Capítulo VIII
Prisionero bajo palabra, Mony quedó libre para ir y venir dentro del campamento japonés. Buscó en vano a Cornaboeux. En sus idas y venidas observó que era vigilado por el oficial que le había hecho prisionero. Quiso hacerse amigo suyo y lo consiguió. Era un sintoísta bastante sibarita que le contaba cosas admirables sobre la mujer que había dejado en el Japón.
—Es risueña y encantadora —decía— y la adoro como adoro a Trinidad Ameno-Mino-Kanussi-No-Kami. Es fecunda como Issagui e Isanami, creadores de la tierra y generadores de los hombres, y bella como Amaterassu, hija de los dioses y del mismo sol. Esperándome, piensa en mí y hace vibrar las trece cuerdas de su kô-tô de madera de Polonia imperial o toca el siô de diecisiete tubos.
—Y vos —preguntó Mony—, ¿nunca habéis tenido ganas de fornicar desde que estáis en el frente?
—Yo —dijo el oficial— cuando el deseo me apremia, ¡me masturbo contemplando grabados obscenos! Y extendió ante Mony unos libritos llenos de grabados en madera de una obscenidad sorprendente. Uno de esos libros mostraba a las mujeres haciendo el amor con toda clase de animales: gatos, pájaros, tigres, perros, peces, e incluso pulpos repugnantes que enlazaban con sus tentáculos llenos de ventosas los cuerpos de histéricas japonesitas.
«Todos nuestros oficiales y todos nuestros soldados —dijo el oficial— tienen libros de este tipo. Pueden prescindir de las mujeres y masturbarse contemplando estos dibujos priápicos.»
Mony iba a visitar a menudo a los heridos rusos. Allí encontraba a la enfermera polaca que le había dado clases de crueldad en la tienda de Fedor.
Entre los heridos se encontraba un capitán originario de Arkangel. Su herida no era de extrema gravedad y Mony charlaba a menudo con él, sentado en la cabecera de su cama.
Un día, el herido, que se llamaba Katache, tendió a Mony una carta rogándole que la leyera. La carta decía que la mujer de Katache le engañaba con un tratante en pieles.
—La adoro —dijo el capitán—, amo a esta mujer más que a mí mismo y sufro terriblemente al saberla de otro, pero soy feliz, horriblemente feliz.
—¿Cómo conciliáis estos dos sentimientos? —preguntó Mony—, son contradictorios.
—Se confunden en mí —dijo Katache— no concibo en absoluto la voluptuosidad sin el dolor.
—¿Sois masoquista, pues? —preguntó Mony, vivamente interesado.
—¡Si le llamáis así! —asintió el oficial—, el masoquismo, por otra parte, está plenamente de acuerdo con los principios de la religión cristiana. Mirad, ya que os interesáis por mí, voy a contaros mi vida.
—De acuerdo —dijo Mony con diligencia—, pero bebed antes esta limonada para refrescaros la garganta.
El capitán Katache empezó así:
—Nací en 1874 en Arkangel y, desde mi más tierna edad, experimentaba una alegría amarga cada vez que me castigaban. Todas las desgracias que se abatieron sobre nuestra familia desarrollaron esta facultad de gozar con los infortunios y la agudizaron.
Esto seguramente procedía de un exceso de cariño. Asesinaron a mi padre y recuerdo que contando quince años en aquel momento, a causa de esa muerte experimenté mi primer éxtasis. La conmoción y el espanto me hicieron eyacular. Mi madre se volvió loca y, cuando iba a visitarla al asilo, me masturbaba mientras la oía contar extravagancias inmundas, pues creía haberse convertido en water, señor, y describía los imaginarios culos que defecaban en ella. El día que se figuró que estaba completamente llena, fue preciso encerrarla. Se volvió peligrosa y pedía a voces que vinieran los poceros para vaciarla. Yo la escuchaba con pesar. Ella me reconocía.
—Hijo mío —decía— ya no quieres a tu madre, te vas a otros lavabos. Siéntate encima mío y caga a gusto.
¿Dónde se puede cagar mejor que en el seno de su madre?
Además, hijo mío, no lo olvides, la hoya está llena. Ayer un comerciante de cerveza que vino a cagar en mí tenía cólico. Estoy desbordada, ya no puedo más. Es absolutamente imprescindible hacer venir a los poceros.
Creedlo, señor, estaba profundamente asqueado y también apenado, pues adoraba a mi madre, pero al mismo tiempo sentía un placer indecible al oír estas palabras inmundas. Sí, señor, gozaba y me masturbaba.
Me alistaron en el ejército y gracias a mis influencias pude permanecer en el norte. Frecuentaba a la familia de un pastor protestante establecido en Arkangel; era un inglés y tenía una hija tan maravillosa que mis descripciones no la mostrarían ni la mitad de lo bella que era en realidad. Un día estábamos bailando en una fiesta familiar y, después del vals, Florénce colocó, como por azar, su mano entre mis muslos preguntándome:
—¿La tiene dura?
Se dio cuenta de que yo estaba en un estado de erección terrible; pero sonrió diciéndome:
—Yo también estoy completamente mojada, pero no es en su honor. He gozado por Dyre.
Y se fue zalameramente hacia Dyre Kissird, que era un viajante noruego. Bromearon un instante, luego, como la orquesta había atacado una danza, partieron abrazados mirándose amorosamente. Yo sufría el martirio. Los celos me mordían el corazón. Y si Florénce era deseable, la deseé aún más cuando supe que ella no me amaba. Descargué viéndola bailar con mi rival. Me los imaginaba uno en brazos del otro y tuve que girarme para que nadie viera mis lágrimas.
Entonces, empujado por el demonio de la concupiscencia y de los celos, me juré que debía hacerla mi esposa. Es extraña, esta Florénce, habla cuatro lenguas: francés, alemán, ruso e inglés, pero en realidad, no conoce ninguna y la jerga que emplea tiene un sabor de salvajismo. Yo mismo hablo muy bien el francés y conozco a fondo la literatura francesa, especialmente a los poetas de finales del siglo XIX. Hacía versos que llamaba simbolistas para Florénce, que reflejaban simplemente mi tristeza.
La anémona ha florecido en el nombre de Arkangel
Cuando los ángeles lloran por tener angeleces.
Y el nombre de Florénce ha suspirado concluir
Los juramentos vertiginosos en los peldaños de la escalera.
Voces blancas cantando en el nombre de Arkangel
Han modulado a menudo nanas a Florénce
Cuyas flores, de retorno, cubren con profunda ansiedad
Los techos y las paredes que rezuman con el deshielo.
¡Oh Florénce! ¡Oh Arkangel!
La una: bahía de laureles, pero la otra: hierba angélica
Las mujeres, por turno, se apoyan en los pretiles.
Y llenan los pozos negros con flores y reliquias
¡Dos reliquias de arcángel y de flores de Arkangel![8]
La vida de cuartel en el norte de Rusia está llena de diversiones en época de paz. La caza y las obligaciones mundanas se reparten la vida del militar. La caza tenía muy pocos atractivos para mí y mis ocupaciones mundanas quedan resumidas en estas pocas palabras: conseguir a Florénce a quien amo y que no me ama. Fue una dura labor. Sufrí mil veces la muerte, pues Florénce me detestaba cada vez más, se burlaba de mí y flirteaba con cazadores de osos polares, con comerciantes escandinavos e, incluso, un día que una miserable compañía francesa de opereta llegó a nuestras lejanas brumas para hacer varias actuaciones, sorprendí a Florénce, durante una aurora boreal, patinando cogida de la mano del tenor, un chivo repugnante, nacido en Carcassonne.
Pero yo era rico, señor, y mis solicitudes no dejaban indiferente al padre de Florénce, con la que me casé por fin.
Partimos hacia Francia y, en el camino, ella no permitió que la besara siquiera. Llegamos a Niza en febrero, durante el carnaval.
Alquilamos una villa y, un día en que había guerra de flores, Florénce me comunicó que había decidido perder su virginidad aquella misma noche. Creí que mi amor iba a ser recompensado. ¡Ay!, empezaba mi calvario voluptuoso.
Florénce añadió que no era yo el escogido para cumplir esa función.
«Es usted demasiado ridículo —dijo— y no sabría hacerlo. Quiero un francés, los franceses son galantes y expertos en el amor. Yo misma escogeré a mi ensanchador durante la fiesta.»
Habituado a la obediencia, incliné la cabeza. Fuimos a la batalla de flores. Un joven con acento nizardo o monegasco miró a Florénce. Ella volvió la cabeza sonriendo. Yo sufría más de lo que se sufre en cualquiera de los círculos del infierno de Dante.
Durante la batalla de flores, lo volvimos a ver. Estaba solo en un coche adornado con profusión de flores exóticas. Nosotros estábamos en un Victoria que le volvía loco a uno, pues Florénce había querido que estuviera enteramente adornado con nardos.
Cuando el coche del joven cruzaba junto al nuestro, arrojaba flores a Florénce que le miraba amorosamente mientras le arrojaba manojos de nardos.
Una vez, excitada, arrojó muy fuerte un ramillete cuyos tallos y flores, blandos y viscosos, dejaron una mancha sobre el traje de franela del guapo. Inmediatamente Florénce se disculpó y, apeándose sin ceremonias, subió al coche del joven.
Era un joven nizardo enriquecido en el comercio de aceite de oliva que le había dejado su padre.
Próspero, este era el nombre del joven, recibió a mi mujer sin ceremonias y, al final de la batalla, su coche tuvo el primer premio y el mío el segundo. La banda tocaba. Vi como mi mujer ondeaba la banderola ganada por mi rival, al que besaba en la boca.
Por la noche, ella exigió cenar conmigo y con Próspero, al que condujo a nuestra villa. La noche era exquisita y yo sufría.
Mi mujer nos hizo entrar a los dos en el dormitorio, yo triste hasta la muerte y Próspero muy asombrado y un poco molesto por su buena fortuna.
Ella me señaló un sillón diciendo:
—Va a asistir a una clase de voluptuosidad, trate de aprovechar.
Luego pidió a Próspero que la desnudara: él lo hizo con una cierta gracia.
Florénce era encantadora. Su carne firme, y más llena de lo que parecía, palpitaba bajo la mano del nizardo. Él se desnudó también y su miembro estaba erecto. Me di cuenta con alegría que no era más grande que el mío. Era incluso más pequeño y delgado. Era en suma una auténtica verga de virgo. Los dos eran encantadores; ella, bien peinada, con los ojos chispeantes de deseo, rosada en su camisón de encajes.
Próspero le chupó los pechos, que destacaban como arrulladoras palomas y, pasando la mano bajo el camisón, la masturbó un poquito mientras ella se entretenía mamando el miembro que dejaba escapar de vez en cuando y que entonces iba a restallar contra el vientre del joven. Yo lloraba en mi sillón. De golpe, Próspero tomó a mi mujer en brazos y le levantó el camisón por detrás; su bonito culo regordete apareció lleno de hoyuelos.
Próspero le dio una azotaina mientras ella reía; sobre este trasero las rosas se mezclaron con los lises. Al poco ella se puso seria y dijo:
—Tómame.
Él la llevó a la cama y oí el grito de dolor que lanzó mi mujer, cuando el himen desgarrado dejó paso libre al miembro de su vencedor.
Ya no me hacían el menor caso. Yo sollozaba, gozando de mi dolor a pesar de todo; sin poder aguantarme, saqué rápidamente mi miembro y me masturbé en su honor.
Ellos fornicaron una decena de veces. Luego mi mujer, como si se diera cuenta de mi presencia, me dijo:
—Ven a ver, mi querido marido, el buen trabajo que ha hecho Próspero.
Me acerqué a la cama, el miembro al aire, y viendo que mi verga era más grande que la de Próspero, le despreció. Me masturbó diciendo:
—Próspero, su verga no vale nada, pues la de mi marido, que es un idiota, es más grande que la suya. Usted me ha engañado. Mi marido me vengará. André —ese era yo— azota a este hombre hasta que sangre.
Me arrojé sobre él y, empuñando un látigo para perros que estaba encima de la mesita de noche, le fustigué con toda la fuerza que me daban mis celos. Le azoté mucho rato. Yo era el más fuerte y al final mi mujer tuvo piedad de él. Le hizo vestirse y le despachó con un adiós definitivo.
Cuando se hubo marchado, creí que se habían acabado mis desgracias. ¡Ay!, me dijo:
—André, deme su verga.
Me masturbó, pero no permitió que la tocara. Enseguida, llamó a su perro, un bello danés, que masturbó un instante. Cuando su miembro puntiagudo estuvo erecto, hizo montar al perro encima suyo, ordenándome que ayudara a la bestia cuya lengua colgaba y que jadeaba de voluptuosidad.
Sufría tanto que me desmayé al eyacular. Cuando volví en mí, Florénce me llamaba a gritos. El pene del perro, una vez dentro, ya no quería salir. Los dos, mi mujer y el animal, hacía media hora que se forzaban infructuosamente, sin conseguir desengancharse. Una nudosidad retenía el miembro del danés dentro de la estrecha vagina de mi mujer. Utilicé agua fría y rápidamente les devolví la libertad. Desde ese día mi mujer perdió las ganas de hacer el amor con perros. Para recompensar mis servicios, me masturbó y luego me envió a acostar a mi habitación.
El día siguiente por la noche, supliqué a mi mujer que me dejara cumplir mis deberes de esposo.
—Te adoro —le decía— nadie te ama como yo, soy tu esclavo. Haz lo que quieras de mí.
Estaba desnuda y deliciosa. Sus cabellos estaban extendidos sobre la cama, las fresas de sus senos me atraían y yo lloraba. Me sacó el miembro y lentamente, a pequeñas sacudidas, me masturbó. Luego llamó, y una doncella que había contratado en Niza acudió en camisón, pues ya se había acostado. Mi mujer me hizo sentar otra vez en el sillón, y asistí a los retozos de dos tríbadas que gozaron enfebrecidamente, resoplando, babeando. Se lamieron como gatitas, se masturbaron la una con el muslo de la otra, y yo veía el culo de la joven Ninette, grande y firme, alzarse encima de mi mujer cuyos ojos nadaban en voluptuosidad.
Quise acercarme a ellas, pero Florénce y Ninette se burlaron de mí y me masturbaron, luego se hundieron de nuevo en sus voluptuosidades contra natura.
El día siguiente, mi mujer no llamó a Ninette, pero un oficial de cazadores alpinos vino a hacerme sufrir. Su miembro era enorme y negruzco. Era grosero, me insultaba y me golpeaba.
Cuando hubo fornicado con mi mujer, me ordenó acercarme a la cama y, cogiendo la correa del perro, me cruzó el rostro. ¡Ay!, una risotada de mi mujer me volvió a producir esa áspera voluptuosidad que ya había experimentado en otras ocasiones.
Me dejé desnudar por el cruel soldado que tenía necesidad de azotar a alguien para excitarse.
Cuando quedé desnudo, el alpino me insultó, me llamó: cornudo, cabrón, animal con cuernos y, alzando la correa, la abatió sobre mi trasero; los primeros golpes fueron crueles. Pero vi que mi mujer gozaba con mi sufrimiento, su placer se transmitió a mi persona. Yo mismo gozaba sufriendo.
Cada golpe caía sobre las nalgas como una voluptuosidad algo violenta. El primer escozor quedaba convertido inmediatamente en caricia exquisita y mi miembro se endurecía. Al poco rato los golpes me habían arrancado la piel, y la sangre que brotaba de mis nalgas me enardecía de una manera extraña. Aumentó mucho mis goces.
El dedo de mi mujer se agitaba en el musgo que adornaba su bonito coño. Con la otra mano, masturbaba a mi verdugo. Inesperadamente, los golpes se hicieron más rápidos y sentí que el momento de mi espasmo se aproximaba. Mi cerebro se entusiasmó; los mártires con que se honra la iglesia deben tener momentos como este.
Me levanté, ensangrentado y con el miembro erecto, y me abalancé sobre mi mujer.
Ni ella ni su amante pudieron impedírmelo. Caí en los brazos de mi esposa y sólo tocar con mi miembro los pelos adorados de su coño, descargué lanzando horribles alaridos.
Pero inmediatamente el alpino me arrancó de mi puesto; mi mujer, encarnada por la rabia, dijo que era preciso castigarme.
Tomó unos alfileres y me los hundió en la carne, uno a uno, con voluptuosidad. Yo lanzaba unos gritos de dolor terribles. Cualquiera hubiera tenido piedad de mí. Pero mi indigna mujer se acostó en la roja cama y, con las piernas abiertas, estiró a su amante por su enorme verga de asno, luego, separando los pelos y los labios del coño, se hundió el miembro hasta los testículos, mientras que su amante le mordía los senos y yo rodaba por el suelo como un loco, clavándome aún más esas dolorosas agujas.
Me desperté en brazos de la bella Ninette, que, inclinada sobre mí, me arrancaba los alfileres. Oí como mi mujer, en la habitación de al lado, gritaba y blasfemaba mientras gozaba en brazos del oficial. El dolor que me producían las agujas que me arrancaba Ninette y el que me causaban los goces de mi mujer me produjeron una erección atroz.
Ninette, ya lo he dicho, estaba inclinada sobre mí, la agarré por la barba del coño y noté que la grieta estaba húmeda debajo de mi dedo.
Pero por desgracia la puerta se abrió en este momento y entró un horrible botcha, es decir, un peón de albañil piamontés.
Era el amante de Ninette, y se enfureció. Levantó las faldas a su querida y empezó a pegarle delante de mí. Luego desabrochó su cinturón de cuero y la azotó con él. Ella gritaba.
—No he hecho el amor con mi señor.
—Por eso —dijo el albañil, que la agarraba por los pelos del culo.
Ninette se defendía en vano. Su macizo culo moreno se estremecía bajo los golpes de la correa que silbaba y cortaba el aire como una serpiente que se abalanza sobre una presa. Al poco rato tuvo el trasero al rojo. Esos castigos debían gustarle, pues se giró y, agarrando a su amante por la bragueta, le bajó los pantalones y sacó una verga y unos testículos que debían pesar al menos tres kilos y medio en total.
El puerco la tenía tan dura como un cerdo. Se acostó sobre Ninette que cruzó sus piernas finas y vigorosas sobre la espalda del obrero. Vi como el enorme miembro entraba en un coño peludo que lo tragó como una pastilla y lo vomitó como un pistón. Tardaron mucho en llegar al espasmo y sus gritos se mezclaban con los de mi mujer.
Cuando hubieron acabado, el botcha, que era pelirrojo, se levantó y, viendo que me masturbaba, me insultó y, volviendo a empuñar la correa, me fustigó por todas partes. La correa me hacía un daño terrible, pues ya estaba muy débil y no tenía suficientes fuerzas para sentir la voluptuosidad. La hebilla me entraba cruelmente en las carnes. Yo gritaba:
—¡Piedad!
Pero en este momento, mi mujer entró con su amante y, como un organillo tocaba un vals bajo nuestras ventanas, las dos parejas descompuestas empezaron a bailar encima de mi cuerpo, aplastándome los testículos, la nariz y haciéndome sangrar por todas partes.
Caí enfermo. Fui vengado pues el botcha cayó de un andamio partiéndose el cráneo y el oficial alpino, habiendo insultado a uno de sus compañeros, fue muerto en duelo por este.
Una orden de Su Majestad me llamó para el servicio en Extremo Oriente y abandoné a mi mujer que sigue engañándome…
Así fue como Katache terminó su relato. Había inflamado a Mony y a la enfermera polaca, que había entrado hacia el final de la historia y la escuchaba, estremeciéndose de voluptuosidad contenida.
El príncipe y la enfermera se abalanzaron sobre el desgraciado herido, le destaparon y, agarrando las astas de las banderas rusas que habían sido capturadas en la última batalla y yacían desparramadas en el suelo, empezaron a golpear al desgraciado cuyo trasero se estremecía a cada golpe. Deliraba:
—¡Oh!, mi querida Florénce, ¿es tu mano divina la que me golpea? Me provocas una erección… Cada golpe me hace gozar… No te olvides de masturbarme… ¡Oh!, es bueno. Golpeas demasiado fuerte en los hombros… ¡Oh!, este golpe me ha hecho sangrar… Mi sangre se derrama para ti… mi esposa… mi tórtola… mi mosquita querida…
La puta de la enfermera pegaba como nunca se ha pegado. El culo del desgraciado se alzaba, lívido y manchado de sangre pálida en varias zonas. El corazón de Mony se hizo un nudo, reconoció su crueldad, su furor se volvió contra la indigna enfermera. Le levantó las faldas y empezó a golpearla. Ella cayó al suelo, meneando sus ancas de puerca que un lunar hacía destacar aún más.
Él golpeó con todas sus fuerzas, dejando brotar la sangre de la carne satinada.
Ella se giró, gritando como una poseída. Entonces el bastón de Mony se abatió sobre el vientre, haciendo un ruido sordo.
Tuvo una idea genial y, cogiendo del suelo el otro bastón, el que había soltado la enfermera, empezó a tocar el tambor sobre el vientre desnudo de la polaca. Los ras seguían a los fias con rapidez vertiginosa y ni el pequeño Bara, de gloriosa memoria, redobló tan bien el toque de carga en el puente de Arcóle.
Al final, el vientre estalló; Mony seguía golpeando y, fuera de la enfermería, los soldados japoneses se reunían creyendo que tocaban generala. Las cornetas tocaron alerta en todo el campamento. Todos los regimientos estaban formados, y bien les fue, pues los rusos acababan de iniciar la ofensiva y avanzaban hacia el campamento japonés. Sin los redobles del príncipe Mony Vibescu, el campamento japonés habría caído. Esta fue además la victoria decisiva de los nipones. Debida a un rumano sádico.
De improviso, varios enfermeros trayendo heridos entraron en la sala. Vieron al príncipe apaleando el vientre abierto de la polaca. Vieron al herido ensangrentado y desnudo sobre la cama.
Se abalanzaron sobre el príncipe, le ataron y se lo llevaron.
Un consejo de guerra le condenó a muerte por flagelación y nada pudo ablandar a los jueces japoneses. Una solicitud de gracia al Mikado no obtuvo ningún éxito.
El príncipe Vibescu tomó valientemente sus disposiciones y se preparó a morir como un verdadero hospodar hereditario de Rumanía.