentando distraídamente detectar algún granito o pelito —aunque parecía imberbe—, les contó todo lo que había sucedido con su cliente ingenuo. Hablaba con el patetismo de una doncella seducida y abandonada, llegó incluso a derramar alguna lágrima; lágrima de verdad, que intentó disimular. No estaba fingiendo.
— Entonces sacó el cuchillo… o puñal… o lo que fuera—, continuó entrecortadamente Luisito—. Pero no, no me amenazó. Eso deben tenerlo muy claro: no me amenazó. Sólo me lo enseñó. Fue su manera de insistir, ¿entienden? Como si me… me incitara. Su callada, tranquila insistencia, tan masculina… no macho, ¿eh? Que no aguanto a los machos… Eso fue lo que hizo que yo… —suspiró suavemente—. Hizo conmigo… lo que quiso… Hizo que… le amara… Sí, le amé—. Sus dedos subieron hasta su frente, donde hicieron una presión, dejando dos pequeñas marcas rosadas en su delicada piel, mientras apretaba los párpados. Luego rompió en llanto. En seguida colocó las palmas sobre los ojos —intentando instintivamente no estropearse el maquillaje— y lloró con un desconsuelo conmovedor.
Max, que no juzgaba a nadie por su orientación sexual —muchos pervertidos habían demostrado ser más honestos que muchas personas “normales”—, sintió compasión por aquel patético ser, aunque se abstuvo de mostrarlo. Su experiencia así le aconsejaba. Ningún sospechoso debía creer que estaba de su lado si no se establecía muy claramente su inocencia, pero siempre intentaba tratarlos con ecuanimidad. Además, Luisito no era un sospechoso. Se limitó a sugerirle que se tomara un coñac.
Luisito, recogiendo el rimel que se le había corrido, como si fuera un líquido precioso, respondió que no bebía ni tomaba drogas nunca—. El amor es mi droga.
Lo dijo como si de verdad lo creyera. No parecía tan solo una bonita frase que había acuñado para justificar su sórdido oficio.
A continuación les hizo una descripción detallada del individuo, que se hacía llamar Juan. Se lo encontró delante de pronto. Debió entrar en el cuchitril muy sigilosamente. Pero estaba claro que sabía muy bien dónde se metía. Era bajo, más que el prostituto, pero con un cuerpo cuadrado, muy masculino, musculoso, con las piernas arqueadas y las facciones propias de los “nativos sudasiáticos”.
— Ojos rasgados —continuó—, como la miel, preciosos. ¡Excitantes! —Se recató—, Pómulos pronunciados y boca carnosa, de piel muy oscura, el cabello muy negro, lacio y espeso, con poco vello en el resto del cuerpo. Y triste. O quizá sólo tímido, y al mismo tiempo decidido, incluso terco, ¿sabes? Tosco, pero nunca bruto, y tierno, muy tierno en los momentos de… de intimidad —confesó, también con ternura, el prostituto.
El “indio” hablaba con acento duro, le costaba pronunciar las sutilezas del castellano; decía “quero”, en lugar de quiero, “almada”, en lugar de almohada. Luisito no supo interpretarlo correctamente cuando le dijo, “Dame la almada”.
El prostituto casi rió. Sarmiento le animó con su propia risa, pero Luisito, aunque agradeciendo el gesto solidario del sargento, no se dejó desviar de su tragedia y en seguida volvió a su relato y a la tristeza—, En ese momento le entregué el alma, pensando que era lo que me pedía —. Tuvo que hacer una larga pausa, compungido—. Después me puse a reír —dio un pequeño, patético ejemplo—, cuando vi a qué se refería de verdad. Reímos los dos, como dos niños felices —. Ahora, sí, la risa, un poco histérica, fue desinhibida.
Cuando se le pasó, después de colocar una delicada mano sobre el pecho y la otra sobre los labios, como para refrenarse, continuó—, También decía “vente,” que tenía vente años. Yo ya voy por los… —se interrumpió con una sonrisa enigmática (Sarmiento le revelaría a Max más tarde que Luisito debía andar por los treinta y pico)—. Pero a él le pareció que teníamos la misma edad. Tenía un ritmo muy lento, incluso cuando hacía exigencias. Daba órdenes, en realidad —lo dijo con admiración—, y obligaba a cumplirlas. Después de hacer el amor… salvajemente, como hacía años, ¡uf!, mil años que yo no lo hacía… fue todo cariño y dulzura, como si estuviera agradecido, y mientras hablaba, me hacía pequeñas caricias. Le encantaba mi piel tan blanca y me dijo que me amaba. Y me amaba. Lo vi, lo sentí. De eso sé mucho, ¿saben? Yo le correspondí con todo mi ser, con toda mi pena, con todo —suspiró—. Pasamos juntos toda la noche. Lloró, le intenté consolar. Me dio más dinero de lo que habíamos quedado. Yo lo rechacé. Pero él insistió. “Así, al menos”, me susurró, “durante unos días, me serás fel”. Quería decir fiel. Se fue muy triste, dijo que al día siguiente le esperaba algo terrible. “Vuelve,” le supliqué, “Te estaré esperando.” Dijo sí.
>> Desde entonces no he hecho más que esperarle. No puedo pensar en nada más. Soy incapaz de irme con nadie más. Sí, le soy fel y feliz de serlo —sonrió, por su juego de palabras—. Nunca me lo hubiera imaginado. Pero soy mi propio amo, ¿sabe? Este local me pertenece. Así que hago lo que quiero. Y sólo quiero esperarle.
Sarmiento quiso confirmar la fecha del encuentro entre Luisito y el indio ingenuo. Ocurrió la noche antes del asesinato.
— Déle a ese pobre chico una buena recompensa y mantenga el contacto con él —ordenó Max al sargento cuando salían del tugurio—, por si vuelve el indio. Ah, y que en sus futuros servicios, se proteja mejor.
Porque eso fue lo que el indio ingenuo le había exigido a Luisito: hacer el amor sin ninguna protección.
Sarmiento, siguiendo las instrucciones de su jefe, investigó a Luisito, el Pulpo, y descubrió que estaba en tratamiento por el SIDA, lo que aportó un nuevo dato a la investigación: el hombre que buscaban seguramente también estaría bajo tratamiento. El que debió protegerse fue él, pensó Max, el indio ingenuo.
Inquirieron en hospitales y clínicas. Revisaron los controles policiales de aeropuertos, puertos marítimos y trenes. Por el aeropuerto del Prat habían pasado varios nativos de las Tesoro que iban y venían de su país. Sus estancias variaban entre unos meses y varios años, y normalmente trabajaban en España como servicio doméstico. Los investigaron a todos, con más meticulosidad a los ocho que se llamaban Juan o John, sin ningún resultado. El sospechoso, además del nombre, seguramente llevaba pasaporte falso.
Sarmiento convenció a Max de que se dieran un garbeo el domingo siguiente por las calles Jovellanos y Tallers, donde sabía que se concentraban colonias de tesorinos, y los días festivos salían a pasear. Hicieron algunas preguntas, sin enseñar sus placas —esta vez Sarmiento también iba de civil—. Algunos de los interrogados les miraban con recelo, pero la mayoría les respondían con total inocencia, ingenuidad. Cuando acabaron, Max aprovechó para tomarse un aperitivo en Boada, invitando al sargento —“No estamos de servicio”—, y salió del barrio completamente convencido de que nadie allí conocía a nadie que respondiera a la descripción del tal “Juan”… porque, dijeron además, un aborigen de la selva se distinguía muy claramente de los demás tesorinos; eran una etnia aparte, que poco o nada tenía de la mezcla de razas de sus conciudadanos. A Max le pareció lógico que el sospechoso no se relacionase con nadie de su comunidad con semejante misión a cumplir, pero Sarmiento no las tenía todas e investigó, por su cuenta, varios días después —para hacer méritos ante el inspector—, de nuevo sin ningún resultado.
Por más que buscaron en el piso de Lesseps, no encontraron nada que pareciera a Max que el sospechoso quisiera robar. Además de que no quedaba nada de valor, Max no creía que se tratara de un simple hurto. Era algo más importante. Tampoco había vuelto el sospechoso, informaron los retenes que se turnaban allí día y noche. Acaso había encontrado lo que buscaba la primera vez que entró en el piso, el día de su encuentro con Max. ¿Tan importante era que se arriesgara a entrar a pesar de la vigilancia policial? Quizá no se imaginó que harían otra inspección tan sólo horas después de la primera. O quizá simplemente quería regodearse en su crimen, visitando la vivienda de su víctima. Eso lo descartó Max por parecerle demasiado retorcido. Había decidido ya que el sospechoso era un ingenuo, tal como le había descrito Luisito. No, en el piso de Lesseps había o había habido algo que el indio quería y por lo que estaba dispuesto a arriesgarse con tal de conseguirlo.
Y algo aún más intrigante: ¿Por qué quedaría Elisa con él en el Café Zurich? Quizá la había seguido… Imposible. Según la portera, Elisa no salía de casa durante días, incluso semanas, y lo hacía al azar. Tampoco salía para encontrarse con amigos. No los tenía. No tenía teléfono ni móvil. La portera le subía el poco correo que recibía para que la anciana no tuviera que bajar y volver a subir aquella escalinata, y el correo nunca era más que alguna carta de la comunidad de vecinos o de la caja de ahorros que estaba a punto de embargarla, y propaganda. Y jamás se sentaría sola en un café.
Por lo que Max infería que asesino y víctima habían quedado. ¿Con qué excusa la atraería al café? ¿De qué se conocían, una mujer de noventa y cinco y joven de veinte, hasta el punto de acudir a una cita para verse?
Allí estaba, en el bar, esperándole. Insistió en que tomara algo antes de comer—. ¿O es que estás de servicio?—, dijo, en tono de burla, Lilly.
— ¿Has pedido mesa?
— Ah, pues, no. No imaginé que estaría tan lleno.
— ¿En pleno mes de junio y con tantos turistas?
— Pensaba que los turistas iban al Macdonald’s.
— ¿Acaso vas tú al Macdonald’s?
— ¿Y así me calificas, después de doce años de vivir aquí? —rió ella.
Para enmendar su lapsus, Max razonó—, Los turistas hoy día se meten en todas partes. Las ciudades que visitan no tienen secretos para ellos, incluso menos que para sus habitantes. Se guían por la Michelin.
— Vamos, un buen vermút, como corresponde a la gente de tu generación.
— Un whisky – straight.
— Oh, boy! You mean business! (¡Vas lanzado!)
— Nada de business, estoy desesperado. Quiero olvidar. Al menos, durante unas horas.
— Nunca comprenderé cómo has escogido ese oficio tan desagradable. Podrías haber sido un… un gran arquitecto, por ejemplo, como tu abuelo y tu hermano. Siempre estás mirando los edificios hasta en sus últimos detalles.
— Hay mucho que ver en Barcelona.
— Podíamos haber trabajado juntos, haciendo proyectos que dejarían a todos asombrados. O un gran médico. Iría mejor con tu carácter… compasivo.
— ¿Compasivo? Deberías oír a mis subordinados.
— Daría lo que fuera por ser una subordinada tuya.
— Lilly… —dijo pacientemente; luego sonrió—, estás muy guapa hoy.
— Para lo que me sirve…
— Para ti misma, para eso sirve. Para ir por la calle y provocar accidentes, para alegrarle la vida a cualquiera que tenga la suerte de cruzarse contigo.
— Sabes que desde Hughie, no ha habido nadie.
— No debe ser fácil encontrar a otro como él.
— Pues, lo encontré. Incluso mejor. Pero es como si yo no existiera para él —. Le miró significativamente.
Max temía que eso sucedería tarde o temprano. Debió preverlo. No debió permitir que se creara la situación propicia. Pero, ¿qué tenía que haber hecho? ¿Negarse a verla con el recato de una damisela mojigata?
También la miró. No quería ser él quien lo dijera primero. Ahora, al afrontar el problema cara a cara, se dio cuenta de que no podía ser, que quería a Bárbara y quería quererla. Habían pasado mucho juntos. Ya no era la pasión del principio, obviamente, pero sí, alguna vez, aún… Además, le gustaba pensar que habían crecido el uno en el otro.
De todo eso tuvo que recordarse en ese momento.
Su mirada pensativa se convirtió en expectativa, para darle la oportunidad a ella a que dijera lo que quisiera.
Lilly le observó, le estudió, un buen rato. ¿Había llegado el momento de la verdad? Su respuesta, sin duda negativa, acabaría todo entre ellos, su camaradería, que ella valoraba tanto, su complicidad, su sentido del humor, tan particular, sólo para ellos dos. Al cabo de un momento, decidió recurrir una vez más al viejo humor, y rió—, No me mires así, que me derrito. ¿Pedimos?
Sus manos tropezaron cuando ambos fueron a coger las cartas sobre la mesa.
Sintió la suavidad del tacto, de la piel cuando su mano montó la de ella.
— Debes deshacerte en la boca como la miel… Olvídalo. Perdona —. Se levantó y marchó.
— No te vayas. Max, no seas tonto. No es tan grave—, dijo ella, en tono demasiado bajo para que él la oyera, y lo sabía.
Dio un portazo al entrar en su despacho. Lo que le enfurecía más que su lapsus, era haber huido cual adolescente asustado. ¿Cómo era posible que hiciera una cosa así? ¿Es que no había aprendido nada? ¿Sus cinco décadas no le servían de nada?
Tuvo una adolescencia… ridícula, era la palabra con que siempre la definía. No sabía nada, menos aún qué hacer con su vida. Su padre era un hombre más que introvertido, indiferente, funcionario del estado, siempre distante con la familia, y aunque su madre, de una acaudalada familia inglesa, mostrara algo más de sentimiento, siempre impuso una disciplina férrea a sus hijos. El menor, Hugo, doce años más joven que Max, se refugiaba en él, y eso obligó al mayor a responsabilizarse cuando aún no estaba afianzado él mismo.
Al principio pensó dedicarse a la arquitectura. Su abuelo paterno, Falcó Dalmau, que a menudo le ejerció de figura paterna, fue un arquitecto muy respetado en la ciudad, y aunque al final Max optó por otra profesión, aquella primera inclinación influyó definitivamente a Hugo —por contagio—, que se convertiría en el arquitecto más brillante de su generación. Hugo siempre tuvo mucha prisa en hacer las cosas, en conseguir sus objetivos. Cuando falleció con sólo treinta y cuatro años, Max comprendió por qué.
Después de jugar con la idea se construir algo, quiso solucionar algo. ¿Por qué construir algo nuevo, si había tantas cosas que arreglar de lo ya existente? Durante un tiempo pensó en hacerse médico. Luego le vino la obsesión por proteger. Por hacer justicia, que era lo mismo. Tal como protegía a su hermano menor. Proteger al desvalido, a la sociedad. Pero, ¿cómo proteger a la víctima, en el caso de que ya hubiera muerto? Al final, vio que la solución no estaba en las ideas, sino en el sentimiento: la víctima desaparecida aún necesitaba protección… haciéndole justicia, por una cuestión de honrar su memoria.
Más tarde, tuvo una revelación: el culpable también necesitaba protección, que se le administrara justicia. Todo criminal ha sido víctima anteriormente, resumió.
¿Qué sacaría con ello? La sola idea de sacar algo, algún beneficio propio, al principio le pareció mezquina. Era muy joven entonces.
Pero había algo más, algo en el fondo de su ser que le impulsaba a… reprimir. Como él había sido reprimido. Al principio se justificó: toda protección resulta en una represión para alguien. Inicialmente se conformó con eso, y continuó con su intención.
Pero, ¿hacer justicia en una entidad tan reaccionaria como la policía franquista? Sin embargo, ya entonces sabía que su caso era siempre una excepción. Ya en la escuela, en el bachillerato —y esperaba que ocurriera igual en la Academia Superior de Policía—: no seguía la corriente, los ambientes que predominaban. Lograba hacer las cosas a su modo, sin llamar la atención. Eso haría en el Cuerpo. Además, por suerte para él, la dictadura finalizó cuando tenía trece años. Eso fue lo que acabó de decidirle. Esperaba que las viejas políticas y mentalidades, los viejos métodos, se hubieran superado cuando llegara a la Academia. No fue así del todo. Aún hoy prevalecía alguna. O quizá lo daba el oficio en sí. Él nunca se lo permitiría…
Con el tiempo, se fue haciendo más consciente de su propia falla: el antiguo impulso, hábilmente silenciado, camuflado, durante varios años, de reprimir. ¿De dónde le venía? ¿Por qué? Lo importante era admitirlo. Esa fue su más gran revelación, a la que al principio se había resistido. Pasó la segunda etapa de su carrera intentando controlar ese impulso, anularlo o, en todo caso, encauzarlo, que sirviera de algo positivo. Incluso siguió tratamiento psicológico, secretamente, durante bastante tiempo. Ahora le parecía que estaba controlado, aunque todavía tenía que esforzarse en ciertas ocasiones.
Nunca aspiró a un puesto que no fuera la investigación. Se lo ofrecieron varias veces. Pero salir a la calle, hacer sus pesquisas y neutralizar al culpable era su único talento, su único interés. Aceptar un puesto de mando o un cargo político habría enturbiado su propósito inicial. En muchas ocasiones, por su entrega al trabajo, se resintió su familia. Con el tiempo, Bárbara acabó aceptándolo, y su hijo menor parecía que también, pero al mayor le causó un resquemor que aún hoy perduraba.
Se sentó detrás de su escritorio, el lugar que sentía que le correspondía por derecho propio, por todo el trabajo realizado a lo largo de los años. Aquí sería donde encontraría la solución. Una nueva solución. Siempre había una más allá. Incluso después de la determinante: el arresto y neutralización del culpable. Siempre quedaban hilos sueltos, como investigar la razón de la violencia en cada caso, para curarla. Pero la urgencia por solucionar era siempre acuciante. No había tiempo para nada más.
Volvió a abrir la carpeta cuya portada decía: “Caso Elisa Claramunt.”
— Elisa, estoy tan perdido como tú —dijo a una de las fotos que estaba en el interior del dossier: Elisa con quince años, tomada en un estudio de Barcelona, mirando al fotógrafo con un gesto que parecía decir, “¿Cómo quiere que sonría?” Había más instantáneas de diferentes épocas de su vida. Todas las demás, así como los álbumes, documentos, la cabeza de cartón, el retrato de Elisa, la Luger, estaban en el archivo general.
¿Acaso estaba personalizando el caso? Eso iba en contra de sus principios, de lo que siempre había pregonado, de lo que se había impuesto. Ahora se esfumaban todos esos principios. Volvió a cerrar la carpeta y escapar.
Nada había delante de él más que el Mediterráneo, ni siquiera los grandes cargueros que normalmente se dibujaban en el horizonte, ni un velero. Nada obstaculizaba su vista. Eso era, precisamente, lo que necesitaba. Sentado en una mesa delante del gran ventanal, su mirada no se apartó del azul ni cuando hizo su pedido, en el restaurante circular de Garraf.
Con el primer trago de la cerveza muy fría, empezó a tranquilizarse. Incluso se medio reconcilió consigo mismo. No era tan terrible lo que había pasado con Lilly. Lo imperdonable fue que él huyera. Pero ella se merecía que le expresara, por fin, sus sentimientos. Se merecía sinceridad. Sabía que no pasaría de allí. Al menos, esa era su intención, incluso su convicción. Pero ella necesitaba que se le dijera la verdad. Era noble, honesta; no merecía el disimulo, la hipocresía. Iba siempre de frente. Valiente. Nunca hacía exigencias. A nadie. Lo sucedido sólo se debía a la corriente tumultuosa de la vida. Después, ellos, como adultos que eran, sabrían qué hacer con esa verdad. Realizarla, superarla o suprimirla brutalmente, dejándola para siempre en un rincón de la mente y el corazón. Sí, reprimirla para no herir a nadie. De nuevo reprimir. Lo que importa es conocer la verdad. Vivir con ella, para que nos atormente o para que nos redima. Pero hay que tener el valor de no mentir a estas alturas.
Al volver a jefatura fue directamente al archivo sin pasar por su despacho. Allí pasó la tarde, calculando mecánicamente las edades de los personajes que aparecían en las fotos de Elisa Claramunt, incluso realizando un árbol genealógico de toda la familia desde el patriarca. Eso le ayudaría para ubicar a las personas y los lugares de esa historia tan complicada. Tenía que llegar a la raíz, conocer dónde había comenzado el asesinato de Elisa Claramunt, y se convenció que no le importaría la que fuera. Sólo necesitaba saber.
Llegó a casa ya tarde. Su mujer le dijo que había llamado Lilly, pero no había dejado ningún recado. Eso confirmó una vez más que Bárbara tenía plena confianza en él y en Lilly.
Había apagado su móvil al llegar al Ateneo y se había olvidado de volver a encenderlo. Además de otra llamada de Lilly, había una del inspector Méndez, pero sólo decía que quería comentarle una cosa de parte de Sarmiento. Pocos eran los colegas que tenían su número y esos pocos tenían instrucciones precisas de no especificar demasiado sus mensajes. Max no quería que Bárbara o Anna supieran demasiados detalles sobre su trabajo.
Ese recado también decidió ignorarlo. Era ya muy tarde. Se sentó junto a Bárbara y Anna, y vieron, completo, un concurso en la televisión, entretenido e intrascendente.
Se entretuvo más que de costumbre con sus muecas ante el espejo. Desde la cama, Bárbara le oyó reír, al principio flojito, después una sola carcajada y, con una sonrisa anticipadora en sus propios labios, estaba impaciente por preguntarle de qué se trataba cuando saliera del cuarto de baño.
El recado de Sarmiento era que había localizado al indio ingenuo. Él y Max se acercaron al Hospital del Mar, en la Barceloneta. Se había presentado un individuo que se hacía llamar Juan Hernández, solicitando que le recetaran algunas pastillas del protocolo del SIDA. Dijo que procedía de una tribu de la Amazonía colombiana y por eso hablaba el castellano con dificultad. La razón de su solicitud era que se había descuidado su medicina en casa debido a su repentino viaje a España para visitar a un familiar enfermo. Después de interrogarle exhaustivamente, el médico, siguiendo la política del hospital de aceptar a cualquier enfermo gratuitamente, de la condición o nacionalidad que fuera, le recetó los medicamentos.
“Juan Hernández” dio la dirección de su pariente enfermo como residencia temporal —4º 1ª del número 3 de la calle Jovellanos—, y desapareció con la promesa de volver a la semana siguiente para un reconocimiento más exhaustivo. Según el médico que le atendió, estaba en la primera fase de la enfermedad.
Fueron a comprobar la dirección de la calle Jovellanos, pero, tal como sospechaba Max, nadie allí supo dar razón de “Juan Hernández” ni de ningún pariente suyo.
La decepción del inspector fue más grande de lo que habría imaginado, y le reprochó a Sarmiento su triunfalismo por haberle anunciado que había localizado, incluso que ya le tenían, al sospechoso. El sargento vio cómo en unos segundos se iba al traste la camaradería que se había creado entre el inspector y él en los últimos días, y se maldijo por su estupidez.
¿Qué había sucedido entre la sonrisa melancólica de Elisa en la foto hecha en un estudio de Barcelona y su risa alegre, alborozada, en una excursión con un grupo de amigos en barco de vapor por un río de Lután, la isla más grande del archipiélago? En otra instantánea de la misma situación, ella contemplaba la ribera selvática, de pie, sola, en la misma proa del pequeño vapor, que salpicaba espuma por la velocidad que llevaba, sin borda que la protegiera, sin sujetarse a nada para no caer, el viento en el cabello, valiente, segura de sí misma… ¿Era la misma chica?
Max se preguntó, ¿Se había enamorado? ¿La correspondían? Luego reflexionó, como si la felicidad sólo pudiera atribuirse a eso. Aun así empezó a mirar a todos los hombres que había en las fotos del vapor, charlando, riendo, e insistió, ¿Quién podía ser su amor?
En esas fotos no encontró a nadie que le pareciera probable, pero en las de las fiestas y bailes en la capital, sí pensó que podría ser uno de los chicos en concreto. Era muy rubio, quizá norte o centroeuropeo, quizá de visita en Las Islas, o hijo de algún hacendado afincado allí. La razón de su sospecha fue que era el mejor parecido y aparecía en varias fotos junto a Elisa, aunque siempre en un grupo. Buscó más fotos suyas.
Elegantemente vestido con un frac, en una fiesta del Casino Español de Maniva, según anunciaba un cartel sobre un escenario donde había una orquesta con este apunte, “¡Felicidades Elisa - 1938!” (su decimoctavo cumpleaños). El chico rubio estaba entre un grupo de muchachos, todos igual de elegantes, que rodeaban a Elisa y otras chicas, con lujosos trajes de noche, sentadas en una mesa redonda, rientes, aunque simulaban espanto, pues los chicos parecían acecharlas, alguno descomponiendo con la risa su expresión, pretendidamente feroz. Todos eran occidentales, no había ni un nativo o siquiera mestizo entre ellos. En otro plano general de otra fiesta, ambos estaban en un extremo de la pista de baile; la lupa les descubrió. Aún otra foto mostraba al joven rubio en medio de un gran grupo; había un meticuloso listado de nombres en el reverso, con un numerito encima de las cabezas de cada personaje de la imagen para identificarles. El número 9 era Max Heldt —¡Max! Ese, sin duda, debía ser el Max de la carta—. No había ningún otro Max en el listado de nombres, que acababa con esta inscripción, “En el Casino Español, Maniva, 17 de mayo de 1938. ¡Me he prometido! ¡Debo de estar loca!”
Volvió a las fotos de la selva —por cronología, eran posteriores a las de las fiestas en el casino o en casas particulares en Maniva—, buscando más fotos de Max Heldt. Ya no aparecía en ninguna. ¿Habían roto el compromiso? ¿Significaba eso que fue un amor desgraciado o pasajero?
¡Claro que tenía pretendientes, y seguramente también amantes, quizá decenas de amantes!
No se aguantaba más a sí mismo. Se hundía. Se ahogaba. Tenía que salir de allí.
— ¡No te acerques! —, grita Elisa hacia atrás y, riendo, vuelve de nuevo la cara hacia la fuerte brisa en la misma punta de la proa de la lancha de vapor.
Su hermano Fermín, a su espalda, con los brazos abiertos, y vigilante —por si tiene que saltar a sujetarla— no da más pasos hacia ella.
— ¿No os encanta? —exclama por encima del hombro a sus amigos, pero sin quitar la vista del paisaje que se abre ante ella.
— Sí, sobre todo ese tufo que sueltas y que contamina la brisa que nos llega… ¡Umm!—exclama uno de sus amigos, como saboreándolo con placer.
— Sí, Elisa, ¿a quién se le ocurre ponerse ese ungüento de los indígenas? —reprocha una de las amigas.
— ¡No sólo espantarás a los insectos, sino a nosotros también! —dice aún otra.
Los demás ríen.
El vestido de hilo fino, de color crema, un poco transparente a pesar de su doble tela, con la falda larga hasta los tobillos, impulsado por la brisa, se le ciñe al cuerpo, metiéndosele entre las piernas, acentuando su contorno esbelto. Despierta su sensualidad. Se sonroja. Por suerte los demás sólo le ven la espalda. Pero llega un momento que no puede aguantar más, y se pone la pamela delante de las piernas, como si se protegiera de una violación. La salvaje brisa se la arrebata de las manos. Ella vuelve la cabeza siguiendo la trayectoria de la pamela, pero el cabello suelto, muy rizado ahora por la humedad del ambiente, le priva la vista. Se lo aparta con ambas manos, y ve el blanco inmaculado de la pamela flotando plácidamente sobre el agua marrón. Era su pamela favorita, y no le importa. La observa hasta que se pierde de vista. Ríe y la risa y el movimiento de girarse de nuevo hacia la proa, hacen que se acerque aún más al borde, de donde le sobresalen las puntas de los zapatos. No retrocede. Sabe que no caerá. De pasada, mira de nuevo hacia Fermín. No quiere excluirle, pero tampoco que la prive de la excitación, el miedo, la locura de encontrarse por primera vez sola ante el mundo, según su propia definición.
Están en el río Luktilu, un afluente del gran Luk-kala o Lukala (río-serpiente, por las muchas vueltas que da), el gran río que nace en la jungla, Ala Ashar, y atraviesa toda la isla de Lután. Ha sido idea de Elisa venir aquí con su grupo de amigos.
El ruido del motor baja de intensidad, la lancha pierde velocidad repentinamente, descansando de nuevo su proa sobre el agua, y Elisa pierde el equilibrio. Fermín la agarra en el último momento. Riendo entre sus brazos, Elisa le planta un beso en la mejilla.
— Sufridor —le reprocha.
Se van acercando a un pequeño muelle de madera muy deteriorado en la orilla. Elisa arguye que no lamenta la pérdida de su pamela con velo mosquitero, pues el ungüento que le han recomendado los indios es suficiente protección. Además, entre los árboles, ni siquiera notará el sol. No quiere lamentar nada de lo que ocurra en este día. Se quita los zapatos de hebilla y medio tacón, se levanta la falda. No lleva medias. Sus piernas, morenas del sol que lleva ya días tomando, no las necesitan, a pesar de las objeciones de su ama antes de marchar, “¡Vas a parecer una indígena!” “Como tú.” “¿Qué dices? Yo soy de la capital, ¡y no tengo nada que ver con esa selva asquerosa ni su asquerosa gente!”
Sube con gran facilidad la escalerilla de mano hasta la pasarela de madera, que se tambalea un poco. Detrás de ella sube su hermano y detrás de él, los invitados —catorce en total—, los cocineros y los mozos, que les ayudan a superar la escalera y luego el estrecho muelle. Elisa se ha abstenido de traer también a las criadas, tendrían demasiada aprensión en semejante lugar. Los convidados, con sus velos mosquiteros, que les difuminan las caras, llegan, sanos y salvos, al pequeño llano anterior a la selva impenetrable donde tienen previsto hacer el picnic. En seguida, los mozos empiezan a disponerlo todo, muy vigilantes de no pisar nada que les pueda picar. Primero queman, con fuego controlado, lejos de la alta vegetación, la hierba corta del lugar escogido, lo apagan a los pocos minutos. Con sulfato, trazan un círculo alrededor de los señoritos, con la esperanza de ahuyentar a cualquier intruso. La seguridad de las personas compensa el olor intenso del sulfato. Luego, colocan en el centro del círculo, más o menos equilibradas, dos mesas largas, formando una L, exquisitamente puestas, con sus correspondientes sillas plegables, y hasta una pequeña barbacoa, donde los cocineros de inmediato empiezan a trabajar.
— Realmente, Elise, ¿por qué tenemos que hacer el picnic aquí? —se queja, apartando su pañuelo de la nariz unos instantes, una de las amigas.
— Primero el ungüento y ahora este sulfato… ¡Por favor…! —lamenta otra.
— Tendríais que estar acostumbradas, pues es el olor de vuestro hábitat —responde Elisa, entre risas— .… ¡el Infierno!
— El olor del infierno es de azufre —corrige uno de los jóvenes—, y por muchos años que vivamos en él, nunca nos acostumbraremos… por eso lo llaman El Infierno. ¡Nadie se encuentra a gusto allí!
Algunos ríen, siempre a través de sus pañuelos perfumados.
— El olor marchará en seguida, señorita —el jefe de mozos explica a la primera que se ha quejado.
— ¿Lo ves? —zanja Elisa, alejándose del grupo.
— Entonces, ¿de qué ha servido —de nuevo se queja la primera—, si ya no espantará a las bestias?
— Porque las bestias tienen un olfato más fino que el nuestro y aún lo huelen.
— Pues yo también lo huelo aún.
— ¡Porque debes ser una bestia! —ríe otro de los muchachos.
— Qué gracioso…
Elisa ha insistido, hasta el punto de forzarles, en hacer este picnic precisamente aquí. Con una fuerza de carácter que a ella misma sorprendió, rebatió todos los argumentos en contra de su idea y al final se ha salido con la suya.
Mientras los cocineros hacen su trabajo, algunos de sus amigos —mirando muy bien dónde ponen el pie— siguen a Elisa un poco más arriba, encontrándose de nuevo con el serpenteante río. Les han asegurado que no hay cocodrilos aquí, pero no las tienen todas. No obstante sus prevenciones, inmediatamente quedan fascinados por la belleza que les rodea.
Otros chicos quieren ayudar en la pesca que organizan los mozos —será su plato principal— y ordenan sacar sus cañas. Las chicas forman un corrillo para charlar, siempre dentro del círculo protegido y siempre a través de sus velos mosquiteros y sus pañuelos de seda perfumados.
Elisa y su pequeño grupo se limitan a admirar el paisaje y a escuchar el bello y muy ondulado canto del igala, una de las variedades de ave del paraíso autóctonas, que raras veces se deja ver, cuyo canto llena el aire con su variada melodía —se dice que alcanza las doce notas de la escala temperada— y que crea la sensación de encontrarse uno, verdaderamente, en el paraíso terrenal.
Transportada por el canto del igala, el corazón palpitándole de esperanza, Elisa escruta los márgenes del río.
— Habitantes de este paraíso, ¡venid! —grita a la selva—. ¡Os quiero conocer!
El eco le devuelve el grito amplificado.
Inmediatamente, el igala calla y, revelando su escondrijo en la copa de un árbol altísimo, alza el vuelo, extendiendo las grandes alas de color naranja eléctrico, la larga cola azul índigo y la cresta amarilla erizada en señal de alerta, e igual que otros pájaros y decenas de murciélagos, huye a un lugar más tranquilo. Al inicio de su vuelo, desciende hasta casi rozar las cabezas de los chicos —todos, excepto Elisa, se agachan—, emitiendo una sola y aguda nota, y luego se alza a gran altura hasta desaparecer.
— Calla —reprueba Fermín en voz baja—. ¿No ves que lo espantas?
— Merecía la pena, sólo por verlo. ¡Es bellísimo! Además, no se ha espantado. ¿No te has fijado que casi nos roza las cabezas? No lo habéis visto porque os habéis encogido —, ríe—. Tontos. ¡Era un saludo de bienvenida!
— Era una aviso para que le dejemos tranquilo —replica otro muchacho.
— Venga, volvamos —casi ordena Fermín, cogiéndola del brazo.
Elisa se deja llevar, risueña—. El igala no es agresivo. Es plácido e independiente.
— ¿Desde cuándo sabes tú tanto sobre los igalas?
— Desde ahora mismo.
Fermín la mira, extrañado, unos instantes—. ¿Qué te pasa últimamente?
— ¿Qué me pasa? Pues, que estoy encantada de estar viva, de vivir aquí… ¡y de ser tu hermana!
Se reúnen con las chicas alrededor de las mesas.
— Tú no vives aquí. Sólo estamos de vacaciones. Que sólo durarán tres semanas, gracias a Dios.
Dando vueltas sobre sí, mientras Fermín la conduce, ella ríe—, Ay, ¿qué me pasa? Pero, ¿qué me pasa? —Con voz grave, “de hombre”—, ¿Qué le pasa, señorita? —Riente—, ¿Qué me va a pasar, hermanito querido? Nada. ¡Nada me pasa!
— Nada, ¿eh? —interviene otro de los muchachos—, Pues yo también te veo rara. Desde hace exactamente ocho días.
Las chicas ríen. Alguna recalca la duda—, Sí, ¿qué le ha pasado a nuestra pequeña Elisa?
Antonia, su mejor amiga, reafirma—, Ha dicho que no le pasa nada.
— ¿Se habrá enamorado? —insinúa otra.
Otra apunta—, ¿Podría ser de un tal Max?
Otra más—, Esperemos que sí, ya que se ha prometido a él.
Y aún otra—, Y si es así, ¿cómo es que no está con su enamorado, y no aquí… en busca de aventuras?
— No me he enamorado de nadie —ataja Elisa.
— Pues, qué imprudencia, ¿no? ¿Prometerse?
— Siempre estáis con lo mismo, tontitas —acaba Elisa. Gira la cara, sonríe ampliamente y abre los brazos hacia la selva, una exteriorización que tan sólo hace ocho días ni ella misma creía posible—. Es que… ¡estoy descubriendo el mundo!
— Al menos, Ala Ashar, en las Islas Tesoro —especifica otro.
— Solo hay un camino a ese descubrimiento para una jovencita: el amor.
— Y si no es de Max Heldt, ¿de quién podría ser?
— ¡Y dale! ¿Acaso los conquistadores… descubrieron estas tierras porque se habían enamorado? —arguye Elisa, como último recurso.
— Claro que sí —replica otro de los muchachos—. Pinheiro, por ejemplo. Llegó a estas costas atraído por el canto de una nativa que le esperaba en la playa, como le pasó a Ulises con el canto de las sirenas. Pero a Pinheiro nadie le ató al mástil, y por eso siguió a la voz y desembarcó aquí, ¡quedando prendado inmediatamente por la bella nativa! Tenía pensado continuar viaje, pero aquella ninfa le retuvo… ¡y él perdió la vida a manos del padre de la chica, el bárbaro Mapu-Mapu!
Todos ríen, menos Elisa, que hace ver que esas bromas no la afectan por infundadas, y sigue escrutando las orillas del río.
Hace exactamente ocho días quiso acompañar a su padre en una de las inspecciones a sus tierras que producen caucho en los márgenes de Ala Ashar. Después su padre tendría que volver a Maniva, pero Elisa y Fermín se quedarían con sus catorce invitados para pasar unas vacaciones de tres semanas en Dos Ríos, la finca de los Claramunt en la ladera de la montaña Ía Sama, justo anterior a la gran selva, la parte más alta de la cordillera que la protege. Elisa nunca había estado aquí, pues su madre siempre argumentó que no era lugar para una niña pequeña. Incluso ahora puso condiciones: que Fermín acompañara a los excursionistas para asegurarse de que no corrieran ningún peligro o cometieran ninguna imprudencia, con “un ejército” —según Elisa— de criados, capitaneados por el shuanda (especie de mayordomo-capataz), y la nané, el ama de Elisa desde que nació.
En el viaje a los cultivos del caucho, sin embargo, Fermín y los invitados han preferido quedarse en casa. A bordo del pequeño vapor, “La Tacita de Plata” —toda blanca, como corresponde a su nombre—, sólo viajan, además de Elisa, su padre, Eugenio, el timonel y los diez criados que siempre lo acompañan en sus desplazamientos a la selva, por si necesitara protección. Pero éstos son tan discretos, que casi se funden en el paisaje, el timonel se concentra en dirigir el barco, y Elisa y su padre tienen la agradable sensación de estar prácticamente solos. Hacía tiempo que no tenían un momento para sí y ambos lo añoraban.
Charlan animadamente durante el inicio del viaje, pero al cabo de una media hora, sus voces y sus risas se van apagando, influidos por la serenidad que les rodea. Entonces Elisa vuelve la cabeza y se maravilla ante la majestuosidad del paisaje. Árboles altos, frondosísimos. Resplandor en sus copas; oscuridad, profundidad y misterio entre sus truncos. El río da vueltas y más vueltas, hasta que la vegetación gigante corta la perspectiva, y el río se pierde por entre ella. Navegan sobre el cielo, que las aguas reflejan con todos sus colores —azul, blanco, gris, violeta, rosado—, y se ve el aire; no en el movimiento de las hojas o las olas por su efecto, sino el aire mismo, cómo un cuerpo más, finamente transparente. Nunca ha visto el aire. Fluye sobre la tierra, transparente, y en él flotan todo de partículas e insectos minúsculos. Todo un mundo que envuelve la tierra. Ve la plenitud de la tierra.
— No hay ni un centímetro que no rebose vida —, reflexiona en voz alta.
— ¿Qué dices, hija?
Ella no contesta y ambos vuelven a guardar silencio, sólo roto por el grito de algún ave o alguna fiera en alguna parte de la selva, el monótono chut-chut de La Tacita y el suave rumor de la conversación de los mozos, un grupo compacto en la proa, en el que no se distinguen individualidades. Aunque familiarizado ya con ese paisaje, debido a sus frecuentes viajes, Eugenio Claramunt siempre renueva su asombro cuando lo vuelve a ver. Comprende perfectamente lo que siente su hija. Es inevitable emocionarse, y también se emociona ante la reacción de ella. Ya es capaz de apreciar estas cosas. Ya se ha hecho mayor.
— ¿Cómo es que el abuelo no viene nunca por aquí? ¡Con lo precioso que es!
Se refiere a Teófilo Puigneró y Bertrán, su bisabuelo, en realidad, pero al que ella y Fermín llaman abuelo, porque los verdaderos abuelos han muerto. Además, así le sienten más cerca, y bisabuelo es demasiado largo.
— Tu bisabuelo está muy mayor, hija.
— Siempre allí encerrado, en su palafito, en medio de ninguna parte…
— ¡Eso no se lo digas! —ríe Eugenio—. Está en medio de sus dominios, explotando su mina.
— … solo como un ermitaño.
— No está solo, tiene a su shuanda, y aún mantiene a sus trabajadores…
— Sí, ¡vaya con su shuanda! Es casi tan viejo como él. E igual de cascarrabias.
— Y tú, ¿cómo lo sabes?
— Porque el abuelo me lo ha dicho.
— Su shuanda es un santo varón por aguantarle.
— No aguantas a quien quieres, papá. Que es el caso del shuanda. Y el mío. Ambos estamos locos por él.
— Sí, ya veo.
— No te pongas celoso. A ti también te quiero.
— Celoso, ¿yo?
— Celos negados… ¡celos confirmados!
— Déjate de tonterías, y dime: ¿habláis mucho?
— Cuando viene a Maniva… —y en tono de queja—: ¡que es de Pascuas a Ramos!
— Y, ¿de qué habláis?
— Tengo que convencerle de que venga aquí. Sólo yo lo puedo conseguir —, presume—. Aunque sea por última vez.
— No me quieres contestar, ¿eh?
— Papá, hablamos de todo un poco. De mí, de él, de lo que piensa. De lo que rinde o deja de rendir la mina…
— ¡La tendríamos que cerrar, esa maldita mina! Ya no produce nada. Sólo la mantenemos por él. Para que tenga algo en que ocuparse.
— Él la mantiene, papá. Y está en su derecho, ¿no?
— Pero dime, ¿de qué más habláis?
— De cuánto quería a la bisabuela…
— No quiero que te meta ideas raras en la cabeza.
— El amor, ¿es raro?
— Me refiero a sus filosofías de la vida… ¿Y de mí? ¿Habla de mí?
— Alguna vez.
— ¿Y qué dice?
— Nada especial.
— Ya, que soy un arribista.
— ¡Qué bonito es todo esto! Bonito, no. ¡Bellísimo! —Se levanta y mira por la borda.
Eugenio la sigue con la mirada, y piensa, Otra muestra de que se ha hecho mayor: usa la diplomacia. Pero sólo dice—, Es un terco. No quiere admitir que he duplicado, y en algunos casos, triplicado su gran imperio. El advenedizo, me llama. Nunca me quiso. Aunque le gusta lo que produzco —. Suaviza el tono—, Especialmente, tú. Pero… ¿quién no te va a querer a ti?
Ella ha dejado de mover la cabeza de un lado a otro para abarcar todo el panorama, como hace unos instantes. Se ha quedado mirando algo fijamente. Desde el ángulo del que la mira, Eugenio no puede ver de qué se trata. Sólo ve la parte posterior de su cabeza, su cabellera castaña rizada, revuelta por la brisa. Le da pereza levantarse de su asiento y se resigna a no saber qué observa su hija con tanto interés.
— Elisa, ven aquí.
Ella espera aún un poco y sigue mirando al joven semidesnudo, cubierto sólo con una falda corta, blanca, reluciente, en la orilla del río, que también la mira, hasta que el vapor gira por otro recodo.
— Elisa.
Se vuelve hacia su padre, sonriente—. No sabía que nuestro país fuera tan bello, papá.
— Ah, pues sí, España es muy bella
— ¡No me refiero a España! —Le aclara Elisa, entre risas—. ¡Estas tierras! Tu país será España, rancio caballero, ¡pero el mío es éste!
— Ah, ¿eres una aborigen?
— Claro que sí. Nací aquí, vivo aquí, y siempre viviré aquí.
— Siempre, no se puede decir nunca, señorita —dice el “Capitán Rota,” el timonel y dueño del vapor, empleado de Claramunt, así llamado por ser originario de esa ciudad gaditana.
Elisa estira los brazos voluptuosamente y hace oídos sordos. Su padre le aborta el gesto con una mirada, previniéndola que se recate ante la presencia del timonel y los mozos.
Elisa insiste—, Europa ha sido sólo unas vacaciones. Algunas muy largas y muy agradables —y volviendo de nuevo su cara hacia la selva y la brisa, concluye—, pero sólo unas vacaciones.
Se sienta en el fondo de la barca, sobre una alfombra y unos cojines dispuestos previamente, apoyando la espalda en la panza de su padre, entre sus piernas. Él la rodea con los brazos, juntando la mejilla a la de ella. Una postura poco recatada, pero su padre ya se está acostumbrando a sus particularidades, y la disculpa.
En su pereza, Elisa deja caer un brazo y la mano se le mete en el agua. Inmediatamente, su padre se la retira.
— No hagas eso.
— ¿Qué pasa?
— Puede haber piraña por aquí.
— Papá… —se queja ella, viendo cómo el Capitán Rota reprime una risa.
En ese momento, un gran pez salta del agua, se mantiene unos segundos en el aire, para ver qué es eso que invade su territorio, y vuelve a caer.
Elisa da un grito—. ¡Pirañas gigantes!
— ¡Era un delfín, señorita Elisa! —suelta por fin la carcajada el capitán.
— ¿Un delfín en un río?
— Aquí, sí, señorita.
— ¿Y cómo es que no se lo comen las pirañas?
El capitán vuelve a reír—, Tienen la piel demasiado gruesa, señorita.
— Pero, ¿y los ojos?
— Los cierran, señorita, ¡los cierran!
Elisa mira a su padre. Su expresión de inocencia confundida cautiva aún más a Eugenio, que también ríe.
— ¡Me estáis tomando el pelo!
— Hija mía, nos estamos acercando a la selva propiamente dicha, donde existen y ocurren cosas que no existen ni ocurren en ninguna otra parte…
— Pensaba que ya estábamos…
— Esto es sólo el principio, los márgenes de la jungla. Ala Ashar en sí es mucho más impresionante. ¿No es cierto, Capitán Rota?
— No lo dude, señor, ¡Ala Ashar!
— ¡Pues vamos deprisa, capitán!
Rota y Eugenio vuelven a reír.
— En realidad, no entraremos en ella, hija. Es muy peligrosa.
— Vaya…
— No te quejes… y disfruta de las vistas, que suerte tienes que te haya dejado venir hasta aquí.
Perdida su pereza repentinamente, Elisa se vuelve a incorporar, fijando de nuevo su esperanzada mirada en la orilla—. Pues, déjame que te diga una cosa, papá… ¡incluso sus márgenes son maravillosos! —y se deja caer de nuevo entre las piernas de su padre, como noqueada por la belleza que la rodea—. No viviría en ningún otro lugar.
Le planta un beso en la mejilla. Recorren un trecho más en silencio, y luego Eugenio le cuenta más cosas sobre la selva y sus gentes. Ella pone gran atención en cuanto dice.
— Se unen a su pareja… bueno, se casan, según sus propios ritos… para toda la vida. Como nosotros.
— Bueno, como algunos de nosotros… —corrige Elisa.
— ¿Por qué lo dices?
— ¿No se han divorciado Lolita y Víctor en Francia, y ella se ha casado con otro?
— No tienes que fijarte en esas cosas.
Ella ríe—, Papá, me fijo en todo.
Es entonces cuando se fija en el pequeño claro entre la vegetación junto al río, con endeble muelle incluido, donde querrá hacer un picnic ocho días después.
Acabado ya el picnic, Elisa se siente decepcionada. No ha vuelto a ver a aquel joven. Al atardecer, tanto su hermano como los invitados la apremian para marcharse. Ella por fin cede. Entonces, le parece ridícula su cabezonería de venir a hacer el picnic aquí, excesivo el trabajo al que ha obligado a los criados, todo el plan completamente absurdo. Todo basado en una esperanza vana.
Cuando sus amigos se retiran a sus habitaciones para ducharse y vestirse para la noche, sale a la gran terraza que da a la espesura. El sol se ha puesto pero su resplandor aún ilumina el cielo. La hacienda se llama Dos Ríos (Zo Luká, en tálog, el idioma oficial de las islas), por estar en el distrito así denominado, entre los ríos Quaíve y Luktilu, en el margen de la gran selva. También poseen terrenos más al interior, pero no los explotan por ser de difícil acceso.
La casa está en la ladera noreste de la montaña Ía Sama, por lo que ofrece una magnífica vista de la jungla y los dos ríos más abajo. Toda de madera, la construcción se eleva del suelo sobre gruesas columnas elaboradas con motivos autóctonos, parecidas a los tótems. Sus techos son altos, y amplias sus ventanas, terrazas y porches, lo que crea corrientes de aire estratégicas, y resulta más fresca que la casa de Maniva. La única desventaja, además de la distancia y los insectos, es la extrema humedad, que todo lo herrumbra o tuerce, si no es del material más noble. En los atardeceres, se tienen que poner algo de abrigo, y por las noches, incluso mantas.
Las primeras mañanas, Fermín ha conducido a su hermana y sus invitados, a caballo, para enseñarles la hacienda: los árboles en los márgenes de los dos ríos de donde sacan el látex para producir el caucho, los almacenes que lo envasan y, por último, los muelles de donde parten los vapores que llevan el producto en bruto muchos kilómetros por el Quaíve a la fábrica en Bayú, en la costa oeste de la isla, donde se vulcaniza. Desde allí salen los barcos que lo exportan a diferentes partes del mundo. Tanto los embalajes del caucho y los barcos lucen en sus costados la denominación “Claramunt-Puigneró, Treasure Islands,” pues fue el padre de Elisa, Eugenio Claramunt, y no el tatarabuelo Ferrer, quien fundó ese negocio, muy lucrativo, para aprovechar las tierras que hacía décadas poseía la familia en el margen de la selva. Otras empresas del holding aún ostentan el nombre “Ferrer y Ferrer” del patriarca en sus diferentes productos: cuarzo, cobre, pirita, así como el café y el té “Ferrer-Hofstetter” y la plata y las esmeraldas “Puigneró-Pibernat.” Estas combinaciones de apellidos se debe a que, por lo general, eran las mujeres de la familia las que heredaban las empresas que luego sus maridos controlaban y/o ampliaban. Pero además de sus empresas iniciales, el tatarabuelo compraba y compraba terreno en su afán de poseer, aunque no siempre sabía explotar lo que sus tierras podían producir, y a muchas de ellas ni siquiera acudía.
Aunque Eugenio Claramunt siempre sospechó que Elisa tenía dotes que aún no habían florecido, y que algunas de esas dotes habían empezado ya a asomar hacía unas semanas, se sorprendió de que su nueva fuerza de voluntad o “de carácter” acabara de emerger del todo, de un día para otro, precisamente en la selva. Anteriormente, era como la claridad del cielo antes que despuntara el sol. Ahora, de repente, el sol se había situado, sin el proceso natural, en el zenit de la cúpula celestial con todo su esplendor.
Su preocupación por ese cambio le empezó a rondar de una manera más clara dos semanas antes de la excursión a la selva, cuando Elisa le anunció que se había prometido a Max Heldt. Era el hijo de un hacendado austríaco, amigo de los Claramunt-Puigneró. A pesar de que los padres de ella aprobaban el compromiso, hubieran preferido que se hiciera de manera más formal, con petición de mano oficial incluida, y no con el asentimiento independiente de su hija. Era como si estuviera sola en el mundo, haciendo su santa voluntad, sin tener que rendir cuentas a sus padres ni ajustarse a las convenciones de su clase. ¡Y ahora, esta excursión a la selva sin su prometido…! Su excusa, “Max ha tenido que volver a Heidelberg,” no era suficiente justificación; sencillamente, no debió planearla. Vale que fuera sin él a fiestas y bailes en la capital, con su grupo de siempre, pero organizar una excursión de tres semanas sin su prometido, sobrepasaba los límites.
Eugenio intentaba comprender a la nueva Elisa. Se armó de paciencia y no quiso extraer conclusiones, ignorando la alarma de su esposa, hasta ver a dónde llegaba la recién estrenada actitud de su hija. La verdad era que, en el fondo, le hacía gracia. Él mismo hubiera querido saltarse más de una regla alguna vez, y vivir más libremente.
Se restriega para quitarse de encima el olor del ungüento contra insectos… al tiempo que se da cuenta de que es como si borrara de sí la selva, y volviera a la normalidad, al aburrimiento. Encuentra insípidos ya a sus amigos y amigas, rutinarios sus mecanismos, tópicas sus ideas y conversaciones. Desde hace exactamente ocho días. Decepcionantes sus rostros pálidos y acicalados. Pálidos sus contornos en general, en sus siempre difusos trajes y vestidos blancos, etéreos, inconsistentes. Después de haber descubierto los exuberantes colores de la selva, como si abriera los ojos por primera vez; después de haber visto la piel bronceada del joven semidesnudo, recortado nítidamente del verdor del fondo con su falda blanca, brillante, ahora parece que le han puesto unas gafas de sol que no se puede quitar… como tampoco puede quitarse de encima el olor penetrante, rebelde, del ungüento.
No puede ni quiere ocultar su alegría por su reciente descubrimiento, que, sin embargo, mantiene en secreto. Durante la cena y en el baile que se organiza después con el viejo tocadiscos, está radiante, y se convierte en la maestra de ceremonias, organizando bailes, juegos, alborotadamente. Fermín, seducido por esa alegría, igual que los demás, tanto chicos como chicas, hace fotos continuamente para captar esos momentos, fotos que Elisa guardará como un preciado tesoro.
Pero cuando se retira a su habitación, ya muy tarde, ella se percata por primera vez de que se encuentra ante un dilema grave, perdiendo su inicial visión romántica de los hechos, que creía definitiva. ¿Abandonaría todo, todo lo que ha conocido hasta ahora, su vida apacible, despreocupada, cómoda, sus alegres fiestas, sus padres, su hermano, a quienes tanto quiere, para perderse en la selva?
Por un instante, incluso le gustaría volver a los días anteriores a los ocho últimos, cuando no tenía dudas, cuando todo era tan sencillo como la suave brisa que le limpiaba la cara, como la lluvia que caía apaciblemente sobre la vegetación, y el dulce olor y sonido que producía la mecía en un mundo tranquilo, seguro, y estrenaba su nueva personalidad, que le prometía tantos placeres.
Soy demasiado joven aún para tomar una decisión así, se excusa a sí misma, y decide posponerlo para más adelante. Por el momento, tiene suficiente con el tumulto de sentimientos e sensaciones que se acumulan atropelladamente en su interior.
Tiene el sueño intranquilo, y no duerme profundamente hasta el amanecer, ya agotada. Pero se despierta al poco. Sale a la terraza, su vista atraída por el verdor que se despliega con el amanecer y que llega hasta el horizonte. Después, la luz empieza a despejar la bruma que produce la selva, dando paso a un sol que muy pronto será inmisericorde. Se sienta ante el espléndido desayuno que le han preparado en la terraza, bajo los toldos, rosados, que hacen juego con la madera rojiza de la casa.
Su amiga Antonia, pintora ocasional, capta su expresión espontánea, con un brazo sobre el respaldo del sofá de mimbre, mirando directamente hacia delante. La rodea de vegetación exuberante, incluso inventada, pero también de ojos salvajes y peligrosos que la acechan entre las hojas verdes. Pone el título de “Elisa en la selva” a la composición, que acabará en los días siguientes. Elisa guardará el cuadro toda la vida, como recuerdo del día —del día después— que conoció la selva y se transformó para siempre.
Se levanta de un salto y sale corriendo al oír gritos en la planta baja. Tropieza con el caballete y el cuadro sale volando para ir a dar en la esquina de una mesilla, dejando una hendidura en la tela. Elisa grita, “¡Lo siento!”, mientras baja las escaleras.
Hizo una bola con el memorándum que le había enviado su jefe, denegándole la solicitud para trasladarse a Las Tesoro. Cuando lo tiró a la papelera, falló. Se levantó, se agachó para recoger el papel y lo intentó de nuevo. De nuevo falló. Volvió a coger la hoja rebelde y la metió con el puño dentro de la papelera, con tal fuerza, que volcó el cesto y todo lo que había dentro se desparramó por el suelo. Dio una patada a todo. Se detuvo un momento y escuchó su propia respiración e hizo un esfuerzo por calmarse. Se sentó y cerró los ojos para intentar concentrarse de nuevo en el problema que le torturaba. Sí, una tortura que llevaba padeciendo toda su carrera. La estrechez de miras, el conservadurismo, el provincialismo. La estupidez que reinaba en el Cuerpo.
Con el tiempo se había convertido en un perfeccionista, y le fastidiaba la mínima traba para hacer su trabajo como creía que debía hacerse. Pero ésta no era una pequeña traba, era el colmo.
Reflexionó.
Necesitaba libertad. No movería un dedo si no tenía garantizada libertad absoluta para hacer sus cosas. Sí, las consideraba cosas suyas. Su conciencia era cada vez más exigente… Quizá había llegado el momento de prejubilarse.
¿Es que esta gente nunca va a ser valiente?, pensó. ¿Nunca van a buscar la auténtica verdad? ¿Por qué no dejarlo correr y lavarme las manos? Después de todo, no es responsabilidad mía.
Pero era su orgullo.
¿Por qué no encienden nunca las luces?, se preguntó Max. Parecía una característica de los jefes. ¿Será para ahorrar en el recibo de la luz? ¿O es que estaba echando una cabezadita? Bárbara siempre iba detrás de él, apagando las luces que él dejaba encendidas al salir de una habitación. No soportaba la oscuridad. Quizá le viene de natural, pensó del jefe, acostumbrado a las tinieblas.
Tropezó con un taburete cuando se dirigía al escritorio.
— Estoy aquí, inspector.
Max distinguió una silueta en uno de los sillones del pequeño tresillo que el inspector jefe se había hecho instalar en su despacho. Allí, sabía, mantenía las conversaciones que no quería que parecieran oficiales. Le dio mala espina.
— Me ha llamado usted.
Después de un momento, el jefe dijo, entre tinieblas—, Sí. Sí, he estado reflexionando sobre su petición… de trasladarse a… a Las Tesoro, inspector. Pero siéntese, siéntese…
Max no se sentó.
— Y he llegado a la conclusión… después de estudiar el caso… muy detenidamente… que será lo más conveniente… Que vaya usted a Las Tesoro.
Pausa.
Max sospechaba que había algo más, por el tono precavido con que lo había dicho, por decírselo en el tresillo y no sentado detrás del escritorio. Por haber cambiado de opinión tan inesperadamente.
El jefe continuó—, Podrá contar con la ayuda de la policía local. Ya está todo arreglado. No estarán bajo sus órdenes, pero sí le prestarán todo el apoyo que necesite, logístico, etcétera.
No hubo nada más, y Max se extrañó. No pudo verle bien la expresión debido a la penumbra, y no sabía qué pensar.
— Entonces, es… una misión oficial.
— ¿Oficial…? Por supuesto.
Casi sin saber despedirse —sin darle las gracias ni preguntarle qué más o pedirle que pusiera las cartas sobre la mesa— Max se dirigió, pensativo, a la salida. Allí se volvió a mirarle.
El inspector jefe levantó la mano silueteada contra el claro de la ventana, a modo de despedida. Max hizo lo mismo, contra el claro de la puerta abierta.
Más tarde se enteraría de que Enrique Valenzuela había movido algunos hilos. Le llamó por teléfono para agradecérselo. Valenzuela negó su mediación, muy diplomático, y, muy educado, en seguida se despidió, con la excusa de que era la hora de su siesta. Siendo las once de la mañana, Max pensó que dormía mucho.
Insistió en que tenía que ser en la torre de Collserola. Estaba muy alejada de todo, a Lilly le pareció un capricho absurdo, pero accedió. Después irían a comer a un restaurante en el Tibidabo.
— ¿Qué es esto? —preguntó Lilly en cuanto se reunió con él en el mirador de la torre. Contestó a su propia pregunta—, Una especie de despedida…
— Temporal.
— ¿Sólo de la ciudad? —En seguida se arrepintió de esa pregunta. Se concentró en la vista panorámica. Al cabo de unos segundos—, Y ya nos estás echando de menos —rió.
Max sonrió porque siempre daba en el clavo.
— Y, sin embargo, te vas.
— Cosas del trabajo, ya sabes.
Ella rió—. Nos estás echando de menos y… estás encantado de marcharte. Así todo será más sencillo.— De nuevo dirigió la vista al panorama—, Oh, ciudad de los prodigios, no permitas que se diga ni suceda nada importante aquí hasta que yo no vuelva. Que no me quiero perder nada—. Le miró, burlona—. Tú siempre lo quieres tener todo: aquí y allí, tu carrera y tu conciencia, lo antiguo y lo moderno, mar y montaña, éxito y fracaso, pasado y presente…
— Basta.
— La continuidad y basta.
— De pequeño me decían. “No se puede tener todo” —bromeó—, Pero se puede intentar.
— Intentar y desistir.
— Hay que intentar incluir todo lo que se pueda. ¿Y cuándo he desistido yo de nada?
— Tus hijos naturales y Anna… Bárbara y Lilly.
Un silencio de unos instantes.
Se giró hacia él—, Pues, bien… te lo concedo todo.
La tomó entre los brazos y la besó con rabia.
— ¿Sabes qué? —sonrió Lilly—, no tengo nada de hambre.
Tanteó su cuerpo en la penumbra. No le pareció nada extraño hacer el amor con una mujer que no fuera Bárbara después de treinta años. Lo había hecho tantas veces con la imaginación, que recorrió el cuerpo de Lilly como si fuera un terreno que ya conocía.
A ella le excitaba aún más esa familiaridad, sabiendo que no lo era en realidad, y no juzgó ese sentimiento ni tampoco su siguiente pensamiento, Esto es prácticamente un incesto, cuando él se deslizaba por su cuerpo. No juzgó nada. Nada se podía juzgar.
— ¡Uy, te has duchado! —dijo Bárbara nada más verle.
— En la comisaría. No funcionaba el aire acondicionado. Tenía que refrescarme un poco. Ya sabes, aclarar las ideas.
— ¿Te preparo algo?
— No, ya he cenado.
— ¿Te enciendo la luz?
— No, no. Así estoy bien.
Aparte del desayuno, no había comido nada en todo el día. Se saltó la comida con Lilly en su apartamento. Tanta mezquindad le repugnó. Empezó a plantearse cómo limpiarla. Luego eso le pareció aún más mezquino. Él mismo se había colocado en una situación en la que no sabía qué hacer.
No hizo falta.
A los pocos días, Lilly le anunció que había decidido volver a Nueva York, su ciudad natal.
— Tenemos una obra allí que supervisaré. Además, mi hermana está muy enferma; tengo que ir a cuidarla—. Pero no pudo resistirse a la tristeza de Max—, Además si tú ya no estás y Hughie ya no está, ¿qué hago yo aquí?
— Tu trabajo, tu vida… Yo, cuando vuelva.
— Te digo que seguiré trabajando, pero en Nueva York —contestó rápidamente. Lo otro no lo mencionó.
Él continuó acariciándola. Era mucho más de lo que se había imaginado. Se rendía con tal dulzura y entrega… No me lo podía perder por nada en el mundo, pensaba mientras recorría su cuerpo otra vez.
No quiso comidas ni cenas de despedida. Ni despedirse personalmente de nadie. Eso entristeció a Max aún más.
— Es como si marcharas por la puerta de atrás.
Lilly optó por un simple adiós telefónico a las muchas amistades que había hecho durante su estancia de doce años en Barcelona, diciendo que volvería a los pocos meses, aunque no era esa su intención. No sabía cuándo volvería ni siquiera si lo deseaba. También declinó la cena de despedida que Bárbara le quiso ofrecer —sobre todo esa cena—, de quien también se despidió telefónicamente. Su excusa para ella fue únicamente lo de su hermana enferma: sus otros tres hermanos se habían turnado cuidándola, ahora le tocaba a ella. Eso Bárbara lo entendería mejor. Era una mujer sencilla, compasiva…
— Te vas sin nada de lo que has conseguido estos doce años. Como si estuvieran en blanco.
— Me voy con mucho más prestigio profesional que cuando vine, más curriculum. Me voy con mi amor… mis amores. Aquí aprendí que puedo amar y me pueden amar. Es mucho.
Mientras caminaban debajo de los arcos ondulados, sinuosos, del ático de La Pedrera, Lilly iba acariciando las suaves paredes, cálidas, de color crema, rosada, gris, mirando por cada una de las pequeñas ventanas entre los arcos, apreciando las vistas como si las viera por primera vez… y evitando la mirada de Max, que observaba su mano acariciante.
— De esto no me podía despedir por teléfono. Fue mi primer gran amor aquí. He tenido tres… buen record para tan sólo doce años, ¿no crees?—sonrió y, sin mirarle, continuó—: ¿Tú cuándo marchas?
— Pasado mañana.
Todo se estaba acabando, como si fuera el final definitivo de algo que nunca volvería a ser. No se merecía un final tan tenue.
De pronto a Lilly le pareció insoportable continuar caminando en círculos (el ático daba toda la vuelta al edificio, sin un tabique). Siguió más deprisa el resto del recorrido hasta encontrar la salida.
No volvió a hablar hasta que estuvieron apoyados en la barandilla del puente entre las dos torres centrales de la fachada de la Natividad de la Sagrada Familia.
— Así estamos tú y yo: suspendidos en el aire, entre dos opciones. No sabemos cuál elegir.
— Quédate, y lo averiguaremos juntos.
— ¡Cuántas despedidas, cuántos cambios…! Y tan repentinos. ¿Quién puede predecir nunca lo que va a suceder inmediatamente después? A lo mejor se derrumba este puente y caemos al vacío. “Prestigioso inspector y conocida arquitecta revelan que se veían clandestinamente”.
— No nos vemos clandestinamente, siempre le aviso a Bárbara… Lilly, no hace falta que marches.
— ¿Qué no? Se lo debo a ella, a ti… y a mí. A Hughie…—. Su voz tembló, pero al instante recobró tu tono habitual con una sonrisa cálida—. Los muertos aún esperan nuestra lealtad, nuestra fidelidad —. Después, con una mueca—, No me gusto así. Tú no me gustas así. Nunca debimos hacerlo. Perdimos lo que teníamos, hasta nuestra camaradería, nuestro humor, y ahora no tenemos nada… Ha sido un capricho tonto…
— No.
— Bye, Max—. Aunque no pudo evitar añadir en el último instante—, Ven a visitarme cuando acabes en las Tesoro. Así, cuando digas que ya no me quieres, me liberarás.
Pero no la dejó marchar. La cogió del brazo y se precipitó hacia un taxi.
Ella le dio al taxista la dirección antes de que Max abriera la boca.
En el Palacio Güell, su cabello rojo se hizo un dorado suave debido a la iluminación y al reflejo de las paredes. Todo lo que les rodeaba era de color cobre, como si estuvieran dentro de un cofre de oro.
Se sentó.
— Estoy agotada. Cuando vine la primera vez, me propuse tomarme mi tiempo, tiempo para digerir todo lo que estaba viendo. Una obra al día… era todo lo que podía aguantar, abarcar. Para que no me abrumara. Ahora, esta precipitación me cansa. Ya no soy tan joven, claro —. Pero dejó de sonreír—. Estoy cansada, Max, cansada de huir.
— Deja de hacerlo.
Cuando ella se giró a mirarle, Max supo que no era posible.
— Sí, lo voy a dejar de hacer. Quiero dejar de hacerlo. Después de esta última huida, ya estará. Aunque me acabe de agotar del todo. Por favor, no la prolonguemos.
Quiso salir a la calle sola. Max la siguió unos pasos, pero ella corrió, dobló la esquina y desapareció en La Rambla… sin mirar en ningún momento hacia atrás. Hubiera sido fácil seguirla, pero le retuvo Elisa Claramunt. “Los muertos aún esperan nuestra lealtad. Nuestra fidelidad.”
Antes de pasar por el control de pasaportes, Bárbara se volvió hacia él:
— Vuelve a mí —. Bromeó—, No pienso perderte a una azafata cualquiera… — luego no—, ni a una americana.
Max miró en sus ojos unos instantes. La apretó fuertemente contra sí. Sintió cómo palpitaba su corazón, su olor, que llevaba tanto tiempo amando. Cuando se apartó con el mismo vigor, Bárbara perdió un poco el equilibrio, pero en seguida se estabilizó.
Si supieras dónde está el verdadero peligro, pensó Max, y susurró—, Tengo que hacer esto.
— Lo sé.
— Sabes muchas cosas.
— Sí.
— ¿Que te quiero?
— Lo importante es que lo sepas tú.
Max tampoco miró hacia atrás.