Victorias
Gainisg, divinidad de las tormentas, tú que lloras a los muertos por venir, ¿por qué no me advertiste de esta avalancha de muertos que terminó por arrollarme? Ahora por favor dime cuánta muerte más va a llegar. Dime para soportarla, alértame.
Gainisg, divinidad de los juncos, de los pantanos, responde, ¿en dónde estoy sumergido? ¿Qué es este lodo de días sin tiempo? ¿Este transcurrir de tiempo sin tiempo, esta vida sin vida, esta mole de ausencias, este
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vacío?
Gainisg, tú que anticipas la muerte, ¿quién te dicta los nombres de quienes van a irse? Debes saber demasiado para llorarlos tanto, debe ser doloroso presagiar su muerte. Los observas caminar, sonreír, soñar, amar, comer, besar, acariciar, despertar y de pronto te llega la certeza de que todo ello va a desvanecerse en la llovizna de la nada. Gainisg, dime ¿dónde está el cementerio de aquello que vivimos? ¿Dónde están las caricias de mi madre, los abrazos de mi padre, los besos de mi abuela, las palabras de mi hermano? Gainisg, no pueden simplemente desaparecer. No puede morirse toda la vida al morir. Algo debe quedar en esa bruma impenetrable que es la muerte. Así sean migajas de todo aquello que alguna vez existió.
Divinidad de los lagos, dime en dónde hallo a mis muertos. Necesito verlos de nuevo. Me quema esta urgencia por reencontrarlos. Me quedé con muchas preguntas, con tanto que decirles. Gainisg, anda, despiértalos de sus lechos, sácalos al viento, que salgan a hablarme otra vez. Y si no vas a traerlos de vuelta, Gainisg, te lo ruego, detén la muerte. Detén esta oleada que me ahoga. Te lo ruego.
Después de ocho días, Nujuaqtutuq se veía cada vez más débil. La piel pegada a las costillas, tembloroso. Su instinto lo llevó a mordisquear nieve, raíces, tierra. Lo mínimo para subsistir. El lobo deseando permanecer lobo.
Por las tardes Amaruq se sentaba frente a él. Con el cuchillo raspaba los cueros de los wapitíes para desprenderles las rebabas de grasa o prendía una fogata para calentarse. El lobo acechaba a su adversario mortal. Esperaba un descuido del hombre, uno solo, para atacarlo y matarlo. Lo devoraría de inmediato para saciar su hambre y su deseo de venganza. Morirían ambos, él atenazado por la trampa y Amaruq entre sus fauces.
Transcurrieron tres días más. El gran lobo comenzó a languidecer. La anemia lo consumía. Su mirada se tornó opaca. Su lengua reseca. Amaruq vio a su abuelo arrodillarse junto al lobo. El viejo pasó su mano sobre su lomo para tranquilizarlo. El lobo alzó su cabeza y ambos cruzaron una mirada. Algo susurró el abuelo y Nujuaqtutuq volvió a recargar su cabeza en la nieve. El abuelo se incorporó y fue a sentarse junto a un tronco.
Por la tarde empezó a soplar un viento ligero. Amaruq levantó la vista hacia el cielo. Entre las nubes se filtraron los rayos del Sol. “Es la muerte que llega”, murmuró para sí. Volteó a ver al lobo. Nujuaqtutuq respiraba fatigado. No resistiría más. En unas horas más se echaría de lado y entonces Amaruq lo atravesaría con la lanza, clavando la punta detrás del codillo para ensartar el corazón. En menos de un minuto, el lobo estaría muerto.
Amaruq entró a la tienda al anochecer. Se sentó sobre las pieles heladas. Lo embargó la melancolía. Se encontraba a un paso de vencer a su lobo-dueño. El sentido de su existencia se concentraría a la mañana siguiente en el pecho del gran lobo. En cuanto expirara habría cumplido con su sino. Adoptaría el nombre del lobo. Buscaría a su abuelo en el páramo nevado de la muerte para decirle: “Ahora soy Nujuaqtutuq, el Salvaje”. Llevaría con orgullo su nuevo nombre. Amaruq transfigurado en el gran lobo.
Trató de dormir, pero no lo logró. Afuera el lobo yacía herido, con la pata despedazada, a punto de desfallecer de hambre. Sí, él lo había derrotado. Lo persiguió por valles y montañas, cruzó ríos, soportó el invierno, agotó sus víveres, rozó la locura y aguantó el embate de sus alucinaciones. Lo engañó y lo trampeó. Contendió con él por un wapití. Él merecía la victoria. La había peleado minuto a minuto, metro por metro. Pero vencer ¿significaba matarlo?
Pasó la mayor de la noche en vela y justo antes del amanecer se quedó dormido. Soñó con la primera mujer con la cual se había acostado. Una prostituta de Keno, blanca y rubia, muy alta, de dieciocho años, la misma edad que él tenía en ese momento. La rubia le dijo que se llamaba Lucy. Se desnudó distraída, como si él no estuviera ahí y ella estuviera aguardando a que se calentara el agua para darse una ducha. Él se cohibió con tan rotunda desnudez. Le pareció demasiada belleza para alguien como él. Cerró los ojos. Ella se sentó sobre sus piernas y le besó los párpados. Luego hicieron el amor por horas. Ambos se gustaron y volvieron a acostarse repetidas veces. Ella dejó de cobrarle y empezaron a salir a pasear, a tomar café, a cenar.
Un día ella lo citó en el cuarto del hotel. Le explicó que le habían ofrecido un puesto como mesera en una cafetería en Banff y que no quería desperdiciar la oportunidad de un trabajo decente. Hicieron el amor y ella lloró y lloró entre orgasmos. Se despidieron y él la vio partir por la calle. Nunca más la volvió a ver. Esa madrugada, en la tienda, Amaruq soñó el preciso instante en que ella le besó los párpados antes de partir para siempre. Fue tan vívido el sueño que al despertar Amaruq aún sintió la piel de Lucy en la yema de sus dedos.
Salió de la tienda. Infinidad de copos de nieve flotaban sobre el frío aire de la mañana. Caminó hasta Nujuaqtutuq. Se hallaba echado, exangüe. Amaruq asió la lanza y se acercó con cautela. El gran lobo intentó pararse, pero sus piernas no pudieron sostenerlo y volvió a desplomarse.
La nieve empezó a caer con mayor intensidad. El lobo giró la cabeza hacia Amaruq. En su mirada ya no quedaba nada, solo el vacío de quien espera morir. Amaruq tomó la lanza y la alzó para descargar el golpe mortal. Apuntó justo atrás del codo izquierdo. Respiró hondo. Apretó la empuñadura y sostuvo la lanza en el aire. Buscó a su abuelo. Miró a su alrededor y solo halló una cortina blanca cayendo entre los árboles. No escuchó más que el silencio de la nieve. Estaban ellos dos, solos. Hombre y lobo. Amaruq impulsó su cuerpo para dar el lanzazo final. Sus músculos contraídos, listo para matar. El lobo dispuesto a morir. Cruzaron una mirada durante unos segundos y lentamente Amaruq bajó la lanza.
El lobo se giró para ver qué sucedía. Amaruq se acuclilló, tomó el cepo y con fuerza abrió las quijadas. Liberó la pata fracturada y la examinó. La herida penetraba hasta el fondo de los músculos, el hueso ya negruzco y putrefacto.
Amaruq fue al campamento. Tomó unas cuerdas y regresó. Ató las patas traseras de Nujuaqtutuq, cuidadoso de no lastimarlo más. Luego le amarró las patas delanteras. Exánime, el lobo no ofreció resistencia. Amaruq metió las manos debajo de su cuerpo y lo levantó en vilo. Lo cargó hasta la tienda y lo depositó con delicadeza en el piso. Amaruq lo cubrió con una piel de wapití. Luego cortó unos pequeños trozos de carne y se los puso junto al hocico. Nujuaqtutuq tardó en reaccionar, pero abrió la boca y aceptó el alimento. El lobo deglutió con dificultad. Comió unos trozos más y luego cerró los ojos, exhausto. Amaruq salió de la tienda. Deseó hablar con alguien, preguntar si perdonarle la vida al lobo había sido lo correcto, si había traicionado o no su espíritu de cazador. Dio vueltas en la pradera buscando a su abuelo. Solo nieve y silencio. Ni siquiera un dios a quien consultar.
Esa noche vestimos los hábitos y las capuchas. Los rezos se prolongaron más de lo acostumbrado. Otra vez las furiosas diatribas, los himnos jurando castigo y muerte.
Al terminar, pidió que nos despojáramos de las capuchas. Caminó alrededor de nosotros. Algunos se intimidaron a su paso y bajaron la mirada. Se detuvo en el centro y comenzó a hablar. “Después de meses de investigación hemos recopilado los nombres de tres enemigos de dios”. Del clóset sacó un pizarrón y con un gis comenzó a escribir:
Profesor José Luis Cedeño. Retorno 207 # 49. Trabaja en la Universidad Nacional Autónoma de México. Comunista.
Señor Mario Arias. Retorno 202 # 8. Comerciante. Hereje.
Señor Abraham Preciado. Dueño de la tienda de abarrotes La Españolita. Ex Hacienda de Guadalupe # 857. Judío.
El primer paso para señalar a alguien como “enemigo de dios” era una “alerta” emitida de manera anónima por un miembro del grupo. Al terminar las reuniones de los sábados, a cada quien se le entregaba una hoja en blanco y un sobre. Si uno sospechaba de personas que manifestaran visiones anticatólicas o comportamientos amorales, se escribía el nombre en la hoja, se sellaba el sobre y se depositaba en una urna de metal con candado. Humberto y Antonio eran los únicos con llave para abrirla.
Casi siempre las papeletas venían en blanco. Pero si venía algún nombre escrito, ellos dos analizaban la presunta culpabilidad y ordenaban —en absoluta secrecía— el segundo paso: la investigación. Esta etapa debía ser realizada por tres miembros del grupo seleccionados solo por Humberto. Ninguno sabía el nombre de los otros dos y cada uno requería actuar por su cuenta. Bajo juramento los elegidos no podían mencionar su tarea a ningún otro compañero.
Si los “investigadores” entregaban pruebas fehacientes que incriminaran al posible “enemigo”, seguía el tercer paso: “la resolución”. Humberto ponderaba los datos para dictaminar si el acusado era o no “enemigo de dios” y lo consultaba con el padre Arturo. Si el padre Arturo otorgaba su venia, Humberto lo hacía del conocimiento de los demás. Venía entonces el último paso: la “defensa”. Frente al grupo, Humberto preguntaba si alguien poseía datos que atenuaran, o incluso cancelaran, la condición de enemigo de la persona encausada. Estaba prohibido, y se consideraba traición grave, mentir para defender a un acusado. Hacerlo podía significar castigos severos. Si se presentaban testimonios válidos en la defensa, la investigación sería repetida las veces necesarias hasta obtener un veredicto final: enemigo o no enemigo.
—¿Quién tiene algo que decir en defensa del profesor Cedeño? —preguntó Humberto.
El profesor Cedeño era bien conocido en la colonia. Serio, pero amable. Varios de sus alumnos lo visitaban en su casa. Casi siempre tipos melenudos y llenos de collares. Raymundo, un muchacho enjuto y de rostro alargado, alzó la mano con timidez.
—Yo conozco al maestro Cedeño. Es amigo de mi papá.
—¿Y qué tiene que sea amigo de tu papá? Es comunista.
Raymundo tragó saliva.
—Pero cree en Cristo y va a misa.
—Aunque vaya a misa, eso no significa que no sea comunista. Enseña teorías marxistas y socialismo ateo en la UNAM —espetó Antonio.
La evidencia se apilaba en contra de Cedeño. Raymundo hizo un último esfuerzo por defenderlo.
—Es buena persona. Es padrino de bautizo de mi hermana.
Humberto se aproximó y se paró a unos centímetros de él.
—Ser buena gente y creer en Cristo no basta. Quizás necesite un correctivo para rectificar su posición comunistoide.
Amedrentado, Raymundo respondió balbuceante.
—Sí, puede ser.
“Correctivo” significaba una golpiza, el castigo de menor escala en la lista de los buenos muchachos.
—Cedeño será castigado —sentenció Humberto ante la silenciosa aprobación de los demás.
Nadie levantó la mano para defender a Mario Arias. Era un vecino que apenas llevaba seis meses en la colonia. Su pecado había sido renunciar a la fe católica para convertirse en testigo de Jehová. Se lo dijo al padre Arturo cuando fue a darle la bienvenida e invitarlo a ir a misa. Humberto decidió perdonarle el correctivo. “Como sea, sigue creyendo en Cristo. Pero, si alguno de ustedes lo escucha hablar mal de la religión católica, notifiquen de inmediato”. A Arias se le impuso un proceso de supervisión.
Abraham Preciado era un hombre de setenta y cinco años, de carácter amargo y difícil. Atendía La Españolita, una tienda de abarrotes junto con Elsa, su mujer, también de carácter agrio. Por su apellido nadie imaginó que fuera judío y él nunca lo reveló. Cuando el padre Pepe lo fue a ver para invitarlo a ir a misa, él solo dijo que le dolían las rodillas —de hecho caminaba con bastón— y que prefería rezarle a dios en su casa para no ofender a nadie si no se arrodillaba. Le pidió al cura si podía bendecir la tienda y el padre Pepe aceptó gustoso. De esa manera, don Abraham escondió su religión y evitó el acoso al cual estaba acostumbrado desde niño.
Para los buenos muchachos, todo judío era enemigo de Cristo. “Ellos lo crucificaron. Ellos negaron su fe. Ellos quieren imponerse a nosotros, se sienten superiores y son una escoria”, nos dijo Humberto en una de las reuniones.
Por años don Abraham y su mujer no levantaron sospechas entre los buenos muchachos. Eran solo dos viejos malhumorados y severos. Atendían a diario detrás del mostrador, de las siete de la mañana a las nueve de la noche. De lunes a sábado y medio día los domingos. Los ayudaba solamente un empleado al cual trataban a gritos. Si no les daba la gana, no le vendían a quien su presencia física o su forma de vestir les molestara. “A ti no te vendo, muchacho”, argüían y les tenía sin cuidado si el cliente suplicaba que le vendieran. Abraham y Elsa no volteaban ni a verlo.
Su actitud provocaba antipatía entre los vecinos, pero no había otra tienda en los alrededores, excepto el Gigante, el cual quedaba retirado y abría solo de diez de la mañana a siete de la noche. Las compras de emergencia se hacían en La Españolita. Claro, con un sobreprecio no menor del veinticinco por ciento.
Josué fue quien descubrió que don Abraham y doña Elsa eran judíos. Un compañero suyo de la escuela, un muchacho judío de apellido Grinberg, le comentó que en la Unidad Modelo vivían sus tíos. “¿Son judíos?”, le preguntó Josué. “Claro”, respondió Grinberg, “un primo de mi papá y su esposa. El señor Abraham, el que tiene una tienda frente a la iglesia que se llama La Españolita”.
De inmediato Josué se lo contó a Humberto. El apellido Preciado no les sonaba judío. Ignoraban las diferencias entre askenazis y sefarditas. El apellido Preciado era de origen sefardita.
Humberto comisionó a tres a investigar a la pareja. En menos de veinte días averiguaron el nombre de la lejana sinagoga en Polanco a la cual asistían, quién era el rabino a quien consultaban y los nombres de cada miembro de su extensa familia. Abraham y Elsa eran judíos practicantes y activos en su comunidad.
Ser judío, en la escala de enemigos de dios, no era grave. Por lo general solo se les supervisaba, pero en su contra se hallaba la animadversión que causaban en la colonia por sus malos modos, su avaricia, su mezquindad. Para Humberto ellos eran ejemplo del tipo de judíos culpables de masacrar a Cristo y por tanto requerían un correctivo severo. “Vamos a enseñarles a ser humildes y generosos, como debe serlo cualquier creyente de cualquier religión”.
Nadie los defendió. No importó que fueran un par de viejos que trabajaban a diario de Sol a Sol. No importó que hubiesen vivido entre nosotros durante años, que los conociéramos desde niños. No. La decisión estaba tomada y nadie la iba a cuestionar.
Los enemigos de dios:
1. No profesan la misma religión. Medidas: supervisión. En caso de ofensas a Cristo o la fe católica: correctivos.
2. Cambiaron de religión católica a otra. Herejes. Medidas: supervisión. En caso de ofensas a Cristo o la religión católica: correctivos o correctivos severos.
3. Ateos y agnósticos. Medidas: correctivos severos. En caso de ofensas a dios o burlas a la fe católica: eliminación.
4. Comunistas. Medidas: correctivos severos. Si atentan contra la religión o se burlan de la fe católica: eliminación.
5. Quienes consumen drogas o alcohol en exceso. Medidas: correctivos severos.
6. Mujeres promiscuas o que se prostituyen. Medidas: correctivos o correctivos severos.
7. Quienes roban, cometen fraudes, extorsionan, caen en actos de corrupción. Medidas: correctivos severos.
8. Quienes cometen abortos. Medidas: eliminación.
9. Secuestradores. Medidas: eliminación.
10. Quienes corrompen sexualmente a individuos de su propio sexo, sodomitas o violadores. Medidas: eliminación.
11. Quienes envenenan a la sociedad vendiéndoles drogas o sustancias prohibidas. Medidas: eliminación.
Supervisión: vigilar de cerca a una persona para investigar si su comportamiento, su discurso y su actuar atentan contra la fe católica o contra Cristo Nuestro Señor.
Correctivo: aplicar un castigo físico al enemigo. Se utilizarán para ello solo partes de nuestro cuerpo: manos, codos, pies, rodillas.
Correctivo severo: aplicar al enemigo castigo físico de mayor intensidad utilizando para ello objetos duros, como bates, palos, botellas, tubos, cadenas.
Eliminación: suprimir a la persona nociva y así evitar que continúe causando mal. Se permite la utilización de armas de fuego y armas blancas, además de las mencionadas en los otros correctivos.