Humedad

Viví partido entre dos mundos. Uno, el de la colonia, el lugar al cual sentía pertenecer, mi territorio de calles y azoteas. El otro, la escuela privada que mis padres pagaban con gran esfuerzo. Escuela de compañeritos que viajaban a Nueva York y Europa. Escuela donde había que llamar “miss” a las maestras, que nos obligaba a hablar en inglés en los recreos, que se preciaba de disciplina de hierro. Escuela que yo sentía como una prisión y que se negó a becarnos. “La buena educación cuesta, señora”, le dijo la dueña a mi madre cuando fue a requerir una oportunidad para pagar a plazos. La humillación de ir a rogarle a la directora debió acongojarla. “Solo denos hasta fin de año para pagarle, cuando mi esposo reciba su bono”, imploró mi madre. “Tengo que pagarle a los maestros, lo siento”, replicó la dueña-directora-usurera-cabrona.

Esa noche, en la cena, recuerdo a mi padre ensimismado después de que mi madre le informó que la directora nos expulsaría si se retrasaba un mes el pago de las colegiaturas.

—Voy a conseguir el dinero —dijo mi padre con voz queda.

—¿De dónde? —preguntó mi madre.

Mi padre se mantuvo callado un momento. Se llevó la mano a la cabeza y se sobó la frente.

—Puedo pedir prestado a la empresa.

—¿Sí? ¿Y luego cómo les pagamos?

Mi padre giró el cuello para sacudirse la tensión.

—Deberíamos cambiarlos a una escuela pública —sentenció mi madre.

Mi padre volteó a verla como si lo hubiese insultado.

—Su educación es nuestra única herencia —aseveró.

Volvieron a quedarse en silencio. Mi padre suspiró hondo y tomó a mi madre de la mano.

—Vamos a pagarlo, no te preocupes.

Ellos pensaban que por verme reconcentrado en mi plato no prestaba atención a lo que susurraban. A mis nueve años aún convalecía de la pierna. Mis padres habían gastado el total de sus ahorros en mi operación y en los costos médicos y hospitalarios. Desconfiados del gobierno, se negaban a que nos atendieran en las clínicas del Seguro Social. Nada público, nada que oliera a burocracia estatal. Ni escuelas, ni hospitales, ni trabajos. Y ahora, no hallaban el modo de pagarnos la escuela privada.

Carlos me acompañó a mi cuarto. Mi padre lo había construido en la planta baja para evitar que subiera las escaleras mientras me reponía de mi accidente (nunca volví a habitar en la planta alta). Se sentó en mi catre, pensativo.

—¿Crees que nos cambien de escuela? —le pregunté.

Carlos empezó a mascullar, irritado.

—Le voy a romper la madre a esa pinche vieja, no tiene ningún derecho a tratar a mi mamá así.

Apretó la mandíbula, se puso de pie y jaló las sábanas.

—Ya acuéstate —ordenó.

Me metí en la cama y Carlos me tapó con la cobija.

—Buenas noches —dijo, me hizo una pequeña caricia en la frente y salió.

Mis padres lograron pagar la escuela a tiempo. Saldaron esa y otras deudas con la venta del Mercury que mi padre adoraba. Se sentía orgulloso de haberlo adquirirlo con años de arduo trabajo. Ahora el Mercury y el orgullo se perdían.

Sin automóvil, no le quedó a mi padre otra alternativa que usar transporte público. Lo recuerdo levantándose a las cuatro y media de la mañana para bañarse, desayunar y salir hacia el paradero de camiones de la línea Popo-Sur 73, ubicada al otro lado de Río Churubusco. Lo recuerdo volviendo a las diez de la noche, agotado después de trabajar dos turnos.

Ya no hubo tampoco quien nos llevara a la escuela. A las seis de la mañana Carlos y yo salíamos de la casa y caminábamos hasta la estación de trolebuses en San Andrés, Tetepilco. Cruzábamos unos llanos donde se dibujaban con cal irregulares canchas de futbol que se inundaban con las lluvias y se convertían en un lodazal. Saltábamos de una piedra a otra para no mancharnos de lodo el uniforme, pero era inevitable resbalar y salpicarnos.

A la entrada de la escuela nos recibía un conserje que se encargaba de inspeccionar la limpieza de los uniformes, el largo del pelo de los hombres, el largo de las faldas en las mujeres y la higiene personal (uñas recortadas, orejas lavadas). Varias veces me devolvió a la casa por llevar manchas de lodo en los pantalones. Como no había nadie que me pudiera recoger, Carlos se veía forzado a irse conmigo. No la pasábamos mal. Nos íbamos al Museo de Ciencias Naturales a ver los animales disecados o nos colábamos a las caballerizas del Hipódromo para mirar cómo entrenaban y cuidaban a los purasangre.

A los cuatro meses de que mis padres lograron regularizar el pago de las colegiaturas, que equivalían al sesenta y cinco por ciento del salario de doble turno de mi padre, fueron llamados con carácter de urgencia por la directora, advirtiéndoles que era indispensable la presencia de ambos.

Mis padres arribaron nerviosos y preocupados. Nunca los había llamado con esa premura. En el largo trayecto de camión hasta la escuela, imaginaron lo peor: un accidente, una golpiza, un robo.

La cabrona directora, sin importarle haber sacado a mis padres de sus respectivos trabajos, los hizo esperar casi dos horas. Dos horas que les hubieran significado no perder el día laboral ni apresurarse para llegar a tiempo.

Cuando entraron a la oficina de la directora me hallaron ahí sentado. Mis padres me miraron con azoro. Pensaron que los habían requerido por Carlos, en ese entonces cada vez más rebelde, pero nunca imaginaron que se tratara de mí.

La directora los invitó a tomar asiento. Mis padres se acomodaron en las sillas tapizadas en piel. La directora me señaló.

—Hemos decidido expulsar a Juan Guillermo de manera definitiva e inapelable.

Mis padres se miraron entre sí y luego mi madre me miró a mí.

—¿Qué hizo? —preguntó casi en un susurro.

La directora abrió la boca en un gesto de indignación.

—Alumnos como su hijo no podemos tolerarlos en esta escuela.

—¿Pero qué hizo? —insistió mi madre.

La directora, que se hacía llamar Miss Ramírez, volteó a verme y levantó el mentón.

—Que él les diga.

Mis padres aguardaron mi respuesta. No me atreví a hablar. La directora se paró junto a mí, intimidante.

—Anda, dile a tus padres lo que hiciste.

La miré de reojo. Mi madre se giró hacia mí.

—Dinos qué hiciste.

Me mantuve en silencio. La Miss Ramírez se dirigió a mí en inglés a sabiendas de que mis padres no lo hablaban.

Come on, tell them. Don’t be a coward.

Seguí callado. Lejos de amedrentarme, la actitud de la directora me provocó más y más rabia.

—No pueden expulsarlo a mitad del ciclo escolar —sostuvo mi madre.

—Yo expulso a quien quiero y cuando quiero, señora. Y ya que este muchachito se niega a decirles qué hizo, tendré que decírselos yo…

Justo cuando iba a soltar su perorata, la interrumpí.

—Besé a una niña, ma.

Mi padre, que se había mantenido al margen, increpó a la directora.

—¿Va a expulsar a mi hijo por besar a una niña?

—Por supuesto que no, señor, lo voy a expulsar porque lo hallamos semidesnudo, abusando sexualmente de una niña la cual también estaba semidesnuda. Su hijo cometió una gravísima falta moral que en esta escuela no será permitida.

—Pero si mi hijo es un niño.

—No, señor, su hijo es un pervertido.

Salón. Recreo. Silencio. Miradas. Respiración. Latidos. Manos. Falda. Rodillas. Muslos. Piel. Caricias. Miradas. Calzones. Respiración. Latidos. Roce. Pubis. Cercanía. Temblor. Miradas. Roce. Pubis. Silencio. Calzones. Dedo. Pubis. Humedad. Gemido. Respiración. Pantalón. Cierre. Manos. Aliento. Miradas. Temblor. Botones. Manos. Pito. Erección. Roce. Panocha. Roce. Miedo. Excitación. Miradas. Fricción. Pito. Panocha. Dentro. Humedad. Sudor. Piel. Latidos. Respiración. Campana. Miradas. Separación. Silencio. Despedida. Salón. Puerta. Silencio. Latidos. Voces. Compañeros. Maestra. Salón. Miradas. Secreto.

Carlos apagó la linterna, sacó el rifle de la perrera y colocó una bala en la recámara.

—A ver si se aparece un gato —dijo y se recargó en la pared.

Guardamos silencio. Las chinchillas chillaban en la oscuridad. En el cielo, la Luna próxima a ser conquistada. ¿Se puede conquistar lo inconquistable? La mácula de una nave mancillando el Mar de la Tranquilidad. El hombre y su obsesión por pisotearlo todo.

A lo lejos se escuchaban los carros transitando por Río Churubusco. Lo que ahora era una avenida antes había sido un caudal transparente donde habitaron peces, ranas, ajo­lotes y tortugas y en el que mi padre y sus amigos nadaban en las tardes de calor. Río Piedad, Río Mixcoac, Río de los Remedios. Ríos y ríos convertidos en avenidas, aplastados por toneladas de asfalto. La masacre acuífera de mi ciudad.

—¿Cómo se llamaba la chava que te cogiste en la primaria? —preguntó Carlos.

—Yo no me cogí a ninguna chava.

Carlos sonrió. Su silueta recortada contra la noche. Sobre el cañón del rifle brilló la luz de la Luna próxima a ser pisoteada.

—La chava esa, hombre, ya sabes cuál.

—Fuensanta.

—Ándale, esa. Se me había olvidado. Fuensanta. ¡Carajo! ¿No pudiste escoger a alguien con otro nombre? Fue Santa. No te mides, me cae.

Carlos encendió la linterna para revisar las jaulas. Los ojos de las chinchillas brillaron rojizos. Volvió a apagarla.

—¿Te chupaste el dedo después de metérselo en la puchita?

Por supuesto que me lo había chupado, olido, vuelto a chupar. Guardé su sabor en mi lengua. Lo paladeé. Fuensanta. Fuente Santa, fuente de los secretos, fuente húmeda.

—Ya te dije que no —le respondí molesto.

Carlos sonrió. Cien veces me había hecho la misma pregunta, cien veces le había dicho que no. Cien veces le había mentido y cien veces él esperó que le dijese la verdad.

—Te apuesto a que tu dedo todavía huele a Fuensanta.

Sí, mi dedo aún huele a Fuensanta y nunca dejará de oler a ella.

—Mi dedo no huele a nada —le dije.

—Cómo hiciste llorar a mi mamá por andar de caliente con Fue Santa.

Escuchamos a las chinchillas revolverse, nerviosas. Carlos prendió la linterna. Unos ojos amarillos resplandecieron entre las jaulas. Carlos subió el rifle y acomodó la linterna para iluminar la mira. Al sentir la luz el gato saltó a la barda. Se disponía a escapar cuando sonó el balazo. El gato soltó un bufido y se desplomó hacia la calle. Corrimos a asomarnos. El gato estuvo tirado boca arriba un rato, se incorporó tambaleante y se perdió debajo de un carro.

—Ese gato no volverá a comer chinchilla —sentenció Carlos.

Algunos psicólogos sostienen que cuando un gemelo pierde al otro, por muerte, separación o por cualquier otro motivo, queda en él un hondo sentimiento de abandono. El gemelo solitario vive con la huella de una amputación, una herida imborrable. El gemelo solitario busca entonces compañía que subsane ese hueco emocional. En mi caso no fueron amigos o compañeros de juegos, sino mujeres. Desde niño, a los cuatro o cinco años, solo pensaba en mujeres, en un hondo deseo de sentir su proximidad, su mirada, su desnudez. Acariciar la piel femenina me aliviaba esa comezón de ausencia. En un inicio eran simples roces a un brazo, un atisbo de muslos. Hasta que llegó Fuensanta.

La directora, plantada en medio de su oficina, no cesó de mirarme con reprobación. Mi madre con la cabeza gacha, apenada.

Mi padre se enderezó sobre su silla.

—¿Quién lo vio?

—Media escuela, señor Valdés. Su maestra, varios alumnos. Juan Guillermo tenía los pantalones a las rodillas y estaba toqueteando a una compañerita a la cual le había bajado los calzones.

Mi madre empezó a llorar quedito. Yo con más y más rabia. Y mi padre abstraído tratando de armar el rompecabezas.

—¿Y la muchachita?

—La muchachita ¿qué?

—¿Lo consintió o Juan Guillermo la forzó?

—Es obvio que la forzó, señor Valdés.

Me puse de pie y encaré a la directora.

—No es cierto. Ella también quiso.

—Tú te callas y te sientas —ordenó la directora.

—No es cierto —repetí indignado—, yo no la forcé.

—Siéntate ya —volvió a ordenar.

Me quedé de pie. Mi padre volteó hacia la directora.

—¿Qué dice la niña?

—¿Qué va a decir? Por favor…

—¿Qué dice? ¿La forzó o estuvo de acuerdo?

—Por supuesto que no estuvo de acuerdo.

—Quiero oírlo de su boca —dijo mi padre, molesto.

—Ya bastante está comprometida su dignidad de mujer como para exhibirla aún más —dijo la directora con cursilería telenovelera.

Mi padre comenzó a exaltarse.

—Supongo que la va a expulsar a ella también.

—Supone mal. Aquí solo hay un responsable y ese es Juan Guillermo. Se va expulsado para siempre. No lo queremos en esta escuela.

—Ella también quiso —insistí.

—Deja de decir mentiras —espetó la directora.

La rabia.

—No son mentiras. Los dos quisimos.

La directora dio media vuelta y fue a sentarse a su escritorio.

—No voy a hablar más del asunto. Este niño se va expulsado y de una vez también Juan Carlos. No los quiero aquí. Y hagan el favor de salir porque tengo cosas que hacer.

Mi padre se inclinó hacia ella, irritado.

—¿Qué tiene que ver Juan Carlos con esto?

—No me gusta cómo están educados sus hijos, señor Valdés, y le ruego se retiren.

—¿Qué? —preguntó mi padre, incrédulo.

Como si no existiéramos, tomó unos papeles y se puso a leerlos. Su actitud me encendió. Arranqué hacia el escritorio de la directora, le arrebaté los papeles y los arrojé al piso.

—¿Qué haces, idiota?

Tiré lo que había encima de su escritorio. La directora se levantó y se replegó hacia una vitrina.

—¡Su hijo es un demonio! —les gritó a mis padres—. Lárguense o llamo a la policía.

Mi madre me tomó de la mano y me llevó hacia la puerta. Mi padre —notablemente furioso— intentó decirle algo, pero mi madre lo impidió jalándolo del antebrazo.

—No te rebajes —le dijo y se volvió hacia mí.

—Ve al salón y recoge tus cosas —ordenó.

—Les juro que ella también quiso —les dije.

—Ve por tus cosas —repitió mi madre.

Fui al salón por mis pertenencias. El grupo se hallaba en clase. La maestra me permitió entrar bajo la consigna de que no tardara más de un minuto. Tomé mis útiles, mis cuadernos y mis libros y los metí en mi mochila. Mis compañeros no dejaron de observarme, cuchicheando entre ellos. Me dispuse a partir. Crucé una mirada con Fuensanta y salí. Esa fue la última vez que la vi en mi vida.

El Salvaje
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