6
—Edgar, llevamos demasiado tiempo discutiendo sobre lo mismo. Nadie se va a creer que existe una pulsera irrompible. Si ese médico o las enfermeras tienen la genial idea de contar una historia como esa, no conseguirán más que provocar la risa de los demás, y ayuda psiquiátrica. Nadie les va a creer, así que deja a un lado tu paranoia de centinela porque no hay ninguna información que vaya a salir a la luz pública.
—Es el mundo oculto el que me preocupa. Las personas corrientes no lo creerán, cierto, pero puede que el rumor se extienda, aunque sea solo para burlarse del médico. Antes o después llegará a oídos de alguien que sí sepa de lo que están hablando.
—Y no nos conviene que vengan a meter las narices en nuestros asuntos. Bien visto. Especialmente los brujos. No quiero a esos mocosos entrometidos en mi hospital. De acuerdo, espera que hago una llamada… Soy yo… No me importa la hora que sea. Despiértate… ¿Ya estás espabilado?… Así me gusta. Quiero que traigas a ese informático listillo… Ahora no recuerdo su nombre… No, nada importante, solo quiero que borre los datos de un informe médico de uno de mis hospitales y de cualquier sitio al que se haya enviado… Me da exactamente lo mismo. Os quiero a los dos en mi casa dentro de tres horas… Le sacas de la cama si es necesario. Adiós. Arreglado, Edgar, en unas horas no quedará nada por escrito sobre esa pulsera ni sobre las runas que grabó el nigromante.
—Las runas no me preocupan.
—¿Perdón?
—Sin que las relacionen con la pulsera no despertarán sospechas.
—¿No acabas de decirme que si alguien las ve…?
—Las ven todos los días, Mario. Solo son símbolos, signos, garabatos, nadie les presta atención. Hay personas que incluso se hacen tatuajes pensando que son dibujos tribales y cosas por el estilo.
—Los he visto alguna vez. ¿Lo consentís? Pensé que los centinelas no…
—No hay mejor forma de ocultar un secreto que dejarlo a la vista de todo el mundo. Nadie cree que un símbolo pueda tener algo de particular si aparece en el póster de su habitación o tatuado en un brazo.
—Ahora tienes toda mi admiración. Una idea brillante… Imagino que sin ingredientes no es posible que las runas cumplan su función.
—No solo eso. Aún con ingredientes, hay que saber pintarlas del modo correcto. Las probabilidades de lograrlo al azar son ridículas. Creo que solo ha sucedido una vez.
—¿En serio?
—Fue hace un par de siglos, si no recuerdo mal. Es el único caso documentado. Un chaval se dibujó una runa en el brazo y le reventó en pedazos.
—¿Sin ingredientes? No me lo creo.
—Era un mago, aunque el pobrecillo no lo sabía. No le habían descubierto los suyos y nadie le había enseñado a controlar sus capacidades ni le había explicado en qué consistían.
—Lo que hay que ver… De acuerdo, borraremos todo rastro de lo que ha sucedido. Por si acaso, cambiaré el nombre del paciente en el expediente. Ramsey ha hecho algo de ruido últimamente y puede que haya quien le busque. Creo que mató a una persona y, sinceramente, me pareció un lunático con delirios, o visiones creo que decía.
—El médico le ha tratado y…
—Déjame eso a mí.
—¡Suelta ese teléfono! No se te ocurra matarlo, Mario, no lo consentiré.
—¿Quieres tranquilizarte? ¿Por quién me has tomado? Matar es un recurso caro que solo contemplo en casos extremos. Esto es infinitamente más sencillo. Ahora cierra la boca que tengo que hacer otra llamada… Soy Mario Tancredo, quiero hablar con el director de Recursos Humanos… Se va a despertar ahora mismo y va a ir a mi casa para tramitar el despido de un médico. Y también el de una secretaria irritante si no dejas de bostezar ahora mismo y cumples mis órdenes al pie de la letra… Ya está. Todo arreglado. ¿Qué más tengo que solucionar ahora, Edgar?
El monstruo era bastante grande. Su silueta correspondía a un hombre de más de dos metros de estatura, con una distancia casi igual de hombro a hombro, o esa era la impresión que le dio a Sara. Arrastraba hierbas por todo el cuerpo, señal de que había atravesado la espesa maleza que rodeaba el claro con esos andares impasibles, lentos pero constantes.
Hasta que no se acercó un poco más al resplandor de las antorchas, no pudo verle algo mejor. Sintió una punzada de miedo ante la envergadura de aquel hombre. Tenía los brazos grandes como troncos, vigorosos. Aunque no parecía tener definido el músculo, aquella constitución física irradiaba una fuerza natural, no la que provenía de hacer ejercicio en un gimnasio y consumir anabolizantes.
Se adivinaba una melena canosa, puede que blanca, y desde luego algo descuidada, aunque podía deberse a haber atravesado la vegetación. Había dos rendijas, que debían de ser los ojos, justo debajo de una colección de arrugas que evidenciaba cierta edad, sesenta años, como poco. Vestía una chaqueta vaquera sin mangas y lucía varios tatuajes de calaveras en los brazos, hasta llegar a unas muñequeras de cuero y guantes negros que dejaban los dedos al aire. Tenía el aspecto de un motorista gigante.
No pudo estudiarle más porque el Niño pasó por encima de ella. Saltó, después de derribarla y pisarla en el hombro, y se escabulló detrás de las ruinas. El perro salió disparado hacia el hombretón. Sara, aturdida en el suelo por el atropello del Niño, se incorporó y se volvió. El Gris se había plantado enfrente del gigante, que continuaba su avance lento pero imparable.
—¿Dónde está el nigromante? —preguntó Álex, a su lado.
Sara quería responder, pero la escena la tenía completamente absorbida.
El Gris, con la cabeza ligeramente inclinada, algo que contrastaba con la altura del desconocido, estaba en medio de un cementerio, con restos de tumbas a su alrededor, envuelto en jirones de niebla apenas visibles, con la gabardina negra ondeando ligeramente a su espalda. Y una montaña humana con tatuajes de calaveras caminaba directamente hacia él.
Era la prueba viviente de que no sentía miedo, porque nadie en su sano juicio se pondría en el camino de semejante mastodonte.
—¿Qué haces aquí? —preguntó el Gris.
El coloso no contestó, pero tampoco se detuvo.
—Si estás con Piedra, has cometido un error —le advirtió el Gris.
Dos pasos más del gigante, directos, pesados, tres o cuatro más, y estaría encima del Gris.
—¿Quién eres? —insistió el Gris.
—Soy yo —contestó el intruso.
Su voz era grave y pesada. Sara la escuchó con total claridad a pesar de estar a bastante distancia por detrás del Gris.
—¿Ese era el monstruo, Niño? —preguntó Álex a su espalda.
Sara escuchó un balbuceo y lo que parecía un castañeteo de dientes. Momentos después la cabeza de Diego asomaba tímidamente desde detrás del muro.
—S… Sí. No me eches la bronca… Sé que es un hombre y que se me fue la olla al describir lo grande que era… ¡Pero estaba oscuro, solo y tenía miedo! ¡Y no es que sea bajito, joder!
El Niño perdió el temblor en la voz al enfadarse. Se le encendieron las mejillas. Sara tuvo la impresión de que su furia iba dirigida contra sí mismo, tal vez se sentía culpable, lo que no era de extrañar con las maneras de Álex para interrogarlo.
—Tengo que saber si estaba solo. Piensa, Niño —lo apremió Álex.
Los ojos de Diego se abrieron al máximo. Sonó un golpe y un gemido. Sara se dio la vuelta. El Gris estaba tendido en el suelo boca arriba, bastante más cerca que hacía un momento. El gigante seguía caminando, a la misma velocidad, hacia ellos. El perro correteaba a su alrededor, ladrando y dando saltitos. Parecía una mosca que revoloteara entre las piernas del intruso.
Sara, que había temido lo peor, respiró al ver al Gris arquear la espalda e incorporarse de un salto ágil. Corrió la escasa distancia que le separaba del desconocido y se abalanzó contra él. A juicio de la rastreadora, aquella no le parecía una técnica de combate apropiada para enfrentarse a un hombre que era el doble que el Gris.
En el último momento, el Gris saltó y chocó con el hombro del gigante. Sara consiguió mantener los ojos abiertos.
El Gris salió despedido, rebotó contra una de las formaciones rocosas que rodeaban el claro y se perdió entre la maleza. El hombretón cayó de espaldas, haciendo un ruido considerable, rodó hacia atrás, aplastó una lápida de piedra medio derruida a su paso y también desapareció bajo la espesa vegetación del cementerio.
Mario Tancredo se encogió de hombros.
—No sé de qué me hablas —dijo con la mayor naturalidad del mundo.
—Lo sabes perfectamente —aseguró el centinela.
—No tengo ninguna hija.
—La que creías que era tu hija, la que mató el Gris en tu casa, en el mismo incidente, por cierto, en el que murió Miriam.
Mario asintió y sonrió.
—Si estás tan bien informado, ya sabrás lo que esa criatura era en realidad. No me apetece revivir ese episodio.
—Puedo imaginarlo —dijo Edgar—. La querías, al menos cuando creías que era tu hija. Sabes que se ganó tu confianza, pero aun así el sentimiento de cariño perdura en tu interior. Son demasiados años… Es tu punto débil. La gente como tú, capaz de odiar con tanta intensidad, también puede amar del mismo modo. Pero no te gusta reconocerlo ni que nadie lo sepa. No es bueno para la imagen que quieres proyectar.
Mario se mantuvo impasible.
—Está muerta.
—Oh, no importa. Solo necesito su sangre. No se te ocurra decirme que no guardaste su sangre porque te conozco.
—Tenemos que ayudarle —suplicó Sara.
—¿Cómo? —Gruñó Álex—. ¿Vas a hacer cosquillas al mastodonte para distraerle y que el Gris pueda acabar con él?
—¡No puede vencer él solo a ese gigante! —Se encendió la rastreadora.
—Tendrá que apañárselas. No es un niño…
—¡Eh! Sin ofender —protestó Diego.
—Si quieres hacer algo útil, Sara, ve a colocarte junto a la verja por si alguien más viene. Si Piedra nos la ha jugado y ha ocultado a uno, podría haber más.
—Ya te digo —soltó el Niño—. Yo me descojono con eso de que nadie puede llegar a este lugar. Nos iría mejor montando una fiesta y cobrando por las entradas.
—Podéis hacer lo que queráis —insistió Sara—. Yo voy a ayudar al Gris.
—¡No! ¡Sara, espera! —Diego la sostuvo por el brazo—. Quédate, por favor. No soportaría que te pasara nada.
A Sara la conmovió el gesto del Niño, la angustia que se reflejaba en su rostro al detenerla.
—Oh, gracias, no sabía que yo te…
—Con el Gris no pasa nada, pero si te tengo que curar a ti me duele un huevo y envejezco y… ¡No vayas, te lo suplico! Si no te curo, me sentiré culpable.
—Deberías haberte ahorrado la explicación, Niño —dijo Álex.
El Gris saltó sobre el intruso mientras aún estaba en el suelo. Le dio dos puñetazos en la cara que apenas surtieron efecto. El gigante se levantó y se sacudió al Gris de encima, quien giró en el aire y cayó sobre los pies.
—¿Estás con Piedra?
Lo preguntó saltando a una rama para sortear la vegetación del suelo, que estorbaba sus movimientos. El desconocido no respondió. El Gris lo rodeó para asestarle una patada en el estómago. Acto seguido se alejó y quedó fuera de su alcance.
—¡Habla!
—No soy de piedra —contestó.
—¡Bah! El Gris le partirá la boca —dijo el Niño rebosando confianza—. Era un viejo. Que sí, que parecía una ballena de lo grande que era, pero esos tipos tan grandotes son lentos y torpes. El Gris es más rápido.
—No estás aquí para pelear, Sara —intervino Álex—. No es tu función y solo conseguirías estorbar al Gris.
—Pues ayúdale tú.
Álex miró a Diego de reojo.
—Eso hago, entre otras cosas, evitando que metas la pata, como siempre.
Un árbol se removió en la distancia, luego se quebró y se vino abajo. Casi al instante sucedió lo mismo con otro que estaba mucho más lejos. Desde el centro del claro, los tres veían las copas de los árboles menearse, escuchaban crujidos y jadeos. Hasta cierto punto, seguían el curso de la pelea.
El Gris se acercó por la derecha y amagó una finta a la izquierda. Se le enredó un pie entre la maleza y no pudo evitar que su enemigo le embistiera. Se quedó sin aliento un segundo, pero se recuperó y volvió a la carga.
Golpeó al gigante en el costado y evitó su enorme brazo, que le pasó justo por encima de la cabeza. Entonces se agachó y hundió el cuchillo en la pierna de su adversario hasta la empuñadura.
—Además, el Gris parece un mendigo, pero reparte que no veas. ¿Con cuánta gente se ha currado ya? Demonios, magos… En el fondo es un broncas —dijo el Niño, excitado—. ¿Qué va a hacer ese abuelo con pinta de motorista? No, no hay duda de que le ganará. El Gris es muy veloz y puede esquivar un puñetazo, darle una patada, ponerse detrás de él y mearle en la espalda. Todo eso antes de que el otro sepa lo que ha pasado. Joder, cómo me gustaría ver la pelea.
El Gris apareció volando, literalmente, sobre ellos. Se empotró contra el tronco del árbol situado en el centro del claro, el que no tenía ni una sola hoja, uno de los más grandes. El tronco se tambaleó, pero resistió el impacto. El Gris se estrelló contra el suelo y se quedó inmóvil.
Sara y Diego se abrazaron al sentir las pisadas a su espalda, retrocedieron al ver la mole que caminaba en su dirección, el hombre que había irrumpido en el claro. Asomaban restos de vegetación entre su melena canosa. El desconocido no les miraba, solo avanzaba recto, hacia el Gris. Sara advirtió que arrastraba ligeramente la pierna derecha y allí dirigió su mirada. De su muslo asomaba la empuñadura del machete del Gris, el mango y el cuero desgastado que lo envolvía. Una mancha marrón se extendía hacia abajo por el vaquero, consecuencia de la sangre que manaba de la herida. Sin embargo, la pierna no había quedado inutilizada. El movimiento era un poco más lento que el de la otra, sí, pero apenas perceptible, como si el gigante tuviera una molestia, no un largo cuchillo que la atravesara.
La punta del puñal apenas asomaba por detrás de la pierna, como pudieron comprobar cuando se apartaron y el intruso les rebasó, lo que daba una idea precisa de lo grande que era el muslo de ese hombre.
—Tenemos que hacer algo —dijo Sara al ver que aquel hombre se acercaba al Gris, quien seguía inconsciente.
El Niño temblaba aferrado a ella. La rastreadora se libró de su abrazo y corrió, adelantó al gigante, que no se desplazaba con excesiva prisa, y se plantó delante de él, con el Gris tirado a un paso detrás de ella.
—No te dejaré hacerle daño —amenazó con el tono de voz más duro del que fue capaz.
El desconocido, para su sorpresa, se detuvo ante ella. Sara tuvo que alzar la cabeza para mirarle a los ojos.
—¿Por qué le atacas? ¿Quién eres?
El hombre se agachó un poco, estiró el brazo, inmenso, lleno de tatuajes. Sara reparó en uno en el que se veía a una mujer de ropa ligera montando una Harley Davidson con una serpiente enroscada a su alrededor. El enorme bíceps se tensó. El hombre extrajo el cuchillo de su pierna sin hacer siquiera una mueca.
—Esto no es mío.
Dejó caer el cuchillo en el suelo, luego continuó. Sara no quería apartarse, pero no le quedó más remedio. Se sintió impotente al no poder hacer nada para ayudar al Gris, que seguía indefenso en el suelo.
Para su sorpresa, el gigante pasó por encima de él y continuó recto. Sara dejó escapar el aire contenido, aliviada, aunque sin saber si aquel coloso había evitado aplastar al Gris con una de sus botas o había sido una coincidencia que quedara justo entre sus piernas. En cualquier caso, el hombre no dejó de andar, miró a un lado y a otro, y continuó hasta perderse de nuevo entre la jungla del cementerio.
—No funcionará —aseveró Mario Tancredo.
—Claro que sí —le contradijo el centinela—. La pulsera enlaza con el alma de Ramsey para que Piedra pueda estudiarla cuando muera.
—Estoy al corriente de cómo funcionan las prácticas de los nigromantes.
—Los demonios utilizan su sangre para cerrar tratos con los humanos a cambio de sus almas —repuso Edgar, obviando el reproche de Mario—. ¿Ves a dónde quiero llegar?
—Lo veo.
—Piedra creerá que un demonio está interfiriendo para hacerse con el alma de Ramsey.
—Eso es imposible estando en coma. El nigromante lo sabrá. Para cerrar un trato con un demonio hay que dar la conformidad voluntariamente.
—Pero Piedra podría creer que Ramsey ha despertado, o tal vez sospechar que hizo el trato antes de que él le colocara la pulsera, ¿lo entiendes? De todos modos, creerá que algo va mal y vendrá a comprobarlo…
—Y le atraparás, ¿no?
—No tiene gracia —gruñó Álex.
A Diego le costó serenarse y ahogar las carcajadas lo suficiente para contestar.
—Es por las cosquillas, tío —dijo limpiándose una lágrima.
—Prueba otra vez.
—Dejadlo ya —intervino Sara.
Señaló al Gris, que acababa de abrir los ojos. No quedaba ni rastro de la herida que tenía en la frente, aunque aún se podía ver la sangre. El Gris se incorporó.
—¿Qué dices ahora, listillo? —se burló el Niño. Álex se alejó un paso y se quedó allí, en silencio—. No me des lecciones de curar, que yo sé lo que me hago. ¿Qué? ¿Te he dejado como nuevo o no?
—Gracias —dijo el Gris.
—Tu cuchillo. —Sara se lo entregó y acto seguido desapareció en la gabardina.
El Gris terminó de levantarse y dio un par de pasos. Diego acarició al perro, que había regresado trotando, cubierto de hierbajos.
—¿Quién era ese tipo? —preguntó Álex—. ¿Y cómo ha llegado hasta aquí?
—A lo mejor también te ha seguido, como Piedra —le acusó Sara.
—No sé quién es —dijo el Gris—. Pero no estaba con el nigromante. Respecto a cómo ha llegado aquí, ha seguido al perro.
Diego se quedó paralizado con la mano en el aire, a escasos centímetros de la cabeza del animal. Sara y Álex le miraron.
—¿Yo? Venga ya, queríais que abandonara al chucho…
—No has sido tú, Niño —aclaró el Gris—. El perro habría sabido llegar hasta aquí aunque tú no lo hubieses traído.
—¿Qué tal si hablas claro, macho?
—Ese perro es Plata.
—Sigo sin ver por qué no buscaría a otro —insistió Mario Tancredo—. Si es tan inteligente, sospechará.
—Ya te lo he dicho. No puede cambiar su plan porque va muy mal de tiempo o no habría desvelado públicamente su identidad como policía, porque era evidente que interviniendo ante los medios de comunicación, yo o alguien del mundo oculto le identificaríamos tarde o temprano. Además, necesita a Ramsey, no a otro.
—¿Eso es una suposición?
—Una certeza. No he podido investigar a fondo a Ramsey, pero no es un lunático como todo el mundo cree. Hay algo… Piedra ve algo en él, probablemente en sus desvaríos… No puedo asegurarlo, pero, por lo que sé de él, juraría que Piedra piensa que Ramsey tiene un destino especial tras la muerte.
—Bobadas.
—No te discutiré eso, pero es lo que Piedra cree. ¿Sabes cuánto se arriesgó al exponerse en la azotea? ¿Lo complicado que era su plan?
—Quería ponerle la pulsera, no es tan difícil.
—Y luego quería que saltara, apuesto a que le incitó, a que alentó lo que atormentara a Ramsey. No me extrañaría nada que incluso le hubiese empujado de ser necesario.
—Sigo sin ver por qué no cortarle el brazo a Ramsey.
—Te he dicho que…
—Que sí, que sí, pero eso impediría su plan. Si tu treta con la sangre de demonio falla, no impedirás que cumpla su objetivo.
—Eso es solo una excusa para no usar la sangre.
—¿Por qué negar el valor que tiene? Es cierto, no pienso utilizarla para beneficiarte a ti.
—¡No jodas! —El Niño sostuvo la cabeza del perro entre sus manos—. ¿De verdad eres tú, colega? ¿En serio? —El perro asintió varias veces—. ¡Ja! Pero cómo molas, tío, cuánto me alegro de verte. Ya decía yo que no venías a verme. ¿Qué tal lo de ser un chucho? ¡Puedes mear en cualquier parte! Pero, Plata, hazme un favor, nada de comer mierdas del suelo, ¿vale?
El perro le dio un lametón. Luego saltó de los brazos de Diego y se puso a correr en círculos alrededor de Sara.
—Ya me ocupo yo —dijo ella, con resignación—. Me llamo Sara. Soy rastreadora y me he unido al grupo. Encantada de conocerte, Plata.
El perro se pegó a su pierna y frotó el lomo contra ella. No satisfecho con solo eso, también jadeó, ladró y la miró con ojitos tiernos. Sara, resignada, le acarició.
—Oye, Gris, ¿por qué el grandullón que te partió la cara no te remató? —preguntó el Niño—. Si se ha molestado en encontrarte siguiendo a Plata, ¿por qué se ha pirado? ¿Te has vuelto blando para las peleas? ¿Quién era ese tipo?
—No lo sé, Niño.
—Suerte que en realidad me la suda. ¿Me pasas la pulsera, tronco?
—¿Piensas aceptar la oferta de Piedra? —Se espantó Sara.
Diego la miró extrañado.
—¿Qué pasa? Me la ha dado a mí, ¿no?
La rastreadora cogió al perro y lo levantó en el aire delante de su cara.
—Plata, no dejes que lo haga. El Niño quiere aceptar un trato con un nigromante.
El perro estiró los labios, ladró y llenó a Sara de lametones. La rastreadora lo soltó involuntariamente y se limpió las babas de la cara con una mueca de asco. Le gustaban los animales, pero el nuevo cuerpo de Plata no olía especialmente bien. Sara le imaginó por las alcantarillas, persiguiendo ratas que hubiera confundido con dragones.
—¿Cuál es el problema? Todos palmamos antes o después. Excepto tú, colega —dijo el Niño cogiendo al perro—. No sé si preferiría ser un chucho en lugar de ir al Infierno, pero claro, tú saltarás a otro cuerpo… En fin, que tampoco veo que arriesgue mucho considerando lo que me espera, ¿no?
—¿Y si todo eso que nos ha contado sobre la muerte es mentira? Que no sepamos qué hay más allá, no significa que él, por ser un nigromante, lo sepa.
Sara trató de no mirar a Álex mientras hablaba. Diego usó la réplica evidente.
—¿Y los fantasmas? Algo hay, Sara, no me vengas con paridas, que ya has visto suficiente.
—Los fantasmas no cuentan nada sobre la muerte, por algo será.
—Porque están zumbados —insistió el Niño.
—Algo sí hay después de la muerte —dijo el Gris.
Todos le miraron. Sara advirtió una mueca en el rostro de Álex y comprendió que ambos tenían un acuerdo sobre el asunto, del que ella no estaba al corriente.
—No sabemos qué es, cierto, pero… —El Gris se tomó unos segundos—. No es el último paso.
—¿De verdad? —dijo el Niño con el rostro iluminado—. Ni siquiera estaba seguro de lo que decía. Solo trataba de convencerme a mí mismo. ¿Cómo lo sabes, Gris? Venga, dilo. Suéltalo ya. Venga.
El Gris se sentó en una roca y apoyó los codos en las rodillas. El borde la gabardina descansaba sobre la hierba.
—Creo que estuve muerto hace poco, justo antes de que Mikael me absolviera. Experimenté algo… que no sé explicar del todo porque no lo recuerdo con claridad. Pero sé que no era una nada, un vacío sin existencia. Tuve sensaciones…
—No se hable más. —Diego dio un saltito. Plata ladró—. Vi la cara de tonto que se te ponía a las puertas de la iglesia. No puede ser tan malo. Venga, suelta la pulsera de una vez.
—Todavía no —pidió Sara con firmeza—. Al menos escúchame antes de cometer una locura. Gris, ¿cómo sabes que estuviste muerto? Y aunque así fuera, tú eres… diferente. No le afectaría al Niño o a cualquier otro de la misma manera. Si algo sabemos es que eres único. No apliques tu experiencia a los demás, por favor, no en un tema tan serio.
—¿Pretendes que mienta, Sara? Comparto lo que sé, lo que tengo, lo único que puedo ofrecerle al Niño después de todo lo que ha hecho por mí. La decisión es suya, no mía.
—Buen momento has elegido para jugar a ser como los demás —se enfadó la rastreadora—. El Niño hará lo que tú le digas y lo sabes. Si insinúas que hay algo positivo en todo esto, seguirá tu consejo.
—Oye —protestó Diego—, que estoy aquí, ¿eh?
—Álex, ayúdame —suplicó Sara, ignorando al Niño.
—El Niño quiere hacerlo, se le nota —señaló Álex—. Es testarudo. No lograrás que cambie de opinión.
—¡Que estoy aquí! Ya vale de hacer como si no os oyera.
—No puedo creerlo. —La rastreadora resopló con desesperación—. No voy a dejar que lo hagas, Niño, lo siento.
Diego se enderezó tanto como pudo. Se rascó el lunar de la barbilla.
—Con todos los respetos, se me están hinchando los cojones más de la cuenta. Todos habláis como si fuera un pobre idiota sin voluntad. Pero tengo mi opinión, coño. Y soy el único que está condenado, no solo maldito. No sería la primera vez que cometo una estupidez, pero hasta ahora no había tenido la más mínima esperanza de librarme de mi condena. ¿Alguien puede decirme qué hay en el Infierno? No, ¿verdad? Pues yo tampoco lo sé, y no quiero enterarme. Gris, macho, dime lo que sepas de la muerte.
Se hizo un silencio incómodo. Al final el Gris alzó la cabeza y miró a Diego.
—Vi… Tuve una sensación… ¿Cómo describirla? No puedo. Pero sé que Piedra no miente al decir que la muerte es más de lo que sabemos. Yo vi a un chico más joven que tú, Niño… Y sé que era mi hijo.
—Recapitulando. Así que pretendes usar la sangre de un demonio, mi hijastra, por llamarla de alguna manera, para pintar una runa que haga creer a un nigromante que uno de los idiotas que ha accedido a colocarse una de sus pulseras está haciendo un trato con un demonio para vender su alma. ¿Me he olvidado algo?
—Un resumen escueto, pero acertado.
—Y todo esto me lo cuenta otro idiota que se ha puesto un collar, no una pulsera, del mismo nigromante. Nigromantes, demonios, runas prohibidas… No parece la clase de cosas con las que permitan jugar a un centinela.
—Olvidas que vuestro conocimiento de nuestro código es muy superficial. Habéis deducido algunas normas a partir de nuestras pautas de conducta, pero poco más. El código está más abierto a interpretaciones de lo que imaginas.
—Reconozco que eso no me lo esperaba de un centinela. Pero sí sé que los ángeles son muy severos con los fracasos. Si no le atrapas, apuesto a que ese ojo que has perdido será el menor de tus problemas.
—¿Te preocupas por mí? Eso tampoco me lo esperaba yo.
—No sabes cómo funcionan los tratos con los demonios, ¿verdad? Yo hice uno y por eso me necesitas, para que parezca creíble.
—¿Esa es tu forma de negociar? Qué fácil me lo pones. Bien, hiciste un trato, cierto, pero no fue tu alma la que vendiste. Yo sé mucho más sobre esos tratos que tú. Dime, Mario, ¿quieres que te enseñe cómo es la runa que permite a los demonios comprar un alma o prefieres fingir que sabes más que yo de este tema?
—No sé si estará aún con vida, pero sé que tuve un hijo antes de que me…
El Gris no terminó la frase.
—¡Tío! Eso es una pasada. —Diego cogió al Gris por los hombros—. Lo encontraremos, ya lo verás, y a tu alma claro, y al vampiro ese de mierda. Buf, tenemos un huevo de cosas que buscar…
—¿Estás convencido de lo que dices? —preguntó Álex, interrumpiendo al Niño—. ¿Puedes asegurar que tuviste un hijo? ¿Que eso fue lo que viste?
Le miraba con una dureza increíble, atravesando al Gris con sus ojos negros, implacables, fríos.
—Lo estoy —contestó el Gris.
Álex retrocedió de nuevo y no dijo nada más. No era la reacción que Sara había previsto, a juzgar por el tono con el que había formulado la pregunta.
—Tenemos un montón de curro —dijo el Niño—. Y estamos perdiendo el tiempo en este cementerio podrido. Vamos a hacer algo de una vez. Venga, Gris, dame la pulsera.
El Gris sacó la pulsera del interior de la gabardina.
—¿Estás seguro, Niño? —insistió Sara.
—¿De que no quiero ver mi culo en el Infierno? Bastante. Joder, no me mires así. Ahora tengo dudas. Quiero hablar con el Gris a solas. ¿Os importa? Bah, quedaos. Como si yo pudiera guardar un secreto… Antes o después lo cascaría, así que… Vamos allá. Gris, macho, la última vez la cagaste, en la casa de tu piba, con el fantasmón. Ya sabemos cómo se altera Álex cada vez que te la juegas, y no aprende el tío, porque anda que no lo haces. Sara me contó que querías morir. ¿Es cierto?
—Quería salvaros —contestó el Gris.
—Hasta yo sé que una cosa no implica la otra. ¿Querías palmarla o no?
—Yo también tengo límites…
—Te cuesta decirlo, ¿eh? Eso es buena señal. Todo esto causa mal rollo entre nosotros, se nota porque el grupo ya no mola tanto, os miráis mal, con esa cara de acusación de… Ya no nos reímos, coño. Y encima nadie se acuerda de mí. ¿Has pensado en cómo me afectó tu intento de palmarla?
—No —admitió el Gris—. No creí que te…
—¡Y lo dice tan pancho, el tío! —Se encendió el Niño—. Claro que no creíste una mierda. Total, si ibas a morir, ¿qué importaba lo que me pasara a mí? Tronco, qué decepción. Me da tanto asco que… Prefiero pensar que te has dejado el cerebro dentro de la gabardina. Piénsalo ahora. ¿Qué sería de mí?
—Tú eres más fuerte de lo que crees.
—Responde.
—Te iría bien, encontrarías el modo de salir adelante. Tú tienes algo especial que yo nunca tendré, Niño.
—Por ejemplo, que yo no contesto con evasivas.
—Te iría mejor que conmigo. Menos peligro, menos riesgo. Podrías llevar una vida mejor…
—¡Vete a la mierda!
—Soy yo el que estaría perdido sin ti.
—Te partiría la cara si… ¿Qué has dicho?
—Yo te necesito a ti, no al revés.
—Eso está mejor, aunque no me lo trago. Entonces dime qué pasó en aquella casa.
—Tomé una decisión que…
—¡Basta! ¿Crees que eso me importa? Yo meto la pata todo el rato. ¿Quién no lo hace? Quiero saber si tú piensas que la cagaste o no. ¡Quiero oírtelo decir!
—La cagué.
—No me mentirías, ¿verdad?
—Nunca.
—Menuda trola. Bien, ahora dime: ¿qué debo hacer con la pulsera?
—Es tu decisión.
—Pero quiero tu opinión.
—Yo aceptaré lo que tú decidas. Te lo prometo. Pero no puedo tomar la decisión por ti.
—Mira que me lo pones difícil. Veamos… Supón que con el trato de Piedra existe una posibilidad, solo una de que recuperes tu alma. ¿Te la pondrías?
—Sí.
—No sé para qué pregunto. Eres un maldito descerebrado sin miedo. Al menos podrías fingir que te lo piensas.
—Lo he hecho.
—Suficiente —les interrumpió Sara—. No puedo creer lo que haces, Gris. No le estás ayudando. Niño, vas a aceptar un trato con el que alguien se beneficiará cuando mueras. Incluso si de verdad pretende ayudarte, le conviene que mueras.
—¿Qué insinúas, tía? Me estás asustando.
—Que puede que esa pulsera le haga algo a tu cuerpo a la vez que se enlaza con tu alma. Algo para acelerar tu muerte.
—¡Hostia puta! —Diego se golpeó la cabeza—. Pues mira que… ¡No! Estoy harto de ser un cobarde. El Gris se come todos los marrones y si algo he aprendido de él es que hay que arriesgarse.
La rastreadora atravesó al Gris con una mirada que nadie consideraría amistosa.
El Gris se levantó.
—¿Es ese tu único miedo, Niño? Si la pulsera no te causara ningún daño físico, ¿te arriesgarías? ¿Es lo que quieres? ¿Lo que quieres de verdad? Piensa antes de contestar.
El Gris tenía la mano extendida con la pulsera en la palma. Diego la observó un instante. Después miró a Sara, a Álex, abrazó al perro con mucha fuerza sin darse cuenta. Plata ladró y le lamió la cara. El Niño se meneó, nervioso. Al fin se dirigió al Gris con timidez.
—Sí —susurró—. Lo siento.
—No puedo consentir que corras ese riesgo —dijo el Gris.
Sara había empezado a esbozar una sonrisa, pero no tuvo tiempo, porque el Gris agarró la pulsera, se remangó la gabardina y la deslizó sobre su propia mano hasta la muñeca antes de que nadie pudiera decir nada.
—Por última vez: Ramsey no tiene ningún destino especial. Es un pirado y un idiota. Fue casi competente en ciertos temas hace tiempo, incluso el Gris pensaba que era bueno, lo que no habla muy bien de ese mendigo sin alma, por cierto. Pero luego empezó a tener alucinaciones y…
—Por última vez: no importa si tiene o no un destino especial, importa que Piedra piensa que lo tiene.
—Más conjeturas. Intuyo que hay más… No sé de qué se trata, pero hay mucho más. Vamos, centinela, ya te has comprometido al tratar conmigo. Desembucha. ¿Qué me ocultas de ese nigromante tan malo? Estás obsesionado con él más allá de una simple venganza por que te descubriera en su momento. Tengo ojo para esas cosas.
—El proyecto de Piedra, ni siquiera sé si es posible, pero no podemos consentir que lo lleve a cabo.
—Dijiste que le hacía falta embaucar a otro idiota para ponerle otra pulsera.
—Lo encontrará.
—¿De qué se trata ese proyecto?
—Es un secreto a voces. ¿Conoces la mayor aspiración de todos los nigromantes? ¿Lo que de verdad quieren aprender al estudiar la muerte?
—Todo el mundo lo ha oído mencionar alguna vez. Vamos, ¿no insinuarás que Piedra pretende conseguirlo? Es absurdo.
—Absurdo o no, Piedra cree haber descubierto el secreto de la resurrección.
El primero en reaccionar fue el perro. Se escuchó un maullido, se removieron algunos helechos en la oscuridad y Plata saltó de los brazos del Niño y se perdió entre la maleza para perseguir al gato. Sus pequeños ladridos cada vez se escuchaban más lejos.
Diego fue el segundo en reaccionar y romper la parálisis que parecían sufrir todos.
—¿Pero tú eres tonto o quieres tragarte la gabardina? ¿Qué has hecho, retrasado sin alma?
Sara trató de tranquilizar al Niño, que realmente parecía a punto de sufrir un infarto por el enfado que tenía. Colocó la mano sobre su hombro mientras se acercaba al Gris.
—¿Por qué? Esto no es ser temerario, es mucho peor.
—Estoy de acuerdo con Sara —la apoyó Álex, aunque sin demasiado énfasis, como si tuviera al Gris por un caso perdido.
Diego chapurreó algunas palabras ininteligibles, insultos, con toda seguridad. Le temblaba el lunar de la barbilla de la rabia. Sara creyó que tendría que emplear toda su fuerza para sujetarle, pero el Niño se quedó quieto de repente. El Gris se había quitado la pulsera con suma facilidad.
—Yo… —balbuceó la rastreadora—. Pensé que nadie podía quitársela si se la ponía.
—Yo sí —explicó el Gris—. No tengo alma que enlazar con las runas de la pulsera.
—Pero tienes cuerpo —intervino Álex.
—Precisamente. Ahora puedo asegurarte que la pulsera no te causará ningún daño físico. —El Gris le tendió la pulsera al Niño.
A pesar de que las expresiones de Álex eran sutiles, Sara creía que empezaba a distinguirlas. El leve temblor de la mejilla la indujo a pensar que Álex estaba enfadado con el Gris. La razón era evidente: si la pulsera hubiera escondido alguna trampa, el Gris habría caído en ella debido a su temeridad, algo que Álex, por supuesto, no aprobaba, pero que tampoco discutió. Sara imaginó que el Gris se limitaría a replicar que no había pasado nada y zanjaría la cuestión.
No dejaba de sorprenderle la comunicación que había entre ellos, la relación tan complicada que mantenían con total naturalidad. En instantes como aquel, Sara se daba cuenta del grupo tan particular al que había ido a parar y de cuánto había cambiado su vida desde que el Gris la visitó en la feria, en su tienda, para decirle que iban a matar a un demonio. Por aquel entonces el Gris no era más que un rumor que apenas había escuchado un par de veces y al que no había dado crédito. Ahora estaba con él, en un cementerio, acompañada de un muerto, un niño maldito y un ser que ocupaba el cuerpo de un perro, discutiendo sobre las especulaciones de un nigromante, sobre lo que les aguardaba después de la muerte, considerando la posibilidad de rescatar del Infierno a un alma condenada.
Cayó en la cuenta de que también ella encaraba la situación con naturalidad. Contaba con menos experiencia que ellos, pero ya no era la muchacha asustadiza que les acompañó durante el exorcismo. Ahora defendía sus ideas, sostenía la mirada de Álex cuando era preciso. Había ganado confianza en sí misma, tenía opinión propia, acertada o no, y no temía expresarla. Solo deseaba que remitiera el temblor de su mano de una vez por todas.
—Tío, se me fue la olla… —se disculpó el Niño—. Ya sabes que yo no pienso eso de ti. Cuando me pongo nervioso no controlo mi bocaza. Lo sabes, ¿no? Dime que lo sabes.
El Gris asintió. Diego le abrazó. Permanecieron así unos segundos. Un niño y un hombre rodeados de tumbas en mitad de la noche. Daba la impresión de que estaban allí solos. Sara tuvo la certeza de que esa era la relación más especial de todas. A esos dos les unía un lazo que no se podía explicar ni comparar con ningún otro, no solo por sus respectivas condiciones, sino también por todas las increíbles experiencias que habrían vivido juntos. ¿Cómo definirlos? ¿Como hermanos? ¿Amigos? Cualquier intento de etiquetarlos fracasaba, se quedaba corto, no abarcaba todos los matices. Aquella relación era lo más hermoso que Sara había contemplado en el mundo oculto.
El Niño tomó la pulsera que el Gris sostenía en su mano. Sara quería gritar, pero se quedó quieta, con una terrible sensación de fracaso por no haber convencido a Diego de que no lo hiciera.
El Niño tembló un poco. La miró y sonrió con una mezcla de tristeza y alegría. A Sara le pareció que aquella sonrisa era deliciosa, también una máscara para el miedo que trataba de superar, lo que demostraba su valor. Se sintió orgullosa de él. Quiso devolverle el gesto, decirle que le apoyaría aunque no hubiese tenido en cuenta su opinión, transmitirle de algún modo que la decisión era suya y de nadie más, porque era él quien tenía que afrontar su condena. Pero no le dio tiempo.
Ese niño que no lo era, que para ella seguía siendo pura inocencia, deslizó la pulsera sobre su mano y la ajustó a su muñeca.
—Creo que por fin hemos aclarado todos los puntos. —Mario Tancredo se frotó las manos—. Te ayudaré a borrar todo rastro de Ramsey y la pulsera en los informes médicos. Aunque no lo creas, estoy a favor de mantener a la opinión pública al margen. Pero ahí queda todo, Edgar. Lo cierto es que tu nigromante no me interesa lo suficiente como para que yo me implique.
—Cometes un error —le advirtió el centinela—. Y voy a ir a por ti…
—Ahórrate las amenazas. Hazlo. Ve a por mí.
—¡No me interrumpas! —Edgar bajo la mano hacia la empuñadura de su arma. Comprendió el impulso al que había estado a punto de ceder y recuperó el dominio de sí mismo—. Te crees intocable y vas a tener ocasión de demostrarlo. Explicaré en mi informe todo lo que sé sobre ti y tus actividades.
—No olvides incluir que has intentado asociarte conmigo, además de sobornarme, extorsionarme, pedirme que manipule runas prohibidas y utilice sangre de demonio… Ya sabes, todo eso tan interesante.
—Eres un ingenuo. Cómo se nota que no conoces a Mikael. ¿Crees que al ángel le importará algo que no sea…?
—¿Mikael?
—¡Te he dicho que no me interrumpas!
Mario separó los brazos en gesto amistoso.
—¿Por qué no lo habías dicho antes? Si respondes ante Mikael puedes contar con mi total colaboración.
Edgar frunció el ceño. Ladeó el rostro para mirarle con el ojo sano.
—¿Bromeas?
—Para nada. Mi devoción por Mikael es absoluta. Solo te pido que le transmitas de mi parte que puede contar con mi apoyo siempre que lo necesite.