Después de reflexionar en el asunto, a Lambert no le disgusta tanto ver a su barón irse de viaje. Cuando se iba precipitadamente a París en medio de una revolución o de un golpe de Estado, la familia se sentía desprotegida. Pero ahora no, ahora se va y eso les permitirá descansar. Servir todos los días a un asesino, si uno lo piensa e incluso si no lo piensa, al final resulta fatigoso. Y luego están esos ataques a los que parece cada vez más expuesto; si volviera a darle uno... Que vaya a hacérselos disfrutar a otros. Que derribe todas las mansiones que quiera, no la nuestra, bueno, no la suya. Que deje a nuestros perros respirar y ladrar como verdaderos perros. Sí, que corra a casa de su Victor Hugo, eso le hará pensar en otras cosas, y a ellos también.
Pensar en otras cosas, eso está por ver: en lo que realmente piensa Lambert, lo que realmente lo atrae, es aprovechar la ausencia del señor para husmear un poco en sus aposentos, con calma, para obtener un par de certezas. ¿De qué sirven las certezas, dice Magdeleine, si uno no hace nada con ellas, si de todas formas uno prefiere conservar su puesto y sus perros antes que acudir a la justicia?
Deja de fastidiarnos, Magdeleine, ya sabemos que eres la más lista de la familia. Siempre tienes razón. Pero una certeza, aunque no sirva para nada, siempre tranquiliza.
Lambert ha trazado, pues, un plan de arqueólogo. Sabe perfectamente que la habitación roja estará cerrada con llave. Pero el señor no habrá podido impedir que alrededor de esa habitación queden algunas marcas. Examinaremos los entarimados, tabla tras tabla; las manchas que hayan escapado al frenesí higiénico de Eugénie. Golpetearemos las paredes, las campanas de las chimeneas, todos los huecos posibles. Recorreremos los pasillos, los desvanes, los sótanos. Algo encontraremos. A fuerza de pensar y repensar en las historias del barón, Lambert se ha dicho que, si Cachan desapareció una noche sin hacer ladrar un perro ni despertar una oca, es que jamás salió de la mansión, ni vivo ni muerto. Hay que encontrar a Cachan, lo que quede de él después de casi diez años. Luego, Lambert ha planeado llevar una pequeña embarcación a la laguna para sondearla palmo a palmo. Es profunda, claro, pero como está encenagada... Tantearemos introduciendo una larga pértiga en la materia blanda. Si encontramos resistencia, iremos de pesca con un arpón. Nos las apañaremos. Si encontramos algo, pensaremos qué hacer. Y si realmente no encontramos nada, podremos decirnos que nos hemos equivocado o que nuestro señor es el más listo del cantón. Lambert se da unas palmadas en la barriga con las dos manos; por fin proyectos, por fin acción. Se impacienta: Bien, señor, ¿cómo van los preparativos del viaje? ¿Y cuántas semanas piensa abandonarnos? No te vayas de la lengua, Lambert, ya ves que el señor te mira extrañado cuando lo urges más de la cuenta. Desconfía de ese hombre, su ligera demencia le da una facultad: lee el pensamiento.
Está previsto para principios de noviembre, pero de repente algo se tuerce. El señor de l’Aubépine va y llama a la puerta de los Lambert, un poco tarde. Es algo desacostumbrado, reservado para las grandes ocasiones. Lambert le ofrece asiento. Eugénie lo ayuda a quitarse el abrigo. Se siente rara por tener que hacer esas cosas en su casa. En la mansión ni lo piensa, es lo natural, pero aquí está fuera de lugar. El señor tiene cara de aparecido. Se miran un buen rato. ¿Viene a instalarse en nuestra casa porque le asquea su mansión? ¿Para clamar contra los timoratos? ¿Para gritar viva la jauría? No parece demasiado exaltado, su expresión es sólo de gravedad. Quiere sidra. Ve a traer nueva, Magdeleine. Bueno, ¿qué?
Pues que tiene que pedirles una cosa. No duda que aceptarán. ¿Sí? Es muy sencillo. El viaje hasta Guernesey no será nada fácil y, para aliviarse de las preocupaciones, necesitará ayuda. Así que ha pensado, se le ha ocurrido, que Eugénie y Lambert podrían autorizar a Magdeleine a acompañarlo. Ha aprendido a ocuparse de la ropa, es cuidadosa, tiene buen aspecto. Y sobre todo, la policía de Napoleón no desconfiará de una jovencita; gracias a su presencia, él pasará inadvertido. Todo beneficios. ¿Sí?
Lambert se ha levantado de la mesa de golpe, le falta el aire, da un paso atrás. No es posible, Dios santo, no es posible, Dios santo. Si dejamos a Dios a un lado, dice el señor, todo es posible. Bebamos. No bebemos, que nadie crea que Lambert permitirá una cosa semejante, que nadie lo crea. En fin, señor, esto es lo nunca visto. Una dama va acompañada de su doncella y un hombre de su ayuda de cámara. ¿Vamos a invertir los papeles? ¿Un hombre lavando a su señora? ¿Una sirvienta ayudando a su señor a desnudarse en los albergues? No, señor, eso no está bien.
No se trata de eso, Lambert. ¿De dónde saca esas ideas? No sabía que tuviera una mentalidad tan cerrada. Le garantizo que Magdeleine tendrá su habitación en los albergues exactamente igual que una dama, porque vale tanto como cualquiera. Tendrá sus tareas y tendrá también todo mi respeto. ¿De acuerdo?
Eugénie teme que Lambert se suba demasiado a la parra, lo ve hinchar las mejillas bajo la barba, ya no aguanta más. Su respeto, su respeto... Hemos visto pasar unas cuantas por la mansión. ¿Era ése su respeto? Que si carreras, y con qué vestimenta, que si gritos, que si torturas, y todo lo demás... No, señor, usted no tocará a Magdeleine como a las otras... Lo que sé, señor, lo sé, y no me hará creer...
Aubépine pone cara de no querer comprender. Es un niño. Él no ve el mal. ¿Las otras mujeres? ¿Esas chicas? Por supuesto, no eran muy respetables. Vamos, vamos, su único error ha sido llevarlas a la mansión. Ahora lo lamenta. Pero Magdeleine, tan menuda y con su tez blanca... es una pequeña diosa... él casi la considera su hija... así que figúrese... no le haría el menor daño. ¿Acaso se puede dudar de eso?
¿Dudar? ¡Y de qué manera! ¿Nada del pasado cuenta entonces para usted? ¿No hemos visto nada? ¿Lo hemos soñado? ¿Lo invita ese Hugo y resulta que eso lo convierte en el Niño Jesús? ¿Grande? ¿Libre? ¿Y quizá bueno también? No, no. Magdeleine nunca tendrá más que un padre para velar por ella, y ese padre soy yo, dice Lambert, usted no me la quitará ni de una forma ni de otra.
Vamos, Lambert, dice Eugénie, el señor dice la verdad, él siempre ha tratado bien a Magdeleine.
¿Su mujer se pone ahora de parte del señor? ¿Están todos locos o qué? ¿Cómo pueden hacerse los inocentes cuando saben lo que saben? ¿Es que no lo han visto merodear ante la ventana de su hija? A lo mejor estaba comprobando los goznes, ¿eh?
Escuche a Eugénie, Lambert, usted sabe que su mujer es la sensatez personificada. Ella puede dar fe mejor que nadie de mi respeto por su familia.
Lambert vacila, pero por poco tiempo. Es demasiado pedir, señor, y usted sabe por qué tan bien como yo.
Aubépine bebe un largo trago, la resistencia de Lambert parece sorprenderle. Es asombrosa esa ingenuidad en un hombre que ha hecho lo que ha hecho. Sus manos tiemblan alrededor del vaso. Va a enfadarse él también, se dice Eugénie, va a darle uno de sus arrebatos, se comportará finalmente como el señor y castigará a Lambert. ¿Y si Lambert le planta cara? ¿Van a zurrarse allí, delante de ella? Eugénie tiene miedo, se pone delante de su hombre. Su gesto desconcierta a Lambert, y ese breve lapso de tiempo permite al señor de l’Aubépine recuperarse: Comprendo sus reservas, pero, se lo repito, Magdeleine es sagrada para mí.
El barón pide aguardiente en vez de sidra. Intuyen que ha decidido pasar la noche en el pabellón del guarda de caza y que sólo saldrá de allí cuando éste acepte su propuesta. Incluso cambia de táctica al ver que el respeto sagrado por Magdeleine no basta. Intenta engatusarlos, se hace el pobre hombre, más humilde que nadie.
En fin, Lambert, no es un gran sacrificio lo que le pido. ¿Acaso no me sacrifico yo por usted? Si sólo pensara en mí, sacaría a subasta estas paredes y estas tierras y estos bosques. O lo derribaría todo, eso es, sí, lo derribaría y lo remataría con un buen incendio. Viviría sin nada, como un salvaje, como el más miserable de los miserables, con sus perros. Y en vez de eso, para ayudarlo a usted y su familia me he quedado. De momento. Le evito tener que ir a buscar empleo en una de esas fábricas que son la ruina del hombre. Trabajar de tejedor, atado horas y horas al telar, ¿es eso lo que quiere? Hoy va a mirar crecer el cáñamo en mis campos. Mañana irá a tejerlo. ¿Qué es preferible?
Lambert está contrariado, eso es justo lo que él piensa también, lo que lo ha frenado en su decisión de denunciar a su señor, ese temor. Cualquiera diría que este hombre, una vez más, lee realmente el pensamiento. En cualquier caso, ¿es sincero? ¿Sacrificarse un señor por sus sirvientes? Ahora mismo va a empezar con la canción de la república. ¿Un republicano éste? Jamás se ha visto a nadie más antirrepublicano que este republicano. Es pura pose. Se hace pasar por amigo del pueblo únicamente para atraer mejor a las chicas.
Retiene a los Lambert una buena parte de la noche, empapado de aguardiente, no del blanco sino del mejor, de ese que lleva en el tonel desde los tiempos de Aubépine el Viejo. Hace promesas sin parar: que la familia no tendrá que arrepentirse, que él pensará constantemente en su bien. Lambert le pregunta por qué, en definitiva, si no es para hacerle sufrir la suerte de todas las demás, insiste en llevar de viaje con él a Magdeleine, y no a Eugénie o a cualquier otra. El señor se embucha un buen lingotazo y suelta un profundo suspiro. Sí, ¿por qué? ¿Por qué? Muy sencillo: porque es la única a la que venera lo suficiente, desde su más tierna edad, para estar seguro de que nunca le hará daño. Con las demás, es más fuerte que él. Con Magdeleine, la cosa es completamente distinta.
¿Se atreve a decir eso? ¿Y espera que nos lo traguemos? Palabra de borracho, ni más ni menos, estos nobles de tres al cuarto degenerados no aguantan el aguardiente del Oeste. Es casi una confesión lo que hace, y en una actitud de lo más natural. Suficiente para hacerle cortar la cabeza. Que se atreva a repetirlo... Magdeleine es otra cosa...
No, señor, cien veces no y siempre no. Aunque me haga acabar todas nuestras botellas, seguiré siendo capaz de decirle que no.
Aubépine hace abrir otra. Acompáñeme, Lambert, una pequeña ronda. Piensa ganarle a fuerza de desgaste, como a todo el mundo. Añade que, si ella no lo acompaña, no irá. Y si no va a casa del señor Hugo, se morirá de tristeza. Niñerías, señor. Esto va mal, su locura lo hace retroceder a la infancia. No acabarán bien. Lambert vacía un gran vaso. Está en una punta de la mesa. Se levanta, se tambalea un momento. Eugénie lo sujeta. Bueno, si no hay más remedio... si no hay más remedio se llevará a Magdeleine. Pero, cuidado, me llevará a mí también. Y con mi escopeta y mi cuchillo de caza. No la soltaré y tampoco lo soltaré a usted. Iremos los tres a ver al señor Hugo. No hay más que hablar.