TERCERA PARTE
Climax
El niño gorjea, feliz. Es como si presintiera que se dirigen a casa. Como si quisiera alegrar a su madre. Ella le abraza y besa continuamente. Él le toca la cara, y la mira detenidamente, como si la estudiara. Una y otra vez. Como si le dijera: Estás conmigo, todo irá bien.
Elisa arrastra una gran tristeza por dejar al abuelo, por dejar marchar a su padre, tan solo y desvalido. Está segura que no los volverá a ver. Besa y abraza otra vez al niño con renovado cariño. Le ve más bello que nunca.
Por fin, el Capitán Rota se permite hablar —. Qué feliz está, ¿verdad?
— Creo que sabe que va a ver a su padre. Que volvemos a casa.
— ¡Sí, sí que lo parece!
El Capitán Rota se vuelve de espaldas porque ve que Elisa se prepara para darle el pecho al niño.
De cara a la brisa, dice—, Su abuelo se ve estupendo. Me ofreció un trabajo para ir y venir de su mina con mi Tacita. Pero es que yo quiero volver a la selva, ¿sabe? El mar abierto me da miedo, mi Tacita es tan pequeña… y en los ríos siempre sabes dónde te diriges. Para arriba o para abajo. En el mar te pierdes.
— Eso se soluciona con un buen mapa y una brújula o un cuadrante, o como se diga.
— Sí, pero yo no los tengo, señorita…
Elisa ríe. Él también.
— Perdone, pero, ¿cómo debo llamarla ahora, señora o señorita?
— Elisa, por favor, capitán. Que ya no soy señorita, pero aún soy demasiado joven para ser señora.
— Sí, tiene razón. ¡Qué alegría!
— ¿Por qué, capitán?
— Por todo, señorita Elisa. ¿Me pregunta por qué? Pues, ¡por todo!
Ella vuelve a reír, el niño también. No parece que el capitán esté preocupado por la pérdida de su empleo. Confía plenamente en la generosidad de la selva.
Aún sin volverse, exclama—, ¡Se ha reído! ¡El niño! ¡Nunca he visto… oído… reírse a un bebé tan pequeño! Sonreír, los más espabilados, sí, ¡pero no reírse! ¡De sólo una semana!
— Y ya hace días que lo hace.
— ¿Sí?
— Sí, sí.
— ¡Es fantástico! Una pura fantasía. Viva estos días de fantasía… señorita Elisa. Vívalos con todas sus fuerzas. Que no durarán para siempre.
Hay otra pausa, en la que sólo se oye los últimos coletazos de su risa feliz, el murmullo del vapor, cómo parte el agua que fluye, algún grito lejano de la selva, algún canto. Suavidad.
— Esto es lo mío, señorita. Fíjese en todo esto. ¡Ummm…! —remonta la risa del capitán—. ¿No le encanta estar hablando así, de tonterías, en este paraíso? ¡Y no sabemos siquiera cómo nos lo hemos ganado…! Bueno, usted sí, claro. Usted está en su derecho. Pero yo estaba en la miseria. Todo era triste. Pero es sólo cuestión de cambiar de lugar, nada más, y de pronto… si tienes suerte, claro… ¡estás aquí!
Elisa y el niño vuelven a reír.
— Sí —insiste Rota—, aquí estamos los tres riendo, como si nada. ¡Todo va bien en el mundo!
Entonces, ven la canoa esperándoles, y la intensidad que Elisa siente le corta la risa. El niño imita a su madre, y el capitán se concentra en la precisión necesaria para acercarse y engancharse a la canoa.
De nuevo el traslado de Elisa se hace en medio del río, pero, con niño y todo, es más ágil que el anterior, porque ahora se dirige a casa.
Cuando Itaal tiene al niño en brazos, lo reconoce como una parte de sí mismo. La que —ahora se da cuenta— le faltaba. Primero reconoce su olor, luego sus facciones. Elisa se aprieta contra ellos.
Al ver que la canoa no se va en seguida, el Capitán Rota también se queda. Contemplándolos. Él nunca ha sentido una felicidad similar, pero, optimista como es, no pierde la esperanza.
Y es que Itaal no se ve con fuerzas para apartar de sí al niño ni a Elisa para empezar a remar. Rota tiene una idea. Sin consultarlo a la pareja, mientras ellos están ensimismados, ata un cabo a la proa de la canoa y a la popa de La Tacita, y les remolca. Cuando Itaal y Elisa se dan cuenta, y ríen por la ocurrencia del capitán, por su generosidad y por la alegría que ven que él comparte.
Se está adentrando en una parte de la jungla que desconoce. Siente un poco de aprensión. Pero, razona, nada le puede suceder si lleva a un miembro de una de las tribus. Nada le puede suceder si está dentro del círculo de magia que siempre rodea a Itaal y ahora a Elisa y al niño también.
Tan adentro les lleva, que ya falta poco para llegar a Kaikala. Itaal se lo dice, Elisa se lo traduce, y el capitán se asusta ante la noticia, y no sabe por qué. Nunca ha entrado en el poblado kaikala, ni siquiera se ha acercado. Pero no es eso. No lo entiende. A él siempre le ha gustado la aventura, lo desconocido. Pero esto es demasiado cerca, demasiada osadía. No abusemos, se previene. Ni nos la juguemos. Detiene La Tacita de pronto y la canoa choca contra su popa. Itaal sujeta a Elisa y al niño para que no caigan. Rota se disculpa por su torpeza.
Se despiden, muy cariñosos, unos de otros. La Tacita da media vuelta, el humo negro enganchado a su chimenea, y al grito de Rota—, ¡Voy a hacer mi propio hijo! —desaparece río arriba.
Todos están en la orilla para recibirles. Se impacientan y se meten en el lodo hasta llegar a la canoa, y les besan y abrazan… Elisa ve que todo sigue igual. Todo es perfecto.
Durante la celebración por su llegada, Itaal guarda un silencio poco usual en él. Sí, los demás cantan y bailan… pero le parece a Elisa que sin el brillo, la alegría de antes. O es que ya está acostumbrada. No seas tan vanidosa, se reprocha. ¿Qué más puedes pedir?
Cuando se pasea por la plaza con el niño en brazos, todos la sonríen, pero también guardan un silencio inexplicable. Elisa se confunde. ¿Es que no querían que volviera? ¿Ha hecho algo que no debía? ¿Resienten que se haya ido a dar a luz a otro lugar? ¿Es que también consideran al niño un extraño? Le produce una tristeza que nunca ha sentido aquí, que pensaba que aquí no existía. Reconoce la antigua melancolía que reinaba en su casa, entre su familia, que siempre sintió, y que siempre intentó superar, erradicar de su entorno, incluso haciendo el payaso a veces para conseguirlo. La seriedad de Fermín, el distanciamiento de su madre, la amargura —innata, le parecía a ella— de su padre, que sólo se aliviaba cuando la veía a ella. La pesadumbre que siempre relacionaba con su casa de Maniva, se ha instalado aquí ahora. Los días transcurren nubosos. Han venido las lluvias, y hay poco contacto entre los habitantes porque se refugian en sus porches. Lleva días y días así.
Elisa no aguanta ese aislamiento, esa introspección. No puede soportar esa dureza. Se consuela en los brazos de Itaal… pero en silencio. Él está igual de cariñoso que antes, incluso más. Pero cuando hace el amor con ella, no es con el mismo vigor, con la misma alegría de antes. Ama a su hijo. Siempre que puede, está con él. Niño y hombre se conocen en profundidad. Cuando les ve juntos, Elisa rebosa felicidad. El padre atiende al hijo tanto como la madre… pero en silencio. Debe ser la época en que los nativos se tornan más reflexivos, introvertidos. Debe ser una costumbre, un mecanismo propio. Pero Itaal lo descarta con una triste sonrisa. Entonces, ¿qué es?
Itaal no responde.
El paraíso no puede durar siempre, recuerda ella las palabras del Capitán Rota.
Ya no hace preguntas a nadie para evitar sus silencios o sus respuestas monosilábicas. Se dice que no es nada serio, que seguramente están pasando alguna dificultad en el pueblo. No se atreve a preguntar de qué se trata. Tiene miedo. Está confundida. Encuentra consuelo en Jerái. El niño siempre está igual. Es la única estabilidad que encuentra en el poblado.
Cuando ella no puede más, también se deprime. Cuando ya no intenta animar ni a Itaal ni a nadie, él reúne las fuerzas para contárselo.
— No es culpa tuya. No es por ti.
— ¿Ya no me quieres?
— No debes pensar eso. Te quiero con locura.
Antes lo hubiera dicho con exclamaciones; ahora, es casi un murmullo.
— Itaal…
— Aliki Laka-sajinia Elisa —procede él, y ella siente aprensión porque se dirige a ella con su nombre completo—. ¿No te has dado cuenta?
— ¿De qué? ¿De qué? —grita ella, desesperada—. ¡Algo más, necesito algo más! ¡Háblame!
Después de aún otra pausa dolorosa, Itaal por fin dice—, Nuestro hijo hace el número trescientos uno.
Ella se queda estupefacta. Después, ríe. Ríe, desesperada. Ríe y llora amargamente. Porque ve que él está convencido de que deben seguir esa tradición… cuando ella se ha rebelado siempre contra todas las tradiciones y convenciones. Y ésta, la más incongruente, la más peligrosa, la más absurda y estúpida de todas, ¿la va a acatar? ¡Nunca debí venir aquí!, estalla en su cabeza. Ríe, histérica.
Durante su ausencia, Axane, la siguiente madre de la lista, ha tenido una niña. Una semana antes que Elisa, mientras que Elisa estaba en casa del Abuelo Teo, rodeada de lujo y atenciones, y reía con Teo y Eritreo. No tuvo en cuenta que Axane había quedado embarazada antes que ella; estaba tan feliz con su propio embarazo, que ni lo pensó. ¡Itaal no me avisó! Estaba igual de loco que ella, enloquecido por su felicidad, le justifica Elisa. Quizá quiso esperar para ver si el embarazo de Axane se malograba —había muchos abortos en la tribu—; quizá se cegó ante la perspectiva de tener un hijo. ¡Loco egoísta estúpido!
La culpa también ha sido mía. No somos adultos, responsables. No estamos preparados para conducir nuestras propias vidas. Mi padre tenía razón. Y ahora arrastramos a nuestro hijo a la perdición.
Todos creyeron que Elisa se había marchado del poblado por eso. Aunque a todos dijo que volvería con su hijo, creyeron que sólo lo decía para aliviar el dolor de tener que perderla. El indígena siempre intenta suavizar lo doloroso de la vida. ¡Como si no tuviera el valor de afrontar la realidad!, grita Elisa en su interior.
Cuando Elisa se encuentra con Axane en la plaza, se da cuenta. Siente cómo una fatalidad se le mete en el corazón. Se acerca corriendo y destapa el bebé que la kaikala lleva en brazos. La madre se espanta e intenta apartar a la niña. Después recapacita y sabe que Elisa es incapaz de hacerle daño. La niña se llama Nima-Nasinia. Efectivamente, 300ª. Axane también quiere ver al hijo de Elisa. Ella se lo enseña. Al instante, Axane vuelve a tapar la cara de Jerái. Es demasiado bello. Bello como sus padres. Las dos madres se miran. Lloran juntas. Ni una ni otra pensaron nunca que sus hijos pudieran ser motivo de tristeza.
En otra discusión que tiene con Itaal, sugiere que podrían irse a otra tribu. Él admite esa posibilidad, pero:
— Entonces, yo ya no sería yo, y tú dejarías de amarme, y nuestro hijo viviría en una casa sin amor.
Ella sugiere marcharse con su hijo. Tan grande es la tristeza de Itaal que no tiene fuerzas para responder.
— Entonces, te dejaré al niño, para que crezca aquí y sea tan maravilloso como tú. ¡Así volveréis a ser sólo trescientos! —grita, exasperada—. Estúpido, inútil, ¡inútil, inútil, inútil, y cobarde y desgraciado!
Él sigue sin responder.
Estaban tan cerca, que Vosu ya no les tenía que dirigir. Todos sentían la corriente de vida que fluía hasta ellos desde muy cerca, prácticamente al alcance de la mano. Todos siguieron adelante, jubilosos por haber llegado a su destino sin más incidencias.
Sólo Max se detuvo.
Se detuvo, espantado. Vio que una mujer se dirigía, poco a poco, pero muy decididamente, hacia él. Vosu mandó detenerse también a la columna de porteadores. La mujer empezó a correr, descalza, sobre la suave hierba, que se volvía a poner erecta tras su paso, el cabello volando al viento, la blusa abierta, enseñando los pechos, lágrimas en los ojos, una congoja en la voz mientras soltaba pequeños gritos de ansiedad. Bellísima. Felicísima. Max no podía creer esa aparición.
Enloquecido, también corrió hacia ella y se encerraron el uno en los brazos del otro, trémulos. Se besaron apasionadamente. Trémulos. Todo lo demás se desvaneció. Esa era la culminación de la vida de Max. La había vivido toda para ese momento.
— He estado tan sola, y tú no venías —le tembló la voz.
— Mi amor, mi vida —le tembló la voz.
Vosu y los porteadores sobrepasaron, fugaces, a los abrazados, cuyas cabezas sobresalían de las demás cabezas por estar en un plano superior.
Max y Elisa también dejaron pasar de largo al paisaje, el cielo con sus dulces nubes blancas y rosadas, el tiempo.
Elisa le hizo tumbarse sobre las pieles suaves. Se acurrucó a su lado. Él sólo la veía a ella.
Sintió su cuerpo vibrante. Su congoja. La acarició para consolarla. Ella invito a esas caricias a hacerse sensuales. Hicieron el amor. Una sola vez. Pero era todas las veces que él había hecho el amor.
Ambos casi se desvanecieron de placer. Ni con Itaal, ni con Bárbara o Lilly ni ninguna de las mujeres anteriores a ellas, habían sentido, ni el uno ni el otro, tanta plenitud.
Durmieron abrazados.
Aquí empieza una nueva vida… a raíz de esta muerte.
Max se despertó con el suave murmullo de ella.
— Mi hijo… —y calló — Mi marido… —y tampoco pudo continuar.
— Háblame. Tengo que saberlo todo.
— Tú debes impedirlo. Vienes del futuro, sabrás cómo impedirlo.
Las caricias de Max cesaron. Fue su impotencia lo que le impidió seguir.
Itaal se levanta silenciosamente, para no despertarla, a pesar de que ella tiene un sueño convulso. La mira por última vez. Casi no la ve por las lágrimas. Con las mismas lágrimas mira a su hijo.
— Ayúdame. Si no, ¿para qué has venido?
— No puedo —murmuró dolorosamente Max.
Hay silencio en todo el poblado, y el silencio despierta a Elisa. Itaal no está a su lado. Horrorizada, se precipita hacia la barandilla.
— ¡Itaal! ¡Itaal!
Le encuentra dentro de la espesura, de rodillas ante un riachuelo, de espaldas a ella, que se detiene. Mira, espantada, si el agua que fluye está teñida de rojo. Lo está. No se atreve a avanzar más. Después, corre los últimos pasos y se coloca delante de él.
Él la mira, sus ojos llenos de miedo.
¡Está vivo! Pero tiene cortes en el pecho y los brazos, por donde se está desangrando.
Elisa cae de rodillas ante él, e intenta recoger su sangre. Además de con las manos, de donde se le escapa, sólo se ocurre chupar la de sus heridas, y luego junta su boca a la de él, y le traspasa la sangre.
Itaal se ha abandonado y la deja.
Elisa arrancas unas hojas, cuyo poder curativo ya conoce, y se las envuelve alrededor del pecho, para detener las hemorragias. Pero la sangre sigue fluyendo.
— ¡Socorro, socorro! —grita al vacío de la noche. Intenta recordar la palabra en kaikala. No puede y, desesperada, vuelve a gritar—, ¡Socorro! ¡Qué alguien venga a ayudarnos!
Itaal se está desvaneciendo. ¡No hay tiempo!, estalla en la cabeza de Elisa, y lo grita con todas sus fuerzas.
Llegan hasta ella unos hombres del poblado. Elisa les enseña las hojas ensangrentadas sobre el pecho de Itaal, las heridas de sus brazos.
Los hombres se mantienen quietos. Ella no entiende que no socorran a su marido.
— ¡Cobardes! ¡Cobardes asesinos! ¡Es uno de los vuestros! ¡Es Itaal, vuestro hermano! —Se acurruca sobre él, gimiendo, dándolo todo por perdido—. Es mi marido, es mi marido…
Siente unas manos sobre la espalda, pero ella cree que es demasiado tarde.
— No te ayudan porque respetan la voluntad de Itaal—, dice, con voz templada, la logüi—. Saben que deben hacerlo. Saben que es lo mejor.
— No. ¡No, no, es lo peor! Me moriré y mi hijo también. Estáis locos.
La logüi la separa del cuerpo, ya inerte, de Itaal, y ve la desesperación en sus ojos. Entonces, quita las hojas sobre el pecho del herido.
— ¿Por qué, por qué?
La logüi pone las manos sobre las heridas de Itaal. Elisa se da cuenta de lo que intenta hacer, y calla.
Al poco, la sangre deja de fluir.
— No es suficiente. Dale tu aliento y voluntad —dice la logüi.
Elisa se inclina sobre el cuerpo, pálido, que a penas respira. Pone su boca sobre la de él, y le transmite su aliento y le dice—, Vive, vive, vive.
Al cabo de unos segundos, el pecho de Itaal se infla y desinfla. Vive de nuevo.
Elisa le baña todo el cuerpo con lágrimas.
— Max… Por una vez, no sólo entierres a los muertos: salva a los vivos.
— Ojalá pudiera. Es lo que siempre he deseado. Por favor, no me atormentes más —no puede seguir.
Los dedos de Elisa recorren suavemente sus cicatrices. Se ha dado cuenta que haciéndolo, parecen curarse más rápidamente.
Itaal le aparta las manos—, ¿No ves que no puede ser? Alguien se tiene que ir, y tú tienes un hijo. Si yo me quedara, significaría que todos los anteriores murieron injustamente. Todo el poblado seríamos asesinos. Ahora no hay ningún anciano que me pueda sustituir, todos son aún jóvenes y activos. ¿No lo entiendes? El responsable soy yo.
A Elisa le cuesta decirlo—, ¿Y tu padre? Está muy enfermo —. No tiene tiempo de arrepentirse de lo que ha dicho.
— Aun tiene una hija que mantener.
— ¡Y tú tienes un hijo!
— Ella vino primero. Ahora debo pagar por mi inconsciencia, por la felicidad que hemos tenido, por dejarme llevar por nuestro amor, la despreocupación, la alegría irreflexiva.
— ¡No tenemos que pagar por nada! —e inmediatamente—, ¡Me iré yo! N’him me guiará. Y tú te quedarás aquí con nuestro hijo. Yo vendré de vez en cuando a veros. ¡Itaal! ¡Itaal! Mi familia se ha deshecho por ti. He destrozado a mi familia por ti… No destruyas la nuestra también.
— Ya veo. Nunca has podido ayudar a nadie, ni cuando te ofreciste a un trasplante de médula para tu hermano. No sirvió de nada. Max. Qué absurdo nombre. Todo tu trabajo no ha servido para nada.
— ¡Por favor, por favor…! —suplicó él.
— Entonces, no tienes nada que hacer aquí. No comprendes nada de lo que sucede aquí. Ven conmigo, Max, y sé feliz. Porque una persona como tú sólo puede ser feliz, y ahora no lo eres, ni con tu familia ni con tu amante ni en el lugar donde vives. Sólo te espera incertidumbre y sufrimiento. Evita ese sufrimiento. Sígueme, Max. Sígueme.
Le puso la pistola en la mano. Él la miró, enloquecido.
Pasó un largo rato.
A él le pareció un instante.
No la permitiría marchar. La retendría como fuera. La quiso abrazar. Pero ya no pudo.
Ella cerró los ojos y su expresión se tornó ninguna expresión, su rostro, todo su cuerpo, se ajó hasta convertirse en la anciana que Max ya conocía, y se fue descomponiendo entre sus brazos, hasta desvanecerse del todo. Max lloró en silencio. Por ella, por sí mismo, por toda su vida, ligera, demasiado ligera. Fácil, demasiado fácil.
Se incorporó con un sobresalto. Intuyó algo extraño. Miró su petate. Nadie más había dormido allí. Se precipitó hacia el porche, situado en una pequeña colina a las afueras del poblado, con intención de perseguirla. Pero la barandilla le detuvo. La realidad le detuvo. No puede ser que se vaya ahora. ¡Tiene que continuar mi perdición!
Abajo distinguió a dos figuras, que miraban hacia él. Se aclaró la vista. Eran Vosu y un joven a su lado. Miró más allá de ellos. No había más que verde sobre verde sobre verde.
— Debo velar por la vida que he engendrado y la vida que esa vida engendra.
Itaal abraza a Mabó, su padre, para impedirle que siga caminando. Luchan.
Elisa grita—, ¡Basta, basta, por favor!
Pero M’bó es más fuerte que se hijo, y le derriba. Itaal se lanza a sus pies y le derriba también. Luchan en el suelo, el hombre mayor aventajando al joven.
Elisa se interpone entre los dos y recibe un golpe de M’bó, inintencionadamente. Él se detiene, avergonzado. Itaal, sus recientes heridas sangrando de nuevo, la abraza, como para protegerla.
M’bó abraza a los dos, y los tres se quedan muy quietos, recuperando la respiración.
Elisa levanta con ambas manos la cara del padre de su marido, y mira en sus ojos—, No tienes por qué sacrificarte, ¿entiendes? Yo me iré, ¿entiendes? Me voy separar de Itaal.
— No debes hacerlo. Matarás a mi querido… —No tiene fuerzas para decir la última palabra.
— ¿No lo entiendes? ¿Tan estúpido eres? Quiero abandonarlo. ¡Ya no le amo…! No le amo desde que me dijo que mi hijo sobraba aquí.
Es el principio de la mentira que completará el día de su muerte.
Sabía que el joven era el sospechoso. El mismo que saltó por el muro del jardín en la Plaza Lessesps. El amante de Luisito, el pulpo.
Vosu no llevaba su rifle automático ni su pistola ni le acompañaban los porteadores, y Max supo que el joven se había entregado sin resistencia, tal como el guía había pronosticado. Entonces, era culpable.
Volvió al interior del porche, buscó, nervioso, su uniforme entre sus eymas, pero oyó los pasos ya muy cerca. Dejó caer el uniforme, cogió la pistola y salió a su encuentro.
Vosu hizo una señal al joven para que se sentara sobre las esteras en el porche. El inspector se mantuvo de pie, pero en seguida fue consciente de que le hacía parecer prepotente, mirando desde arriba a los otros dos, como si fueran inferiores. También se sentó, delante de ellos, y dejó su arma en el suelo, junto a él. Desde allí podía ver al joven con más precisión. Era chato, bajo, feo, sus ojos claros expresaban miedo… miedo que podía producir miedo. No tendría más de veinte años.
Max miraba del joven a Vosu; Vosu miraba del joven a Max; el joven, inquieto, sólo miraba a Vosu, arrimándose a él, como si buscara su protección.
El inspector a duras penas podía contener su desasosiego, mezcla de ira y deseo de hacer las cosas bien. Los otros dos eran conscientes de ello, por eso Vosu le hablaba con voz queda.
— Su nombre Arám —dijo el guía—. Significando seguir viviendo.
— Superviviente —murmuró Max.
— Cayendo por barranco con su padre. Su padre muerto. Encontraron tres días después. Viviendo, abrazando su padre. Teniendo tres años. Tres años, y ya ganando su nombre.
— Pues, no creo que siga siendo merecedor de él por mucho más tiempo —dijo el inspector, rozando la crueldad y la pistola a su lado con la mano.
Vosu hizo una mueca de desagrado, porque ese comentario no estaba a la altura del inspector—. Sólo diciendo… para tú sabiendo su origen.
— No necesitamos tu traducción. Hablaremos castellano. Sé que este elemento lo entiende —y directamente a Arám—, ¿O es que te has quedado mudo de pronto?
— Teniendo miedo de inspector —respondió el guía, de nuevo en inglés.
— Y con razón —. Se dirigió nuevamente al joven—, Arám… ya sé que no tenéis apellido aquí…, quedas detenido por el asesinato de Elisa Claramunt el día cuatro de junio de 2011 en el Café Zurich de Barcelona —Hubo un tiempo que pensó que nunca llegaría a pronunciar esas palabras—. Te llevaremos a Maniva, y de allí te extraditaremos a España. Te asignarán un abogado defensor, y también te pondrán en tratamiento por tu enfermedad.
Efectivamente, Arám comprendía algo de castellano, pero no todo lo que el hombre blanco le estaba diciendo. Max creía que se hacía el inocente. Ya no pudo contener la ira—, ¡Es muy probable que te pases el resto de la vida entre rejas, muy lejos de tu paraíso terrenal!
Ante su agresividad, el joven hizo ademán de acercarse más a Vosu.
Max ordenó al guía que le encerraran en algún lugar.
— Aquí no lugar —respondió Vosu—. Aquí puertas no cerrando. No habiendo llaves.
— Entonces, le ataré de pies y manos, aquí mismo, en el porche. Y yo personalmente le vigilaré.
— No escapando, Max.
— Desde luego que no. ¿Cuándo podemos salir? —El mismo se respondió, en forma de orden a Vosu—, Mañana mismo. No tendremos ningún problema con los lugareños, espero.
— No.
— Bien.
Pero Max se dio cuenta de que su ira le estaba impidiendo actuar con la meticulosidad con que siempre lo había hecho, e intentó rectificar—, ¿Mataste a Elisa Claramunt?
— Sí.
Hubo silencio. ¿Así acaba todo?, se preguntó. ¿Así de fácil? Desconfiaba de esa facilidad. Ahora, viéndose sentado, semidesnudo, en compañía de sus interlocutores, igualmente semidesnudos, le pareció ridícula la situación. Intentó concentrarse en su deber. Miró al joven, que seguía desviando la mirada. Incluso pareció que admiraba el paisaje.
— Pero… ¿es que no eres consciente de lo que has hecho?
— Sí.
— ¿Por qué la mataste? —casi gritó. Esa pregunta resumía la obsesión de toda su vida, y ahora, por fin, tendría la respuesta de todo.
Pero intervino Vosu—, No preguntando nombre de su padre.
Max no le quitaba ojo a Arám—. ¿Y eso qué tiene que ver?
— Su padre llamando Adnón.
Max le miró, no entendiendo a dónde quería ir a parar.
— Adnón siendo cuatro hijo de Elau. Padre de Elau…
— ¿Me vas a recitar todo el árbol genealógico?
Vosu no entendió esa palabra, pero sabía que debía continuar—. Padre de Elau siendo Jerái. Padre y madre de Jerái, Itaal y… Elisa.
Estupefacto, el inspector casi no pudo decir, incrédulo, escandalizado—, ¿Es el… un descendiente de Elisa Claramunt? Su… ¿tataranieto? —Miró al joven, enloquecido—, ¿Es cierto?
Por primera vez, Arám le miró directamente a los ojos, y no lo negó.
Le pareció un desafío a Max. Eso, añadido a la información que acababa de oír, le enfureció. Se levantó de un salto, pistola en mano, dio un paso hacia Arám, le cogió por el cabello y apretó el cañón de la pistola contra su frente.
Al mismo tiempo que Max, Vosu también se levantó. Ahora le dio un golpe con el antebrazo en el pecho, que lo derribó. La pistola cayó lejos.
Arám se lanzó, pero tal era la postura de Max cuando cayó, que le costaba incorporarse. Vosu no movió ni un dedo.
Pero no era la pistola lo que el joven buscaba. Sólo cogió a Max por los hombros, acercó su cara a la del inspector y, con lágrimas en los ojos, balbuceó en castellano—, Ella quiso. Yo ayudé, ¡sólo ayudé! ¡La quería!
El guía le hizo callar, hizo que se calmaran los dos y contó a Max la historia de Elisa e Itaal.
Se abre la puerta y Elisa tiene ante sí el gran vestíbulo. Con un ligero suspiro, da el último paso, y está dentro. Le parece todo tan extraño. Incluso, se ha fijado, le han puesto un número a la casa, y un nombre a la calle. Ahora es el 2 de la Avenida de La Santísima Trinidad. Ya no la distinguen sólo como Casa Ferrer.
El shuanda de su padre —cuyo nombre Elisa nunca ha sabido—, con la mano presionándole ligera, suavemente la espalda, casi la obliga a seguir caminando hasta el interior del salón, que ahora le parece ostentoso, incluso vulgar. Sonríe tristemente.
Oye unos pasos que se acercan y, aún sin volverse, reconoce los gemidos de su ama, su antigua ama. Aunque sólo ha pasado un año —ni siquiera eso, once meses—, le parece ya una anciana.
Corre hacia Elisa—, ¡Mima sirsa, mima sirsa!
Elisa también la rodea con los brazos, pero el ama no siente ninguna emoción en ese gesto. Se separa de ella y la mira, intrigada.
Elisa se vuelve con otro suspiro.
Habría preferido ir al palafito del abuelo Teo, pero Eritreo le envió recado de que el abuelo ya no estaba allí, sino ingresado en Letuí, muy enfermo. Todo se está acabando, siente ella.
Está demasiado por encima de él. Se pone de rodillas a su lado. Apoya la frente en el costado del féretro. No derrama ni una lágrima, pero sabe que se pasará los siguientes días, incluso meses, llorando. Quizá años. Por él, por ella y su bebé, por Itaal, Fermín y su madre, ambos ahora en Europa: su hermano, en París, donde se dedica a pintar, y Juana, en Lausanne. No queda nadie más que ella para llorar al muerto.
Eugenio Claramunt murió ayer de un ataque al corazón, y está de cuerpo presente en el salón iluminado con velas.
Elisa le habla en susurros:
— Papá… siempre fuiste muy impaciente. Todo lo tenías que hacer en el momento, de prisa.
Luego continúa pensando, Tenías que ganar mucho más dinero que el abuelo, y muy pronto, porque no soportabas su desprecio, para demostrar que eras mejor que él y tenías derecho a estar en el círculo de amistades de mamá. Tenías que ocuparte de tus negocios, y por eso la dejaste abandonada, y a Fermín. A mí también. Nunca tenías tiempo para nada. Todo era urgente. Ahora has querido morir también de prisa para ahorrarte sufrimiento… y te has perdido mi vuelta a casa. Y eso que te envié recado de que volvía. Tenías prisa. Con tal de no verme así, de no tener que renegar de mí. Siempre tenías prisa, mucha prisa… para evitar lo desagradable.
Elisa siente su corazón y su cuerpo tan pesados, que cree que no podrá volver a levantarse de allí.
Otra puerta, aún más ostentosa que la de su casa, se abre ante ella. Dice a la criada que quiere ver al señorito Max. La criada no sabe qué hacer.
Aparece doña Matilde—. En esta casa no recibimos a gentuza. Haga el favor de irse.
Pero detrás de ella, hay unos ojillos que la escrutan. Avanzan.
— Pero, si es nuestra pequeña indígena —dice Emil Heldt, que no puede disimular su interés —. Has vuelto.
— Quiero hablar con Max.
— ¿Quieres? —replica la madre—. ¿Qué tú quieres…? ¡Lo que tú quieras no tiene la más mínima importancia aquí!
— No, un momento, Matilde.
— ¡Que se vaya!
— Sólo quiero hablar con Max.
— Si has venido a suplicar que te perdone o a dar explicaciones, es demasiado tarde.
— Por favor, Matilde.
— No he venido a dar ninguna explicación. No tengo por qué.
— ¡Faltaría más! Ha roto una promesa, se ha convertido en una indígena indecente, ¡y no tiene por qué disculparse!
— ¡Basta!
— Tampoco vengo de visita. Solamente deseo hablar con Max.
— ¡No está aquí!
— Sí que está, ahora diré que le avisen. Mi mujer se confunde a veces, pobrecilla. Pero antes, dime, ¿cómo se vive entre los salvajes?
— Con más felicidad y amor que en la civilización.
— Sobre todo con más amor, claro.
— Querida, ¿por qué no te tomas algo para el dolor de cabeza? —A Elisa—, Siempre tiene unas jaquecas terribles.
Matilde echa una última mirada despectiva hacia Elisa antes de salir del salón.
Emil se vuelve rápido hacia la heredera Claramunt—, ¿Más amor que el que sentías por mi hijo?
— Lo mío con Max, era… un juego, un capricho. Fue divertido… y muy pasajero.
— Sí, pero cuéntame más de… tus aventuras.
— Sólo se puede entender estando entre ellos. Son sabios y… y mágicos… aunque a usted le parezca ridícula esa palabra.
— No, no me lo parece. Ha habido otros… menos apasionados… que han testimoniado lo mismo. Yo mismo conocí a los asharai. Los kaikala, ¿son igual de sabios… y mágicos?
— Más, porque tienen menos contacto con el hombre blanco.
— Sí, ya entiendo. Pero, dime, ¿son más fuertes, más, no sé… más viriles, más potentes?
— Pues, no lo sé, señor Heldt.
— Vamos, vamos, no me vengas con remilgos ahora.
— No, lo digo porque nunca he hecho el amor… con un hombre blanco.
Emil suelta una carcajada apreciativa—. ¡Touché! —Se fija que su hijo Max está ya en el umbral de la puerta y, con ojillos chispeantes, anticipa más diversión—. Ah, Max, pasa, pasa. Esta señora ha venido a verte. Pero, ¡agárrate fuerte, que te va a poner tibio!
Inclina la cabeza hacia Elisa, casi en una reverencia. Antes de salir, suelta una última carcajada, y ni Elisa ni Max saben si va dirigida a cada uno de ellos por separado o los dos juntos.
Pero deja la puerta semiabierta. No quiere perderse ni una palabra.
Max se vuelve hacia ella. Está más bella, aunque parece que ha perdido su antigua alegría.
— ¿Cómo te va en tu nueva vida?
No parece importarle que le haya dejado —traicionado, según los chismorreos de su círculo—, sólo da conversación, como ha hecho siempre.
— Me ha dicho el administrador de mi padre, que hace unos meses, cuando dejó de explotar el caucho en Ala Ashar, te vendió la casa y… todas sus posesiones allí. Vengo a hablarte de ello, ya que no contestas a mis cartas.
— Así es. Me las vendió a mí, personalmente. Mi padre no tuvo nada que ver en el asunto. Te puedo enseñar el contrato de compraventa. Ah, pero, ¿me has enviado cartas?
— Para pedirte que dejes esas tierras. Incluso tu padre sabe que no merecen la pena. ¿No te das cuenta? No sirven para nada. Además, pronto saldrá una ley que las proteja…
— Conozco ese proyecto de ley, lo conozco muy bien, por eso nosotros y unas cuantas familias más lo hemos parado. Incluso vamos a construir una carretera que la atraviese de arriba abajo —lo dice como si se refiriera a abrir en canal a un animal para sacarle todo lo que tiene dentro—. Será muy beneficioso… incluso para esos pobres diablos. Ya no estarán tan aislados. Progresarán.
— Sois unos inconscientes.
— Ya ves, siempre me gustó esa casa. Oh, no te preocupes, la mantendré en óptimas condiciones. Quizá hasta vuelva a explotar el caucho. No ya para exportarlo, no rinde para tanto. Sólo para uso doméstico, para que pueda mantenerse ella misma, tanto la casa como la servidumbre, y… las otras tierras. ¿Acaso las añoras?
— Quiero comprártelas de nuevo.
— ¡Vaya! Creía que los Claramunt ya no teníais intereses allí…
— Es por razones humanitarias.
— Ah, claro. Es allí donde conociste a tu… ¿Cómo le he de llamar? ¿Amante, novio?
— Mi esposo. Pero no es por eso.
— Ah, pero, ¿te has casado?
— Según sus ritos.
— Pues, me parece que no va a poder ser. Me interesan mucho todas mis tierras de la selva.
— Entonces, te pido, por tu honor, como explotadoras que han sido nuestras familias de esas gentes toda la vida…
— ¿Explotadores, nosotros? Pero, si hace escasos meses que son nuestras… mías, mejor dicho. Si alguien les ha explotado, habréis sido vosotros… ¡todo lo que habéis podido!
— Pues, por eso, precisamente. Quiero reparar el daño que hemos causado.
— ¿A unos indios desgraciados?
— No les causemos más desgracias.
— Pero es que esa casa… mira, ¡me encanta! No lo puedo evitar, y… ¿por qué habría de evitarlo? Ahora es mía. Y era todo un paquete: la casa y los terrenos. No los quería vender por separado. Así que no tuve más remedio…
— Tenéis otras muchas casas, más fabulosas que esa, y otros terrenos.
— Sí, pero esa es mía. ¿Entiendes? Solamente mía.
— Tiene muchos inconvenientes: el calor, los insectos, los animales salvajes. Hay muchos pitones y tigres… Es un territorio muy peligroso… Max, cédelos a los únicos que pueden vivir allí. Que siempre han vivido allí.
— Tú también has vivido allí.
— ¿Y por qué crees que he vuelto? No lo podía soportar.
— Ciertamente, ¿por qué has vuelto?
— Te lo acabo de decir. Nosotros no estamos hechos para vivir allí. La vida es demasiado dura, y nunca sabes qué puede suceder. No hay seguridad, no hay comodidades. Ni luz ni agua corriente… Si enfermas o de rompes una pierna, como le sucedió a Fermín, no hay nadie que te pueda curar. El médico tarda muchos días en llegar.
Max empieza a pasear arriba y abajo. Pero no en línea recta, sino desviándose, para esquivar algún mueble o por capricho. Mientras, parece que va reflexionando profundamente. Elisa está pendiente de cada uno se sus gestos.
— ¿Cedérselos? ¿Te refieres a todos los terrenos? ¿Así, sin más?
— Así, sin más. Sólo por tu honor.
— ¿Por mi honor? ¿Desde cuándo te interesas por mi honor?
— Cubriré tus pérdidas… ¿No te das cuenta? Esas tierras les pertenecen por decreto divino. Dios se las dio.
Max por fin se detiene ante una mesita de mármol rosado con patas doradas sobre una alfombra persa de vivos colores. Encima de la mesa, además de un enorme ramo de flores en un jarrón de porcelana fina con pequeñas escenas dieciochescas europeas al temple, hay una campanilla dorada. La coge con la mano izquierda. La mira… y la hace sonar.
Acude un criado.
— Echadla.
— Max… vas a ser muy desgraciado en esta vida.
Se dirige hacia la salida.
Emil Heldt, detrás de la puerta, la mira al pasar; su risa retumba en el vestíbulo.
Elisa corre los últimos pasos hasta salir.
Pero Max ya sabe que su padre no se ríe de ella, sino de él, lo que confirman sus siguientes palabras:
— ¡Has dejado escapar a la mujer más hermosa del país, idiota! —, ríe y ríe—. ¡A la única mujer que jamás ha merecido la pena en nuestro reducido, exclusivo y ridículo círculo! —y ríe más.
Pero Elisa irrumpe en el vestíbulo otra vez. Emil contiene la respiración. Max va a su encuentro con intención de volverle a echar.
— ¡Te daré el doble, el triple!
Max sólo la mira. Emil se le acerca por detrás.
— Lo que tú quieras —suplica Elisa.
— ¿Tanto le quieres? —se burla el ex-prometido.
— Más aún.
Emil hace notar su presencia detrás de Max. Éste carraspea y se vuelve de nuevo hacia Elisa.
— Mi padre cree que debo aceptar —. Baja la voz hasta casi un susurro—, y aceptaré… —y la vuelve a subir—, si estás dispuesta a ser mi amante.
Una sonrisa se dibuja en la cara de Emil. No pensaba que su hijo fuera tan hábil, tan… perverso.
— Eso es pedírmelo todo. Y todo no te lo puedo dar. Porque entonces, dejaría de existir. Te casarías con una carcasa vacía.
— ¿Y no le quieres a él más que a ti misma? —interviene, impaciente, el progenitor.
— Por eso no puedo aceptar. Porque le mataría.
— ¿Y si le mato yo? —se interpone Max.
— Nunca me quisiste lo suficiente como para cometer un crimen pasional.
— No, es cierto. Sería sólo para darle una lección. Para ponerle en su lugar—. Vuelve a pasear. Pero esta vez se dirige a un armario. De un cajón saca una Luger—. Puedo hacerlo, ¿sabes? Impunemente.
Elisa, intentando ocultar su miedo, se va acercando a él—. Primero le tendrías que encontrar.
— Eso será fácil. Mi padre, a través de sus contactos con el Gobierno, puede hacer que vaya un ejército, si hace falta, en su busca. ¿Verdad, papá?
Su padre asiente con una leve inclinación de la cabeza.
Max, con el apoyo ahora de su padre, la mira, altivo.
Elisa se da cuenta de que es el momento de arriesgarlo todo—, Tú, Max… tú no tienes los redaños para hacerlo. Nunca has tenido coraje para hacer nada —. Llega hasta él. Le quita la pistola.
Max, rendido, guarda silencio. Emil pasea su mirada, divertido, de uno a otro.
Elisa mira a ambos—, Vosotros no sois nada comparados con nuestro amor. Nuestras alegrías. Y nuestras tristezas—. Esas palabras la acaban de vaciar. Se queda sin nada… pero ya empieza a acostumbrarse. Se dirige hacia la salida.
Emil sólo dice—, Max.
El vástago traga saliva. No se atreve a mirar a su padre. Finalmente dice:
— De acuerdo. Por el triple.
Una vez cobrado el precio acordado con Elisa, sin embargo, Max Heldt y su padre formarán parte de una organización a favor de “civilizar” la selva para aprovechar sus riquezas, y presionarán al Gobierno durante un tiempo.
Elisa le volverá a escribir aún otra carta, fechada el 26 de junio de 1940, pidiéndole que reflexione. Pero no la llegará a acabar, porque a los Heldt, que en su día se habían nacionalizado españoles por conveniencia comercial, les confiscarán todas sus posesiones en el país, al igual que a todos los antiguos colonos españoles.
Se apostará en la puerta de su casa para ver pasar a los Heldt, camino al aeropuerto para volver a Alemania; no para regodearse en su desgracia —que es lo que Max y su madre interpretarán—, sino para confirmar, físicamente, su partida, símbolo del final del peligro para los kaikala.
Sólo Emil Heldt sabrá interpretar su intención, y la saludará con la mano, reconociendo su triunfo. Elisa también levantará la mano, muy alta, respondiendo a su saludo.
Pasó por delante del prisionero, esposado de muñecas y tobillos a una columna del porche, sin decirle nada. Un muchacho le estaba dando el desayuno a la boca. Cada día venían distintas personas con el desayuno, la comida y la cena para él y Max. Los más frecuentes eran la logüi de aquella generación y este joven, llamado Iriu.
El inspector había notado que las manillas estaban más holgadas que cuando se las puso a Arám el primer día, y encontró la llave en un lugar donde no la había dejado. Sin duda, alguien las había aflojado porque apretaban demasiado. Pero, entonces, ¿por qué no le liberaron del todo para que huyera? ¿Porque sabían, tanto Arám como su posible cómplice o cómplices, que Max le vigilaba de cerca, y porque, dado el caso, guiado por Vosu, le volvería a alcanzar? ¿Le podría matar? La extradición a España podía significar muchos años de internamiento. Arám lo sabía. Todos lo sabían. ¿Por qué no le ayudaban?
Max podía aceptar que los kaikala creían en la Justicia o que eran gente pacífica o que temían oponerse a los dictados de un extranjero que imponía su ley, armado con rifle y pistola automáticos, además, y acompañado de diez porteadores y un guía oficial. Pero le inquietaba tanta sumisión y estaba vigilante.
Llevaba nueve días y diez noches lloviendo continuada e intensamente. Durante ese tiempo, Max se ponía su tuytuy para salir, aunque sólo fuera un rato, porque no aguantaba tantas horas seguidas la presencia del prisionero ni los murmullos constantes de sus largas conversaciones con los que venían a verle en el porche. Cuando volvía de sus paseos, los visitantes aún estaban allí, y al final los tenía que echar. Nunca había sido carcelero; ahora sabía lo que eso significaba, y se acusó de no haberlo afrontado antes, de haber dejado el trabajo sucio a otros.
Este año las lluvias se habían adelantado, y toda la selva era un barrizal. Estaban más aislados que nunca del resto del mundo. Tres veces intentaron marchar y tres veces tuvieron que volverse atrás. Luego algunos porteadores enfermaron, y el guía no quería dejar atrás a ninguno. Por todo lo cual, esperaban, esperaban… Por más que la situación se hacía insostenible para Max, aguantaría cuanto hiciera falta. Por nada claudicaría de su empeño. Sería como renegar de toda su vida.
Después de varios días de pasear por la casa vacía —a duras penas ve a los criados, aunque la casa siempre está limpia y ordenada—, Elisa se recluye en su habitación y la salita contigua, ambas amplias y soleadas, aunque prefiere correr las cortinas. Allí empieza a escribir sus papeles, todo lo que ha aprendido de los kaikala. En ningún momento personaliza sus escritos —sería demasiado doloroso— y su intención es mantener sus experiencias personales en secreto hasta la muerte. Quisiera que ésta le llegara pronto, pero sabe que la noticia mataría a Itaal. Le gusta pensar que está en contacto con él, un contacto mágico que viaja a través del aire —como sólo los kaikala saben hacer—, y que le llega a Itaal como una suave brisa. A Itaal y a su hijo.
Era la primera mañana sin lluvia, y Max se adentró en la espesura, chapoteando con sus gruesas botas en casi medio metro de agua que la tierra ya no podía absorber, por lo que se había convertido, prácticamente, en un pantano. Desde que había “capturado” a Arám, no se había vuelto a poner la vestimenta indígena, aparte del tuytuy. Desde entonces, la comunicación con Vosu y los porteadores se había hecho escasa. Quizá porque ahora vivía separado de ellos en la casa que le haban asignado y donde tenía preso a Arám; acaso porque ni unos ni otros tenían nada que decirse. Tal vez porque se sentían mutuamente extraños de nuevo. Max añoraba aquel compañerismo, cuando todos juntos se dirigían a cumplir su misión. Pero eso le había pasado prácticamente en todos sus casos: una vez resueltos, tenía una sensación de vacío. Le costaba adaptarse de nuevo a “la vida normal.” Empezó a reflexionar seriamente sobre cómo sería su vuelta a casa… después de la locura de las últimas semanas. Habían pasado dieciocho desde que dejó Barcelona. ¡Dieciocho semanas ya! La perspectiva de que todo se acabara le desagradaba, y se consolaba: Aún no se ha acabado.
¿Qué haría de vuelta a Barcelona…? ¿Podía no volver? ¿En su lugar, dirigirse a Nueva York para reencontrarse con Lilly? ¿O volver a su familia, a su trabajo? Sintió una gran añoranza por Bárbara, por Anna y los demás. Pero, ¿qué sería de su propia vida de nuevo en casa? No hay que preguntarlo todo. No hay que prevenirlo todo, recordó lo que había aprendido en la jungla.
Hasta ahora siempre había oscuridad entre los troncos. Oscuridad, profundidad y misterio, y maleza, tan espesa que tenían que usar sus machetes para abrirse paso. Pero ahora llegó a una zona, muy apartada del poblado, donde árboles y maleza se habían eliminado. Una extensa zona abierta, sin más vegetación que unos vigorosos arbustos con flores blancas y fucsias. Un cultivo.
Se volvió, rápido, en dirección al poblado. Un belu estaba acostado en el camino, durmiendo. Seguro que acababa de hartarse con alguna presa y no vio ni olió a Max. El inspector se detuvo y, muy lentamente, cogió el rifle que le colgaba del hombro. De pronto el belu abrió los ojos y gruño al verle. Le molestó la intrusión. Pero tan satisfecho y perezoso se sentía, que ni siquiera consideró la posibilidad de aumentar su despensa.
Se incorporó, estiró todo el cuerpo y bostezo con un rugido. Max, muy quieto, esperaba para ver cómo reaccionaba. Habiendo aprendido de Vosu y los porteadores, prefería no matarlo. El tigre le miró con indiferencia, se volvió, como si buscara un lugar más privado para su siesta, y empezó a marchar. Los disparos de un automático lo derribaron. Tras un único aullido de dolor, y de saltar más de un metro por el impacto, se quedó en la misma postura que hacía unos segundos, como si continuara durmiendo.
En ese momento, descargó otro diluvio. Max se volvió, buscando con la mirada a Vosu, que siempre velaba por su seguridad. Pero lo que vio entre la tupida cortina de agua, a unos doscientos metros, fue a un grupo de hombres armados que salían de entre los árboles a la zona abierta. No sabía si le habían visto. Dio unos pasos atrás y se metió de nuevo entre la maleza al margen del cultivo, donde pudo esconderse.
La mayoría de los hombres del contingente iban con uniformes y gorros de camuflaje, y traían unos carromatos tirados por carabaos. En seguida los empezaron a cargar con unos sacos cerrados y depositados a un lado del terreno cultivado.
Allí estaba la verdadera fiera, la devoradora de hombres. Papaver somniferum. Sin duda, el contingente armado pertenecía a la guerrilla luk-balajá, que traficaba con la droga para comprar armas y mantener su lucha… cuya existencia el gobierno central negaba. Esto era a lo que la idílica vida de los kaikala, tan amorosamente descrita en los papeles sueltos de Elisa, se había reducido.
Max les observó durante unos minutos. Después de cargar tres carromatos enteros, volvieron a marchar por donde vinieron… no sin antes dejar en una caja metálica que desenterraron y volvieron a enterrar, una cantidad considerable de billetes.
Max esperó una buena media hora. Salió de su escondrijo e inmediatamente se volvió a esconder.
Vosu y un grupo de kaikala llegaron hasta el lugar donde estaba enterrada la caja metálica. La desenterraron.
El inspector decidió seguir escondido.
Los seis kaikala cogieron los billetes de la caja —parecían dólares—, la volvieron a enterrar, y se volvieron hacia el poblado. Venían en dirección a Max, que permaneció tan inmóvil en su escondrijo como pudo. Cuando la fila de los kaikala pasó de largo y se alejó lo suficiente, Vosu, que se quedó atrás, se volvió hacia Max, y se lo quedó mirando.
Max se pasó la mano por la cara para aclararse la vista del agua torrencial que empapaba a ambos, y levantó la voz para que se le oyera por encima de la estruendosa lluvia—, Por eso no os habéis opuesto a que quiera llevarme a Arám. Lo sacrificáis… por el bien de la tribu. “Que se lo lleve, si es su capricho, y rápido, para que no descubra nuestro negocio,” ¿eh?
— ¿Por qué desear descubriendo cosas, si no saber interpretando? Ahora tú sabiendo todo. Y no comprendiendo nada. Como siempre.
— ¿Cuánto cobras por tus servicios?
— Vosu sólo amigo. Nada más.
— Claro, niegas los cargos.
— En selva, tus cargos no valiendo nada.
— Yo los haré valer.
Por primera vez, Vosu le miró extrañado. Ni cuando el inspector no entendía las cosas al principio ni cuando no reaccionaba según lo previsto, le había extrañado tanto.
Max quiso quitarse esa mirada de encima—, Y ellos, ¿cuánto cobran?
— Cien dólares kilo.
— Los están estafando.
— Sabiendo. Pero sólo así dejar viviendo.
Max estaba harto de él, de su torpeza expresiva, de sus gerundios, que todo lo precipitaban en una acción continua, sin tiempo para poder reflexionar. Estaba harto de su seguridad en sí mismo, que se creyera intocable. Un pirata, es lo que era.
— Eres un… —pero su ya casi instintivo respeto hacia él, le interrumpió—. ¿Por qué no explotáis el oro?
— Oro… ¿siendo menos malo? Hombre blanco viniendo y cogiendo más. Tribus ya no existiendo.
Max, desesperado, explotó—, ¿Qué puedo hacer con vosotros? ¿Creéis que estáis por encima del bien y del mal? ¿En qué mundo vivís? Habéis convertido vuestro paraíso en un infierno.
Después de una larga pausa, para que Max se tranquilizara y comprendiera bien lo que iba a decir a continuación, Vosu susurró—, Si tribu no aceptando, esto más abajo que infierno.
Max, enfurecido, subió de una zancada los escalones hasta el porche, mucho antes de que Arám e Iriu le esperaban, corrió hacia ellos, les agarró por los pelos, y les separó las cabezas— ¡Ese beso te puede matar! —gritó a Iriu. Y se sintió viejo, muy viejo.
El muchacho más joven se espantó. Nunca le había pasado nada así. En el paraíso de los kaikala no existía ninguna prohibición sexual. Pero Arám sí conocía esa prohibición, porque había estado en Occidente.
Cuando tradujo las palabras del inspector, Iriu interpretó que les amenazaba de muerte. Pero no entendía por qué. Lo máximo que se le ocurrió fue los celos, pero sabía que el extranjero no podía tener celos de él ni de Arám. Entonces miró más atentamente al inspector para saber qué le pasaba, qué requería.
— ¡Dile que estás enfermo! —gritó Max a Arám—. ¡Que tienes el SIDA! ¡Dile que las relaciones sexuales contigo le pueden matar! Pero, ¿cómo… cómo puedes ir por la vida matando a gente?
Después de un silencio, Arám dijo—, Yo no estoy enfermo, señor.
Mientras Max le apretaba más las esposas, le gritó—, ¿Cómo que no?
— No tengo SIDA.
— Sabes perfectamente que lo tienes. Sabes perfectamente lo que es el SIDA.
La mirada de Arám era diáfana.
Iriu se intentaba interponer entre el hombre blanco y su amante, temeroso de que le hiciera algún daño. Pero Arám le apartaba.
— ¿No estuviste con Luisito, el pulpo, en Barcelona?
— Sí —respondió Arám, levantando la mano. Max interpretó que era para pedirle que callara, pero la mano de Arám se dirigió a la cara de Iriu, y le acarició. Le dijo algo en tono sereno… que no tranquilizó al joven.
— Si tanto le quieres —, espetó Max—, ¿cómo es que le fuiste infiel con Luisito?
Arám sólo le miró, y sonrió tristemente.
Max sabía qué significaba esa sonrisa: le recordó su propia infidelidad. Calló y tragó saliva. Pero no le iba a permitir esa pequeña victoria. Era él, Max, el que tenía que quedar por encima.
— ¿Y no estuviste en el Hospital de Mar pidiendo medicinas para el tratamiento contra el SIDA?
— No.
— ¿Cómo que no? ¡Te hiciste pasar por “Juan Hernández” y pediste esas medicinas!
Arám le miró, perplejo y, con absoluta inocencia en los ojos, negó con la cabeza—. No, no.
Max se detuvo, en un estado de total confusión. Necesitaba saber más—. ¡Habla! —gritó.
— Fui con Luisito, dije mi nombre Juan, ayudé Elisa… pero no fui hospital, no estoy enfermo.
— ¿Y cómo lo sabes? ¿Te has hecho un análisis?
— Logüi me ha dicho —, respondió Arám, seguro de sí.
Había que derrotarle, destruirle—, Si Luisito estaba infectado, significa que tú también lo estás—. Al ver el candor cada vez más patente en la cara del joven, le dio más coraje—, ¿No sabes que murió al poco tiempo del SIDA? ¡Luisito ha muerto! Ha muerto, ¿me oyes? —No era cierto, pero tenía que borrar esa mirada limpia, tranquila, ¿incluso autocomplaciente? Le observó de cerca, cruelmente.
Después de asimilar sus palabras, una sombra cubrió el rostro de Arám. Una tristeza mayor que la que Max jamás había visto en nadie. Le drenó de vida todo el cuerpo, como agua que se escapara por un desagüe. Incluso pareció morir. Su expresión se hizo no-expresión, como le había pasado a Elisa entre los brazos de Max. Pero éste cuerpo no se deshizo, no desapareció. Éste era real.
Ahora el inspector se inquietó; Iriu se espantó. Abrazó a Arám y le cubrió el rostro de besos, como para reanimarle.
Pero Arám ya estaba muerto. Iriu le cogió en sus brazos, le acogió en su pecho, como para consolarle, protegerle, y Max se dio cuenta que era lo que debía haber hecho con el cadáver de Elisa cuando la encontró en el altillo del Café Zurich. Estaba presenciando el verdadero sentimiento, que él hacía años que no experimentaba.
Iriu apoyó su cabeza en el pecho de Arám, y su llanto fue silencioso.
Salió sangre por la boca y la nariz del cadáver, vertió lágrimas rojas. Le salió por sus oídos. Manchó el pelo de Iriu. Una gran mancha violeta apareció en su pecho, por debajo de la piel. Su corazón había reventado.
Max levantó la vista, buscando el cielo, pero se quedó a medio camino cuando se encontró con la mirada de Vosu.
— Es mi primer asesinato —balbuceó el inspector, ya completamente perdido.
Fijó la mirada en la llama de la antorcha que había entre él y Vosu. Mientras, se oían los pasos y las escasas palabras de los que sacaban a Arám del porche.
— Teniendo corazón débil de pequeño —susurró el guía.
— Y sin embargo, aguantó junto a su padre muerto, durante tres días, cuando tenía tres años, y le llamasteis Superviviente.
— Porque su padre dando calor para él seguir viviendo.
— ¿Aún después de tres días?
— Cuando encontrando, padre aún caliente.
El inspector le miró con total confusión.
Las llaves y las manillas le pesaban en la mano. Las tiró al suelo, ya inservibles.
— Le quise matar.
— ¿Qué?
Max calló porque vio pasar a la madre de Arám, abrazada a Iriu, que tampoco tenía consuelo. Ella murmuraba un lamento obsesivamente.
— ¿Qué dice?
Vosu intentó alcanzar una vez más su tono objetivo—, Que su hijo muriendo como perro atado en porche.
— ¡Basta!
Al pasar, la madre e Iriu le oyeron y miraron, indiscretos, hacia el interior de la cabaña, y le vieron, pero en ningún momento hubo odio en sus miradas. Simplemente, tenían curiosidad por ver cómo vivía el hombre blanco que les había arrebatado a su hijo y a su amante. Volvieron a mirar hacia delante y dirigieron la pequeña comitiva que llevaba el cadáver hacia la cuesta.
El occidental no entendía por qué no le odiaban. Por primera vez se le ocurrió que a aquella gente le faltaba un elemento en su mecanismo, que les hiciera completos, como los demás seres del planeta: el odio. Los kaikala no sentían odio, y eso les convertía en no aptos para el mundo. Sin ello, no sabían lo que era la justicia. Sin odio, no podía existir amor… Pero sabía que esa conclusión era errónea: los kaikala eran capaces de amar intensamente. Entonces, ¿qué era lo opuesto al amor en su caso…? Tenía que haber uno. Simplemente, ¿la falta de pasión? ¿Porque amor lo sentían por todos, por todo? Se rió de esa hipótesis de cuento de hadas, aunque en esos momentos no podía reírse.
Creyó reconocer a la madre de Arám. Seguramente la había visto en el pueblo, durante las celebraciones. Era anciana… demasiado para tener un hijo tan joven.
Claro, se parecía a la anciana que llevaba a los niños a bañar en Walanda. También… Sí, era igual que Tataí, la vieja que le servía los exquisitos manjares en los festejos cuando llegaron al poblado de los uagüeyos… ¡Eran idénticas! Más aún: eran la misma.
Y todas eran Elisa. Más morena que en las fotos (sin duda, por el sol tropical), la anciana Elisa, camuflada con los vestidos locales, pero era la misma mirada del cuadro que Max encontró en el piso de Lesseps, desde donde miraba directamente al contemplador.
Aterrado, recapituló: la anciana de Walanda había pasado por delante de él sin percatarse de su presencia, como si él no existiera; Tataí le había servido comida y bebida, demasiada bebida; Elisa misma o su fantasma le puso la pistola en la mano… todas habían hecho lo posible para intentar ahuyentarle o retenerle con los uagüeyos, hacerle entender que debía abandonar su búsqueda… todo para proteger a Arám. Entonces, ella… ¿le quería? ¿Tanto como para volver de la ultratumba para protegerle? ¿Quería a su propio asesino?
¿Es que tienen el pasado y el futuro en sus manos? Max no se lo podía creer. Pero supo que la visión que tuvo era realmente Elisa. Elisa, en realidad. Le asombró, le admiró. ¿Por qué no les hice caso…? Se habría salvado no sólo Arám, sino él mismo.
Ya no tenía fuerzas para rechazarlo. Obsesionado, volvió a lo suyo—. Mis palabras han sido más mortíferas que un tiro. Luisito vive. No ha muerto. Sigue viviendo. En Barcelona.
Vosu sólo dijo— Bebiendo esto, Max —ofreciéndole… ¿qué era? ¿Una pócima?
— ¿No lo entiendes? No protegí al sospechoso. Ese era uno de mis principios cuando empecé en este oficio absurdo. Eso es la verdadera justicia, ¿no lo entiendes? Proteger al culpable. Pero he hecho justo lo contrario, lo ataqué. Lo maté. Al final, toda mi carrera, toda mi vida ha sido… una falsedad.
Pero Vosu sabía que no hay culpables—. Lo matando… por él matando tu amada.
Max le miró por encima de la llama. Era como si la verdad estuviera ya muy cerca. En los ojos del indígena, el occidental quería desentrañar, por fin, los secretos de aquella gente incomprensible… o tan abrumadoramente lógica.
Quería desentrañar, quería descubrir…
Reaccionó—, ¿Mi amada?
— Elisa —pronunció el guía, como si fuera una palabra mágica—. Ella identificando con esta gente porque no teniendo odio en corazón.
El hombre blanco ya no se sorprendió de la capacidad del indígena de adivinar sus pensamientos. En la selva, efectivamente, todo era posible.
De pronto sintió la imperiosa necesidad de salir de allí de una vez. No podía estar ya en aquel círculo cerrado donde la perspectiva quedaba continuamente interrumpida por árboles y más árboles. Necesitaba ver el cielo abierto de nuevo. Necesitaba ver el mar.
Elisa se acerca a la cama, y habla en susurros—, Nunca pensabas más allá de lo que te mandaban. Lo que mis padres prohibían, tú prohibías; lo que aprobaban, tú aprobabas. Nunca te atreviste a hacer nada que no te decían. Eres una mujer sencilla. Venías de la esclavitud y te subieron de rango. Podías vivir en la casa grande y cuidar de la hija de los amos, tan blanca, tan señorita. Eso fue suficiente. Y me quisiste de verdad. Me arropabas y me cantabas nanas. Me protegías. Mi pobre nané.
— Siempre te quise como si fueras mi propia hija.
— Lo sé, lo sé —, responde Elisa para que la nané calle, se cansa demasiado al hablar. Mira la cara dulce, con ligeras arrugas, ninguna demasiado profunda, pero múltiples. Le parece que con el tiempo su piel se ha hecho más fina. Le da un beso y siente la conocida suavidad y la carne blanda en los labios—. Ahora yo te velaré. Descansa.
La nané muere dulcemente… porque las últimas palabras que le han dirigido han sido para aprobar su actuación en el mundo.
Después de varios días de pasear por la casa vacía —a duras penas ve a los criados, aunque la casa siempre está limpia y ordenada—, Elisa se recluye en su habitación y la pequeña salita contigua, ambas amplias y soleadas, aunque prefiere correr las cortinas. Allí empieza a escribir sus papeles, todo lo que aprendió de los kaikala. En ningún momento personaliza sus escritos —sería demasiado doloroso— y su intención es mantener sus experiencias personales en secreto hasta la muerte. Quisiera que ésta le llegara pronto, pero sabe que la noticia mataría a Itaal. Le gusta pensar que está en contacto con él, un contacto mágico que viaja a través del aire —como sólo los kaikala saben hacer—, y que le llega a Itaal como una suave brisa. A Itaal y a su hijo.
Escribe desordenadamente, anárquicamente, saltando de una cosa a otra, sin correlación. Lo primero que se le ocurre. Revive aquellos días. Siempre había oído decir que las personas no saben cuándo son felices, que sólo son conscientes de la felicidad cuando ya ha pasado y recuerdan esa época. No es su caso. Ella supo cuándo era feliz.
Escribirlo todo se convierte en una obsesión. No es que quiera escribir, tiene que hacerlo. No es un diario ni un reportaje, sino una remembranza. Lo escribe para ella, para ser feliz otra vez.
Tiene veinte años, ha sido amante y madre, y sólo se dedica a escribir esa evocación. No cree que esté desperdiciando su vida. Su vida le sirve para hacer lo que quiere, y lo que quiere es recordar y sentir de nuevo. No tiene ningún resentimiento. Las cosas fueron así, y ya está. Nunca añorará otro amor ni otros contactos sexuales. Ahora no se lo puede imaginar, ni tan solo lo piensa, pero ese será el resultado de su vida.
Llegará un momento en que su fidelidad la amargará, pasará por una etapa de resentimiento porque sus recuerdos no la dejan vivir, pero luego, más mayor, volverá a amarlos con toda la ternura de la que es capaz. No necesitará nada más o bien sus otras necesidades serán superfluas y fáciles de olvidar o de pasar por alto.
Escribe, describe todo hasta los últimos detalles: cómo cambiaba la brisa, los diferentes colores y formas de árboles, arbustos, hojas, la tierra y sus aguas. El aire que se ve. Una reconstrucción, como si pintara, pero con palabras. Se ejercita en conseguir una descripción precisa, exacta. Lo prueba una y otra vez. Hablar de una simple hoja le puede ocupar varios párrafos. Las diferentes luces a lo largo de un día y las diferentes sensaciones que le producían. Incluso las recetas de los kaikala, su vestimenta, cómo aprendieron a teñir sus telas. Escribe sobre las personas que conoció allí, cómo hablaban, caminaban, exactamente cómo eran sus rostros, sus tonos de piel, su manera de mirar. Detalla un diccionario con todo el vocabulario que aprendió. Cuando escribe sobre Itaal y su hijo, les da otros nombres, igual que cuando no tiene más remedio que escribir sobre sí (por la coherencia del texto). Quiere guardar secretos, intimidades, pero también quiere compartirlos con la hoja en blanco, su compañera de tantos años por venir.
Van sucediendo hechos en la vida exterior, tal como la define. Muere Fermín en París, por su propia mano, dejando esposa, que se parecía mucho a Elisa, dicen. Ahora Elisa comprende todo acerca de él. Tuvo un hijo que falleció a los pocos días de nacer. Durante la ocupación alemana, colaboró con los nazis, influido por su tío Javier, con quien mantenía correspondencia desde Barcelona. Los liberadores le castigaron duramente, incluso pasó unos años en la cárcel. No pudo abrirse camino como pintor. Su madre le mantuvo toda su vida, enviándole dinero desde Suiza.
La propia Juana muere unos años después. Lo único que hereda Elisa es lo poco del dinero que se llevó, pues todos los negocios de los Claramunt han sido confiscados por el gobierno tesorino a raíz de la ley que discrimina a los españoles. Tiene que marchar de la casa en el período de un año. No lo siente. Después de la experiencia con los kaikala, no volvió a considerarla suya. Es natural que ahora la deje.
No se siente especialmente sola a raíz de esas muertes. Ya lo estaba. Desde que abandonó la selva. Llega un tiempo en que ni siquiera siente nostalgia. Llega un tiempo en que empieza a olvidar algunas cosas, y tiene que recurrir a sus escritos. Al fin se da cuenta: por eso los ha escrito. Para saber que no toda su vida ha sido vacua.
Llega a ser extremadamente egoísta, al no dejar que nadie entre en su vida. Egoísta e indiferente. Algunas veces siente el resentimiento de los demás por ello, porque siempre atrajo a personas, que ahora se sienten rechazadas. No se plantea si tiene derecho a estar tan sola, si los demás tienen derecho a exigirle… cosas, afectos, interés. Lo está, y nada más.
Le llega una carta del Capitán Rota: Itaal ha muerto. Ha muerto de tristeza. Nunca se recuperó por la pérdida de Elisa. Una vez Jerái ha podido valerse por sí mismo, ha querido morir.
El mundo desaparece.
Por eso decide abandonar el mundo: las islas. Vuelve a Barcelona y se instala en el edificio de la Plaza de Lesseps, construido por el Abuelo Teo. Ya se vacía de lágrimas, ya todo le da igual… menos sus escritos. No ha vuelto a ver a su hijo. No ha podido, no ha querido. Pero sigue teniendo noticias de él a través del Capitán Rota. Una vez muerto Rota, su hija, que tuvo con una nativa, Manuela, la sigue informando. Así se entera del nacimiento de sus nietos.
Malvende el palacete de Sitges por un valor muy inferior al real —nunca fue buena en cuestiones de dinero—, luego hipoteca el piso de Lesseps, dos veces, y de eso va viviendo; después, mal vivirá.
No cree que la vida le haya hecho una mala pasada. En todo caso, también se lo ha hecho a mucha gente. Vuelve a limpiarse de resentimiento. Sólo siente añoranza.
Se cruza las manos sobre la mesa solitaria, y espera otro día y otro y otro… Sólo interrumpe su espera cuando siente el ansia de escribir.
De nuevo por carta, le notifican que Jerái y su segundo hijo también han muerto, de una extraña enfermedad. Le sobrevive su primer hijo, Elau.
Llora y escribe.
Su añoranza es tan grande, que no puede ya sino mencionar a sus seres queridos por su verdadero nombre. Los nombres son muy importantes. Para ella, cualquier otro nombre no contiene la belleza, la pasión, la alegría de Itaal; ningún otro, la dulzura, el amor de Jerái.
Nombra a todos, y su alegría es inmensa al tenerlos otra vez consigo. Ahora sus lágrimas de alegría caen sobre esas letras, hacen correr la tinta, las seca con un pañuelo de seda antiguo, muy deteriorado, y repasa las letras una por una. Sus queridas letras.
La puerta de su
dormitorio se abre de par en par. Ella sale, con paso decidido —aún
es joven, cuarenta y cuatro años—, se dirige al gran mirador del
salón.
Se asoma a la calle. La gente sigue
pasando, los coches siguen pasando. Todos se dirigen a sus cosas:
los recados, el trabajo, las citas. Lo hará muy a menudo a partir
de ahora, mirar por la ventana. La televisión la aburre, es incapaz
de concentrarse en la lectura. Necesita una distracción de su
escritura. Necesita saber que aún está viva, que no es sólo una
escribiente. Porque sabe que hay muchas realidades. Entonces, sus
escritos se hacen más largos, cada vez más largos.
Se da cuenta de que, desde el mirador en el entresuelo del bello edificio, sus ojos se dirigen hacia muchachos jóvenes. Se sorprende. Sigue descubriendo cosas de sí misma. Se asombra de la fuerza de la vida. Aún cuando la mente y el corazón la rechazan. Los jóvenes que mira tienen unos veinte años… los mismos que tenía Itaal.
Itaal.
Su mirada también sigue a las mujeres con bebés, fascinada.
Jerái.
Sigue escribiendo. Con todo el bagaje que tiene guardado íntegro en su mente, en el centro del corazón, aún le intriga la vida. Ella sabe lo que es, lo que tiene, y vive.
Ahora se concentra únicamente en su marido. Su dulce amado. El padre de su hijo. Su bello amante.
Diez años más tarde, oye pasos en el rellano. Abre la puerta.
— Perdón, señora, pero es que soy estudiante de arquitectura y me han asignado este edificio como tema de estudio. Miraba la escalinata. Es impresionante.
Debe tener unos veinte años. Es rubio. No se parece en nada a Itaal, aparte de, quizá, su entusiasmo, su mirada limpia.
Ella responde como si saliera de un sueño—, Sí, cómo no. Puedes mirar cuanto quieras —. Va a cerrar la puerta, pero:
— Gracias. ¿Sabe usted de qué año es…? El edificio.
— De 1906.
— ¿Quién lo hizo construir?
— Mi abuelo Teo. Bisabuelo.
— ¡Cómo! ¡Qué interesante…! Y el arquitecto, por casualidad, ¿fue Jaume Torres y Grau?
— Creo que sí.
— ¡Fantástico! ¡Lo adiviné! Por su estilo, por sus proporciones. El profesor no me lo quería decir, tenía que averiguarlo yo solo.
— Oiga, mire, estoy un poco mareada, así, que si no le importa, me voy adentro.
— Oh, lo siento.
— No es culpa suya.
— ¿Necesita un médico?
— No —. Cierra la puerta, procurando no dar un golpe.
A través de la puerta, dice el joven—, Si no le importa, estaré aquí un rato más. Quisiera dibujar la escalera.
A través de la puerta, contesta—, Haga usted lo que quiera —. Eso sí ha sonado un poco hostil—. Quiero decir que… tómese el tiempo que quiera.
— ¡Gracias!
Cuando abre la puerta a las siete de la tarde, aún está allí. Ha dibujado la escalera desde distintos ángulos, las grandes lámparas de bronce del vestíbulo, la puerta de la calle, por dentro y por fuera.
— ¿Se va?
— Sí, es mi hora de paseo —. Responde a su mirada interrogativa—, Más temprano, hace demasiado calor.
— ¿Le importa que la acompañe un rato? Ya he terminado. Así, me puede usted contar más cosas sobre la casa y su bisabuelo… si quiere.
Ella se da cuenta que cuando habla de su gente, es como si la perdiera. Al poco guarda silencio. Aún tiene la imagen de Itaal y Jerái en la cabeza, y no quisiera perderlas.
— Prefiere no hablar de ello, ¿verdad? Le trae malos recuerdos, ¿quizá?
Al no contestar ella, el joven interpreta que es así, cuando es todo lo contrario.
No quiere contrariedades; no tiene tiempo para ellas.
Dibuja la puerta de entrada al piso por fuera. Desde el interior. El gran salón con los arcos moriscos, el pasillo amplio de las plantas. La puerta del dormitorio desde fuera. Desde dentro.
Pero es demasiado distinto a Itaal.
Cuando sale del dormitorio, él la sigue. Ella cierra la puerta tras sí.
Ya no contesta cuando el joven llama al timbre. Un día, deja de llamar.
Ha acabado de escribir. No recuerda nada más. No se le ocurre nada más. No puede dar a esas hojas blancas nada más. Ya sólo busca una cosa. Abre el último cajón del último armario, sin esperanzas ya. Pero, al fin, la encuentra. Claro, aquí tenía que estar, como la última solución. La coge, se la pone contra el pecho, se encomienda a Itaal, y aprieta el gatillo.
Le cuesta apretarlo hasta el final. Debe estar oxidado. Por fin lo consigue.
Nada.
Vuelve a apretarlo. Esta vez es más fácil. Sigue sin ocurrir nada.
Mira el arma de cerca. Tiene una especie de pestaña levantada al final de cañón, por encima de la empuñadura. Le parece que antes —cuando se la quitó a Max Heldt, hace años, y aún después— no estaba así. La presiona, y la pestaña encaja en su sitio. Esta vez se la pone en la sien. Nada. Enojada, manipula el arma, apretando diferentes clavijas y botones. Al fin, de debajo de la empuñadura sale un cargador. Está vacío. Deja la Luger cerca de ella, busca más adentro del cajón, pero no encuentra balas. Intenta recordar… hace muchos años… Sí, fue el shuanda quien la descargó. ¡El maldito shuanda, siempre tan eficaz!
Piensa que quizá pueda comprar balas ahora. Lo duda, es una pistola muy antigua. También duda que se las quieran vender, no tiene licencia de armas. Pero, además, ¿dónde se compran balas?
Se aprieta las manos. Sin darse cuenta, apoya los brazos fuertemente en el canto de la mesa. Le dejará una señal profunda en las muñecas. Espera.
Su ya anciano cuerpo sería incapaz de encaramarse y superar la barandilla del puente de Vallcarca. Además, subir las empinadas calles hasta allí…
¿Por qué has esperado tanto? ¡Estúpida cobarde!
Hacía días que habían dejado el gran Lukala atrás, y ahora estaban en el último tramo de su viaje. Por el camino, ya se habían despedido algunos de los porteadores.
Max se puso delante del zoyelan, y dijo—, Tlocla, hermano… —. Se emocionó más de lo que pensaba. Pero debo dejar ya de extrañarme, reflexionó. Desde la selva, desde que estoy aquí, he aprendido a sentir de nuevo. ¡Y con qué intensidad!
— Hacer favor a tú, si tú querer —, dijo el zoyelan.
Max no sabía exactamente quién le había de hacer un favor. Luego se acordó que el gigante nunca utilizaba la palabra yo, mejor dicho, ningún pronombre. Le respondió, esperanzado—. Lo que quieras.
— Venir un momento.
Se lo llevó aparte. Habían hecho un alto en el camino, ya les quedaba poco trecho hasta Walanda, era el momento propicio.
Max le siguió sin pensárselo dos veces.
Fueron bastante lejos. Cuando el inspector empezaba a inquietarse porque se alejaban demasiado, Tlocla se detuvo. Se colocó de cara a Max, muy serio, y, al cabo de unos instantes, empezó a caminar de lado, describiendo una semicircunferencia, con la mirada fija en el hombre blanco, serena. Max hizo lo mismo, en dirección contraria, de tal manera que ambos siempre estaban cara a cara y a la misma distancia el uno del otro. No parecía un desafío, sino una concentración intensa.
Una vez se encontraba el zoyelan en el lugar donde había estado el inspector, y éste, donde había estado el gigante, se paró.
Tenemos que intentar ver las cosas también desde el punto de vista del otro, comprendió Max.
— Mantener mente abierta —le dijo Tlocla.
— Sí. Dime.
Pero el zoyelan no dijo nada más. Sólo se acercó más a Max. Sus largos brazos y enormes manos, sucias, callosas, se dirigieron a su garganta.
En contactar con el cuerpo del hombre blanco, éste perdió el equilibrio… y cayó —casi le pareció que el gigante le había empujado— por un alto barranco que estaba a su espalda y que no había visto. Golpeándose contra la dura superficie, en el acto se rompió el cuello y cuando llegó abajo del todo, ya estaba muerto.
“Mantener mente abierta,” recordó. Y vio ante sí… todo. Ya no había ningún misterio para él. Ninguna ansiedad o necesidad. Ni desequilibrio.
Tlocla le cogió por el cuello de la camisa, se lo acercó, le miró un momento a los ojos y le abrazó, apartándolo del precipicio que había a su espalda. Max comprendió que el gigante se habría sentido inhibido hacerlo delante los demás, y por eso le había llevado aparte. Inhaló su olor. Era como de una mezcla de especias. Como el olor de la tierra cuando se tumbaba en el lecho blando al final del día para descansar.
También puso los brazos alrededor del cuerpo gigante.
Cuando se separaron, Max ni siquiera intentó disimular sus lágrimas.
— No temer —dijo Tlocla, sin cambiar la expresión impávida de su rostro. Se giró, dio unos pasos y se fundió con la maleza.
Max se dio cuenta: le había resucitado. Le había devuelto de la muerte… No de la selva ni sus peligros, ni de sus amores con una muerta… De la muerte que hacía años que había sufrido en Barcelona.
Ahora era un zoyelan también.
Volvió solo al campamento. Nadie le preguntó por Tlocla. Guardaron silencio en la añoranza colectiva por él.
Sólo la gran selva hablaba.
Max vio que la única manera era contárselo todo a Bárbara cuando llegara a casa. Todo, detalladamente: su despertar en la selva; el compañerismo que encontró allí y que no encontraba en ninguna otra parte; su recurrente deseo de quedarse allí para siempre. La belleza, el misterio, la honda vitalidad que renacía en su cuerpo. Su extraña y profunda relación con Tlocla, la sabiduría de Vosu. También la locura, su excitación por la mujer muerta. Su deseo de haber vivido entonces para poseerla, amarla, seguirla donde fuera, ser su esclavo, y de cómo Elisa no lo habría permitido porque era todo amor. Su asesinato por celos.
Estaba dispuesto a separarse de Bárbara si ella quisiera… si rechazara… la nueva persona en que se había convertido.
Entraron en la pequeña y destartalada comisaría de Walanda. Allí estaba el comisario local, sudando, con su uniforme recién planchado, esperándoles. La oficina estaba algo más ordenada. Ya le había llegado la noticia de que la expedición volvía. Max nunca comprendió cómo se transmitían allí las noticias con tanta rapidez. No había cables de teléfono en la selva, ni de telégrafos, ni móviles ni palomas mensajeras, ni tambores, ni hacían señales de humo… Pero ya nada le extrañaba de aquella tierra. Igual que de sí mismo.
El comisario, admirado de la proeza de Max y Vosu —¡no habían perecido en la jungla!— no tenía palabras. Balbuceó un casi ininteligible “Bienvenidos.”
Max le ofreció la mano y el comisario se la apretó con entusiasmo. Parte del éxito era suyo. Por haber acertado en asignar al guía, “que tan concienzudamente había escogido”.
— No parece saber que venimos sin el detenido —susurró Max a Vosu.
— Él sabiendo. Pero maravilla de nos viviendo.
— Y a mí me maravilla que él pueda vivir aquí —se refería a la destartalada y caótica oficina… aunque hoy estaba más ordenada…
Después de las obligadas palabras de cortesía, más unas cuantas alabanzas, el comisario y Vosu se apartaron un poco para hablar. Max salió al porche para darles más privacidad. Sin ser exactamente consciente de ello, su vista recorrió la calle polvorienta buscando a la anciana que no le había visto en su primera estancia allí. No la encontró. Una pena, pensó. Me hubiera gustado saber si ahora me veía o no… aunque en el fondo, lo agradeció. No creía poder aguantar otro encuentro con una de las dobles de Elisa.
Más tarde le informarían que la anciana había muerto hacía unas semanas. ¿Coincidió con la desaparición de Elisa en sus brazos?
Cuando salió Vosu de la oficina, dijo—, Diciendo que nos pagando mañana, cuando llegando avión de capital. Aquí no teniendo dinero suficiente.
— ¿Le matamos?
— Sí.
Se miraron un momento y estallaron en risas. La risa infantil del guía hizo reír más al inspector. Le puso el brazo alrededor de los hombros, además de por aprecio, para no caer al suelo de la risa que le dio.
— Te voy a dejar el teléfono y la dirección de mi hotel en Maniva. Estaré aún unos días allí, por si tenéis algún problema en cobrar.
— Max, no habiendo problema. Ellos sabiendo que teniendo que (pagar, “They knowing they having to”). Aquí estando en manos de nos, si no pagando… —, e hizo un gesto cómico de cortarse el cuello—. A más, Vosu no sabiendo hablando al teléfono.
Sus risas aumentaron y se fueron debilitando hasta que quedaron en silencio. Empezaron a caminar juntos, sus hombros casi tocando, hacia la casa que había acogido de nuevo al inspector.
Por la noche, se sentaron a la mesa que sus anfitriones les prepararon en el porche. Era una noche plácida, corría una suave brisa. Todo estaba calmo. Se oía el ruido de la selva próxima, pero para el extranjero y el indígena era un alivio escucharlos desde el porche.
— Dime, ¿nunca se ha acercado una fiera al poblado en busca de alimento?
— ¿Por qué haciendo? En selva comida bastante. Así, no viendo al hombre.
Max volvió a reír. Después se hizo otro silencio. Contenido.
— Vosu, no puedo expresar… —y calló.
Normalmente, cuando un occidental llega a este punto de su discurso, el interlocutor le interrumpe diciendo algo así como, “No hace falta que lo digas,” o “No tienes por qué darme las gracias,” o “Sobran las palabras, amigo,” para ahorrarse el bochorno de que le den las gracias o el apuro al locutor de tener que expresar su agradecimiento… Pero el indígena guardó silencio y le miraba a la expectativa.
Max rió de nuevo, y de nuevo se puso serio—. Digo que no puedo expresar mi agradecimiento por todo lo que has hecho.
Vosu aún esperaba.
— Esta experiencia… esta misión… ha sido lo más importante que me ha sucedido en la vida.
Vosu aún esperaba.
Max se concentró más, se inclinó hacia el guía, y siguió—, Y todo ha sido gracias a ti.
— No —dijo, por fin, Vosu—. Gracias a dinero recibiendo Vosu y sus hombres. ¿Qué más?
Max le miró y reprimió aún otra risa. Y no porque se sintiera obligado por el guía, sino porque ahora fue él mismo quien quiso continuar, añadió—, Te debo… el hecho… de que tú y los tuyos hayáis hecho de mí una persona nueva. Ha sido siguiéndote, viendo tu ejemplo, lo que ha hecho que… que me diera cuenta… de las cosas que realmente importan en… en la vida.
Vosu aún esperaba.
— Aquí he encontrado de nuevo la felicidad.
Ahora, sí: Vosu, satisfecho, dejó de esperar.
Mantuvieron silencio el resto de la cena. Entonces, Vosu se levantó; Max le imitó.
— ¿Te vas ya?
— Siendo hora. Volviendo en una semana.
— Pero, ¿y el dinero que os tienen que pagar mañana?
— Ellos guardando.
— Cuídate mucho, mi querido Vosu. Siempre.
— Vosu siempre volviendo.
Ese comentario detuvo a Max en todo. De pronto, sintió la garganta seca. Casi no se atrevía a preguntar. Volvió a mirar en los ojos de Vosu, esos ojos hundidos en las cavernas de su cerebro.
— ¿Siempre?
— Sí —, respondió el indígena, como si fuera la cosa más natural.
— ¿Antes también?
Vosu ya no respondió.
Max no pudo dominarse más, y soltó—, Entonces… ¿la conociste?
Vosu siguió callado. No quería causarle más perturbación al hombre blanco. Dejó de mirarle y empezó a alejarse.
Pero Max le adelantó y le cortó el paso, como había hecho con Tlocla. Plantándose ante él, penetró en las cavernas de sus ojos.
— ¿La conociste?
Vosu le esquivó y continuó andando.
Max volvió a hacer lo mismo.
— Amigo mío, te suplico… ¿La conociste?
Después de una larga y reflexiva pausa, respondió—, Sólo través… de tu.
El tiempo se detuvo. Todo se paralizó. Hasta que Max por fin comprendió, y todo volvió a ponerse en movimiento.
— Tú siempre preguntando significa nombres de uagüeyo y kaikala. Pero nunca preguntando de Vosu. Yo te diciendo: significar volviendo. Pensando en Vosu cuando tú necesitando, y Vosu volviendo.
— De acuerdo, hermano. Así lo haré.
Cuando estaba ya fuera de su alcance, el guía se giró de nuevo—, Vosu decir a ella que tú la querías —. Esta vez no utilizó el gerundio, para atajar la posible continuación de la conversación.
Los ojos de Max se inundaron de lágrimas.
Vosu estalló de nuevo en su risa de niño travieso.
Maniva le pareció una locura, una precipitación, que le confundía. Todo le parecía desproporcionado, superfluo. Temió su reacción cuando volviera a Barcelona. Entonces, ya no tendría remedio. Ahora aún estaba a tiempo de no volver, de tirar por otro sendero. Pero, ¿a dónde podría ir? ¿Qué podría hacer en cualquier otro lugar?
¡Basta de preguntas! La acción es lo que importa.
Pero se veía incapaz de actuar. Sólo sentía. Sentía demasiado. Y en Barcelona ese sentimiento se le quedaría dentro. No tendría salida. ¿De qué le había servido todo lo que había aprendido en la selva, de los uagüeyos, de los kaikala, de Elisa… si se encontraba prácticamente en el mismo punto que antes de venir?
¡Basta de preguntas!
Desde lo acontecido con Arám, desconfiaba de su propio criterio. Hasta de sus más pequeñas decisiones: por qué calle tirar para volver al hotel, si comprar los regalos para su familia en las tiendas del hotel o en el aeropuerto, si comer huevos revueltos o fritos en el desayuno. Soltó una carcajada mirándose al espejo del lujoso cuarto de baño de su suite en el lujosísimo Maniva Hilton.
Incluso dudó de si había hecho bien en rechazar la cena de despedida que le quería ofrecer la Jefatura Principal. Pero no podía afrontar a aquella gente a quien había engañado. Incluso insistió en despedirse de Orduna a la puerta de la jefatura. No soportaba estar más tiempo con él. El asistente se fue cabizbajo.
No parecía que el Comisario Jefe Linares ni su gente sospecharan del informe que les entregó. En él, certificaba oficialmente que no habían encontrado al sospechoso, y solicitaba que informaran a la Jefatura Superior de Barcelona si se producía alguna novedad en el caso. La policía asharana así lo prometió. El informe también lamentaba que todo aquel gasto fue para nada, pero Linares no podía ocultar su satisfacción… Satisfacción, aclaró, porque el inspector Falcó volviera ileso de tan peligrosa misión.
De acuerdo con Vosu, tampoco mencionó el cultivo de opio. No se veía capaz de juzgar a los kaikala. Si asentían al cultivo, la guerrilla les permitía vivir, y hasta les procuraba una vida un poco mejor. Ellos sólo querían permanecer en sus tierras y vivir a su modo, tal como siempre había vivido su tribu. Era el mundo fuera de la jungla, lo que estaba corrupto.
Eso le convertía en doblemente culpable.
Cuando el coche oficial fue a recogerle, vio con alivio que Orduna no estaba a bordo. También sintió: Todo esto —la selva, su gente, todo lo que había sucedido allí— quedará conmigo para siempre. Entonces, ¿cómo podré vivir como siempre? ¿Cómo podría perseguir a un culpable a partir de ahora, si él mismo lo era? Estaba decidido a presentar su dimisión en cuanto llegara a Barcelona. No sabía en qué otro oficio podría trabajar. Pero no en el suyo.
Desde el aeropuerto envió telegramas a casa y a Lilly. Ambos empezaban igual:
“Sospechoso se fundió en la jungla. Jungla un milagro. Ahora nada es igual. Vuelvo a Barcelona. Una Barcelona nueva, estoy seguro.”
Sólo variaban los finales:
“Besos a todos. Pronto estaremos juntos. Max” y
“Ven a vernos pronto. Besos. Max.”
Después, un pensamiento le detuvo en medio del pasillo. Los demás viajeros tuvieron que esquivarle con sus pesados bultos; una mujer le echó una mala mirada. El pensamiento fue: Aquí dejo el alma.
Volando hacia la oscuridad del hemisferio occidental —a un lado estaba la noche; al otro, el día aún—, miró la selva por última vez desde la ventanilla del avión. Era realmente hermosa e inmensa. Pero se acabó abruptamente en la cordillera norte, Quaí, detrás de la cual estaba el Océano Índico.
De pronto, volvió a ver a Elisa, con la blusa abierta, corriendo hacia él. La tuvo de nuevo entre sus brazos. Su belleza deslumbrante. Cómo le aceptaba, cómo le buscaba. Sobre su petate en su choza en el poblado kaikala.
Siempre la vería.
Vio a Aguém, aún vivo. A Xocu, tocando su seductora flauta. Se vio en el estanque de color rosado, nadando desnudo junto a sus compañeros. Corriendo a su lado. A Vosu, siempre velando por todos. A Atclán, derribando al brujo de la muerte. Vio a Tlocla. A Tlocla, el más sabio de todos, que nunca utilizaba el “yo”. La expresión diáfana de Arám, que le dolería toda la vida.
Se alejaba de la luz. Sintió que el corazón se le hundía, y en ese estado de desolación…
Por fin comprendió lo que la selva le había aportado: le había convertido —sin ningún mérito personal, al contrario, a pesar de sí mismo— en un hombre, no ya nuevo, como le había dicho a Vosu, sino mejor.
Le dio apuro pensar semejante cosa. En Barcelona nunca se lo permitiría.
Cálmate, que aún lo soltarás algún día, y creerán que te has vuelto loco. Loco de remate.
Guarda el secreto.
Eras muy bueno guardando secretos, ¿te acuerdas?
Aceptó la copa de champán que la azafata ofrecía a los pasajeros de primera.