En cambio, el señor de l’Aubépine no tiene ganas de dormir. Se encuentra mejor. Todas estas semanas de somnolencia le han hecho perder la noción del tiempo. Se repite la fecha, lunes 30 de noviembre, y eso lo mantiene despierto. Siente la cabeza despejada, y un apetito... un apetito y una sed... una sed... Se siente rejuvenecido. Llama a Lambert, a Eugénie, hace mucho que ha comido, quiere cenar. Sí, pero Lambert y Eugénie ya no están. ¿Quién está en la puerta esta noche, con una de esas escopetas de caza y quizá el perro? Se levanta, llama a la puerta. Es Magdeleine la que está al otro lado, y sin perro.

Búscame algo de cena, Magdeleine, liebre encebollada fría, lo que sea, da igual. Y una botella de buen vino.

Magdeleine duda, abandono de puesto. Sin embargo, su padre ha dicho que era el último día. Y a esas horas nadie se adentraría en el bosque. Coge lo que encuentra en la antecocina, un resto de redondo de ternera y unas cebollas crudas, sin olvidar un poco de vino. Deposita la bandeja sobre la mesa del enfermo, arriba, en la habitación tapizada en piel roja. El señor engulle como si lo hubieran tenido a dieta un mes entero, un tragaldabas, y no se anda con remilgos. Sin tenedor ni cuchillo no es fácil. Le hacen comer como un animal desde hace semanas. Se mancha todo.

¿Tú no tienes hambre, Magdeleine?

No, señor, he comido lo que me correspondía a las seis.

Buena chica, tú no reclamas nada. No eres como tu padre, que siempre pretende conseguir más de lo que merece. ¿Tú crees que un empleado doméstico puede arrancarle promesas a un hombre como yo? Se ha obcecado con eso, prometer, prometer. Absurdo. Deberías explicárselo. Tú has desconfiado muchas veces de mí, pero comprendes. Eres una chica peculiar, siempre te lo he dicho, incluso cuando tenías ocho o nueve años. Esa piel tan blanca en una chica de campo, podría decirse que transparente, eso no se ve en ninguna parte en el Oeste. Todas son coloradotas y abotargadas. Pero tú no, ni siquiera al hacerte mujer. Porque eres mujer, ¿verdad? Y desde hace mucho.

Hace meses que el señor no la interrogaba sobre lo suyo. Está recobrando el sentido, recuperando sus antiguos hábitos. Magdeleine está cerca de la puerta, intenta escabullirse, le dejo que acabe de cenar.

Espera un momento, acabaré enseguida. Habrá que recoger, si no mañana por la mañana tu madre te reñirá. Esa buena mujer es muy meticulosa. Suele decir que no hay que dejar la mesa manga por hombro.

No se equivoca. Magdeleine quitará la mesa y lo dejará dormir. Se lo anuncia, en contra de las instrucciones de Lambert, para ponerlo en buena disposición: A partir de ahora, y como se encuentra mejor, mi padre ha decidido dejarlo libre.

Sí, sí, estamos a 30 de noviembre. Puede estar tranquilo, no me moveré de aquí. Tengo muchas cosas que hacer.

Mi padre se alegrará.

Eso espero. ¿Crees que me ha tratado bien?

Vaya, parece que va a ponerse otra vez a decir incoherencias. No está tan curado como creemos.

Verás, Magdeleine, Lambert es afortunado de tenerte por hija. Yo no siempre te he juzgado bien, pero estos últimos días has sido amable conmigo, me he dado cuenta perfectamente. Me has cuidado, afeitado como es debido, alimentado. Ya no veo cólera en tus ojos. Dime, ¿ya no estás enfadada con tu hermano mayor?

¿Cómo responder? ¿Diciendo que no está enfadada o que no son hermanos?

Voy a prepararle una decocción, señor, la del otro día le sentó muy bien.

Tienes razón, prepárame la misma y ven a recoger. O mejor no, todavía me queda vino y de momento la decocción no me apetece.

Recogeré ahora mismo.

¿Quieres ayudarme a terminar esta botella?

Nunca he bebido vino, señor.

Pues empezarás hoy: es el mejor vino de Givry que he probado en mi vida.

Tendría que ir a buscar un vaso.

Claro. Ve a buscar una copa bonita, de cristal tallado, el vino sabrá todavía mejor. O mejor no, bebe de mi vaso metálico.

Eso no se hace, señor, mi madre dice que no se debe beber del vaso de otro.

Tu madre es una buena mujer. Así pues, beberé solo.

Le dejo, señor.

Sí, déjame. Tengo que reflexionar largamente. No olvides recoger primero.

El barón se levanta y sacude de migas y restos la servilleta. Limpia el suelo también. No hay que dejar que la suciedad se acumule. Ésa es otra de las cosas que dice tu madre. No es mucho, acabarás enseguida, y sin escoba.

Ella se arrodilla, junta los desperdicios deprisa.

¡Qué buena doncella serías! Yo te pagaría un sueldo. Tu padre no merece el suyo. ¿Qué dirías si te lo diera a ti? Un buen dinerito para una buena mujercita. Porque eres mujer. Y quieres mucho a tu hermano.

Quiero mucho a Grégoire, sí.

¿Quién habla de Grégoire? Bueno, ya estás contratada, ¿contenta?

Primero habrá que hablarlo con mi padre.

No dejaré de hacerlo, estará encantado conmigo. Oye, antes de irte, ve a sacar del baúl, sí, allí, en el rincón, saca el vestido verde, uno envuelto en papel, sí, y ponlo sobre la cama. Eso es, muy bien. ¿Te gusta? ¿No has llevado nunca uno así? Naturalmente, un vestido de dama, de seda, con las mangas ajustadas... ¿Te gustaría tenerlo? Te lo doy. Has sido amable conmigo. Yo no soy un ingrato, sabes. Llévatelo, es tuyo.

No puedo, señor. ¿Qué voy a hacer yo con un vestido así? Además, es demasiado grande para mí.

Lo parece, pero no. Tanta muselina da volumen, pero cuando te lo pones te llevas una sorpresa. Deberías ponértelo y verías.

Magdeleine no quiere ponerse ese vestido; sin embargo, lo toca, es más fuerte que ella. Le parece que la señorita Berthe habló una vez de un vestido verde. Visto más de cerca no es tan bonito: un verde un poco descolorido en algunas partes, costuras descosidas en los lados, incluso desgarrones; una pena de vestido.

Vamos, dice el señor de l’Aubépine, no me digas que no es bastante bueno para ti.

Insiste, un vestido para ella, su primer vestido de verdad, no de tela de cáñamo como los de la hija de un guarda de caza. Le complace darlo, y todavía más verlo llevar: Póntelo ahora mismo.

Ya no es el mismo tono. No hay que ponerse el vestido verde. Magdeleine se lo pone sobre su propia ropa. Aun así, le queda ancho y se siente incómoda, realmente no es un vestido para mí. Voy a quitármelo. Todavía no. Espera un momento, deja que te mire. Perfecto, sí. Hacía mucho tiempo que no veía a una mujer con este vestido. Haces que me sienta muy a gusto, Magdeleine, en verdad eres una chica muy amable cuando te lo propones. Porque tú me quieres. No lo niegues. Sabes que me quieres, porque yo también te quiero. Además, ya ves que no pedía gran cosa. Muévete un poco, para verte. Sí, así. Ahora voy a quitártelo.

Ella da un paso atrás. Me lo quitaré yo sola.

Él accede con la condición de que, en vez de quitárselo, se lo arranque sin titubeos. ¿Comprendes? Arrancarlo. Se estropeará. Exacto, eso es lo que quiero. Rásgalo, estropéalo. El ademán de Magdeleine para arrancarse el vestido es más torpe que violento. Aubépine pone cara de contrariedad, no cara de niño contrariado sino de hombre, y de hombre sobreexcitado. Ocupa el espacio entre la cama y la puerta. Magdeleine está entre la cama y el arcón, al fondo. Piensa que un jabalí, cuando cae en un hoyo, no tiene muchas posibilidades, salvo si planta cara a los perros, salvo si espera antes de actuar, salvo si sabe utilizar sus colmillos. No lo piensa realmente, sólo ve esa imagen de sí misma en un agujero oscuro. Le dice al barón que quiere ponerse otra vez el vestido verde y arrancárselo mejor, para que se quede satisfecho de una buena vez y la deje volver a casa de sus padres. El vestido verde ya no despierta ningún interés en el señor de l’Aubépine. El efecto se ha malogrado, olvidémoslo. Pero esa blusa de tela un poco gruesa, ¿no le araña los hombros? Él ve rojeces, ahí. Descúbrete un poco.

Una blusa, aunque sea de tela tosca, no araña la piel.

Creo que tienes los hombros más finos del mundo. Y quisiera ver esa cicatriz que tienes en el cuello. ¿Te acuerdas? La fiera de Rajá. Lo guapa que eras ya entonces, y yo te salvé. No irás a negarlo, ¿verdad? Estás en deuda conmigo, Magdeleine. Lo que te pido no es nada. Simplemente, descúbrete el cuello bajando la blusa por los hombros. Haz como si estuvieras lavándote. Como si yo no estuviera aquí.

Pero usted está aquí, señor.

Magdeleine mira las paredes de alrededor, busca un rincón seguro, una abertura improbable. Todo se ve compacto.

No tiene nada de malo lo que te pido, Magdeleine. Un poco de agradecimiento por lo que hice por ti. Deja que te toque la cicatriz.

Enseñarla sí, tocarla no.

Enséñala, entonces.

Ella se descubre los hombros justo lo necesario. Enseguida para.

Son todavía más finos viéndolos en conjunto, dice el barón. Y ahí distingo la cicatriz, una bonita raya roja atravesada, parece que un simple roce la haría volver a abrirse... No puedes imaginar lo que esto me produce... Pero bájate la camisa un poco más, Magdeleine, hasta ahí, sí, más, quiero ver tus pechos. ¿Cómo son tus pechos? Vamos, no te pediré nada más si me enseñas los pechos. Ah, mira, y te daré algo. Enséñamelos. Te daré tres francos, te lo prometo.

Ya no es la imagen de un jabalí la que pasa por la mente de Magdeleine, sino la de Berthe François. Y también la imagen de la navaja de afeitar. Menos mal que la confiscaron hace un mes. ¿Por qué se ha mostrado menos hostil con él estos últimos días? Ahora no tiene el aspecto de un hombre que vaya a dejarla en paz sin haber conseguido lo que quiere. ¿Y qué quiere? ¿Ver sus pechos? ¿Sólo sus pechos?

Mis pechos no vale la pena verlos, señor.

¿Quién te lo ha dicho?

Nadie, señor.

Espera que lo diga yo, entonces. Pero antes tendrás que enseñármelos.

Ella se las ingenia para que caiga por delante su cabellera suelta al tiempo que baja los pliegues de la blusa, muy poco, con los brazos todavía ligeramente cruzados. Aubépine le indica, los brazos así, más abajo; el pelo puedes dejarlo, está muy bien a través del pelo. Vuélvete más, eso es, sí. Ah, ya los veo. Qué redondos y erguidos, Magdeleine, no sabes qué milagros escondes. Y escondes más, estoy seguro. ¿Tan difícil es lo que te pido? Creo que si accedieras a enseñarme las nalgas te daría... cinco francos, sí.

No le daré la espalda, señor, mi madre me ha enseñado a no dar la espalda a la gente, es de mala educación.

Tu madre tiene razón, pero no sabrá nada de esto. No tienes obligación de decírselo. Yo sólo deseo lo mejor para ti. Y si no quieres darme lo de atrás, dame lo de delante, eso es más educado, tu madre no encontrará nada que objetar en lo que se refiere a la cortesía. Te he prometido cinco francos por las nalgas; los ofrezco por lo de delante. ¿Qué me dices? Siéntate en el borde de la cama y quítate la ropa, que yo te vea entera.

No es posible, señor, mi padre me mataría.

Después de la madre, el padre; ay, Señor, no se puede estar tranquilo en este mundo. ¿Por qué va a matarte tu padre? Te prometo no decirle una palabra de lo que vea. Haz como digo, y tu padre continuará matando jabalíes y perdices. Te doy mi palabra.

Magdeleine dice que podría gritar.

Gritar sería una idiotez, me obligarías a hacerte callar. Aquí sólo estamos tú y yo. En el tiempo que tarde tu voz en atravesar el patio, la sofoco. La sofoco, ¿comprendes? Pero yo no te deseo ningún mal, sólo verte entera. Nunca he maltratado a una mujer que se deja simplemente ver. Puedes creerme, Magdeleine.

Ella se dice que debe impedirle acercarse, y para ello ha de hablarle sin parar. Y bastante fuerte, que Rajá la oiga, sí, eso es lo que debe hacer, que Rajá haga sonar su cadena.

Vi la espalda de la señorita Berthe y usted le había hecho daño.

No hables tan alto, Magdeleine, o vas a obligarme a...

Mi padre no tardará en venir. No dijo nada en el caso de la señorita Berthe, pero en el caso de su hija no será lo mismo. Sabe que usted le hizo daño. Yo no quiero que me lo haga.

No quiere... No le gusta la brutalidad... A mí tampoco me gusta. El menos brutal de todos soy yo... Veo lo que haces, sabes... ¿Quién pone trampas en el bosque desde hace años? Tú y tu hermano. Rematáis gazapos que no os han hecho nada, los despellejáis con mano segura. Abatís todas las criaturas voladoras a vuestro alcance. Matáis jabatos día tras día, los despedazáis encantados. Masacráis jabalinas, perdices, gallinetas, de la mañana a la noche. Y clamáis contra la brutalidad ante vuestro señor. Pero lo que provoca la brutalidad es el rechazo. Ya me has dado tus pechos y no te ha sucedido nada malo. Mira, me quedo lejos de ti. Entiende que sólo quiero verte, pero verte toda. No te hagas la mojigata.

Se acerca, un primer paso de lado. Magdeleine se ve de un momento a otro... ¿se ve qué?... no sabe, así que no puede imaginarlo, pero se ve de un momento a otro... se ve, sí... debe de ser horrible. Ya se ve muerta. Él sigue acercándose, ella se asusta, la blusa ha caído, él se detiene. Parece, pues, que este hombre tiene palabra, que basta con dejarlo mirar y no causará daño.

Muy bonito ese movimiento, Magdeleine. Quédate un poco así. Y luego arrancas lo demás. Quiero verte arrancar lo demás, esta vez de verdad. Vamos, ahora, arráncatelo todo y me quedaré satisfecho.

Las manos del barón empiezan a temblar, su mandíbula se contrae. Magdeleine siente la brutalidad muy cerca. Se aferra a su escasa ropa. ¿Cómo retenerla cuando el viejo se acerque? Él se impacienta, ella deja caer la ropa, eso no es arrancar, pero no importa. Magdeleine ya no lleva nada encima, tiembla de frío y miedo. Dice que no, no dice nada en realidad, su cabeza dice que no.

El barón respira fuerte, una respiración trabajosa, y tiene la cara encendida. Se pasa los dedos por la boca, varias veces. Mira, la escena se prolonga. Magdeleine se cubre con los brazos, los pechos con uno, el pubis con el otro.

¿Lo ves? Yo te respeto. ¿Quién ha dicho que perdía el control? Tu padre, claro. Debes creerme, Magdeleine, si te digo que no le hice daño a la señorita Berthe, como tampoco te lo estoy haciendo a ti. A ella le gustaba hacerse daño, fue ella sola quien se hizo daño. No pude impedírselo. Me crees, ¿verdad?

Tiene un aire bondadoso que resulta aterrador. Magdeleine siente que todas sus certezas se derrumban, las certezas de su padre. No es posible, ¿todo lo que han creído se ha borrado entonces de golpe? Es puro teatro. O bien ha conseguido convencerse a sí mismo de su inocencia, un enfermo, un auténtico enfermo. Y va a hacerle daño a Magdeleine, a maltratarla y convencerse de que todo ha sido causado por ella, por su bondad de un día. Ella cierra los ojos. Hablar no sirve de nada. Si calla, tal vez no se atreva.

Pequeña Magdeleine, ¿eres mujer de verdad? Con tus muslos y tus pechos tan redondos, ¿no has estado ya con chicos en el bosque, en el pueblo? Dime, ¿qué te ha parecido? ¿No dices nada? ¿Eres pura? Sí, qué hermoso, eres pura. Degüellas las aves y eres pura. Les partes las vértebras a los conejos y eres pura. Dime qué sientes cuando les rompes el cuello a los animales. Nosotros somos hermanos y tú eres completamente pura. Eso es lo que siempre me ha fallado a mí, hermanita, la pureza. Tendrías que entregarme tu pureza.

Esta vez no hay nada que hacer, vuelve a disparatar.

Si te niegas voy a cogerlo todo. Si te entregas sólo cogeré un poco. Será hermoso. Vamos, entrégame esa pureza. Si lo haces, tengo grandes planes para ti. Serás mía como nadie. Te quedarás conmigo, porque no te deseo ningún mal. ¿Lo entiendes? Escúchame bien: Lambert, tu padre, me ha hecho mucho daño. ¿Lo sabes, que me ha hecho mucho daño? En estas condiciones no podré seguir teniéndolo en la finca. Ahora que ha decidido darme libertad de movimientos, voy a buscarle un sustituto. Creo que él se ha dado cuenta y se resigna. Pero tú puedes salvarlo. Si te entregas toda esta noche, y mañana, y los días siguientes, no lo echaré. Le dejaré los perros, dirigir la finca, todo. A él le gusta llevar la voz cantante; la llevará si tú eres mía. ¿Entiendes? ¿No sería hermoso? Imagina la vida que llevaremos. Tú serás la señora. Tendrás este vestido verde. Me entregarás tu pureza. Tienes la piel tan blanca... ¿He respetado a alguien más que a ti, desde que eras pequeña? ¿Prefieres ver a tu padre y a todos los tuyos en la calle? Piensa en ellos, pequeña egoísta. Te doy mi palabra. Será muy agradable, puedes creerme, yo no soy capaz de hacerle daño a nadie.

Ella se dice que debe ceder, aguantar y no decir nada, como todas las demás, por su familia. Pero ¿y si no cumple su palabra? Entonces sólo quedará la vergüenza. Estar desnuda en esa habitación ya es más que vergonzoso. La vergüenza no tendrá fin. Si sale viva de esa habitación, todo el mundo comprenderá, simplemente por su cara, lo que ha pasado, lo que ella no ha sido capaz de impedir. Su padre pensará que ha sido por culpa de ella, porque es chica, porque ya ha observado que le gustaba afeitar al señor. La vergüenza no tendrá fin. Palabras. A ese hombre le tienen sin cuidado sus promesas a una chica avergonzada. Hace un momento prometía pagarle un sueldo como doncella. Después, darle tres francos, hasta cinco, como mujer. Y ahora, la vida entera a cambio de su pureza. ¿Qué hay que creerle?

Él da un paso adelante y abre los brazos, seguro de sí mismo y de ella. Salvar a su padre es lo mínimo. Magdeleine siente que, por él, va a dejarse poseer. Pero salvarse a sí misma supone hacer otra cosa muy distinta. Recoge la ropa, muy despacio, la blusa, se tapa el pubis, se tapa los pechos. Dice que no, su cabeza dice que no. Ve la mirada del barón, desconcertado. Éste vuelve la cabeza hacia la mesa donde acaba de comer, busca un instrumento cortante, romper ese plato. Tiembla, no un temblor de miedo sino de fuerza, una contracción de todo el cuerpo. Ha apartado la mirada de ella, y Magdeleine aprovecha la oportunidad, corre. Llama a Rajá a gritos, aunque no sabe por qué, como si el perro estuviera allí, detrás de la puerta. Eso es suficiente, el señor se desplaza un poco, deja abierto el paso y extiende un brazo para retenerla. Se tambalea, un mes de debilitamiento es la salvación para las chicas. Él mismo se da cuenta: no será capaz de correr detrás de ella. Sus últimas fuerzas las invierte en gritar: Puerca, no eres más que una puerca. Vendrás a arrastrarte a mis pies mañana, puerca, para salvar a tu padre. Puerca, puerca.

Ella ya está abajo, las sienes le laten, corre hacia el pabellón del guarda, sin pensar que va completamente desnuda en la primera noche de diciembre, sin mirar a Rajá tirando de la cadena. Lambert sale de su primer sueño, apenas son las diez de la noche. Magdeleine levanta el pestillo. Se queda en la oscuridad de la cocina, ocultar su vergüenza, vestirse deprisa, eso es lo único que piensa. Lambert llega desde el fondo, ¿todo bien? ¿Has dejado al señor dormido? Todo este asunto ya ha terminado. Que se vaya al infierno.

En ese momento es cuando Magdeleine se da cuenta de que se ha dejado la escopeta en la puerta del dormitorio. No se siente capaz de volver allá arriba. Y su padre no va a dejar de preguntarle dónde la ha puesto. Ya está, no tiene escapatoria. Lambert enciende una vela para ir a dejar el arma en el rincón de la chimenea, como siempre. Va a ver su desaliño y, sobre todo, su vergüenza. Pero no, sólo piensa en su escopeta. Magdeleine no tiene más remedio que confesar, al menos en lo tocante a la escopeta. ¿Cómo es posible dejarse olvidada una escopeta? Lambert monta en cólera contra su hija: ¿Te das cuenta de lo que has hecho? Mi escopeta delante de sus narices. Pero ¿dónde tienes la cabeza? Se pone las botas, va a la mansión, sube al primer piso. La escopeta está allí, en el lugar indicado. No es que se hubiera asustado mucho. El barón, como cazador, no vale gran cosa. No sabría muy bien qué hacer con una escopeta. Ésa es la ventaja de tener un señor como él. Lambert se queda a la escucha ante la puerta, nada... Sí, un hilo de luz, un ruido de mueble arrastrado. Entonces ¿no está dormido, como decía Magdeleine? No irá más lejos en sus reflexiones. Que se vaya al infierno. He dicho que no seguiría ocupándome de él. Ya no me ocupo de él. Al otro lado, el barón está aterrorizado, espera que Lambert se plante a los pies de la cama y vacíe toda la cartuchera contra él. Pero Lambert baja la escalera. Magdeleine no ha dicho nada, era de esperar, la ha seducido. Volverá para dejarse devorar, está deseando entregarse por completo, me suplicará, como las otras. Es maravilloso, es grande. Mañana, mañana los devoraré a todos.