5

—Esas runas, las de la pulsera —continuó Mario—, enlazan el alma de Ramsey para que el nigromante pueda rastrearla cuando muera y se separe del cuerpo, así que no habrá sido tan estúpido como para haber dejado pistas que desvelen su identidad.

—Es posible, pero no es seguro —apuntó Edgar.

—Es probable.

—Sigues sin entender el propósito de mi misión. No tengo que descifrar todas las runas, sino solo las suficientes para poder hacer algún cambio, algo que él note. Cuando vea que su plan peligra, vendrá a solucionar el problema y le cogeré.

—¿Lo hará? ¿Cómo sabes que no buscará otra presa?

—Porque tiene que ser ese tipo en concreto. Le ha preparado de algún modo, estoy seguro. Su coma no es casual. Hace tiempo encontré a otro suicida con una pulsera en la muñeca. Se había cortado las venas en la bañera, pero había muerto. ¿Lo entiendes? No es sencillo encontrar a alguien que quiera suicidarse y lograr que se quede en coma. Ese nigromante es un maestro.

—¿Lo admiras?

—Sé reconocer el mérito de lo que hace.

—Pues te voy a demostrar que ese nigromante es un necio, igual que tú. Voy a resolver esta situación del modo más efectivo.

—No está en tu mano lograrlo.

—La mano es precisamente la clave de todo esto. Quieres frustrar sus planes, ¿no? Y se basan en la pulsera que le ha puesto a ese pobre idiota de Ramsey antes de que saltara de un edificio. ¿Lo he entendido bien?

—No veo a dónde quieres llegar.

—Bien sencillo. Le voy a quitar la pulsera al suicida.

—Eso es imposible. Si pudieran quitarse esas pulseras, los nigromantes no…

—Precisamente por eso le voy a cortar la mano al paciente. Tranquilo, que no sufrirá. Después de todo está en coma, ¿no?

Sara nunca había contemplado aquella posibilidad. Después de escuchar tantos insultos y ver el rechazo que el Gris producía en casi todo el mundo, ni se le había pasado por la cabeza que su situación pudiera estar dentro de la normalidad, que pudieran explicarla ciertas leyes de la naturaleza o del universo que ellos no conocían porque, como había señalado Piedra, los ángeles habían establecido que su conocimiento estuviera vedado.

De ser cierta esa teoría, el Gris no podría ser considerado una anomalía, ni una excepción, solo un hecho desconocido y sin precedentes. Supondría una mejoría considerable para él, al menos desde cierto punto de vista. La incógnita, entonces, era por qué los ángeles prohibirían algún conocimiento, sobre todo si no era malo en algún aspecto.

—Niño, no estarás pensando en aceptar la oferta de Piedra, ¿verdad? Que te veo muy animado.

—Es que cuando alguien le mete caña a los ángeles me emociono un poco.

—Pues contén tu emoción —advirtió la rastreadora—. Por cierto, ¿no puedes hacer que el perro se separe de mí?

Sara sacudió de nuevo la pierna sin resultado. El animal le había cogido cariño, al parecer.

El Gris se había sumido en un silencio extraño, quizá meditando sobre cuanto se había dicho, sopesando las implicaciones que le afectaban personalmente.

—Rastreadora, ¿qué interés tienes en que el Niño no acepte mi oferta? —preguntó Piedra muy cordial—. ¿Hay alguna información que quieras compartir con nosotros? ¿O solo es el miedo que sientes por mí? ¿Por los prejuicios con los que te han lavado el cerebro?

—Déjate de prejuicios, tronco, y mírate en el espejo —intervino Diego—. Esa jeta que tienes da miedo a cualquiera, sobre todo de noche y en un cementerio. Y eso si no rompes el espejo, claro.

—Estudiáis muertos —contestó Sara—. Matízalo como quieras, pero es lo que hacéis. Y si los ángeles prohíben vuestras prácticas, o investigaciones, si así prefieres denominarlas, alguna razón tendrán.

—No matamos a nadie, que es lo que insinúas pero no te atreves a decir —repuso Piedra.

—Eso es falso —apuntó el Gris.

—Ha habido casos, es cierto —admitió Piedra—. Pero de eso hace mucho tiempo. Algunos perturbados mataron a personas para estudiar el modo en que el alma se separa del cuerpo, pero ya no se hace.

—¡Menuda trola! —soltó Diego.

—Yo no miento —aseguró el nigromante—. Sara, ¿hay asesinatos entre la gente corriente?

—Bueno, sí, pero…

—¿Robos? ¿Violaciones? ¿Incesto?

—Eso es…

—¿Sois todos violadores, asesinos y pedófilos?

—¿Intentas defender tu causa como si fuéramos racistas o algo así? —contraatacó Sara.

—Intento abrir vuestra mente. Puede que haya todavía algún nigromante que haya matado, ¿y qué? ¿Esa es razón para juzgarnos a todos?

—Es razón para tener cuidado con vosotros —dijo el Gris—. Quieres ver cómo el alma del Niño se separa de su cuerpo para estudiarla, es lo que haces, es a lo que dedicas tu vida, a ver morir a otros. Si no esperas que consideremos la posibilidad de que te interesa que esa separación se produzca, eres un ingenuo. No finjas que nuestra actitud te sorprende. Estás acostumbrado a esta situación porque se da en todos los tratos que has cerrado con tus objetos de estudio a lo largo de los años. Cualquier nigromante ha aprendido a defender su postura, por eso se te da tan bien conducir la conversación.

—No niego que siempre se produzca una reacción parecida. En ese sentido, vosotros sois decepcionantes, pero eso no invalida mis argumentos.

—Tampoco los ratifica.

—Pensad un poco. Matar a alguien es sencillo. No me hubiera presentado solo y desarmado si esa fuera mi intención. Las experiencias con almas que abandonan el cuerpo tras una muerte provocada están muy documentadas y queda poco que aprender por ese camino.

—¡Dios! —Escupió Sara, asqueada—. ¿Y pretendes que no dudemos de ti tras confesar que tus estudios se han basado en asesinatos?

—¿No avanzó la medicina después de la Segunda Guerra Mundial, cuando Hitler experimentó con seres humanos? Eres una mojigata, rastreadora. Descartar el conocimiento por los errores de otros es de imbéciles. Y tú eres la peor de todas al no reconocer que vosotros también lo hacéis. Pero si se trata de los demás…

—Cuida tu boca, nigromante —amenazó el Gris.

—¿O qué? —Piedra se mostró desafiante por primera vez—. Estoy cansado de ser pacífico y compartir con vosotros mis ofertas y mis conocimientos sin que me respetéis un mínimo. Me has golpeado nada más llegar, me habéis insultado, y creo que mi paciencia se está acabando. Yo no he amenazado a nadie, como tú. ¿Quieres pegarme otra vez, hombre sin alma? ¡Adelante! —Piedra asestó un puñetazo al Gris en la cara. La cabeza del Gris se giró a la derecha—. ¿O quieres matarme? Vamos, deja de amenazar de una maldita vez y haz lo que tengas que hacer.

El Gris, que había encajado el golpe sin que nada más que el cuello se girara un poco, atravesó a Piedra con una mirada fría, tan inexpresiva que a Sara le recorrió un escalofrío. Extendió la gabardina lentamente y extrajo el cuchillo. Dio un paso hacía el nigromante, quien se limitó a desafiarle con la mirada.

—Es propio de ti —se indignó el centinela—. ¿Sacrificarías a un inocente?

—Eres tú el que ha pedido mi ayuda, no lo olvides —repuso Mario Tancredo—. Has dicho que no va a despertar a menos que sea para cumplir el plan de Piedra, ¿no? Además, no voy a matarle. Solo le cortaré una mano, o el brazo, si no es suficiente. Está en coma, falsificaré su parte médico y justificaré…

—Así, lo matarás. El nigromante lo habrá previsto.

—Así saldremos de dudas. Además, hay precedentes. Oí hablar de un tipo que se cortó un dedo en el que le habían colocado un anillo…

—Un mago, lo sé, pero te repito que Piedra no es un cualquiera.

—Demuéstralo.

—Como quieras.

Edgar deslizó la mano por el cuello de su jersey. Al sacarla dejó a la vista un collar, una tira de cuero. Mario distinguió las runas que había en la parte interior del collar que rodeaba el cuello del centinela, runas prohibidas.

—¡No!

Sara agarró al Gris por el brazo que empuñaba el cuchillo. El nigromante no le inspiraba simpatía, pero no podía consentir que apuñalaran a un hombre indefenso. Eso en el mejor de los casos, claro, porque esperaba de corazón que el Gris no tuviera intención de matarle.

A ella no le gustaba reconocerlo, pero Piedra tenía razón en una cosa: hasta el momento, no había amenazado ni insultado a nadie. Su actitud era pacífica, lo que no había impedido que el Gris le golpeara.

—De la que te has librado, pedrusco —dijo el Niño.

—Bueno, creo que me equivoqué al venir aquí. Tenéis miedo, tanto a mí como a ese código. No os atrevéis a quebrantar unas normas que ni siquiera os han explicado por qué han sido establecidas.

—Espera un momento, tronco. —Diego se acercó al nigromante—. ¿Que no quebrantamos normas? ¿Pero tú eres tonto? Mira al Gris, anda, que no te enteras de qué va el rollo. ¿Y yo? Dime, ¿piensas que los ángeles me iban a dar una condecoración por buena conducta y en el último momento se equivocaron y me cascaron esta puta maldición? ¿Es eso? Si se trata de romper reglas, payaso, a ver si encuentras unos mejores. ¿Te pusieron el mote de Piedra porque es lo que tienes en vez de cerebro?

Sara retiró la mano del brazo del Gris, que parecía haber renunciado a pelear con el nigromante.

—No quiero matarte, Niño —dijo Piedra—. No debes temerme. Estoy aquí para ayudarte.

—¿En serio? ¡Vaya! ¿Lo has oído, Sara? Y yo que le había tomado por un cabrón de esos que hurgan en los cadáveres. ¿Cómo se me habrá ido la olla de esa manera? Si lo normal es que todo el mundo venga a ayudarnos y a asegurarse de que nos encanta congelarnos el culo por las noches en un cementerio.

—¿Nunca te has preguntado qué es la muerte? ¿Y tú, rastreadora? —Piedra les abarcó a los dos con la mirada, dejando al Gris deliberadamente al margen—. Y por favor no me digáis que os convencen las explicaciones de alguna religión.

Sara evitó mencionar que, aunque ahora había cambiado, después de todo lo que había visto y aprendido, durante la mayor parte de su vida había asumido la idea general que transmitía la religión católica al respecto. No era creyente, ni practicante, pero le reconfortaba imaginar que había algo más, un lugar mejor, y cierta relación entre los actos y el modo en que vivimos con el destino que nos aguarda cuando nuestro camino llega a su fin en este mundo.

No tenía claro si la pregunta de Piedra encerraba alguna artimaña o era sincera, y le habría encantado tratar el tema en profundidad, pero ahora no tenía tiempo de formarse una opinión sobre algo tan trascendente.

—No voy a creer la respuesta que nos ofrezcas, si esa es tu intención.

El nigromante hizo un gesto de aprobación.

—No tengo respuestas. Aunque sí tengo claro que debemos buscarlas. Las almas: ¿qué sucede con ellas después de separarse del cuerpo? Es muy poco lo que sabemos, por no decir nada. Solo algunas deducciones por los fantasmas y los estudios que nosotros realizamos. Pero van a alguna parte, hay algo más. Eso es innegable.

—Puede que indagar sobre ello sea peligroso —aventuró Sara—. Y la razón de que los ángeles quieran impedirlo.

—¿Por nuestra seguridad? Si de verdad piensas eso, apuesto a que eres la única de los presentes.

Piedra señaló a Diego. El Niño bajó la vista, silbó, acarició al perro para rehuir las miradas. El Gris no dio muestras de apoyarla en esa teoría.

—Es peligroso —continuó el nigromante—. No lo dudes. Pero ya sé más de lo que preciso respecto a las almas que se separan tras un asesinato. Hace años que estudio las muertes naturales o accidentales, pero no provocadas. Requiere mucho más trabajo encontrar a un individuo cuya muerte esté próxima. No es lo mismo un hombre que una mujer, o un niño, o…

—Me hago una idea —le interrumpió Sara. Le asqueaba imaginar a Piedra merodeando a gente moribunda, en un hospital tal vez—. ¿Buscas enfermos terminales para tus estudios?

—No soy el único. Te sorprendería lo que puedes aprender de pacientes que están esperando un órgano para que se lo trasplanten. Te diría que he ayudado a muchos, pero no me creerías. Y los moribundos son solo una parte. Hay personas que no cuidan su salud, que practican actividades o deportes de alto riesgo… No puedo resumir toda mi ciencia en una charla.

—Ahora entiendo por qué quieres al Niño. Es por su maldición.

—Por supuesto —dijo muy rápido Piedra.

—Anda que se corta el tío —bufó Diego.

—Crees que se verá obligado a curar mucho, la maldición le hará envejecer demasiado aprisa y morirá pronto, ¿no es eso? —preguntó Sara.

—No, no es eso lo que tiene de especial. Podría dar con otros que muriesen antes que él, si quisiera. —Piedra atravesó al Niño con la mirada—. Pero solo hay uno del que estoy seguro que irá al Infierno.

—Reconozco que casi me habías convencido de que eras un centinela auténtico, de los que de verdad creen en el código y en los ángeles, hasta que me has enseñado el collar, claro. Por fin has desvelado la verdadera razón de tu interés en ese nigromante.

—No es lo que crees. Aunque no me sorprende, considerando la visión deformada que tienes del mundo.

—Mi visión es mucho más precisa que la tuya, centinela. ¿Qué te ofreció Piedra a cambio de que te pusieras el collar? Siento mucha curiosidad por saber cuál es tu precio.

—Yo le ofrecí mi vida entera. Fingía querer ser su aprendiz para infiltrarme entre ellos y descubrir la manera de atraparles a todos. Llevar el collar en el cuello era una condición innegociable para poder ganarme su confianza.

—Pero te descubrió.

—Lo hizo, sí.

—Y ahora le has ofrecido tu alma de centinela para que la estudie cuando mueras. Cada vez siento más respeto por ese tal Piedra.

—No podrá aprovechar nada de mi alma. Por si no lo sabes, la muerte de un centinela…

—Siempre que te mantengas puro y conserves la gracia de los ángeles, sí, ya lo sé —recitó Tancredo con tono cansino—. Pero apuesto a que ya tiene un plan para corromperte. ¿Te ha tentado ya con una mujer? No, por supuesto. Demasiado fácil. Pero algo tendrá en mente.

—Si esa es su intención, fracasará. No puedes entenderlo porque estás convencido de que todos somos corruptibles.

—Un punto a mi favor, no hay más que ver el éxito que tengo. En cualquier caso, Edgar, eres tú el que equivoca la perspectiva, no yo. Hablas de la corrupción con desprecio.

—¿Es algo bueno, en tu opinión? No te tenía por un cínico.

—Bueno o malo es irrelevante. Es algo natural. Forma parte de nosotros, incluso de tu institución, como ya hemos comentado. Puedes despreciar esa parte de todos nosotros, si quieres, pero eso no la suprimirá. Yo, sin embargo, no tengo inconveniente en aceptar que somos todos unos hijos de puta y acepto a la gente como lo que es en realidad. Como, por ejemplo, un grupo de idiotas sin voluntad que siguen ciegamente a otros solo porque tienen alas en la espalda.

—Eso te retrata bastante bien.

—Estamos de acuerdo en algo.

—Por curiosidad, ¿piensas que no hay excepciones?

—¿Quieres hablarme de los misioneros, las ONG? ¿Sabes que yo he fundado una? Hay excepciones, sí, pero en el plano individual. Existen unas cuantas personas excepcionales, muy escasas, totalmente insuficientes para causar un impacto significativo. Pero si hablamos de la mayoría, si quieres entender una sociedad y cómo se ejerce el poder, más te vale entender bien al hijo de puta que todos llevamos dentro.

—Desde luego tú eres el ejemplo perfecto de tu propia teoría.

—Y no lo veo como algo negativo, pero tú sí. De todos modos, hay una excepción, solo una a esta regla universal e inmutable. Una excepción que me molesta de verdad, contra la que me siento completamente impotente.

—¿Te refieres a un colectivo?

—En efecto.

—Te escucho.

—Los brujos. Esos condenados críos son incorruptibles de verdad, no hay modo de quebrantar su unidad, ni de que se traicionen entre ellos. Forman una sociedad perfecta, sin fisuras, que trama algo que no nos gustará a los demás. Los centinelas deberíais aprender de ellos lo que es la lealtad. Y tienen demasiado poder. Lo dicho, son una excepción, una anomalía con la que es imposible tratar.

—¿Por qué asumes que no nos gustará lo que traman? Les temes porque no puedes embaucarles.

—Son los únicos que me dan miedo de verdad, te lo aseguro.

—Así que además de tener el concepto más bajo que se puede tener de los demás, eres un paranoico. Los brujos son neutrales.

—Qué ingenuo eres, centinela. En fin…

—Mario, aunque me gustaría seguir discutiendo esa filosofía tan particular, tenemos que ocuparnos del nigromante, si no te importa.

—Desde luego. Ahora tenemos otra posibilidad de interferir en sus planes. Podemos cortarle la mano al suicida o a ti el cuello, si tanto te preocupa su bienestar. ¿Qué prefieres?

—Te cachondeas de mí, ¿eh, pedrusco? —Gruñó Diego—. Qué divertido, qué fácil es partirse el culo de risa del Niño. Venga, vamos a descojonarnos todos un rato.

Sara estudió al Gris de reojo, que continuaba impasible. Observaba pero apenas tomaba parte en la conversación. El nigromante se sentó sobre una roca cubierta de raíces.

—Nunca he hablado tan en serio como ahora. Estudio las almas cuando se separan del cuerpo, pero aún no he podido determinar a dónde van. Solo sé que no desaparecen, que hay algo más. La tuya, Niño, es la única de la que conozco el destino. Es una oportunidad única.

—No, si encima me tendré que sentir halagado, no te jode.

—¿Qué es lo que te da tanto miedo?

—Yo flipo con este pollo… Pues que andes olfateando mi alma como si fueras un chucho, como este de aquí. No, macho, a mí no me cotilleas por dentro. —Diego se pasó las manos por la sudadera como si tuviera una avispa dentro—. Qué asco. Es la propuesta más humillante que me han hecho nunca.

—El proceso no es invasivo.

—Ni de coña.

—Es indoloro.

—Que no, pesado, que le des la paliza a otro.

—Puedo sacarte del Infierno.

—Y dale, ¿es que eres imbécil o…? ¿Qué has dicho?

—Puedo sacarte del Infierno.

—Repítelo.

—Niño —intervino Sara—, ¿no irás a creerle?

—Hombre, yo… No soy tan idiota… ¡Au! Espera, sí, bueno, no, no le creo del todo, pero quiero escucharle.

—¡Niño!

—Sara, tronquita, sabes que te quiero, me molas mucho, de verdad. Pero es mi culo el que se va a asar en el Infierno y, si alguien dice que puede librarme, no pierdo nada por escucharle, aunque sea un tío tan feo como pedrusco.

La rastreadora pidió ayuda al Gris con la mirada. Una ayuda que no recibió, dado que el Gris, para variar, no reaccionaba. Sara advirtió que su cabeza estaba algo más inclinada de lo normal. En la penumbra de la noche no distinguía sus ojos grises, pero le dio la impresión de que apuntaban al suelo. O puede que fuera al pequeño perro que había traído el Niño, que ahora brincaba alrededor del Gris, como tratando de atrapar la gabardina con sus ridículos colmillos.

—No voy a dejar que le engañes. —Sara se enfurecía sin querer, pero no pensaba dejar a Diego en manos de aquel embaucador—. Es imposible que sepas cómo escapar del Infierno —acusó al nigromante.

Se dio cuenta de que esa era otra de las cuestiones sobre las que nunca había reflexionado. ¿Existían el Cielo y el Infierno? Suponía que sí. El Niño le había hablado varias veces de su maldición y todo el mundo hablaba de ángeles, aunque ella no los hubiera visto. También se decía que los santos percibían a Dios. Si todo era cierto, el lugar donde Dios residiera debía de ser el Cielo y no parecía descabellado, partiendo de esa premisa, asumir que había un Infierno en alguna parte.

Sara no entendía por qué le costaba tanto aceptarlo a pesar de las pruebas y testimonios. Suponía que una cosa era creer como todo el mundo, cuando en el fondo lo máximo que se va a derivar de esa creencia es una discusión espiritual, y otra muy diferente creer cuando se sopesa la posibilidad de que alguien conocido vaya a ir al Infierno mientras otra persona se ofrece a rescatarlo. Ese tipo de creencia implicaba necesariamente que ambos lugares existían de verdad, que eran reales, que se podían tocar y oler, suponía… Sara sintió un leve mareo. Todo era muy confuso.

Piedra la miraba a los ojos.

—Imposible, dices. De acuerdo. Pruébalo, ten la bondad de compartir tus conocimientos conmigo y explícame cómo aseguras de un modo tan inflexible que sabes lo que yo soy capaz o no de hacer.

—Si fuera posible, alguien lo sabría —replicó Sara, consciente de que no tenía prueba alguna en la que apoyarse.

—Yo soy alguien.

—No serías tú, precisamente.

—¿Ese es tu argumento? ¿Una mueca de desprecio? Como quieras. Ya advertí que estoy harto del trato que recibo, a pesar de que no he hecho más que compartir información con vosotros. Habéis conseguido cansarme y normalmente tengo una paciencia casi interminable. No os molesto más. Sabéis mucho más que yo sobre los nigromantes y sobre la muerte, y algo menos sobre educación. Que os vaya muy bien.

Piedra giró sobre sus talones.

—¡No tan rápido, tío! —dijo el Niño—. ¡Chucho! ¡Detén al feo!

El perro salió disparado de entre las botas del Gris. Ladraba enloquecido, aunque sonara como un pajarito afónico. Tenía el lomo erizado y asomaban sus pequeños dientes bajo el labio fruncido. Se plantó ante el nigromante y abrió el hocico en lo que parecía un gesto amenazador y feroz. Sara temió que Piedra lo pisara sin darse cuenta.

—¿Lo habéis visto? —chilló Diego, excitado—. ¡Buen chucho! No como tus gatos, Gris. Esto sí es un bicho obediente. —El Niño se agachó y dio unos golpecitos en la cabeza del animal—. Lo sé, lo sé, a mí también me acarician así cuando me porto bien. Un gesto asqueroso, perdona. —Se enderezó—. Quieto ahí, macho —le advirtió a Piedra—. Me vas a contar todo ese rollo del Infierno. Y me importa un pijo si no soy educado. Eres feo y metes las narices en los cadáveres, así que no me jodas porque no pienso darte la mano ni invitarte a comer. ¿Puedes sacarme de allí o no? Vamos, suéltalo, y habla clarito.

—No puedo darte garantías.

—¡Bah! Ale, tira, pírate de una vez.

—Pero si alguien puede soy yo. Nadie sabe más sobre la muerte. Rastrearé tu alma y puede que logre sacarte de allí o no, pero puedo intentarlo. ¿Tienes una oferta mejor?

—¡Mierda! —Diego pateó una rama—. No sé qué hacer. La verdad es que quiero creerte, pero no me das buen rollo.

—¿Qué pasará si fracaso?

—Supongo que nada —razonó el Niño—. Por eso no me lo trago. Parece demasiado bueno. Tiene que haber algo chungo.

—No es mal modo de pensar —concedió el nigromante.

—Si los ángeles se enteran…

—No son tan poderosos como todo el mundo cree. ¿Hacen algo cuando curas al Gris y te saltas la maldición? No pueden. Tienen otros problemas más urgentes, te lo aseguro. Es más cómodo para ellos prohibir que actuar directamente. Como mucho se lo encargarían a sus esbirros.

—Los centinelas.

—Exacto. Me han acosado durante años. Uno de ellos está obsesionado conmigo y me hace la vida imposible. He soportado mucho para poder estudiar la muerte. Me estoy acercando cada vez más a la verdad. Y seguiré investigando sin descanso. Piensa, Niño, lo que habré averiguado para el día en que llegue tu hora. Tal vez para entonces ya tenga la solución definitiva.

Diego miró a sus compañeros con timidez. Sara no supo responder a la súplica muda que relucía en sus ojos. Intentó negar con la cabeza, pero no supo si llegó a realizar gesto alguno. El Gris tampoco hizo ningún ademán que ella viera.

—¿Qué tengo que hacer?

—Nada —contestó Piedra. Metió la mano en el bolsillo y la sacó muy rápido—. Solo tienes que ponerte esta pulsera.

—No le cortarás la mano al suicida. —Edgar imprimió más dureza a su voz. Tensó los músculos de la cara, lo que provocó un leve movimiento en el parche de su ojo—. Ni tampoco el brazo. Respecto a cortar mi cuello… ¿De verdad quieres entrar en esa discusión?

A Mario Tancredo no le impresionó el gesto de autoridad del centinela.

—Ni siquiera lo decía en serio. Relájate, Edgar, no tengo nada contra ti, me gustas. En realidad me gustan todos los que poseen una debilidad. Lo expresaré con más claridad: todo el mundo tiene una debilidad, algunos más de una, pero me gustan los que desvelan cuál es, sean conscientes o no. La verdad es que los que no son conscientes de haber desvelado su punto débil me interesan un poco menos, porque se acercan peligrosamente a la definición de idiotas descerebrados.

—¿Cuántas veces tengo que pedirte que me ahorres tus lecciones sobre la vida?

—Esta será la última.

—El nigromante no vendrá si le cortamos la mano al paciente. Sabrá que ya no puede rastrear su alma y que no podrá cumplir su plan. Es más, sabrá que alguien anda detrás de él, alguien tan estúpido como para anunciar sus pasos con una idea tan previsible.

—Pero tú sabes qué hacer, ¿me equivoco? Y quieres algo de mí. Suéltalo ya. Estoy perdiendo el tiempo en esta habitación y me muero de ganas por llegar a la parte en la que negociamos. El resto me aburre.

—No estoy aquí para eso.

—Eso crees, centinela, que tu código y tu misión angelical te elevan por encima de los demás, ¿no? Conmigo siempre se negocia. Tenlo presente.

—Déjalo ya, en serio. El tono amenazador, esa insistencia en reforzar tu posición de superioridad… Es patético. Este no es uno de tus negocios. Llevamos un buen rato hablando y no hemos terminado, pero sigues aquí. Es evidente que estás muy interesado.

—Bravo, centinela. Es lo primero inteligente que has dicho en toda la noche.

El Gris se adelantó al Niño. Con un movimiento rápido, cogió la pulsera que Piedra ofrecía en la mano abierta.

—¡Eh! —protestó Diego.

El Gris le ignoró.

—Entiendo que no soy de utilidad para ti —le dijo al nigromante—. No puedes estudiar mi alma porque no tengo. No me importa la opinión que tengas de mí, pero estoy seguro de que me conoces y sabes de lo que soy capaz.

—Perfectamente —asintió Piedra.

—Has expuesto tu oferta. Ahora quiero que me mires a los ojos y me digas que es sincera, que no tendré que ir en tu busca porque al Niño le suceda algo malo. No le mires. Si algo sale mal, responderás ante mí, no ante él.

El Niño dio un par de tirones de la gabardina del Gris.

—Gris, macho, me estás dejando muy mal. Ni que fuera un palurdo que no sabe cuidar de sí mismo… No, no, sigue, dale caña al guijarro, que yo me fío de ti. ¿Has visto cómo me ha mirado, Sara? Y eso que le curo cuando le parten la cara…

—Todos entendemos nuestra situación —dijo Piedra—. Mi arte no es una ciencia exacta todavía. No puedo ofrecer garantías de que libraré al Niño del Infierno. Exactamente igual que tú, Gris. ¿O vas a decirme que garantizas el éxito cuando aceptas un encargo? No, ¿verdad? Los que tratamos con lo que nadie más se atreve no podemos cometer esa imprudencia.

—Aunque cierto, es una evasiva. Pregunto por tus intenciones. No precipitarás la muerte del Niño para que puedas estudiarla si enlaza su alma con tu pulsera.

—Desde luego —prometió Piedra.

—A los ojos —exigió el Gris—. Mírame a los ojos y repítelo.

—Mi trato y mi pulsera no guardan relación alguna con la vida del Niño. ¿Satisfecho?

El Gris asintió.

—Ahora vete. Nosotros decidiremos si aceptamos o no. —El Gris extendió el brazo y señaló la salida del claro, la verja medio derruida que era lo más parecido a una entrada a aquella parte del cementerio—. Si eres inteligente, olvidarás este lugar y el camino que conduce hasta él.

Piedra no respondió ni se despidió. Solo se giró y se alejó entre las lápidas.

A Sara le sorprendió la facilidad con la que el Gris le permitió marcharse. No se le ocurría qué podría hacer para salvaguardar el secreto de la ubicación de aquel emplazamiento, pero se alegró de que no siguiera el consejo de Álex de matar al nigromante. No era capaz de descifrar la expresión del Gris, con el rostro medio cubierto por las sombras. Este era uno de esos momentos en los que daría cualquier cosa por saber qué había contemplado al pedirle a Piedra que le mirara a los ojos, y a qué conclusión había llegado para zanjar sus diferencias sin tomar medidas drásticas.

Enseguida se olvidó de ese asunto para atender el que de verdad le preocupaba.

—Niño, no me digas que vas a aceptar ese trato.

—¿No te ha parecido una pasada? Podría escapar del Infierno. ¡Yo flipo! Los brujos iban a alucinar. Seguro que toda la peña babearía conmigo. Y nada de Niño esto, Niño lo otro… Verás cómo todos me respetarían y querrían saber de mí. Cuando yo sea el más molón del mundo oculto, me sé de unos cuantos que me van a besar el culo. Se van a acordar de cuando…

—Silencio, Niño —ordenó Álex.

Sara no tenía idea de cuándo había llegado ni desde dónde. Simplemente apareció por detrás de Diego. Se advertía cierta premura en su expresión.

—Gris, tenemos compañía.

—¡El monstruo! —El Niño palideció—. ¿Lo has visto? Acojona, ¿eh?

Sara se había olvidado de la historia que les había contado el Niño al reunirse con ellos. Suponía que habría visto una sombra en el cementerio o escuchado un ruido, y se habría asustado. Diego no podía mentir, por supuesto, pero el miedo lo dominaba y tenía una imaginación difícil de igualar, una combinación que podía dar lugar a cualquier cosa, especialmente estando a solas en un cementerio oscuro.

El perro comenzó a ladrar, a lanzar aquella especie de lamentos agudos. Un árbol tembló y sus ramas se agitaron. Aquel árbol estaba situado entre dos formaciones de piedra alargadas que se elevaban varios metros desde el suelo.

Un crujido resonó en la noche. El árbol cedió hasta apoyarse en una de las rocas. Por el hueco que había dejado asomó una figura enorme.

—¡Ese! ¡Ese es el monstruo que me persigue! —chilló Diego.