Permanece enclaustrada en su habitación violeta, voluntariamente o no, no se sabe. Al principio predomina la fiebre. Eugénie es la única autorizada a entrar para llevarle comida, limpiar un poco, sacar la porquería. Berthe François hace cochinadas por todas partes, y las dice también; una especie de locura. Desgreñada, andrajosa, ardiendo, tiritando, insulta a Eugénie y al barón, y a Lambert, incluso a Magdeleine. Es el despecho, explica el señor de l’Aubépine.
Habría que llamar al doctor, sugiere Eugénie.
No está enferma. Esa fiebre es el orgullo herido. Se le pasará.
Si no se encuentra como es debido en nuestra tierra es que el aire no le sienta bien. ¿Por qué no quiere mandarla con su familia?
Mi pobre Eugénie, es usted una buena mujer, pero nunca entenderá los asuntos de los hombres.
Aun así, señor, yo me avengo a razones. Y sé muy bien que sería mucho mejor para todo el mundo que esa mujer no estuviera aquí. Mire lo que le ha hecho a mi pequeña Magdeleine. Además, no se puede obligar a una persona a que se quede y lo quiera a uno cuando no se está casado. No, no se puede.
La fiebre acaba por remitir. En la mansión, la calma es total durante el día, no se descorre ni una cortina. Berthe François está delgadísima, Eugénie se compadecería fácilmente de ella si no la recibiera mal.
Pobre señorita, ¿le gustaría marcharse?
No dice usted más que tonterías, Eugénie. Aunque el señor quisiera echarme, ahora no me movería de aquí. Las cosas no pueden ir mejor. Sólo estoy bien aquí. Creo que el señor me adora más que nunca. Eso es lo que hay que decir, Eugénie, las cosas no pueden ir mejor. Salvo cuando usted me importuna.
La empuja, fuera, fuera: semejantes gritos son una nueva humillación para Eugénie. Sale de espaldas, ah, vaya, el señor barón está aquí. Así que ronda alrededor de la habitación de Berthe François. Como si las vigilara a las dos. Se interesa por su conversación; cuidado con lo que se les ocurra decir de él. ¿O bien espera a que Eugénie se vaya para entrar? ¿Y qué le hace a Berthe en ese momento? ¿La maltrata un poco más? ¿La amenaza? Eugénie no se atreve a volver sobre sus pasos, pese a su curiosidad. Salvo una vez: el barón no entra, se queda simplemente de pie en el umbral de la habitación, pero con una mirada... fija, de gato debajo de un nido, jadeando, entonces ella se va. Corre a expresarle su miedo a Lambert: ¿Tú entiendes algo? ¿Cómo viven entre ellos? Es inconcebible.
Lambert se queda tan perplejo como su mujer. Y más perplejo todavía por la noche, cuando la agitación domina la mansión. Se diría que entonces la fiebre la asalta de nuevo, no la misma fiebre, cómo decirlo, ardores de hembra quizá. La cosa empieza con gritos de pelea en un extremo del pasillo. Luego se desplaza, se oyen risas en el otro extremo. Bueno, no está claro que sean risas, ni peleas. Las primeras veces, Lambert se levanta, sale al patio con un quinqué, sigue unas luces en movimiento en el piso de arriba. Es curioso, son las voces de Berthe y el señor de l’Aubépine, hablan alto, pero es como una lengua extranjera, una lengua corta. Y algunas veces aquello no parece la guerra, casi suena amable. Y vuelta a empezar, pasos, desorden, carreras. ¿Qué demonios están haciendo ahí dentro, por el amor de Dios? Eso ya no es una mansión, es una prisión. Y se tortura por el placer de torturar. Sí, pero ¿qué puede hacer un guarda de caza frente a un barón? Se levanta el cuello de la chaqueta de pana, se encasqueta la gorra de piel para no oír nada; las botas, puestas deprisa y corriendo, le hacen daño, pero se queda, no puede evitar quedarse.
Una vez, Magdeleine aparece a su lado en camisón. ¿Tampoco ella está encerrada en su cuarto? Ve a acostarte, Magdeleine. No debes oír estas cosas, es mala vida, no debes oírlas.
¿Tú crees que le hace daño?
No tanto como se merece. Pero nunca se gana nada provocando demasiado a la bestia. Tú lo sabes bien; al final, muerde.
La hace desgraciada, ella me lo ha dicho, peor que desgraciada. La utiliza como carne. ¿Tú lo entiendes? Carne. Por eso quería irse.
Sí, y ahora quiere quedarse también por eso, la muy zorra, por la carne.
¿De verdad lo crees?
Yo no creo nada, por eso estoy aquí. ¿A ti te parece, Magdeleine, que a un caballo de labranza al que se hace trabajar hora tras hora le gusta el arado?
No parece que proteste demasiado.
Debe de ser algo parecido.
¿Parecido a qué?
Es una manera de hablar, Magdeleine. Te repito que vayas a acostarte. Éste no es sitio para ti. Hay cosas que las chicas no deben saber, ni siquiera aunque sean como quien dice casi mujeres, no, no deben saberlas.
Ella se queda a su lado. Lambert se olvida de su presencia, vuelve con sus por el amor de Dios, ¿qué demonios están haciendo ahí dentro? Hacia las tres o las tres y media se acaba el alboroto, las risas que quizá no son risas. Eugénie duerme como un caballo de labranza cuando Lambert se tumba con todo su peso en el borde de la cama. Ella tiene que empezar a trabajar temprano. La primavera todavía es fresca, hay que reavivar las chimeneas, los fogones, la cocina, y levantar a Berthe.
¿Cómo está cuando la levantas?
No quiere levantarse.
¿Tiene marcas?
No se deja ver desnuda del todo.
¿Y en la cara?
Tiene unos ojos... unos ojos un poco vacíos, menos dorados que antes, ensombrecidos... se diría que no sale nada de sus ojos, ni siquiera una mirada. Está totalmente consumida. Y más pálida que nuestra Magdeleine. ¿Se puede saber, le digo, cómo quiere tener colores, señorita, si no asoma la nariz por la puerta? Pero ella no quiere oír hablar de colores. Aún gracias si me contesta. Aire puro y comer bien es lo que da salud, le digo. Es muy sencillo, ¿no? ¡Que te lo crees tú! Me mete prisa para que le haga la cama de cualquier manera. Se impacienta conmigo. Y eso que yo no me entretengo, de eso puedes estar seguro.
¿Y el señor de l’Aubépine? Ah, él sigue deambulando con su mirada sucia y su silencio entre los dormitorios y la biblioteca. Si manda preparar el coche, le pide a Lambert que no se aleje hasta que él vuelva; que monte guardia, como un buen guarda de caza, con su perro y su escopeta.
¿Entendido, Lambert?
¿Por qué hay que vigilarla si ya no quiere escapar?, se pregunta Lambert. En fin, él hace su ronda por la mansión, convertido en guardián de prisión a su pesar. Lleva a Rajá con él: si la chica sale de casa, ¿lo azuzará contra ella para complacer al barón? A él esa chica no le gusta. Ya la ve aterrorizada por los colmillos curvados, hasta la imagina desnuda delante de él, y desesperada. No, no, no debe, eso son placeres del señor, no debe compartir semejantes placeres. Se avergüenza del papel que se ve obligado a desempeñar. Mientras a ella no se le ocurra presentarse de buenas a primeras ante él...
Cuando regresa el barón, Lambert se siente aliviado. Necesita una conversación anodina para olvidar que iba a soltar a su monstruo para que se abalanzara sobre una joven. El señor de l’Aubépine se deja pillar un momento: ¿Ese tejado que se hunde? En efecto. ¿Esas grietas en la tapia? Ocúpese de ellas. Lambert nota enseguida que lo aburre. Si la conversación deriva hacia Magdeleine, el señor se anima un poco. ¿Se resiente Magdeleine de la herida en el cuello? ¿Se ha vuelto a mostrar tan fiero el perro desde entonces?
El señor es muy bueno por preguntar por nuestra familia. En esos momentos, uno podría creer que está en una casa de la alta sociedad. En plena noche, es un infierno. ¿Otra vez has salido, Lambert?, pregunta Eugénie. Pero ¿qué vigilas con tanto interés? Ya no eres dueño de tus noches.
Es por los perros, dice Lambert, si se pasan toda la noche excitados, no valen para nada a la hora de cazar.
Con todo, el cansancio llega, o los propios perros se cansan y dejan de agitarse tanto en la perrera. Es la rutina, los señores truenan en su casa, se divierten peleándose. Lambert obedece a su mujer y se queda acostado, Magdeleine se encuentra sola fuera. Es una idiotez quedarse, supón que el barón sale para preguntarte por la regla. A estas horas. Completamente sola. ¿Qué pensará? ¿Que lo buscas? Debería volver a la cama, pero algo la retiene allí a ella también, no sabe qué.
Esta vez se han oído gritos muy fuertes durante un rato, amenazas en todos los sentidos, desde el agudo hasta el grave, desde el grave hasta el agudo. La luz se ha desplazado de sur a norte y de norte a sur. La cosa quedará ahí por esta noche.
Pero no queda; la fiesta vuelve a empezar a las cinco, el día no está lejos. Son sobre todo los perros los que vuelven a empezar; no ladridos, más bien gruñidos profundos, como cuando cierran el paso a alguien en el camino, ese fragor que amenaza con estallar si uno no retrocede, un fragor multiplicado ahora por ocho o diez, y Rajá que se suma. Normalmente, el aquelarre de la mansión no lo altera mucho, mira con aires de superioridad a los perros de la jauría excitarse unos a otros. Ese día mueve la cadena. Ha proferido un fuerte ladrido, sólo uno. Sabe que es suficiente para decir lo que hay que decir a Lambert. No se equivoca: Lambert se pone inmediatamente las botas, coge la gorra y el látigo de caza. Los perros se agolpan, se montan unos encima de otros, una barahúnda de cuidado, hay que poner orden. Magdeleine ha remoloneado un poco, su segundo sueño, le ha costado salir de él. Oye que su padre ha salido y que va a necesitarla. Se encuentran en el patio, y en la mansión nada, ni luz, ni gritos, ¿qué corre por sus venas, por el amor de Dios? Lambert se alegra de tener a Magdeleine a su lado. Pese a su corpulencia, ahora tiene miedo del silencio.
El aire se mueve un poco y levanta fragancias de melisa, un dulzor un poco pegajoso. Lambert se siente como impregnado de caramelo, están atrapados, no aciertan a comprender lo que pasa ahí atrás. Otro soplo disipa la melisa, se oye mejor, es por la zona de las dependencias. Debe de ser uno de esos ladrones que atraviesan a veces nuestros bosques en busca de algo fácil de robar. Los perros lo han obligado a alejarse por ahí, prefiere huir. Se tranquilizan, pueden volver a la cama, Rajá vigila por dos… Un momento. Pasos bordeando el ala derecha de la mansión, y el chirrido de un eje. Pasos de caballo y, al lado, pasos de hombre; los perros se ponen como locos; el carruaje sigue el camino desde las caballerizas hasta la verja. El señor de l’Aubépine sujeta la brida; con sus guantes amarillos y su gorro rojo, camina sin ver a nadie. No ha enganchado el caballo al cabriolé, sino a la carreta. ¿Es normal irse de viaje en un carro completamente carcomido? Lambert hace ademán de acercarse, ni que decir tiene que no va a dejar al señor tirar de una carreta como si fuese un campesino cualquiera. Aubépine detiene el caballo, interrumpe su avance. Vuelve la cabeza hacia su guarda. Están a unos pasos el uno del otro, ahora se ven mejor, se observan. Lambert siente que esa mirada le dice: quédate donde estás, no te necesito. Magdeleine está un poco más atrás, oculta por la humanidad de su padre. Asoma la cabeza y el señor se sobresalta al verla. Reanuda la marcha y el caballo bayo, pese a lo viejo que es, tira con ímpetu, hay que retenerlo. Ya no se les ve; sólo se oye el chirrido del eje y el paso desigual del caballo. Ya han cruzado la verja. ¡Anda!, han cogido el camino norte. ¿Qué se les ha perdido por ahí, por el amor de Dios? La carreta está muy lejos, los perros deberían calmarse. Pero no; Lambert los empuja con el látigo, no obedecen, se muerden unos a otros. Él los azota con más brutalidad de la que debería. ¿Qué me pasa, por el amor de Dios? Magdeleine intenta sujetar a Rajá, pero de repente le da miedo, erguido sobre las patas traseras, tirando de la cadena. Da igual, Magdeleine, dejémoslos ladrar lo que quieran, ya se cansarán.
Lambert no volverá a acostarse esta vez, ya es su hora. Lo que pasa es que no sabe por dónde empezar el día. Acecha, se acerca a la verja, va hasta el final del camino norte, que se pierde rápidamente en el bosque, lástima. Vuelve.
Los perros a duras penas se han movido cuando la carreta pasa de nuevo. ¿Quizá porque el eje ya no chirría? Lambert se guarda mucho de ir a averiguarlo. Eugénie se presenta en la mansión para empezar a trabajar. El señor de l’Aubépine la espera para enviarla a la leñera.
Pero si tengo la leña a punto desde ayer, señor. No pide más que arder.
Prepare la de mañana.
¿Y quién avivará hoy el fuego?
Yo me encargo de eso.
¿Vuelvo entonces para ayudar a la señorita François a levantarse?
No se moleste. La señorita François ya no está aquí.
¿Se ha escapado otra vez?
¿No le ha dicho nada Lambert esta mañana?
Lambert no me dice casi nada.
Entonces vaya a decirle que he llevado a la señorita François a la estación. No se ha escapado. He accedido a que se marche.
Ha sido lo mejor, señor, porque la señorita ya no era muy feliz con nosotros. Arreglaré su habitación y la limpiaré a fondo.