El señor de l’Aubépine manda preparar el cabriolé. Acaba de comprar uno nuevo: gasta su dinero fresco tan deprisa como guía a los caballos. Va bien vestido y le pide a Eugénie que le prepare un equipaje ligero; ésta se inquieta y llama a Lambert: Pregúntale si se va a París. Dile que esta vez nos deje algo. Lambert se toma su tiempo para enganchar el caballo, le parece que la herradura de la pata anterior derecha no está bien: ¿El señor tiene que ir lejos? Aubépine no es fácil de engañar: Esa herradura está perfectamente, y además, estaré de vuelta esta noche. Hasta entonces, dedíquese a despejar de maleza el camino del este, me parece que lo tiene descuidado. Hay demasiados jabalíes también por ahí, no puedo pasar sin apartar familias enteras.

Así se habla, señor de l’Aubépine, nos gusta oírle dar órdenes como un verdadero señor, un milagro.

Pero el milagro no es completo: llega la noche y no vuelve. Te ha mentido, Lambert, le has creído y te has pasado el día en el bosque, contentísimo de obedecerle, y resulta que se ha ido a batallar a París y tampoco tenemos un anticipo. No duermen, están preocupados; si no se ha marchado como la otra vez, lo ha asaltado un merodeador; los bosques no son seguros, no hay que atravesarlos sin un arma o un perro, no, no hay que hacerlo; y si no se ha cruzado con gente de mal vivir, habrá volcado: un cabriolé nuevo, es posible que el eje tuviera un defecto; nuestro señor está con la cabeza abierta en una cuneta. ¿Cómo socorrerlo? Ni siquiera sabemos adónde iba.

Hacia las diez de la mañana, lo oyen venir desde la verja, fresco como una rosa, vivito y coleando. Ayuda a bajar a una mujercita rolliza y risueña que se pisa el vestido en el estribo, cae en sus brazos y ríe todavía más fuerte. Eugénie mete a Magdeleine y Grégoire en casa porque la regordeta no tiene aspecto de dama; una buena gallina bien cebada, eso es lo que es. La habrá encontrado en una casa de trato, se habrán gustado y el señor quiere divertirse un poco más. Es comprensible, hace mucho tiempo que es desdichado, pero ¿por qué traer a ésa, con su vozarrón y sus lazos de todos los colores? Es de las que roban, peor que los vagabundos de los bosques; una casa solariega, seguro que piensa que ha ido a parar a un buen sitio. Ojo con los candelabros de plata, Eugénie. La aventura sólo dura el tiempo que merecía. El señor de l’Aubépine la acompaña de vuelta esa misma noche, ella ríe menos.

El señor pasa tres días acostado, ni siquiera deja entrar a Eugénie, que querría arreglar el dormitorio, y apenas toca la sopa dejada ante su puerta. Aproveche antes de que se enfríe. Tres días, y vuelve a marcharse, cabriolé, caballo, regresa, casi siempre solo; algunas veces acompañado, nunca de alguien de la buena sociedad. Lambert dice que ese aristócrata es un verdadero demócrata, un demócrata con las mujeres. Algunas tienen maneras de campesina. Seguro que les paga. ¿La democracia consiste en pagar a las mujeres? Pero ¿por qué llevarlas a la mansión? Lo que tiene que hacer debería encontrar su sitio en las casas de trato, no en las casas solariegas. ¿Qué quiere demostrar? Quiere deshonrarse a los ojos de sus sirvientes, ¿y con qué fin? Hacerse el rojo, como para escandalizarlos, ya no le basta, quiere mostrarse como un hombre perdido, pero ¿perdido para quién? ¿Manchar las tierras de sus padres, su recuerdo? ¿Cree quizá que rebajarse lo engrandece? ¿Le complace hacerlo? Eso sobrepasa el entendimiento.

Y es posible que ni siquiera pague a esas mujeres, lo cual es todavía más increíble. No es que sea feo, es un hombre de apariencia bastante agradable, aunque no muy corpulento, pero ese gorro rojo en la cabeza, eso da un aspecto raro. ¿Se deja puesto el gorro de zuavo cuando...? En fin, ya me entiende. Debe de utilizar como señuelo su casa de estilo Luis XIV para seducir a esas pájaras. Si brilla desde lejos, acuden, sigue siendo un privilegio de los antiguos señores. Tras lo cual, desaparecen. Ninguna se queda más de dos días.

A las primeras, el señor de l’Aubépine se encarga personalmente de acompañarlas. Más adelante, hasta eso parece fatigarle; le pide a Lambert, como un favor, que las lleve por él. Dice que será mejor para todos, más prudente. ¿Cómo que más prudente? Más decoroso, en todo caso. Eugénie no está tranquila: Son suripantas, ve con cuidado, Lambert.

En esa época, Lambert no teme gran cosa; morir de hambre, como mucho. De esas mujeres, aunque sean más suaves que el pelaje de los jabatos, mantente siempre alejado. En cualquier caso, son ellas las que suelen tener miedo. Cualquiera diría que nada acaba alegremente con el señor de l’Aubépine. Las deja en manos de Lambert, no hay sentimiento, llévelas a donde quieran. Ellas siempre quieren ir lo más lejos posible. El señor también se pone de malas cuando acaba con las damas. Se encierra unos días; ya están acostumbrados. Algunas, no muchas, se lo toman a risa. Se dejan caer sobre el asiento del cabriolé y le dan un codazo a Lambert: Menudo tipo raro, tu patrón, no hay muchos así... Y se echan a reír a carcajadas. Otras, por el contrario, ponen ojos de cordero degollado. Se acurrucan al fondo del cabriolé y miran a Lambert de reojo, su gran estatura y su corpulencia, esa mirada bajo la visera de cuero, nada bueno.

Todo eso no debería ser de la incumbencia de Lambert. Sin embargo, a veces le pica la curiosidad. ¿Por qué ir a buscar tan lejos a esas muchachas? ¿Por qué traerlas aquí, exponiéndose a dar que hablar? ¿Por qué despedirlas tan deprisa? Lambert toma la costumbre de hablar con ellas como si nada, para amenizar el viaje. A ver, ¿qué es eso tan desagradable que les dice el barón? No dice gran cosa. ¿Es lo que hace, entonces? Ahí, se cierran en banda, no hay manera de sonsacarles nada, el pudor se lo impide. ¿Tan grave es lo que hace? Grave, no sabemos. ¿Un hombre brutal? No es lo que ellas llamarían brutalidad. Han conocido a otros que les propinaban palizas, éste no. Es algo distinto de la brutalidad, algo difícil de explicar. Lambert no sabe qué pensar. Comenta el asunto con Eugénie; un error: ella se pone hecha una furia.

No les preguntes nada a esas pelanduscas, lo único que tienen para darte es porquería. Yo lo veo, yo paso después por la mansión. ¿Quieres que te lo diga, Lambert, puesto que desde lo de Cachan no debo ocultarte nada? Pues bien, muchas veces encuentro ropa despedazada después de su marcha, enaguas, ropa interior, y en qué estado... Sucia, rasgada, incluso se diría que cortada a tiras... ¿Tú crees que son maneras? No sé qué tienen esas mujeres en la cabeza...

Lambert no quiere preocupar a Eugénie. Reflexiona: no son esas mujeres las que se divierten destrozando su ropa interior noche tras noche. Hace falta otra mano, la del señor, forzosamente. Y eso no es tranquilizador para nadie, y menos aún para Eugénie, expuesta a semejantes espectáculos.

Una novedad: el señor llama a Lambert al amanecer para que se lleve a una joven. Esta vez, el guarda de caza quiere enterarse de algo. Hace de nuevo preguntas, más precisas que las veces anteriores. Se da cuenta de que la chica habla más deprisa cuando él hace restallar el látigo más fuerte, con más frecuencia y más cerca de sus oídos, y la culata de la escopeta choca contra el asiento. Es menuda, viene de Bretaña, todavía no ha visto nada: su encuentro con el barón la hace llorar más fuerte que a las demás. Se sobresalta como un animalito cada vez que ese enorme cochero hace un movimiento. Pide que no le haga daño.

¿Tú también has recibido?, indaga Lambert. ¿Recibido qué? Cuenta, yo te diré si ha sido igual que con las otras. Imposible, cuando se tiene miedo de la oscuridad como yo. Y se pone a hablar; después de todo, ese cochero no tiene un aspecto tan inquietante. Esto es lo que hay: el barón la ha llevado al último piso en plena noche; la ha hecho quedarse completamente desnuda, con ese frío; ha apagado las velas; le ha pedido que corra en la oscuridad, y él corría detrás de ella; todo eso por unos pasillos interminables, con recodos inesperados que la hacían chocar contra las paredes, y luego más pasillos y no era posible retroceder, el hombre estaba allí, jadeando detrás de ella, riendo un poco, obligándola a avanzar. Y una oscuridad... una oscuridad como ella jamás había visto, ni siquiera en su granja de Bretaña, y su miedo a la oscuridad... Ha estado a punto de asfixiarse de miedo. El señor se acercaba, la cogía un poco del pelo, la soltaba, le tocaba un brazo, la empujaba, la hacía avanzar con la voz, con la respiración, le cerraba el paso si notaba que retrocedía. Con ese frío y ese miedo, ella se encontraba mal, a punto de perder el conocimiento. Y eso satisfacía al barón, quería saber lo que sentía. Y ella estaba molesta, no sabía qué tenía que responder. Y a él eso lo enfurecía, que no supiera describirle su malestar, y la hacía correr de nuevo por los pasillos.

¿Y eso ha durado toda la noche? No, le parecieron horas, pero todavía faltaba mucho para que amaneciera cuando él encendió otra vez los candelabros y le hizo ponerse un vestido de seda verde, un verdadero vestido de baile, y le dio de beber ron para que entrara en calor, todo amabilidad. Entonces fue cuando ella empezó a lloriquear, y él no entendía por qué. Le dio más ron y la llevó a la habitación roja, y entonces le entregó una navaja de afeitar, una gran navaja que afiló pasándola un buen rato por el suavizador, y le pidió que le afeitase todo el cuerpo, absolutamente todo. Ella tenía todo ese ron en la sangre, esas lágrimas, no paraba de temblar, tenía miedo de cortarle la piel. Yo no tengo miedo, decía él, si tienes que cortarme, me cortarás. Ella hizo su trabajo hasta el final, sólo un pequeño corte encima del tobillo, nada grave, nada grave. Va a enfadarse, pensó, pero no, un hombre muy amable, en el fondo, al que simplemente le gustaba que lo afeitaran para tener el cuerpo lampiño como un bebé, y correr detrás de las chicas desnudas por pasillos oscuros, jadeando como un animal sin aliento. Después le quitó el vestido verde, pero esta vez con rudeza, como si ella lo hubiera robado, dándole tirones, levantándola, zarandeándola, y no puede contar la continuación, no, no, el pudor se lo impide... Al final le pidió su enagua, como recuerdo, dijo, te daré para que te compres una todavía más bonita. Lo peor es que con la navaja la cortó a tiras. Y metió la nariz en el montón de trozos de encaje. Dijo que yo olía a almizcle fuerte. Le pedí un poco de...

Lambert refrena el caballo, es demasiado para él, ha oído de todo sobre su señor, pero eso, eso lo deja de piedra. ¡Vaya ocurrencias, señor de l’Aubépine! ¿Es con los rojos que se aprende a perseguir a pobres chicas en la oscuridad? No, ésa sería más bien su faceta de señor de otros tiempos. Pero ¿hacerse afeitar desde la barbilla hasta los dedos de los pies, con una navaja bien afilada? ¿Es que no teme que una u otra aproveche para vengarse y cortarle una buena vena? Rasss... O incluso, Dios no lo quiera, para arrancarle... en fin, para rebanarle el... rasss... No hay que imaginar cosas así, no, no. A lo mejor, piensa Lambert, es eso lo que busca. No, no, ningún hombre sensato, ni siquiera uno insensato, metería miedo a unas chicas en la oscuridad dándoles motivo para cortarlo en rodajas. Quizá sea una especie de juego. Jugar a hacer tiras con ropa interior, desde luego no sería Lambert quien jugara a eso. En fin, con cuarenta años cumplidos...

La chica le pide que arranque el coche de nuevo, todavía van a pillar algo malo con tanto frío. Lambert sacude la cabeza, no es verdad lo que acaba de oír. Sí, pero Eugénie las ha visto, las enaguas cortadas a tiras. Así que el resto debe de ser verdad también. Se apresura a dejar a la chica y regresar a la finca. ¿Acaso el barón y Eugénie... durante su ausencia...? ¿Ella se lo cuenta todo a su marido? ¿Seguro que el señor no la hace correr desnuda por los pasillos, echándole el aliento al cuello? ¿No se ve obligada a afeitarle todo el cuerpo? ¿Eugénie le... le ha dado su ropa interior? Eugénie... Tiene como visiones. No, no, calumnias, invenciones de loca. Pese al frío, Lambert está sudando cuando cruza la verja y recorre la alameda hasta el patio. Sube la escalinata deprisa, gritando: Eugénie, Eugénie. Ella está muy tranquila en el salón, encerando el suelo. ¿El señor de l’Aubépine? Invisible, como siempre. ¿Como siempre, de verdad?

Sí, Lambert, a veces imagino que la mansión es mía. Vemos tan poco al señor... Pero ¿qué te pasa, Lambert? ¿Ha sido esa suripanta? ¿Nos ha hecho algo malo?

Tranquilízate, Eugénie, es que creo que todas esas chicas le hacen daño al señor y eso me enfurece por él. Esperaba encontrarlo aquí para soltar lo que llevo dentro.

No te escuchará, Lambert, es un hombre que sólo piensa en su melancolía y para dejar de pensar en su melancolía busca mujeres. Y cuando ha poseído a una mujer, vuelve a pensar en su melancolía.

¿Nunca te ha faltado al respeto, Eugénie?

Desde que Cachan no está, nunca ha dicho nada malo de mi cocina. Incluso dice que no se puede estar mejor servido que por mí. Si no tuviera todos esos caprichos, creo que no encontraríamos un señor mejor. Pero ¿qué señor no los tiene?

Es una buena mujer, Eugénie, no vale la pena meterle malas ideas en la cabeza. Lambert, Lambert, es una voz que viene de lejos, de arriba: el señor de l’Aubépine lo ha oído gritarle a Eugénie y lo llama. Hay que presentarse en el dormitorio del señor; está sentado en la cama, con un camisón blanco. Vaya, ha dejado el gorro de zuavo a un lado. ¿Y detrás, ahí, ese montón de trapos...? Sí, es la enagua de la chica, qué asco. ¿Y nuestro señor nos pone eso delante de las narices? Le indica a Lambert que se acerque, como un enfermo. Es tan raro oírle en la mansión... ¿Algún problema?

Ningún problema, señor, creo que la chica de antes ha decidido regresar a su Bretaña natal y no volver a salir de allí.

¿A qué atribuye usted ese milagro, Lambert?

A las virtudes republicanas, no cabe duda.

Dicen que su padre de usted, el asesino de blancos, también sabía asesinarlos haciendo uso de la insolencia; se parece usted cada vez más a él. Su familia da curiosos sirvientes. Pero eso no me desagrada.

Puesto que me anima, debo decirle también que esas damas que transporto por nuestros caminos y por los pueblos de los alrededores nos están dando una reputación...

Mejor, mejor.

¿Cómo que mejor? Algunos me atribuyen la conquista de esas mujeres, lo cual, señor, lo dice todo sobre lo que valen, y todo eso es doloroso para mi Eugénie. ¿Ha visto lo que le hace el guarda a su mujer? ¿No le da vergüenza?, comentan. Nos vemos obligados a desmentir, señor, y acusarle a usted. Eso causa todavía peor impresión. Los que no lo conocen como republicano lo consideran un hombre rebajado en su alcurnia. Los que están al corriente de sus asuntos políticos en París aprovechan para criticar a la república por inmoral. Vean adónde conduce ese régimen a los suyos, dicen. Está perjudicando a su causa, eso es lo que está haciendo.

Son unos borricos. Me da igual lo que piensen. Este país es incapaz de pensar. Y usted, ¿cómo me juzga usted, puesto que se exime de juzgar como sus conocidos, sean campesinos o comerciantes?

Yo considero que esas mujeres le hacen daño y que podrían hablar contra usted.

¿Hablan contra mí?

No es eso lo que digo, señor, pero algunas no necesitarían que se las empujara mucho.

Hablan, entonces, pero esté tranquilo, Lambert, no tienen medios para perjudicar a un hombre como yo. Estoy doblemente protegido: la mansión de mis padres aquí, mis amigos allá.

Actúa muy mal, entonces, si tiene necesidad de estar doblemente protegido.

Otra vez esa seguridad heredada de su padre... Bueno, ¿y cómo es que un guarda de su temple se vuelve tan impresionable?

No estoy impresionado, señor, se trata simplemente de la moral.

La moral es una desgracia. Hasta los azules tienen su moral, y los rojos lo mismo. No quisieron escucharme en París, durante las jornadas, porque se ahogan con su moral. Su moral los matará. No pretenderá usted pegármela, Lambert...

Me parece que sería imposible.

Me gusta usted más así. Por cierto, ya que está aquí, Lambert, no tengo ánimos de hacerlo yo mismo esta mañana... Vaya por la bacía, ahí, sí, ahí, y el jabón, y la navaja... ¿No la encuentra? Sí, con las toallas, eso es... Dígale a Eugénie que traiga agua templada. Va usted a afeitarme.

Lambert frunce el ceño: ¿afeitar al señor? Pero yo no soy su ayuda de cámara, señor. Bastante tengo ya con que me haga hacer de cochero. Además, ¿esa barba necesita ser afeitada? Además... además...

El resto no puede decirlo un hombre como Lambert. Deja los utensilios sobre la cama. No tiene intención de usarlos: sólo faltaría eso, ¿va a dejarse rebajar, peor que un criado, al rango de esas chicas que le afeitan todo el cuerpo? Ni hablar.

La barba, Lambert...

¿No podría esperar a mañana? Una barba poco poblada como la suya...

Eugénie entra con el agua templada.

Su marido no quiere afeitarme, Eugénie, ¿lo hará usted?

Si el señor me lo pide... Pero ¿por qué no quieres afeitarlo, Lambert?

Qué desgracia, piensa Lambert, y le dice a Eugénie que se marche. Hay que rabiar y someterse, no es su estilo, pero también hay que proteger la inocencia de Eugénie, y afeitar, aunque no haya nada que afeitar, y correr el riesgo de herir, qué le vamos a hacer. Pasa con cuidado la hoja por el suavizador. El señor está a punto de adormilarse, tranquilo. El jabón ha sido aplicado y, curiosamente, la barba opone resistencia, es una barba del día anterior. ¿Ha mentido la chica, como él quería creer en el camino de vuelta? La hoja baja, la hoja sube, un buen trabajo: Se nota que es usted un experto en trocear la caza. Ni un rasguño en las mejillas, un cuello liso como el Niño Jesús. Debería afeitarme todas las mañanas.

¿Y sus bosques, señor? ¿Y sus perros? Coja a otro hombre para sustituir a Cachan y a una verdadera mujer para sustituir a todas las demás. No me obligará a hacer siempre de ayuda de cámara. Y tampoco volverá a obligar a Eugénie a limpiar las porquerías de sus damas.

El señor de l’Aubépine coge los restos de la enagua, los huele, mira a Lambert con expresión burlona. Los agita un poco estirando el brazo, y ese gesto remueve dudosos aromas. Hunde de nuevo la nariz en ellos, una aspiración profunda, otra mirada de reojo al guarda de caza, como una invitación. ¿Quiere tal vez forzarlo a acercar también la nariz?

Me gusta cuando pierde el aplomo ante mí, Lambert... ¿A usted qué más le da?

No temo nada, señor, pero gasta usted unas bromas que no están hechas para personas como nosotros.

¿Quién habla de bromas?