Capítulo VII
Después de la ejecución sumaria del espía Egon Muller y de la prostituta japonesa Kilyemu, el príncipe Vibescu se había convertido en un personaje muy popular en Port-Arthur.
Un día, el general Stoessel le hizo llamar y le entregó un pliego diciendo:
—Príncipe Vibescu, aunque no seáis ruso, no por eso dejáis de ser uno de los mejores oficiales de la plaza… Esperamos la llegada de socorros, pero es preciso que el general Kuropatkin se dé prisa… Si tarda mucho, tendremos que capitular… Esos perros japoneses acechan y un día su fanatismo acabará con nuestra resistencia. Debéis atravesar las líneas japonesas y entregar este despacho al generalísimo.
Prepararon un globo. Durante ocho días, Mony y Cornaboeux se entrenaron en el manejo del aeróstato que fue hinchado una bella mañana.
Los dos pasajeros subieron a la barquilla, pronunciaron el tradicional: «¡Soltadlo!» y pronto, habiendo alcanzado la región de las nubes, ya no divisaron la tierra más que como algo muy pequeño, y el campo de batalla se divisaba netamente con los ejércitos, las escuadras en el mar, y una cerilla que rascaban para encender su cigarrillo dejaba un reguero más luminoso que los obuses de los cañones gigantes de los que se servían los beligerantes.
Una fuerte brisa impulsó al globo en la dirección de los ejércitos rusos y, en varios días, aterrizaron y fueron recibidos por un fornido oficial que les dio la bienvenida. Era Fedor, el hombre con tres testículos, el antiguo amante de Héléne Verdier, la hermana de Culculine d’Ancóne.
—Teniente —le dijo el príncipe Vibescu al saltar de la barquilla—, sois muy amable y la recepción que nos hacéis nos consuela de muchas fatigas. Dejadme pediros perdón por haberos puesto cuernos en San Petersburgo con vuestra amante Héléne, la institutriz francesa de la hija del general Kokodryoff.
—Habéis hecho bien —contestó Fedor—, figuraos que aquí he encontrado a su hermana Culculine; es una estupenda muchacha que hace de cantinera en un bar de señoritas que frecuentan nuestros oficiales. Abandonó París para conseguir una fuerte suma en Extremo Oriente. Aquí gana mucho dinero, pues los oficiales jaranean como corresponde a personas a las que queda poco tiempo de vida, y su amiga Alexine Mangetout está con ella.
—¿Cómo? —exclamó Mony—. ¡Culculine y Alexine están aquí!… Conducidme deprisa ante el general Kuropatkin, debo cumplir mi misión ante todo… Inmediatamente después me llevaréis a la cantina…
El general Kuropatkin recibió amablemente a Mony en su palacio. Era un vagón bastante bien acondicionado.
El generalísimo leyó el mensaje, luego dijo:
«Haremos todo lo posible para liberar Port-Arthur. Mientras tanto, Príncipe Vibescu, os nombro caballero de San Jorge…»
Una media hora después, el recién condecorado se hallaba en la cantina El Cosaco Dormido en compañía de Fedor y de Cornaboeux. Dos mujeres se apresuraron a atenderles. Eran Culculine y Alexine, completamente encantadoras. Estaban vestidas de soldado ruso y llevaban un delantal de encajes delante de sus anchos pantalones aprisionados en las botas; sus culos y sus pechos sobresalían agradablemente y abombaban el uniforme. Una gorrita colocada de través sobre su cabellera completaba lo que este ridículo atavío militar tenía de excitante. Tenían el aspecto de menudas comparsas de opereta.
«¡Mira, Mony!», exclamó Culculine. El príncipe besó a las dos mujeres y les preguntó por sus aventuras.
—Ahí va —dijo Culculine— pero tú también nos contarás lo que te ha sucedido.
»Después de la noche fatal en que los asaltantes nos dejaron medio muertos junto al cadáver de uno de ellos al que yo había cortado el miembro con mis dientes en un instante de goce loco, me desperté rodeada de médicos. Me habían encontrado con un cuchillo plantado en mis nalgas. Alexine fue cuidada en su casa y no tuvimos ninguna noticia tuya. Pero nos enteramos, cuando pudimos salir, que habías vuelto a Servia. El suceso había causado un enorme escándalo, a su retorno mi explorador me dejó y el senador de Alexine no quiso mantenerla más.
»Nuestra estrella empezaba a declinar en París. Estalló la guerra entre Rusia y Japón. El chulo de mis amigas organizaba una expedición de mujeres para servir en las cantinas burdeles que acompañan al ejército ruso; nos contrataron y aquí nos tienes.»
A continuación Mony contó lo que le había sucedido, omitiendo lo que había pasado en el Orient-Express. Presentó a Cornaboeux a las dos mujeres sentadas, pero sin decir que era el desvalijador que había plantado su cuchillo en las nalgas de Culculine.
Todos estos relatos ocasionaron un gran consumo de bebidas; la sala se había llenado de oficiales con gorra que cantaban a voz en grito mientras acariciaban a las camareras.
—Salgamos —dijo Mony.
Culculine y Alexine les siguieron y los cinco militares salieron de los atrincheramientos y se dirigieron hacia la tienda de Fedor.
La noche había caído, estrellada. Mony tuvo un antojo al pasar ante el vagón del generalísimo: hizo quitar el pantalón a Alexine, cuyas grandes nalgas parecían estar incómodas en él y, mientras los otros continuaban su camino, manoseó el soberbio culo, semejante a un pálido rostro bajo la pálida luna, luego sacando su verga bravía, la frotó un instante en la raya del culo, picoteando a veces el orificio, luego al oír un seco toque de corneta acompañado de redobles de tambor, se decidió de golpe. El miembro descendió entre las nalgas frescas y se introdujo en un valle que conducía al coño. Las manos del joven, por delante, revolvían el vellocino y excitaban el clítoris. Fue y vino, labrando con la reja de su arado el surco de Alexine, que gozaba removiendo su culo lunar al que la luna allá arriba parecía sonreír mientras lo admiraba. De golpe empezaron las llamadas monótonas de los centinelas; sus gritos se repetían a través de la noche. Alexine y Mony gozaban silenciosamente y cuando eyacularon, casi al mismo tiempo y suspirando profundamente, un obús desgarró el aire y fue a matar a varios soldados que dormían en una trinchera. Murieron quejándose como niños que llaman a su madre. Mony y Alexine, rápidamente compuestos, corrieron a la tienda de Fedor.
Allí, encontraron a Cornaboeux desbraguetado, arrodillado ante Culculine que, sin pantalones, le mostraba el culo. Él decía:
—No, no se nota nada; nadie diría que te han pegado una cuchillada ahí dentro.
Luego, levantándose, la enculó gritando frases rusas que había aprendido.
Entonces Fedor se colocó ante ella y le introdujo su miembro en el coño. Se hubiera dicho que Culculine era un precioso muchacho al que estaban enculando mientras que él ensartaba su cola en una mujer. En efecto, estaba vestida de hombre y el miembro de Fedor parecía pertenecerle. Pero sus nalgas eran demasiado grandes para que esta idea pudiera subsistir por mucho tiempo. Del mismo modo, su talle delgado y la combadura de su pecho desmentían que fuera un muchacho. El trío se agitaba cadenciosamente y Alexine se acercó para juguetear con los tres testículos de Fedor.
En ese momento un soldado preguntó en voz alta, fuera de la tienda, por el príncipe Vibescu.
Mony salió; el militar era un enviado del general Munin que requería a Mony inmediatamente.
Siguió al soldado, llegaron hasta un furgón al que Mony subió mientras el soldado anunciaba:
«El príncipe Vibescu».
El interior del furgón parecía un tocador, pero un tocador oriental. Allí reinaba un lujo descabellado y el general Munin, un coloso de cincuenta años, recibió a Mony con gran gentileza.
Le mostró, descuidadamente tendida en un sofá, una bella mujer de una veintena de años.
Era una circasiana, su mujer:
—Príncipe Vibescu —dijo el general—, mi esposa, que hoy ha oído hablar de vuestra hazaña y quiere felicitaros. Por otra parte, está encinta de tres meses y un antojo de preñada la impulsa irresistiblemente a querer acostarse con vos. ¡Aquí está! Cumplid con vuestro deber. Yo me satisfaré de otra manera.
Sin replicar, Mony se desnudó y empezó a hacer lo mismo con la bella Haidyn que parecía hallarse en un estado de extraordinaria excitación. Mordía a Mony mientras este la desnudaba. Estaba admirablemente bien hecha y su embarazo aún no se notaba. Sus senos moldeados por las Gracias se alzaban redondos como balas de cañón.
Su cuerpo era flexible, lleno y esbelto. Había una desproporción tan bella entre la rotundidad de su culo y la delgadez de su talle que Mony sintió alzarse su miembro como un abeto noruego.
Ella se lo cogió mientras él manoseaba los muslos que eran gruesos hacia lo alto y se adelgazaban hacia la rodilla.
Cuando quedó desnuda, él se subió encima y la ensartó relinchando como un semental mientras que ella cerraba los ojos, saboreando una felicidad infinita.
Mientras tanto, el general Munin había hecho entrar a un muchachito chino, muy lindo y atemorizado.
Sus ojos oblicuos vueltos hacia la pareja que hacía el amor no paraban de parpadear.
El general le desnudó y le chupó su colita que apenas alcanzaba el tamaño de una yuyuba.
A continuación lo giró y le dio una azotaina en su culito flaco y amarillo. Cogió su enorme sable y se lo colocó cerca.
Luego enculó al muchachito, que debía conocer esta manera de civilizar Manchuria, pues meneaba su cuerpecito de esponja china de forma muy experimentada.
El general decía:
—Goza mucho, mi Haidyn, yo también estoy gozando.
Y su verga salía casi por entero del cuerpo del chinito para volver a entrar inmediatamente. Cuando llegó al límite de sus goces, tomó el sable y, con los dientes apretados, sin dejar de culear, le cortó la cabeza al chinito cuyos últimos espasmos le llevaron al paroxismo, mientras la sangre brotaba del cuello como el agua de una fuente.
Después de eso el general desenculó y se limpió la cola con su pañuelo. Luego limpió su sable y, agarrando la cabeza del pequeño decapitado, la enseñó a Mony y a Haidyn que ya habían cambiado de posición.
La circasiana cabalgaba con rabia sobre Mony. Sus pechos bailoteaban y su culo se alzaba frenéticamente. Las manos de Mony palpaban esas grandes y maravillosas nalgas.
—Mirad como sonríe amablemente el chinito —dijo el general.
La cabeza mostraba una horrible mueca, pero su aspecto redobló la rabia erótica de los dos fornicadores que culearon con muchísimo más ardor.
El general soltó la cabeza, luego, tomando a su mujer por las caderas, le introdujo su miembro en el culo. El goce de Mony aumentó. Las dos vergas, separadas apenas por un estrecho tabique, chocaban de frente aumentando los goces de la joven que mordía a Mony y se ondulaba como una víbora. La triple descarga tuvo lugar simultáneamente. El trío se separó y el general, tan pronto se puso en pie, blandió su sable gritando:
—Ahora, príncipe Vibescu, debéis morir, ¡habéis visto demasiado!
Pero Mony le desarmó sin ninguna dificultad.
A continuación le ató de pies y manos y le acostó en un rincón del furgón, junto al cadáver del chinito. Luego, continuó hasta la mañana sus deleitosas fornicaciones con la generala. Cuando la dejó, estaba fatigada y dormida. El general también dormía, atado de pies y manos.
Mony fue a la tienda de Fedor: allí también se había copulado durante toda la noche. Alexine, Culculine, Fedor y Cornaboeux dormían desnudos y en confusión sobre unos mantos. El semen se pegaba a los pelos de las mujeres y los miembros de los hombres pendían lamentablemente.
Mony les dejó dormir y empezó a errar por el campamento. Se esperaba un próximo combate con los japoneses. Los soldados se equipaban o comían. Los de caballería cuidaban a sus caballos.
Un cosaco que tenía frío en las manos se las calentaba en el coño de su yegua. La bestia relinchaba dulcemente; de golpe, el cosaco, enardecido, subió a una silla colocada detrás de su bestia y sacando una enorme verga larga como un asta de lanza, la hizo penetrar con gran delicia en la vulva animal que segregaba un jugo caballar muy afrodisíaco, pues el bruto humano descargó tres veces con grandes movimientos de culo antes de desencoñar.
Un oficial que se dio cuenta de este acto bestial se aproximó al soldado con Mony. Le reprochó vivamente el haberse dejado arrastrar por la pasión:
—Amigo mío —le dijo—, la masturbación es una virtud militar.
Todo buen soldado debe saber que en tiempo de guerra el onanismo es el único acto amoroso permitido. Masturbaos, pero no toquéis ni las mujeres ni las bestias.
Además, la masturbación es muy encomiable, pues permite a los hombres y a las mujeres acostumbrarse a su próxima y definitiva separación. Las costumbres, el espíritu, los vestidos y los gustos de los dos sexos se diferencian cada vez más. Hora es ya de darse cuenta y me parece necesario, si se quiere sobresalir en la tierra, tener en cuenta esta ley natural que se impondrá pronto.
El oficial se alejó, dejando que un pensativo Mony alcanzara la tienda de Fedor.
De golpe el príncipe percibió un extraño rumor, se hubiera dicho que un grupo de lloronas irlandesas se lamentaban por un muerto desconocido.
Al aproximarse el ruido se modificó, se hizo rítmico con golpes secos como si un director de orquesta loco golpeara con su batuta sobre su atril mientras la orquesta tocaba en sordina.
El príncipe corrió más deprisa y un extraño espectáculo se ofreció ante sus ojos. Un grupo de soldados al mando de un oficial azotaban, por turno, con largas baquetas flexibles, la espalda de unos condenados desnudos de cintura para arriba.
Mony, cuyo grado era superior al del que mandaba a los sayones, quiso tomar el mando. Trajeron a un nuevo culpable. Era un bello muchacho tártaro que casi no hablaba el ruso. El príncipe le hizo desnudar completamente, luego los soldados le fustigaron de tal manera que el frío de la mañana le azotaba al mismo tiempo que las vergas que le cruzaban todo el cuerpo.
Permanecía impasible y esta calma irritó a Mony; dijo unas palabras al oído de Cornaboeux que trajo inmediatamente a una camarera del bar. Era una cantinera regordeta cuyas ancas y cuyo pecho rellenaban indecentemente el uniforme que la apretaba. Esta bella y gorda muchacha llegó, estorbada por su traje y marcando el paso de la oca.
—Está indecente, hija mía —le dijo Mony—; cuando se es una mujer como usted, una no se viste de hombre; cien vergajazos para enseñárselo.
La desgraciada temblaba con todos sus miembros, pero, a un gesto de Mony, los soldados le arrancaron la ropa.
Su desnudez contrastaba singularmente con la del tártaro.
Él era muy alto, de rostro demacrado, con los ojos pequeños, astutos y tranquilos; sus miembros tenían esa delgadez que se le supone a Juan el Bautista, tras haber hecho un rato de langosta. Sus brazos, su pecho y sus piernas de halcón eran velludos; su pene circunciso iba tomando consistencia a causa de la fustigación y el glande estaba púrpura, del color de los vómitos de un borracho.
La cantinera, bello espécimen de alemana de Brunswick, era pesada de ancas; parecía una robusta yegua luxemburguesa soltada entre los sementales. Los cabellos rubio estopa la poetizaban bastante y las niñas renanas no debían ser de otra manera.
Unos pelos rubios muy claros le colgaban hasta la mitad de los muslos. Estas greñas cubrían completamente una mota muy abombada. Esta mujer respiraba una robusta salud y todos los soldados sintieron que sus miembros viriles se ponían por sí mismos en presenten-armas.
Mony pidió un knut, que le trajeron. Lo puso en la mano del tártaro.
—Puerco caporal —le gritó— si quieres conservar entera la piel, no te preocupes de la de esta puta.
El tártaro, sin contestar, examinó como un experto el instrumento de tortura compuesto de tiras de cuero a las que habían enganchado limadura de hierro.
La mujer lloraba y pedía gracia en alemán. Su blanco y rosado cuerpo temblaba. Mony la obligó a arrodillarse, luego, de un puntapié, la forzó a levantar el culazo. El tártaro agitó primero el knut en el aire, luego, levantando el brazo hasta muy arriba, iba a golpear, cuando la desgraciada kellnerina, que temblaba con todos sus miembros, dejó escapar un sonoro pedo que hizo reír a todos los asistentes y el knut cayó. Mony, con una verga en la mano, le cruzó el rostro diciéndole:
—Idiota, te he dicho que golpees, y no que rías.
A continuación, le entregó la verga ordenándole que primero fustigara con ella a la alemana para irla acostumbrando. El tártaro empezó a golpear con regularidad. Su miembro colocado detrás del culazo de la víctima se había endurecido, pero, a pesar de su concupiscencia, su brazo caía rítmicamente, la verga era muy flexible, los golpes silbaban en el aire, luego caían secamente sobre la piel tensa que se iba rayando.
El tártaro era un artista y los golpes que daba se unían para formar un dibujo caligráfico.
En la base de la espalda, encima de las nalgas, la palabra puta apareció claramente al cabo de poco tiempo.
Se aplaudió calurosamente mientras los gritos de la alemana se hacían cada vez más roncos. Su culo se agitaba por un instante a cada vergajazo, luego se levantaba; las apretadas nalgas se iban separando; entonces se vislumbraba el ojo del culo y debajo, el coño, abierto y húmedo.
Poco a poco, pareció acostumbrarse a los golpes. A cada chasqueo de la verga, la espalda se levantaba débilmente, el culo se entreabría y el coño bostezaba de satisfacción como si un goce imprevisto se apoderara de ella.
Pronto perdió el equilibrio, como sofocada por el goce, y Mony, en ese momento, detuvo la mano del tártaro.
Le devolvió el knut y el hombre, muy excitado, loco de deseo, empezó a azotar la espalda de la alemana con esta cruel arma. Cada golpe dejaba varias marcas sangrantes y profundas pues, en vez de levantar el knut después de haberlo abatido, el tártaro lo atraía hacia él de manera que las limaduras adheridas a las tiras arrastraban trozos de piel y de carne, que enseguida caían por todas partes, manchando con gotitas sangrientas los uniformes de la soldadesca.
La alemana ya no sentía el dolor, se ondulaba, se retorcía y silbaba de gozo. Su cara estaba encarnada, babeaba y, cuando Mony ordenó parar al tártaro, las marcas de la palabra puta habían desaparecido, pues la espalda no era más que una llaga.
El tártaro permaneció erguido, empuñando el ensangrentado knut; parecía pedir un gesto de aprobación, pero Mony le miró con aire despreciativo: «Habías empezado bien, pero has acabado mal. Esta obra es detestable. Has golpeado como un ignorante. Soldados, llevaros a esa mujer y traedme a una de sus compañeras a la tienda de ahí al lado: está vacía. Voy a tenérmelas con este miserable tártaro».
Despachó a los soldados, algunos de los cuales se llevaron a la alemana, y el príncipe entró en la tienda con su condenado.
Con todas sus fuerzas, empezó a azotarlo con las dos vergas. El tártaro, excitado por el espectáculo que acababa de presenciar y cuyo protagonista era él mismo, no retuvo demasiado tiempo el esperma que bullía en sus testículos. Bajo los golpes de Mony, su miembro se irguió y el semen que saltó fue a estrellarse contra la lona de la tienda.
En este momento, trajeron a otra mujer. Estaba en camisón pues la habían sorprendido en la cama. Su rostro expresaba estupefacción y un profundo terror. Era muda y su gaznate dejaba escapar unos sonidos inarticulados y roncos.
Era una bella muchacha, originaria de Suecia. Hija del jefe de la cantina, se había casado con un danés, socio de su padre. Había dado a luz cuatro meses antes y amamantaba ella misma a su hijo. Debía tener veinticuatro años. Sus senos repletos de leche —pues era una buena ama de cría— abombaban el camisón.
Sólo verla, Mony despidió a los soldados que la habían traído y le levantó el camisón. Los gruesos muslos de la sueca parecían fustes de columna y aguantaban un soberbio edificio; su pelo era dorado y estaba graciosamente rizado. Mony ordenó al tártaro que la azotara mientras él la masturbaba con la boca. Los golpes llovían sobre los brazos de la bella muda, pero abajo la boca del príncipe recogía el licor amoroso que destilaba ese coño boreal.
A continuación se tendió desnudo en la cama, después de haber quitado el camisón a la mujer que estaba enardecida. Ella se colocó encima suyo y el miembro entró profundamente entre los muslos de una deslumbrante blancura. Su culo macizo y firme se agitaba cadenciosamente. El príncipe tomó un seno en la boca y empezó a mamar una leche deliciosa.
El tártaro no estaba inactivo, sino que, haciendo silbar la verga, aplicaba rudos golpes en el mapamundi de la muda, con lo que activaba sus goces. Golpeaba como un poseído, rayando ese culo sublime, marcando sin ningún respeto los bellos hombros blancos y carnosos, dejando surcos en la espalda. Mony, que ya había trabajado mucho, tardó en llegar al éxtasis y la muda, excitada por la verga, gozó una quincena de veces, mientras él lo hacía una vez.
Entonces, se levantó y, viendo la bella erección del tártaro, le ordenó que ensartara como los perros a la bella ama de cría que aún no parecía saciada, y él mismo, tomando el knut, ensangrentó la espalda del soldado, que gozaba lanzando gritos terribles.
El tártaro no abandonaba su puesto. Soportando estoicamente los golpes propinados por el terrible knut, laboraba sin descanso en el reducto amoroso donde se había alojado. Allí depositó por cinco veces su ardiente oferta. Luego quedó inmóvil encima de la mujer, agitada todavía por estremecimientos voluptuosos.
Pero el príncipe le insultó, había encendido un cigarrillo y quemó en diversos lugares los hombros del tártaro. A continuación le colocó una cerilla encendida sobre los testículos y la quemadura tuvo el don de reanimar al infatigable miembro. El tártaro volvió a partir rumbo a una nueva descarga. Mony tomó el knut de nuevo y golpeó con todas sus fuerzas sobre los cuerpos unidos del tártaro y de la muda; la sangre manaba, los golpes llovían, haciendo clac. Mony blasfemaba en francés, en rumano y en ruso. El tártaro gozaba terriblemente, pero una sombra de odio hacia Mony pasó por sus ojos. Conocía el lenguaje de los mudos y, pasando su mano por delante del rostro de su compañera, le hizo unos signos que ella comprendió de maravilla.
Hacia el final de la cópula, Mony tuvo un nuevo capricho: aplicó su encendido cigarrillo sobre la punta del seno húmedo de la muda. Una gotita de leche que coronaba el estirado pezón, apagó el cigarrillo, pero la mujer lanzó un rugido de terror mientras descargaba.
Hizo un signo al tártaro que desencoñó inmediatamente. Los dos se precipitaron sobre Mony y lo desarmaron. La mujer empuñó una verga y el tártaro, el knut. La mirada encendida por la ira, animados por la esperanza de vengarse, empezaron a azotar cruelmente al oficial que les había hecho sufrir. Fue inútil que Mony gritara y se debatiera, los golpes no perdonaron ningún rincón de su cuerpo. Sin embargo, el tártaro, temiendo que su venganza sobre un oficial tuviera consecuencias funestas, arrojó pronto su knut, contentándose, como la mujer, con una simple verga. Mony saltaba bajo la fustigación y la mujer se encarnizaba especialmente sobre el vientre, los testículos y el miembro del príncipe.
Mientras tanto, el danés, esposo de la muda, se había dado cuenta de su desaparición pues su hijita reclamaba el pecho de la madre. Tomó a la criatura en brazos y salió en busca de su mujer.
Un soldado le indicó la tienda donde estaba sin decirle lo que hacía allí. Loco de celos, el danés echó a correr, levantó la lona y penetró en la tienda. El espectáculo era poco común: su mujer, ensangrentada y desnuda, en compañía de un tártaro ensangrentado y desnudo, azotaba a un joven.
El knut estaba tirado en tierra; el danés dejó a su hija en el suelo, empuñó el knut y golpeó con todas sus fuerzas a su mujer y al tártaro, que cayeron al suelo aullando de dolor.
Bajo los golpes, el miembro de Mony se había enderezado, tenía una enorme erección, contemplando esta escena conyugal.
La niñita lloraba en el suelo. Mony se apoderó de ella y, desfajándola, besó su culito rosado y su rajita gordezuela y lisa, luego colocándola sobre su miembro y tapándole la boca con una mano, la violó; su verga desgarró las carnes infantiles. Mony no tardó en gozar. Descargaba cuando el padre y la madre, dándose cuenta demasiado tarde de este crimen, se abalanzaron encima suyo.
La madre se apoderó de la niña. El tártaro se vistió deprisa y se eclipsó; pero el danés, con los ojos inyectados en sangre, levantó el knut. Iba a asestar un golpe mortal a la cabeza de Mony, cuando vio en tierra el uniforme de oficial. Su brazo descendió, pues sabía que un oficial ruso es sagrado, puede violar, robar, pero el mercachifle que ose ponerle una mano encima será colgado inmediatamente.
Mony comprendió todo lo que pasaba por la cabeza del danés. Se aprovechó de ello, se levantó y empuñó su revólver con rapidez. Con aire despreciativo ordenó al danés que se bajara los pantalones. Luego, apuntándole con el revólver, le ordenó que enculara a su hija. Las súplicas del danés fueron inútiles, tuvo que introducir su mezquino miembro en el tierno culo de la desmayada criatura.
Mientras tanto, Mony, armado con una verga y empuñando su revólver con la mano izquierda, hacía llover los golpes sobre la espalda de la muda, que sollozaba y se retorcía de dolor. La verga caía sobre una carne hinchada por los golpes precedentes, y el dolor que sufría la pobre mujer constituía un horrible espectáculo. Mony lo soportó con admirable valentía y su brazo se mantuvo firme hasta el momento en que el desgraciado padre hubo descargado en el culo de su hijita.
Entonces Mony se vistió, y ordenó a la danesa que hiciera lo mismo. Luego ayudó amablemente a la pareja a reanimar a la niña.
—Madre sin entrañas —dijo a la muda— su hija quiere mamar, ¿no lo ve?
El danés hizo señas a su mujer quien, castamente, desnudó su seno y dio de mamar a la criatura.
—En cuanto a usted —dijo Mony al danés—, tenga cuidado, ha violado a su hija delante de mí. Puedo perderle. Vaya en paz. De ahora en adelante su suerte depende de mi buena voluntad. Si es discreto, le protegeré, pero si cuenta lo que ha pasado aquí, será colgado.
El danés besó la mano del despierto oficial vertiendo lágrimas de agradecimiento y se llevó consigo rápidamente a su mujer y a su hija. Mony se dirigió hacia la tienda de Fedor.
Los durmientes se habían despertado y, después de lavarse, se vistieron.
Durante todo el día, se prepararon para la batalla, que comenzó hacia el atardecer. Mony, Cornaboeux y las dos mujeres se encerraron en la tienda de Fedor, que había ido a combatir en primera línea. Inmediatamente se oyeron los primeros cañonazos y los camilleros, transportando heridos, empezaron a llegar.
La tienda fue acondicionada como botiquín. Cornaboeux y las dos mujeres fueron utilizados para recoger a los moribundos. Mony se quedó solo con tres heridos rusos que deliraban.
Entonces llegó una dama de la Cruz Roja, vestida con un gracioso sobretodo de hilo crudo, y el brazal en el brazo derecho.
Era una hermosísima muchacha de la nobleza polaca. Tenía una voz tan dulce como la de los ángeles y, al oírla, los heridos volvían hacia ella sus ojos moribundos, creyendo ver a la Virgen.
Con su voz suave daba secamente órdenes a Mony. Este obedecía como un niño, asombrado de la energía de esta preciosa muchacha y del extraño fulgor que brotaba a veces de sus ojos verdes.
De vez en cuando, su rostro seráfico se tornaba duro y una nube de vicios imperdonables parecía obscurecer su rostro. Se diría que la inocencia de esta mujer tenía intermitencias criminales.
Mony la observó; se dio cuenta muy pronto de que sus dedos se entretenían más de lo necesario en las heridas.
Trajeron un herido cuya visión era horrible. Su cara estaba ensangrentada y su pecho abierto.
La enfermera le curó con voluptuosidad. Había metido su mano derecha en el abierto agujero y parecía gozar del contacto con la carne palpitante.
De repente, la ávida mujer levantó los ojos y vio ante ella, al otro lado de la camilla, a Mony que la miraba sonriendo desdeñosamente.
Se ruborizó, pero él la tranquilizó:
—Calmaos, no temáis nada, comprendo mejor que nadie la voluptuosidad que debéis experimentar. Yo mismo tengo manos impuras. Gozad de estos heridos, pero no rehuséis mis besos.
En silencio ella bajó los ojos. Mony se colocó inmediatamente a su espalda. Le levantó las faldas y descubrió un culo maravilloso cuyas nalgas estaban tan apretadas que parecían haber jurado no separarse nunca.
Ella desgarraba febrilmente, y con una sonrisa angélica en los labios, la terrible herida del moribundo. Se inclinó para permitir que Mony gozara plenamente del espectáculo de su culo.
Él le introdujo entonces su dardo entre los labios satinados del coño, a la manera de los perros, y con la mano derecha, le acariciaba las nalgas, mientras que con la izquierda debajo de las enaguas, buscaba el clítoris. La enfermera gozaba silenciosamente, crispando sus manos en la herida del moribundo, que gemía horriblemente. Expiró en el momento en que Mony descargaba. La enfermera le desalojó inmediatamente y, bajando los pantalones al muerto cuyo miembro estaba duro como el hierro, se lo hundió en el coño, gozando siempre silenciosamente y con el rostro más angelical que nunca.
Mony golpeó entonces ese culazo que se meneaba y cuyos labios del coño vomitaban y engullían rápidamente la cadavérica columna. Su verga recuperó pronto su primitiva rigidez y, colocándose detrás de la enfermera que estaba gozando, la enculó como un poseso.
Seguidamente, arreglaron sus ropas. Trajeron a un bello joven cuyos brazos y piernas habían sido arrancadas por la metralla. Ese tronco humano poseía todavía un hermoso miembro cuya firmeza era ideal. La enfermera, inmediatamente que quedó sola con Mony, se sentó sobre la verga del tronco que agonizaba y, durante esta desmelenada cabalgada, chupó el miembro de Mony, que descargó rápidamente como un carmelita. El hombre-tronco no estaba muerto; sangraba copiosamente por los muñones de los cuatro miembros. La ávida mujer le mamó la verga y le hizo morir bajo la horrible caricia. El esperma que resultó de esta chupada, ella se lo confesó a Mony, estaba casi frío, y ella parecía tan excitada que Mony, que se sentía agotado, le rogó que se desabrochara. Le chupó los pechos, luego ella se arrodilló y trató de reanimar la verga principesca masturbándola entre sus senos.
—¡Desgraciada! —exclamó Mony—, mujer cruel a quien Dios ha encomendado la misión de rematar a los heridos, ¿quién eres tú? ¿quién eres tú?
—Soy —dijo— la hija de Juan Morneski, el príncipe revolucionario que el infame Gurko envió a morir a Tobolsk. Para vengarme y para vengar a Polonia, mi patria, remato a los soldados rusos. Quisiera matar a Kuropatkin y deseo el fin de los Romanoff.
Mi hermano, que es también mi amante, y que me desvirgó en Varsovia durante un pogrom, por miedo de que mi virginidad no fuera presa de un cosaco, comparte los mismos sentimientos que yo. Ha extraviado el regimiento que manda y ha ido a ahogarlo al lago Baikal. Me había comunicado sus intenciones antes de su marcha.
Es así como nosotros, polacos, nos vengamos de la tiranía moscovita.
Estos afanes patrióticos han afectado mis sentidos, y mis pasiones más nobles se han doblegado ante las de la crueldad. Soy cruel, mira, como Temerlán, Atila e Iván el Terrible. Antes era tan piadosa como una santa. Hoy, Mesalina y Catalina a mi lado no serían más que tiernas ovejitas.
Mony no dejó de estremecerse al oír la declaración de esta puta exquisita. Quiso lamerle el culo en honor de Polonia a cualquier precio, y le contó cómo había participado indirectamente en la conspiración que costó la vida en Belgrado a Alejandro Obrenovitch.
Ella le escuchó con admiración.
—Ojalá pueda ver un día —exclamó— al Zar defenestrado.
Mony, que era un oficial leal, protestó contra esta defenestración y manifestó su acatamiento a la legítima autocracia: «Os admiro —dijo a la polaca— pero si fuera el Zar, destruiría en bloque a todos los polacos. Esos borrachines ineptos no paran de fabricar bombas y hacen inhabitable el planeta. Incluso en París, esos sádicos personajes, que aparecen tanto en la Audiencia como en la Salpétriére, turban la existencia de los pacíficos ciudadanos».
—Es cierto —dijo la polaca— que mis compatriotas son gente de pocas bromas, pero que les devuelvan su patria, que les dejen hablar su idioma, y Polonia volverá a ser el país del honor caballeresco, del lujo y de las mujeres bonitas.
—¡Tienes razón! —exclamó Mony y, echando a la enfermera encima de una camilla, la trabajó perezosamente y mientras copulaban, charlaban de temas galantes y remotos. Parecía un decamerón que estaba rodeado de apestados.
—Mujer encantadora —decía Mony— cambiemos nuestra fe con nuestras almas.
—Sí —decía ella—, nos casaremos después de la guerra y llenaremos el mundo con el eco de nuestras crueldades.
—De acuerdo —dijo Mony—, pero que sean crueldades legales.
—Quizás tengas razón —dijo la enfermera—, no hay nada tan dulce como cumplir lo permitido.
En esto, entraron en trance, se estrecharon, se mordieron y gozaron profundamente.
En este momento, oyeron un gran griterío, el ejército ruso, derrotado, huía desordenadamente ante las tropas japonesas.
Se oían los gritos horribles de los heridos, el fragor de la artillería, el rodar siniestro de los furgones y las detonaciones de los fusiles.
La tienda fue bruscamente abierta y un grupo de japoneses la invadió. Mony y la enfermera apenas tuvieron tiempo de componer sus vestidos.
Un oficial japonés se adelantó hacia el príncipe Vibescu.
—¡Sois mi prisionero! —le dijo, pero, de un pistoletazo, Mony le dejó tieso, muerto; luego, ante los estupefactos japoneses, rompió su espada en las rodillas.
Entonces se adelantó otro oficial japonés, los soldados rodearon a Mony que aceptó su cautiverio y, cuando salió de la tienda en compañía del diminuto oficial nipón, vio a lo lejos, en la llanura, a los fugitivos rezagados que intentaban penosamente unirse al ejército ruso en retirada.