4

El claro estaba iluminado por una columna blanca que descendía de la luna. La luz caía justo en el centro, sobre un árbol grueso sin hojas, el único, porque el resto de aquella zona del cementerio de La Almudena gozaba de una vegetación abundante, más que nada helechos y hiedras que sepultaban algunas lápidas y colgaban de formaciones de piedra que se elevaban varios metros. Aquella vegetación solo podía encontrase allí, en ninguna otra parte del cementerio.

El árbol tenía la corteza parcialmente arrancada y de su tronco nacían enormes ramas que se retorcían. Aquellas ramas esparcían la luz de la luna en todas direcciones. La luz se fundía con una niebla suave y confería al cementerio una atmósfera espesa y lechosa.

Sara dejó atrás los restos oxidados de una verja medio derruida y caminó por un estrecho sendero junto a las tumbas que asomaban entre la maleza, pisando ramas y hojas muertas. El Gris se encontraba un poco más allá del árbol central. Apenas era una sombra entre la bruma del cementerio que movía los brazos adelante y atrás con un chirrido rítmico. De espaldas a ella, se inclinaba sobre lo que debió haber sido un mausoleo en otro tiempo, pero que ahora no era más que el recuerdo de una esquina de la estructura original, ruinas que parecían a punto de desmoronarse y que, contra toda lógica, aún se mantenían en pie.

—Llegas pronto —dijo el Gris sin volverse.

La rastreadora se sentó cerca de él, bajo una antorcha, y apagó su linterna. El Gris dejó de afilar su cuchillo. Tenía peor aspecto que nunca: oxidado, cochambroso, desgastado, lo que no era de extrañar, si lo afilaba con los escombros de un antiguo mausoleo. El temblor de la mano aumentó. Aquella era el arma con la que ella había asesinado a un hombre.

—Tú nos has convocado, ¿no? El gato vino a buscarme hace poco.

El Gris asintió. El cuchillo desapareció en el interior de su gabardina.

—Me alegro de verte. ¿Mejora o empeora? —preguntó señalando la mano. Se sentó a su lado, cerca, aunque ella le sentía muy lejos.

—Ni lo uno ni lo otro. Es pronto. Álex dice que…

—Se equivoca. Ni el tiempo ni su compañía son la solución.

Sara convino en que él entendía mucho más de ambas cosas. Asumió por sus palabras y su actitud que estaba al corriente de su conversación privada con Álex, al menos con parte de ella.

—¿Cuál es la solución entonces?

—¿Has pensado en lo que te sucede? Nos salvaste, Sara, no solo a mí, sino a todos nosotros. Pero no puedes perdonarte. ¿Entiendes por qué?

—Porque maté a un inocente.

—Quien a su vez iba a matarnos a todos. No había otro modo. Tú crees que sí lo había porque así no tendrías que enfrentarte a tus actos.

—Es un argumento que se pude volver contra ti. Tú pensabas que era la única manera de vencer al fantasma porque así justificas los tuyos.

—Yo no necesito justificarme, Sara. Es de los pocos privilegios que tiene mi condición. Puedo asumir la culpa, el fracaso, el remordimiento, ¿qué es todo eso para mí? Pero nos desviamos de la cuestión. Tu mano no dejará de temblar porque no te gustas a ti misma.

—Qué tontería —repuso Sara—. No soy como tú. Que no acepte lo que hice no quiere decir que me niegue a mí misma. Yo, y tú aunque no lo creas, soy algo más que un acto, por transcendente que sea.

—Ahora por fin estás descubriendo cómo eres de verdad y no te gusta.

—Explícate —pidió Sara, ofendida.

—Muy pocas personas tienen que pasar por la experiencia de decidir si matan a alguien para salvar a otros. La gente ve esas escenas en películas, por ejemplo, y le gusta comentar lo que harían en realidad, imaginarse la situación. Pero tú la has vivido. En ese momento decisivo no se piensa, ¿verdad? Se actúa, se reacciona. Descubriste cómo es una parte de ti que no conocías. Una experiencia nueva, real, que ahora forma parte de tu ser.

—Fue un error, algo que no debería haber sucedido. Puedo asumirlo.

—Si eso es lo que realmente quieres, Álex sin duda te ayudará. Pero podría ser peor. Quizás no te desagradó tanto como pensabas. Es posible que tu rechazo sea forzado porque no quieres admitir que si la necesidad aprieta puedes llegar a cometer los actos terribles contra los que predicas a diario.

—¿Intentas ayudarme o perjudicarme?

—Tendrás que redefinirte, conocer tus límites, si es que los tienes.

—Los tengo.

—Muy rápido respondes. No pensabas igual antes de conocerme. Te advertí que acompañarme no sería agradable, verás partes de ti misma que no te gustarán y eso podría destruirte.

Sara se levantó, furiosa.

—¿Te refieres a que podría suicidarme? ¿Es así como me ves, destruyéndome a mí misma? Porque de eso entiendes mucho, ¿verdad?

—No puedes comparar nuestras situaciones. —El Gris permaneció sentado, solo se limitó a alzar un poco la vista.

—Yo tengo elección, tú no —recitó Sara, asqueada de ese argumento.

—No tanta como crees. En realidad, estás donde debes estar. Nadie me sigue sin un motivo. El Niño puede curarme sin que intervenga su maldición. Las razones de Álex ya las conoces.

—Eso es de lo más perverso que te he oído decir, Gris. El Niño te quiere de verdad.

—Una cosa no excluye la otra.

—¿Y yo también me beneficio de tu compañía?

—Tú encajas, como todos nosotros, porque no encajas en ninguna otra parte.

—Yo tenía una vida normal antes de que vinieras a buscarme.

—No tenías familia ni amigos de verdad. Solo contactos superficiales. Se nota que aprecias al Niño. ¿Nunca has querido tener hijos? Ninguna relación te ha salido bien, Sara. La gente te rehúye cuando pasa tiempo contigo. Siempre fue así en tus anteriores trabajos, por eso terminaste leyendo la buenaventura en una caseta de una feria.

—Aproveché mi capacidad para rastrear. ¿Es eso tan malo?

—La aprovechaste para esconderte. Tú sabes que no te aceptan, Sara, que todo el mundo se siente incómodo contigo. Lo notas. Nunca eres la mejor amiga de nadie, a tu lado las conversaciones no son tan profundas, no les gusta compartir confidencias contigo. Ese patrón se repite en todas tus relaciones.

—Tal vez…, tal vez yo no tengo don de gentes, eso que hace que le gustes a todo el mundo, como el Niño, que es imposible no querer comérselo, aunque diga la mayor de las barbaridades. Yo no tengo esa suerte.

—No es suerte, es tu forma de ser. Eres demasiado buena, Sara.

—¿Qué? ¿Por qué iba eso a ser malo?

—Porque la gente no es como tú. No les gusta estar al lado de una brújula moral que nunca falla. La gente miente, engaña, y no quiere que tú se lo eches en cara. Cuando te negabas en el instituto a dejar que copiaran de tus exámenes o de tus deberes, tus compañeros te señalaban.

—No les delataba a los profesores.

—Pero marcabas la diferencia. Les mostrabas que tú siempre podías cumplir sin salirte del camino correcto. En tus trabajos, cuando nunca llegabas tarde ni cometías ningún error, los demás no podían evitar ver que ellos sí lo hacían. Tu presencia les recordaba que son peores, que ellos sí mienten, sí engañan, sí recurren a atajos alguna vez. A nadie le gusta que se lo recuerden constantemente, y es más fácil sentirse cerca de quien comparte tus defectos. Eres demasiado buena para este mundo, Sara, por eso no encajas. Por eso estás aquí, conmigo, con los que no encajan, con las excepciones y las rarezas. Sentada en medio de un cementerio al que nadie puede llegar.

Sara callaba. El Gris se levantó y la miró de cerca, a los ojos.

—Y por eso vas a abandonar el grupo, como querías hacer antes de que Álex te convenciera.

—¿Me echas? Dijiste que te alegrabas de verme.

—No mentía.

A Sara le costaba respirar, contenerse, el temblor de su mano se había extendido al cuerpo entero.

—No te dejaré, Gris. No entiendes por qué estoy contigo.

—Cuando acabemos con el vampiro, te irás —dijo el Gris, impasible.

Sara se dio la vuelta.

—Entonces me marcho ahora.

Él la sujetó por el brazo. La rastreadora se resistió, se revolvió. El Gris se mantuvo firme.

—Sombra no quiere matarme. Ha ido a por el padre Jorge. Le mató en una iglesia, a la vista de todos. Quiere que yo lo sepa. Si no voy por él, volverá a matar a alguien que me sea cercano… Por ejemplo, a ti, Sara.

—¡Me da igual! ¡Si vas a echarme, es mi problema!

—O tal vez al Niño.

—¿Al Niño? —La rastreadora dejó de forcejear.

—Es muy probable.

De pronto todo era más complicado. Sara se dio cuenta de que podría superar la muerte del Gris, pero no la del Niño.

—Entonces, tú lo impedirás —dijo furiosa—. Y ahora es tu turno de hablar. Se te da muy bien analizarme, pero qué hay de ti mismo.

—Yo no soy nada y lo sabes. No hay nada de qué hablar.

—Antes despreciaba esa actitud tuya, Gris, pero ahora creo que es una fachada, dices eso para no revelar todos los secretos que ocultas.

—¿Tan poco has llegado a conocerme? Yo no soy ningún misterio, siento romper el encanto. Dime, Sara, ¿qué es una persona en realidad? ¿Su aspecto, sus actos, sus sentimientos…?

—Si dices que su alma, te juro que te golpeo.

—Has entendido la pregunta.

—Es mucho más que eso. Es un conjunto, es todo eso y más, también es lo que hace sentir a quienes le rodean.

—Interesante. Partamos de tu punto de vista. Lo que yo hago sentir a los demás deriva de lo que me hicieron, lo que me robaron. Eso es lo que me define.

—Una simplificación absurda. O bien te haces el tonto o de nuevo te escudas en tu condición. No puedes discutirme lo que yo siento hacia a ti.

—No lo hago. Pero quiero decir que en lo que sientas pesa mucho el hecho de que no tengo alma y sus consecuencias, nada más. ¿Te gusta mi sentido del humor? ¿Mi opinión sobre el arte, la política, la música? ¿Te gusta cómo me relaciono con el mundo? ¿Y mi trabajo? ¿Mi familia? ¿Mi relación con mis vecinos? Dime, ¿qué aspecto, el que tú quieras, por el que hayas juzgado en tu vida a otra persona, te gusta de mí?

—¿Y tu interior? Tu modo de seguir adelante, de no rendirte nunca.

—Olvidas que hace poco estuve a punto de suicidarme. Yo también tengo un límite, aunque os guste a todos pensar que no es así. Todos me seguís porque no tengo alma, acéptalo.

—Me lo pones muy fácil. De nuevo recurro al Niño. Él te quiere.

—El Niño está acostumbrado a mí. Es el roce, el tiempo que llevamos juntos, y todo empezó por mi condición.

—Eres injusto con él.

—Lo explicaré de otra manera. Imaginemos que aquí, ahora mismo, aparece otro hombre sin alma. Ya no soy único. Puede hacer exactamente lo mismo que yo. Ahora dejemos a un lado que a mí me conocéis y a él no. Dime, Sara, ¿qué razones hay para seguir conmigo y no con él? ¿Qué me diferencia de ese hombre? ¿Qué soy en realidad?

Sara no respondió.

—No tienes una respuesta, ¿verdad? Yo tampoco. Se acabó el misterio.

Estaba oscuro, pero daba la sensación de que allí siempre había algo de luz, como si la luna concentrara su resplandor en aquella parte del cementerio.

—¡Ay! Su puta madre.

Diego retiró su pie dolorido y enfocó con la linterna una losa de piedra que sobresalía entre la vegetación. Una tumba, o más bien los restos que aún permanecían allí. El Niño lamentó no tener una maza para destrozarla, porque tenía la sospecha de que era la misma contra la que siempre tropezaba.

—Solo el Gris tiene la brillante idea de que nos veamos en un asqueroso cementerio —protestó—. ¿Y tú de qué te ríes?

El gato le miró con sus ojos verdes y movió el bigote. Diego estaba convencido de que aquel animal se burlaba de él. Le guiaba y disfrutaba haciéndole tropezar. En un lugar tan grande debía de haber muchas formas de llegar al claro en que se reunían, pero no, aquel bicho le hacía pasar siempre por ese mismo sitio. El Niño, además, estaba enfadado consigo mismo. Ya había ido muchas veces y debería poder recorrer el camino con los ojos cerrados, sabérselo de memoria, pero lo cierto es que se perdería entre tanta vegetación sin la ayuda del gato, no importaba cuántas veces fuera. Además, no le gustaba estar solo en un bosque lleno de muertos. Y menos de noche.

Diego no tenía claro si aquella parte de La Almudena era realmente un bosque. Su vegetación, frondosa y variada, compuesta en gran parte de hiedras y helechos, no concordaba con la del resto del cementerio, que era casi inexistente. Si alguien localizara aquel lugar, se sentiría desorientado. Naturalmente, esa posibilidad no podía darse, dado que nadie podía llegar hasta allí sin conocer el camino, o sin que se lo mostrara uno de los gatos del Gris.

El Niño trató de mantener al animal en el haz de luz de la linterna. El gato, por su pelo negro, parecía una sombra silenciosa que se deslizaba entre las hojas.

Hacía un poco de frío, se oían murmullos entre los árboles de cuando en cuando y Diego prefería pensar que las caricias que a veces sentía eran hojas o ramas y no telarañas. Al Niño no le gustaban las arañas.

—¿Y ahora por qué te paras? Vamos, bicho, que no me gusta estar aquí… Ah, ya veo. ¿No podías haberlo hecho en el cajón de arena? No, claro. Pues nada, tómate tu tiempo, eh… ¡Oye! ¿También vas a cagar?

El gato erizó el lomo y volvió sus ojos hacia él.

—¿Qué pasa? ¿Te molesto? Pues sí que eres fino, macho. Venga, que ya estoy harto de esperar.

Esta vez el bufido fue mucho más largo. El gato convirtió los ojos en dos rendijas, asomaron los colmillos en un gesto feroz. Diego alzó las manos.

—Oye, bicho, tengamos la fiesta en paz. Mira, no te apunto con la linterna para que tengas intimidad. ¡Pero acaba de una puta vez!

El gato se puso tenso. De un salto se subió a la corteza de un árbol y trepó con la misma facilidad que si caminara por el suelo.

—No, no, ven. Baja. —Diego lo buscó con la linterna. Encontró al animal encaramado a una rama muy alta—. Venga, va, te juro que no te vuelvo a gritar. Baja, por favor. ¡No puedes dejarme solo aquí!… Lo siento, no quería gritar. ¡Te prepararé leche calentita en casa! ¡Y te rascaré! ¡Y no te lanzaré más zapatos si te comes mi comida o destrozas mi ropa! ¿Trato hecho?

De repente escuchó un sonido extraño, como un ronroneo constante. El Niño bajó la vista. A sus pies había un chucho pequeñajo que miraba al árbol con mucha atención. Parecía un perro abandonado porque no tenía collar y desde luego no era de raza.

—¿Esto es lo que te da miedo? —le dijo al gato—. Este pobre chucho raquítico. ¡Pero si tú eres más grande que él! Anda baja de una vez. —Miró al perro con ternura—. Pero si es una monada… ¿A que sí, chiquitín?

El perro estalló en una demostración de ira descontrolada. Vomitó ladridos que acompañaba de pequeños saltitos contra el árbol al que se había subido el gato. Daba la impresión de emplear toda su energía y de no cansarse nunca. Una exhibición lamentable de ferocidad, no solo por su reducido tamaño. El ladrido del perro era agudo y no imponía mucho respeto, más bien sonaba ridículo. Aunque sí era molesto.

Diego suspiró. Se agachó para coger una rama y tirársela al animal, por si se distrajera, pero justo en ese momento el gato bufó y huyó. Saltó a la rama de otro árbol y se perdió entre la maleza.

—¡No! Buena la has hecho, chucho. Ahora cómo… —El perro salió disparado y también desapareció—. Eso. ¡Dejadme solo!

Un crujido retumbó a su alrededor. El Niño se giró a tiempo de ver un árbol caer hacia un lado y derribar a otro. Resonaron hojas y ramas aplastadas, varios arbustos se removieron. En el hueco que había dejado el árbol caído asomó una sombra gigantesca de al menos tres metros de altura. Diego alcanzó a ver dos ojos entrecerrados y un cuerpo enorme, de anchos hombros y brazos inmensos.

Se dio la vuelta y corrió tan rápido como pudo.

—He venido solo —anunció una voz tras ellos—. Estoy desarmado.

Sara advirtió un movimiento rápido en el Gris, un medio giro que levantó una onda negra a su espalda. Luego se quedó quieto, la gabardina descendió y envolvió sus piernas. En su mano derecha descansaba el cuchillo.

—Detrás de mí —ordenó el Gris.

La rastreadora obedeció, se colocó detrás de las ruinas en las que poco antes el Gris afilaba su arma. Sonaron pisadas sobre las ramas y las hojas secas. Una figura se recortó contra la niebla. Se acercaba despacio, sin ocultarse.

—¿Le conoces? —preguntó el Gris.

Demasiado alto para ser el Niño y no tanto como para ser Álex. La rastreadora imaginó que el Gris prefería no fiarse de su visión deteriorada y que por eso le preguntaba.

—No le veo con claridad —apuntó Sara—, pero no me suena de nada. ¿Puede ser Plata en un nuevo cuerpo?

Si el Gris consideró esa posibilidad, no lo reflejó en modo alguno. La rastreadora veía los nudillos blancos en la mano que aferraba el cuchillo. El desconocido se detuvo a unos diez pasos de distancia del Gris. Tenía las manos en alto con las palmas hacia adelante, un gesto de buena voluntad que confirmaba que en efecto no portaba arma alguna. Sus ojos, sin embargo, no eran tranquilizadores. Aquel hombre tenía una mirada afilada que apuntaba directamente al Gris.

—¿Puedo bajar los brazos?

—Puedes —concedió el Gris—. Puedes también explicarme cómo nos hemos encontrado en este lugar, o tus brazos se quedarán aquí después de que te eche a patadas.

—Me ha seguido a mí —dijo Álex, surgiendo de no se sabía dónde. De repente estaba junto a Sara—. ¿No es así, amigo?

—No he tratado de ocultar mi presencia —contestó el hombre.

Álex y el Gris intercambiaron una mirada. Solo movieron los ojos, pero Sara supo que se habían entendido a la perfección.

El Gris guardó el cuchillo, se acercó al desconocido y se detuvo justo delante de él. Sara y Álex permanecieron unos pasos atrás. El hombre sostuvo la mirada del Gris durante varios segundos, y ambos permanecieron inmóviles. Así hasta que el Gris le derribó de un puñetazo.

—No has contestado a mi pregunta.

—Tú amigo ya te ha dicho que…

El Gris le dio una patada.

—Te he preguntado a ti, no a mi amigo.

El intruso escupió sangre en el suelo.

—He seguido al muerto, sí. Así he llegado hasta este sitio.

La rastreadora se quedó muda de asombro al oír que aquel hombre conocía el secreto de Álex. Sobre todo porque continuaba con vida, incluso después de haber hallado el refugio del Gris.

El desconocido tosió, escupió de nuevo. Primero apoyó las manos, luego se levantó con esfuerzo. Se colocó delante del Gris y le miró con gesto desafiante, a pesar de la sangre que manchaba su barbilla.

—No he venido a pelear, como has comprobado. Me llamo Piedra y…

—¿Piedra? —preguntó Sara sin darse cuenta.

—No te dirá su nombre real —aclaró Álex—. Siempre usan un apodo para encubrir su identidad.

La rastreadora estudió con curiosidad al llamado Piedra. Trató de ver más allá de su desafortunado semblante y profundizar en los ojos. El Gris y Álex sabían algo de él que ella ignoraba.

—El muerto tiene razón —dijo Piedra—. En general el anonimato es mi vida, pero ahora es diferente. Si te interesa de verdad, te puedo revelar la identidad que más tiempo he utilizado. Soy miembro de la Policía y…

—Ya te he dicho que no nos interesa —le cortó el Gris—. Nos interesa que te marches ahora mismo. Es la última oportunidad que te doy de salir de aquí por tu propio pie.

Piedra, una vez más, no se amedrentó y sostuvo la mirada del Gris.

—Yo me llamo Sara —dijo la rastreadora metiéndose entre ellos. Le tendió la mano a Piedra, quien se la estrechó con indiferencia—. Este no es el mejor momento para que le lleves la contraria, te lo aseguro. El Gris no está de muy buen humor últimamente. Ha pasado por… cosas, y creo que…

—No hace falta que sigas hablando para prolongar nuestro apretón de manos. —Piedra sonrió—. ¿Quieres que sigamos? Dime, rastreadora, ¿cómo esperas que alguien como yo conserve su anonimato si cualquier aficionado pudiera descubrirme con solo tocarme?

Sara soltó la mano y retrocedió.

—¿Por qué no ha funcionado? —preguntó mirándose la mano.

—Yo diría que ha funcionado perfectamente, al menos para mí. A ver qué tal lo hago —dijo Piedra—. ¿Sabías que estás muerta, Sara?

—No sé cuántas veces voy a tener que repetirlo, pero la paciencia no es una de mis virtudes —bufó Mario Tancredo mientras terminaba de ponerse los zapatos—. Me encuentro perfectamente. Soy el más sano de todo este hospital, mi hospital, y de todos modos no dejaría que me pusiera la mano encima un médico con un parche. Así que desaparece de mi vista antes de que llame a Recursos Humanos y les pregunte por qué han contratado a un médico con un solo ojo.

—Sé que tu salud es envidiable —repuso el médico cerrando la puerta de la habitación—. Es lo que tiene hacer tratos con ciertas… personas, ¿verdad?

Mario se enderezó y estudió al hombre con atención. Descartó enseguida que se tratara de un vampiro, a menos que el ojo estuviera sano y el parche lo llevara por otra razón. Era de noche, sí, incluso podría tratarse de un tipo atractivo a pesar de su cabello pelirrojo, un color que le desagradaba profundamente en los hombres. Lo que le descartaba casi inmediatamente como posible vampiro era esa herida a medio curar de su labio.

—Así que te has apropiado de una bata de mi hospital para hacerte pasar por médico. Te importa que nadie sepa que estás aquí hablando conmigo, ¿me equivoco?

—Me llamo Edgar y soy un centinela.

—Casi prefería que hubieras sido un médico de verdad. Lárgate, Edgar, o como te llames. Seguro que sabes quién soy. Os dejo curiosear en mi hospital y tengo a algunos de vosotros en plantilla, tanto aquí como en varias de mis empresas, pero ahora no estoy de humor para…

—No estoy aquí por tus asuntos privados —aseguró el centinela.

Debía de referirse a sus antiguos tratos con los demonios. Mario advirtió la determinación de Edgar y se preguntó qué podría estar tramando. Su relación con los centinelas siempre había sido tensa. Ahora, después de que Miriam muriese en su propia casa, estaba peor que nunca.

—¿Asunto oficial o personal?

—Oficial —contestó Edgar—. Pero también confidencial.

—Me gusta. Estas cosas tienen un precio, como bien sabrás.

Mario miró instintivamente a su alrededor, en busca de una botella que contuviese alguna bebida alcohólica, la que fuese. Se sentía mejor negociando con algo de alcohol en el estómago. Obviamente, no encontró nada. Cada vez tenía más ganas de abandonar aquella maldita habitación de hospital.

—Los centinelas no tenemos dinero. No tanto como tú, en cualquier caso.

—¿Quién habla de dinero?

Edgar asintió.

—No partes de una posición muy cómoda. Seguro que lo sabes. Solo tengo que insinuar que hay pruebas de que tú mataste a Miriam y tendrías a media docena de centinelas husmeando en tus asuntos. Y esos asuntos son de los que siempre contravienen alguna norma, ¿me equivoco?

—Te refieres a vuestro código, ¿no? —Mario le devolvió la sonrisa—. Ese que imagino te estás saltando para lanzar una amenaza tan infantil. Debes de ser un centinela muy bajo, un peón, porque no sabes con quién tratas. Adelante, insinúa lo que quieras. ¿Piensas que mantengo mi posición por pura suerte? ¿O que no conozco vuestras normas? Te daré una pista, novato. Sigue molestándome y me enteraré de quién es tu obispo. Luego él y yo charlaremos, porque te aseguro que ya he mantenido tratos con más de uno, y durante la charla me aseguraré de hablar de ti. Y cuando yo hablo de alguien, hay consecuencias, siempre. Así tal vez aprendas cómo funciona el mundo, hijo.

—Estoy al corriente de la corrupción que anida en nuestra organización. Pero esta vez es diferente. Mi misión proviene directamente de un ángel. Es demasiado importante como para que incluso tú puedas interferir. ¿Quieres seguir jugando a las amenazas o prefieres tomarme en serio?

Definitivamente necesitaba una copa.

—Sé breve —bufó Mario—. No soporto este hospital.

—Persigo a alguien muy peligroso.

—Detalles, centinela, quiero detalles o esta conversación perderá su interés.

—Llevo tres años detrás de un infractor del código, uno de los peores.

Mario alzó una mano.

—Ese dato, el de los tres años, y la herida que tienes en el labio no ofrecen una buena imagen de tus capacidades. Quiero saber ahora mismo si estoy hablando con un simple esbirro al que mandan a limpiar la mierda que dejan los demás. De ser ese el caso, te pondré en contacto con alguno de mis becarios, o esperaré a que llegue alguien más capacitado para entender que yo no pierdo el tiempo tratando con lo más bajo de la jerarquía.

Edgar resopló.

—Persigo a uno de los sujetos más peligrosos por orden directa de un ángel —recalcó, respirando de modo que quedara claro que él tampoco andaba sobrado de paciencia—. Está relacionado con el suicida que ocupa una habitación de este mismo pasillo.

—¿Suicida? —se extrañó Mario.

—¿Finges? Se trata de alguien que conoces personalmente.

—¿Cómo dices?

—¿Me tomas el pelo? —Se indignó el centinela—. ¿Pretendes hacerme creer que no sabes de quién hablo?

Mario varió su expresión, se alisaron las arrugas de su frente.

—Digamos que llevo una temporada ocupado con mucho trabajo y no estoy al corriente de los últimos sucesos. —El magnate empezaba a estar interesado—. Ponme al día.

El centinela le relató lo sucedido en la azotea del edificio. Mario escuchó con atención.

—¿Ramsey? ¿El lunático del sombrero y el bastón?

—El mismo.

Mario revivió en un instante la imagen de sí mismo echando a Ramsey a patadas de su casa. Aquel idiota había estado a punto de perder una mano entre las fauces de su hija mientras tarareaba una especie de melodía con los ojos cerrados, un método que supuestamente la liberaría del demonio que en aquel entonces creía que la había poseído. Ramsey había resultado el peor exorcista con el que Mario había tenido la desgracia de tropezarse.

—De modo que en coma… —murmuró Mario. No era probable que guardara relación con él, pero le desagradaba la coincidencia—. Cinco pisos dan para convertirse en papilla.

—No morirá —le aseguró Edgar—. Ese hombre permanecerá en coma indefinidamente. Y sí, es un ser humano corriente.

—Pero el tipo que persigues no. Déjame adivinar, hay runas prohibidas de por medio o no sería un caso tan importante para un centinela.

—Las hay, en efecto. Son las causantes de su estado. El hombre que persigo es quien las utiliza y no dejará que Ramsey muera.

—¿Me necesitas para averiguar quién es?

—Sé quién es. Se trata del policía que fingió tratar de salvarle. Aunque esa identidad ya no la volverá a adoptar nunca, por lo que no nos sirve de nada. Pero vendrá a por su presa y es cuando yo…

—Un momento —le interrumpió Mario—. Te vuelves a olvidar de un detalle esencial. Si voy a involucrarme en esto, y dudo mucho que lo haga porque aún no veo en qué me beneficio, quiero saber quién es ese tipo. Estás dando rodeos para no decirlo, pero exijo saber a quién nos… a quién te enfrentas. Yo evaluaré si de verdad es tan peligroso como aseguras. Habla.

—Como quieras…

Sara palideció ante las palabras de Piedra. El Gris y Álex se miraron.

—No, no estás muerta —continuó Piedra sin dejar de observarla—. Creo que me he precipitado un poco. Pero lo estuviste. Hace mucho tiempo… ¿Se te paró el corazón, tal vez? Estuviste muerta más de medio minuto, de eso estoy seguro. ¿Cuántos años tenías? ¿Diez? ¿Menos?

—¡Cállate! —gritó la rastreadora.

El Gris apartó a Sara a un lado con suavidad, para encararse de nuevo a Piedra.

—Oh, entiendo —razonó Piedra—. Tus amigos no lo saben, ¿verdad? Me pregunto por qué no se lo has contado.

—Gris, ¿cómo lo sabe? ¿Me ha espiado?

—No.

—¿Es un rastreador?

El Gris apretó los puños.

—No. Y no va a ser nada en absoluto porque ha perdido su oportunidad de largarse cuando se lo dije.

—Álex, ¿quién es este hombre y por qué sabe tanto de nosotros? —preguntó Sara sin esconder su miedo.

—Es un nigromante —contestó Álex—. Y sabe demasiado. Mátalo, Gris.

—Eso aclara lo de las runas prohibidas —asintió Mario—. Hay muchos nigromantes. ¿Por qué es ese tal Piedra tan peligroso?

—No estoy autorizado a hablar sobre las runas que emplea…

—Es decir, que no lo sabes.

—Es muy hábil ocultándose. Ha conseguido evitarnos durante años. De repente ha abandonado su identidad más segura como miembro de la Policía y se ha mostrado públicamente al intervenir en el suicidio. Planea algo muy serio.

—¿Tienes pruebas?

—Lo conozco bien.

—Atraparlo te reportaría algún beneficio, ¿me equivoco? No estaría mal conseguir el favor de un ángel, ¿eh? No pongas esa cara, a mí no me molesta. Entiendo ese modo de pensar más de lo que crees.

—Atraparlo es cumplir con mi trabajo y poner a salvo a incontables inocentes.

—Si insistes en jugar al centinela bueno… Tú mismo. Entonces, dime, ¿qué quiere de ese pobre desgraciado que está en coma?

—Todavía no lo sé —admitió Edgar—. Pero es parte de su plan, una pieza indispensable.

—Aún no veo qué tiene que ver todo esto conmigo, salvo porque sigo con la irritante sensación de que pierdo el tiempo con asuntos que no me incumben. Si vas a asustarme con el cuento de que hay un nigromante que me persigue, tendrás que hacerlo mejor.

—Tú no estás en peligro directo. No va a por ti, Mario. Su siguiente objetivo es el que debería estar preocupado. Preocupado de verdad.

—¿Y quién es?

Sara entendió por qué Piedra había sido capaz de seguir a Álex a través del cementerio de La Almudena hasta el claro. También por qué el Gris y Álex no se habían extrañado. Ellos debían de saber que Piedra era un nigromante.

En realidad, creía entenderlo, porque las explicaciones que recordaba del Niño acerca de las actividades de los nigromantes habían sido bastante vagas e imprecisas.

—Entonces —dijo—, tú estudias a los muertos, ¿no?

—Los muertos no —contestó Piedra—. La muerte.

—¿Qué diferencia hay?

—Desde mi punto de vista, mucha.

El Gris sacó el cuchillo una vez más y acercó su hoja mellada a la cara de Piedra. El nigromante hizo gala de una confianza en sí mismo digna de envidia, porque sin duda estaba al corriente de quién era el Gris. Aunque quizá no sabía que había estado a punto de morir por culpa de un vampiro y que no era el mejor momento para jugar con él.

—¿De verdad vas a matarme? —preguntó Piedra—. ¿Por qué? ¿Os he amenazado a alguno? ¿He demostrado acaso alguna mala intención con vosotros?

—Me estás haciendo perder el tiempo —contestó el Gris—. Escuché tu plegaria y no quiero aceptar tu caso, sea el que sea. No me interesa. Estoy cansado de que todos queráis jugar conmigo para vuestros experimentos.

Sara recordó el gato que Edgar entregó al Gris en la iglesia. Debió de transmitirle la plegaria de Piedra, lo que aclaraba que el Gris estuviese al corriente de que un nigromante quisiera contratarle.

—¿Jugar contigo? —Piedra dio un paso atrás, se alejó del puñal despacio—. Un hombre sin alma… Tu muerte, Gris, es la menos interesante que puedo imaginar. ¿Qué aprendería de ella? No se me ocurre un ser más aburrido para un nigromante que tú.

El Gris pareció meditar sobre ello unos segundos. Luego miró a Álex.

—No creo que sea tan estúpido —respondió Álex a esa mirada.

—No lo soy —asintió Piedra—. Nada me gustaría más que poder aprender de un muerto, pero sé que es imposible. No hay modo de obligarles, y aunque lo hubiera, ellos tienen prohibido hablar de la muerte.

—¿Es cierto? —preguntó Sara.

Álex ni negó ni confirmó nada. Ni siquiera parpadeó.

—No te molestes —continuó Piedra—. Él nunca dirá nada al respecto.

—Lo que nos deja solo a una persona que te pueda interesar —concluyó el Gris, volviéndose hacia Sara—. Solo hay un alma entre nosotros que abandonará su cuerpo cuando muera.

—¿La mía? —Sara se llevó las manos al pecho, intranquila.

—La de todo el mundo en realidad —explicó Piedra—. Excepto él —añadió señalando al Gris—. Pero no, no he venido por ti, rastreadora.

—Entonces, ¿a quién buscas aquí?

—Debería ser evidente, por eliminación —respondió Piedra—. Plata no muere, cambia de cuerpo, de modo que poco se puede aprender de sus saltos. —Hizo una pausa, pero ya sabían todos a quién iba a mencionar antes de que lo dijera—. Al Niño, por supuesto, el más interesante de todos vosotros con mucha diferencia.

Mario Tancredo dejó escapar una risa de resignación. No era una buena señal para alguien que le conociera.

—¿No sabes a quién persigue? ¿Tres años detrás de él y no lo sabes?

Edgar tensó ligeramente los músculos de la cara.

—Sé que el suicida, si de verdad Ramsey saltó del edificio, es parte de su plan.

—A mí todo eso no me importa. Los nigromantes no matan. Todas esas historias sobre que atraen la muerte son falsas, cuentos. Es posible que las inventéis vosotros, los centinelas.

—Hay muchos rumores sin sentido al respecto, y es cierto que la mayoría de ellos no mata, pero Piedra sí. Lo ha hecho antes y lo volverá a hacer. Tú puedes ayudarme a cogerle.

—La gente muere todos los días —dijo Mario sin pestañear—. No me conoces si vienes a mí en busca de ayuda para los demás. ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Para que otros se aprovechen de mi esfuerzo? ¿Para que se beneficien tus ángeles, los que han prohibido ciertas runas sin explicar el motivo? Hace mucho que dejé de ser un ingenuo. Si los ángeles quieren prohibir el uso de ciertas runas y etiquetarlas como nigromancia, que sean ellos los que resuelvan los problemas que se deriven de esa decisión. Yo no soy su siervo, y no trates de utilizar conceptos tan absurdos como el bien común. ¿Crees que soy un político? Hijo, si tuviera paciencia, te explicaría cómo es el mundo en realidad, pero sería perder el tiempo, porque los que son como tú, los que se arrastran ante cualquier otro, un ángel o quien sea, merecen el destino que otros dispongan para ellos.

Edgar negó con la cabeza.

—No quería llegar a esto, pero tengo que recordarte que tu poder económico y político no te protegerá de mí o de los centinelas. Ni tus amigos tampoco. ¿Sabes que se rumorea que mantienes relaciones con los magos?

—Mentiras sin fundamento alguno.

—Es posible. A mí no me importa, pero tus actividades llaman la atención. Cada vez son más numerosos los informes en los que aparece tu nombre. ¿Quieres enfrentarte a mí ahora? Muy bien. Crea otro conflicto con un centinela después de que Miriam muriese en tu casa, y te investigarán más todavía. ¿Quieres arriesgarte a que descubran todos tus negocios turbios en el mundo oculto por rechazar una propuesta que ni siquiera me has dejado hacer todavía? Yo creo que estás mucho más implicado aparte de esa relación con los magos que tan rápido has negado, pero la elección es tuya.

Mario Tancredo midió a Edgar durante unos segundos.

—De acuerdo, te escucharé. Procura que nada de esto interfiera con mis negocios o comprobaremos quién sale más perjudicado de una confrontación entre tú y yo. Sinceramente, no creo que puedas atrapar al nigromante. Esa es la verdadera razón por la que esto me parece una pérdida de tiempo. Y si lo consiguieras, no le sacarías nada. Los nigromantes son muy celosos de sus secretos y son tan buenos escondiéndose como los vampiros. Todo esto es absurdo.

—Veo que los conoces bien.

—Me gusta estar informado. Mira, Edgar, te haré un favor. Una vez tuve a uno en mis manos. Ni siquiera era un nigromante de verdad, solo un aprendiz que aspiraba a que su maestro le iniciara en su arte, como ellos lo llaman. Puedo ser muy persuasivo cuando decido arrancarle información a alguien, te lo aseguro. ¿Sabes lo que conseguí? Nada. El aprendiz se suicidó antes que traicionar a su maestro. Y ni siquiera pude averiguar cómo logró quitarse la vida.

—Eso no es raro. Algunos aprendices pasan décadas con sus maestros hasta que se ganan la confianza de recibir los secretos. Y todos aprenden a quitarse la vida como primera lección. Torturarles es una estupidez, un error de novato.

—Me lo dice quien lleva tres años sin atrapar a su presa.

—Te lo dice quien ha cometido ese mismo error.

—Entonces dime cómo piensas capturarle, Edgar. Ardo en deseos de saber lo que tu dilatada experiencia te ha enseñado.

—Este nigromante en concreto es extremadamente peligroso, pero también comete errores. El suicida, el que tienes en tu hospital en estado de coma, es un ejemplo.

—¿Lleva un anillo? —preguntó Mario.

—Una pulsera.

—No me convence. Has dicho que se dejó ver ante toda la prensa. Si suponemos que no es idiota, y detesto subestimar a un oponente, habrá contado con ello. No podrás sacar nada de las runas de la pulsera que te conduzca hasta él.

—Discrepo —dijo el centinela muy firme—. Para empezar, me ha subestimado a mí. Es poco probable que sepa cuánto le he estudiado estos años. Con tiempo, yo puedo descifrar las runas de esa pulsera.

—No pretendo ofenderte, pero lo han intentado antes que tú… Y dime, ¿ese es el único error que ha cometido? ¿Subestimarte? —añadió Tancredo con escepticismo.

—Y otro más. Creo que no tiene tiempo, que se ha visto obligado a hacer lo que ha hecho porque no le ha quedado más remedio. Ramsey es una parte esencial de su plan. Y yo puedo descifrar las runas de la pulsera a tiempo de frustrar sus planes.

Primero apareció el gato. De un salto raudo y ágil se posó en el suelo sin hacer apenas ruido. Tenía las orejas hacia atrás y los ojos verdes entrecerrados, y corría a toda velocidad.

Después se escuchó el grito de Diego.

—¡Griiiiiis!

El Niño irrumpió en el claro por el mismo punto en que había llegado el gato. Tenía la cara manchada de tierra y restos de hiedra colgando alrededor del cuerpo. De la capucha de su sudadera asomaban varias hojas de helechos. En sus brazos llevaba un pequeño perro que no paraba de ladrar. Si el gato había sido sigiloso, Diego era todo lo contrario. Tropezó con una rama seca y no cayó al suelo porque los restos del antiguo mausoleo lo frenaron.

—Si mueve un solo dedo, me lo decís —dijo el Gris refiriéndose al nigromante.

Dio dos pasos rápidos en la dirección en la que venía Diego corriendo y flexionó las rodillas en preparación del impacto. El Niño, como no podía ser de otra manera, terminó en sus brazos tras abalanzarse sobre él.

—¡Un monstruo! ¡Gigante! Me persigue. —Diego jadeaba por la carrera, le costaba hablar—. Por allí… Es enorme, Gris… Da un miedo que te cagas.

—Quédate a mi lado y respira, recupera el aliento o no podremos entenderte.

Luego se volvió.

Piedra negó con la cabeza.

—Yo no tengo nada que ver con eso —aseguró el nigromante.

—Álex. —El Gris hizo un gesto con la cabeza.

Álex se alejó y se perdió entre la vegetación. Sara dudaba. Quería acercarse a Diego y tratar de tranquilizarle, pero el Gris le había pedido que vigilara a Piedra, así que eligió no moverse de su lado. El nigromante no daba la impresión de estar preocupado. Lucía una expresión de calma total, de paciencia.

—Ha sido la hostia —explicó el Niño con la respiración menos agitada—. Creo que arrancó un árbol y todo. Tenías que haberlo visto, macho. A lo mejor era un dragón, como dice Plata. Gris, vámonos, en serio. Ese monstruo te partirá la cara si… ¡Eh! ¿Quién es ese tío tan feo?

Había acompañado las explicaciones con gestos de manos y una colección de muecas y expresiones que lo único que dejaban claro era el miedo que había pasado el Niño. Pero en cuanto vio a Piedra, su interés en aquel supuesto monstruo se desvaneció.

El perro dejó de ladrar y correteó alrededor de todos ellos. Al final se quedó junto a Sara y frotó el lomo contra su pierna. El gato había desaparecido.

—¿Y este perro? —preguntó la rastreadora.

Diego dejó atrás al Gris, que seguía pendiente de vigilar los alrededores, y caminó hacia ellos.

—Me lo voy a quedar, a ver si espanta a ese maldito gato. Está un poco guarro, pero pienso darle un buen baño.

—¿Tanta manía tienes al pobre animal?

Sara le seguía la corriente para que dejara de pensar en ese monstruo imaginario, porque le conocía y sabía que era capaz de obsesionarse.

—Lo odio —bufó el Niño—. ¿Sabes cuántas horas paso acariciando a esa bola de pelo negro? Duerme conmigo y le he comprado la mejor caja de arena de todo Madrid, pero ese cerdo se ha meado en mi cama. ¡Y no solo una vez! ¡Me tiene harto! ¡Vaya! —exclamó mirando al perrito—. Parece que le molas, ¿eh, Sara? —Luego se plantó delante de Piedra, sin dejar de hablar en ningún momento—. ¿Eres nuevo, tío? Dabuti. Yo soy Diego, y digan lo que digan no soy un niño. Soy el único sensato de este condenado grupo. Tengo que decirlo, macho, no tiene sentido retrasarlo: eres feo, ya lo creo. ¡Menudo callo! Pero a mí eso no me importa. Venga, choca esos cinco, compañero.

—Es un nigromante —dijo Sara.

El Niño retiró la mano que había alzado y la pasó por su cabeza, fingiendo que se colocaba su pelo alborotado.

—No jodas —dijo retrocediendo hasta Sara—. ¿El Gris va a fichar a un carroñero de estos? Hurgan en los cadáveres, ¿lo sabías? A mí eso no me va nada. No me parece higiénico. Eh, feo, ni se te ocurra acercarte. Ahí, a dos pasos de distancia como mínimo.

El Gris se reunió con ellos.

—Ahí fuera no hay nadie —anunció—. Pero lo había, porque el Niño no miente. Si tramas algo, Piedra, serás el primero en lamentarlo.

—¿De verdad se llama así? —preguntó Diego—. Bueno, ¿de qué va esto? ¿Me lo va a contar alguien o a mí que me den por…?

—No es un nuevo miembro del grupo.

—Menos mal —suspiró Diego.

—Ha venido a hablar contigo.

El Niño se quedó paralizado durante unos segundos.

—¿Me voy a morir? ¡Lo sabía! ¡Su puta madre! Siempre creí que tú la palmarías antes que yo, Gris, te llevas todas las hostias. ¿Cuánto me queda? Tengo que despedirme de Plata. ¡Sara! Tienes que darle a ese lunático cazadragones de mi parte…

—Niño, cálmate. —El Gris le sujetó por los hombros, se agachó un poco para poder mirarle a los ojos—. Olvida tus paranoias, ¿quieres? Nadie puede saber cuándo vas a morir.

—Pero estos buitres es lo que hacen, ¿no? Estudian a los moribundos. ¡Lo has dicho para que me tranquilice!

—He dicho la verdad.

—¡Promételo!

—Lo prometo.

—¡Genial! —Diego saltó y rodeó el cuello del Gris con los brazos—. Te quiero, tío. Bueno, ya está bien, que vamos a parecer unos blandos. Venga, suéltame ya, no seas pesado.

El Niño se soltó. El Gris, que no había llegado a devolverle el abrazo, se enderezó. Sara creyó escuchar un leve crujido en el cuello del Gris cuando ladeó la cabeza, pero apenas tuvo tiempo de reflexionar sobre ello. El perro, que continuaba a sus pies, jadeaba con la boca abierta y la miraba con insistencia. Sara sacudió la pierna, para zafarse del animal. No resultó.

—Me gustaría hacerte una propuesta —le dijo Piedra al Niño—, ahora que te has tranquilizado respecto a mis intenciones.

—¿Tranquilizado? Ni de coña. Gris, ¿por qué me busca el feo este?

—Ha prometido hacerte una propuesta y luego marcharse por donde ha venido, ¿verdad?

—Cierto —asintió Piedra.

Diego le miró con aire suspicaz.

—Paso. Me liará con runas chungas, de esas que están prohibidas. ¿Te crees que me chupo el dedo, pedrusco?

—Están prohibidas, sí. Eso solo significa que alguien no quiere que se descubra de lo que son capaces esas runas. ¿Tienes miedo?

—Nos ha jodido que lo tengo.

—¿No has pensado alguna vez por qué las prohibieron? Los ángeles no quieren que aprendamos más de lo que ya sabemos. Pretenden mantenernos en la oscuridad para controlarnos mejor a todos, de ahí la prohibición. No pensé que precisamente tú, Niño, tuvieras reparos en saltarte las normas de quienes te impusieron la maldición.

—Ahí le has dado —convino Diego—. Ese rollo ya me mola más.

Sara se acercó al Niño.

—No puedes estar considerando esto en serio. Dime que no lo harás.

—Eh, que solo he dicho que paso de los ángeles. No que vaya a creerme lo que diga pedrusco.

—No finjas ser un científico preocupado por los demás —intervino el Gris—. Exploráis la muerte.

—Somos mucho más que científicos —aseveró Piedra—. Somos los únicos que nos atrevemos a investigar la muerte, aunque por ello nos persigan y nos acusen de saltarnos un código arbitrario. Nos vemos relegados al anonimato y la clandestinidad para sacar a la luz los secretos que se nos ocultan a todos. Pero llevas razón en que no lo hacemos por los demás, al menos yo no. Claro que mis motivaciones no importan, ¿o sí? Lo que importa es lo que puedo ofrecerte, Niño. Los ángeles tienen miedo de lo que podemos descubrir, por eso nos cubren bajo ese falso manto de muerte y tratos oscuros, incluso nos comparan con ciertas prácticas de los demonios. Son cuentos, tonterías para engañar a los ingenuos.

—El caso es que yo me las creo… —confesó el Niño desviando la vista, avergonzado.

—¿Qué hay de ti, Gris? Tú no lo crees o no me dejarías hablar ahora. Tú sabes que hay mucho más de lo que conocemos, tú eres el ejemplo viviente de que las normas que nos han inculcado son mentira. No eres una excepción como te han hecho creer siempre, ni un engendro de la naturaleza. Tu existencia es parte de la realidad, fruto de una de las reglas cuyo conocimiento nos han negado, quién sabe si alguna de las normas que nosotros tratamos de investigar. Tu existencia tiene explicación y, si algún día alguien la encuentra, no será quien cumpla con los dictados de los ángeles y sus falsos códigos. Ten por seguro que lo averiguará alguien como yo, a quien ahora miráis con asco por la propaganda que han extendido sobre nosotros.

—El tío suena convincente —opinó Diego—. Y es cierto que da un poco de asco, ¿verdad, tíos?