11
Lo intentó, pero durante el viaje desde la tienda de los brujos al hospital, Sara no dejó de pensar en la cita que le había pedido Erik como pago por su ayuda. Y eso la molestaba, porque debería tener la mente puesta en el Niño, no en… otras cosas.
El mago, por su parte, no volvió sobre ello durante el trayecto. Se limitó a escuchar con mucha atención la versión que Sara le relató de los sucesos. La rastreadora tuvo cuidado de hablar lo menos posible del Gris, de Plata y Álex. Tampoco le contó nada de Harley, aunque tampoco sabía demasiado del extraño motorista. En cualquier caso, Erik se lo puso fácil, ya que no hizo preguntas incómodas, solo asentía con expresión neutra.
Sara quería actuar con más profesionalidad, pero la estúpida cita se había enquistado en su cabeza y resistía todos los esfuerzos por ser desterrada. La rastreadora se preguntó a dónde la llevaría un mago, un hombre como Erik, con un físico tan llamativo y espectacular. Aún contemplaba su silueta y sus movimientos mientras él estudiaba la puerta de la habitación de Ramsey.
—Tenías razón —dijo el mago—. Es sangre de demonio.
Sara prefirió no reflexionar sobre si el comentario de Erik implicaba que había dudado de ella.
—¿Puedes borrarla?
—Puedo. O mejor dicho, podría.
Sara frunció el ceño. Erik apoyó la mano en la puerta y le pidió que se apartara con un gesto.
—Es complicado de explicar, pero tu presencia no me ayuda, Sara. La runa es fuerte, aunque quizás haya una posibilidad.
El mago deslizó el dedo por la puerta, dejando un rastro apenas perceptible, como unos polvos blancos que se desvanecían. Sara observó asombrada cómo aquella sustancia aparecía tras la yema de su dedo, de la nada, y se preguntó si eso era una porción de su alma. Era obvio, por el gesto de su rostro, que no debía interrumpir la concentración de Erik. Se quedó allí esperando, casi con miedo de respirar demasiado fuerte. La respiración que sí fue cobrando más y más intensidad era la de Erik. Al terminar dio un paso atrás. Jadeaba.
—¿Ya? —preguntó Sara, impaciente.
Trató de abrir la puerta sin éxito. El pomo continuaba tan rígido como antes. Erik la apartó a un lado.
—Solo la he debilitado… Espero.
Y cargó con el hombro por delante. El mago rebotó hacia atrás sin causar más que un crujido y un temblor. Sara iba a decir algo, pero Erik se abalanzó de nuevo contra la madera. También esta vez salió despedido hacia atrás, aunque Sara creyó advertir que el marco se desencajaba un poco en la esquina superior. Le costaba creer que la puerta resistiera esas embestidas. Aguantó otras cuatro más, hasta que el mago cayó al suelo de rodillas.
—¿Estás bien? —Se inquietó Sara.
El mago la mantuvo a raya con un gesto de la mano. Respiraba tan fuerte que parecía a punto de ahogarse. Continuó a cuatro patas un largo rato. Sara no sabía qué hacer o decir.
Al final Erik se incorporó.
—Definitivamente, el que grabó esa runa sabía lo que hacía —resopló el mago.
Sonaron pasos que se acercaban corriendo. Un médico con bata blanca se detuvo a varios metros de distancia.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó con firmeza.
La voz le sonaba vagamente familiar a Sara, pero la oscuridad del pasillo le impedía reconocerlo.
—¿Ha terminado el horario de visitas? —preguntó Erik.
—No te hagas el gracioso, mago —advirtió el doctor, o quien quiera que fuese, porque si conocía a Erik, era algo más que un simple empleado del hospital—. Largaos ahora mismo. Esa runa no es asunto vuestro.
—¿Y tuyo sí? —preguntó el mago.
—La he pintado yo, así que si no queréis interferir en un asunto de los centinelas, os recomiendo que os larguéis. ¡Ahora! He insonorizado esta planta y…
—Mejor. Así no escucharán cómo te doy una paliza —bufó Erik en un tono salvaje, demasiado amenazador—. Yo decido lo que es asunto mío, centinela. Eres tú el que puede largarse. Así, tu cara permanecerá intacta. ¡Vamos! ¿No me has oído?
El centinela, muy lejos de mostrarse intimidado, se aproximó a Erik.
—Lo lamentarás. Esta es tu última oportunidad de…
Erik lo derribó de un empujón. Al caer al suelo, Sara vio la sorpresa en la cara del centinela. Vio también un parche que cubría uno de sus ojos y lo reconoció. Era Edgar, el centinela que conoció en la iglesia y que parecía no llevarse mal con el Gris.
Quiso decir algo, pero Erik ya se había abalanzado otra vez sobre él. Edgar rodó a tiempo y esquivó los dos puños, que terminaron abriendo incontables grietas en las losas del suelo donde el centinela había caído unos segundos antes. Recuperado de la sorpresa, Edgar tomó la iniciativa. Le asestó una patada al mago, que se tambaleó hacia atrás, y en su desplazamiento derribó la puerta de la habitación que quedaba enfrente a la de Ramsey. Edgar salió disparado hacia el interior.
Sara escuchó golpes. Las paredes temblaron y el suelo vibró. La pelea debía de ser encarnizada.
—¡Deteneos! —gritó asomándose a la puerta.
Pero la furia del combate les impidió escucharla. Edgar, que ya tenía la bata de médico hecha jirones, sostenía un arco plateado con las dos manos, que en ese preciso instante utilizó para golpear a Erik en las costillas. El mago resistió sin apenas retroceder, aunque se le escapó una mueca cuando salió humo de su ropa. Sara se acordó de que nadie podía tocar el arma de un centinela sin quemarse.
Erik dio un paso atrás, cogió los restos destrozados de una cama y se la arrojó al centinela. Edgar dio una voltereta en el suelo para sortear el impacto. Al ponerse en pie, tenía el arco cargado con una flecha brillante que Sara no supo de dónde había sacado, y apuntaba al mago.
—¡Espera!
Entró corriendo, resuelta a detener aquel enfrentamiento sin sentido. Por desgracia lo hizo en el momento en que Erik se lanzaba contra el centinela, el mismo momento en que Edgar liberaba la flecha. Sara recibió un golpe que no supo de dónde vino y que le nubló la vista. Escuchó un ruido de cristales, el frío de la noche la envolvió. Por último sintió el viento y la nada bajo sus pies, y supo que había atravesado la ventana y se precipitaba al vacío.
El Gris paseaba de un lado a otro. Diego juraría que nunca lo había visto tan nervioso. Mientras, el nigromante permanecía inmóvil en el centro de la runa que había pintado en el suelo. Ambos se medían con la mirada.
El Niño quería hablar, preguntar, incluso gritar, pero por primera vez en mucho tiempo tenía miedo de abrir la boca y decir algo inconveniente. Su amigo se estaba enfrentando a la posibilidad de saber quién era y solo Dios sabía lo que se agitaba en su interior.
—Mi nombre —exigió el Gris. No era su tono de voz algo que al nigromante le conviniese pasar por alto—. Quiero saberlo. Ahora.
Piedra conservó la compostura. O estaba realmente loco, o puede que de verdad conociese al Gris antes de que le robaran su alma, pero no al que tenía ahora ante él.
—Nunca lo supe —contestó el nigromante—. Nosotros siempre protegemos nuestra identidad. Usamos apodos y no revelamos información personal. Y lo cierto es que no nos importa. Ya lo sabes.
Se refería al mecanismo de defensa con el que los nigromantes se mantenían ocultos, sobre todo de los centinelas. Se rumoreaba que tenían alguna especie de código e idioma para comunicarse entre ellos. Sus reuniones siempre eran clandestinas, o eso tenía entendido el Niño.
—No hables de mí como si fuera uno de vosotros —dijo el Gris—. Quizá lo fuese, no lo sé, pero ya no lo soy. Si lo que dices es cierto, ¿por qué no me buscaste antes? Estoy seguro de que habías oído hablar de mí.
—Por precaución —aclaró Piedra—. En tu iniciación te colgué esa pluma en el cuello, que se fundió con tu alma, ya conoces el procedimiento. Es imposible que te la pudieses quitar…
—Pero me quitaron mi alma…
—En efecto. Se rompió el enlace y ahora no es más que un colgante cualquiera.
—¿Sospechas que me hicieron esto para llegar hasta ti?
—¿No es lo que pensarías tú? Has llegado a la misma conclusión que yo. En cualquier caso, ponerme en contacto contigo habría sido una terrible imprudencia por mi parte.
—¿Quién fue?
—No lo sé. Quien fuera tuvo la inteligencia de no delatarse y mantener su identidad a salvo.
—Entonces, ¿es cierto? —preguntó el Niño—. ¿Eras un asqueroso de estos que meten las narices en los cadáveres? Tío, qué fuerte.
El Gris no contestó.
—En realidad, no —matizó Piedra—. Solo un aprendiz. Ni siquiera llegaste a completar tu iniciación, pero tenías curiosidad, y una mente ágil y despierta. Por eso te acepté. Algo tiraba de ti, Gris, un deseo de saber más. No me cabe duda de que tenías un objetivo personal que nunca compartiste conmigo, lo que una vez más demuestra que no eras ningún estúpido.
—No me lo trago —dijo Diego, incapaz de callarse—. No le creas, Gris. Tú no eres un asesino de mierda como él. Yo te conozco…
—No me conoces —le cortó el Gris—. Ni yo tampoco. No sé cómo era antes. No sé quién soy en realidad.
—Nadie ha hablado de asesinos —aclaró el nigromante—. Que yo sepa, no acabaste con la vida de nadie en el corto periodo de tiempo que estuviste conmigo, si eso te tranquiliza. Además, por aquel entonces, tu concepto sobre la muerte era distinto. No habrías considerado a nadie asesino como hace la gente corriente, los ingenuos, los seres inferiores que no tienen la claridad de pensamiento que tú y yo sí poseemos.
—Estoy un poco confuso —admitió el Niño—. Creo que el feo me acaba de insultar, ¿no? ¿O lo de inferior era porque soy bajito?
El Gris le tranquilizó con una mirada.
—No queda nada de lo que me enseñaste entonces, nigromante. Si alguna vez vi en ti a algo parecido a un mentor, como insinúas, eso no me concierne ahora. Pocas cosas me importan ya.
—Algo sí queda, Gris, siempre hay un resto, un poso que arraiga donde ni siquiera alcanza tu dolor. Nosotros estudiamos los cadáveres como lo haría un forense, pero no es la causa de su muerte lo que analizamos, sino cómo se separó el alma del cuerpo. Ahí reside el secreto. Tú eres un muerto para mí y también puedo ver lo que te sucedió. Sufriste mucho, tanto que no quieres recordarlo. Te resististe, ¿verdad? Claro que sí, te aferraste a tu alma durante días enteros, puede que una semana.
El Niño se encogió al escuchar aquellas palabras.
—No me dices nada que no sepa —dijo el Gris, impasible.
—Podría precisar más, si me dejas estudiarte. Tendría que pintarte unas runas que…
—Ni lo sueñes.
—Entonces, tengo que recurrir a hipótesis y conjeturas. Una práctica que me desagrada.
—Esfuérzate.
—He visto demasiadas almas abandonando un cuerpo. Nadie aguanta tanto como hiciste tú, Gris, nadie. Solo se me ocurren dos posibilidades. Una, que quien lo hizo fuera un chapucero, por decirlo de algún modo, dado que era la primera vez que se llevaba a cabo algo semejante. Y dos, que tú fueras más de lo que decías ser.
Hubo un instante de silencio.
—Venga, va. ¿Cuál de las dos posibilidades es? —Se impacientó el Niño—. No nos dejes así, macho.
—¿Quién sabe? —Piedra se encogió de hombros—. Y a quién le importa, ¿verdad? —añadió clavando los ojos en el Gris—. Sucedió. Pero como te decía, algo perduró en ti, algo que solo algunos perciben, gente… especial, con una percepción fuera de lo común.
—¿Como tú? —preguntó el Gris.
—Y como tantos otros.
—¿Los nigromantes? No es infrecuente que os creáis especiales. Es un rasgo, de hecho, muy común. Esos delirios de grandeza me asquean. Me he topado con muchos así.
—No me compares con esos magos, o con cualquier otro, por favor. No recurras a un argumento tan pobre. No hablaba de los nigromantes, no de todos, al menos. Hay un montón de escoria que ensucia nuestra ciencia. Me refería a otros, a gente como tú y como Ramsey.
—¿El neurótico del sombrero y el bastón? —se burló Diego—. Apañados estamos. Si era tan especial, ¿por qué te lo cargaste?
—Yo no le maté.
—¡Será capullo! Tío, le tiraste desde un quinto piso.
—No olvides que fue él quien subió a la azotea. Yo solo le di lo que necesitaba para lograr lo que en realidad deseaba, lo que intuía que era su destino.
—Así justificas el asesinato —dijo el Gris—. ¿Esa es la claridad de pensamientos a la que te referías?
—Ramsey no está muerto —recalcó Piedra—. Y tú eres como él, Gris. ¿No intentaste morir hace poco? Tú sientes que algo no encaja, que te falta…
—Qué gilipollez —murmuró Diego.
—… Dar un paso. Dime, ¿por qué te aferras tanto a la vida? ¿Puedes ser sincero y decirme que eres feliz, que cada mañana rezumas alegría de que un nuevo día se abra ante ti? Cuando miras hacia atrás, ¿te enorgulleces de lo que has conseguido? ¿Las personas que te acompañan son mejores gracias a ti? ¿Son más felices? ¿Logran alguna meta en la vida?
—Tengo mis razones para seguir vivo.
—Eso te dices a ti mismo. Tus actos, sin embargo… —Piedra dejó esa frase en suspenso—. Ni siquiera puedes responder a una de mis preguntas sin una evasiva o una respuesta vaga. Gris, tú has venido a mí, porque en realidad quieres morir. Lo sabes. Siempre lo has sabido.
Una sacudida y un tirón muy fuerte detuvieron la caída. Notó un crujido en el hombro, que ardió de dolor. Después, un fuerte golpe contra la fachada del edificio despejó la confusión de su cabeza y la dejó sin aliento.
Sara pataleó en el aire mientras notaba una fuerte presión en la muñeca.
—Te quedan menos de tres segundos —dijo, con un terrible esfuerzo, una voz sobre su cabeza.
Sara consiguió mirar hacia arriba y vio a Álex, que la sostenía por el brazo. Comprendió lo que estaba a punto de suceder y se aferró a la cornisa justo cuando la mano de Álex se volvió inmaterial. Se quedó colgando y supo que no aguantaría ni medio minuto. Si su compañero no volvía a materializarse, le esperaba una dura caída.
—Puedes hacerlo —dijo Álex—. La pierna derecha. Estírala. Hay un saliente en la ventana del piso inferior. Busca apoyo para los pies o no aguantarás. Un poco más. Ahora dobla la rodilla izquierda. Ahí está bien. Acerca el pie y notarás… Perfecto. Recupera el aliento porque lo vas a necesitar.
Sara ni siquiera podía hablar. No se atrevía a mirar hacia abajo y le dolía el brazo por el tirón que la había detenido en la caída. Permaneció pegada a la fachada, con miedo de hacer el menor movimiento y precipitarse al vacío.
Le llegaron con claridad varios sonidos de golpes muy fuertes, por lo que dedujo que Erik y el centinela todavía luchaban en la habitación del hospital. Sara tomó buena nota de no volver a tratar de parar una pelea entre tipos como esos.
—¿Me lo dice un centinela que juega con la sangre de un demonio? —Oyó rugir a Erik.
La respuesta fue alguna clase de sacudida que hizo temblar la pared.
—Álex, ayúdame… No puedo… Mi brazo…
El hombro le dolía mucho y la muñeca parecía que se le iba a quebrar en cualquier momento. Con el brazo derecho en ese estado, no podría trepar hasta la ventana por sí misma.
—Ya no puedo materializarme más… —dijo Álex—. Estoy… agotado.
Álex se cayó y pasó a través de ella. Sara no sintió nada, tan solo un ligero vahído en que se le nubló la vista. Tampoco escuchó la estampida de Álex contra el suelo, pero supuso que no podía morir otra vez por una caída.
La rastreadora se quedó sola. Decidió trepar antes de quedarse sin fuerzas, porque no podía contar con que la pelea terminara a tiempo de que la rescataran, y era obvio que Álex solo podía materializarse unos segundos.
Afianzó las dos manos como pudo y ordenó a sus brazos que se doblaran y tiraran de ella. Ascendió unos centímetros, pero en cuanto sus brazos soportaron todo el peso de su cuerpo, supo que no lo lograría. Dejó de sentir la mano derecha por el dolor. Luego su cuerpo se balanceó violentamente a la izquierda, por lo que dedujo que la mano se había soltado. Pataleó, pero no encontró dónde apoyar los pies.
Los dedos de la mano resbalaron… y terminaron por perder su agarre.
—¡Y yo estaba preocupado! —El Niño apoyó los brazos en las caderas y sacudió la cabeza—. ¿Esa era tu gran teoría de la vida? ¿Que el mundo da asco y tenemos que suicidarnos? Bueno, eso, los inteligentes como vosotros, ¿no? Los tontos de baba, según decías, estamos muy contentos aquí. ¡Ja! Me parto el culo de esa ciencia tuya. A ver si espabilas, macho. Para saber que el mundo apesta no hace falta escarbar tumbas. Con ver el telediario es suficiente. Tanto muerto te ha perjudicado el cerebro. Anda, Gris, pasa de este idiota y suéltale dos hostias bien dadas. Gris… —Diego le dio una palmada en la espalda—. ¡Gris!
—Te oye —dijo el nigromante—. Pero no está de acuerdo con tu patética simplificación de los hechos.
—Hay… algo más allá —masculló el Gris—. Lo sé. Lo he visto.
—No, no, eso fue otra cosa —se preocupó Diego—. ¿No jodas que te lo has tragado? Mírale. ¡Mírale bien! Es un amargado. Seguro que por lo feo que es. Apuesto a que en el colegio los demás le zurraban por mamarracho. Reconozco a un pringado a simple vista. Y te digo que este no se come una rosca ni con las putas. Es virgen, fijo, y por eso odia el mundo. En el fondo le entiendo, con esa jeta tan fea yo también odiaría a todos.
El nigromante sonrió, lo que deformó todavía más su rostro. A Diego le recorrió un escalofrío, porque le pareció todavía más feo y desagradable.
—Niño, hay una parte de verdad en sus palabras —dijo el Gris—. Piedra quizás sepa mucho más sobre la muerte que nosotros.
—¿Quizás? —preguntó el nigromante.
—¿A quién le importa? —continuó el Gris—. Tal vez tuve interés en la muerte como para ser tu aprendiz, pero ya no soy el mismo. Ahora carezco de intereses reales, ¿lo sabías, nigromante? Carezco de sentimientos, incluso de instintos. ¿Sabías que puedo estar sin comer varios días? Ni siquiera me acuerdo de que debo hacerlo. Mis sentidos son una parodia de lo que deberían ser y así sucesivamente. Espero que lo entiendas, Piedra. Ya no soy tu aprendiz. No deseo interferir en tus experimentos y tampoco quiero descubrir ese gran secreto que es la muerte.
—¿Pero? —dijo Piedra—. Siempre hay un pero.
—En esta ocasión, no. Quítale la pulsera al Niño y nos iremos. Es todo lo que te pido. Podrás seguir desarrollando esa ciencia tan apasionante sin mezclarnos a nosotros en ello.
—Menos mal, macho —dijo el Niño—. Con toda esa movida de tu pasado pensé que te habías olvidado de a qué habíamos venido. Te lo traduciré, pedrusco, por si no lo has pillado: coge esta pulsera de mierda que me has endilgado y métetela donde quieras, luego estudia la muerte si es lo que te pone cachondo. A nosotros nos la suda. Si no, mi colega te va a soltar una manta de hostias que vas a flipar. Gris, saca el cuchillo ese decrépito.
—No es necesario —dijo el Gris.
—No puedo hacerlo, Niño, lo siento mucho —dijo el nigromante—. Me temo que esa pulsera se queda donde está.
—¡Te tengo!
Erik la había cogido de la muñeca izquierda en el último momento, cuando Sara ya se veía irremediablemente estampada contra el suelo. El mago la izó como si ella estuviera hecha de papel, sin esfuerzo visible por su parte. La rastreadora, una vez de vuelta al interior de la habitación, necesitó algo de tiempo para que su corazón y sus pulmones se recuperaran de aquel ritmo enloquecido.
—Ningún hueso roto —dijo el mago tras examinar su brazo.
Sara ahogó un gemido al descubrir que una flecha atravesaba el brazo de Erik a la altura del bíceps.
—¿No te duele?
Erik no contestó. Se levantó y fue hasta la puerta de la habitación de Ramsey. La rastreadora acudió a su lado. Observó con preocupación que brotaba bastante sangre de la herida, y con sorpresa, que no se veía a nadie en el pasillo.
El mago parecía concentrado en repasar la runa de la puerta.
—¿Mataste a Edgar?
—No —gruñó el mago sin mirarla—. Huyó para evitar que nadie del hospital acudiera a esta planta.
Sara sabía que los centinelas tenían que mantener aquel mundo oculto al margen de la gente corriente, pero se preguntó qué explicaciones daría Edgar para desviar la atención del ruido de la pelea y los destrozos evidentes.
—Estamos en un hospital, Erik. Vamos a que te saquen la flecha y te curen antes de que se infecte o…
—¡Estoy bien! ¡Déjame en paz!
Erik estaba furioso, tenía la cara desencajada. Sara retrocedió alarmada. No sabía cómo casar esa ira con el buen trato que había recibido del mago en La Taberna. Y, sin embargo, ahora le gritaba y la echaba de su lado. Consideró marcharse, pero el mago la cogió por el brazo y la retuvo.
—¡Suéltame!
—Ya está. He terminado. Lo siento, Sara, no quería gritarte. Yo nunca te haría el menor daño. Mira.
Erik agarró el asta de la flecha y la quebró por la parte de atrás, donde había dos plumas plateadas que servían para estabilizar su vuelo. Luego tiró por el otro extremo, por la punta, hasta que la flecha atravesó por completo su brazo.
—Apenas sangras —observó Sara.
—He ralentizado mis latidos y acelerado el proceso de coagulación.
—¿Puedes hacer eso? Pensaba que era el alma lo que…
—El alma y el cuerpo son uno, así debería ser siempre.
Sara no sabía que los magos poseyeran semejante control sobre su organismo. Decidió ignorar la última parte de la explicación de Erik, que sin duda hacía referencia a una excepción única: el Gris.
—No tenía nada que ver contigo, Sara, pero necesitaba estar furioso.
—¿Por qué?
—Por la runa de la puerta. Para disolverla se necesita un ingrediente especial, como sabes. No puedo replicarlo con mi alma sin un estado emocional concreto. No es sencillo de explicar.
Sin embargo ella creyó entender la idea general, que le pareció asombrosa. Si no se equivocaba, los magos no solo podían pintar runas sin necesidad de ingredientes, también podían emularlos, y cada uno se correspondía con una emoción diferente. Aquello abría un mundo de posibilidades que no dejaría de explorar si finalmente aceptaba tener una cita con Erik.
—¿Entonces ya está? —preguntó ella señalando la puerta.
—Compruébalo tú misma.
Erik la invitó a hacerlo con un gesto de la mano. Sara abrió la puerta sin la menor dificultad.
—¿Creías que ese centinela podía hacerme daño?
—¿Te peleaste con él solo para enfurecerte?
—Más o menos —asintió el mago—. Pero yo desconfiaría de un centinela que juega con sangre de demonio. Entremos, no tardará en volver y estoy agotado.
Ramsey estaba tumbado en la cama, tal y como ella lo recordaba. No había nada en la habitación que pareciera sospechoso o fuera de lugar. Erik fue directo a examinar la pulsera.
—Enséñame otra vez las runas de la pulsera del Niño.
Sara sacó el papel en el que había dibujado los símbolos con la mayor exactitud posible, también el teléfono móvil, para mostrar las fotografías que había tomado.
—¿Qué ves? ¿Algo malo? Dime.
—Hay diferencias —dijo el mago—. ¿Las ha pintado el mismo nigromante?
Sara asintió y luego estudió con mayor atención las dos secuencias de runas.
—Esta tiene una menos, ¿verdad? —dijo señalando la de Ramsey.
—Sí —confirmó Erik.
—¿Qué significa?
—Juraría que la secuencia está incompleta. Los nigromantes esconden bien el secreto de sus runas prohibidas, pero hay una cosa de la que estoy convencido. La pulsera del Niño… —Erik frunció el ceño.
—¿Sí? Vamos, dime lo que sea.
—No es de un nigromante —terminó Erik.
—Se la entregó uno. Lo vi —aseguró Sara.
—Los nigromantes también pueden pintar runas normales. A eso me refería. Las de la pulsera del Niño son muy extrañas, diría que para imitar las estructuras de los nigromantes, pero falta una parte esencial, la que rastrearía su alma en el momento de su muerte.
—¿Entonces?
—Entonces creo que Piedra os ha tomado el pelo. O eso o… dudo mucho que sirva para nada bueno.
El Gris sacó el cuchillo lentamente, como si quisiera que Piedra tuviera tiempo suficiente para verlo. El nigromante apenas pestañeó.
—Te di la oportunidad de arreglar esto —dijo el Gris.
—Y la rechacé —replicó Piedra—. No era una oportunidad justa, para ser sincero. Mi trato con el Niño sí fue justo. Él lo aceptó libremente. No tienes ningún derecho a pedirme que renuncie a él.
—Otra vez crees que me importan los principios que os guían a los demás. Verás, Piedra, algo que quizás no sepas sobre la muerte es que hay formas y formas de hacerlo. Tomaré tu alma, nigromante, despedazaré tu cuerpo con las runas más dolorosas y luego te la devolveré.
—Y si me hinchas los cojones —intervino el Niño—, yo te curaré y volveremos a empezar. Chúpate esa, guijarro.
—Vaya —dijo Piedra—. Reconozco que es una de las amenazas más terribles que he escuchado en mi vida.
—Yo no amenazo —le advirtió el Gris—. Considéralo una descripción de lo que te va a pasar. No pienses que me detendré o cambiaré de opinión. La piedad es otro de esos sentimientos de los que carezco.
—Entiendo. Te tomo muy en serio, Gris. Sé que no mientes.
—¿Y a mí no? —se quejó el Niño—. ¿No ves que no puedo mentir, idiota? Si yo digo que voy a…
—A ti también —le cortó el nigromante—. Formáis una pareja temible. Tendré que protegerme. Por mi propio bien.
Piedra sacó una pistola que tenía oculta en la parte de atrás del pantalón y apuntó al Niño.
—Si fuera tan fácil —dijo Erik, que seguía estudiando la pulsera de Ramsey—, todo el mundo conocería las runas prohibidas. No puedo descifrar su significado. Nadie puede.
—Busca algo —le apremió Sara—. Si no lo averiguamos, al Niño le pasará algo terrible, estoy segura.
Erik giró la pulsera. El brazo de Ramsey colgaba inerte mientras el mago sostenía la tira de cuero en el aire para que Sara pudiera verlo.
—Esta runa está de más, al menos si la comparamos con la pulsera del Niño —dijo Erik—. Mi intuición me dice que esa es la clave.
—Retrocede un poco —dijo el Gris—. No te disparará.
Diego temblaba tanto que no fue capaz de replicar ni de obedecer la orden.
—¿No lo haré? —preguntó Piedra.
—No —aseguró el Gris. Obligó al Niño a dar un paso atrás con un codazo—. No mientras no estemos dentro de esa runa que has pintado en el suelo.
Piedra apuntó al Gris con la pistola.
—Yo no estaría tan seguro.
—Tenías razón. Somos previsibles. Sabías que vendríamos y has pintado esa runa por alguna razón. Es parte de tu plan.
Sara estudió la runa que Erik le indicaba.
El Niño estudió la runa que Piedra había pintado en el suelo.
—No me suena —admitió Sara—. Parece… una forma alargada con algunos trazos ondulados por los lados…
—No me suena —admitió el Niño—. Pero parece… una polla gigante y arrugada. Si dibujamos dos círculos justo ahí…
—Yo tampoco conozco la runa —dijo el mago—. ¿Ves ese punto de ahí?
—¿El marrón?
—Sí.
—¿Es un ingrediente distinto? —preguntó Sara.
—No. Es sangre.
—¿Qué significa?
—Si tuviera que apostar… Diría que está incompleta, que le falta algo. Puede que la otra parte del símbolo…
Les interrumpió un ruido de pasos apresurados que se acercaban.
—Será el centinela otra vez. Quédate aquí, yo me ocuparé de él. No te preocupes, no le haré demasiado daño.
El mago salió de la habitación. En cuanto se cerró la puerta a su espalda, Álex apareció a través de una pared. Sara no soltó un alarido del susto de milagro.
—¡Álex! Maldito seas…
—Era yo quien ha hecho el ruido para que Erik saliera.
—¿Por qué? ¿Encontraste al hombre que vi al rastrear a Ramsey? ¿Está muerto? ¿Qué has descubierto?
—Todo. Sé lo que planea Piedra. Y tenemos que darnos prisa, porque te aseguro que el Gris y el Niño no tienen ni idea.
—Por desgracia para ti, sí apretaré el gatillo. —El nigromante sostenía la pistola con firmeza—. No tengo elección, ¿o ya habéis olvidado lo que planeáis hacerme? Tú no mientes nunca, ¿verdad, Niño? Para que veas que sí me tomé en serio vuestras amenazas.
—Apúntame a mí, no a él —dijo el Gris.
—¡No! —saltó Diego—. Estoy harto de ser un cobarde. ¡Apúntame a mí, feo! Tú tienes algo por lo que seguir aquí, Gris.
—Cierra la boca, Niño.
—¡No! Déjame hacer lo correcto por una vez. Yo te metí en este lío y tú siempre das la cara por mí. Es mi turno. ¿Lo ves? Ni un calambre, así que no miento. Cárgate a este cerdo si puedes. —El Niño dio un paso adelante—. Dispara, pedrusco asqueroso. Sé perfectamente que un hijo de puta como tú acabará en el Infierno. Así que allí nos veremos. ¡Y te vas a cagar!
—Espera —pidió el Gris—. No lo hagas. Sabes que el peligro soy yo, que te mataré si le disparas a él. No soy tan rápido como para detenerte antes de que aprietes el gatillo, pero te garantizo que no lo apretarás dos veces. Mátame a mí. El Niño es inofensivo.
—Conmovedor… —dijo Piedra.
No terminó la frase porque una figura inmensa apareció caminando por la derecha.
—¡Harley! —gritó Diego.
—¡Brad Pitt! —contestó Harley.
—La madre que te… —se exasperó el Niño—. ¡A por él, abuelo! ¡A por el feo! ¡El de la pistola!
—¿Harley? —Piedra ni siquiera se volvió para mirarlo, les mantuvo encañonados en todo momento, prestando especial atención al menor movimiento del Gris—. Ni siquiera sabéis quién es, ¿verdad?
El motorista detuvo sus pesados pasos a pocos metros de Piedra, giró la cabeza y miró a todos los presentes. Su melena canosa cubrió parte de su rostro. Después de dos interminables segundos se sentó en el suelo y colocó los brazos llenos de tatuajes sobre las piernas cruzadas.
—¡Harley! ¿Por qué…? —se desesperó el Niño—. ¡Levanta el culo y salva el nuestro! ¡Maldito retrasado!
El motorista echó un vistazo por encima de su espalda.
—No salvo culos —dijo—. No tengo prisa, así que no me he retrasado.
De la garganta de Diego surgió un sonido difícil de clasificar, una mezcla de insulto, babeo, tos y bufido que sonó vagamente como el rebuzno de un burro afónico.
—Él no os ayudará —aseguró el nigromante—. Deberíais sentiros afortunados. Vais a presenciar una revelación que asombrará al mundo. Solo lamento que no podáis comprenderlo, que no seáis capaces de ver que nos han estado ocultando información, negándonos el acceso a ciertas runas con la absurda premisa de que están prohibidas. Yo desvelaré…
—Que estás loco —le interrumpió el Gris—. Al final resulta que tienes delirios de grandeza, así de sencillo. Has fracasado toda tu vida, ¿no es así, Piedra? Nunca has logrado nada significativo en esa ciencia que predicas. Eres patético.
—Tío, no creo que cabrearle nos ayude —susurró Diego.
—Lo que te ha pasado es que has tenido un atisbo de inteligencia y te has dado cuenta de que has malgastado tu vida apartado del mundo para nada, y a cuántos habrás matado y engañado para estudiar sus muertes. Encontrar la verdad absoluta te redimiría ante ti mismo de ser la parodia humana que en realidad eres. Sí, todo suena mejor si hay una conspiración contra ti, así eres el mártir, seguro que los ángeles prohibieron esas runas por ti. ¿De verdad quieres vendernos que lo haces por nosotros? ¿Por el mundo?
—Es fácil hablar de ese modo cuando no tienes ni idea —repuso Piedra.
—Oh, claro que la tengo. Sé muy bien a dónde conducen tus delirios. Crees que has descubierto el secreto de la resurrección, el máximo anhelo de cualquier nigromante.
—¡Piensa, maldita sea! —Se enfureció Álex.
Sara nunca le había visto con el rostro tan desencajado. La situación debía de ser extremadamente peligrosa.
—Hay cosas de las que no puedo hablar. Tienes que deducirlo tú sola. ¡Razona! ¡Usa el cerebro por una vez!
Lo que hubiera descubierto Álex estaba relacionado con la muerte, algo de lo que no podían hablar, como ya explicó Piedra en el cementerio. Sara exprimió los conocimientos y experiencias que había atesorado hasta el momento, tratando de encontrar una conexión.
—Me falta una pieza, Álex. No puedo… Tú sabes más que yo.
—Aprovecha ese conocimiento. ¡Piensa!
Sara decidió hacerlo en voz alta.
—Veamos, se trata de algo que un muerto puede averiguar, pero un vivo no… Y algo relacionado con la muerte o podrías contármelo y no estaríamos como estamos…
Sara fue repasando todo lo sucedido sin dejar de mirar a Álex. Nunca antes se había sentido tan estúpida. Esperaba un gesto, una mueca que la guiara y le confirmara si su razonamiento iba por buen camino. Pero Álex ni siquiera parpadeaba.
—Sabemos que Piedra mintió respecto al Niño. Y Erik… Ha dicho que la runa estaba incompleta…
—Más deprisa.
—Eso no me ayuda… La runa principal de la pulsera de Ramsey tiene sangre, así que… ¿La va a completar en otra parte? ¿Y necesitará sangre? Maldición. ¡Va a matar al Niño! Pero el Gris se lo impedirá. Nadie puede prever al Gris porque… ¡El Gris! ¡Es él! ¡Siempre fue él!
—Más deprisa.
—El Niño era solo una excusa. Piedra usa runas prohibidas, infringe las normas, las leyes establecidas… ¡El Gris es una infracción viviente de todo lo que existe! ¡Es a él a quien quiere, no al Niño!
—¿De verdad no entiendes lo que estoy haciendo? —rugió Piedra, que perdió ligeramente la compostura por primera vez—. Precisamente tú, Gris. Admito que no esperaba eso de ti. Puedo entender que disientas de mis métodos, pero que cuestiones la meta final… Qué decepción.
—No le calientes más, macho —suplicó el Niño entre dientes.
Harley continuaba sentado con aire indiferente. De vez en cuando seguía con la mirada a quien estuviera hablando.
—Decepciono mucho —dijo el Gris—, es lo que hay. No vas a conseguir nada. Pasarás a la historia entre los tuyos como un idiota que se creyó el salvador del mundo y no logró más que hacer el ridículo.
—Tú no me hagas ni puto caso… —protestó Diego—. Sigue metiéndole caña… ¿Quieres callarte, Gris? ¡Tiene los nudillos blancos! Pedrusco, pasa de él, en serio, le robaron el cerebro además del alma. Mira cómo viste. Tío, a mí me mola eso de la resurrección. Podemos hacer como los médicos. Vamos a probar primero con ratones, ¿eh? Esos bichos tienen alma también…
—No te hará caso, Niño —le cortó el Gris—. Es un demente. Ha consagrado su vida a esto y nada ni nadie le harán cambiar de opinión.
—Pues estamos bien jodidos.
—¿Por qué sigues hablando, entonces? —preguntó Piedra.
—Porque quiero que sepas que eres un fracaso. Ten bien presente que te lo advertí. Ahora dispara de una vez y veamos qué pasa.
El nigromante movió el brazo y apuntó al Niño.
—¿Piensas que no lo haré?
—Pienso que no lloraré su muerte…
—Gracias, tío.
—Es que… no puedo. Eso significa que tampoco me sorprenderé ni experimentaré un vacío en mi interior por mucho que quiera que el Niño viva. Me mantendré frío y acabaré contigo.
—¿Y eso no podías hacerlo antes? —murmuró el Niño.
—Entiendo —murmuró Piedra.
—No, no lo entiendes, pero lo harás. Dispara de una vez, loco. ¿O ahora tienes miedo? ¡Dispara!
El nigromante sostuvo la mirada del Gris unos segundos largos, tensos, de esos en los que parece que el tiempo se ha detenido.
—Como quieras —dijo Piedra.
Entonces alzó un poco el cañón de la pistola, hasta apuntar a la cabeza del Niño. Y disparó.
La papelera saltó por los aires y esparció desperdicios sobre dos jóvenes que se besaban y toqueteaban en un banco cercano. Luego una señora, que no volvería a cruzar en su vida la calle con el semáforo en rojo, tuvo que arrojarse a un lado y terminó dentro de un charco maloliente. Poco después, en la salida de un garaje, un hombre obeso que conducía una vespino destartalada aprendió a mirar a ambos lados antes de incorporarse a un carril.
—Sé que es un tópico, pero en tu caso, Sara, no podría ser más acertado.
La rastreadora quería replicar, pero tuvo que dar un volantazo a la derecha para esquivar a un ciclista que le agradeció el gesto con un insulto bastante obsceno. Chocó contra uno de los coches aparcados de refilón, lo abolló, destrozó su espejo retrovisor y finalmente logró controlar el vehículo.
Sara apenas sabía conducir. En una ciudad como Madrid, con una red de transporte público que recorría todos sus recovecos, no veía la necesidad de tener coche propio, algo que ahora lamentaba, porque se saltaba los semáforos e infringía todas las normas de tráfico.
El primer coche de Policía asomó a su espejo retrovisor y comenzó a perseguirla.
—Acelera —ordenó Álex.
Sara maldijo en su interior a los muertos.
—No conseguiré despistarlo.
—Ya queda poco.
La rastreadora torció por una calle estrecha, derribando varios contenedores de basura. Por el retrovisor vio que los cubos habían bloqueado la calle y obligado al coche de Policía a detenerse.
—Buena jugada —dijo Álex.
Ella dejó que pensara que lo había hecho a propósito.
—¿Por qué no fuiste con el Gris si sabías que estaba en el Edificio España?
—Porque me agoté —contestó Álex—. ¡A la derecha! ¡No me mires a mí!
Sara estaba muy harta de esas órdenes, de ser la marioneta de un muerto que no podía actuar por sí mismo. Por desgracia, le necesitaba tanto como él a ella. El coche que conducía lo habían robado. Sara creyó que Álex le iba a enseñar a hacer un puente, como había visto en las películas, pero en realidad le enseñó a dibujar una runa que activaba el circuito de arranque del motor. Lástima que no conociera una runa que le enseñara a ella a conducir mejor.
Se preguntó qué habría pensado Erik cuando se despidió de él en el hospital, después de todo lo que había hecho por ella. El mago debía de estar agotado por utilizar su alma para disolver la runa con sangre de demonio, porque no hizo amago de seguirla cuando ella se disculpó y se marchó corriendo.
—Por cierto, ¿qué es eso de que te agotaste?
—Fue culpa tuya. ¡Que no me mires! Tuve que mantenerme sólido para sujetarte. ¿O ya se te ha olvidado?
Llegaron derrapando a la plaza de Cibeles y Sara dio gracias a que fuera de noche, porque en una zona tan concurrida sería imposible circular a esa velocidad de día. Ya estaban muy cerca. Un nuevo coche de Policía iba en su persecución.
—Álex, dime que Piedra no lo conseguirá. —Su compañero no respondió—. El Gris se dará cuenta, ¿verdad?
—No es probable. Él solo verá una amenaza. Piedra es demasiado listo y no le dejará tiempo para razonar. Tú eres su única posibilidad, Sara.
—¿Listo? Está loco.
—No cometas ese error. Y acelera.
Subían la Gran Vía, una calle muy céntrica rebosante de actividad, cualquier día del año y a cualquier hora. Al final de la calle estaba su destino. En aquel momento ya les seguían dos coches de Policía, como poco.
—Piedra va a jugar con la muerte como nadie ha imaginado jamás, Sara. No es un loco. Es un peligro.
—Pero lo que pretende es imposible, ¿no?
Álex no contestaba. Sara había deducido, o eso creía, lo que el nigromante se proponía, pero que entrara dentro de lo posible era algo que Álex no podía desvelar.
—Sigo pensando que está loco.
—No le comprendes. ¿Qué importan unas pocas vidas humanas a cambio de descubrir el secreto de la resurrección?
—¡Que no es posible!
—Él piensa que sí lo es. Y no puede haber resurrección sin que primero haya una muerte. Para aquí. ¡Detente!
Sara pisó el freno del coche a fondo. Faltaban unos doscientos metros para llegar a la entrada del edificio.
—¿Ahora? ¿Aquí? No dejarán que nos vayamos.
Álex se bajó del coche sin abrir la puerta.
—Yo me ocupo de la Policía. ¡Vete! ¡Sálvalos!
Sara aceleró. Por el retrovisor vio a Álex agacharse tras un contenedor de basura. Los coches de la Policía se acercaban a toda velocidad. Álex salió a la carretera en el último momento y se quedó allí plantado, impasible. Los policías giraron para evitar atropellarlo. Uno de los coches patrulla chocó con un camión que circulaba en sentido contrario al invadir su carril. El otro se empotró contra un semáforo y a punto estuvo de llevarse a dos peatones por delante.
Diego vio con toda claridad el pequeño círculo negro del cañón de la pistola. Escuchó el estampido del disparo y advirtió un diminuto fogonazo, una chispa de luz donde antes solo había un punto oscuro.
Entonces todo se volvió negro. El tiempo se detuvo, se desvanecieron los sonidos y el aire se tornó espeso y pesado.
Cayó de espaldas al suelo, que le resultó sorprendentemente frío. Siempre había pensado que el Infierno sería un lugar ardiente y apestoso. Su muerte debió de ser inmediata, porque no había sentido el impacto de la bala. Se palpó la frente para comprobar si tenía un agujero, pues era justo ahí donde apuntaba el nigromante cuando apretó el gatillo.
—¡Niño! ¡Levántate!
Abrió los ojos. Era el Gris, que le miraba con irritación.
—¿También estás en el Infierno? ¿Te disparó después de mí?
El Gris le cruzó la cara.
—Despiértate y deja de decir estupideces.
El Niño parpadeó varias veces. Harley seguía sentado en el suelo y acariciaba su melena canosa. Piedra yacía boca arriba, sobre la runa que había pintado. El Gris se acercó a él, sonaron los tacones de sus botas.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Diego, aún desconcertado—. ¿Era una bala de fogueo?
—No exactamente.
El Gris separó un lateral de su gabardina y metió la mano dentro. Al sacarla sostenía algo pequeño en la palma.
—¡Lo hiciste! —gritó el Niño cogiendo la bala de la mano del Gris—. ¡Detuviste la bala con la gabardina!
Por eso lo había visto todo negro. El Gris le había cubierto la cabeza y la gabardina se había tragado la bala.
—Tío, si alguna vez vuelvo a hacer una coña sobre esa gabardina, ¡quiero que me partas la boca! ¡Lo digo totalmente en serio!
El Gris le miró de reojo y asintió.
—Ya pasó todo. Tranquilízate.
—¿Que me tranquilice? ¡Ese cabrón me ha disparado a la cabeza!
El Gris se agachó junto al nigromante, que tenía la mano derecha atravesada por el cuchillo del Gris y ensartada al suelo. Un charco rojo oscuro crecía a su alrededor. Diego observó a su amigo con total admiración. Debía de haber sido increíblemente rápido para protegerle a él y en el mismo movimiento, con el otro brazo, lanzar el cuchillo al nigromante para desarmarlo.
El Gris apoyó la rodilla sobre el brazo derecho de Piedra y extrajo el puñal.
—Confiaste demasiado en que tenía un brazo roto —dijo el Gris.
Cambió el cuchillo de mano con un movimiento muy veloz y lo clavó en el antebrazo izquierdo de Piedra. El nigromante aulló de dolor.
—Pero no temas, ya nunca más volverás a equivocarte. En nada. Quiero que me mires a los ojos, como hiciste en el cementerio cuando me engañaste. Quiero que veas bien cómo ni siquiera pestañeo mientras acabo contigo.
El Niño se quedó a un paso de distancia. No recordaba haber tenido nunca miedo del Gris, pero ahora… Esa voz reposada que utilizaba, con tanta firmeza en cada palabra… Deseaba la muerte de ese malnacido que había intentado matarle, pero lo que más deseó en ese instante fue no estar en su pellejo.
—Puedo… arreglar… —suplicó el nigromante en un susurro.
—No me importa —atajó el Gris.
Cogió el cuchillo y lo colocó sobre el cuello de Piedra.
Sara acabó estrellándose contra una Harley Davidson que estaba aparcada frente al rascacielos, seguramente a causa de haber mirado por el retrovisor más de la cuenta cómo Álex había entretenido a la Policía. La moto era de Harley, seguro, nadie más usaría un modelo tan hortera en Madrid. La reparación le iba a costar una fortuna cuando la sacaran de debajo del coche.
Se bajó tambaleándose, pero contenta de abandonar el vehículo; además, la moto de Harley confirmaba que se encontraba en el lugar correcto. Sara, como cualquier madrileño, conocía el Edificio España, pero no se acordó del número exacto de plantas hasta que descubrió que los ascensores no funcionaban.
Soltó una maldición digna de Diego y tomó aire antes de encarar las escaleras. Ya en el tercer piso se dio cuenta de que debía bajar el ritmo para administrar las fuerzas o se agotaría antes de tiempo. Además, tenía el presentimiento de que el Gris y el Niño no se encontrarían en las plantas bajas.
Al llegar a la décima resoplaba y le pesaban las piernas como si fueran de cemento. En la duodécima jadeaba sonoramente y era incapaz de dar un paso sin cargar todo el peso del cuerpo en la mano que mantenía apoyada en la barandilla. En el decimoquinto piso quería morirse. Una vez en el vigésimo, cuando no tuvo más remedio que sentarse a recuperar el aliento, escuchó un disparo.
Lo cierto es que Sara nunca había oído uno salvo en las películas, pero no podía tratarse de otra cosa. El miedo y la angustia, y probablemente un torrente de adrenalina que inundó su organismo, le imprimieron nuevas fuerzas con las que levantarse y correr. Rezaba para que no hubiera sido lo que se temía, para que aún tuviera tiempo de llegar e impedir que nadie muriera. Apartó a un lado la imagen del Niño sobre un charco de sangre. Si eso llegara a suceder, no se lo perdonaría nunca.
Resbaló con algo mojado, pero mantuvo el equilibrio. Oyó pasos y voces y juraría que una de ellas era la del Niño. Sara corrió a trompicones, resoplando, agotada, hasta que llegó a una estancia llena de velas con una runa dibujada en el suelo. Aquella runa era la misma que había visto en la pulsera de Ramsey cuando la estudiaba con Erik, solo que mucho más grande, obviamente.
Harley estaba sentado en el suelo con la mirada perdida. ¡El Niño! Diego estaba bien… Entonces, ¿el disparo? Había una mano en el suelo con una herida horrible y una mancha que crecía a su alrededor. La rastreadora se movió, dio un paso a un lado para evitar la columna que le tapaba la visión.
El Gris estaba arrodillado sobre Piedra, con el cuchillo sobre su cuello. El nigromante yacía indefenso boca arriba.
—¡No!
Apenas sonó en voz alta, aunque su intención era gritar. Sara cayó al suelo de rodillas, extenuada por haber corrido escaleras arriba. El Gris volvió el rostro hacia ella. Sus ojos se encontraron a tiempo de que él leyera su súplica.
Y Sara tuvo la certeza de que no había llegado tarde, de que el Gris había entendido su gesto, su mirada, su expresión. Su advertencia. Y no dejó de mirarla en ningún momento.
Atravesó a Sara con sus ojos de ceniza mientras hacía descender lentamente el cuchillo. No pestañeó cuando le salpicó la sangre. No se inmutó mientras un gorgoteo espantoso brotaba entre pompas rojas de la boca del nigromante. Se mantuvo firme mientras el cuerpo de Piedra temblaba y se sacudía.
Y continuó así, quieto, durante varios segundos más después de que la cabeza del nigromante quedara separada del cuello.
Edgar tardó más de lo que había previsto en calmar al personal del hospital. Su pelea con Erik había causado más ruido del que había imaginado, más del que había logrado absorber la runa con la que había insonorizado aquella planta. Una enfermera muy insistente se negaba a aceptar sus explicaciones improvisadas.
El centinela se había puesto una bata de médico, y tras su acuerdo con Mario Tancredo, su identidad estaba en regla en el hospital. Pero la adrenalina todavía inundaba su cuerpo por la pelea con el mago. Su cabeza no andaba tan fina como debía para improvisar excusas. Al final, recurrió a una runa para estropear los circuitos del ascensor y simular una avería. Aquello los entretendría un rato, porque el pobre operador de mantenimiento que estuviese de guardia esa noche iba a pasar bastantes apuros para encontrar el problema que inutilizaba los circuitos del ascensor; de hecho, la única posibilidad de reparación sería reemplazar los mencionados circuitos, a menos que él borrara la runa más tarde.
Con todo, no estaba satisfecho, de modo que atrancó con otra runa la puerta que conducía al pasillo en el que estaba la habitación de Ramsey. Su prioridad, por encima de evitar víctimas inocentes, era que nadie tuviera conocimiento del mundo oculto, y ver a un mago y un centinela enfrentándose suscitaría muchas preguntas incómodas. Por suerte no tenía que preocuparse de las cámaras de seguridad del hospital, porque Mario las controlaba.
Ahora el único problema que restaba era el mago. Edgar no entendía la implicación de Erik en este asunto. Los magos consideraban su alma como el bien más preciado que tenían, por lo que los nigromantes, desde siempre, habían tenido serios problemas para encontrar entre ellos candidatos para sus experimentos. Erik, además, pertenecía a uno de los linajes más influyentes. ¿Por qué se mezclaba en esto? Y con Sara, nada menos, a quien había conocido en la iglesia como miembro del grupo del Gris, el ser más opuesto a lo que representa un mago.
Luego estaba el detalle de la propia lucha contra Erik. Edgar no albergaba duda alguna de que el mago se había contenido. No se había enfrentado antes a él, pero conocía lo suficiente para saber que Erik era capaz de mucho más, de muchísimo más. Incluso sin las runas adecuadas, Erik podría, con toda probabilidad, derribar una pared de un puñetazo.
Definitivamente, aquella historia contaba con más actores de los que había previsto. El centinela sacó su arco, lo tensó, colocó una flecha corta y rápida, adecuada para las distancias cortas. En ese momento apuntaba hacia abajo, justo donde cayeron los restos de una de sus flechas.
—Eso es tuyo, centinela —dijo Erik.
Eran los pedazos de la flecha con la que había atravesado el brazo del mago. Erik venía caminando hacia él sin atisbo de preocupación.
—¿Y Sara? —preguntó Edgar.
Alzó un poco el arco sin llegar a apuntarle, aunque preparado para hacerlo y disparar al menor ademán que resultara sospechoso.
—Se ha ido.
Erik pasó a su lado sin dedicarle una mirada.
—¿A dónde vas? Tienes muchas cosas que aclararme.
—No tengo nada que decirte, centinela.
Edgar podría dispararle por la espalda, podría darle en una pierna, o eso parecía, aunque no creía que Erik estuviera indefenso. Aun en el caso de que le abatiera, no lograría hacerle hablar. Lo que sí lograría sería provocar un trastorno sin precedentes en los últimos tiempos. Atacar a la cúpula política de los magos podría llegar a agitar el mundo oculto entero. Semejante acción exigiría responder ante los ángeles, lo que le obligaría a explicar qué hacía él allí, manteniendo una relación, dudosa cuanto menos, con Mario Tancredo, con una runa elaborada con la sangre de un demonio y un paciente en coma que llevaba la pulsera de un nigromante. Tal vez se arrepintiera más adelante, pero si Erik no quería prolongar su enfrentamiento, él tampoco veía la necesidad de complicarse todavía más su situación.
Reprimió las ganas de atravesar al mago con una flecha cuando le vio arrancar la puerta que él había atrancado. En lugar de eso, Edgar accionó el mecanismo que replegaba su arco hasta convertirlo en un cilindro plateado y lo guardó en el interior de su chaqueta. Decidió desaparecer antes de que acudiera el personal del hospital, pero antes echaría un vistazo a Ramsey, por si averiguaba qué había sucedido.
El centinela tuvo que saltar por encima de un anciano que salía por la puerta del habitación de Ramsey, justo cuando él llegaba corriendo. No le dio de milagro, gracias a sus extraordinarios reflejos y a que el anciano era de corta estatura e iba encorvado.
—¿Quieres esperarme, Tedd? —dijo una voz infantil desde el interior de la habitación—. No debes caminar solo.
Un chiquillo de unos diez años salió y agarró con firmeza el brazo del anciano.
—Aquí no es, Todd —gruñó el viejo—. Te has vuelto a equivocar. No sé por qué he dejado que me convenzas.
Ambos tenían los ojos violetas. El anciano lucía una larga coleta blanca que casi le llegaba a la cintura. Edgar no podía entender cómo habían llegado a la habitación de Ramsey. ¿Los habría visto Erik? ¿Tendrían algo que ver con él?
—¿Qué hacíais en esa habitación? —preguntó el centinela.
—¿Lo ves, Todd? —Gruñó Tedd, que había aceptado la ayuda del chico y cargaba su peso sobre él al caminar—. Ya has enfadado al doctor con tu ignorancia.
—Discúlpame, Tedd —contestó Todd—, por preocuparme por tu salud. Si hubieras aceptado hacerte esas pruebas el otro día, no estaríamos ahora buscando la sala de rayos X para que te examinen las rodillas. En lugar de eso, hemos incordiado a un pobre hombre que está en coma.
Edgar irrumpió en la habitación nada más oír la supuesta explicación. No podía ser una coincidencia que dos tipos tan llamativos estuvieran precisamente allí. Lo cierto era que algo en ellos le inquietaba, no solo su modo de hablar. Había algo más, quizás su aparente fragilidad y el hecho de que ni siquiera le hubieran dedicado una mirada. Dos personajes tan peculiares le desconcertaban, y antes de interrogarlos, Edgar quiso comprobar si le habían hecho algo a Ramsey.
La habitación estaba a oscuras, pero un examen rápido le reveló que Ramsey seguía en la cama y su situación no había variado. Sin embargo, debía de haber algo más, algo que se le escapaba. Erik, Sara, Tedd, Todd… Todos habían pasado por aquella habitación y debía de ser por una razón. El centinela decidió estudiar la pulsera. La tomó entre sus dedos y le dio la vuelta para repasar las runas… Entonces sucedió algo increíble. La pulsera se deslizó con facilidad y con un simple tirón se la quitó a Ramsey. Edgar sostuvo la pulsera ante sus ojos sin poder creerlo. Solo cabía una explicación lógica: Piedra había muerto.
Su misión había terminado… No sabía si considerarlo un fracaso. Desde luego su intención era capturar al nigromante, pero si Ramsey seguía vivo, o en coma, al menos, Piedra no debía de haber logrado su propósito. Comprobarlo le resultó de lo más sencillo. Edgar se quitó el collar que llevaba al cuello sin la menor dificultad. Sí, Piedra había muerto. ¿Tendrían esos tales Tedd y Todd algo que ver? Como poco, eran los últimos en haber visitado a Ramsey.
El centinela salió, decidido a descubrir en qué consistía la participación de aquellos dos estrafalarios personajes, pero se encontró con un pasillo completamente vacío. Tedd, el anciano de las piernas temblorosas, no podía haber recorrido tanta distancia en tan poco tiempo.
Edgar lo pensó un segundo y se marchó. Sabía que no estarían buscando la sala de rayos X, como habían dicho.
El Gris se incorporó. La misma sangre que ensuciaba la hoja de su cuchillo resbalaba por su gabardina. Su mirada era completamente neutra, así como su expresión, aunque tal vez parecía pensativo.
—¿Qué has hecho? —dijo Sara más alto de lo normal—. ¿Por qué no me hiciste caso? Te advertí… ¡Llegué a tiempo! ¿Por qué…?
La rastreadora todavía resoplaba. A la fatiga se le había sumado una sensación que no podía describir, una mezcla de incredulidad y de impotencia. El Gris la había visto y oído, se habían cruzado sus ojos, pero eso no había detenido su mano.
—Hice lo que tenía que hacer —respondió él.
—¡No me escuchaste!
—¿Qué mierda te pasa, Sara? —Se enfadó el Niño.
Pasó por delante de Harley, que continuaba sentado en el suelo, ajeno a cuanto sucedía, y se acercó al Gris.
—Ese hijo de perra me disparó. ¡Me pegó un tiro en la cara! Si no hubiera sido por él, ahora estaría asándome las pelotas en el Infierno.
—No lo sabía —dijo Sara, aún con problemas para controlar su frustración—. Pero cuando llegué estabas bien. El Gris le había reducido. ¡No había necesidad de matarlo!
—¿Que no? —repuso Diego, furioso—. Debería haberme dejado a mí que lo estrangulara. —Se giró y le dio una patada a la cabeza de Piedra—. ¡Ay! La madre que lo parió… —Se agarró el tobillo y dio saltitos, cojeando.
—Deja que te ayude —se ofreció Sara.
—¡Ni de coña! —rugió el Niño.
Dio una zancada larga y luego asestó otra patada a la cabeza del nigromante. Y luego otra.
—¡Toma esto! ¡Y esto también! ¡Jódete! ¡Toma experimento con la muerte! ¡Así te pudras! ¡Y otra más!
Sara no se atrevió a intervenir. Diego estaba fuera de sí, descargando patadas contra la masa deforme que había sido la cabeza del nigromante, y alguna que se le escapaba contra la pared, pero ni aun así se detenía. La escena era grotesca. Un niño pateando una cabeza ensangrentada. Claro que ese niño soportaba una condena terrible y había estado a punto de verla cumplida. Antes se le agotarían las fuerzas que la ira. El Gris así debía de entenderlo, porque ni siquiera le miraba.
Fue Harley el que se acercó hasta el Niño y le envolvió con sus enormes brazos.
—¡Suéltame, abuelo! ¡Tú no me ayudaste! ¡Bastardo! ¡Déjame! ¡Quiero patear a ese cabrón!
Diego descargó contra el motorista, aunque apenas hizo mella en el hombretón. Para Harley, que le habían visto caminando con el cuchillo del Gris atravesando su pierna, aquellos golpes ni siquiera debían de ser caricias.
Harley le levantó en el aire y resistió impasible la ira del Niño. Diego, que claramente se quedaba sin fuerzas, lejos de renunciar, redobló sus esfuerzos en el ataque verbal. Vomitó todos los insultos imaginables sobre Harley, quien por fortuna también resultó inmune a la afilada lengua del Niño.
Sara aprovechó para acercarse al Gris.
—Este no es el mejor momento —dijo él con la mirada perdida.
—Tienes que escucharla —dijo Álex, que apareció sin que Sara se hubiera dado cuenta—. Has metido la pata, Gris.
—Yo no lo veo así.
—Piedra quería descubrir el secreto de…
—Lo sé —atajó el Gris.
—¡No, no lo sabes! —insistió ella—. La resurrección es posible, según él, si puedes burlar la muerte.
El Gris extendió el brazo y señaló el cadáver, lo que encolerizó más a Sara.
—¡Sí, lo mataste, estúpido! Eso era lo que él quería.
—Pues yo también, así que hemos ganado todos. Escuchadme bien los dos. Me estoy conteniendo y no es el mejor momento para que la toméis conmigo. No estabais aquí. No tenéis que aprobar lo que hice. Ni siquiera me importa lo que penséis.
—Gris, tienes que entender lo que has hecho —intervino Álex—. Tendrá consecuencias.
—Como siempre.
—¡Escúchanos al menos! —exigió Álex—. El plan de Piedra para burlar la muerte eras tú. Tenía que morir a manos de alguien que no debería poder matar, ni siquiera existir. Tú eres la excepción a cualquier regla, incluida la muerte. Contigo se pueden transgredir las normas. Te manipuló. Te atrajo hasta aquí, hasta esa runa y amenazó al Niño para manipularte. El Niño nunca le importó.
—Y lo consiguió, porque no me hiciste caso —continuó Sara—. Le tenías. Podías haberle apresado, pero… Nunca me tomáis en serio. Eso no es trabajar en equipo.
—¡No somos un equipo! —estalló el Gris—. Me equivoqué. ¿Es eso lo que os importa tanto? ¡Celebradlo si queréis!
—Eres un ingrato y no me extraña que estés solo…
—¡Basta! No estoy para sermones, hoy no. Esto no tiene nada que ver con vosotros dos. ¡Nada! Estoy cansado de todo el mundo, de todos los que quieren matarme. Ese nigromante atentó contra el Niño, no le importaba si yo podía o no detener la bala con tal de provocarme. Puso en peligro la vida del Niño. —La última frase la dijo particularmente despacio—. En lo que a mí respecta, atacar al Niño es atacarme a mí. —Hizo una pausa, tomó aire—. Si eso es un error, que así sea, pero no se lo voy a permitir a nadie. Culpadme de lo que os apetezca, yo afrontaré las consecuencias. Yo. Ahora, apartaos de mi camino.
El Gris fue hasta Harley y el Niño. El motorista todavía sostenía a Diego entre sus brazos, aunque el Niño ya no se resistía. Parecía agotado, triste.
—Suéltale —ordenó el Gris—. Vas a seguirnos siempre, ¿no es así?
Harley obedeció y asintió.
—No siempre —dijo el motorista.
—Niño, la pulsera.
Diego abrió mucho los ojos.
—¡Lo había olvidado!
La pulsera se deslizó con suavidad sobre su muñeca y su mano. La tiró al suelo y la pisoteó. El Gris extendió el brazo herido.
—¿Te importa?
—Claro que no, tío, ¿pero qué les pasa a Sara y Álex? Hemos ganado. ¿A qué vienen esas jetas tan feas?
—Niño… —le apremió el Gris.
—Voy.
Diego posó las manos alrededor del brazo fracturado del Gris. Enseguida se estremeció y se río con el cosquilleo característico que le provocaba curar a su amigo.
—¡Funciona! ¡He vuelto! ¿Qué tal? ¿Lo he hecho bien?
El Gris abrió y cerró la mano, giró la muñeca.
—Perfectamente.
Entonces, como un rayo, se giró y estrelló el puño recién curado en el estómago de Harley. El motorista se dobló, se le escapó todo el aliento de golpe. El Gris repitió el puñetazo y le hizo retroceder.
—Tú y yo teníamos una cuenta pendiente.
Le golpeó de nuevo. Harley se tambaleaba hacia atrás para evitar caer.
—Creo que sé quién eres, Harley, y no me gusta.
Esta vez le dio en el pecho.
—Pero podría equivocarme.
Otro golpe.
—Lo hago mucho últimamente. Por lo visto no aprendo nunca.
El último puñetazo hizo que Harley se estrellara de espaldas contra una ventana y la agrietara. El Gris no esperó y saltó sobre él. Le dio una patada brutal en el pecho. La ventana reventó y Harley se precipitó al vacío.
—¿También tenéis alguna queja sobre esto? —dijo volviéndose hacia Sara y Álex—. Mucho mejor. Ahora, dejadme todos en paz una temporada.