SEGUNDA PARTE

Comienzo de un asesinato

 

 

El Boeing 787 de la Teasure Islands Airlines aterrizó en Balatan, el aeropuerto de Maniva, exactamente a la hora y minutos anunciados. Según la propia experiencia de Max, ni la Lufthansa ni la Swissair eran tan puntuales, ni su servicio a bordo tan esmerado.

              Le recogió un coche oficial de la policía local y le llevó al hotel. Aunque no era de lujo, lo parecía. Allí el euro daba para mucho. En el vestíbulo le esperaba un comandante de las Fuerzas Policiales Tesorinas. Se presentó como Santiago Linares, aunque se expresaba mayormente en el inglés y sólo alguna palabra suelta en castellano. Muy amable, le citó para dos días después en la sede central de la policía, para empezar su trabajo en común. Había que superar el jet-lag que, daba por supuesto, Max padecía, y le concedía ese tiempo de aclimatación. El inspector español no sentía ninguna indisposición, ni mental ni física, pero no insistió, sospechando que no estaban preparados en la “Jefatura Principal” para recibirle hasta la fecha indicada. Linares también le asignó un ayudante/intérprete, Peter Orduna (la ñ se había perdido desde que Las Tesoro cayeron bajo la influencia estadounidense), para que le enseñara la ciudad. Max aseguró a Linares que no necesitaba un guía, que prefería aventurarse solo, incluso perderse en una ciudad que no conocía, para saborear mejor las novedades que le brindaba. Pero cuando bajó de su habitación después de refrescarse, allí estaba el asistente, esperándole, con su coche oficial.

Orduna, con apenas mestizaje, hacía alarde de un castellano correctísimo, algo afectado a veces. También hablaba inglés, tálog y varios dialectos autóctonos —había más de cien censados en las islas—. Max en seguida simpatizó con él, por la facilidad fluida con que se identificaba con su país y sus gentes. Trataba a todos con amabilidad y confianza, como si fueran parte de una gran familia. Todos eran iguales para él. Visto por un hombre de Occidente, el súmmum del individualismo, eso causaba envidia. Orduna estaba en su elemento, satisfechísimo de vivir allí, de ser uno más.

Sin duda un estudioso enamorado de su patria, y contento de poder mostrar sus conocimientos —era bastante joven—, Orduna empezó por los tecnicismos, alegando que eran importantes para comprender al país. Le explicó que la razón de que las islas se llamaran Lainá Ashará en el idioma local, era porque originalmente habían sido completamente selváticas. En la actualidad sólo quedaba una gran selva, Ala Ashar, al norte de Lután, donde seguramente habitaba el hombre que Max buscaba. En cuanto a la traducción “Treasure Islands,” sólo la utilizaban en el “idioma de trabajo” —el inglés—, y era previsible que la antigua denominación española, “Islas Tesoro,” se perdiera del todo en el futuro. Los nacionalistas —entre los que se contaba el propio Orduna— pretendían que se llamara única y definitivamente Lainá Ashará.

Algo apurado, Orduna le confesó que los españoles no eran muy apreciados históricamente en el archipiélago —no individualmente, remarcó, para que Max no se diera por aludido—. El inspector le animó a que le contara la historia, sin omitir nada. El nativo especificó que semejante desaprecio —que él no compartía, por supuesto— se debía a la dureza con que los colonos españoles habían tratado a los nativos durante su dominación. Aparte de “otros errores,” habían ajusticiado a su héroe nacional, Francisco Balatan, habían instaurado la esclavitud y traído enfermedades mortales hasta entonces desconocidas en las islas, y habían explotado y expoliado sus riquezas sin ningún beneficio para el propio país. Max en seguida quiso tranquilizarle, diciendo que eso ya lo había leído antes de trasladarse a las islas.

 

Al día siguiente, se reunió con siete mandos de la policía asharana, presididos por el comandante Linares y asistidos por Orduna. El español había consultado los papeles que Elisa guardaba desordenadamente, donde mencionaba la explotación de caucho de la familia Claramunt, y que algunos asharai —una de las tribus de los márgenes de la selva— habían trabajado para ellos. Quizá el “indio” que buscaba procedía de esa tribu. Quizá el asesinato de Elisa fuera una venganza por una antigua mala acción de los Claramunt.

Los papeles eran una especie de reportaje o estudio, escrito con letra de Elisa, muy detallado —aunque faltaban muchas páginas—, sobre las condiciones de vida y las particularidades de aún otra tribu, los kaikala, que vivía a muchos kilómetros de distancia de los asharai, en el mismo corazón de la gran selva. Parecía información de primera mano, aunque el escrito nunca se personalizaba.

Fuera el sospechoso de una tribu o de la otra, la policía autóctona estaba dispuesta a ir a la selva para averiguarlo.

Pero parecía que había muchos inconvenientes…

Ala Ashar era tierra de nadie, empezaron a contarle. No había allí ninguna administración ni autoridad estatal. Era un mundo aparte y aislado, prácticamente virgen. Su superficie era un círculo casi perfecto, rodeado de cordilleras y acantilados escarpados. Incluso Orduna se aventuró a decir:

— Un círculo mágico, que la protege y la mantiene como muestra de… de cómo los dioses querían que fueran la naturaleza y el hombre.

— Es un poeta —interpuso Linares, dándole a su subordinado un golpe apreciativo en la espalda.

— La inaccesibilidad del terreno —continuó Orduna—, hizo que los conquistadores desistieran de invadirla. Además, los pocos que entraron en ella no encontraron nada que les interesase, tal como hicieron en otros puntos del país, con el oro y otros metales preciosos y, claro está, también las esmeraldas.

— Y nuestro Gobierno quiere mantenerla así —añadió Linares—, no sólo para nuestro propio beneficio, sino porque es Patrimonio de la Humanidad, proclamado por la UNESCO. Ala Ashar, junto con la Amazonía, son los pulmones del mundo.

— Magnífico, magnífico —les felicitó Max.

— Además, sus habitantes son salvajes, ya sabe… peligrosos —intervino otro de los mandos.

Y aún otro—, Sí, los conquistadores que intentaron invadirla murieron o, al menos, nunca volvieron.

— Alguno debió volver para contar todo eso —sonrió Max.

Linares carraspeó, e inmediatamente Orduna volvió a coger la palabra—, El río principal es el Lukala, que significa río serpiente, o sea, serpenteante.

              — ¿Y kaikala qué significa?

              Sorprendió a Linares que conociera ese nombre. Fue Orduna quien contestó:

              — Efectivamente, es otra tribu de la selva, y significa “Persona-serpiente.” Pero esa denominación no se refiere al reptil, sino únicamente al río serpenteante. Es la principal fuente de vida para ellos.

              — Interesante. En los escritos, sueltos y desordenados de Elisa Claramunt, hay una descripción muy precisa de ellos.

— Al principio —prosiguió Orduna—, se creyó que se trataba de varios ríos… el Lukala… de tantas vueltas que da, pero es uno sólo, el más largo y caudaloso del país, del cual coge su nombre esa tribu, así como otras que habitan allí, como los luktal, los kalaná, etc. Otra tribu, los tailuk, se descubrió hace sólo cinco años o así.

Intervino otro—, Eso le dará una idea de lo aislados que están.

              — Sus habitantes no son conscientes de pertenecer a la nación —añadió uno más, que parecía impacientarse con la minuciosidad de Orduna—. La gran selva es su país, con sus propios dialectos. Once dialectos para once tribus… que se sepa de momento. En una región de algo más de la mitad de la Amazonía.

              Hablaban, por lo general, en inglés, aunque mezclaban alguna palabra en castellano, incluso alguna frase, por deferencia a Max, y hacían alguna mala traducción tanto de un idioma como del otro.

              Linares quiso concluir—, Le habilitaremos un despacho aquí mismo, Inspector Falcó, muy cómodo, para que usted pueda controlar y dirigir la operación por radio.

              — Con los últimos adelantos, claro está —añadió otro.

              — Y con nuestro total apoyo para cuanto necesite —, prosiguió Linares—. Pensamos enviar un contingente de veinte guardias rurales, con veinte porteadores de la zona, en busca de su hombre. Si está en Ala Ashar, le cogeremos, se lo aseguro.

              Hubo una pausa, mientras Max intentaba recapitular:

              — Pero, comisario, ¿cree usted, realmente, que un individuo de esa selva tan… aislada, tan inaccesible, pudiera hablar castellano, coger un avión, no perderse por los aeropuertos y manejarse por Barcelona?

              — Hoy día algunos de esos individuos vienen a la civilización. Pero no logran adaptarse, y siempre acaban volviendo a la selva.

              — Los vínculos con la selva son difíciles de romper—intervino Orduna—. No se conoce ningún caso que haya permanecido entre nosotros… Sobre todo, si corriera algún peligro. La selva sería el lugar más seguro donde esconderse.

              — Ya, queda muy claro —respondió Max—. Pero, otra cosa: ¿por qué, dentro de la jungla, están tan aislados, si hay once tribus viviendo allí?

— Pues porque es un gran territorio, como comprenderá, muchos kilómetros separan a una de la otra, y porque cada tribu consta de un máximo de trescientos individuos…

— ¿Exactamente trescientos…? ¡Qué precisión!

Ni Orduna ni los demás apreciaron su humor.

— Nunca más de ese número —aseguró otro.

— No se sabe cuándo ni cómo nació esa tradición —quiso argumentar Orduna—. Quizá hace siglos. Pero es así. Como si siguieran un designio de sus dioses… para preservar su hábitat, la selva… la Madre Selva para ellos.

— Como ya se ha dicho, aún hay muchas cosas de ellos que desconocemos —quiso otro colega ser más contundente que Orduna—. Pero lo que sí es seguro es que son peligrosos.

— Nadie sabe, con exactitud, qué puede pasar allí —intercedió aún otro.

Max empezaba a marearse un poco con tantas voces… y a tener la incómoda sensación de que le estaban poniendo muchas pegas. No podía imaginarse por qué. Guardó silencio un momento; luego:

              — Si no le parece mal, comandante —se dirigió a Linares—, yo preferiría estar más cerca de las operaciones.

              Los oficiales locales se miraron entre sí, y en seguida Linares preguntó—, ¿Dónde, por ejemplo?

              — No lo sé, no conozco el país. Dígamelo usted.

              Después de un titubeo, el segundo de abordo se dirigió a su jefe—, Yo sugeriría Letuí, señor.

              Como mal menor, Linares aceptó—, Sí, buena idea. No es una ciudad demasiado grande… —miró a Orduna, que replicó al instante:

              — Letuí consta de sesenta y dos mil habitantes, según el último censo.

              — … y es realmente agradable —continuó Linares—. Un tourist resort… ¿Cómo se dice en español?

              — Un lugar de recreo para turistas —sugirió Max.

— Eso es. Con muchas playas de arenas blancas, aguas cristalinas, palmeras… y buenos hoteles. De postal.

              El español sonrió—, Se lo agradezco, comandante. Hace tiempo que no me tomo unas vacaciones como Dios manda.

Aunque los demás rieron, Linares captó la ironía, se puso serio y quiso reconducir la conversación—, Tenemos allí una jefatura muy eficaz, que estará encantada de atenderle.

              — ¿A qué distancia está Létiu de la selva?

              — Let, inspector, Let —le corrigió Linares.

              — Está a unos ciento ochenta kilómetros de la jungla, en la costa oeste —respondió Orduna.

— ¿No sería mejor que me posicionara más cerca, comandante? En Walanda, por ejemplo.

              — ¿Walanda? —receló Linares.

              — Según mi mapa, está tocando la selva.

              — Bien, Walanda… —continuó Orduna, después de una mirada a su jefe—, ciertamente, está tocando la selva… Pero no creo que le guste, inspector. Quiero decir, que esté en condiciones de acogerle como es debido.

              — ¿No hay ninguna comisaría allí?

              — Sí, claro, pero ningún hotel… —respondió Linares—. Es un pueblo, una aldea, en realidad. Muy pequeña. No dispone del equipo necesario. El equipo técnico, me refiero. No creo que sea una buena idea.

Max insistió—, Comandante, cuanto más cerca esté de las operaciones, mejor las podré controlar, ¿no cree?

— Lo que creo es que debemos velar por la seguridad de nuestro invitado, y procurar que esté cómodo —, sonrió amablemente Linares.

— Y yo se lo agradezco de veras. Entonces, Walanda, ¿no es una ciudad o una aldea segura?

— ¡Por supuesto que sí! —saltó Linares. Después, carraspeando, pidió ayuda con la mirada a Orduna.

— Como ya le hemos dicho, inspector, las once tribus conocidas son muy hurañas. Los kaikala, especialmente —enfatizó Orduna—. No le recomendamos que se aventure usted allí…

— Oh, por supuesto que no —respondió Max—. Ya hemos quedado en que yo no entraré personalmente en la selva, sino que me mantendré a distancia —. Luego miró al jefe—, Al margen, ¿no…?

              — Al margen, no, querido Falcó —suavizó Linares—, sino en el margen, en los márgenes de la selva.

— Pues Walanda está en el mismo margen. ¿O es que eso sería demasiado cerca de las operaciones…? —Al instante se dio cuenta de que no debió decir eso, porque:

              Linares hizo un casi imperceptible gesto de fastidio; Max rectificó su actitud: no quería parecer demasiado inquisitivo… pero tenía aquella incómoda sensación.

Se dirigió de nuevo a todos los mandos—, Perdonen mi… vehemencia, señores, pero en mi afán de cumplir con mi deber, a veces me extralimito un poco. Pero estoy seguro de que ustedes ya conocen ese afán —. Después, directamente a Linares—, ¿No es así, comandante?

Ahora la mueca del comandante fue más obvia. Sin querer, se estaba metiendo en un terreno delicado, y alejándose de su intención original de simplemente echar una mano y aconsejar al extranjero… y mantenerle al margen de la operación en sí. Pero Falcó era muy listo y estaba averiguando o intuyendo demasiadas cosas.

              Max notó su contrariedad. No inquirió más y se limitó a agradecerles su colaboración antes de despedirse.

 

Esa misma noche, leyó en la prensa extranjera que consiguió en el hotel, que un grupo de separatistas de Islas Tesoro, los llamados Luk-balajá, después de su último atentado en una ciudad al norte del país, había huido a su refugio en… Ala Ashar. El artículo aclaraba que sólo era un rumor, no corroborado por fuentes oficiales.

La lucha armada continuada de los separatistas, eso era lo que las Autoridades querían ocultar al mundo, tras anunciar su derrota hacía más de un año. El prestigio de su ejército y fuerzas policiales estaba en juego, así como la credibilidad del Gobierno. Pero como miembro de la Interpol, el estado tesorino no podía desoír la solicitud de otro estado miembro respecto a su colaboración en una investigación criminal. No tenían más remedio que aguantar la presencia y la vehemencia del inspector Falcó.

Quizá también había una trama secreta. Quizá incluso una corrupción gubernamental. Tráfico de armas o algo así. Quizá preferirían deshacerse del sospechoso cuando le encontraran, si es que, efectivamente, pertenecía a los Luk-balajá, antes de que pudiera revelar que ese grupo aún existía. Por eso no querían que el extranjero estuviera presente en la operación. Con la política nunca se sabe, reflexionó Max. Fuera lo que fuese, tenía que asegurarse de llevar al reo vivo ante la justicia española por medio de una extradición. Una vez más, su honorabilidad le obligaba: velar por la seguridad del sospechoso también.

Si el vínculo del indio ingenuo y los separatistas fuera cierto, el caso de Elisa Claramunt era aún más complicado de lo que se había imaginado al principio. Pero, ¿qué demonios tenía que ver Elisa, personalmente, con todo eso?

 

Efectivamente, Walanda estaba en el mismo margen de la selva. Allí Max debía encontrarse con el contingente y el guía de la selva que habían asignado al caso, para darles sus órdenes. Era el último puesto de autoridad gubernamental antes de “la tierra de nadie,” una aldea pequeña y miserable, según apreció desde arriba.

              — ¿Es aquí donde empieza la selva?

              — Mire, allí mismo —, respondió Orduna, señalando por la ventanilla del avión, que en ese momento viró a la derecha, revelando una vista insólita.

              El contraste entre el territorio anterior a la selva, donde estaba ubicado el pueblo, y la espesura de al lado, era espectacular. Un corte dividía limpiamente un terreno árido y plano del verdor exuberante de la arboleda —ejemplares de diez, quince metros—, como un océano crecido, un tsunami que amenazaba con arrasar la pequeña aldea, paraje fotografiado frecuentemente por ser un ejemplo perfecto de la DGD, “dramatic geological diversity” (diversidad geológica extrema), según uno de los libros que había consultado Max. Dos terrenos absolutamente opuestos, uno diría incluso antagónicos, que convivían en armonía.

La Jefatura Principal de Maniva le había agenciado pasaje en un avión militar, pues no había una línea comercial a Walanda. El avión hacía el recorrido a ese pueblo y otros del norte de la isla grande cuando era necesario trasladar allí efectos militares. En este viaje los únicos pasajeros eran él y Orduna, y una considerable carga de cajas y paquetes de diversos tamaños. El viaje duró algo más de tres horas, y aterrizaron en un descampado más o menos nivelado, ya que no había una pista asfaltada.    

Le habían prometido un contingente de veinte guardias rurales más veinte porteadores para la incursión en la selva, pero cuando llegó a la comisaría de Walanda —destartalada, de adobe, como el resto de las casas del pueblo—, se encontró con que el hombre que había de servir de guía al contingente, de nombre Vosu (pronunciando la v y la s como en el latín), rechazaba semejante “ejército,” según él. Era un indígena muy moreno, casi negro, y aunque no demasiado alto, impresionaba debido a su cuerpo ancho, fornido, con arrugado entrecejo, mirada fija, ojos sombreados muy hundidos en el cráneo, como entradas de cavernas, y cabello como alambres tiesos que se disparaban en todas direcciones. Aunque hablaba algo de inglés, Max a duras penas le entendía por su duro acento, y Orduna le tenía que traducir.

Su rechazo al contingente que le querían asignar añadió aún otra duda acerca de viabilidad de la misión, pero el español quiso escuchar sus argumentos.

Vosu tenía una voz suave, que contrastaba con su aspecto imponente y actitud autoritaria. Lo primero que dijo fue que él escogería a los porteadores —sólo diez— y no necesitaba ningún guardia rural. La región a la que irían era muy agreste y no estaba dispuesto a tener que preocuparse o a cuidar a todo un contingente que no estaba, aseguraba, preparado para ella.

— Suficiente cuidando uno —vino a decir, con su inglés defectuoso (“Enough caring for one”), mirando significativamente a Max.

Max entendió ese comentario sin la necesidad de traducción, y preguntó—, ¿Y de dónde cogerá a sus hombres?

— Uagüeyo, como yo. Amigos.

Max se dirigió a Orduna—, Pues dile que esto no es una excursión de amigos.

— Mejor amigos en selva, que no amigos —replicó Vosu.

Impaciente, Max también se dirigió directamente a él—, Me parece que no ha comprendido, señor Vosu…

— Sólo “Vosu”.

— De acuerdo, Vosu. Tenemos buenas razones para pensar que el hombre que buscamos pertenece a la tribu de los kaikala. Por lo tanto, es importante llegar hasta allí y averiguarlo. Yo no voy a ir con ustedes. Me quedaré aquí, controlando la operación por radio. Por eso es necesario que vayan los rurales, en representación de La Ley, y porque sabrán proceder según La Ley.

Vosu dijo algo en su dialecto, que Orduna no tradujo, ocupado en discutir sus razones.

— ¿Qué ha dicho? —preguntó Max.

— Sólo un comentario.

Vosu captó que Orduna no lo tradujo, y de nuevo se dirigió a Max directamente con su peculiar inglés—, Si tú no yendo, yo no yendo. Yo importante como tú. Yo no cogiendo hombre si tú no cogiendo. Es ofensa.

— ¿Ofensa? ¿Para quién?

— Para el sospechoso —murmuró Orduna por la comisura de los labios.

Max no se lo podía creer. Reaccionó, desviando su mirada de Vosu—, ¿Podéis encontrar a otro guía? ¿Cualquier otro miembro del grupo con el que sea más fácil entenderse?

De nuevo para su sorpresa, fue Vosu quien le contestó—, Hombres no conociendo ese lado de selva, Lukala. Hombres dependiendo de mí. Tú también —. Lo dijo con una ufanía que ni siquiera intentó disimular.

— ¿Entonces qué les diferencia de los guardias rurales, si tampoco conocen la selva? —preguntó Max.

— Conociendo vida en selva, no ese lado de selva. Yo no guía sólo. Yo capitán. Tú venir.

— Pero, ¿qué dices…? — empezó Orduna.

— Si encontrando hombre —dijo Vosu a Max—, él rindiendo, no resistiendo. Rural no necesario.

Max preguntó, intrigado—, ¿Por qué piensas eso?

Vosu le miró a los ojos y lenta, contundentemente, respondió—, Si culpable… él haciendo.

              — Y, ¿si no lo hace, si no se entrega pacíficamente? —insistió Max.

              — Entonces… no culpable.

              Max, sorprendidísimo, calló.

El comandante y Orduna siguieron discutiendo con el guía en el dialecto local.

Vosu guardaba silencio, inmutable, y sólo miraba a Max. El inspector le aguantó la mirada un momento, pero después parpadeó y desvió la suya.

Finalmente, el guía interrumpió a los que le atosigaban: o era a su modo o tendrían que buscarse otro guía. Eso lo entendió Max por el tono concluyente con que lo dijo. El comandante y Orduna callaron. Era obvio que temían que les plantara, que no tenían un sustituto. Y Vosu lo sabía.

              — Lo haré —dijo Max—. Iré con él.

Por norma, no era hombre poco precavido ni impulsivo, todo lo contrario, pero ahora pensó que en la selva, donde parecía que todo era tan diferente, quizá se pudiera esperar resultados diferentes, sobre todo cuando un personaje tan contundente como Vosu así lo aseguraba. Además, tenía que proteger al sospechoso. No hizo sino verbalizar lo que hacía días —desde que tuvo aquella sensación incómoda en la Jefatura Principal— sabía que tenía que hacer.

— Pero, señor —empezó a protestar Orduna—, puede ser peligroso. Es peligroso, no lo dude. Desbarata todos nuestros planes. Al comandante Linares no le… —. No acabó la frase. Una antigua frustración se apoderó de él: la rebeldía que siempre sentía al tener que obedecer las órdenes, a menudo muy irrazonables, de sus superiores, sin rechistar. Ahora dio rienda suelta a la rabia acumulada. Incluso tuvo que disimular una sonrisa.

Max reconoció ese sentimiento. También disimuló una sonrisa.

Se hizo un silencio.

— Tres días yo volviendo —concluyó Vosu.

— ¿Por qué esperar tanto? Yo puedo mañana mis…

Pero le atajó—, Tres días.

Cogió su raída mochila y su fulgente machete y salió de la habitación sin añadir palabra, pero con una última mirada a los ojos del extranjero. Era obvio que aún no se fiaba de él… al contrario que Max, que hacía unos instantes había depositado toda su confianza en el guía.

 

Ya no sabía qué hacer en aquel pueblucho. Con Orduna ya se habían contado todo lo contable. Un día logró eludirle. Le encargó que enviara aún otro telegrama a Barcelona desde la pequeña oficina de telégrafos, vía Maniva, y se escabulló por la puerta trasera de la casa que le había acogido. No había ni una pensión en el pueblo, y la casa era cómoda y limpia, sus dueños, muy amables y su cocina no estaba mal —¡pero cuánto añoraba los guisos de Bárbara!—, y aunque no había agua corriente y, menos, caliente —innecesaria, por otro lado, en clima tan caluroso—, la que le traían en cubos, que luego vaciaban en un barreño cuyo fondo habían agujereado, a la manera de ducha, en el patio, era lo suficientemente templada por el sol.

              La aldea, de casas de adobe de una sola planta y aceras y soportales elevados de madera y una sola calle empedrada, con varias bocacalles de tierra, aparecía aún más pequeña al lado del gigante verde que tenía casi tocando. Debido a la aridez del terreno anterior a la selva, Max preguntó si ésta se estaba desertizando o si la selva acabaría por comerse el pequeño pueblo. Le respondieron que las fronteras de ambos terrenos se habían mantenido inalterables desde que se tenía constancia de ellos.

              Una anciana, doblada por la edad y la dureza de la vida en aquel paraje, cruzó la calle principal, llevando una carretilla llena de unos diez o doce niños, de no más de cuatro o cinco años, desnudos y alborotados, como si fuera basura a tirar. Intrigado, Max la siguió. La anciana con su carga se adentró unos metros en la selva, hasta que llegó a una charca de color marrón. En realidad, un remanso, que parecía hecho por el hombre, alimentado por un pequeño arroyo. La anciana, que parecía que no podía más con aquel peso, jadeante, estacionó la carretilla junto a la charca y, después de darse ímpetu tres veces, logró volcar su carga en la charca. Max casi corrió a detenerla. Pero los niños gritaron de alegría al caer en el agua, como una masa compacta, de la que sobresalían brazos y piernas, y en seguida empezaron a chapotear.

              — Es su abuela —sonó la voz de Orduna detrás de Max.

              Es imposible perderse en este pueblo, pensó el inspector, se giró hacia él, le sonrió y ambos observaron la escena.

La anciana, siempre muy seria, aunque atendía a los niños cuando era necesario, por fin se sentó a un lado a descansar. Pero aún desde allí les gritaba instrucciones, y los pequeños obedientemente se limpiaban entre los dedos, se restregaban las axilas, el cabello, detrás de las orejas… sin jabón, porque no lo tenían.

Después de la higiene personal, les dejó un rato más para que disfrutaran.

Pasada más o menos una hora, recogió a los niños, uno a uno, secándolos muy concienzudamente, los metió de nuevo en la carretilla y volvió a empujarla, aún más encorvada que antes, en dirección a casa.

Pasó por delante de Max y Orduna. Miró al inspector o en dirección a él. Pero no vio nada… como si Max no estuviera allí. Pero no fue una mirada hostil; simplemente, nadie ocupaba ese espacio. Luego la anciana inclinó la cabeza hacia Orduna, a modo de saludo.

Intrigó a Max tremendamente. Aquella mirada expresaba, de alguna manera, que él no estaba allí o que no debía estar allí, que estaba desubicado. Que era una equivocación, como si el vacío de aquella mirada le advirtiera…

¿Qué? ¿Qué podía significar? Max se quedó callado, y muy extrañado de que le produjera tan profunda desazón. Después, giró sobre sí y se encaminó hacia la aldea en dirección contraria a la anciana, con Orduna corriendo tras él.

 

Entre otras anécdotas triviales —aunque ninguna como esa—, pasaron los tranquilos tres días de espera. Tan tranquilos, que cuando se presentó Vosu con sus diez porteadores, alteraron de manera convulsa el talante relajado que Max había adoptado, casi sin darse cuenta, así como el ritmo de todo el apacible pueblo.

Los porteadores le parecieron salvajes, pero en seguida descartó esas aprensiones. No tenía más remedio que confiar, ya definitivamente, tanto en el guía como en sus hombres.

 

Verde sobre verde sobre verde. Fuerte, pálido, casi transparente, brillante, opaco, cobrizo, todos los tonos hasta el verdinegro. Incluso en la tierra, en los troncos de los árboles, el agua. De los olores y las fragancias, mezcladas, a veces destacaba una, intensa o suave, dulce o punzante, y parecía que no podía existir ningún otro olor en la tierra en esos momentos; no sólo de las flores, también de las hojas, los troncos, la tierra misma.

              La bruma se convertía en rayos de luz cuando se interponía una silueta, como si detrás de ella hubiera una revelación. La luz que coronaba las copas —plateada, dorada— creaba tal contraste con la oscuridad entre los troncos —añil, negra, marrón, violeta—, que se antojaban dos mundos opuestos, y cuando —raras vez— llegaba hasta el suelo, tornaba amarillas, naranjas las tinieblas.

Max miraba hacia todos lados y la mirada se le llenaba de todo.

No obstante, no apreciaba los pequeños detalles, las actitudes, las intenciones, incluso algunas acciones de los porteadores. Todo era tan diametralmente opuesto a cuanto conocía, que sólo percibía las cosas a grandes rasgos: la omnipresente vegetación, el variado olor, el calor invariable, los sonidos irreconocibles, la brillantez de la luz cuando se dejaba ver. El peligro. La incomunicación. Nunca fue tan consciente de estar encerrado en sí mismo, nunca deseó tanto salir; nunca le pareció tan insoportable la soledad, la incapacidad de comunicarse con los demás.

Oía ruidos por todas partes, de insectos, reptiles, mamíferos y aves de todos los colores… que a veces creaban una armonía propia, extraña, que tanto podía ser melancólica o llena de vida. Le sorprendía que un simple siseo, croar o chirriar le rozara la piel, como si una mano la recorriera, no siempre en una caricia. Todo lo sentía, le anonadaba o espantaba. Le hería o gratificaba, y se le quedaba dentro. Era incapaz de expresarse o de expresarse con coherencia. Todo era incomprensible. Una lengua, una psicología, un mundo diferentes, de los que no tenía la clave. Si se lo hubiera permitido, habría deseado volver a casa. Pasaba de la desesperanza y el cansancio a la curiosidad y expectación y necesidad de seguir adelante. 

              Además de su inglés defectuoso, su duro acento y su tendencia a comerse sílabas, incluso palabras enteras, Vosu era muy parco en palabras y, con su uso constante del gerundio, a veces se hacía difícil entenderle. Se dirigía al extranjero sólo lo imprescindible —según su mentalidad, para que no pareciera que le daba órdenes o que ponía en duda su capacidad de entender las cosas—,  lo que exacerbaba la sensación de soledad de Max. Los porteadores sólo hablaban su propia lengua, el uagüeyo, pronunciación que a Max le costaba recordar. Era tal combinación de sonidos vocales, que no lograba colocarlos en su lugar correcto. Siempre fue algo disléxico, sobre todo cuando se trataba de la u y la a; tenía que poner atención para no pronunciarlo “au”. Siempre decía taureg, por ejemplo. También invertía el sonido “ei” en algunos casos, como con el nombre que daban a su equipaje: eymas, que él decía “yemas”.

Los nativos no llevaban equipaje alguno. Iban cogiendo lo que necesitaban por el camino, como si pasearan por un gran supermercado, sin tener que pagar a la salida. La selva les proporcionaba comida, agua y ropa, que se cambiaban con frecuencia: simples hojas de la selva, que muy hábilmente transformaban en taparrabos, sombreros, impermeables y calzado —una especie de mocasines—, mucho más flexibles, adaptables al terreno que pisaban, que las botas que llevaba Max, demasiado rígidas y que calentaban demasiado los pies. Llevaban látigos hechos de lianas que ensortijaban hasta conseguir un tejido fino, que en lugar del conocido chasquido del látigo de cuero, silbaban cuando los hacían restallar, casi siempre para espantar algún animal peligroso o alcanzar algún fruto inasequible. También tenían machetes —bolos, en el idioma local— para abrirse paso entre la maleza, y sus cerbatanas —candá (lenguas, literalmente)—, una rama del árbol jaríe, el bambú autóctono, recta como un fusil, aproximadamente de un metro de larga, con las que lanzaban dardos, algunos letales, otros solamente aletargantes, que causaban una inmovilización temporal. Llevaban los dardos —finísimas espinas de distintos longitudes para los diferentes grosores de la piel que quisieran atravesar— en unos collares estrechos, cada uno en su funda, bien protegido, mejor que los cartuchos en una canana. Con un mínimo gesto, las cargaban en la candu —el singular— y luego soplaban por uno de sus extremos para dispararlas. Casi nunca erraban el tiro, y así se proporcionaban alimento, desde peces, pájaros y mamíferos, hasta serpientes y ranas. Ni Max ni Vosu utilizaban sus rifles ni pistolas automáticas para esos menesteres. Llevaban recargas de municiones, pero preferían ahorrarlas por si se presentaba alguna situación especialmente difícil; además, era innecesario.

Tras unos primeros días de confusión,  el inspector empezó a aprender algo de ellos; no exactamente aprender, sino imitar o lo intentó: a no pretender desentrañar de inmediato el sentido de las cosas. La selva revelaba sus secretos cuando quería, no cuando los hombres los intentaban descubrir. Si alguna cosa se resistía a desvelarse, la dejaban en paz. Exactamente lo contrario a lo que él, Max, había dedicado toda su vida: a averiguar secretos, descifrar significados. Aquí todo era tan misterioso como la existencia misma e igual de inexplicable, y así lo aceptaban. Y Max estaba en la infancia. Se hizo torpe, sin comprender las cosas, prácticamente sin saber andar (tropezaba constantemente en esos parajes, a menudo caía), sin saber hablar ni comunicarse con sus semejantes, sin saber qué comer ni cómo proceder, sin poder dormir. Al menor ruido, se despertaba, y en la selva había millones de ruidos, tanto de día como de noche. Hasta que la quinta noche, exhausto ya, la durmió de un tirón.

 

A la mañana siguiente, todo había cambiado. Le parecía no tener ya preconceptos, lo que le permitió comprender o así le pareció, si no a la selva, al menos a los porteadores. Nada destruían. No buscaban su propia comodidad ni anteponían su seguridad personal. Al menos, no de la manera que lo haría un occidental, siempre acobardado —se le antojaba ahora— ante la vida. El hombre moderno tenía que saberlo todo, controlarlo todo, para evitar el miedo, para estar alerta y no ser engullido por las terribles fauces de lo desconocido. Para evitar el miedo, se había inventado otros miedos.

Tampoco era cuestión de valentía o arrojo por parte del indígena, sino de respeto o, mejor, de la contemplación de algo, un ser más grande que él, que le acogía, por lo que el hombre intentaba no contrariarle, y comprender sus normas y seguirlas, como con un anfitrión gentil. No le cuestionaba, nada le pedía. Sólo que continuara existiendo. Y esa contemplación le introducía en el alma un esmero que se convertía en refinamiento espiritual. Una peculiar espiritualidad; no elevada, concerniente más a divinidades o mitos que a humanos, con sus ritos y prácticas solemnes, sino cotidiana, terrenal, nacida de su pecho sudoroso y corazón palpitante por el esfuerzo de sobrevivir. No únicamente de seguir viviendo, sino de coexistir con todo lo que le rodeaba, incorporarse a ello. En eso consistía su gozo: en ser uno, algo más.

A menudo se desviaba, doblegaba sus deseos o renunciaba a su conveniencia o comodidad por esa espiritualidad terrenal… aunque sólo fuera para no atropellar un nido de hormigas o estropear o ensuciar un paraje. Hacía lo justo para su subsistencia y su subsistencia requería bien poco. Se notaba ese respeto incluso en su andar —siempre con la cabeza agachada, y no sólo para ver dónde ponía los pies—, en toda su actuación, porque estaba en el templo de su espiritualidad: la selva. Era su catedral. Una catedral laica, una madre comprensiva y generosa.

Esa falta de espiritualidad religiosa en los uagüeyos extrañaba al extranjero, puesto que estaban rodeados de países —el suyo propio— y culturas extremadamente teístas. Sin embargo, no parecían más perdidos que otras gentes, pero sí que iban más tranquilos y agradecidos —menos exigentes—, por la vida.

 

Max acabó reconciliándose con el olor que emanaba de su propio cuerpo, sudor de hacer mucho esfuerzo durante muchos días, sin poder lavarse más que una simple repasada diaria por todo el cuerpo con un pañuelo mojado al borde de un arroyo o un charco. Eso, combinado con el repelente de insectos que los indios habían insistido que se pusiera, habría hecho que el occidental más rudo apartara la nariz.

              Se fijó con más detalle en los indígenas. Empezó a aprender algunos de sus nombres (Tlocla, Xocu, Aguém). Quiso saber qué significaban sus tatuajes, que algunos tenían por todo el cuerpo. Éstos eran los más tradicionales, explicó Vosu, pero cada uno podía hacerse los que quisiera, una práctica que empezaba a caer en desuso entre las nuevas generaciones. Pero en ningún caso se debían a cuestiones estéticas. Cada tatuaje tenía un significado concreto. Primero el nombre de su tribu, a la altura del cuello o la nuca, a veces incluso en la frente; después los símbolos de su familia (lo que podía abarcar varias generaciones), hasta su estatus social (cazador, pescador, guía, curandero, intermediario en conflictos, contador de cuentos o protector de la tribu) —aunque no había ninguna jerarquía entre ellos—, o los hijos que tenía, su mujer o mujeres (hacían uso del divorcio, no de la bigamia, pero nunca intentaban borrar el pasado). Y aún otro tatuaje, que llamó especialmente la atención de Max: un cuerpo —estilizado, volátil— que parecía salirle del pecho al que lo portaba. Le distinguía como un zoyelan, dos veces nacido, literalmente duonacido, el superviviente de algún trance mortal o el que había vuelto de la muerte. A éstos se les tenía un respeto especial, porque eran más sabios. Tampoco tenían ninguna autoridad sobre los demás, pero sí su admiración por lo que contaban.

              Tlocla, un gigante de 1.92 m., era uno, y aunque Max habría querido interrogarle exhaustivamente, no había posibilidad de entenderse con él, y las respuestas que daba a las preguntas traducidas por Vosu, eran monosilábicas. Max acabó por pensar que el zoyelan prefería guardar sus secretos. No por desconfianza hacia el extranjero, tampoco hacia sus compañeros, le intentó explicar Vosu, sino porque era más natural que hablara de ellas de modo espontáneo, cuando se presentara la ocasión casualmente, cuando nadie le preguntaba al respecto. Para no darse demasiada importancia.