El Gris lanzó el cuchillo, la última de las cinco réplicas con que contaba para entrenarse. El puñal voló recto y terminó clavado en una roca. El ejercicio requería un gran esfuerzo, ya que se trataba de un cuchillo que casi podía considerarse una espada corta.

—Te has movido.

—Ni un milímetro —repuso Álex—. Has fallado.

El Gris se acercó a la roca sobre la que Álex apoyaba la espalda. Los mangos de los cuchillos sobresalían de su pecho. Cuatro de ellos, muy juntos, le atravesaban el corazón. El quinto, el último que había lanzado el Gris, tres dedos más a la derecha.

—Probaré ahora con los ojos —dijo extrayendo los puñales de la roca.

—No te conviene estar solo —dijo Álex cuando el primer cuchillo le cosió el ojo derecho. El mango vibraba un poco en su cabeza—. Es demasiada tensión, incluso para ti. No es bueno con lo que ha pasado.

—La tensión no es tan mala. Me mantiene alerta. Además, te tengo a ti. No estaría solo aunque quisiera.

—Sabes que Sara tenía razón. Solo escogió un mal momento para decírtelo.

Esta vez el puñal hizo diana en la boca de Álex, pero él siguió como si nada.

—No entendió por lo que habías pasado y por eso no esperó a que te calmaras, pero eso no invalida sus palabras. Reconoce que si estuvierais hablando ahora, en frío, no discutirías que Piedra te utilizó y no lo viste venir. Debiste confiar en…

—Lo sé.

El Gris falló. El cuchillo se clavó en la roca, pero ni siquiera rozó la cabeza de Álex.

—¿Ahora te cae bien?

—Sara te conviene.

El Gris detuvo el lanzamiento del último puñal.

—¿Es solo eso? Hay algo más. Lo sabe, ¿verdad?

—No me lo ha dicho, pero estoy convencido de que sí.

—Me sorprendes —admitió el Gris.

—A mí me sorprende que tú creas que yo haya permitido voluntariamente que se entere.

—¿Entonces?

—Me rastreó. Cuando la cogí de la mano en el hospital para salvarla. Sé que vio mi muerte. Sí, lo sabe. Ya te dije que es muy buena.

—Tiene que serlo.

El último puñal se clavó en la frente de Álex, justo entre los ojos. El Gris se acercó para coger de nuevo los cuchillos.

—Deberías disculparte con ella —insistió Álex mientras el Gris recogía de nuevo sus armas.

—No servirá de nada. Ella no me soporta. Cuanto más tiempo pasa conmigo, cuanto más me conoce, menos aprueba todo lo que hago. Ya no soy una novedad ni un misterio. Ahora empieza a verme como realmente soy. Y no la culpo. En eso es como todos los demás.

—No, no lo es.

—Piensa en todo lo que le ha pasado por acompañarme. Tuvo que matar a un inocente. Yo… Yo la entiendo. Deberíamos ser tú y yo solos, Álex, hasta que uno de los dos mate al otro. Es nuestro camino, de nadie más.

—¿Y el Niño?

—El Niño es un caso perdido —dijo el Gris—. Me idolatra. Podría exterminar a la raza humana y seguiría pensando que soy el mejor.

—Pero no es idiota, aunque desde luego tampoco es un genio. A lo mejor, el Niño te idolatra por una razón. En cualquier caso, es mejor dejar este juego autodestructivo por el que te ha dado ahora. Les necesitas a los dos.

El Gris dejó los puñales y se sentó en una tumba.

—No soy autodestructivo, Álex, no simplifiques las cosas, que no es tu estilo. Soy destructivo, más que antes. Desde que Mikael me absolvió, me cuesta mucho más controlarme. Me noto más agresivo y ya no soporto que nadie intente… Ni siquiera me soporto a mí mismo.

—Esa agresividad es a causa del dolor. Tienes que resistir.

—Estoy cansado, de todos, de este mundo asqueroso. No quiero controlarme más, ¿lo entiendes?

—No puedes hacer esto solo.

—Quienes estén a mi lado lo pagarán.

—No son estúpidos. Es su elección, y no merece la pena hablar de esto porque no les convencerás de que te dejen.

—Puede —convino el Gris—. Sobre todo si tú les manipulas, como hiciste con Sara.

—Me sobreestimas. ¿Crees que puedo hacerle cambiar de parecer? Solo le dije la verdad. Eso no es manipular.

El Gris iba a replicar, pero en lugar de eso se incorporó y se acercó a una fosa. Cogió una pala y comenzó a enterrar el cadáver del nigromante.

—Es hora de que me cuentes la verdad a mí.

—Sabes que no puedo —dijo Álex—. Lo haría, pero…

—No hablo de Piedra y su experimento.

Álex tardó en contestar. Le observó un rato mientras arrojaba paletadas de tierra en la zanja.

—No tengo las respuestas —dijo al fin—. Lo siento, amigo mío. Tenías un hijo, sí, y puede que aún lo tengas, pero yo no sé quién es. Nunca lo vi. Ni siquiera sé su nombre.

El Gris apretó las mandíbulas.

—Álex —murmuró apretando también los puños.

—Sabía que este momento llegaría. Sabía que no podría negarte la verdad. Por eso no quise saberlo, para no tener nada que ocultarte ahora. ¿De qué serviría incrementar tu agonía?

El Gris regresó a su tarea de dar sepultura al cadáver.

—Eres muy listo, Álex. Cada vez ansío más que llegue el momento de nuestro duelo.

—No llegará si sigues por ese camino. ¿Qué hay entre Mikael y tú?

—Eso no te incumbe. Me ocuparé del ángel, no te inquietes.

—¿Que no me inquiete? Juegas con quien no debes, Gris. Y no solo es Mikael. Piedra, Erik, te metes con quienes son… —Álex no terminó la frase.

El Gris se detuvo de nuevo.

—Acaba.

—Son más inteligentes que tú.

El Gris asintió.

—Esperemos que la diferencia no sea demasiado grande. ¿Tengo que preocuparme por él? —señaló a Piedra, que ya estaba medio enterrado. —Álex no contestó—. ¿Lo consiguió? Resucitará un día y vendrá a por mí.

—Céntrate en los problemas que tienes, no en los que podrías tener.

—No me mires así. Yo no fui a por Piedra, ni a por Mikael, ni a por ningún otro. ¡Fueron ellos quienes interfirieron en mi camino! Pero tranquilo, me ocuparé de todo. ¿No lo hago siempre?

—¿Y cómo lo harás con Mikael?

—Todavía no lo sé. Iré paso a paso. Y el siguiente es el vampiro.

—Ese no es un adversario cualquiera. No has conseguido ayuda y…

—Lo haré solo.

—No podrás. Un vampiro no es como…

—¿Qué sugieres? ¿Que me esconda y espere a que venga él a por mí? ¿Que huya?

—No es eso. —Álex se colocó delante de él. La tierra que arrojaba el Gris a la fosa pasaba a través de su cuerpo—. Eres un maldito inconsciente, Gris. Por una vez en toda tu vida quiero que tengas miedo. ¡Miedo! ¿Me oyes? El miedo hace que te pienses las cosas dos veces, no es tan malo. Si vas a por Sombra a lo loco, como has hecho con Piedra, te matará. No tienes ninguna posibilidad contra él. Quiero que me mires y me digas que lo has entendido.

—Lo he entendido.

—No estoy bromeando. Tu inmunidad al miedo te hace imprudente. Si le temieras, no cometerías el error…

—Sé lo que es el miedo.

—Saberlo no es lo mismo que sentirlo.

—¿Un vacío en mi interior? ¿Un frío intenso ante la perspectiva de que suceda algo malo?

—¡Deja ya la pala! —Se enfadó Álex.

—Lo sentí. Aquí dentro. —El Gris apoyó la pala en el suelo y se tocó la barriga—. Fue solo un instante. Quizá lo imaginé, pero lo dudo.

—¿Cuándo?

—Cuando Piedra disparó. Se me pasó por la cabeza la posibilidad de que no llegara a tiempo de cubrir al Niño. Hasta ese instante no lo había considerado ni una sola vez. ¿Crees que es… un sentimiento?

—Podría ser. Trabaja en ello. Eres una caja de sorpresas, Gris.

—¿Era miedoso antes de perder mi alma?

—No es eso, amigo mío. No estás recuperando tu ser.

—¿Entonces?

—Es difícil saberlo. Mi teoría es que estás creando sentimientos nuevos, pero me temo que tendremos que ir viendo lo que sucede.

El Gris reflexionó un momento.

—No —dijo de repente—. No quiero. Si el primer sentimiento genuino que experimento es el miedo, prefiero seguir como estoy.

—Si tengo razón, los sentimientos que creas se apoyan en las experiencias que tienes. Piensa en la vida que llevas, en las cosas que haces… Yo tendría cuidado con mis expectativas. Lo que tienes que hacer es volver al trabajo. Busca un modo de acabar con el vampiro, Gris. Tú puedes conseguirlo. Siempre haces lo que se supone que no se puede hacer. Demuéstralo una vez más.

—Estoy en ello. De momento, voy a enseñar a ese tal Sombra que yo también sé jugar a su juego.

—¿Qué juego?

—Mató al padre Jorge para enviarme una advertencia. Es mi turno.

—¿Qué has hecho?

—Relájate —dijo el Gris, pensativo—. Solo le voy a contestar con otro mensaje. —Cogió la pala de nuevo y siguió enterrando al nigromante—. Mientras tanto averiguaré si Piedra lo consiguió. No hables sobre ello si no puedes, pero yo no voy a pasarme la vida mirando hacia atrás.

—¿De qué estás hablando? —Se enojó Álex—. ¿Qué es ese mensaje que piensas enviar al vampiro? ¿Y eso que dices del nigromante? No puedes ocultarme…

—¡Sí puedo! —El Gris arrojó la pala a un lado—. ¡Igual que tú escondes lo que quieres! ¡Es mi vida! ¡No la tuya…! Y no… no voy a dejar que… No puedo librarme del dolor, pero quiero vivir sin que nadie intente matarme… Menos tú, claro. Dime, Álex, ¿estoy pidiendo mucho?

Se derrumbó al borde de la fosa. Le habían fallado las piernas. Álex se arrodilló ante él.

—Tal vez sea hora de que entiendas tu situación —dijo suavizando el tono—. No creas que me gusta lo que te voy a decir, Gris, ni que me produce satisfacción alguna…

—Suéltalo ya.

—De acuerdo. Siempre has sido la mejor opción para recuperar tu alma y lo sigues siendo.

—Pero no la única —se adelantó el Gris.

—Exacto. Piensa en las implicaciones. Yo no quiero que mueras, Gris, pero tampoco puedo evitarlo si sigues cometiendo estupideces. Dejarme al margen es el mayor error de todos. Pero yo no puedo convencerte. O me crees o no me crees. La decisión es tuya.

Álex se sentó. El Gris también, justo enfrente de él. Pasaron mucho tiempo mirándose el uno al otro.

—Te lo contaré —dijo finalmente el Gris—, pero no escucharé tus opiniones a menos que hables sobre aquello que mantienes en secreto.

—Sabes que no puedo.

—No me digas a mí eso, Álex. No te atrevas. Cada día, cada hora, tengo que hacer un esfuerzo indescriptible para seguir adelante y tú eres quien me recuerda que sí puedo. Ahora es tu turno. Esfuérzate como hago yo.

—¿Crees que no me esforcé cuando…?

—Aquello pasó —le interrumpió el Gris—. Ahora es ahora. Yo sigo sufriendo. ¡Sufre conmigo! ¡Demuéstrame que estás a mi lado!

Álex bajó la vista.

—No puedo —admitió—. No soy tan fuerte como tú. Ojalá lo fuera.

—Entonces estoy solo… Como siempre. Bien, yo cumpliré y te diré qué planeo, pero no te interpondrás en mi camino. Voy a… ¿secuestrar? No lo sé muy bien, pero voy a atrapar a Ramsey y a descubrir lo que Piedra planeaba.

—¡No! —Álex se levantó de un salto.

El Gris lo hizo despacio, se tomó su tiempo para estudiar la expresión de pánico en el rostro de Álex. Era la primera vez que lo veía así.

—Te advertí que no te escucharía.

—Gris, por lo que más quieras… No sé suplicar, pero no lo hagas. Tienes que olvidar todo lo que…

—No puedo. No quiero olvidarlo.

Álex se mordió el labio inferior.

—De acuerdo, escúchame. Piedra no estaba solo, contaba con… alguien que le ayudó en su proyecto.

—¿Quién?

—No puedo decírtelo. ¡No, espera! No te pasará nada si lo dejas correr… Ya consiguieron lo que querían de ti. Gris, presta mucha atención. Hay cosas con las que nadie debería jugar, ni siquiera tú. Te puedo asegurar que no eres especial en esto. Comprender la muerte no es posible. Si lo intentas… No puedo decirte más. Lo siento, pero nunca, jamás, te he dado un consejo mejor. Olvídalo. Sigue tu camino, incluso échame de tu lado si es lo que quieres, pero olvida a Ramsey… Te lo pido por favor.

Al segundo sorbo de su taza de chocolate caliente, Sara ya sabía que no se la podría terminar. Estaba delicioso, caliente pero no ardiendo, cremoso sin ser demasiado espeso. El problema venía de la puerta de la cafetería, donde el camarero mantenía una discusión acalorada con el responsable de interrumpir la paz que ella andaba buscando en esos momentos.

—¡Que es mi colega! ¿Es que eres tonto, macho? Oye, ¿y eso de que el cliente siempre lleva la razón? Ahora pido una coca y dejas de tocarme las pelotas, ¿vale?

Sara no tenía que mirar para saber que el Niño iba a armar una buena si ella no intervenía. A saber qué habría hecho para enfadar al camarero.

—Lo siento, chico, pero no se aceptan animales en el establecimiento. Son las normas.

—Que no es un animal… Parece un chucho enano y piojoso, pero es mi amigo. Tiene sentimientos, ¿sabes? Venga, va, ¡pero si es minúsculo! Tírate el rollo, tío, que nadie se va a enterar. —El perro ladró—. Cierra el hocico, Plata, así no me ayudas.

—¿Por qué no le atas a esa farola mientras estás en la cafetería? —propuso el camarero con el tono característico de quien cada vez tiene menos paciencia.

—¿Qué? ¿No me escuchas? ¿Le pondrías una correa al cuello a un amigo tuyo? —Gruñó el Niño muy ofendido.

Aquello no terminaría bien; Diego no iba a ceder y la vena del cuello del camarero se estaba hinchando hasta límites peligrosos. Sara decidió intervenir.

—Yo me encargo de él —se ofreció. Llegó justo cuando el camarero abría la boca para replicar algo que seguro no sería agradable—. Es un amigo mío —le explicó con una sonrisa—. Mejor salimos un momento, Niño.

Diego se dejó empujar fuera del local a regañadientes.

—Sara, tía, mira que te gusta este sitio. ¿Es por el nombre tan cursi que tiene?

A Sara, El Confidente de Melissa le parecía un nombre precioso para una cafetería con un ambiente tan agradable. Un lugar donde desconectar y relajarse, que no le apetecía mezclar con las aventuras del grupo y la doble vida que llevaba cuando interactuaba con el mundo oculto.

—Siempre tienes que montar algún escándalo, Niño. No puedes evitarlo.

—¿Cómo? La culpa es de Plata, no mía. Este desagradecido me está dando unos dolores de cabeza que flipas. ¡Y me ha mordido! ¿Tú te crees? El muy pirado seguro que me ha confundido con un dragón.

—Eres un caso, Niño.

—¿Por qué? —refunfuñó Diego.

—Mira bien al perro. ¿No ves cómo ha cambiado su expresión? Plata ya ha saltado a otro cuerpo.

—¡Ahí va! —soltó el Niño—. ¡Es verdad! Ya decía yo que no se meaba por todas partes. Ah…, por eso me mordiste, pillín, porque te quité el plato de pienso… No quería que Plata comiera una cosa que huele tan mal. ¿Por qué apesta así la comida de los chuchos? ¿Y ahora qué hago yo con este?

—¿Por qué no lo llevas a una asociación de animales abandonados?

—¡Buena idea! —dijo el Niño, asombrado—. Jo, Sara, tú sí que sabes. ¿Se te ha pasado ya la rabieta?

—No estoy enfadada…

—Sara, tía, yo entiendo mucho de pibitas. Que no tengas una maldición no significa que puedas mentirme descaradamente. Soy muy sensible a las inquietudes femeninas y…

La rastreadora se agachó y le cogió la cara con las dos manos.

—Te prometo que no estoy enfadada. —Le dio un beso en la frente—. Contigo no puedo enfadarme. Es imposible.

—Si es que las tengo loquitas… —sonrió Diego—. Álex se va a morir de envidia. Oye, ¿y qué pasa con el Gris? No me gusta que os peleéis. No mola nada.

—Tampoco estoy enfadada con él. Él es… complicado. Me esfuerzo por entender lo que le está pasando, pero creo que nunca lo conseguiré. Supongo que aún no he asumido que es una excepción, que no se le puede juzgar como a los demás, que sus actos son…

—Ya, ya, menudo rollo —la interrumpió Diego—. Que es un tío raro y ya está. ¿Ves qué fácil? Venga, vámonos a tomar algo. Me lo pasé muy bien el fin de semana que estuvimos juntos. Venga, va.

—No puedo, Niño, lo siento.

—¿Cómo? —Diego frunció el ceño.

—Ya no voy a esconderme. Yo… necesito algo más.

—¿El qué?

—Necesito tener una vida normal aparte del grupo.

—¿Para qué?

La rastreadora tomó aire.

—Para ser feliz —dijo con una sonrisa.

—¿No eres feliz con nosotros? Tía, yo…

—No, no, está bien. Yo nunca te dejaré. Te lo prometo.

—Joder, pues no digas eso.

—Pero también necesito mi intimidad, cumplir otros objetivos en la vida. Lo comprendes, ¿verdad?

—¡Pues claro! Ni que fuese un idiota… ¡Au! ¡Ay! ¡Aaaaaay! Está bien, no lo pillo del todo. Pero yo quiero que seas feliz, te lo juro. En serio, dale caña a la intimidad esa si es lo que te va. Pero volverás, ¿no?

—Estoy segura de que antes o después me encontraré un gato negro con ojos verdes, y yo acudiré, sí. Adiós, Niño.

—¿Ya? Oye… ¿me llevas a la asociación esa de animales? Está bien… Intimidad. Lo he pillado. Pero ¿a dónde vas tan rápido?

Sara, que se había alejado ya unos pasos, se giró y le despidió con un gesto de la mano.

—Tengo una cita.

El primer paciente que visitó Sabino, en su primer día después de su reincorporación al trabajo, fue Ramsey. Y lo primero en lo que se fijó nada más entrar en la habitación fue en que ya no llevaba la pulsera de cuero, la que había resistido inexplicablemente su intento de cortarla con un bisturí. Eso le irritó.

Sabino iba a marcharse en busca de alguna de las enfermeras chistosas que le habían gastado aquella broma, cuando reparó en un objeto que le resultaba familiar. Una mirada más atenta le confirmó que se trataba del bastón de aquel viejo llamado Tedd, el que solo hablaba con el niño. Una pareja difícil de olvidar.

¿Habían visitado a Ramsey estando en la Unidad de Cuidados Intensivos? No le pareció probable. Debía de tratarse de un bastón muy parecido al del anciano, lo que no dejaba de ser una coincidencia.

Sabino lo agarró para examinarlo de cerca y… No pudo moverlo, ni un milímetro. ¿Cómo era posible? Tiró con todas sus fuerzas, incluso se apoyó contra la pared, pero no hubo manera. Algo tan pequeño no podía pesar tanto. Se enderezó convencido de que era, de nuevo, la víctima de una broma pesada.

Y entonces se encontró con los ojos abiertos de Ramsey.

—¡Los frenos! —gritó.

El rostro de Ramsey adoptó la expresión de pánico más auténtica que Sabino hubiera visto jamás. Agarró las sábanas con las dos manos y chilló. Tenía los ojos en blanco, desenfocados, como si estuviera soñando. Desde luego, nunca un paciente había manifestado un sueño tan real estando en coma, y sin estarlo tampoco. La gente que habla en sueños, por lo general balbucea, sin que se les entienda más que alguna palabra suelta, a lo sumo.

—¡No funcionan! —chilló Ramsey—. ¡No…! ¡Me quemo…! ¡Ayúdame!

Sabino trató de mantenerlo en la cama, pero Ramsey se movía mucho. Así no podría aplicarle ningún sedante. Debía de estar reviviendo alguna experiencia terrible en la que el pobre sufría quemaduras, tal vez en un incendio.

Cada vez le costaba más evitar que se moviera, cuando de pronto se quedó quieto.

Sabino tampoco se movió durante unos segundos, no fuera a provocarle otra crisis. Le extrañó que su pulso fuera normal, no lo acelerado que cabría esperar después de semejante ataque de pánico.

Ramsey se enderezó hasta quedar sentado y esta vez Sabino retrocedió un paso sin darse cuenta. No debería moverse con tanta soltura tras varios días en coma, por no hablar de los huesos rotos, contusiones y otras lesiones internas.

—¿Dónde estoy? —preguntó.

Sonaba confundido y observaba sus manos con mucha atención.

—Está en un hospital —le informó Sabino—. Ha estado en coma y…

—¿Sobreviví? No… No lo había creído posible. Yo… Juraría que había muerto… Y que pude contactar con mi sobrino…

Sabino se acercó a él.

—Su desorientación es normal —le tranquilizó—. Necesita reposo y poco a poco su mente se aclarará. Túmbese, por favor, voy a examinarlo.

—Me siento bien. —Ramsey le arrojó una mirada feroz—. Tengo que encontrar a mi sobrino.

—No puedo consentirlo.

Sabino se mantuvo firme. Permitir que un paciente que acababa de despertar de un coma se marchara era algo inaudito. Además, se moría de curiosidad por estudiarle, para entender cómo era posible que se comportara como si nada. No refería ningún dolor, ni una sola molestia.

—Señor, no puede abandonar el hospital. Necesita atención médica. Yo contactaré con su familia. Si quiere facilitarme algún número de teléfono o dirección, le pediré ahora mismo a una enfermera que haga las llamadas pertinentes.

—No… No recuerdo ningún número… ¿Es eso normal? Recuerdo a mi sobrino. Sé que es urgente que hable con él cuanto antes… O sucederá algo terrible.

Sabino ya estaba convencido de que no habría forma de convencer a Ramsey de que se tranquilizara solo con palabras, así que buscó una jeringuilla para administrarle un calmante y luego…

—¡Eh! ¡No puede bajar de la cama!

Y sin embargo lo había hecho. Ramsey se tambaleaba un poco, pero por lo demás se desenvolvía perfectamente. ¡En su estado!

—No debería decírselo ahora, señor, pero cometió un intento de suicidio. Su mente ha sufrido mucho y es probable que haya bloqueado los recuerdos dolorosos.

—¿Suicidio?

—Sí. Saltó de un edificio.

—Absurdo —repuso Ramsey observando su propio cuerpo—. Aunque es cierto que me siento raro. ¿Puede ser por la medicación?

—Puede ser por un millón de razones. Por favor, vuelva a la cama y déjeme hacer mi trabajo.

—Tal vez esté desorientado, pero estoy seguro de que nunca he querido matarme. ¡El bastón de Tedd!

Ramsey lo vio a su lado y lo cogió antes de que Sabino pudiera hacer nada. El médico se quedó absolutamente desconcertado al ver que lo levantaba sin la menor dificultad cuando él mismo no había sido capaz de moverlo.

—¿Conoce a Tedd y Todd?

Esa era el otro detalle que casi le había dejado inconsciente de la sorpresa. Ahora mismo, Sabino no sabía cuál de los dos estaba más confuso, si él o Ramsey.

—¿Todd? —preguntó Ramsey—. ¿Lo encontró? ¿Finalmente el viejo Tedd encontró a Todd? No puedo creerlo. Después de tantos años… ¿Cuánto tiempo dice que he estado en coma?

—Poco más de una semana, creo.

Sabino ya no estaba seguro ni de su propio nombre.

—¿Usted conoce a Tedd? ¿Dónde está? Tengo que hablar con él ahora mismo.

—Tedd y Todd están… ocupados, creo. Me pidieron que le repitiera un mensaje de su parte.

Sabino se acordó de que había pensado que nunca se daría esta situación cuando Tedd y Todd le hicieron memorizar el mensaje. Ahora se arrepentía de no haber puesto más empeño en escuchar.

—Vera, lo cierto es que esos dos hablan un poco raro y no recuerdo bien todas las palabras…

—¡El mensaje! ¡Dígamelo! —Se impacientó Ramsey.

—Sí, por supuesto… Creo que usted trabajó en algo con Tedd… ¿En un coche? No recuerdo esa parte muy bien, pero desde luego ellos estaban muy satisfechos con su trabajo y dijeron algo así como que tenían una nueva tarea para usted, que era el mejor, que nadie más podría…

—Un coche… —murmuró Ramsey.

—¿Lo recuerda?

—Vagamente… ¡Tengo que encontrar a Tedd!

El caos que reinaba en la mente de Sabino era tan grande que se quedó bloqueado, sin saber qué decir. Y fue todavía peor al ver a Ramsey cojear hacia la puerta apoyado en el bastón de Tedd.

—Espere, Ramsey, no puede…

—¿Ramsey? ¿Por qué me llama con ese nombre?

—¿No recuerda su identidad? —preguntó Sabino.

—Por supuesto que sí —aseguró Ramsey—. Mi nombre es Óscar.

—Esto es más importante, ¿me oyes? —Se encolerizó Álex—. Deja de pensar en ti mismo y usa la cabeza.

El Gris hizo una mueca.

—Yo decido cómo debo actuar, no tú. Luego me ocuparé de eso.

—Eh, eh, ¿qué pasa? —El Niño dio varios saltos para llamar la atención—. ¿Lo hacéis para cabrearme? Si queréis pelearos, me parece bien, pero decidme de qué va todo esto. ¡No soporto estar al margen!

Álex y el Gris se miraban con mucha intensidad, serios. Cualquier persona menos Diego se lo pensaría dos veces antes de interrumpirles.

—Debería dejar que ese vampiro acabe contigo de una vez —gruñó Álex—. Así, a lo mejor, aprenderías lo que es la prudencia.

—He dicho que luego compraré los ingredientes. Ahora, necesitamos a Plata con nosotros.

—¿Plata? ¿Ya ha aparecido en su nuevo cuerpo? Ha sido rápido esta vez. ¿Dónde está ese condenado asesino de lagartijas? Tengo cuatro cosas que decirle. Además, le echo de menos, qué coño.

—Tienes que pintarte las runas, Gris —dijo Álex, furioso—. Plata puede esperar. Lo primero es la seguridad.

—Yo decido lo que es prioritario…

—¡Anormales! —chilló Diego—. ¿Queréis hacerme un poco de caso? ¡Al menos miradme! Eso es. ¿Tan difícil era? Bien, ¿por qué no vais a por… lo que sea? Gris, píntate las runas de marras y a ver si os relajáis un poquito, troncos. Yo iré a buscar a Plata.

El Gris y Álex le atendieron por primera vez.

—Es increíble. Ni siquiera lo habíais considerado, ¿verdad? ¿Qué soy, invisible? Esto me duele, en serio. No contáis conmigo y…

—Niño, no es eso —dijo el Gris—. Lo siento. A veces discutimos y nos olvidamos de todo lo demás. ¿Quieres ir tú a buscar a Plata?

—¡Claro! Ese chiflado es mi colega. ¿En qué cuerpo está ahora?

Álex extendió el brazo y señaló a lo lejos.

—¿Ves a aquellos dos? El que está apoyado en el coche.

—¿Podrás hacerlo sin meterte en un lío? —preguntó el Gris.

—Que sí, pesado.

—¿Seguro?

—Oye, ¿me meto yo con lo que tú haces? Venga, nos vemos donde los brujos, ¿no? A menos que nos encontremos con un dragón por el camino, allí estaré con nuestro colega.

El agente Beltrán se ajustó el cinturón del uniforme mientras su compañero examinaba la ventana rota, o perdía el tiempo para evitar las formalidades, no era fácil saberlo.

—Me temo que eso es competencia de la compañía aseguradora, no de la Policía.

El albañil se encogió de hombros.

—¿Le importaría decirle eso al jefe de la obra? Está a punto de llegar y no quiero que me eche la bronca, ya sabe. Seguro que con un policía es más suave que conmigo.

—Lo lamento —dijo Beltrán—. Deberían hacer inventario y notificarnos si ha habido algún robo; en caso contrario, informaremos como vandalismo.

El albañil se encogió de hombros de nuevo y se retiró. Beltrán llamó a su compañero.

—¡Crespo! Vámonos.

Beltrán quería marcharse cuanto antes. No le gustaban los rascacielos, menos cuando no funcionaba el ascensor y se veía obligado a utilizar las escaleras. La mala suerte quiso que fueran ellos los agentes más cercanos al Edificio España cuando alertaron del incidente.

—Tengo una teoría —dijo Crespo cuando todavía les faltaban diez plantas hasta llegar abajo.

—No me interesa —resopló Beltrán.

—Creo que ha sido un suicidio.

Crespo era joven y tenía una imaginación excesiva, que a su vez alimentaba la ambición de realizar algo importante en la vida. Beltrán estaba convencido de que su compañero terminaría con una buena depresión dentro de unos años, una vez entendiera de verdad cómo funcionaba el sistema.

—Ya veo —repuso Beltrán por decir algo.

—Creo que las manchas marrones, las que estaban sobre el garabato ese que habían pintado en el suelo, eran de sangre.

—Unos gamberros se colaron, seguramente bebieron o se drogaron, y luego uno de ellos, para impresionar a una chica, dijo que iba a hacer espiritismo, o un exorcismo, o cualquier otra estupidez. De ahí las velas y la pintada del suelo. Después, colocados, apuesto a que alguno creyó ver realmente a un fantasma, se volvería loco y a saber qué arrojaría por la ventana. Déjate de suicidios y de chorradas —terminó Beltrán, satisfecho de su reconstrucción de los hechos.

—O puede que se tirara por la ventana. —Crespo no parecía dispuesto a renunciar a su teoría—. No es incompatible con lo que has dicho.

—¿Quieres informar de un posible suicidio? Muy bien. Contéstame a esta pregunta y lo haremos. ¿Dónde está el cadáver?

Aquello bastó para que su compañero cerrara la boca hasta que llegaron abajo, aunque al salir, de camino al coche patrulla, Crespo se detuvo un momento a estudiar el suelo. Beltrán se apoyó en el coche y perdió la mirada en el parque de Plaza de España, dejando a su compañero y al rascacielos a su espalda. Le apetecía sentarse un rato en uno de los bancos y escuchar música, tal vez comerse un bocadillo, con una cerveza bien fría. Sí, eso sería perfecto para…

—¡Más sangre! —gritó Crespo.

Se acercaba trotando, le brillaban los ojos de excitación. Beltrán anticipaba una charla incómoda.

—¿Seguro que no es pintura roja? ¿Se te ha olvidado lo de hace un mes en la discoteca? Están reformando el edificio, los pintores pueden haber derramado algo de pintura.

Crespo dudó. Con el ceño fruncido, desvió la mirada. Beltrán sabía que aquel no era el fin de la conversación ni de las teorías absurdas de su compañero.

Entonces apareció un chaval corriendo por la calle, ¿directamente hacia ellos? Sí, eso parecía. Se le veía alegre y se echó encima de Beltrán antes de que pudiera reaccionar, ya que ni siquiera imaginó que el chico no se detuviera antes.

—Tío, cuánto me alegro —dijo el chaval.

Abrazaba a Beltrán con mucha efusividad, demasiada como para juzgar la situación normal desde cualquier ángulo que el desconcertado policía considerara.

—¡Esta vez sí que has vuelto pronto! —El chico se separó—. Te felicito. Has trincado un buen cuerpo esta vez. Fuerte.

El chico le tocó el brazo con gesto de aprobación y se acarició un lunar que tenía en la barbilla.

—¿Conoces a este mocoso? —preguntó Crespo.

Beltrán iba a responder que no, pero el chico se adelantó.

—Pasa de este, colega —dijo refiriéndose a Crespo—. Tengo algo para ti. Te lo he reservado desde que estuviste en el cuerpo del chucho.

El chaval se dio la vuelta. Beltrán, que por fin reaccionó, estaba convencido de que ese niño tenía algún desajuste en la cabeza. Decía unas estupideces imposibles de clasificar y por alguna razón le consideraba su amigo.

Le puso la mano en el hombro y tiró con suavidad para obligarle a que se volviera y le mirara de nuevo.

—Hijo, creo que tienes un…

—¡Toma un poco de esto! —dijo el chico con una carcajada escandalosa.

Se había bajado la cremallera y estaba orinando en los pantalones de Beltrán, que todavía no podía creerlo. Aquel mequetrefe se partía de risa. ¡Le apuntaba y descargaba un chorro amarillo encima!

Crespo lo agarró por los hombros y le estampó contra el coche de Policía.

—¿Crees que puedes cachondearte de un policía? ¿Te parece gracioso?

—¡Plata! Quítame a este idiota. ¡Ay! Que me aplastas, joder. ¡Plata!

Beltrán estaba furioso, pero nunca había golpeado a un niño y no quería empezar por uno que tal vez precisaba de ayuda psiquiátrica.

—¿Por qué dice plata todo el rato?

—¿Qué? —bufó el chico—. ¿Es una broma, Plata? —preguntó mirando a Beltrán—. Tú te has estado meando y cagando toda la semana. ¡Te la debía! Venga, hombre, es solo una coña entre colegas. Te he pillado por sorpresa, ¿eh? Eso para que te acuerdes de que a mí me cascaron una multa cuando estuvimos con las putas y…

—Métele en el coche —dijo Beltrán—. Es evidente que le falta un tornillo.

Crespo asintió.

—¿Cómo? ¿Que estoy loco? ¿Loco yo? ¡Plata, te voy a crujir por esto! ¡Te he estado cepillando el pelo y ahora me la juegas por una broma de nada! ¡Así te vomite un dragón encima, desgraciado sin sentido del humor! ¡Au! Vale, ya entro en el coche. Sin empujar. ¡Ay!

Los dos policías cerraron la puerta y miraron los pantalones de Beltrán.

—¿Alguna teoría? —preguntó de muy mal humor.

—Ninguna —aseguró Crespo—. Te juro que nunca había visto a un lunático como ese. Tiene que haberle sucedido algo terrible para estar tan mal de la cabeza. ¡Mierda!

—¡Será malnacido!

—¿No me digas que ahora está…? Dios, dentro del coche no.

Los dos agentes contrajeron el rostro en una mueca de disgusto.

—¡Será cerdo! —soltó Beltrán, asqueado.

—Creo que tendremos que conducir con las ventanillas abiertas al máximo.

—Tengo que reconocer que el Niño es único para armar escándalos —dijo Álex—. ¿Quieres que le libere?

—No —dijo el Gris—. El mensaje aún no está entregado. Solo serán unos días. Tampoco le viene mal aprender algo de disciplina con la Policía.

—Se enfadará mucho cuando se entere de que le has engañado.

—Tiene que actuar con naturalidad. Si supiera la verdad, lo revelaría por su maldición. Y, sinceramente, no creo que a propósito se le hubiera ocurrido una forma mejor de cabrear a esos policías. El Niño no necesita ayuda para meterse en líos.

—Eso es cierto —dijo Álex—. Pero me preocupa que el mensaje no se entienda. El Niño es capaz de revolucionar una comisaría de Policía entera.

—El Niño cumplirá, no te preocupes —aseguró el Gris—. El vampiro recibirá el mensaje. Y te prometo que no tendrá problemas para interpretarlo.