Capítulo VI

El sitio de Port-Arthur había empezado, Mony y su ordenanza Cornaboeux estaban encerrados allí con las tropas del bravo Stoessel.

Mientras los japoneses intentaban forzar el recinto fortificado con alambradas, los defensores de la plaza se consolaban de los cañonazos que amenazaban con matarlos a cada momento, frecuentando asiduamente los cafés-cantantes y los burdeles que habían permanecido abiertos.

Esa noche Mony había cenado copiosamente en compañía de Cornaboeux y de varios periodistas. Habían comido un excelente filete de caballo, pescados del puerto y piña en conserva; todo ello regado con un excelente vino de Champagne.

A decir verdad, el postre había sido interrumpido por la inopinada llegada de un obús que estalló, destruyendo una parte del restaurante y matando a varios de los convidados. Mony estaba muy contento de esta aventura; con gran sangre fría había encendido su cigarro con el mantel que estaba ardiendo. Ahora se iba a un café-concierto con Cornaboeux.

—Este condenado general Kokodryoff —dijo por el camino—, es un notable estratega sin duda; adivinó el sitio de Port-Arthur y seguramente me ha hecho enviar aquí para vengarse de que yo haya descubierto sus relaciones incestuosas con su hijo. Igual que Ovidio, estoy expiando el crimen de mis ojos, pero no escribiré ni Las Tristes ni Las Pónticas. Prefiero gozar el tiempo que me queda por vivir.

Varias balas de cañón pasaron silbando por encima de su cabeza; dieron un salto para evitar a una mujer que yacía partida en dos por un obús y así llegaron ante Las Delicias del Padrecito.

Era el cafetucho chic de Port-Arthur. Entraron. La sala estaba llena de humo. Una cantante alemana, pelirroja, y de carnes desbordantes, cantaba con marcado acento berlinés, aplaudida frenéticamente por aquellos espectadores que entendían alemán. Enseguida cuatro girls inglesas, unas sisters cualesquiera, salieron a bailar unos pasos de giga, mezclada con algo de cake-walky de machicha. Eran unas muchachas muy lindas. Levantaban hasta muy arriba sus crujientes faldas para enseñar unos calzones adornados con cintitas, pero afortunadamente los calzones estaban cortados y en ocasiones dejaban ver sus grandes muslos encuadrados por la batista de las enaguas, o los pelos que atenuaban la blancura de su vientre. Cuando levantaban la pierna, sus coños musgosos se entreabrían. Cantaban:

My cosey corner girl

y fueron más aplaudidas que la ridícula fraulein que las había precedido.

Algunos oficiales rusos, probablemente demasiado pobres para pagarse una mujer, se masturbaban concienzudamente contemplando, con los ojos dilatados, este espectáculo paradisíaco en el sentido mahometano del término.

De vez en cuando, un potente chorro de semen brotaba de uno de esos miembros para ir a aplastarse sobre un uniforme vecino o incluso sobre una barba.

Después de las girls, la orquesta atacó una bulliciosa marcha y el número sensacional se presentó en escena. Estaba formado por una española y un español. Sus trajes toreros causaron una viva impresión entre los espectadores que entonaron un Boje Tsaria Krany de circunstancias.

La española era una soberbia muchacha convenientemente descoyuntada. Unos ojos de azabache brillaban en su pálido rostro de óvalo perfecto. Sus caderas parecían hechas con torno y las lentejuelas de su traje deslumbraban.

El torero, esbelto y robusto, meneaba unas ancas cuya masculinidad debía tener algunas ventajas, sin duda.

Esta interesante pareja, antes que nada, lanzó a la sala un par de besos que causaron furor. Lo hicieron con la mano derecha, mientras que la izquierda descansaba en las arqueadas caderas. Luego, bailaron lascivamente al estilo de su país. Inmediatamente la española se levantó las faldas hasta el ombligo y las sujetó de manera que quedara descubierta hasta el surco umbilical. Sus largas piernas estaban enfundadas en medias de seda roja que llegaban hasta tres cuartos de los muslos. Allí, estaban sujetas al corsé por unas ligas doradas a las que venían a anudarse las sedas que aguantaban un antifaz de terciopelo negro colocado sobre las nalgas de manera que enmascaraba el ojo del culo. El coño estaba tapado por un vellocino negro azulado que se estremecía.

El torero, sin dejar de cantar, sacó su miembro muy largo y muy tieso. Bailaron así, sacando el vientre, pareciendo buscarse y escaparse. El vientre de la joven se ondulaba como un mar que súbitamente se hubiera vuelto consistente; la espuma mediterránea se condensó así para formar el vientre de Afrodita.

De golpe, y como por encanto, el miembro y el coño de estos histriones se juntaron y se hubiera dicho que iban a copular lisa y llanamente en escena.

Nada de eso.

Con su miembro completamente enhiesto, el torero levantó a la joven que plegó las piernas y quedó en el aire sin tocar tierra. Él se paseó un momento. Luego, cuando los mozos del teatro hubieron tendido un alambre tres metros por encima de los espectadores, subió allí arriba, y, obsceno funámbulo, paseó así a su amante por encima de los apretujados espectadores, a través del patio de butacas. Reculó enseguida hasta el escenario. Los espectadores aplaudieron estrepitosamente y admiraron plenamente los encantos de la española cuyo culo enmascarado parecía sonreír, pues estaba lleno de hoyuelos.

Entonces fue el turno de la mujer. El torero plegó las rodillas y, sólidamente ensartado en el coño de su compañera, fue paseado así sobre la rígida cuerda.

Esta fantasía funambulesca había excitado a Mony.

—Vayamos al burdel —dijo a Cornaboeux.

Los Samurais Alegres, tal era el agradable nombre del lupanar de moda durante el sitio de Port-Arthur.

Estaba regentado por dos hombres, dos antiguos poetas simbolistas que, habiéndose casado por amor, en París, habían venido a ocultar su felicidad al Extremo Oriente. Ejercían el lucrativo oficio de gerentes de burdel y vivían bien. Se vestían de mujer y se decían ternezas sin haber renunciado a sus bigotes y a sus nombres masculinos.

Uno era Adolphe Terré. Era el más viejo. El más joven tuvo su momento de celebridad en París. ¿Quién ha olvidado el abrigo gris perla y el cuello de armiño de Tristan de Vinaigre?

—Queremos mujeres —dijo Mony en francés a la cajera que no era otro que Adolphe Terré.

Este comenzó uno de sus poemas:

Una tarde que entre Versailles y Fontainebleau

Perseguía a una ninfa en los bosques susurrantes

Mi miembro se endureció de repente para la ocasión calva

Que pasaba enjuta y erguida, diabólicamente idílica.

La ensarté tres, luego me emborraché veinte días.

Agarré unas purgaciones pero los dioses protegían.

Al poeta. Las glicinas han reemplazado a mis pelos

Y Virgilio cagó sobre mí, este dístico versallés…[6]

—Basta, basta —dijo Cornaboeux— ¡mujeres, rediós!

—¡Aquí viene la sub-madama! —dijo respetuosamente Adolphe.

La sub-madama, es decir el rubio Tristan de Vinaigre, se adelantó graciosamente y, poniendo sus ojos azules en Mony, pronunció con voz cantarina este poema histórico:

Mi miembro ha enrojecido con una alegría encarnada

En la flor de mi vida

Y mis testículos se han bamboleado como frutos pesados

Que buscan la canasta.

El vellocino suntuoso donde se hunde mi verga

Se acuesta muy espeso,

Del culo a la ingle y de la ingle al ombligo (en fin, de todos lados)

Respetando mis frágiles nalgas,

Inmóviles y crispadas cuando tengo que cagar

Sobre la mesa demasiado alta y el papel helado

Los cálidos cagajones de mis pensamientos.[7]

—En fin —dijo Mony— ¿esto es un burdel o un asilo?

—¡Todas las damas al salón! —gritó Tristan y, al mismo tiempo, dio una toalla a Cornaboeux añadiendo:

—Una toalla para dos, señores… Comprendan… es época de sitio.

Adolphe percibió los 360 rublos que costaban las relaciones con las prostitutas en Port-Arthur. Los dos amigos entraron en el salón. Allí les esperaba un espectáculo incomparable.

Las putas, vestidas con peinadores grosella, carmesí, azulino o burdeos, jugaban al bridge mientras fumaban cigarrillos rubios.

En este momento, se oyó un estrépito aterrador: un obús, agujereando el techo, cayó pesadamente en el suelo, donde se hundió como un bólido, justo en el círculo formado por las jugadoras de bridge. Afortunadamente, el obús no estalló. Todas las mujeres cayeron de espaldas gritando. Sus piernas quedaron en alto y mostraron el as de picas a los ojos concupiscentes de los dos militares. Fue una admirable exposición de culos de todas las nacionalidades, pues este burdel modelo poseía prostitutas de todas las razas. El culo en forma de pera de la frisona contrastaba con los culos regordetes de las parisinas, las nalgas maravillosas de las inglesas, los traseros cuadrados de las escandinavas y los culos caídos de las catalanas. Una negra mostró una masa atormentada que se parecía más a un cráter volcánico que a unas ancas femeninas. Una vez en pie, ella proclamó que sus adversarias habían perdido la baza, tan deprisa se acostumbra uno a los horrores de la guerra.

—Me llevo a la negra —dijo Cornaboeux mientras que esta reina de Saba, levantándose y oyéndose nombrar, saludaba a su Salomón con estas amenas palabras:

—¿Quie’es pinchar mi g’an patata, señor gene’al?

Cornaboeux la besó delicadamente. Pero Mony no estaba satisfecho de esta exhibición internacional:

—¿Dónde están las japonesas? —pidió.

—Son cincuenta rublos más —declaró la sub-madama retorciendo sus fuertes bigotes—, comprenda, ¡es el enemigo!

Mony pagó e hicieron entrar a una veintena de muchachas japonesas vestidas con su traje nacional.

El príncipe escogió una que era encantadora y la sub-madama hizo entrar a las dos parejas en un reservado acondicionado para un objetivo fornicador.

La negra que se llamaba Cornélie y la japonesita, que respondía al delicado nombre de Kilyemu, es decir: cáliz de flor de níspero japonés, se desnudaron cantando la una en sabir tripolitano, la otra en un dialecto japonés.

Mony y Cornaboeux se desnudaron.

El príncipe dejó, en un rincón, a su ayuda de cámara y a la negra, y no se ocupó más que de Kilyemu, cuya belleza infantil y grave a la vez le encantaba.

La besó tiernamente y, de vez en cuando, durante esta bella noche de amor, se oía el ruido del bombardeo y los obuses estallaban con suavidad. Se hubiera dicho que un príncipe oriental ofrecía un castillo de fuegos artificiales en honor de alguna princesa georgiana y virgen.

Kilyemu era pequeña pero muy bien hecha, su cuerpo era amarillo como un melocotón, sus senos pequeños y puntiagudos eran duros como pelotas de tenis. Los pelos de su coño estaban unidos en un manojo áspero y negro, se diría que era un pincel mojado.

Ella se echó de espaldas y, llevando sus muslos sobre su vientre, las rodillas plegadas, abrió sus piernas como un libro.

Esta postura imposible para una europea asombró a Mony.

Aparecieron pronto sus encantos. Su miembro se hundió por completo, hasta los testículos, en un coño elástico que, amplio primero, se estrechó inmediatamente de forma sorprendente.

Esta muchachita que apenas parecía núbil sabía hacer el cascanueces. Mony se dio cuenta plenamente cuando después de los últimos espasmos voluptuosos, descargó en una vagina que se había estrechado terriblemente y que le mamaba el miembro hasta la última gota…

—Cuéntame tu historia —dijo Mony a Kilyemu mientras que en el rincón se oían los jadeos cínicos de Cornaboeux y de la negra.

Kilyemu se sentó:

—Soy —dijo— hija de un intérprete de sammisen, que es una especie de guitarra, la toca en el teatro. Mi padre hacía el coro e, interpretando temas tristes, recitaba historias líricas y cadenciosas en un palco enrejado del proscenio.

Mi madre, la bella Pesca de Julio representaba los principales papeles de esas largas obras a las que es tan aficionada la dramaturgia nipona.

Me acuerdo que representaban Los Cuarenta y siete Roonines, La Bella Siguenaï o bien Taiko.

Nuestra compañía iba de ciudad en ciudad, y esta naturaleza admirable donde he crecido aparece siempre en mi memoria en los momentos de abandono amoroso.

Me subía a los matsus, esas coníferas gigantes; iba a ver bañarse en los ríos a los bellos samurais desnudos, cuya enorme mentula no tenía ninguna significación para mí, en esa época, y reía con las bonitas y alegres criadas que venían a secarlos.

¡Oh! ¡Hacer el amor en mi país siempre florido! ¡Amar a un fornido luchador bajo los rosados cerezos y descender besándose de las colinas!

Un marinero de permiso, de la compañía Nippon Josen Kaïsha, que era mi primo, un día me arrebató la virginidad.

Mi padre y mi madre representaban El Gran Ladrón y la sala estaba repleta. Mi primo me llevó a pasear. Yo tenía trece años. Él había viajado por Europa y me contaba las maravillas de un universo que yo ignoraba. Me condujo hasta un jardín desierto lleno de lirios, de camelias rojo obscuro, de lises amarillos y de lotos parecidos a mi lengua, tan bellamente rosados. Allí, me besó y me preguntó si había hecho el amor, le dije que no. Entonces, deshizo mi kimono y me acarició los pechos. Esto me dio risa, pero me puse muy seria cuando puso en mi mano un miembro duro, grande y largo.

¿Qué quieres hacer con él?, le pregunté. Sin responderme, me acostó, me desnudó las piernas e, introduciéndome su lengua en la boca, penetró mi virginidad. Tuve fuerzas para lanzar un grito que debió turbar a las gramíneas y a los bellos crisantemos del gran jardín desierto, pero inmediatamente la voluptuosidad se despertó en mí.

Al poco tiempo me raptó un armero, era bello como el Daïbó de Kamakura, y es preciso hablar religiosamente de su verga que parecía de bronce dorado y que era inagotable. Todas las noches antes del amor me creía insaciable pero cuando había sentido quince veces como la cálida semilla se derramaba en mi vulva, debía ofrecerle mi cansada grupa para que él pudiera satisfacerse, o cuando estaba demasiado fatigada, tomaba su miembro con la boca y lo chupaba hasta que él me ordenaba parar. Se mató para obedecer las prescripciones del Bushido, y cumpliendo este acto caballeresco me dejó sola y desconsolada.

Un inglés de Yokohama me recogió. Olía a cadáver como todos los europeos, y durante largo tiempo no pude acostumbrarme a ese olor. Yo le suplicaba que me enculara para no ver delante de mí su cara bestial con patillas pelirrojas. Sin embargo, al fin, me acostumbré a él y, como estaba bajo mi dominio, le obligaba a lamerme la vulva hasta que su lengua, enrampada, ya no podía removerse.

Una amiga que yo había conocido en Tokio y que amaba hasta la locura venía a consolarme.

Era bonita como la primavera y parecía que dos abejas estaban continuamente posadas en la punta de sus senos. Nos satisfacíamos con un trozo de mármol amarillo tallado por los dos extremos en forma de miembro. Eramos insaciables y, la una en los brazos de la otra, desenfrenadas, encrespadas y aullando, nos agitábamos furiosamente como dos perros que quieren roer el mismo hueso.

Un día el inglés se volvió loco; creía ser el Shogún y quería encular al Mikado.

Se lo llevaron y yo hice de puta en compañía de mi amiga hasta el día en que me enamoré de un alemán, alto, fuerte, imberbe, que tenía una enorme verga inagotable. Me pegaba y yo le besaba llorando. Al fin, baldada por los golpes, me hacía limosna de su miembro y yo gozaba como una posesa abrazándole con todas mis fuerzas.

Un día tomamos el barco, me llevó a Shangai y me vendió a una alcahueta. Luego se fue, mi bello Egon, sin volver la cabeza, dejándome desesperada, con las mujeres del burdel que se reían de mí. Me enseñaron bien el oficio, pero cuando tenga mucho dinero me iré, como una mujer honesta, por el mundo, para encontrar a mi Egon, sentir una vez más su miembro en mi vulva y morir pensando en los rosados árboles del Japón.

La japonesita, tiesa y seria, se marchó como una sombra, dejando a Mony reflexionar sobre la fragilidad de las pasiones humanas con los ojos llenos de lágrimas.

Entonces oyó un sonoro ronquido y, volviendo la cabeza, vio a la negra y a Cornaboeux dormidos castamente uno en los brazos del otro; pero los dos eran monstruosos. El culazo de Cornélie sobresalía, reflejando la luna cuya luz entraba por la abierta ventana. Mony sacó su sable de la funda y pinchó en ese enorme trozo de carne.

En la sala también se oían gritos. Cornaboeux y Mony salieron con la negra. La sala estaba llena de humo. Habían entrado varios oficiales rusos que, borrachos y groseros, profiriendo juramentos inmundos, se arrojaron sobre las inglesas del burdel quienes, asqueadas del aspecto innoble de los militarotes, murmuraron unos bloody y unos damned a cual mejor.

Cornaboeux y Mony contemplaron por un instante la violación de las prostitutas, luego salieron mientras se producía una enculada colectiva y desenfrenada, dejando desesperados a Adolphe Terré y Tristan de Vinaigre que trataban de restablecer el orden y se agitaban vanamente, enredados en sus femeninas faldas.

En ese preciso instante entró el general Stoessel y todo el mundo tuvo que rectificar su posición, incluso la negra.

Los japoneses acababan de dar el primer asalto a la ciudad asediada.

Mony casi tuvo ganas de retroceder para ver lo que haría su jefe, pero se oían gritos salvajes hacia las fortificaciones.

Llegaron varios soldados conduciendo un prisionero. Era un joven alto, un alemán, que habían encontrado en el límite de las obras de defensa, despojando a los cadáveres. Gritaba en alemán:

—No soy un ladrón. Amo a los rusos, he cruzado valientemente las líneas japonesas, para ofrecerme como maricón, marica, enculado. Sin duda os faltan mujeres y no estaréis descontentos de tenerme con vosotros.

—¡A muerte! —gritaron los soldados—, ¡a muerte, es un espía, un salteador, un desvalijador de cadáveres!

Ningún oficial acompañaba a los soldados. Mony se adelantó y pidió explicaciones:

—Se equivoca —dijo al extranjero— tenemos mujeres en abundancia pero debe pagar su crimen. Será enculado, ya que lo pide, por los soldados que le han detenido, y será empalado inmediatamente después. Morirá igual que ha vivido y es la muerte más bella según testimonian los moralistas. ¿Su nombre?

—Egon Muller —declaró temblando el hombre.

—Está bien —dijo Mony secamente—, viene de Yokohama y ha traficado vergonzosamente, como un auténtico alcahuete, con su amante, una japonesa llamada Kilyemu. Marica, espía, alcahuete y desvalijador de cadáveres, estáis completo. Que preparen el poste y vosotros, soldados, enculadlo… No tenéis una ocasión semejante cada día.

Desnudaron al bello Egon. Era un muchacho de una belleza admirable y sus senos estaban redondeados como los de un hermafrodita. A la vista de estos encantos, los soldados sacaron sus miembros concupiscentes.

Cornaboeux se conmovió, con los ojos arrasados en lágrimas, y pidió gracia para Egon a su señor, pero Mony se mantuvo inflexible y no permitió a su ordenanza más que hacerse chupar el miembro por el encantador efebo quien, el culo tenso, recibió a su vez, en su ano dilatado, las vergas radiantes de los soldados que, perfectos brutos, cantaban himnos religiosos felicitándose por su captura.

El espía, tras recibir la tercera descarga, comenzó a gozar furiosamente y agitaba su culo mientras chupaba el miembro de Cornaboeux, como si aún tuviera treinta años de vida por delante.

Mientras tanto habían alzado el poste metálico que debía servir de asiento al mamón.

Cuando todos los soldados hubieron enculado al prisionero, Mony deslizó unas palabras en los oídos de Cornaboeux que aún estaba extasiado por la manera como acababan de sacarle punta a su lápiz.

Cornaboeux fue hasta el burdel y volvió enseguida, acompañado por Kilyemu, la joven prostituta japonesa que preguntaba qué era lo que querían de ella.

De improviso vio a Egon al que acababan de clavar, amordazado, sobre el palo de hierro. Se contorsionaba y la pica le penetraba poco a poco en el ano. Por delante su verga se alzaba de tal forma que parecía estar a punto de romperse.

Mony señaló a Kilyemu a los soldados. La pobre mujercita miraba a su amante empalado con ojos donde se mezclaba el terror, el amor y la compasión en una suprema desolación. Los soldados la desnudaron y alzaron su pobre cuerpecito de pájaro sobre el del empalado.

Separaron las piernas de la desgraciada y el hinchado miembro que ella había deseado tanto la penetró una vez más.

La pobre, simple de espíritu, no entendía esta barbarie, pero el miembro que la colmaba la excitaba demasiado voluptuosamente. Se volvió como loca y se agitaba, haciendo descender poco a poco el cuerpo de su amante a lo largo del palo. Él descargó mientras expiraba.

¡Era un extraño estandarte el que formaban ese hombre amordazado y esa mujer que se agitaba encima suyo, con la boca desencajada!… La sangre obscura formaba un charco al pie del palo.

—Soldados, saludad a los que mueren —gritó Mony, y dirigiéndose a Kilyemu—: «He satisfecho tus deseos… ¡En este momento los cerezos florecen en el Japón, los amantes se pierden entre la nieve rosa de los pétalos que se deshojan!».

Luego, apuntando su revólver, le voló la cabeza y los sesos de la pequeña cortesana saltaron al rostro del oficial, como si ella hubiera querido escupir a su verdugo.