Libertad
Ortiz y yo aguardamos durante dos horas, sentados en unos incómodos bancos de plástico color crema. Ortiz, vestido con un impecable traje que presumía le habían confeccionado a la medida en Inglaterra, se levantaba a menudo a “estirar las piernas”. Extraño que hubiera venido conmigo a la cárcel y no uno de sus múltiples asistentes o socios junior del despacho. Cuando le pregunté por qué no había encargado a otros el asunto, su respuesta no pudo ser más franca: “Porque eres mi mejor cliente en años”.
Por fin nos llamaron. Un custodio nos llevó por un largo pasillo. Diego, vestido de civil, apareció detrás de una pesada reja. El custodio llamó a Ortiz. “Tengo que revisar que la sentencia absolutoria y el acta de liberación estén en orden”, me explicó antes de partir. Le abrieron la reja y entró.
Ortiz y el Castor Furioso se dirigieron a una ventanilla. Ortiz revisó línea por línea los documentos que les entregaron. Luego se volvió hacia Diego y le indicó dónde firmar. Después de quince minutos, abrieron la reja y ambos salieron. El Castor Furioso me abrazó en cuanto me vio. “Gracias, hermanito, gracias”.
Fuera de la prisión, Ortiz se despidió y subió a un Cadillac blanco que lo esperaba frente a la puerta. El Castor Furioso se detuvo a mirar a sus alrededores. Señaló el gris edificio de la cárcel. “Creí que nunca más iba a salir de ahí”, dijo sin ocultar su felicidad. Miró a su alrededor, se volvió hacia mí y me dio un beso en la frente. “Gracias, gracias, gracias”, me dijo, “me iba a volver loco allá adentro”. Se veía bastante más flaco y, por alguna razón que no me quiso revelar, había perdido tres dientes.
Lo invité a comer chamorros de cerdo en una fonda en avenida Ermita, su platillo favorito. Al igual que a mis amigos, le regalé cien mil pesos. Los había depositado el día anterior en una cuenta a nombre de su madre. Lo agradeció conteniendo apenas las lágrimas. Él y su familia estaban en cero. Sobrevivían a duras penas con la exigua pensión de trabajador petrolero de su padre, quien había muerto hacía varios años. El departamento que había comprado en la colonia Juárez resultó un desastre. Intestado, con un pleito inacabable entre primos hermanos por la herencia de una tía, no había podido rentarlo porque una de las partes había desconocido el contrato de compraventa. Ortiz prometió destrabar los trámites de las escrituras y ponerlo pronto a su nombre.
El Castor Furioso se deleitó con los chamorros. Los comía con ganas. Debían ser una exquisitez comparados con las raciones raquíticas y desabridas de la prisión. Roía con gusto la carne pegada al hueso y las manos y la boca le quedaron embarradas de grasa. Al terminar se limpió con una servilleta y pidió la carta de postres. Mientras la leía, directo le pregunté si era cierto que Carlos y ellos habían asesinado a la Quica. Diego dejó el menú a un lado y me miró a los ojos. “¿Quién te dijo?”, preguntó. “Humberto”, le respondí. Se quedó pensativo un momento antes de contestarme. “¿Y tú le vas a creer a ese imbécil?”. Tomó el menú dispuesto a elegir postre, pero lo detuve. “¿Es cierto o no?”. De nuevo volvió a meditar su respuesta. “Hay cosas que es mejor dejarlas como están”. Sus palabras me inquietaron. ¿Qué había sucedido que no debía saber? Pedí que me dijera la verdad, no importaba cuán dolorosa fuera. “Carlos pensó que la Quica había abusado de ti”, dijo. “¿Y qué hizo?”, inquirí con la esperanza de que me dijera que Carlos no estuvo involucrado en su muerte. “No quiero hablar más de esto”, sentenció. Por más que insistí, se negó a continuar. Le expliqué que la duda erosionaría por siempre la imagen que me había forjado de mi hermano. Diego se molestó. “Tu hermano hubiera hecho lo que fuera por ti, así que respeta su memoria”. “¿Como matar a alguien?”, lo cuestioné. “Sí, como matar a alguien”.
Solo sospechar que Carlos hubiese asesinado a la Quica me provocó un malestar palpable. Comenzó a faltarme el aire. El mundo pareció avanzar en cámara lenta. Otra vez los diecisiete segundos de retraso. Las palabras llegaban tarde. Los autos transitaban a otra velocidad. Diecisiete segundos que desacompasan la vida, que conducen a un estado de profundo abatimiento. “Hay cosas que es mejor dejarlas como están”. ¿Dejarlas cómo? ¿Dónde?
Convencí a Diego de que no volviera a casa de su madre en la Unidad Modelo. Los buenos muchachos podrían estarlo cazando, listos para matarlo a la primera oportunidad. Le ofrecí quedarse en casa de Avilés, pero prefirió hospedarse en un rascuache motel de paso en calzada de Tlalpan para estar cerca de la colonia y de su madre.
Después de dejarlo en el motel merodeé por los alrededores. Aunque era temprano, diez o doce prostitutas esperaban clientes para acostarse con ellos en los hoteles cercanos. La luz de las cuatro de la tarde exhibía sin piedad sus imperfecciones. Celulitis en los brazos, pantorrillas y axilas sin rasurar, surcos en la frente, barrigas prominentes, cicatrices de acné. El maquillaje tampoco ayudaba. Plastas de base grasienta, rímel exagerado, vulgar lápiz labial rojo. Al pasar junto a ellas me abordaron. Yo aún sufría los diecisiete segundos de retraso y no les contesté de inmediato. “¿Estás lelo?”, me preguntó una gorda. Mi reacción fue sonreírle. “Sí, estás bien pinche lelo”, dijo y soltó una risotada. Varias me empezaron a alburear. “¿Eres de Metepec, metepequeño?”, me dijo una flaca esmirriada. Necesitaba escapar de los diecisiete segundos, responderle rápido para regresar al tiempo de la vida. Me volteé hacia ella. “No, soy de Celaya, celayeno”. Las demás celebraron mi respuesta. “Te chingó el güerito, pinche Daisy”, le gritó una.
Seguí de frente mientras las mujeres continuaban con su chunga. Subí al metro en la estación Portales y me dirigí a Izazaga a visitar a Simón Bross. Quería despedirme de él y agradecerle lo que había hecho por mí. Además, llevaba un cheque para compensar los honorarios de García Allende.
Me bajé en la estación Pino Suárez. Por los pasillos un gentío se apresuraba para llegar a su transbordo. Yo avanzaba en contrasentido a las decenas que corrían para alcanzar el próximo tren. Apretujones, prisa. Mucha prisa. Salí a la calle. En el camino me detuve en una librería de viejo para buscar Del perdón de Rosenthal y restituirle su libro a Bross. El dependiente buscó en los estantes trepado en una escalera, halló un ejemplar, le sacudió el polvo y me lo entregó. Era una versión de bolsillo, bastante deteriorada. Las pastas rotas, subrayado con tinta, líneas tachonadas. Notas al margen indicaban que el antiguo propietario debió ser un estudiante de Ciencias Políticas. Decidí no comprarlo. Era una grosería entregar un libro tan maltratado. En cambio, me llevé las obras completas de Pío Baroja encuadernadas en cuero. Bross no conocía a Baroja y estaba seguro de que La busca, El árbol de la ciencia o Memorias de un hombre de acción, le iban a parecer literatura en serio.
En la banca de una plaza me senté a escribirles una carta a don Abraham. Me llevó un largo rato redactarla. Le expliqué lo sucedido, le conté que los organizadores del ataque se hallaban encarcelados y le rogaba que me perdonara. Que algún día, cuando tuviera valor, iría a verlo y pedirle disculpas en persona.
Llegué a la fábrica. La cajera me saludó afectuosa y me condujo a la oficina de Bross. En cuanto me vio, Bross se levantó, me dio un abrazo. Le entregué los libros de Baroja. “Un regalo”, le dije. “¡Uy, gracias! Me han hablado tanto de este señor”, dijo. Hojeó los libros y los puso sobre su escritorio. “Estos me los llevo a mi casa para empezar a leerlos esta misma noche”.
Lo puse al tanto de lo que había sucedido. Me preguntó si de algo me había servido Del perdón. Avergonzado, confesé que leerlo me había enfurecido y que en un ataque de rabia lo destruí. “Entonces te sirvió más de lo que imaginé”, dijo con satisfacción. Saqué el cheque y me dispuse a llenarlo. Le pregunté cuánto le debía al abogado. Bross sonrió. “Nada”. Lo apremié a que recibiera el cheque. García Allende era un profesional y su tiempo y trabajo eran valiosos. “Nada”, repitió Bross, “y si llega a cobrar yo me encargo”. No me permitió insistir. “Te perdono que rompas libros, no amistades”, sentenció, “y si sigues vas a romper nuestra amistad”.
Le pedí que le entregara la carta a don Abraham. La tomó y la guardó en su bolsillo. “Cuando puedas”, me dijo “vamos a hablar con él. Ten la seguridad de que te va a perdonar”.
Hablamos un poco de todo. Me prometió que para la próxima me regalaría las obras de un escritor colombiano desconocido en México: Hernando Téllez. “Te va a fascinar”, me dijo. Nos despedimos. Cariñoso, alborotó mi pelo. “Melena de león”, dijo. Me dio un abrazo y salí de la fábrica.
Cuando llegué a la casa, Avilés, Chelo y Ortiz me esperaban en la sala. Me sorprendió ver al abogado. “Buenas noches”, saludé. “Te tardaste en llegar”, dijo sonriente Ortiz y con la mano me indicó que me sentara junto a Chelo. Ella me tomó la mano y me la apretó. Se veía lívida. Avilés me observó con una ligera sonrisa. “¿Qué pasa?”, le susurré a Chelo. Con la barbilla señaló la mesa de centro. Había una botella de vino sin abrir, cuatro copas y un fólder. Ortiz empujó el fólder hacia mí. “Ábrelo”. Lo tomé y lo abrí. Dentro venían varios cheques certificados a mi nombre. Una fortuna. Una grosera y exorbitante fortuna.
“Ahora eres muy, pero muy rico”, dijo Ortiz mientras con un sacacorchos destapaba la botella de vino. “Vamos a celebrar”, dijo. Comenzó a servir el vino en una copa. “No hay nada que celebrar”, aseguré. Ortiz se volvió a mirarme. “¿Por?”, preguntó. “Diecisiete segundos”, le respondí. Ortiz no hizo ningún esfuerzo por entender de qué hablaba. Terminó de escanciar el vino y levantó la copa. “Entonces festejo yo solito”.
Ortiz planteó que era tanto dinero el que se había recuperado que se conformaba con una comisión del doce por ciento. Aun así, ganó una enorme cantidad. Me preguntó qué día cumplía los dieciocho años. Le respondí que el cinco de mayo. “Qué patriota”, dijo Ortiz. “Ignacio Zaragoza debe sentirse orgulloso”. Chelo sonrió y repitió divertida: “Zaragoza”. Ortiz no halló el motivo de la gracia. “Zaragoza es un pueblito en Coahuila adonde estos dos piensan irse a vivir”, aclaró Avilés. “¿Y qué demonios hay en Zaragoza para ir a refundirse allá?”, cuestionó Ortiz. “Ranchos”, contestó Chelo.
Faltaban solo doce días para que cumpliera la mayoría de edad. Ortiz sugirió que esperáramos a llegar la fecha y que ese día abriera un par de cuentas a mi nombre para depositar los cheques. Doce días me parecían demasiados. No quería permanecer un minuto más en la Ciudad de México. Con los buenos muchachos más agresivos que nunca, ello significaba un riesgo. Tanto para mí como para Chelo y Avilés. En cuanto depositara el dinero, esa misma tarde partiríamos para Zaragoza.
Hablamos con Jorge Jiménez. Su acento era marcadamente norteño. Generoso, nos ofreció quedarnos tanto en su casa como en el rancho. Advirtió que en el rancho no había luz eléctrica y por lo tanto carecía de aire acondicionado. “Hace tanto calor”, dijo “que uno puede freír huevos en las piedras”. No importaba, ahí era donde queríamos estar Chelo y yo. En medio del desierto, escurriendo sudor, oliendo a vaca y estiércol, a cenizo, a mezquite, a polvo.