Pero en esa especie de DNI tatuado, no había la fecha ni el lugar de nacimiento. No tenían un calendario, pero si hacían referencia a distintos períodos de su historia, como “la tercera época de la lotila (la marabunta autóctona)”, o “la sexta de las lluvias torrenciales”, etc. En cuanto al lugar, todos los porteadores procedían del mismo: su poblado, Uagüé, situado a orillas del río Jurané, lo que daban por supuesto que sabía todo el mundo —o sea, las tribus vecinas— y, por tanto, era innecesario especificarlo.
Los uagüeyos eran bajos, fuertes, bien formados, aunque con las piernas arqueadas, y muy morenos. Tenían pies y manos anchas. Las caras eran por lo general bien parecidas, anguladas, de pómulos y mentones pronunciados. Las narices eran prominentes; las bocas, carnosas. Nada tenían de la redondez de facciones ni la chatedad de los otros nativos de las islas, más polinesios. Ésta era una etnia distinta, no catalogada —aunque algunos estudiosos, le había contado Orduna, creían que tenía orígenes árabes, mezclada con hindúes, que habrían descubierto las islas mucho antes que los españoles o portugueses—, una etnia establecida en la gran selva desde tiempos inmemoriales. Tenían ojos grandes, por lo general marrones o negros, aunque también los había claros; serenos, casi inexpresivos. Su única expresión que Max podía identificar de inmediato era la risa, y reían muy a menudo; nunca sonreían si no con la risa. Cuando no reían, sus expresiones eran sosegadas o graves, rara vez severas o enojadas. También expresaban bien la atención. Cuando alguien se dirigía a ellos lo miraban fijamente, y su comprensión iba más allá de las palabras. Sobre todo se fijaban en el lenguaje corporal de su interlocutor, en su tono de voz, su mirada, aunque no tenían ningún código para ello. Cuando oían algo “equivocado” —nunca interpretaban que el otro mentía—, miraban con más insistencia al que había errado, no para corregirle o desenmascararle —eso sería ofensivo—, sino para poder entender mejor lo que realmente estaba diciendo, qué requería. Sus silencios eran muy significativos, y daban tiempo al otro a reflexionar. Cuando negaban algo, nunca decían “No”, sino “Sí”, tomaban una bocanada de aire, “pero no”.
Todo esto lo observaba Max en el trato que los porteadores, incluido Vosu, tenían entre sí. A menudo interpretaba erróneamente sus reacciones; los porteadores, nunca, ni cuando se trataba de él, un foráneo tan distinto, cuyo idioma no entendían.
Una vez, cuando los exploradores asignados —variaban cada día— volvieron al grupo antes de lo previsto y empezaron a explicar algo alteradamente al resto de grupo, Max interpretó que avisaban de un peligro más allá en el camino o que se acercaba a la expedición. Sin pensarlo dos veces, se cercioró de que su rifle automático y la pistola que llevaba al cinto estaban cargados y a punto, cuando, de pronto, se fijó que todos le estaban mirando, extrañados. Vosu se le acercó y colocó la mano sobre el cañón de su rifle, como si le aconsejara que depusiera el arma. Max bajó el arma, pero la mantuvo entre las manos, tan extrañado como los hombres que le miraban. Había observado que los nativos a menudo tenían una actitud pasiva ante las vicisitudes, incluso los peligros que les presentaba la selva, hasta que era completamente imprescindible actuar, y no estaba dispuesto a que lo que anunciaban los exploradores le cogiera desprevenido.
Después de mirarle a los ojos un instante, Vosu volvió al grupo para seguir hablando con los dos exploradores. También a ellos les intentó calmar, como si él ya supiera lo que le contaban. Ciertamente, Max se preguntaba por qué enviaba exploradores, si, como guía que era, debía conocer ya el terreno. Pasados los primeros días, lo entendería: la vegetación era tan vigorosa, que cualquier camino recorrido anteriormente podía variar de un día para otro, hasta hacerlo irreconocible, o podía haberse presentado un peligro que no estaba allí antes. Sólo el instinto de Vosu era de fiar. Seguía implacablemente un mapa que tenía en la cabeza.
Al poco, llegaron a un palmeral de cocoteros. Esa era la razón de la agitación de los exploradores, las palmeras en sí y sus frutos, y el hecho de que anunciaban que pronto encontrarían un río o un lago, pues esa especie de palmera sólo vivía en lugares cercanos al agua.
Varios de los hombres empezaron a trepar por las palmeras con gran agilidad, sin cuerdas ni nada que les sujetara al tronco, ahora sí, con gran alborozo. Una vez arriba —a diez/quince metros—, cortaban los cocos, que caían al suelo como proyectiles. Mientras, sus compañeros, incluido Vosu, los animaban. Se convirtió en una especie de concurso para ver quién era más rápido y cortaba más cocos. Pero cortaron los justos para que les duraran el resto del viaje.
Max se sintió avergonzado al darse cuenta de que no había distinguido entre el miedo y la alegría de los porteadores.
En otra ocasión, los exploradores de turno volvieron con otra noticia. Max pensó que esta vez no actuaría con tanta precipitación para no hacer el ridículo.
Unos dos kilómetros más allá, se encontraron con la madriguera de una familia de tigres autóctonos —belá, para los indígenas— una variación del tigre de Sumatra, incluso más pequeño, pero con la misma piel amarilla con rayas negras, ojos amarillos y poderosos colmillos. La madre, de tamaño aún menor que lo normal en esa especie —seguramente era muy joven— salió a la entrada de su guarida y gruñó, enseñando los dientes. Los hombres en seguida vieron que no les quería o no les podía atacar porque prefería proteger la cueva; sin duda, tenía una camada dentro. Como siempre en esos animales, la hembra se había deshecho del macho por temor al canibalismo infantil. La beli —el femenino— estaba sola y se limitó a plantarse ante la entrada de su cueva, y aunque le hubiera encantado proveer a sus cachorros de comida —servida en casa, además—, vio que eran demasiados hombres y no tendría éxito.
Al ver dónde se habían metido, Max se extrañó que Vosu no hubiere desviado la expedición de su ruta cuando los exploradores le avisaron del inminente peligro que les esperaba. Luego reflexionó: quizá el guía prefería pasar precisamente por aquí porque había calculado que el peligro era mínimo comparado con otra ruta. Pero no las tenía todas.
La fila de hombres, con el inspector en medio, pasó tranquilamente por delante de la beli, desviándose varios metros de ella, sin mirarla nunca directamente. Pero el más joven del grupo, que, según Vosu, tenía unos catorce años por el calendario occidental, se puso nervioso y levantó su cerbatana hacia el felino. El hombre que venía detrás de él inmediatamente le dijo algo, con voz serena, para no manifestar ninguna brusquedad ante la beli, y el joven bajó la candu.
No fue suficiente. La beli se lanzó como una centella hacia el joven, pero el hombre más mayor se interpuso y fue a él a quién alcanzó el felino. Max apuntó a la bestia, pero se movía demasiado rápido y temía dar al porteador. Los demás hombres enseguida se volvieron, gritando y sacudiendo los brazos para espantarlo. Antes de que el felino pudiera clavar los poderosos colmillos en el cuello de su víctima —su modo favorito de matar—, uno de los hombres se lanzó sobre ella, a cuerpo limpio, mientras otro daba latigazos al suelo cerca de la beli para espantarla. Todos la rodearon, aunque dejándole una salida para que pudiera huir. La beli se vio desbordada, se sacudió al hombre de encima y huyó a su cueva. Esta vez se apostó en el interior de la entrada. Sólo se veían sus ojos amarillos y el centelleo de sus colmillos en la oscuridad, mientras gruñía fuertemente. Allí sí que lucharía hasta el final. A su lado, había otros dos pares de ojos, más bajos, que también gruñían, aunque más que gruñidos, eran pequeños ladridos de espanto.
Recogieron a la víctima, Tlocla, con una mala herida en la pierna, dejando a la beli en paz. Max se extrañó que no la mataran, pero el guía le explicó que ya nada conseguirían con ello. Tenía una camada, debía alimentarla y sólo actuaba por instinto.
Tampoco hubo reproche alguno al joven. Todos habían pasado alguna vez por el mismo miedo. Solamente viendo la actitud de los mayores, aprendería. Max preguntó si era hijo de Tlocla o de alguno de los hombres que se habían arriesgado para rescatarle; no lo era. También preguntó si Tlocla se había atrevido a actuar porque se creía invulnerable, debido a su experiencia como zoyelan. Vosu respondió que lo había hecho sólo porque era el que más cerca estaba del animal en aquel momento.
Guardaron silencio, un silencio lleno de… sabiduría, fue la palabra que le vino a Max, mientras curaban al malherido. El guía, que a veces traducía para Max los comentarios que los hombres hacían entre sí, esta vez no dijo nada; no había nada que traducir.
Max estaba descubriendo a otra clase de ser humano o redescubriendo la esencia de todos los humanos.
Elisa acaba de bajar las escaleras corriendo y se precipita hacia el grupo de criados y mozos que entra caminando en corro y de lado, como un gran cangrejo, por la puerta principal. Los invitados, alborotados, dan vueltas alrededor del grupo; las invitadas se mantienen alejadas y se tapan la nariz con sus pañuelos. Elisa se mete por entre el grupo y suelta un grito. Es Fermín a quien traen, sangrando de una pierna.
Elisa no puede entender ni escucha siquiera lo que todos le están diciendo a la vez. Unos aconsejan dónde llevar al herido; otros, cómo cargarle; otros, dan explicaciones del accidente y aún otros, se lamentan. Por el simple hecho de que Fermín es el hijo de la familia y algunos le han visto nacer, lo ocurrido es una desgracia para la casa.
Elisa dirige al lento grupo hasta el salón para dejar al herido sobre la gran mesa detrás del sofá. Con una mano, aparta, nerviosa, los elementos de decoración sobre la mesa. Otros imitan su gesto, mientras algunas criadas intentan salvar los objetos que se lanzan.
Uno de los criados informa que el capataz ha enviado a buscar al médico, que dista a unos ochenta kilómetros. A caballo no llegará hasta mañana por la noche.
Una vez Fermín está sobre la madera fresca, una mujer le trae un cojín para que apoye la cabeza; otra, una manta. Con unas tijeras que le acercan, Elisa corta el pernil del pantalón, que revela gran cantidad de sangre, y descubre la tibia, partida, que sobresale de debajo de la piel rota. Se gira de espaldas, escondiendo la cara y soltando un gemido, que alguno de los demás corea.
El shuanda o criado principal, un hombre de edad indefinida, con el pelo blanco, que lleva sirviendo en la casa toda la vida, exige silencio. Todos le obedecen. Da instrucciones a los criados. Elisa no entiende del todo lo que está diciendo, pero ve cómo dos de los criados más fuertes agarran la pierna de Fermín por debajo de la ingle, y el mismo shuanda le agarra por el tobillo. Elisa, que comprende lo que quieren hacer, cubre la cabeza de su hermano con sus manos, con su cabello, y junta la mejilla a la suya, como para protegerle del dolor que sentirá en unos instantes.
— Esperad a que llegue el médico —aconseja uno de los invitados.
— ¡No lo hagas! —le ruega Fermín al shuanda—. ¡Te prohíbo…!
Pero el shuanda da una orden, y los que le sujetan la parte superior de la pierna y él mismo tiran hacia sí. Fermín suelta un terrible grito, con una gran convulsión, dando un fuerte golpe a la mejilla de Elisa con su frente, e inmediatamente pierde el conocimiento. Todos los que se atreven —Elisa, no— ven cómo las dos partes del hueso partido vuelven a meterse debajo de la piel y oyen cómo se encajan en su sitio. Brota mucha más sangre. Sin tiempo de preguntarse si el shuanda ha actuado bien, Elisa, con la ayuda de unas criadas, empieza a vendar la herida. El shuanda, sin ningún miramiento, le arrebata la venda de las manos, aparta a las criadas, y continúa él con el vendaje. Al cabo de unos instantes, logra detener la hemorragia.
Elisa busca con la mirada al shuanda para agradecerle su intervención, pero ha desaparecido. Siempre actúa así: sirviendo, pero de una manera casi invisible. Nunca aparece hasta el instante justo en que es necesario. De niña extrañaba a Elisa oír a su padre hablar solo mientras paseaba arriba y abajo, dando instrucciones sobre la casa o la hacienda, hasta que en alguna parte se oía la voz del shuanda, “Sí, señor,” y se cumplían las órdenes del amo a la perfección.
Ahora Elisa se siente terriblemente débil y, a un chillido de su ama, que no le ha quitado la vista de encima en ningún momento —los otros están pendientes del herido—, ella y unos cuantos corren hacia la muchacha y la sujetan justo en el momento de ir a caer. La acercan a un sillón. Le traen un poco de cuyo, un aguardiente local.
Ella aparta la cara ante el fuerte olor de la bebida, pero el ama insiste, y acaba bebiéndosela toda. Queda otra vez en suspenso unos momentos, mientras su ama, de rodillas ante ella, le acaricia la mejilla enrojecida, las dos mejillas, susurrando, “Mima sirsa, mima sirsa” (mi niña, mi niña).
Elisa se abraza a ella y finalmente suelta un llanto desvalido, lastimero.
Por encima del hombro del ama y por entre las caderas de algunos de los invitados que la atienden —ahora los criados se han alejado discretamente—, ve, en el umbral de la entrada principal, a un pequeño grupo compacto de mozos en cuclillas. Son los que han recogido a Fermín en la selva. Han esperado que pasara el Capitán Rota con su pequeño vapor en una de sus muchas idas y venidas a la hacienda, y así le han podido traer por el río. Desde allí le han cargado, colocándole sobre una lona que han cogido del vapor, manteniéndola tersa en todo momento —así le dolía menos a Fermín—, hasta la hacienda.
— Dadles dinero —ordena Elisa, secándose las lágrimas.
— El dinero no les sirve de nada —, responde el shuanda, apareciendo de nuevo.
— ¿Cómo les pagan por su labor en el caucho?
— Con especias y material.
— Dadles lo que quieran. Lo que más valoren.
— No tienen sal en la selva.
— Dadles toda la que tengamos.
— ¡Toda, no! —protesta el ama.
Elisa al shuanda—, ¿Medicinas?
— Tienen las suyas propias.
— Licor, entonces.
— ¡Elisa, está prohibido dar licor a los nativos! —le recuerda una de las invitadas, escandalizada.
— Nunca lo toman —asegura el shuanda.
— Entonces, lo que quieran, shuanda. Todo lo que quieran.
Hace ademán de levantarse. La ayudan, mientras su ama va repitiendo, “Mima sirsa, mima sirsa”. Se acerca de nuevo a Fermín y mira la venda que el shuanda le ha practicado en la pierna. Perfectamente hecha. Tiene otros parches, en la frente, en la mejilla izquierda, en el cuello, también algún hinchazón por las picadas de insectos, donde ahora le están aplicando un antídoto. Fermín respira tranquilo, aún inconsciente. Le han administrado un fuerte calmante.
— Yo también voy a acostarme un rato —dice Elisa—. Avisadme si Fermín despierta…
— No despertará hasta mañana —asegura el shuanda.
— Entonces, cuando llegue el médico.
Pero algo intuye y vuelve a dirigir la mirada —espantada ahora, pero de la alegría que está a punto de reventarle el corazón— hacia el grupo de los indígenas junto a la puerta. El ama, temerosa, la vuelve a coger del brazo. Elisa se suelta, se precipita hacia el grupo de indígenas y se para ante del joven que vio junto al río hace ya diez días. Es el que ha encontrado a Fermín, le informan, y les ha avisado; un cazador, que se aventura por diversos lugares de la inmensa selva, pero que desde hace diez días, ronda más por esta zona…
Se pone de pie cuando ella se le acerca. Ni el uno ni el otro dicen nada. Ella se acerca más a él, hasta casi rozar con el cabello el pecho desnudo del indígena, y llora—, He estado tan sola, y tú no venías.
El muchacho es un kaikala y no la entiende, pero la comprende, por su tono, su mirada.
Ninguno de los dos es consciente de cuanto les rodea.
— ¡Mima sirsa!
Max Heldt, riendo, la sujetó fuerte y la condujo, sin dejar de dar vueltas, al centro de la pista para que todos les admiraran. Sobre el suelo de madera reluciente del Casino Español, que hacía que las suelas de los zapatos se deslizaran casi sin esfuerzo, como si volaran —Elisa dejándose llevar ya, riendo—, bajo las docenas de bombillas de las arañas, en medio del aire que producían los ventiladores en el techo, además de la corriente que entraba por las ventanas, todas abiertas, que les aliviaba del calor por el esfuerzo físico, en medio de la alegría y las exclamaciones de admiración que despertaban, Max y Elisa bailaban, y bailaban.
Fermín se alejó del corrillo y subió unos escalones de la escalinata, para verles mejor. En una de sus vueltas, Elisa captó su mirada. Dejó de reír y se puso el revés de la mano derecha sobre la frente, para dar a entender a Max que la estaba mareando, en un intento de frenarle. Max ignoró su gesto y dio vueltas aún más rápidas, hasta que ella logró soltarse de él y, ahora mareada de verdad, se quedó sola en el centro, ligeramente vacilante. Fermín llegó antes que Max para sujetarla. Ella medio sonrió y se dejó conducir mientras el corrillo la aplaudía.
— No debéis llamar la atención así —les reprimió Fermín.
— ¡Oh, Fermín, eres tan anticuado, tan comme il faut…! —rió Elisa—. ¡Necesito aire!
— En el porche hay todo el que quieras —respondió Max, sinuoso.
Pero fue Fermín quien la condujo. Max sonrió, diplomático, y le cedió el paso.
Volviendo al porche con los dos vasos resbalándosele de los dedos por la transpiración del agua casi helada y la flojera que sintió en ese momento, Fermín les vio abrazados y besándose. Dejó caer los vasos, que reventaron contra el suelo de madera resplandeciente. Elisa se giró para ver qué había pasado.
— ¿Qué hacéis?
— Fermín, Fermín —corrió Elisa hasta él—, ¡nos hemos prometido!
— Qué tontería —dijo Fermín sin exclamación, les dio la espalda y volvió al interior.
Elisa se giró hacia Max—, Ahora no —, para que no la siguiera.
Fue tras Fermín.
Era el hijo de la cocinera. Tenía siete años, igual que Elisa. Estaban en la cocina de la casa de Maniva, donde ella tenía prohibida la entrada. Pero siempre buscaba a Lintí (Ramón, le pusieron los Claramunt), porque él se inventaba los juegos más divertidos, porque le parecía muy guapo, porque le amaba. Esta vez la excusa era que le apetecía un vaso de leche.
Pita, la cocinera (la habían rebautizado Pepita), madre de Lintí, dijo al niño que se la diera. Lintí se acercó al fogón donde estaba el gran caldero en el que acababan de hervir la leche. Era tan grande y estaba tan alto, que Elisa se preguntaba cómo lo volcaría para llenar el vaso de leche. Estaba a punto de decir que lo olvidara. Pero el niño se subió a una silla, cogió un cazo, lo hundió en el calderón, lo volvió a sacar y, con mucho tiento, desplazó el cazo hacia el vaso que había colocado al lado. Se le escaparon varias gotas por el camino, pero logró verter la mayoría de la leche dentro del vaso. Mientras, tanto su madre como la niña le miraban, tiernamente la una, admirada la otra.
Lintí se bajó de la silla, cogió el vaso, que estaba a rebosar, y se dirigió, con mucho cuidado, hacia su amiga.
En ese momento, el ama irrumpió en la cocina.
— ¡Mima sirsa!
A Lintí le alteró tanto el grito, que se le cayó el vaso de las manos. Pita en seguido cogió un trapo, se puso de rodillas y empezó a secar el suelo.
— ¡Un vaso de leche perdido! Te he dicho mil veces, Pita, que no quiero que la niña entre aquí.
— No la he visto entrar, nané.
Sin creerla, la nané cogió de la mano a la niña y, con un revuelo, se la llevó de la cocina.
Pero Elisa aún tuvo tiempo de decir—, Es igual, Lintí. Eres tan guapo que te lo perdono todo.
Ahora no va a permitir que ocurra lo mismo. No hace caso ni a su ama ni a las exclamaciones, con tonos nerviosos, que emiten las invitadas, ni las amenazas de los invitados al indígena.
Solo la pintora y los demás sirvientes se abstienen.
Hasta que Elisa aparta a todos y sólo se le ocurre decirles—, ¡Seguid con vuestros trajes blancos!
Ella y el joven indígena salen de la casa. El ama les sigue unos pasos, pero es vieja y no puede correr más. Las invitadas y los invitados comentan entre sí, escandalizadas unas, furiosos los otros, dispuestos a ir tras Elisa y el indígena, pero el ama los detiene, temerosa ahora de lo que les puedan hacer.
Elisa se detiene a unos metros en el interior de la vegetación.
— Pronto, dime cómo te llamas. Tengo que volver en seguida.
Como ve que él no la entiende, se pone la mano en el pecho y dice —, Elisa.
Él hace lo mismo—, Itaal.
— ¿Me quieres? ¿Me amas?
Aún sin comprenderla, sabe, siente qué quiere decir—. ¡Layú!
— Ven mañana. ¿Entiendes?
— Layú.
A ella se le escapa un— ¡Sí! — exultante.
— Sí —, repite él.
— Ahora tengo que estar con mi hermano.
— Sí.
Itaal no sabe para cuándo le ha citado, pero sabe que quiere que vuelva pronto, por eso decide que esperará allí toda la noche, el tiempo que haga falta. No le importa. Conoce su propia resistencia, podrá aguantar la noche y lo que sea.
Elisa le mira un momento más antes de abrazarle y llenarle la cara, el cuello, los hombros y el pecho desnudos, de besos, mientras susurra, casi sin respiración—, Sí sí sí. Sí. Layú, layú.
Él hace lo mismo y el uno dificulta el libre movimiento del otro. Ríen.
Oyen el rugido de un belu, les da igual que les devore, siguen besándole, hasta que Itaal la aparta, recordándole con la mirada que su intención era marchar.
— Layú, Itaal —insiste ella.
Él le da el último beso antes de que ella se aparte, ligeramente desfallecida, pero llena de una nueva vida.
— Layú, Elisa.
¿Se puede juzgar a los habitantes de la selva con la misma moral que a los ciudadanos? Pero el asesinato se ha cometido en España, razonó Max, sin los atenuantes de la dureza de la vida en la jungla, de la ignorancia de sus habitantes, y en Occidente La Ley es muy clara. Además, el asesino había viajado de un continente a otro, había recorrido medio mundo, “sabía muy bien donde se metía,” había dicho Luisito, el Pulpo. Calculó su actuación perfectamente. Era astuto. Seguramente un sicario. No era tan ingenuo ni tan puro. Comprendería por qué le apresaban.
¿Qué haría cuando viera venir a Max y los porteadores? ¿Se entregaría, tal como aseguró Vosu? Si huyera, Max le dispararía. ¿Cómo reaccionarían los demás habitantes del pueblo? ¿Le defenderían? ¿Habría una lucha? Y si, efectivamente, el asesino pertenecía a la guerrilla, ¿corría peligro la vida de Max, de Vosu y de sus hombres?
¿Cómo no se planteó todo eso antes de emprender el viaje? Su pobre excusa fue que no sabía de esa posibilidad —la de que perteneciera a la guerrilla o siquiera que la guerrilla aún existía— hasta que no llegó a Maniva.
Pero sabía que había otras razones.
Mis jodidas ansias de persecución, de coger al culpable, de hacer lo correcto. ¿El bien? De reprimir. ¿Para qué? ¿Para que la sociedad se vanaglorie de su justicia? ¿Que tendrá que ver aquella sociedad con todo esto? Pero ya estaba metido en el lío, y concluyó, Seguiré adelante… y sintió alivio por su decisión de continuar allí.
Pidió a Vosu un poco de la hierba que estaban fumando los porteadores en un corro. Hacía años, décadas, que no fumaba hierba. Vosu le respondió que no debía fumarla a solas. Debían participar los demás. Los porteadores no la fumaban para sentir placer u olvidarse de sus penas, sino para conocer la vida más profundamente. Max casi se rió.
Se apartó de ellos y estuvo observándoles largo rato, mientras fumaban, charlaban y guardaban intensos silencios.
Frustrado por el aislamiento que él mismo se había impuesto, finalmente cayó en un sueño agitado. Cuando despertó estaba más cansado que cuando se acostó. Le costaba avanzar en el camino y retrasó considerablemente la expedición. Hasta que Vosu ordenó que descansaran el resto del día. Si el protagonista de todo aquel asunto no podía continuar, no tenía sentido que lo hicieran los demás. Pensó que estaba próximo el momento en que el extranjero claudicaría y se volvería a casa… después de pagarles lo convenido, claro.
Cuando vuelve a entrar en la casa, todos callan, pero el ama la intercepta, mirándola severamente—, ¡Mima sirsa!
Elisa sólo dice—, Ya no soy la niña de nadie —. Le suena ridículo una vez dicho, pero es exactamente lo que quiere significar. Ha dejado su niñez en la selva.
El ama se entristece e intenta disimular delante de los demás, sobre todo, de los invitados.
Sin mirar a nadie más, Elisa sube directamente a ver a su hermano, a quien han trasladado a su habitación. Se tranquiliza al ver que Fermín respira regularmente. Acerca la cara a la de él, apoya la mejilla que no le duele en la de él. Ya no llora. No puede. No quiere.
— Fermín, Fermín, ¡si supieras…!
Era así como siempre empezaba los relatos de sus aventuras y travesuras cuando se reencontraba con él de niña. Fermín es doce años mayor y a menudo se ha ausentado de casa —cuando iba al internado, a la universidad de Maniva, a la Sorbonne, ya de mayor atendiendo los negocios de la familia—, pero siempre ha sido el que mejor la ha escuchado y aconsejado.
Pero ahora está dormido.
— Fermín, ya estás bien, ya ha pasado todo. ¡Despierta y escúchame! —exclama, un poco enfadada. Le tira un poco de la camisa del pijama de satén, pero al ver la inutilidad de su gesto, le vuelve a colocar bien al cuello de la camisa y lo alisa, intentando quitarle las arrugas que le ha hecho.
Se sienta en la butaca que han colocado junto a la cama y allí pasa toda la noche. Pero no es muy cumplidora con su vigilia. Está agotada y se duerme en seguida.
Esa noche llueve mucho, pero Itaal la sigue esperando.
Era tal la fuerza con que la lluvia batía sobre la jungla, que producía un ruido profundo, como si surgiera de las entrañas de la tierra, ensordecedor, y doblegada a plantas, a los árboles más jóvenes, incluso alguno de mayor tamaño. Los hombres también se encorvaron, sumisos. No era cuestión de desafiar a la Naturaleza. Bajo sus grandes sombreros-impermeables, que llamaban tuytuy, hechos de grandes hojas secas que se mantenían tiesas, cubriéndoles desde la cabeza hasta las nalgas, parecían los caparazones de unos insectos gigantes, y se movían con torpeza, a veces chocando entre sí o contra los árboles. Las hojas estaban herméticamente solapadas, por lo que no se filtraba ni una gota. Partían de una especie de gorro y se extendían en una gran ala, que abarcaba hasta medio metro por delante de la cabeza, los costados y la espalda, lo que evitaba que el que lo llevaba se mojara incluso la parte posterior de las piernas, a no ser por lo que chapoteaba con los pies.
Cuando Vosu y los porteadores decidieron que no podían seguir, desplegaron unas esteras, colocándolas en alguna prominencia del terreno —roca o montículo— sobre las que se sentaron. Debajo de los impermeables y encima de las esteras, estaban prácticamente a salvo del agua, al menos que hubiera algún corrimiento de tierra.
Lo hubo. Poco a poco, lavado por la fuerte corriente que caía, el montículo sobre el que se había instalado Tlocla, el zoyelan gigante, empezó a desmoronarse. Pacientemente, se levantó para trasladarse a otro punto elevado. Max, que estaba cerca y cuyo asiento también se deshacía, le miró. Tlocla le hizo un gesto para que se sentara junto a él, dando a entender que el punto al que se había trasladado era más firme. Max corrió a su lado.
Ambos se quedaron mirando la lluvia.
Poco a poco, Tlocla empezó a hablar—: Morir… en lluvia… así.
— ¡Hablas castellano! —se asombró el inspector.
— Mal.
Max se dio cuenta—: ¡Te refieres a ti mismo…! ¿Cómo moriste? —Nunca creyó que podría hacer esa pregunta y esperar una respuesta.
— Árbol grande caer sobre.
— ¿Te aplastó?
— Ver cielo negro. Morir. Cielo negro abrir. Luz llegar. No querer, pero luz llegar. Ver todo. Todo. Escarbar debajo árbol y salir. Andar mucho. Nunca parar—. Se encogió de hombros como si se disculpase de su castellano defectuoso o, quizá, de haber sobrevivido.
Max se dio cuenta que el zoyelan no usaba la palabra yo. Miró en sus ojos. Tan verdes como la vegetación que llegaba hasta el horizonte. Una mirada ilimitada, que no penetraba en la suya, al contrario: era como si Max se adentrara en ese horizonte. Tlocla estaba a la disponibilidad de quien quisiera utilizarlo.
Lo que el indígena dijo a continuación, el hombre blanco no lo recordaría como palabras realmente pronunciadas, sino como una impresión que le transmitió:
“Pronto tú sufrir. Porque tú hacer sufrir. Pero vivir todavía. Tener que vivir.”
Max no interpretó esa continuidad como un deber doloroso, sino una necesidad por el bien de algo o alguien en el futuro. Al tiempo de causarle desazón, también le infundió optimismo.
Continuaron allí en silencio, mirando cómo lluvia.
Cuando empezó a remitir, unos minutos o unas horas después —Max perdió completamente la noción del tiempo—, se levantó y recogió su estera para seguir a Tlocla. Se fijó en algo que estaba debajo de la estera. Se inclinó para ver mejor el montículo, que se deshacía rápidamente al quedar al descubierto. Entre la tierra que se desmoronaba, había unos puntitos que centelleaban. Alargó la mano y los tocó. Eran pepitas de oro, pequeñas, pero abundantes. Al instante, vio por debajo de su sombrero-impermeable que le rodeaban varios pares de piernas. Levantó la vista y vio a los porteadores y a Vosu a su lado, mirando, alterados, al mismo punto en el suelo.
— ¡Dolóm! —exclamaron, y cayeron de rodillas. Con sus machetes empezaron rápidamente a escarbar en la tierra, enterrando de nuevo las pepitas.
Vosu se detuvo un momento y miró a Max, que le aguantó la mirada. Los demás también se detuvieron y le miraron. Aunque rara vez sonreían, sus miradas no eran duras por lo general. Ahora eran hostiles, y Max entendió en seguida qué estaban pensando. Para que le entendieran a él, agarró la muñeca de Vosu y le quitó las pepitas que tenía en la mano, que le quedó abierta. Vosu y los demás le miraban, expectantes. Cogió el bolo de uno de los hombres y escarbó un profundo hoyo —en la tierra empapada, era fácil—, depositó en él la media docena de pepitas que le había quitado a Vosu, y las volvió a tapar con tierra.
Los nativos comprendieron, y continuaron, todos juntos, con su tarea.
Luego Vosu le explicó que si la Madre Selva escondía su tesoro, era obvio que no quería que los hombres lo descubrieran, no como sus otros bienes —sus frutos, su vegetación, sus ríos—, que estaban a la vista y, por lo tanto, los regalaba voluntaria y generosamente. Y es así cómo su hábitat se mantiene inviolado, pensó Max.
Reemprendieron la marcha, no sin que antes Max, a escondidas de sus compañeros, dejara una señal no exactamente en el lugar, sino apartado a cincuenta y dos pasos (su edad), en dirección al árbol más próximo, señal que nadie que no fuera de aquel grupo sabría interpretar. Decía, “Tlocla me habló.”
Nunca se sabe cuándo un puñado de oro puede venir bien, pensaba Max, cuando se alejaban del lugar.
Al verse tumbado boca arriba en el suelo en medio de la espesura, completamente vulnerable, con toda clase de insectos que se le acercaban para investigar y alguno le picaba, produciéndole grandes y dolorosos hinchazones, mientras temía que algo más feroz apareciera por entre la vegetación; al ver huir a su caballo, después de que le derribara y sintiera el dolor en la pierna y al tocarse la mano se le empapó de sangre y palpó el hueso vivo; cuando se vio lisiado de por vida, y sintió cómo la humedad debajo de las hojas se filtraba por entre ellas y le entraba en el cuerpo, y aún así tenía más calor que nunca; cuando sintió la soledad inmensa durante las horas que transcurrieron hasta que le encontraron, Fermín se juró a sí mismo que si salía de esa, abandonaría el país para siempre.
Nunca le había gustado, aun habiendo nacido allí, y todavía menos después de sus primeros viajes a Europa, sobre todo los años que pasó en París estudiando. Cuando se recordó subiendo corriendo las escaleras hasta la blancura luminosa del Sacre Coeur, pudo tranquilizarse un poco. ¡Correría, correría…! A pesar de su pierna partida, volvería a correr.
Nunca habló el idioma del país ni ninguno de sus dialectos. En casa se exigía el castellano, ni siquiera el catalán estaba permitido, y absolutamente prohibids las lenguas indígenas, incluso a los criados cuando se dirigían a los amos, pues sus sonidos les parecían bárbaros, elemental su expresividad. Él y su familia —excepto la caprichosa Elisa— siempre habían despreciado “la falta de cultura” de las gentes de allí, su simpleza de carácter, su piel “sucia” (de color café con leche), sus duras entendederas (había que repetirles las cosas mil veces), sus risas alborotadas por cualquier tontería. “¡Callad, y seguid con vuestro trabajo!”
Sí, volvería a París, donde desarrollaría su afición a la pintura. Una vez acallaran los rumores de guerra, guerra que creía improbable, a pesar de los presagios que el Tío Javier les escribía desde Barcelona, sabría liberarse de las presiones de su familia, de todo su ambiente, y lograría su propósito. En París, estaba seguro, encontraría su verdadero hogar, y tenía la esperanza de poder convencer a su hermana que le siguiera. No quería dejar de verla prácticamente cada día y oír sus simplezas, que tanto le divertían, y estaba seguro que en Europa ella tendría una vida más digna, más civilizada. Desaprobaba su compromiso con Max Heldt. Si realmente se casaran, significaría que Elisa nunca abandonaría las islas. La familia Heldt tenía muchos intereses allí, y todo indicaba que el primogénito, una vez acabados sus estudios en Heidelberg, estaba más que dispuesto a hacerse cargo de ellos.
Cuando llega el médico a la mañana siguiente, Fermín se encuentra mucho mejor. El doctor felicita a Elisa por la cura y el vendaje que le han practicado. Mientras habla, Elisa está mirando al shuanda, más allá, con una sonrisa cálida. El shuanda se mantiene alejado. Con absoluta frialdad, está dando instrucciones a los criados.
El doctor pronostica que Fermín tardará unos cuatro meses en poder volver a caminar. Fermín le urge que cuando vuelva al pueblo, envíe un telegrama a casa, para que su padre envíe a alguien a recogerle, y también a los invitados. Las vacaciones en la hacienda de la selva habían de durar tres semanas, y no han pasado ni dos, pero Fermín no se ve capaz, en las circunstancias actuales, de aguantar allí más tiempo.
Elisa intenta convencerle de que en Dos Ríos estará más tranquilo y el aire puro le sentará mejor. Sugiere que venga su madre para cuidarle, pero que no es necesario marchar de allí.
Fermín se mantiene callado.
— No estás para hacer ese viaje tan incómodo. Si algo te ocurriera durante el viaje, no tendríamos a nadie que…
— Quieres quedarte por ese muchacho kaikala.
Elisa le mira, atónita. Se siente traicionada por los invitados —sabe que no ha sido ninguno de los criados—, a quienes les ha faltado tiempo para ir con chismorreos a Fermín; decepcionada con el mismo Fermín por acusarla tan injustamente: en ese momento sólo pensaba en él. Pero su orgullo la hace responder:
— Sí, por él… y por ti, hermano.
— No me vengas con esas.
— ¿Quién te lo ha dicho…?
— Alguien que te quiere bien.
— … ¿o han sido todos a la vez, que han entrado aquí en comandita para chismorrear, para tergiversar las cosas…? ¡Y tú les has escuchado! Antes de escucharme a mí. Te lo quise decir ayer mismo, pero estabas dormido.
— He enviado un grupo para que le apresen.
Elisa sale precipitadamente de la habitación, furiosa y espantada. Decidida, se enfrenta a Antonia, que siempre dice que la quiere bien.
A la pintora le hiere la injusta acusación que le lanza su amiga.
Elisa se da cuenta—. Entonces, ¿quién ha sido?
— Es igual —le contesta la amiga—. Haz como si no pasara nada. No les des el gustazo de ver que te han hecho daño. No lo merecen.
Se abrazan.
— ¿De verdad le quieres?
Aún abrazándola, Elisa responde—, Como a nadie he querido ni querré.
— Pero, ¿y tu compromiso con Max?
Se separa un poco de ella—, Lo anularé, claro.
— Será un escándalo.
— Debo avisarle de alguna manera para que huya. ¡Le quieren coger, Antonia! ¡Le castigarán! ¡Quizá incluso lo maten…! A Itaal, ¡tonta!
Antonia la vuelve a abrazar—, Yo quiero quedarme contigo por si me necesitas.
Elisa se acerca a Lintí, su amor de la infancia, a quien han traído con el resto del servicio de Maniva, para que vaya en busca de Itaal y le avise, y que él, Lintí, la llevará para encontrarse con Itaal esa misma noche. Lintí —que ya está casado y tiene un hijo, pero aún quiere a Elisa—, se pone en marcha en seguida. Aunque no sabe cómo encontrará al kaikala ni cómo andar por la selva, le dará el recado, asegura a la señorita. Elisa ve cómo se aleja por la puerta trasera. Le mira con envidia porque va a encontrarse con Itaal.
El primer porteador alzó los brazos, grito, “¡Kalu, kalu!”, y huyó. Los demás inmediatamente le imitaron. Sólo Max quedó en el sitio, confundido, pero el hombre que tenía más cerca le agarró del brazo y le arrancó de allí, justo en el momento en que una sombra se precipitaba velozmente hacia ellos por el suelo. La poderosa cabeza alargada, la enorme boca roja abierta, los ojos saltones, inexpresivos, su fuerza y velocidad imparables. Un pitón de al menos diez metros de largo y tan grueso como la pata de un elefante. Alcanzó a Aguém, que venía el último de la fila y no reaccionó a tiempo, pegando un salto, cogiéndole la cabeza entre sus afilados dientes, y enrollándose en él como un látigo, asfixiándole. La víctima no se dejó derribar, y durante unos segundos hombre y bestia estaban erectos delante de ellos, como una columna que agarrara y estrujara la mano de un gigante. Aguém soltó un sólo grito, después ya no le quedó aire en los pulmones ni fuerza en los miembros. Cayó, envuelto por la serpiente.
Uno de los hombres dio un tajo a la cola de la bestia, pero el pitón no reaccionó al dolor y continuó restriñendo el cuerpo de su víctima. Los demás no osaron tocarla, por miedo a que se volviera contra ellos, era muy rápida. Max intentó apuntarle a la cabeza. Sus movimientos eran demasiado bruscos. Vio los ojos desesperados de Aguém que aún sobresalían de la boca de la bestia. Oyó el crujir de sus huesos. Oyó tres disparos de un rifle automático. La bestia se aflojó y cayó, arrastrando consigo al hombre, cuyo cabeza entera estaba ya dentro de la boca de la serpiente.
Max se giró, enloquecido, y apuntó hacia donde vinieron los disparos. Era Vosu, cuyo automático aún echaba humo. Miró a los ojos del guía y bajó el arma porque comprendió. Le saltaron lágrimas por la desesperación, por el miedo, la precipitación, la violencia de todo ello.
Su—, ¡Selva maldita! —quedó absorbido por los miles de sonidos de siempre.
Al poco llegaron a una cascada altísima. Max se desnudó y se metió bajo uno de los chorros, y el agua templada le lavó la pena, la rabia, la desesperación, el odio, la nostalgia, el amor por Bárbara y Anna y sus hijos y Lilly, el desamor por su padre y su madre, el recuerdo de Hugo, la culpabilidad, todo el pasado. Se asombró de sus propias sensaciones, sentimientos, reflexiones, y se espantó:
Al oír gritos hacia un lado, se medio agachó por el terror que le invadió — el miedo aún estaba allí—. Siete de los porteadores le salieron por la izquierda, desnudos y gritando como salvajes… y se lanzaron al vacío detrás de una gran roca como el hombro de un gigante. ¿Era un suicidio colectivo, de desesperación por la pérdida de su compañero? No entendía nada. Luego saltaron los otros dos que quedaban, gritando igualmente. ¿Le dejarían solo? ¿Tendría que lanzarse él también? Corrió hasta la punta más alta del hombro gigante.
Allí, vacilando, vio que a unos quince metros debajo de él había un estanque que la cascada formaba a un lado, entre rocas de color rosado. Era la garganta de un gran barranco, por donde bajaban las aguas hasta un valle en la distancia. Dentro del estanque estaban los hombres, chapoteando. Se giró, buscando a Vosu con mirada, entre espantada y alegre.
El guía estaba a un lado, vestido, vigilando el entorno, como si esperase que algún peligro les acechara en cualquier momento. Sabía que en aquellas aguas transparentes y rosadas podía rondar alguna serpiente acuática o un belu en sus orillas. Sabían nadar.
Mirándolo, Max pensó, Tanta precaución, tanta precaución… cuando él mismo era el más precavido de todos. Miró a los porteadores, incrédulo de su valentía, pero también: ¿Tan pronto han olvidado al compañero muerto? Para luego reflexionar, No se puede vivir con tanto miedo. Y para quitárselo de encima, también se lanzó desde donde estaba, pies por delante, esperando no estrellarse contra las rocas. Los hombres soltaron alborotadas exclamaciones de bienvenida cuando tocó el agua.
Hasta que no estuvo secándose al sol, aún desnudo, tumbado sobre la piedra rosada, no se dio cuenta de lo que le había pasado: se había quedado sin nada, nada de lo anterior. Se sintió aligerado. Empezaba de nuevo. Iría solo, sin ningún bagaje ya, sólo con sus compañeros, hacia lo que viniera. Era ya parte de un todo.
Se dio cuenta de que, en el fondo, siempre había sido así, y rebosaba de felicidad por encontrarse, finalmente, a sí mismo. Por tener esa suerte.
Perdió la camisa y el sombrero en la corriente. No le dejaron ponerse la de recambio que llevaba en las eymas, y le fabricaron una especie de capa de hojas, y cuando se la pusieron sobre los hombres, fue como si le invistieran.
Caminaba con la misma fuerza que sus compañeros, y cuando no podían más, todos juntos se dejaban caer, agotados. Devoraba crudo o cocido lo que apresaban, igual que sus compañeros. Respiraba como ellos, dormía y se despertaba como ellos. Se había vuelto un salvaje. O sea, puro.
Se marea un poco cuando ella le coge los brazos y los coloca alrededor de su cintura. Él no se atrevía. Ella se aprieta contra él y él ya no lo puede evitar y la abraza y la aprieta contra sí y hunde la cara en el ángulo que hace su cuello con el hombro. Cada uno siente una excitación que les parece que les va a salir a borbotones del cuerpo. Oyen las voces de los trajes blancos muy cerca. Ella se ríe de la banalidad de la persecución. Ríe más cuando los brazos expertos la conducen más lejos. Ve cómo los trajes blancos se detienen y giran sobre sí, perdidos. No se han dado cuenta, pero ahora están tan adentro, que no saben volver.
Ella tropieza. Se hace una pequeña herida en el empeine. Él le pone la mano sobre la herida. Ahora no tiene tiempo para nada más.
Las yemas de sus dedos no aciertan a pasar el pequeño botón de nácar por el estrecho ojal. Además, se distrae cuando los reveses de sus dedos rozan la piel tan suave. Las manos de ella apartan, impacientes, las suyas, y son las que hacen el trabajo. Él lo agradece porque ahora sus manos pueden extenderse a otras partes del cuerpo: cuello, hombros, espalda, pechos, entrepierna. Poco a poco, aunque ella actúa deprisa, se va descubriendo ante él un cuerpo luminoso, de tan blanco. Poco a poco, muy poco a poco, porque la vestidura es tan extraña, ¡y tantas piezas!
— Ilam —susurra.
Más abajo, dice—, Tané.
Tampoco lo entiende. Se lo preguntará más adelante y él señalará un fruto de la selva. Tiene un gusto punzante, entre salado y dulce.
Su cuerpo, casi de niña, está abierto, lo que le maravilla. Pero lo que más le cautiva es su suavidad y entrega y exigencia.
Ella ya conoce sus hombros y su pecho, que hace una eternidad —le parece—cubrió de besos. Ahora lo descubre todo. Suave. Pleno. Valiente. Valientes ambos. Se siente colmada. Él siente que esto es lo que nunca antes creía que existía.
Sus suaves suspiros llenan sus oídos. Luego, los más fuertes expresan el estallido que sienten en su interior.
Los padres llegan seis días después de que Fermín les ha avisado. Eugenio está fuera de sí. Se resiste a darla por perdida. Se pone al frente de la casa y organiza batidas con los criados en su búsqueda. Se ha traído toda la ayuda que ha podido de la casa de Maniva. Juana ha insistido en dejar allí a los criados imprescindibles para atender la casa. A él le ha parecido una frivolidad pensar en eso con la tragedia que afrontaban. Pero su esposa siempre le ha parecido frívola. Ella le ha dicho que no desquicie las cosas, que nada sacarán perdiendo la cabeza.
Las batidas salen cada mañana a primera hora y vuelven cada noche con las manos vacías. Cuando vuelven a salir a la mañana siguiente, con la intención de cubrir más terreno, no reconocen el que han recorrido el día anterior. Los únicos que avanzan son los que van en el pequeño vapor por el río, liderados por Eugenio. Cada vez se lleva consigo a más y más criados, armados hasta los dientes, hasta que Rota le advierte que es demasiada carga para el pequeño vapor. Eugenio le da una bofetada delante de todos. Inmediatamente, le pide perdón con lágrimas en los ojos. Rota lo comprende y dice que no tiene importancia. Siguen saliendo cada mañana. Se detienen en diferentes puntos del río, mientras las batidas se adentran en la arboleda. Siempre vuelven al vapor agotados, derrotados.
Eugenio ya no sabe las horas ni los días que pasan. Ni lo que deben hacer ni lo que han hecho ya. Repite las cosas. Juana se encierra en su habitación y no quiere ver a nadie, ni a su marido.
Fermín lo ve todo, y le espantan esas reacciones.
Eugenio pide por telegrama a su amigo, el gobernador de la región, que envíe un contingente del ejército. Llegan a los siete días. Una brigada de exploradores. Entran en la selva. Demasiado pronto vuelven a salir. No se atreven a ir más allá. Eugenio se enfurece y les arrebata uno de los fusiles y entra solo en el follaje. Fermín le persigue. Eugenio sigue adelante. Fermín le alcanza y se lanza sobre él, abrazándole para impedirle continuar.
Eugenio le mira con rabia—, ¿Tú también la das por perdida?
Fermín se derrumba—, ¡Mi vida ha acabado!
Eugenio no entiende bien lo que eso significa, pero entiende que Fermín está tan afligido como él.
Juntos, abrazados, vuelven a la casa.
Juana parece loca al escuchar sus conclusiones. Pero inmediatamente se serena—. ¿Por qué crees que mi familia nunca ha querido explotar estos parajes? ¡Porque son demasiado peligrosos! Pero tú sólo piensas en el dinero, en más y más dinero, ¡como el vulgar y estúpido e insensible arribista advenedizo que has sido siempre! —En la puerta, se vuelve a girar—, Voy irme de aquí. Voy a separarme de ti. No puedo sufrirte más. Me voy a Europa.
— No te lo permitiré.
— ¿Que tú no me lo permitirás…? —ríe—. Si no fuera por mí, serías tú el que condujera ese barcucho en lugar del Capitán Rota, ¡a pesar de tus caminos, canales y puertos! O algo peor. Todo lo que tienes me lo debes a mí y a mi familia. Pues bien, ya no lo tendrás. Ya no podrás permitirme ni prohibirme nada. ¡Se acabó la fiesta! Debí dejarte hace años. ¡Hace años… con tu mestiza!
— ¿Y si la encontramos? Si encontramos a Elisa.
— Envíamela a Lausanne, pues está claro que tampoco tiene ningún deseo de vivir contigo.
— Siempre me ha querido más que a ti.
Para acabar con esa locura, Fermín dice:
— Elisa ha querido irse con él, papá.
Eugenio se vuelve hacia su hijo, incrédulo.
— Me dijo que le amaba.
Eugenio le odiará el resto de la vida por esas palabras. En adelante se fijará, más que nunca, en todos sus defectos, y le parecerán inadmisibles. Se queda mirando hacia donde se ha ido, su mirada llena de odio; luego, desesperación.
Fermín siente esa mirada sobre la espalda, sobre los hombros, al salir de la habitación, y le pesa más que cualquier otra exigencia que le ha hecho su padre, y han sido muchas.
Cuando Eugenio se vuelve, ve que no queda nadie.
El salón se oscurece por una nube repentina, que suelta una tromba de agua como si nunca hubiera llovido antes.
Eugenio cae sobre el sofá.
Juana grita como una loca, mientras sube corriendo a su dormitorio. Pero nadie la oye por el ruido que hace la tromba sobre las tejas, la madera y la vegetación que les rodea, acorrala.
Ninguno de los tres se ha dado cuenta de las horas, los días que han pasado. Casi no han comido, no han dormido ni han hablado. No se han dado cuenta de lo que han hecho.
Ahora es demasiado tarde para repararlo.
Ella no quiere levantarse. Quiere mimos. Pero él sabe del peligro de pasar aquí toda la noche. Mientras la acaricia, la va vistiendo. Como puede. Ella ríe porque no sabe ponerle las prendas, sobre todo cómo abrocharle el sostén. Pero no le corrige. Se deja, como si estuviera exhausta, como si no pudiera mover ni un dedo. Él ve que alguna pieza no va así. Le dice algo, y su mirada pide colaboración. Ella aún se resiste.
Finalmente, se espabila, tira el sostén lejos, se deja la blusa abierta, y acaba de vestirse con el resto. Se levanta, dispuesta a todo.
— Y ahora, ¿adónde vamos? —Él no la entiende—. No pensarás llevarme a mi casa… Me has desvirgado —casi se avergüenza—, y ahora soy responsabilidad tuya.
La coge de la muñeca y se la lleva, mientras ella continúa hablando:
— Porque es muy fácil eso, sin pensar en las consecuencias. Pero, amigo mío, tendrás que cargar conmigo. No, no, no lo niegues.
Él la mira, y no puede creer que sea tan charlatana, y ríe por eso.
— No es cosa de broma. No, no. Esto es muy serio. Ahora tienes mujer y muy pronto, si no me equivoco, familia, y tendrás que mantenernos. No sé qué haréis en tu tribu, pero en mi círculo, por cierto, muy distinguido y com il faut, los hombres mantienen a las mujeres. No te dejaré escapar tan fácilmente.
Bueno, pues él también puede jugar a ese juego, y dice en su idioma:
— No sabía que las mujeres blancas hablarais tanto. Las nuestras también hablan, pero no tanto. Saben que no deben dar la lata a sus hombres, porque si no, los hombres las echan de casa. Yo haré lo mismo si continúas.
Se detiene, la detiene. Ella se refugia en su pecho. Él le levanta la barbilla y la besa en la boca. Es la primera vez que hace eso, antes la ha besado en todas partes, pero no en la boca —en su tribu no es costumbre—, pero ahora es la parte de tiene más cerca de su propia boca, y parece algo natural. Y lo seguirá haciendo y, con el tiempo, esa práctica se acabará extendiendo a toda su tribu. De ese modo, los kaikala se parecerán un poco más a la mayoría de la humanidad.
— No, retiro todo lo dicho. Puedes hacer conmigo lo que quieras, Itaal, mi amor.
— No no —responde Itaal—. Layú. Layú. Sí.
— Layú —grita ella mientras descienden corriendo una colina, esquivando los árboles, las plantas. No chocan ni una sola vez—. ¡Layúuuu!
Por fin llegan al Jurané, y él la instala en su canoa, sobre un lecho de hojas tiernas. Pero él no duerme —puede estar varios días sin dormir—, porque está dirigiendo la canoa y vigilando el río. Peligroso, imprevisible. Pasan dieciocho días más en el camino al poblado de los kaikala, tanto en el río como por tierra, porque desembarcan en los lugares que Itaal cree seguros, y vuelven a la canoa, y se entretienen con las mínimas cosas, y Elisa va descubriendo todo, y él se maravilla de su capacidad de apreciarlo — más: de asombrarse, fascinarse, enamorarse de todo.
¿Cómo no se iban a comportar así? Fermín se lo está imaginando, y le hiere el corazón, el sexo. Si hubiera sabido que se la llevaría un indígena, él la habría tomado antes. Se masturba una vez más, desesperadamente. Se abandona, asqueado. Su sexo tiene vida propia y eyacula, mientras él solloza. Se mete el puño en la boca para silenciarse.
Oye golpes en la puerta. Es su madre.
Por fin, cesan.
Juana vuelve a su dormitorio, afligida. No me queda nada, ni marido ni hija ni hijo. Levanta la barbilla en un intento de imbuirse orgullo. Apenas lo consigue, aunque piensa, Tengo el recuerdo de mis padres y de toda mi familia, con eso me basta. Pero no se convence. Cuando cierra la puerta de su dormitorio con llave, se siente muy débil y se apoya en la madera noble. Eso apenas la ayuda, y se va deslizando hasta el suelo.
Nunca ha sentido un especial orgullo de estirpe, nunca un sentimiento fuerte o incontrolable. Siempre ha sido una mujer moderada, sumisa, resignada, primero a las exigencias e imposiciones de sus padres y su sociedad, luego a las de su marido y sus hijos. Nunca ha tenido grandes aspiraciones ni complejidades, ni siquiera una clara identidad propia… hasta ahora. Esto es una novedad para ella y casi la marea el torbellino que siente en su interior: un odio violento hacia su esposo y un ansia de huir. Volar, piensa. Le gusta la sensación.
Sigue ahondando en su reciente descubrimiento:
Había sido guapa, aunque no arrebatadora como su hija Elisa. Tenía el ceño siempre algo fruncido, ojos pequeños, aunque ensoñadores —en aquella época—, y su cadera era un tamaño demasiado ancha en proporción al resto del cuerpo. Pero todo eso se podía disimular con una buena modista y con maquillaje. Su mayor defecto, para aquella época, era su estatura —1’72—, por lo que siempre le costaba encontrar a un chico que le “fuera bien,” hasta que conoció a Claramunt. La sobrepasaba siete centímetros. Eso significaba que podía usar tacones de un máximo de seis, como el resto de sus amigas, y estaba encantada. Tacones más altos habrían sido escandalosos. Siempre era muy cumplidora con las convenciones de su clase, conforme a ellas, una clase muy exclusiva. Adinerada, protegida, no acudía a lugares que no eran seguros, o sea, donde pudiera haber personas o pudieran producirse incidentes desagradables, sino sólo a donde estaba garantizado que encontraría a gente sosegada, elegante, de su misma categoría.
Aunque tenía muchos amigos y pretendientes —la fortuna de los Puigneró-Ferrar era una de las mayores de Las Tesoro—, nunca se había entusiasmado por ninguno hasta que conoció a Claramunt, a los veintiséis años. Casi una solterona.
Era un empleado de su padre. Además de alto, era apuesto, aunque ya entonces su coronilla empezaba a clarear. Tampoco era un Adonis, tenía la nariz demasiado grande y un rictus en la boca, que podía parecer desagradable, pero era encantador por sus maneras y, sobre todo, su vitalidad —cosa que complacía al padre de Juana—, y un gran entusiasmo hacia todo lo nuevo. Había llegado a las islas animado por un primo que llevaba unos años allí, y con su flamante título de ingeniero de puertos, caminos y canales bajo el brazo, veía un futuro prometedor. El título impresionó tanto a Juana como a sus padres —nadie en la familia Puigneró-Ferrer, aparte del tatarabuelo, que se había licenciado en química, había sido antes un diplomado— e inmediatamente contrataron a Claramunt para que construyera carreteras para llegar a sus diferentes fábricas y posesiones, pues en aquella época la mayoría eran caminos de tierra, lo que dificultaba y lentificaba el transporte, sobre todo en tiempo de lluvias. Pero Claramunt no se limitó a eso, en seguida aprendió todos los mecanismos de los negocios de los Puigneró-Ferrer, y fue ascendiendo. El padre de Juana le acogió como al hijo que nunca tuvo.
Juana se da cuenta ahora de que nunca le ha amado y, además, con la edad, él va perdiendo estatura. Ironiza amargamente, Sin eso, no tiene nada.
A partir de aquel punto, Vosu les condujo por la ruta que marcaba el riachuelo que caía de los altos picos, y luego se iría ensanchando hasta convertirse en el Jurané.
En la perspectiva que iban dejando atrás, vieron que hasta siete cascadas más desembocaban en el río, procedentes de la cima de la cordillera escarpada. Una vista realmente esplendorosa. Más adelante, encontraron tres canoas ancladas en la orilla. Eran para uso público. Las tribus las ponían a la disposición de quien las necesitara, le explicó Vosu. Eso, pensó Max, venía a confirmar que la policía de Maniva estaba muy equivocada en cuanto a la insociabilidad de los nativos de la selva.
Al principio, Max no entendió por qué no cogían las tres canoas. Once personas en sólo dos canoas estarían muy apretadas. Después, comprendió: no era cuestión de comodidad, sino de civismo. Quizá habría otras personas que pudieran necesitar la tercera canoa. Aunque no veo que haya mucha afluencia por aquí, pensó, mientras admiraba el virginal paisaje.
Navegaron bastantes leguas en un zigzag continuo sobre un agua que tan pronto era blanca como azul, marrón o verde, amarilla cuando salía el sol, roja encendida cuando se ponía. Era el mayor abrevadero del lugar y a él venía toda la fauna de los alrededores al atardecer para saciar la sed… más los belá, cocodrilos y otros depredadores que aprovechaban la ocasión para procurarse la cena.
Incluso dormían en las canoas, sin dejar nunca de navegar, apoyados los unos en los otros, mientras dos se iban turnando en cada barca, uno indicando la trayectoria en la proa —con señas para no despertar a los demás (tenían todo un código de lenguaje por señas, casi como los sordomudos; a menudo era vital guardar silencio en la jungla)—, y el otro en la popa pilotando la embarcación según sus indicaciones. Max no recordaba haber dormido nunca tan bien… a pesar de que la pesaba cabeza del gigante Tlocla descansaba sobre su cadera, mientras él descansaba la suya en el hombro de Xocu.
A la tercera mañana de navegación le notificaron que estaban ya muy cerca de Uagüéy, aunque tardarían aún más de tres horas en llegar. Los porteadores quisieron mirar por los anteojos de Max, pero no entendían la falsa perspectiva, pues parecía que alguien había trasladado parte de la selva de su ubicación original, y no comprendían por qué tardaban tanto en llegar si parecía que estaba allí mismo. Luego, al apartar los prismáticos, reían por el truco. La única pena que compartían todos era la pérdida del compañero, de Aguém, pero eso no empañaba la alegría de volver a casa.
En esos momentos, Max sintió la profunda imposibilidad de ser verdaderamente como ellos, y sintió melancolía. Se preguntaba si él tendría el mismo júbilo al divisar Barcelona desde la ventanilla del avión a su vuelta.
Vosu se detuvo e hizo un gesto como que habían llegado. Max miró a su alrededor y no vio nada más que los troncos oscuros de siempre. Vosu chasqueó la lengua para llamar su atención, miró hacia arriba y Max siguió su mirada.
Prácticamente en las copas de los árboles y camufladas por las hojas, había unas grandes cajas de madera bañadas por el sol. Las cajas tenían ventanas y puertas que conducían a pasadizos que parecían suspendidos en el aire (colgados de las ramas). Eran casas, todo un poblado colgante a diferentes niveles. Toda una obra de arquitectura e ingeniería.
Aprovechando una palmera inclinada, en cuyo tronco habían esculpido escalones, se podía llegar a otro tronco, y luego por escalas de cuerdas o lianas, hasta arriba del todo. Los porteadores más impacientes ya estaban subiéndolos. La mayoría, especialmente los que llevaban las eymas de Max, esperaron abajo junto a Vosu, pendientes de la reacción del extranjero.
Sólo se oía el furioso fluir del río y los conocidos sonidos de la selva… que, súbitamente, un grito salvaje rompió. El occidental vio una vorágine de indígenas, adornados con plumas y flores, que corrían entre los árboles hacia él. Sus dedos no acertaron en abrir la pestaña de seguridad de la funda de su pistola (su rifle estaba inalcanzable en ese momento). Nunca antes había estado tan espantado.
La masa se detuvo en seco ante él, que aún intentaba desenfundar. Pero en seguida vio alegría en aquellos rostros, no violencia, suspiró de alivio y comprendió: era todo el poblado que salía a recibirles. Sabían —él no comprendía cómo— que la expedición iba a llegar y hasta, parecía, la hora exacta de su llegada. A su incipiente sonrisa, los indígenas y los porteadores estallaron en risas, y Max completó su sonrisa.
Después, todos juntos, se encaramaron hasta el poblado colgante, sujetando a Max por las manos, los brazos y la cintura para asegurarse de que no cayera.
Primero hubo una especie de lamento colectivo por el porteador fallecido. Inmediatamente después, sin pausa, Xocu sacó una flauta y, con una expresión traviesa, que prometía diversión, entonó unas notas saltarinas, alegres, contagiosas. Y se inició el festejo para celebrar la vuelta a casa de los demás porteadores y la llegada del extranjero. Tanto en el lamento como en el festejo, todos actuaban con total entrega, recordando lo que hubo antes, apreciando lo que sucedía ahora, con esperanza de lo que vendría después. Sentaron a Max en un lugar privilegiado para que viera los bailes. Vosu gritó “¡Tataí!” y apareció una anciana que sirvió a Max manjares y bebidas exquisitas. Fue el mayor festejo que Max recordaba, y vio la riqueza y la generosidad de la selva y de aquella gente. La música, el color de los danzarines, las antorchas que encendieron alrededor, todo aturdía la mente y los sentidos de Max. Pedía más y más bebida, más comida, y al instante Tataí aparecía con los manjares y licores. Él la miraba con gratitud y simpatía, pero la mujer no le devolvió la mirada en ningún momento, acaso por humildad o discreción.
Todos los demás le miraban con caras abiertas, acogedores. Max nunca se sintió tan bienvenido. Nunca pensó que desearía no estar en ningún otro lugar. En su borrachera, se vio viviendo entre los uagüeyos el resto de su vida. Le fascinó esa visión.
Todo eso ocurría en la plaza del pueblo —una plataforma casi circular, construida sobre diez o doce árboles—, en la que cabían todos. —Trescientos, exactamente —recordó Max.
Después de la fiesta, le instalaron en una casa para él solo, en un nivel superior, grande en comparación a las otras, para que cupieran todas sus eymas, y porque era el invitado. Siempre tuvo algo de vértigo, pero ahora se sentía tan seguro como en un décimo piso de un edificio de Occidente. Sólo tenía que evitar mirar directamente hacia abajo. Se reclinó sobre los cuatro peldaños que subían del pasadizo a su porche, a escuchar el silencio, ya sólo roto por el murmullo del río y de la jungla, y el griterío cada vez más tenue de algunos niños aún en la plaza que se resistían a dar la fiesta por acabada, mientras los porteadores se retiraron rápidamente para hacer el amor con sus mujeres.
Sin darse cuenta, se quedó dormido sobre los escalones del porche, agotado. Se despertó a mitad de la noche, con el cuerpo adolorido.
Había absoluto silencio, hasta la selva había enmudecido.
A tientas, salió a la pasarela colgante. Parpadeó, pero sólo veía oscuridad. Allá arriba, lejos del mundo entero. La pasarela se balanceó, y sintió aprensión. Luego, la invisibilidad y el silencio, como si alguien le hubiera tapado la cabeza con un saco, le produjo miedo. Espanto, horror. Un terror ciego, instintivo, anunciaba algo espantoso por venir. Se acercaba a gran velocidad, como había hecho el pitón. ¿Qué podía ser? No tuvo tiempo de preguntar más. Tenía que protegerse. Corrió al interior de la choza, tropezando varias veces, hasta que cayó al suelo. Allí acurrucado, se tapó hasta la cabeza con sus bártulos (no había mantas ni sábanas), agarró su pistola y se encomendó a Elisa. No sabía por qué. Pero fue entonces cuando su horror alcanzó el punto álgido. Elisa no le podía ayudar, peor: cuanto más pensaba en ella, más le acosaba aquello tan terrible. La muerte. La muerte violenta.
Gritó y disparó. El estruendo se perdió en un eco lejano. Se asomó al porche. Por fin pudo ver la selva, tremolante, que llenaba toda la perspectiva. La realidad. Estaba allí por una razón real, lógica. No se desviaría de su propósito. Se sorprendió de que nadie en el poblado reaccionara al fragor del tiro. Como si el mundo estuviera vacío. Se mantuvo de pie cuanto pudo; luego, agotado, se le doblaron las piernas y casi cayó de nuevo sobre el suelo, en un sueño que más parecía un desvanecimiento.
Ahondó más en la oscuridad. Quiso ahondar más en la oscuridad… y aceptó todos los horrores que se le presentaron —el vacío, el sinsentido— como inevitables. Sólo podía responder con valentía. Sólo invocando a Tlocla, pudo serenarse mínimamente.
A la mañana siguiente, le despertaron unas fuertes sacudidas. Abrió los ojos, de nuevo espantado. Aturdido por el horror de la noche anterior, por el violento despertar, y dolorido por haber dormido con el cuerpo torcido, Max por fin reconoció la realidad: le estaban despertando Vosu y Xocu (y ambos vieron sus demonios). Se sintió aliviado, pero no se resignaba a levantarse. Estaba agotado.
Los dos indígenas le instaban a seguir viaje. Intentó convencerles de que esperaran unos días, pero el guía le enumeró una serie de cosas que tenía que hacer después de cumplir esa misión, que no podía postergar por más tiempo. Como siempre, Max sólo le entendió a medias, pero le pareció que el estrés del guía no era menor que el de los barceloneses. Se sonrió por la ironía.
Se asomó al porche y vio que desde abajo le miraban las caras conocidas de los porteadores, con un nuevo miembro para ocupar el puesto del muerto.
— Pero, ¿no preferirían quedarse tranquilamente en sus casas, y que ahora vayan otros en su lugar?
— Hombres sir fieles. Queriendo seguir contigo —respondió Vosu.
El asombro de Max iba en aumento—. ¿Por qué?
— Porque te queriendo. Porque tú siendo como ellos.
— Yo también les aprecio —. Al no entender Vosu esa palabra, tuvo que decir—, Yo también les queriendo.
Por primera vez desde que se conocían, el guía sonrió, y guardó un momento de silencio para apreciar mejor lo que Max acababa de decir. Después—, De prisa. Ahora tardando más. Hombres no conociendo resto selva. Sólo Vosu conociendo toda la selva. Sólo Vosu loco para conociendo.
Max comprendió: Vosu era la única persona en el mundo lo suficientemente loca para haberse aventurado en la selva, arriesgando la vida, con el fin de conocerla toda. ¿Cómo no? Él ostenta ese monopolio. Por eso todo el mundo depende de Vosu.
Pero Max no podía enfadarse con su compañero. Sonrió y accedió una vez más.
Aún así, tardaron bastante en marchar. Se iban despidiendo, detenidamente, de cuantas personas se iban encontrando. El indígena —con la excepción de Vosu—, no sabía decir “Adiós” y pasar de largo. Se detenía, con todo el tiempo del mundo, y podía hablar de cualquiera cosa, desde que era buen día para la caza, hasta si a su interlocutor aún le dolía el pie o lo que se terciara, y recomendarle, incluso ofrecerle, remedio.
Ninguno supo cómo responder cuando Max les ofreció la mano. Vosu, impaciente, tuvo que hacer una demostración y entonces todos, riendo, sacudieron la mano de Max como si le fueran a arrancar el brazo. Sólo Tataí, la mujer que le había servido los manjares y la bebida en la fiesta de bienvenida, se negó a darle la mano, como si estuviera enfadada por el hecho de que él marchara, como si él despreciara su hospitalidad.
Max vio en los ojos de aquella gente que era aquí donde debía permanecer para siempre. Contuvo la emoción, que a él mismo sorprendió, y se unió al grupo que le esperaba, con Vosu al frente, no sin antes saludar al recién incorporado, Atclán, que significaba audaz. Éste, siguiendo el ejemplo de los demás, también supo darle la mano hasta que, finalmente, Vosu, aún más impaciente, les tuvo que separar, mirándoles severamente. Se volvió y corrió hacia la oscuridad de la selva, seguido por el grupo, con una última mirada de Max hacia los que quedaban atrás, que se mantuvieron en el lugar —excepto Tataí, que había desaparecido— hasta que se perdió de vista. Max supo que no los volvería a ver.
Podía correr ya muy bien. Había adelgazado notablemente, rebajado la barriga y hecho ejercicio, y ahora correr no era una tortura, sino un placer. Libertad, dominio.
Ahora vestía y calzaba como los nativos. Liberarse de las botas y los pantalones que le envolvían las piernas como embutidos, significó un gran alivio en aquel clima. El taparrabos, la especie de camiseta larga, abierta por los costados, y las sandalias de suelas de hoja prensada que le dieron, eran más que suficiente.
Aún así, en el momento de arrestar al indio ingenuo, pensaba ponerse la ropa occidental, para que fuera más oficial. Tampoco podía utilizar ya el término indio ingenuo, sino el kaikala sospechoso de asesinato. Aquí todo era más elaborado, cada hoja y cada rama de la selva, cada rostro, cada gesto. No podía simplificarse con lugares comunes ni cómodas abreviaturas.
Por primera vez sintió horror a la selva. Al principio había sentido miedo, sí, precaución, pero nunca verdadero horror. Ahora las experiencias con la beli y el kalu y, sobre todo, el sueño de la noche anterior, le atormentaban. La oscuridad entre los troncos era como la boca del lobo, una cueva misteriosa donde podía habitar la más terrible violencia. Los sonidos se hicieron más amenazantes. La posibilidad de que a cada vuelta se encontraría lo inesperado, y lo inesperado podía significar la muerte desgarradora, le producía auténtica angustia. ¿Qué les esperaba allí?
Elisa no se cansa porque hacen muchas pausas por el camino. Juegan, se persiguen, se alcanzan. Ambos tienen la misma edad, aunque por el calendario de los kaikala, Itaal le pasa año y medio. Hace muy poco que han dejado de ser niños.
No encuentran ningún peligro, ni siquiera un indicio, por el camino, o quizá es que Itaal sabe ir por rutas especiales para evitarlos. No podía ser de otra manera. Elisa está convencida de que se dirige al paraíso. Durante los primeros días del recorrido, no ha pensado en su familia. Ahora, sí, y sabe que están preocupados por ella, pero esa idea no le provoca tristeza ni siquiera nostalgia. Es natural que se preocupen, porque no conocen el paraíso en el que ella se encuentra. Todo es una cuestión de ubicación. En cuanto a si volverá a verlos alguna vez, está segura que sí, porque ahora no acaba nada. Empieza.
La fronda ha respetado el lugar, que se abre ante ellos en una amplia perspectiva, sin la pared de troncos y hojas y oscuridad que hasta ese momento han tenido siempre delante. Es un llano en medio de la alta vegetación, por lo que se puede ver perfectamente el gran Lukala, ancho, poderoso, fluyendo tranquilamente en sus dominios, con sus diversos afluentes. El poblado no está exactamente a sus orillas, sino en el más estrecho Luktila (hijo de Lukala). Gracias a la generosa perspectiva, se distinguen las casas, de nipa, todas con porches de madera, elevadas del suelo para salvar las vías que abren las lluvias torrenciales, y cubiertas con techos inclinados de ramas secas. Cuanto más bajos son los terrenos donde están construidas, más elevadas están las casas, lo que hace que el sky-line sea bastante nivelado. También se ven dos puentecillos en el poblado, uno en el centro y el otro en el extremo norte, que permiten el acceso a los dos terrenos en que el Luktila lo divide. Se ve lo que llaman “el lugar común,” una plaza pública donde sus gentes prácticamente hacen vida, con unos fogones comunes de adobe para que las mujeres cuezan sus guisos, ejecutando allí la mayoría de sus labores en compañía de sus comadres, y donde, por las noches, se reúnen todos, niños y adultos, para escuchar y disfrutar de los relatos del bakú o bakuí (contador/a de cuentos) sobre una alfombra de hierba fresca, muy tupida, que los habitantes mantienen siempre corta.
Más allá, está el pequeño astillero donde se construyen y reparan las canoas. No tienen casa de culto porque carecen de religión, pero sí un lugar donde se reúnen quienes quieren para compartir experiencias, ideas, sentimientos, etc. Después, se ve La Casa Común, donde conviven los solteros con las solteras y donde tienen sus primeros contactos sexuales, hasta que se deciden por una pareja; La Casa de La Vida, que ocupan los enfermos y donde todos cuidan de ellos, tanto hombres como mujeres, turnándose, tanto si son familiares como si no; La Casa de la Sabiduría, donde se instruye a los pequeños sobre las historias del pueblo y de sus antepasados y el significado de todas las cosas. Alrededor de este pequeño centro urbano, se arremolinan las demás casas. Sus habitantes en estos momentos son doscientos noventa y ocho, y las familias constan de padres e hijos, pues los abuelos, a veces también algún bisabuelo, viven separados.
Intentan no sobrepasar nunca los trescientos —cuatro generaciones—, porque los recursos del pueblo no dan para alimentar a más. Su control de natalidad consiste en tomarse una mezcla de hierbas de la selva después del acto sexual, que incluso parece hacer a las mujeres más sanas y bellas, pues “al no dar tanto la vida, tienen más vida dentro de sí,” explican. Se turnan en tener a sus hijos y éstos son considerados hijos de todos los habitantes. Hasta la mitad de la adolescencia, en que ingresan en La Casa Común, pueden comer o dormir en cualquier casa que quieran. Los “ancianos” (entre cincuenta y sesenta años), antes de que ya no puedan andar, salen una noche de sus casas o de La Casa de La Vida —si es que están enfermos—, desfilan por un corredor que forman los demás miembros de la tribu, despidiéndose de todos, y se adentran en la selva para allí morir, de forma natural o envenenándose o con la ayuda de algún miembro de su familia, antes de que una fiera les haga sufrir. Una vez muertos los dejan allí expuestos, para que algún animal aproveche sus restos. Colocan una piedra circular —símbolo del renacimiento— en el lugar exacto donde han muerto —el cadáver ya no está allí, pero su espíritu sí—, y todo el pueblo los llora. Contrariamente, celebran a los recién nacidos con fiestas y banquetes generalizados, porque cada nacimiento es un gran acontecimiento, porque significa la continuidad de la tribu.
Itaal la lleva a conocer a sus padres primero, que viven con una hija preadolescente, Mino (“dulce”). Itaal (“tirador certero”) vive en La Casa Común, tal como corresponde a su edad. Allí ha tenido ya alguna mujer, aunque no de manera definitiva.
La presenta a sus abuelos y bisabuelos, siete personas en este caso, porque una abuela ha muerto. Normalmente, abuelos y bisabuelos comparten la misma casa, cerca de alguno de sus hijos o hijas. No porque dependan de ellos, sino por el gozo de presenciar cómo avanzan en la vida.
Después Itaal la lleva al espacio común y la coloca en el centro, para que los vecinos la vean. Todos se acercan a darle la bienvenida, encantados y embelesados por su belleza, y en seguida empieza la fiesta, en la que además de celebrar a la recién llegada, y su aparejamiento con Itaal —para ellos, la ceremonia de boda—, aprovechan para bautizarla, dándole un nombre kaikala: Aliki Laka-sajinia. También celebran la asignación de la mujer a quien le toca tener el siguiente hijo de la tribu, Axane (“pequeña”, porque es de poca estatura). Axane ya tiene un hijo, y se muestra encantada y honrada ante la posibilidad de tener el segundo. Si, por cualquier razón, fallara (la tasa de abortos naturales es elevada), pasarían a la siguiente de la lista. Si hubiera una familia que no quisiera tener un hijo cuando le toca, de nuevo pasarían a la siguiente de la lista. Pero por lo general, las familias esperan impacientes su turno.
Aparte de las celebraciones por una nueva pareja estable, no hay ningún ritual de casamiento. También existe el divorcio o separación —un simple anuncio para que lo sepan los demás—. Entonces el hombre y la mujer, si quieren y si son aún jóvenes, vuelven a la Casa Común, ya por separado, hasta encontrar una nueva pareja. Si son más mayores o, simplemente, no desean tener otro compañero o compañera, el hombre se construye otra casa con la ayuda de la comunidad, dejando a la mujer que escoja entre la que han habitado juntos hasta entonces o la nueva.
Elisa no sabe qué significa su nuevo nombre, porque allí todos los nombres tienen un significado. No les ponen José o María porque sí, por ser nombres de algún antepasado ni porque les guste su sonido, y no les “bautizan” hasta que son más mayores, cuando se han ganado su nombre, cuando han demostrado una habilidad o virtud o simple característica, como “Tirador certero” o “Pequeña”. Hasta entonces, les llaman por el número que hacen en la tribu, desde Jainé (uno o el 1º después de los últimos trescientos), hasta Nima-Nasinia (trescientos o 300º).
Como parte de la fiesta-ceremonia, los vecinos acompañan a Itaal y Elisa para enseñarle una serie de grandes piedras circulares, como ruedas de molino, una detrás de otra, de pie a la entrada norte del poblado, donde están listadas todas las generaciones que ha habido de kaikala desde tiempos inmemoriales, con una señal o inscripción para cada uno de sus miembros. Itaal añade una nueva señal, la 299ª, en la lista de la generación actual, perteneciente a la casta que llaman Lubuna, “Celeste”, pues dicen que la primera pareja de esa casta cayó del cielo durante una terrible tempestad.
Con el dedo sobre la marca que ha hecho en la piedra, Itaal dice Laka-sajinia, mirando a Elisa. Los vecinos hacen una especie de rumor, que va subiendo de tono hasta estallar en un grito de júbilo, equivalente a aplausos. Elisa comprende que la segunda parte de su nuevo nombre significa 299ª. Pero ella se pone la mano sobre el pecho y dice:
— Aliki Laka-sajinia Elisa.
… por lo que todos acabarán abreviando su nombre, llamándola sólo Elisa, palabra que en el futuro será un sinónimo de 299.
Pero aún no entenderá la primera parte del nombre, Aliki, hasta pasados unos días, cuando Itaal dirá esa palabra siempre que vea algo bello. Entonces ella a menudo también le dirá Aliku (el masculino) Itaal, y él reirá mucho y la acariciará tiernamente.
Una vez acabada la fiesta-ceremonia para introducir a la extranjera al poblado y su bautizo, de casamiento y de asignación de la futura madre, muy discretamente, la logüi, la hechicera local, pide reunirse con Itaal y Elisa, y los padres y los abuelos de él.
Todos muy sonrientes y agotados después de tanta celebración, pensando que predecirá el futuro de la nueva pareja, y esperando que sea venturoso, la escuchan con gran atención. Pero la logüi tiene el rostro ensombrecido, aunque intenta sonreír.
— Vengo humildemente a deciros que Aliki Laka-sajinia Elisa es una criatura encantadora, y veo que es feliz entre nosotros.
— Es cierto —dice Mabó, el padre de Itaal.
La madre, Toiki, redondea—, Nosotros ya la queremos.
Pero la logüi se obliga a continuar—, Tan bella es y tanta alegría lleva allá donde va…
Hace una pausa, buscando la forma más suave de decir lo que es su deber decir. En ese momento, los rostros de los abuelos también se ensombrecen, porque lo anticipan. Los padres y la pareja de enamorados, esperan aún, a la expectativa.
— Tan bella es y tanta alegría lleva allá donde va… —repite la logüi—, que los suyos… no permitirán que les deje. No aceptarán perderla. Vendrán en su busca —. Intenta un tono aún más suave—, Traerán sus armas que lanzan fuego. Entonces Itaal y todos nosotros intentaremos protegerla. Habrá muertos. Descubrirán nuestras piedras doradas y ya nunca nos dejarán en paz.
A pesar de su tono suave y su actitud modesta, sus palabras producen un shock en Itaal. Elisa se inquieta al ver su reacción, aunque no entiende lo que ha dicho la logüi.
— Pero… ¡eso no puede ser! —exclama Itaal—. Logüi, ¡tienes que impedirlo!
Elisa le coge del brazo para tranquilizarle. Es la primera vez que le ve alterado, y piensa que una criatura como él no merece ese desasosiego. Con él todo debe ser bello y suave. Todo debe ser equivalente a su nobleza y a su valor físico y espiritual. Nada ni nadie debe perturbar eso.
La logüi ve lo que hay entre ellos. Ya conocía a Itaal y, en estos momentos, conoce también a Elisa. Se apiada de ellos. Hace un gran esfuerzo, concentrándose en su propio pecho. Reúne allí toda su fuerza y traslada esa fuerza a su mente. Consigue hablar en castellano, idioma que hasta este momento desconocía. Le dice directamente a Elisa—, Tu familia vendrá a buscarte. Habrá lucha. Tú, ¿querrás volver con ellos?
Elisa se asombra, pero contesta rápido—, ¡No! No me encontrarán. No nos encontrarán. La selva les confundirá.
— Ha habido otros blancos que han llegado hasta nosotros en otras épocas. Pero les dio miedo quedarse entre nosotros y volvieron a marchar. De eso hace muchas, muchas generaciones. Ahora tienen armas más poderosas.
— No nos encontrarán, no nos encontrarán. Estamos muy lejos.
— ¿Quieres quedarte con nosotros? —insiste la logüi.
— Es lo que más quiero en el mundo.
— Entonces, intentaré que se pierdan.
— Pero que no muera nadie, por favor.
— Tú pides imposibles… Pero consigues imposibles. Porque tú eres especial. Nadie morirá por mi hacer, pero Ala Ashar hace lo que quiere. Nadie puede decirle lo que debe o no debe hacer.
— No quiero ser el comienzo de una tragedia, de asesinatos y matanzas. Nada malo debe nacer de… —mira a Itaal— nosotros.
— Hablaré con Ala Ashar.
Elisa le sonríe, agradecida. También sonríe a Itaal. Después, a su familia.
Pero la logüi no le devuelve la sonrisa, porque se debilita y se desvanece por el esfuerzo que ha hecho de hablar en un idioma que no conocía. Itaal y sus familiares la recogen y la tienden sobre unas pieles de belu —su mayor riqueza—, en el lugar más fresco de la casa, y la dejan descansar.
La logüi pasará allí la noche, y a la mañana siguiente, cuando despierten los padres y la hermana de Itaal, ya se habrá ido.
Durante muchos días no la verán, e Itaal explicará a Elisa —que desde su conversación con la logüi también ha empezado a aprender un poco el idioma de los kaikala— que la hechicera está pidiendo a la jungla que los familiares de Elisa no la encuentren.
La primera noche, Itaal y Elisa se instalan en la Casa Común, pero a Elisa le da vergüenza hacer el amor allí. Itaal despierta a sus amigos y todos juntos empiezan a construir, esa misma noche, una nueva casa para ellos dos solos.
Ella en seguida vestirá las mismas ropas que las otras mujeres, incluso los hombres, que también llevan faldas —taparrabos, cuando están trabajando—, de una tela suavísima, siempre blanca. Esto no es un lujo. Puesto que no tienen ovejas ni vacas, sólo pueden recurrir a los gusanos que hacen seda para fabricar sus telas. Los cogen a miles en la selva, los guardan y los crían.
Algunas muchachas no se cubren los pechos, y los hombres se deleitan en mirarlos con toda naturalidad. Más que las facciones de la cara, son lo que definen la belleza femenina. Hay todo un culto a ellos. Cuando una niña empieza a desarrollarlos, lo festejan. Las madres no tienen inconveniente en enseñarlos públicamente cuando dan de mamar a sus criaturas, y ya nadie lo comenta por ser una práctica habitual — a menos que sean unos pechos especialmente bellos. Los retratan en sus pinturas sobre las paredes de sus cuevas, los esculpen en sus tótems, los bakú los cantan en sus trovas. Otras muchachas y la mayoría de las mujeres casadas se los cubren, que es el caso de Elisa. En cuanto al calzado, la suave hierba que cubre todo el terreno del poblado no lo hace necesario. Lo utilizan únicamente cuando se adentran en la selva.
Al poco, Elisa aprende las labores de las mujeres, aunque se niega a hacer únicamente eso o estar siempre con ellas. Quiere estar con Itaal y le acompaña cuanto puede.
Las otras jóvenes, viendo su ejemplo, empiezan a hacer lo mismo con sus hombres, y la comida de las parejas jóvenes pierde calidad, sus hijos quedan un poco desatendidos y las abuelas tienen que empezar a cuidarlos. Pero la producción de canoas aumenta, los cultivos de sus pequeños campos en el llano en el corazón de la selva son más fructíferos, la relación entre las parejas, más intensa, y la caza, más abundante, pues las jóvenes, incluyendo a Elisa, tienen buena puntería, tanta, en el caso de ella, que Itaal ríe y a veces la llama Elisa Itaali (Elisa tiradora certera).
Algunas mujeres viven con otras mujeres; algunos hombres, con otros hombres. Se cortejan abiertamente, y dan muestras públicas de su cariño, igual que hacen las parejas heterosexuales. Elisa, al ver esa desinhibición y cómo los demás les tratan con naturalidad, se siente intrigada. En Maniva había visto algún caso aislado, aunque nunca se fijaba mucho en ellos. Eran objeto de risa y eso la incomodaba. Al tratar a estos homosexuales personalmente aprecia que son igual de amables y afectuosos con ella que los demás, y le dedican tiempo y atenciones, y sus conversaciones están siempre salpicadas de humor.
Luego están los abuelos. Una vez sus hijos se construyen su propia casa, todos los abuelos de una familia se ponen a vivir juntos, o bien se reparten entre los consuegros de los demás hijos, porque desde muy jóvenes han aprendido a compartir las cosas. La edad media de los abuelos es de cuarenta años; la de los bisabuelos, sesenta. Esa convivencia les hace estar aún en la vida.
Cuando muere uno de ellos, los demás cuidan a la viuda o al viudo. Cuando uno cree que ha llegado su fin, se adentra en la selva, La Madre, para morir, porque así podrá renacer mejor persona, más inteligente, más buena, con mucha más suerte, y podrá aportar más felicidad a la tribu. Además, así permitirá a otras parejas tener nuevos hijos — sin sobrepasar nunca el límite de los 300.
Más adelante, todos juntos aprenderán a teñir sus telas, descubrirán la aventura infinita del diseño cuando dominen los colores, los matices, las formas, casi siempre geométricas. También aprenderán a cocinar los platos que Elisa vio preparar —furtivamente— a Pita, en la casa de Maniva. Algunos los incorporarán a la cocina kaikala, con alguna variación, otros quedarán en el olvido, porque no les gustará. Elisa también se adaptará a los platos locales.
Para evitar que los depredadores invadan su territorio, les dejan cebos en los márgenes. Es un sistema eficaz, pues hace mucho tiempo que logran mantenerlos alejados. Si alguna fiera, más osada o desorientada, entra, efectivamente, en el territorio —no sólo el poblado, sino incluso sus campos de cultivo—, la intentan reconducir fuera o, en el caso de las kalu, más agresivas, caen en las trampas especialmente para ellas. En el paraíso siempre hay que estar alerta. Ya es un sexto sentido en los kaikala, como el tráfico lo es en un occidental.
Por la noche, después de instalar su modesto campamento —utilizaban sus grandes tuytuys para hacer una gran tienda de campaña, enganchados unos con otros y sostenidos por ramas que cortaban en cada ocasión—, después de hacer los fuegos alrededor del campamento para ahuyentar a las fieras, de asignar a los centinelas de turno, y de cenar, tocaron sus músicas. Eran muy elementales, prácticamente monocordes. Desagradaban a Max.
Pensó en su propia música, no ya los clásicos que tocaba Anna en el violín. Pensó en Hey Jude, Satisfaction, It’s a Heartache. Intentó tararearlas, pero entonaba muy mal. Le pareció increíble con qué intensidad las añoraba en esos momentos. Esa era su gente. No podía negarlo. Era su vida. Su lugar. Después de la solución que le debía dar la selva, volvería allí, y ya no buscaría ninguna solución, simplemente estaría. Sin la ambición de resolver nada, de descubrir nada. La vida era suficiente. La dejaría fluir, sin imponer su voluntad, sin decidir sobre las vidas de los demás.
Sí, volverá a Barcelona.
Con un profundo recuerdo y añoranza por la selva y sus gentes, pero volverá. Le pareció extraño el hecho de que tuviera que reafirmárselo. ¿Cuándo pensó no volver? Sin darse cuenta, poco a poco, se le había infiltrado esa idea. ¡Qué imposibilidad!
Fue a través del recuerdo de aquellas músicas, lo que le hizo, no ya pensar en su casa, sino añorarla intensamente. Antes que a su familia, fue a su ambiente, a lo conocido. Borró de su pensamiento todo lo relacionado con Lilly, y todos los problemas que tenía allá y que, estaba seguro, estarían esperándole cuando volviera, para atacarle de nuevo con todas sus fuerzas… Pero no ahora. Ahora sólo quería recordar lo agradable, las voces lisonjeras de su vida anterior.
También sintió más amor que nunca por Elisa. Era lo que siempre había sospechado: sólo entregándose incondicionalmente a ese amor, persiguiéndolo, lograría la solución de todo lo demás. Y reflexionó, ¡Qué imperfecto es el hombre!
Vosu se le acercó. No dijo nada, sólo le acompañó en silencio. Luego:
— Tú prefirir Bitels —sentenció, muy serio.
No dejaba de sorprender a Max.
— Por tu edad, tú prefirir Bitels. O Rolins.
— Bueno, a mi edad ya eran casi clásicos. Yo siempre iba algo retrasado en esas cosas. Recuerdo que mi primer baile en mi primer guateque, que bailé con mi primera chica, aún agarrados, fue al son de Imagen.
El guía la tatareó unos instantes, perfectamente.
— ¿Cómo es posible que tú…?
— Yo yendo y viniendo de selva muy joven —. Y con ironía—, Aquí también corrompidos.
Max rió—. ¿Qué edad tienes?
— Diez y seis.
— No, ahora, ¿cuántos años tienes ahora?
— Muchos… —sonrió—, para tú.
— No he visto que tuvieras una mujer en tu pueblo.
— Mujer, hijos en Puamoba. No uagüeyos.
Con un gesto hizo entender a Max que sacara su mapa y señaló un puntito muy al norte de Walanda, tocando el Mar Índico—, Puamoba. Yo viviendo una vida, en Uagüey, otra. Mi trabajo. Tú, ¿mujer?
— Sí.
— ¿Hijos, nietos?
— Sólo un nieto.
— Teniendo suerte tu nieto.
De pronto Max no tuvo ganas de continuar con la conversación. Le gustaba más hablar —lo poco que podía, y aunque fuera con señas—con los porteadores, sobre todo con Tlocla. Era más sencillo, más sano, con ellos. Le pareció que nunca llegaría a sentir verdadera amistad por Vosu, contrariamente a lo que se imaginó al principio. Vosu no quería amistades. Debía ser por algo de su trabajo o su filosofía de la vida. Quizá si sintiera verdadera amistad por alguien, le entorpecería… algo. Max no podía imaginarse qué.
Vosu debió presentir lo que pensaba Max, porque sin una palabra más, se fue.
Entonces Max se cuestionó, ¿Es Vosu o soy yo? ¿Prevenirme de los sentimientos demasiado profundos para poder marcharme de aquí cuando me convenga? ¿Para poder atacar el siguiente caso? Ambos evitamos implicarnos demasiado.
La música de los porteadores le pareció insoportable ya. Cogió su arma y se alejó aún más.
Sintió algo detrás suyo. Se volvió. Era Vosu de nuevo, también con su rifle automático. Max sonrió, se le acercó, le puso el brazo alrededor de los hombros —aunque casi no los abarcaba—, y ambos volvieron al campamento. Vosu soltó una única carcajada —fina, como correspondía a su voz—, pero cuando Max le miró, pareció que no había salido de él. El inspector sonrió una sola sonrisa.
Al día siguiente, cuando anochecía, se lo encontraron de cara. Aunque no era una cara, sino una máscara, grande, de expresión feroz. Estaba solo, muy alto, más grande incluso que Tlocla. Todos se paralizaron de miedo. El gigante alzó su bolo, también más grande que los demás machetes. El inspector cargó su automático. Mientras lo hacía —tres segundos—, el gigante ya estaba delante de él, pero no acabó el vuelo de su brazo con el terrible bolo. Cayó al suelo, y todos vieron cómo Xocu y Atclán bajaban sus cerbatanas.
Agarraron a Max y empezaron a correr.
— ¿Por qué corremos, si ya no nos puede perseguir?
— ¡Solo durmiendo! ¡Y viniendo más! —respondió Vosu por encima del hombro.
Corrieron con todas sus fuerzas. Al poco, se encaramaron a unos árboles altísimos, alzando al occidental como a un paquete. Entre la frondosidad de las ramas y las hojas, esperaron.
No venía nadie, nadie les perseguía. Esperaron aún.
— ¿Quién era ese monstruo?
— Tailuk. Brujo de muerte tailuk.
(La última tribu censada hacía cinco años, recordó Max).
— ¿Tienen un brujo de la muerte?
— Ese.
— ¿Por qué me quería matar?
— Tú, ¿qué les haciendo?
— ¿Yo? No les he visto en mi vida.
— Algo haciendo. Ellos sólo atacando enemigo. Ahora tú no saliendo vivo de selva. Mejor darte, para nosotros seguir viviendo, y pueblo uagüeyo también. Tailuk muy violento.
Max no se podía creer lo que estaba oyendo. Vosu lo dijo con el tono más casual. Sólo explicaba un hecho práctico.
Después, con el mismo tono, continuó—, No hay nadie más. Pero ellos sabiendo dónde estamos, viniendo.
Con la misma agilidad con que se había subido al árbol, descendió. Los porteadores le siguieron. Pero nadie ayudó a Max.
— ¿Dónde vais? —les quiso retener.
No le contestaron y volvieron sobre sus pasos, hasta perderse en la espesura.
Max quedó sólo, subido a un árbol altísimo del que no sabía bajar. ¿Le dejaban allí para que los tailuk vinieran a cazarle, como a un cebo atrapado en una red? Lo intentó, aunque no sabía qué haría cuando llegara abajo, ¿huir? ¿Esconderse? Solo en la selva, no sobreviviría más que unos días.
Descendió unas ramas y se detuvo. La rama más baja quedaba a unos nueve metros del suelo. ¿Cómo lograron subirle hasta allí? Fue todo tan rápido, que ni se había percatado. Pudieron porque eran gente de los árboles. Él era un hombre a ras del suelo. Mejor dicho, del asfalto.
Ante el vértigo de los nueve metros que tenía debajo de él, pensó que quizá fuera mejor quedarse sobre la rama que le sujetaba. Desde allí podría defenderse mejor de los tailuk… o de los uagüeyos, si decidían entregarle a los tailuk.
Luego reflexionó, No puede ser. Es un malentendido. Ellos me quieren, me lo han demostrado. Son mis amigos. Nos unen muchas cosas. Son gente hospitalaria, amable. Pero, si su presencia significaba poner en peligro al poblado uagüeyo entero, no sabía cómo reaccionarían. Después, ¿Y porque quieren matarme los tailuk? ¿Qué demonios les he hecho? ¿Acaso se han enterado de que vengo a por uno de los nativos y quieren defenderle? Aunque sean de otra tribu, ¿están dispuestos a matar, y quizá morir, por defenderle?
Aunque pocos morirían. Ahora sólo quedaba un rifle automático y una pistola. Vosu se había llevado el suyo, y los porteadores, sus candá y las eymas de Max, donde guardaba las recargas de municiones.
Anocheció, y aún esperaba sobre la rama gruesa, segura.
Extrañamente, incluso para él, pensó casi exclusivamente en Elisa. Nunca llegaré a ti… No seas idiota. Ella está muerta, ahora vas en busca de su asesino. No pierdas la cabeza. Intentó pensar en su casa, al menos, en la música de su juventud. No pudo.
Un pitón subía por el tronco. Por suerte la luz de la luna llena llegaba hasta allí, y Max pudo verlo. El miedo le paralizó, pero cuando la serpiente llegó a la bifurcación de su rama, reaccionó, de manera casi orgánica, y le disparó a la cabeza. Saltaron piel, sesos y sangre.
Inmediatamente, Vosu apareció debajo del árbol, y le hizo señas, enojado, para que mantuviera silencio. Max vio un bulto a sus pies. Abajo estaba muy oscuro. Hasta que pudo distinguir que el bulto era la máscara del gigante, y… detrás de la máscara, enganchado aún a ella, había otro bulto, en un charco de sangre. La cabeza del bruto. Ni siquiera le habían quitado la máscara cuando lo decapitaron — para que quedara claro que no mataban al hombre, sólo al brujo de la muerte.
La colocaron en medio del camino por donde suponían que vendrían los suyos para vengarle. Era un aviso, el trofeo de los vencedores, que esperaban que les persuadiera de perseguirles. Si habían vencido a la muerte, eran imbatibles.
Esa noche no vieron a nadie más. Bajaron a Max del árbol y prosiguieron viaje, siempre mirando hacia atrás… y delante y los costados. Podían venir de cualquier dirección. Los tailuk eran diestros en la selva y los asaltos, dijo Vosu.
Max agradeció a Atclán y a Xocu su intervención ante el brujo gigante, pero ni uno ni el otro comprendió por qué les daba las gracias, ofreciéndoles la mano y dándoles golpes en la espalda.
Caminaron toda la noche. De pronto, se fijó Max que había ojos entre la maleza espiándoles, como en el del cuadro de Elisa en la selva. Se adelantó hasta llegar junto a Vosu, que, con un gesto le dio a entender que mantuviera silencio, que ya lo sabía, que hacía rato que los había visto.
Desde lo alto cayó un saco, cortándoles el paso. Max se espantó ante ese otro bulto sospechoso, y miró con angustia a todos los porteadores. No faltaba ninguno. El saco no podía contener ninguna parte de la anatomía de ninguno de ellos.
Vosu se agachó y lo abrió. Estaba lleno de pepitas de oro. Miró al inspector, y comprendió.
Max no entendía nada. ¿Era un soborno para que marchasen y les dejaran en paz, o un cebo para retenerles hasta cazarles?
Vosu se volvió a levantar y a avanzar, describiendo una gran semicircunferencia a varios metros del saco. Unos pasos más allá, se detuvo y se volvió para ver qué hacía Max. Con la mirada le advertía del peligro si se equivocaba y no seguía, exactamente, sus pasos.
Max empezó a caminar. Era consciente de que un paso en falso, un titubeo, acabaría con su vida y quizá la de sus compañeros. Vosu contuvo la respiración. No podía hacer nada más que confiar en la discreción del extranjero.
Muy ostensiblemente, Max siguió la trayectoria que Vosu había marcado, a unos metros del saco abierto, y llegó sano y salvo hasta el guía, que respiró. Esperaron al resto de la expedición. Todos hicieron lo mismo.
Siguieron adelante.
Luego se giraron para mirar el saco que había quedado solo, en medio del camino. De pronto, el saco se alzó como por arte de magia, y subió como una flecha hasta las copas de los árboles. Estaba atado a unas finísimas cuerdas vegetales, casi invisibles. Al tiempo que el bulto se alzaba, descendieron dos tailuk, que tiraban de las cuerdas, haciendo contrapeso, armados con arcos y flechas y embadurnados de negro de pies a cabeza. Vosu intentó no mirarles a los ojos, sólo se inclinó ante ellos, respetuoso. Los tailuk le observaban recelosos, y empezaron a hacer un chasquido enervante con las lenguas. Max no se atrevió a levantar el arma para no provocarlos. Simplemente, se acercó a Vosu y le agarró del brazo con la intención de reincorporarle a la fila de los porteadores. En ese momento los chasquidos de los tailuk se convirtieron en chillidos agudísimos, aunque se mantenían quietos, vibrantes, observándoles. Max, impávido, también inclinó la cabeza hacia ellos, sin soltar el brazo de Vosu. De pronto, se hizo un silencio más terrible que los chillidos. Vosu alzó el brazo que tenía libre para protegerse la cara de posibles disparos de flechas o dardos. Max tiraba de él. Al ver que no sucedía nada, Vosu bajó el brazo que le protegía, de nuevo sin mirar directamente a los dos tailuk, y Max por fin consiguió que le siguiera. Se reunieron con los porteadores, que todo el rato se habían mantenido detrás de ellos sin retroceder un milímetro. Todos ellos agacharon las cabezas hacia los tailuk, y empezaron a dar pasos hacia atrás. Después se giraron y continuaron su camino. Las dos tailuk se quedaron mirando a la expedición, siendo el blanco de sus ojos lo único visible en la oscuridad. En completo silencio.
La expedición siguió caminando con aparente tranquilidad. Unos cien metros más allá, Vosu se apartó y miró de nuevo hacia atrás, dejando pasar a la columna de porteadores. Max le imitó. Vosu le empujó sin contemplaciones para que se reincorporara a la columna y continuara caminando. Observó unos minutos más el camino que dejaban atrás, ahora desierto. Después, satisfecho de que nadie les siguiera, se enganchó a la cola de la columna y todos siguieron adelante… siempre mirando hacia atrás, a los lados…
A Max se le cerraron los ojos, y dentro de sus párpados trémulos se vio o vio una cara de niño que reconoció como la suya. Vio varias caras de cuando era joven. No las recordaba con tanta nitidez, con tanto detalle: la forma de la nariz, perfectamente delineada, con todas las sombras y los matices; sus ojos grandes de niño pequeño, un poco pillo; la frente, las cejas, la boca; un grano enorme que tuvo debajo del labio inferior y le atormentó en su adolescencia. Sintió una gran compasión por aquel niño que era él. Quiso retener esas caras, para ver si podía cambiar su futuro, para aconsejarle y transformar su futuro, pero las caras se volvieron en seguida en las de un adulto; luego, tal como era ahora. Demasiado tarde, viviría la vida exactamente tal como la había vivido hasta ese momento. Se dio cuenta de que sólo esa vida podía vivir. Que sólo ese cambio —el que estaba efectuando ahora en la selva—, podría realizar. No tendría tiempo ni ocasión ni fuerzas para más. Era su única y última oportunidad. Demasiado pronto vinieron varias caras de viejo, aún con el cabello ondulado pero completamente blanco; después, cómo lo iba perdiendo, hasta tener una calva bien visible. Y ya un anciano, muy decrépito: una nariz muy pronunciada, las arrugas… casi irreconocible, pero que reflejaba el proceso lógico que podía desarrollar aquella primera cara. No pudo ver si había logrado solucionarlo… encontrar la solución a su vida. Porque esa era la única solución que había buscado siempre: cómo vivir la vida. De todos sus casos, ese era el único que realmente había intentado solucionar. Todas sus investigaciones se reducían a esa única búsqueda.
No pudo verlo. La última cara se desvaneció sin respuesta, como cuando una pantalla queda en negro al final de una película, aunque te gustaría que continuara. Le produjo una cierta melancolía. Pero pasados unos momentos, también sintió esperanza, pues lo interpretó como una premonición: si llegaba a tan viejo, es que no moriría ahora en la selva, cazado como un animal. También recordó el pronóstico de Tlocla, el zoyelan. Viviría.
Se borraron todas las imágenes muy a su pesar, y por fin cayó en un profundo sopor.
— Nunca sabría volver a ese lugar, y lo sabes —, respondió Max a la acusación de Vosu—. Aunque hay momentos en que también me vendría bien un puñado de… dolóm, no creas —, intentó bromear. Al ver que Vosu seguía impertérrito, continuó—, Pensaba decírtelo al final, que había dejado una señal, para que lo distribuyeras a quien lo necesitara… Al final, para no distraeros de nuestra misión.
— Yo conociendo muchos lugares de dolóm, pero siempre ocultando. Dolóm siendo muerte para nos… como ahora siendo para tú.
— Te aseguro que eso no va a suceder.
Hubo un silencio.
— Lo que no entiendo —, continuó Max—, es cómo pudieron saber…
— Ellos nos vigilando del principio, y viendo tú haciendo una señal, ellos sabiendo que tú volviendo para cogiendo dolóm.
— ¿Qué nos vigilaban desde el principio…? Yo no noté nada.
— Yo notando.
— De todas formas, no creo que sean tan ingenuos: saben perfectamente que yo sería incapaz —
— Pero tú volviendo a los blancos y diciendo. Mejor ellos viniendo con muchos hombres guerreros.
— “A lo mejor” —le corrigió mecánicamente, porque ya estaba pensando en otra cosa: no podría revelar el secreto de la selva a nadie, ni siquiera a la gente de Barcelona. Si corriera la voz… nunca se sabe… sería el final de las tribus de Ala Ashar, quizá incluso de la selva… Sabría guardar el secreto, como tantos que ya llevaba guardados.
Pero se distrajo cuando Vosu dijo:
— Siendo final, Max.
Era la primera vez que se dirigía a él por su nombre. Nunca utilizaba ni inspector, ni señor, ni tan sólo decía escuche, o por cierto, sino que simplemente hablaba en su peculiar inglés, seguro de que Max entendería a quién se dirigía.
Esta vez dijo Max, y el inspector se sorprendió de que conociera su nombre de pila o que lo recordara. Le desarmó.
— Nos volviendo a Walanda mañana.
Pero Max no se dejaría convencer—. Vosotros, quizá; yo, no. Aunque me subáis al árbol más alto de la selva, aunque me maniatéis o me deis un golpe en la cabeza para que pierda el conocimiento, seguiré adelante cuando despierte. Y si me devolvéis a Walanda, entonces sí que volveré, y esta vez con un contingente armado. Si no quieres que eso suceda, sigamos adelante. Ahora. Tenemos una misión que cumplir.
Todo por encontrar a Elisa.
Hubo un silencio definitivo, porque Max se acostó, dándole la espalda, y cerró los ojos.
— Adiós —. Esta vez el guía no dijo Max.
A las pocas horas, el inspector despertó, inquieto. Aún estaba oscuro, pero vio que todo seguía igual. Todos seguían allí. Unos haciendo el desayuno; otros, recogiendo el campamento; Vosu, limpiando su rifle automático. Max no sabía si continuaban con él por el sueldo o por lealtad.
Habían cazado un ñimu (ciervo), bien durante la noche o a primera hora, y lo estaban asando, con unas hierbas silvestres desconocidas para Max. Desprendía un olor exquisito, y al europeo se le revolvía el estómago. Nunca antes habían preparado un desayuno tan opíparo. Sería la única comida que harían hasta el anochecer, Max lo sabía de otras veces, pero ésta era excepcional, como para celebrar una ocasión especial.
Lo era. Una fiesta para celebrar la solidaridad, le explicó Vosu. Max no tuvo que preguntar a qué solidaridad se refería.
Tuvieron que matar a un belu que les quería arrebatar la comida y que, ante la imposibilidad de hacerlo, quiso llevarse al menos a uno de los hombres. Después vino un sraco (cocodrilo verde, sólo existente en Las Tesoro), que se había adentrado muy en el interior desde algún río, con la misma intención. Una vez muertas ambas fieras por catorce balas de Vosu la primero y otras veinte la segunda, los porteadores los desangraron, despellejaron y descuartizaron para aprovechar su piel y su carne… pero después del banquete. No permitirían que nada ni nadie les arrebatara o distrajera de su placer, y reivindicaron sus derechos con absoluta tranquilidad de conciencia. Hizo gracia al hombre blanco: cuando se trataba de lo fundamental, los indígenas eran iguales que cualquier otro vecino. Eso sí, una vez satisfechos, dejaron los huesos, limpios como el marfil, bien a la vista para que los aprovechara quien llegara primero.
A sólo unos metros detrás de ellos cuando marchaban, oyeron cómo dos fieras se peleaban por los restos.
Elisa está embarazada. Lo sabe incluso antes de la falta de menstruación. Visita al médico hechicero. Éste, nada más verla, lo confirma. Ella va corriendo al campo a decírselo a Itaal.
Empieza un proceso en ella, en su interior, que le produce un peso espiritual específico, nunca sentido antes, y también, miedo. Miedo por estar tan apartada de los suyos, de su protección, de la seguridad. Le espanta la perspectiva de parir en el poblado con la única ayuda del médico hechicero. Entonces, ¿es que no cree en la vida que lleva Itaal ni todas esas personas que han sido tan amorosas con ella? Sabe que en su familia ha habido muchos abortos —aunque siempre se lo han intentado ocultar—, incluso bebés nacidos muertos o que morían a los pocos días. Miedo a que su hijo viva en un lugar sin la protección de la medicina occidental. Miedo por sí misma.
¿Cómo la recibirían en su casa después de su huída? ¿La echarían? ¿Sentirían vergüenza de ella? ¿La odiarían por la preocupación, el tormento que les ha causado, por la deshonra por haberse convertido en una “perdida”?
Está sentada junto a los hornos del espacio común. Hace ya varias semanas que no acompaña a Itaal en los trabajos del campo. Siente su persona, su cuerpo físico y su espíritu, diferentes. Por primera vez, siente su propia importancia. Antes su cuerpo era sólo una máquina para ir por la vida, para hacer cosas, hacer su voluntad, sentir placer, para emperifollar y resultar atractiva a los demás, y sentir su admiración y aprobación. Ahora es como si estuviera fuera de sí misma y viera su propia importancia, aún estando muy dentro de sí, íntimamente dentro. Siente la transformación que se está produciendo allí. Que considera un milagro. Ama a Itaal más que nunca por lo que han creado juntos. Todo le parece nuevo, como cuando hizo el amor por primera vez. Pero diferente. Es como si encontrara el sentido de todo, y lo acepta todo tal como es.
Itaal la ve diferente. Aparte de que alguna vez se retrae en sí misma, está más bella. Si está más bella, significa que tendrá un niño; si no estuviera tan bella, entonces tendría una niña, dicen las mujeres del poblado. La trata con redoblado cariño, más dulzura y delicadeza, aunque él no sabía que tuviera más para dar. Es lo normal en los futuros padres, ven los hombres.
Itaal está triste. Cree que Elisa quiere marchar porque se ha cansado de él o porque no se siente con fuerzas para seguir viviendo allí, porque tiene miedo o no la satisface esa vida. Intenta imaginarse la vida de Elisa cuando estaba con los suyos. No puede. Elisa intenta convencerle de que no los añora. Que es aquí es donde quiere vivir. Itaal sólo sonríe tristemente.
Elisa va a visitar a la logüi. Quiere que la mire y vea en su interior sus verdaderos motivos. Pero es tan intensa su intención que confunde a la logüi al principio. La bruja le habla de cosas diversas para relajarla. Acaban riendo, aunque después se instala de nuevo la tristeza en Elisa.
Empieza a explicarle de nuevo sus razones, pero la logüi dice que ya no hace falta, que ya lo ha visto.
No intenta convencerla de que en el poblado podrá nacer su hijo con la máxima seguridad.
Elisa se lo agradece y por primera vez siente orgullo al hablar sobre su miedo, porque va ligado al amor al hijo que lleva dentro, que habla del amor que siente por Itaal. La logüi promete hablar con él.
— Quiero que mi hijo viva aquí, que sea puro.
— Aquí nadie es puro.
— Lo sois todos.
La sonrisa de Elisa se fragmenta en pequeñas partículas a los ojos de la logüi —debido al hongo alucinógeno que siempre toma antes de una consulta—, y eso la permitirá reconstruirla cuando en cualquier momento del futuro necesite alegría.
La logüi brilla con luz propia cuando se acerca a Itaal trabajando en el campo. Los compañeros del muchacho son los primeros en verla venir y notarlo, y detienen sus sudorosos brazos en plena labor, y miran con admiración a su compañero, por tener la suerte de que la logüi, así de brillante, se dirija a él. Pero ya saben que Itaal y todo lo relacionado con él es especial, desde el momento que nació, sin ningún dolor para su madre, al contrario, entre alegría y palabras amorosas. Itaal es el último en detener el cuerpo en acción sobre la fértil tierra, y se detiene porque siente un impulso irresistible de girarse.
Se asombra.
Se dicen una o dos cosas más sin palabras, y la logüi vuelve a marchar, dejando su luz con Itaal, que vuelve a trabajar la tierra.
Sus compañeros también continúan trabajando, con más ímpetu esta vez, y ahora siguen sus consejos, que antes alguno había cuestionado.
El lustre de Itaal desaparece cuando se vuelve a encontrar con Elisa, y su depresión es aún mayor.
¿A qué se debe?, se atormenta Elisa. ¿Acaso cree que le querré menos cuando nazca el niño? ¿Que no haremos el amor como antes, con libertad, alegría? Le seduce. Encuentra que tiene grandes dotes para la seducción. ¿Es algo que le viene de natural, algo con lo que las mujeres nacen? Sólo sabe que ese cuerpo la excita incluso más que antes, y seducirle es fácil y gozoso.
Itaal bebe en esos ojos, se alimenta en esa carne, se hunde en esas fragancias.
Ahora están quietos sobre el petate, mirando hacia arriba, al techo de ramas secas sobre la cabaña, pero no las ven; ven —que no se imaginan— el cielo que hay más allá del techo.
Él vuelve a la tristeza.
Si no puedo conseguirlo todo por mí misma, reflexiona ella, únicamente con mi persona, es que ya no puedo hacer nada. Ya no puedo decidir nada, salir al mundo y coger lo que quiera. No me queda nada más… que mi pobre, mísera persona.
Busca con afán la alegría. Mira la naturaleza salvaje que la rodea, se acerca al río para verlo fluir, oír con toda plenitud su fragor, sentir su fuerza. Busca en los rostros, en la compañía de sus vecinos. Lo necesita, necesita sentir la plenitud de la vida, para igualarlo a la plenitud que lleva dentro.
La encuentra en diversos lugares. La retiene. Cuando va corriendo a enseñársela a Itaal, la pierde.
La última noche que pasan juntos, no hacen el amor. Sólo yacen toda la noche abrazados, consolándose mutuamente de sus respectivas tristezas, diferente la una de la otra.
Cuando salen de madrugada, todos los habitantes están allí para despedirlos. Pero sólo les miran, y ellos miran a todos. Es una fila interminable, y Elisa suda y tiene que pararse en algunos momentos. Está de ocho meses. La última de la fila es la logüi, y sólo a ella se dirige Elisa.
Haz que yo vuelva, le dice, sin hablarle.
La logüi sólo le desea un buen viaje. Elisa siente desaliento y una mayor debilidad.
Algunos muchachos ayudan a Itaal a meterla en la canoa. Cuando la cogen en brazos, ella moja sus pechos y sus cabezas con sus lágrimas. La colocan sobre las pieles de belu que Itaal ha dispuesto. Unos metros más allá, ya navegando, Elisa les saluda con la mano. Ellos no responden, no saben qué significa ese gesto, si es un adiós o un volveré. No saben si quiere volver o si quieren que vuelva. Sólo miran cómo se va alejando la mujer más bella que han conocido jamás.
Prácticamente no hablan en todo el viaje. Se detienen en una orilla segura, que Itaal conoce, para comer. Casi no comen nada. Por la noche, Itaal ancla la canoa en el centro de la corriente para dormir. Aquí las orillas pueden ser peligrosas.
De madrugada, se ilumina primero el río, como un rayo que recorre la tierra. Luego, todo lo demás surge de la oscuridad, delineado por la luz.
Al dar una de las muchas vueltas, allí está La Tacita de Plata, esperándoles, y el Capitán Rota, solo, mirándoles con su catalejo. También está anclada en el centro del río. Unos exploradores kaikala le han mandado aviso de que venía Elisa. Ella le saluda, emocionada, con la mano. Él sí sabe responder a su saludo, también emocionado.
La canoa se arrima hasta engancharse al costado del vapor. Tienen que hacer el traslado allí mismo para evitar las orillas. Itaal y Elisa se funden en un abrazo. Nada en el mundo les podría separar… hasta que es Itaal quien se separa, recordándole con la mirada que debe marchar, como hiciera después del primer beso que se dieron nada más conocerse. Pero Elisa no tiene fuerzas. La ayudan el capitán e Itaal. Sobre las duras y tiesas lonas que ha dispuesto el capitán, Itaal coloca ahora sus suaves pieles de belu. Toda su riqueza. Elisa quiere que se las lleve, pero él no le hace caso, y vuelve a la canoa. Se vuelven a abrazar y besar, él desde la borda de la canoa y ella, desde la del vapor, hasta que el capitán arranca y La Tacita empieza a separarse, dejándoles con los brazos vacíos.
Itaal se queda allí, mirándoles. El pequeño vapor da la vuelta lentamente, echando un espeso humo por su chimenea, y se dirige hacia donde ha venido, dejando atrás a Itaal. Elisa no deja de mirarle.
— Aliki Elisa —dice Itaal, en voz baja.
Ella no responde. No puede hacer nada ya.
Él se queda allí, en el mismo sitio, hasta anochecer, como si esperara que ella volviera. Pero no lo espera. Se queda, porque no tiene ningún otro sitio donde ir.
Con sólo la luz de la luna y las estrellas, por fin da la vuelta y rema en dirección a casa.
Una vez allí, no hace nada. No vuelve a trabajar en el campo ni acaba la canoa que había comenzado con Elisa. Es como si invernara, aunque algo come al final de cada día. Nunca ha llegado al límite de su capacidad de resistencia, pero tiene miedo que si llega, podría encontrar la locura. Sabe que en eso está la medida de cada hombre.
Está completamente quieto. Ha enmudecido, incluso su respiración y su parpadeo se han ralentizado, su pensamiento.
El Capitán Rota no deja de hablar durante toda la trayectoria. La única pregunta que ha hecho Elisa ha desencadenado un torrente de palabras, con las que le cuenta todo lo concerniente a su familia, incluso a la hacienda Dos Ríos. Eugenio Claramunt ha abandonado la producción del caucho, y cerrado la casa —que se ha deteriorado rápidamente, medio devorada por la jungla—, convencido de que nunca debió meterse en ese negocio, que nunca debió aproximarse tanto a la selva, porque así Elisa no se habría perdido en ella.
Así Elisa se entera que su madre ha marchado a Suiza.
Ya no tiene madre, porque sabe que no la volverá a ver, que su madre nunca volverá y ella nunca marchará de la selva. Nunca pensó que eso podía ocurrir. Sí, lo temió alguna vez cuando era pequeña, cuando su padre se dedicaba únicamente a ella, ignorando a su madre, cuando se dedicaba intensamente a ella. Pero se esforzaba por borrar esos pensamientos.
Se siente más desvalida que nunca.
Así se entera que su padre y Fermín se odian. Es como si ella, según Rota, fuera los fundamentos que mantenían en pie el edificio tambaleante de su familia, y que, al faltar, se ha venido abajo.
Pero Rota ve que sus palabras producen dolor en ella, y entonces sólo le cuenta cosas de la jungla y, sobre todo, de sus pájaros. Sabe mucho de algunas especies de las miles que hay en la selva, y lo cuenta con verdadero cariño. Elisa se reconforta oyendo la belleza que describe el capitán, ¡y con qué vigor!
Debe tener unos cuarenta y pico de años. Según le cuenta, lleva diecisiete en Las Tesoro y, concretamente, nueve en la selva. Es bajito y rechoncho, calvo y sudoroso, y sus pocos cabellos, largos, necesitan un buen lavado. Pero tiene un vigor irrefrenable, y humor. Consigue hacerla sonreír, luego reír abiertamente, cuando compara las muchas virtudes de los pájaros y su forma de vivir, con los defectos de los humanos, las ventajas de los salvajes con respecto a las desventajas de los civilizados.
— Ahora sería incapaz de regresar a Rota.
— Eso es lo que yo pensaba (se refiere a su casa en Maniva, a su familia), y mírame.
— Es por su hijo, señorita. Es comprensible.
— ¿Me odian mucho, capitán?
— La quieren demasiado. La quieren para sí. A mí me pasa lo mismo con mi familia, cuando me escriben. Aún hoy me piden que vuelva. Ya ve, después de tantos años. Querrían que siempre estuviera con ellos. No por mi bien, porque a mi lo que me va es esto, sino por su bien. Todo son amores, señorita, pero hay que saber encajarlos —. Se le ve muy contento conduciendo su pequeño vapor—. Sólo tengo un temor en la vida: que esto se acabe algún día. Uno no puede estar en el paraíso toda la vida. Oh, algunos sí lo consiguen, claro, señorita —intenta reparar.
Elisa le sonríe—. ¿Saben que vuelvo?
— Sólo el abuelo Teo.
— Bien. De momento es el único que debe saberlo.
— Claro, claro.
Ahora siguen un trecho sin hablar, mientras Rota se devana los sesos pensando qué más puede decir para aliviar la tristeza de la señorita.
— Y, ¿sabe? El igala es considerado el ave más bella del mundo… por los que entienden, claro.
— Sí, lo vi una vez… hace mucho, mucho tiempo.
Pasan tres noches y cuatro días. El Capitán Rota conoce bien el río, que a veces se estrecha hasta convertirse en apenas un canal entre grandes rocas, de una anchura justa para que pase La Tacita. Así atraviesa la cordillera noroeste, llamada Quaí (Madre del río Quaíve), y sigue adelante por la vertiente norte del río hasta salir al Mar Índico. El río fluye en dos direcciones. Las aguas se parten en los altos picos, la mayoría se desliza hacia el sur, atravesando gran parte de la selva, hasta salir por el sureste, también al Índico, y otras hacia el norte, para desembocar por el pueblo Quainí (Hogar del Quaíve), ya lejos de la jungla.
Es por éstas por donde ahora navega el pequeño vapor.
En lo alto de las rocas, a muchos metros del río, se dibujan unas siluetas de hombres que les vigilan.
— ¿Quiénes son, capitán? —pregunta Elisa.
— No lo sé, señorita, pero es mejor que se ponga bajo el toldo.
Cuando una de las siluetas lanza una flecha llameante al aire, el capitán echa más leña a la caldera. El pequeño vapor va chocando con las rocas, debido a la repentina velocidad que ha cogido. Elisa se agarra a la borda.
— No se preocupe, señorita. Lo tengo controlado.
El barco es resistente; el Capitán Roca, decidido; el destino de Elisa, ineludible; la inexorabilidad de la existencia, feroz.
A unos doscientos metros en el interior del mar, en un gran palafito, con varios pabellones independientes unidos por pasarelas de madera, reside el bisabuelo de Elisa, Teófilo, a quien todos llaman El Abuelo Teo. Tiene noventa y cuatro años, y hace cuarenta que enviudó. Vive solo en esa especie de palacio sobre el mar, con la única compañía de su shuanda, a quien puso Eritreo cuando le sacó de la miseria, siendo un niño. Aun cuando el shuanda nada tiene que ver con el país africano, Teo le inculcó el lema de Eritrea (que leyó por casualidad no recuerda dónde): Nunca jamás arrodillarse, ni ante él ni ante nadie, porque el pequeño Eritreo llegó hasta él arrastrándose, tanto por su poliomielitis como por su humildad y exigua autoestima, para pedirle limosna. Ahora Eritreo es un hombre erguido —aunque cojea un poco—, incluso orgulloso, de unos sesenta años, y cuando reza a sus dioses, lo hace de pie, sólo inclinando levemente la cabeza.
En tierra firme el Abuelo Teo mantiene aún una veintena de trabajadores más, que laboran en su mina de esmeraldas, que, según Eugenio Claramunt, el marido de su nieta, debería cerrarse porque ya no produce nada. Pero él insiste en mantenerla operativa, pues está seguro que aún contiene algunas piedras. Es el último eslabón que le une al mundo. Va a tierra dos veces por semana para controlar los trabajos, y todos le siguen la corriente. No hay otra alternativa: aún es el dueño de la mina, lo único con lo que se ha quedado —además de un buen paquete de acciones de sus diversos negocios y una estimable cantidad en metálico, “para pasar cómodamente” su vejez —, después de dejar en vida la herencia de todo lo demás a su nieta, Juana, la madre de Elisa. Es un buen patrón. Aunque parco en mostrar sus sentimientos, a todos trata correctamente, al contrario que su… nieto… yerno… político, que a menudo peca de déspota. ¿O es mi yerno nieto político…? ¡Bah, demasiado complicado!
El shuanda le avisa. Ambos salen al gran porche para ver cómo se acerca La Tacita, una motita plateada por el sol en la inmensidad azul, echando un vapor negro, rabioso. El mar está algo movido hoy, y La Tacita tiene que emplear todas sus fuerzas para llegar a su destino.
Arriba pasados unos veinte minutos, y a la exclamación, “¡Señor!” del shuanda, Teo se abstiene de bajar la escalerilla de mano desde el muelle hasta el vapor. Aunque refunfuña, “Sí, y tú con esa pata coja, podrás, ¿verdad?”, espera obedientemente en el muelle, y es el shuanda quien baja hasta el barco para ayudar a Elisa.
Teo la aparta de sí tras breves segundos, con gesto adusto —demasiado largo, el abrazo—. Elisa, conociéndole, sonríe. Sigue siendo el cascarrabias de siempre. Buena señal.
— A casa, a casa —balbucea el abuelo, girando la cara, mientras la guía hasta el final del muelle, con el shuanda guiándole a él, y el Capitán Rota detrás, preparado por si la muchacha grávida o el anciano vacilante resbalaran en la estrecha y húmeda pasarela.
En el porche —un lugar más seguro—, Elisa también abraza al shuanda. Éste no vuelve la cara, no tiene reparos en mostrar su emoción.
— Basta de sentimentalismos… —refunfuña el anciano—. No es momento para lágrimas.
Elisa y Fermín habían pasado aquí muchas vacaciones siendo pequeños, pero a ella, la casa, el palafito, sigue pareciéndole igual de grande, incluso más, después de los meses que ha pasado en la cabaña que Itaal le construyó.
El abuelo observa su vestimenta colorida, y razona—, Claro, no te habías llevado ropa para tanto volumen.
— Desde que tuvimos noticia de tu llegada, bella Elisa —siempre la ha llamado así, el shuanda—, el señor envió aviso a su médico para venga de la capital para atenderte… cuando sea necesario —. No se refiere a Maniva, sino a la capital de la región, Letuí—. Ocupa uno de nuestros bungalows, y su enfermera…
— La comadrona —le interrumpe Teo.
El shuanda sigue, impávido—, está instalada en el pueblo. Puede presentarse aquí en menos de media hora.
— Sin que lo sepa tu padre, claro —aclara Teo—. Pero, tarde o temprano, tendrás que enfrentarte a él.
— Después, después, abuelo. Cuando todo haya pasado. Ahora sólo quiero ser feliz.
— Digo a tu padre, porque tu madre se ha ido a vivir a Lausanne.
Le cuenta todo lo que ha ocurrido… que Elisa ya sabía por boca del Capitán Rota. Pero no quiere estropearle al abuelo el placer de contarlo. Es la prueba irrefutable de que su nieta, la madre de Elisa, nunca debió casarse con “el mequetrefe de Claramunt”.
Elisa suspira—, Ha sido por mi culpa.
— Memeces. Si una pareja no puede sostenerse por sí misma, es mejor que se deshaga. Yo estoy absolutamente de acuerdo con el divorcio, aunque nadie en nuestra familia se divorció nunca. Pero es mejor eso, que vivir juntos miserablemente. Y no me refiero al dinero, pues tienen más que yo o que ninguno de los nuestros tuvo jamás. Me refiero a hacerse la vida imposible con tal de guardar las apariencias. Y utilizando a los hijos, además, como excusa y como arma para seguir atormentándose… y, de paso, atormentar a los hijos también, que es lo más vil que se puede hacer.
— Pobre Fermín.
— Sí. Allí sigue, según tengo entendido, aguantando a tu padre.
Continúan un rato más con la conversación amarga, hasta que el shuanda decide que es tiempo de aliviarla—, Pero ahora tú, bella Elisa, traes nueva vida a la familia.
— Sí, pero mi hijo vivirá con los kaikala, con mi marido y conmigo—. Mira a Teo—, Sí, abuelo, nos hemos casado. No soy una mujer perdida… ¡aunque me perdería por él!… Lo siento… Viviremos allí.
— Me alegro… —dice el anciano con otro revuelo, para ocultar de nuevo la cara—, me alegro de que alguien de mi estirpe aún sepa amar.
Ahora aguanta mucho más de lo que pensaba que podía aguantar un abrazo —sí, aún otro—, mientras piensa, Qué manía tiene esta chica…
— Eso no ocurre en mi familia —, se dirige ahora al shuanda, ignorando a Elisa—, desde que murió mi mujer. ¡Eso de amar, hombre! ¿Es que no puedes seguir el hilo de una simple conversación? Ni mi hija ni mi nieta lo experimentaron nunca… amar, shuanda, ¡amar!… Sólo yo, con mi mujer… y con mis amantes. ¡Sí, he tenido cinco! Tampoco es tanto para un longevo como yo. Soy… he sido un hombre vigoroso, y a todas quise, ¡y traté perfectamente! Y ahora… le ha tocado a esta criatura —mira, severo, a Elisa —. Amar, shuanda, amar…
Es de los pocos momentos en que Teo se ha sincerado con Eritreo, la razón por la que, además de haberle sacado de la miseria y enseñado a erguirse, ha hecho que el shuanda aguantara con él tanto tiempo. Aunque eso acontece sólo una a dos veces al año, le compensa al criado.
— Ah, pero no creas, tunante —ataja el amo, viendo la cara de satisfacción del shuanda—, que todo será jauja a partir de ahora. Sólo te lo que contado —vuelve a incluir a Elisa—, os lo he contado, para que sepáis con quién estáis tratando.
— ¿Qué es eso? —pregunta, de paso, Elisa.
— Otra memez.
— Es el busto de cartón —explica Eritreo—, que, como verás, un magnífico artista lugareño ha hecho de tu abuelo, porque lo querían pasear con las cabezas de sus otros ídolos en sus días de fiesta. Pero tu abuelo no lo permite. No entiende que sería un honor para él.
Elisa se vuelve para felicitar y a la vez echarle una, aunque sea pequeña, reprimenda, al abuelo. Pero sólo ríe, porque ve su ceño fruncido de nuevo, y cómo se adelanta a ellos, renqueando, con un “¡Bah!”, para evitar más sentimentalismos.
— Es una vida mucho más feliz, abuelo, y sana, mucho más sana —dice Elisa, después de haber comido y descansado un poco, mientras charlan en el gran porche, viendo como saltan y juguetean un grupo de delfines muy cerca—, y más natural. Entre los kaikala predomina el amor y la libertad. Tienes que venir a verlo.
— Ya lo he visto. Hace muchos años pasé un temporada con los uagüeyos, que, según tengo entendido, viven según filosofías similares… aunque, eso sí, en los árboles. De ellos me vino la idea de vivir apartado. Aunque yo escogí el mar y este palafito con todas las comodidades. No estoy para trepar por los árboles, como un mono. El mar es el principio de todas las cosas, y espero que también sea mi fin. Espero que un día venga una gran ola y me lleve para siempre, con este mequetrefe —se refiere al shuanda—, que, de todas formas, sin mí, no serviría ya para nada.
— Por si al anciano caballero no se había dado cuenta —le interrumpe Eritreo—, estábamos hablando de los kaikala y de la vida de la bella Elisa entre ellos.
El anciano le ignora, y repite—, El mar es el principio de todas las cosas, y espero que también sea mi fin. Espero que un día venga una gran ola y me lleve para siempre,… Eso es lo que estaba diciendo y lo digo, aunque algún mequetrefe intente interrumpirme. Faltaría más.
Eritreo, como si oyera llover, prepara una limonada.
Teo ni siquiera pregunta a su bisnieta si está segura de la vida que ha escogido, ni le pide ninguna garantía. Elisa lo agradece.
Él sabe que ha encontrado la felicidad— … que tanto ha escaseado en nuestra familia.
— ¿Qué dices, abuelo?
— No, nada. Hablaba solo. Pero ahora dime una cosa: ¿qué harás cuando recibas la herencia? ¿Seguirás viviendo allí? Cuidado, el dinero corrompe. A los hombres más sanos y naturales. A pueblos enteros.
— No te preocupes. Seguramente mi padre me desheredará… si no lo ha hecho ya.
— Yo no lo permitiré. Quiero decir, que no se lo permitiré a tu madre, que es quien aún tiene el control del dinero, por muy “Claramunt” que digan los productos. ¡Já, nunca le ha traspasado los títulos ni los poderes! Es lo único sensato que ha hecho en toda su absurda vida, mi pobre nieta… ¡mi pobre e idiotizada nieta!
— No digas eso.
— ¿Qué más da que lo diga o no, si lo pienso?
— Lo único que quiero es que los kaikala, todas las tribus, tengan derecho a su propia tierra, que nadie altere su forma de vida. Que nadie corrompa Ala Ashar.
— Sí, heredarás tierras, muchas tierras, pero ninguna en Ala Ashar. Tu padre, con la excusa de que ya no podía ir allí desde que tú desapareciste, las ha vendido. Ha dejado de explotar el caucho y todas las tierras que teníamos en la selva. ¡Su sensibilidad no le ha permitido seguir! Y, ¿sabes qué estaba incluido en el paquete?
— ¿Qué, abuelo?
— Además de las tierras de los asharai y las de los uagüeyos… las de los kaikala… aunque ellos ni siquiera lo sepan, pobres desgraciados. Eso quiere decir que él, antes, o el dueño actual, puede entrar allí y hacer lo que le dé la gana.
— ¡No es posible! —se marea un poco.
— Lo es, bella Elisa — interviene Eritreo.
Después de una breve pausa, en la que Elisa asume la realidad, pregunta—, ¿A quién las ha vendido?
Teo hace una pausa significativa. Cuando Elisa frunce el ceño, prosigue:
— A la familia Heldt.
— ¿Al padre de Max?
— A Max directamente. Por un precio irrisorio. Oh, pero no te preocupes, tu padre no lo ha hecho por ti, porque te fuiste a la selva y ya no podía soportar estar en esa casa. Tú sólo has sido la excusa. Ese es el truco: sacar dinero siempre… ¡incluso de su desgracia!
— ¿Qué quieres decir?
— La verdad es que hace unos meses recibió una información…
— ¡Ay, abuelo…! ¿Qué clase de información?
— ¿De qué clase va a ser? Una información… informativa.
— Quiero decir, ¿de quién?
— De su amigo, el Ministro del Interior.
— ¿Y?
Teo se relame, preparándose para el gran golpe—. Parece ser…
— ¡Abuelo, por Dios…!
Con un gesto de la mano pidiendo paciencia, Teo repite—, Parece ser… que se está proyectando una ley que… que proteja Ala Ashar.
— ¿Una ley que proteja…?
— Ala Ashar, bella Elisa.
Y continúa Teo—, Un poco dura de entendederas, ¿eh? Para que lo entiendas: una ley que dictará que ya no se podrá construir ni explotar nada allí. Devolverán las tierras a los indígenas. Oh, no por ninguna razón altruista, sino por presión de los países vecinos para preservar lo que ahora llaman el medioambiente en esta zona del mundo. Y este país depende mucho de sus vecinos. Ya sabes, exportación, importación… Y como ahora el Gobierno se ha democratizado, digamos, no ha tenido más remedio que ceder. Los intríngulis de los negocios. Y de la política. No basta con trabajar y hacer trabajar a tus empleados. Tienes que ponerte en contacto con las altas esferas. Y sobornar, sobornar mucho. ¿Eh? ¿Qué te parece? ¡Las vueltas que da el mundo!
— ¡Ay, abuelo, qué alegría me das! ¡Es maravilloso! Ahora los kaikala estarán a salvo. Mi hijo y mi marido estarán a salvo.
— Si, esa ha sido la verdadera razón por la que las ha vendido. No porque tú ya no estuvieras; sino ¡porque ya no las podrá explotar! Y Max Heldt, tan ufano, ¡creía que estaba haciendo el negocio de su vida, aprovechándose de la desgracia de tu padre…! ¡Qué chasco se va a llevar cuando salga la ley de aquí a unos meses! Porque quien de verdad se ha aprovechado, ha sido Eugenio Claramunt. Siempre es y ha sido Eugenio Claramunt. Un chacal engulléndose a otro chacal. ¡Espero vivir para verlo!
A pesar de disgustarle el último comentario, Elisa rebosa felicidad.
— ¡Sí, pequeña, es un gran día! —grazna el viejo, con desigual voz—. ¡Auguro que desde ahora, volverá la felicidad a mi familia… aunque sea donde Dios perdió la alpargata!… o sea, la jungla —especifica, animoso—. ¡Sólo felicidad a partir de ahora! ¡Champán, champán! ¡Tenemos que brindar!
— Tendréis que conformaros con la limonada.
Los ánimos se han apaciguado en el porche. La alegría y la satisfacción vengativa han propiciado una paz y tranquilidad que les permite a los tres, Elisa, Teo y Eritreo, a observar y apreciar la belleza del sol escondiéndose detrás del Mar Índico.
De pronto, Elisa se vuelve hacia Teo—, Y tú, ¿no sentías pena por mi desaparición?
— Cada uno tiene que hacer lo que tiene que hacer, hija mía. Además, sabía que algún día volverías…
— Se lo decía yo, señorita —dice Eritreo—. Él era incapaz de saberlo. ¿Cómo lo iba saber, si no cree en nada?
Teo ignora esa interrupción—, Sabía que algún día volverías… aunque sólo fuera de visita.
De nuevo, silencio tranquilo.
Elisa piensa en voz alta—, Nosotros, los blancos, no nos paramos ante nada por obtener más y más riqueza… Pero ahora, por fin, se hará justicia a esas tribus… Perdona, abuelo, pero es lo que pienso.
— Lo piensas porque no puedes pensar otra cosa. Porque es la realidad. Yo y mi padre, y el tuyo, y toda la patulea que nos han precedido, hemos hecho verdaderas barbaridades con tal de amasar nuestras fortunas, desde tener esclavos, hasta explotar hasta la última gota de sudor a nuestros empleados, cuando se abolió la esclavitud. Y eso sólo ocurrió a mediados del siglo pasado…
— Lo sé, abuelo.
— … cuando tu tatarabuelo, mi padre, llevaba aquí más de treinta años. Treinta años esclavizando a los nativos. Y luego dándoles una mala vida. Lo sé, lo sé. Todo eso hicimos. Y por mucho que comparta ahora mis ganancias, lo poco que saco ya de la mina, con mis trabajadores, nada puede borrar eso. Lo que hicimos… nada puede borrarlo. Y aún hoy, ellos viven en chabolas miserables y yo, en esta especie de palacio sobre el mar. Lo sé, lo sé. Nunca me he engañado… pero sí he engañado a los demás, a todo el mundo, y muchas, infinidad de veces, eh —, ríe por lo bajo. Ahora se enfada—, Pero, ¿qué carajo! Soy demasiado viejo para ponerme a vivir en una chabola, con un taparrabos. Así que lo siento, pero continuaré aquí hasta que me muera. Después, es igual lo que hagan, que continúen trabajando en la mina… que ya será su mina… o que la cierren. Incluso podrán llevar mi busto en sus procesiones, si eso les hace felices. Y hasta mi cabeza disecada, si quieren. Pero no ahora, que me moriría de vergüenza… ¡además de que me haría mucho daño! —ríe, y Elisa y el shuanda ríen con él. Después, se lo piensa un momento, y se reafirma en su decisión—, Sí, les dejaré todo, ¡qué carajo!
— Eres una buena persona, Teo. Y un poco cascarrabias.
— ¡Nada de buena persona…! Es que tengo mala conciencia.
— Solamente las buenas personas tienen mala conciencia —sentencia el shuanda.
— ¿Tú qué sabrás? —Y se vuelve hacia Elisa—, Y, ¿qué es eso de llamarme por mi nombre? ¿Es que ya no respetas nada? Ahora, basta de tanta chirlería.
— No, hablemos un poco más, por favor.
Una mirada del shuanda la previene: es mejor hacer lo que dice.
Ella lo ignora—, ¿Qué fue de Max Heldt, abuelo?
— ¿Ese botarate? ¿Qué iba a hacer? ¡Ir a consolarse con sus otras novias! Tenía varias, por si no lo sabías. ¡El muy granuja! —Ríe—, ¡y Emil y Matilde Heldt nos han retirado la palabra! —Se carcajea—. ¡Oh, nunca superaré tal disgusto!
Da media la vuelta y se dirige, aún riendo, hacia sus aposentos, acabando con —, Era como si el más burdo de los cazadores pretendiera encerrar al más bello igala en una jaula dorada.
Otro de los porteadores, Naó, resbaló por una colina de lodo, como un tobogán de unos treinta metros, hasta salir despedido hacia un precipicio cuyo final no se veía. Lanzó un grito desesperado. Los demás porteadores y Max se abrazaron a árboles, a lo que fuera, para que la lluvia no les arrastrara también. Max estiró la mano para agarrar a Atclán, pues el arbusto al que éste se había aferrado empezaba a desprenderse del suelo. Le alcanzó en el último momento, aunque también sintió que el tronco al que él estaba sujeto, y que ahora aguantaba a dos cuerpos, empezaba a ceder. Colgado de la mano de Max, Atclán se dio un impulso en pleno aire y se agarró a otro árbol, llevándose al inspector consigo. Este tronco parecía más sólido, y los dos aguantaron allí, agotados, el torrente que caía del cielo.
La lluvia cesó de pronto. Hundidos en el barro y en el silencio absoluto que se produjo después de la tromba, oyeron crujir otro tronco, y unos compañeros sujetaron con las piernas a otro que empezaba a resbalar, hasta que le lograron subir de nuevo hasta ellos. Los cinco, abrazados unos a otros y a un grueso tronco, permanecieron quietos, y no hubo más deslizamientos.
Pasada cerca de una hora, mientras recuperaban fuerzas, Vosu dio la voz para seguir. Antes había atado, él solo, varias lianas a los árboles más firmes para que los hombres pudieran agarrarse a ellas y salir del fango. Algunos tuvieron que utilizar sus bolos para desenterrarse o desenterrar a sus compañeros. Se agarraron a las lianas y, poco a poco, con mucho tiento, salieron del barrizal. Llegaron sanos y salvos a una pequeña planicie donde pudieron lavarse y aclarar sus vestidos en un riachuelo. Luego se tumbaron al sol y descansaron.
— Ha llegado el momento de volver atrás, compañero —dijo Max a Vosu.
— No.
— ¿Es que no lo entiendes? No merece la pena. ¡Poner en peligro a tantas vidas por una sola…! Y Elisa Claramunt que se vaya al diablo.
— Sí, Elisa Claramunt al diablo, asesino al diablo. Pero nos saliendo de aquí. Única manera es adelante, por Lukala.
— Pero, ¿cuándo llegaremos a él? ¿Cuántas vidas más hemos de perder?
— Sólo esa salida, por Lukala. Ir devuelta encontrando peligros viejos. Los tailuk esperando.
Max le miró, dudoso.
Vosu repitió—, Lukala, Max, Lukala.
Llegaron al río tres días después, tras pasar más calamidades, aunque ninguna de la gravedad de las que ya habían pasado. Ahora Max ya no hacía sugerencias ni daba más órdenes. Era el guía quien las hacía, y parecía acertar.
En el Lukala cogieron las canoas disponibles y empezaron la travesía del último tramo hasta el poblado de los kaikala.
La noche es clara, casi como el día.
— Porque es la luz que le darás a tu hijo —dice Eritreo —. Un hijo con la cabeza y el corazón claros… Ahora es el momento.
Ella no sabe si es por la sugerencia del shuanda o por una apelación que él ha hecho a sus dioses, el caso es que empieza en seguida con los dolores de parto.
Al poco está a su lado el médico. Es un mestizo, de nombre Méndes, muy tranquilo, y cuya actitud sosiega a los presentes. No a la parturienta, que ya está serena de por sí, ansiosa por ver a su hijo, casi risueña. Pero sí al abuelo, a Eritreo.
Les echa de la habitación.
— Ojalá que todos mis partos se presentaran tan fáciles como éste.
También ha venido la comadrona local, Agustina Fedora, igualmente mestiza, muy bella, ya algo mayor, silenciosa y eficaz. Ninguno de los dos habla en ningún momento. Se entienden sin necesidad de palabras. Además de los suspiros de Elisa —sin llegar en ningún momento a quejidos—, sólo se oye los pasos del abuelo Teo sobre el piso al otro lado de la puerta. Para arriba y para abajo. De pronto, se silencian… Irrumpe en la habitación.
— ¡Qué carajo, soy su bisabuelo, tatarabuelo del niño! Y ya que no está el marido, en cuya tribu tienen la costumbre que sea el padre el primero en recibir al hijo, ¡me corresponde a mí hacer las veces!
Elisa le sonríe y, con un último suspiro, el más fuerte, sale el niño a la luz. Teo lo recibe con torpeza y el médico tiene que ayudarle a sostenerlo. Teo está llorando y, una vez deposita al niño en brazos de la madre —siempre con la ayuda del doctor—, empieza a saltar de júbilo, dando vueltas sobre sí y gritando:
— ¡Lo he hecho, lo he conseguido!
Méndes intenta calmarle, sobre todo callarle, pero no puede con la fuerza del viejo, hasta que entra Eritreo, lanza una mirada severa a su amo —que va reduciendo su regocijo—, después de una tierna a Elisa y el niño, y se lleva de allí a Teo, que ahora grita:
— ¡Champán, mares de champán!
— ¡Y dale! ¿De dónde quiere que saquemos champán si estamos en el trópico a mil millas de la civilización?
— Pues entonces, ¡que venga aquí la civilización, que venga todo el mundo a ver al niño, que vengan uno, dos, tres reyes, con el oro y el incienso y… y lo demás! ¡Que ha nacido el niño! El pequeño Teófilo! ¡Teofilito!
— Qué horror.
El Doctor Méndes sale de la habitación y consigue acallar a Teo —Elisa siente no oír ya sus gritos de júbilo—, además de recriminarle por tener todo tan “dejado de la mano de Dios”, en especial la limpieza. El anciano se vuelve y abronca a Eritreo, echándole toda la culpa. El shuanda hace su papel de criado humilde y arrepentido.
Por propia iniciativa, al día siguiente el doctor Méndes se trae a cinco chicas del pueblo para hacer una limpieza a fondo de todo el palafito. Teo y Eritreo se quedarán con ellas para siempre —una acabará siendo concubina de Eritreo, de la que tendrá una hija a los 73 años—, y la casa relucirá tal como Elisa la recordaba.
Al día siguiente, Elisa ya se levanta.
— Eres valiente, ¡ni un solo grito!
— No soy valiente, abuelo. Es que no hacía tanto daño.
— Y eso que eres primeriza. ¿Cómo le piensas poner? ¿No será Eugenio?
Elisa ríe—. Itaal dijo que le pusiéramos Jerái, el bien amado —. Ahora se dirige al niño—, ¿Ves? Así no tendrás que ganarte tu nombre. Porque ya te amamos los dos infinitamente.
— ¡Itaal dijo, Itaal dijo…! ¡Pues, suena a caray!
— Pero es que nadie que le trate hará esa asociación, porque nunca tratará a nadie que hable castellano… aparte de mí, y yo nunca utilizo esa palabra.
— Y yo… ¿tampoco le trataré?
— Tú, sí… si me prometes no enseñársela. Abuelo… quiero que tengáis trato y que aprenda muchas cosas de ti. Como yo he aprendido.
— Pues no sé qué habrás podido aprender de mí, a no ser a quejarte y renegar y refunfuñar y lanzar improperios.
— Ahora es un buen momento —intercede Eritreo—, para que el honorable anciano se calle.
Teo hace ver que no le ha oído, pero no dice nada más.
Llega el día temido. Viene su padre, y Elisa espera que también venga Fermín.
El bebé siente su ansiedad y está inquieto toda la mañana, cuando normalmente es muy apacible y casi nunca llora.
Eugenio viene solo.
— ¿Qué le has hecho a mi nieta para que huya de ti? —es como le recibe el abuelo Teo.
Pero Eugenio no tiene tiempo para responder, porque Elisa viene corriendo y se lanza a sus brazos.
¡Y dale!, piensa Teo. Pero no se deja ablandar ni cambia su actitud hacia Eugenio cuando le ve llorar en brazos de Elisa. Sigue igual de estúpido que siempre. Sólo que ahora es un estúpido sentimental.
Es el shuanda el que tiene que invitarle a que pase.
Teo observa que incluso ante un nativo parece que Eugenio ha cambiado. Ya no le mira con su acostumbrada altivez. Ya veremos, ya veremos, se previene el anciano.
— ¿Cómo estás, papá? —por fin puede emitir palabra Elisa.
Eugenio aún no.
— ¿Por qué no ha venido Fermín?
— Está… muy ocupado… con los negocios. Ya sabes.
— ¿Y mamá?
— Bien, bien. Unas largas vacaciones en Lausanne…
— Sí, sí, ya sé. Ven. Ven a ver a tu nieto.
— Es por allí —dice el abuelo, señalando con el índice, cual hiciera Colón al divisar Las Américas, mirando a la lejanía.
El niño está completamente destapado de tanto que se ha movido en la cuna. Una de las criadas hace por taparle, pero Elisa no la deja. Quiere que su padre le vea entero, que vea su color, su vigor, su belleza.
— Es precioso, y muy espabilado.
— Sí.
— Pero no te lo puedes quedar, hija. Eres demasiado joven para saber qué querrás en el futuro. La vida da muchas vueltas.
Por suerte, el abuelo no está en la habitación en esos momentos. Ha preferido esperar en el porche. No se fía de lo que él mismo pueda hacer o decir.
Elisa no se permite sentir dolor aún, tiene que intentarlo otra vez—, Ven, papá. Ven a tomarte un refresco, y descansa un rato.
— No puedo descansar ahora, hija. Tengo que volver en seguida a Maniva, pero antes tengo que decírtelo: te echamos de menos. Nuestras vidas no tienen sentido sin ti. Es… ¡es todo una gran equivocación…! si tu no estás con nosotros. Nunca podremos vivir con normalidad. Ni tú tampoco. Elisa, te suplico, no desprecies todo por lo que he luchado, que he sacrificado, todo a lo que he dedicado mi vida. Por ti. Porque nada tendrá sentido si tú no estás.
Es ahora cuando el abuelo abre la puerta de la habitación.
— No, abuelo, no hace falta.
Pero el anciano se mantiene firme en el umbral de la puerta—, No podemos depender de nuestros hijos para dar sentido a nuestras vidas. Eso es obligarles a vivir para nosotros. Y la vida no es una obligación que les imponemos, es un regalo que les damos. ¿Ahora queremos que nos devuelvan el regalo que les hemos hecho, queremos poseerlo, para tener nosotros más vida, chupándoles a ellos las suyas?—. Lo dice sin alterarse, en el tono más suave que Elisa le oído jamás para con su padre, y ella amará cada una de esas palabras y recordará su tono el resto de sus días.
Después, el abuelo vuelve a la severidad conocida—, No seas rácano, Eugenio. Y vete… en paz.
Eugenio dice a su hija algo que a él mismo le parece demasiado trivial, pero es el último arma que le queda—, Te desheredaré.
Una vez emitidas las palabras, se da cuenta que han tenido aún menos peso de lo que pensaba, y ni Elisa ni Teo pueden tomarlas siquiera en consideración. Como la amenaza de un niño, como el último relámpago —sin siquiera el retumbar de un trueno— de una tormenta ya debilitada.
Circunspecto, como si acabara de anunciar que se va a trabajar o que hace mal tiempo, Eugnio sale de la habitación.
Cuando pasa junto a Teo, que se aparta lo justo para que Eugenio se cuele entre él y el marco de la puerta, el abuelo dice—, Creo que quien quedará desheredado, serás tú, mi querido nieto-yerno. Mi nieta y yo lo arreglaremos.
Están uno frente al otro, en el marco de la puerta, sus barrigas rozando, sus narices casi tocando. Se miran en la profundidad de sus pupilas.
Eugenio lanza un grito, casi animal, coge al anciano por las solapas y le derriba al suelo.
— ¡Papa…! ¡Abuelo!
Eugenio se vuelve hacia Teo otra vez, peligroso.
Pero se detiene a medio movimiento, y levanta la vista.
Eritreo está unos pasos más allá con un machete en la mano izquierda. Ni siquiera lo alza, pero sabe que Eugenio lo ha visto. Su mirada es absolutamente serena.
La de Eugenio está llena de odio y desprecio. La aparta, sobrepasa al shuanda y sale al porche.
Elisa y Eritreo ayudan al anciano a ponerse de pie.
— ¡La cadera! ¡Ese bestia me ha roto la cadera!
— No te ha roto nada. Apóyate y lo verás.
Teo así lo hace y no le duele, pero lo simula.
— Ahora ven a descansar mientras te preparo un baño.
— No pienso ponerme en pelotas hasta que ese energúmeno haya abandonado mi feudo. ¡Quizá aún le tenga que dar una lección!
— Me parece que el que te ha dado una lección, ha sido él. Para que aprendas a dominarte.
— ¿Dominarme? —replica, cual niño injustamente acusado—. ¡Pero si fue él quien perdió los estribos!
— Anda, anda, camina.
Ambos le ayudan a llegar a su habitación; el abuelo, exagerando su cojera cada vez más.
— No se puede luchar contra molinos de viento —aconseja el criado.
— ¿Qué sabrás tú de molinos de viento?, ¡si no has visto uno en tu puñetera vida!
— Lo sé, porque el venerable anciano ha tenido la gentileza a contármelo. Vamos, camina bien, que no te vamos a llevar en brazos.
— Adiós… —dice débilmente, a bordo ya de La Tacita, como si no quisiera partir. Pero su mente fuerza a su corazón, a sus entrañas. Le impulsa a separarse del muelle, a alejarse.
Sentado en la popa de La Tacita, sabe que no la volverá a ver, y aún así no mira hacia atrás. Se coge la cabeza entre las manos. No es que esté sollozando, sino que es como si quisiera mantenerla de una pieza, como si temiera que se le parta en dos: una mitad quiere quedarse, quiere rectificar toda su vida; la otra mitad le obliga a marchar, a reafirmarse en todo lo que ha hecho toda su vida.
Pero continúa en La Tacita hasta llegar a tierra. Después de cesar fulminantemente al Capitán Rota por “su deslealtad”, cogerá el coche de caballos, hará transbordo tres veces en el tren antes de llegar, agotado, a Maniva, a su casa vacía, porque Fermín está en Europa visitando a su madre y no ocupado con los negocios de la familia, como le contó a Elisa.
No comprende por qué está tan vacía.