Canto estelar
Forzando el paso por la nebulosa oscura Taynarus les costó tres naves de batalla, y después tuvieron que soportar las bajas de tres días de batalla mientras los grupos de asalto luchaban por llegar al Infierno. El comandante de batalla de la fuerza especial temió, desde el principio al final de la acción, que el ordenador al mando del bando berserker destruiría el lugar con los invasores vivos en su interior, en un último gottendammerung de cargas destructoras. Pero esperaba que los proyectores de amortiguación de campo que los hombres llevaban a la batalla evitaran cualquier explosión nuclear. Envió a hombres vivos al asalto porque creía que el Infierno contenía prisioneros humanos con vida. Sus esperanzas estuvieron justificadas; o al menos, por la razón que fuese, no se produjo ninguna explosión nuclear. Sus creencias con respecto a los prisioneros no se confirmaron con tanta facilidad. Ercul, el psicólogo cibernético que fue a investigar tras la batalla, ciertamente encontró a humanos. De alguna manera. En parte. Extraños órganos que funcionaban en cierta forma, interconectados con lo no humano y lo no vivo. Los órganos eran en su mayoría cerebros humanos, que habían crecido en cultivo por medio de una técnica que los berserkers debían haber capturado de las naves hospital.
Los laboratorios humanos hacen crecer cerebros en cultivo a partir de tejidos embrionarios, cultivándolos hasta tamaño adulto y luego diseccionándolos en la medida en que sea necesario. Digamos que un médico corta un lóbulo prefrontal y lo introduce en el cráneo de un hombre cuya zona cerebral correspondiente ha quedado destruida por efecto de la enfermedad o la violencia. El material del cerebro cultivado sirve como matriz para la regeneración, material en bruto sobre el que la antigua personalidad puede reafirmarse de nuevo. Los cerebros cultivados crecidos en frascos no son humanos excepto en potencia. Incluso un lego puede distinguir fácilmente uno de ellos de un cerebro desarrollado, normalmente debido a la ausencia visible de las delicadas convoluciones superficiales. Los cerebros cultivados no pueden ser humanos en el sentido de mantener una mente humana consciente Ciertas hormonas y otros productos químicos sutiles del cuerpo son necesarios para el desarrollo de un cerebro con personalidad, por no mencionar la necesidad del estímulo de las experiencias, el impacto continuo de los sentidos. Es más, se precisa algo de estímulo sensorial incluso si el cerebro cultivado debe desarrollarse hasta la fase de patrón a ser utilizado por el cirujano. Para ese propósito se emplea habitualmente la música.
Sin duda los berserkers habían aprendido a cultivar hígados, corazones y gónadas además de cerebros, pero sólo las capacidades intelectuales humanas les interesaban profundamente. Los berserkers debían haberse maravillado con su análogo computacional del asombro contemplando la capacidad de memoria y la potencia de toma de decisiones que la naturaleza, en unos pocos miles de millones de años de evolución, había conseguido empaquetar en unos pocos centímetros cúbicos de sistema nervioso humano.
Ocasionalmente a lo largo de su dilatada guerra contra la humanidad, los berserkers habían intentado incorporar cerebros humanos en sus circuitos. Nunca habían obtenido un éxito satisfactorio, pero seguían intentándolo.
Los berserkers, evidentemente, no daban nombre a las cosas. Pero los hombres no se alejaban mucho de la verdad llamando Infierno a este centro de investigación. Éste Infierno se encontraba oculto en el corazón de la nebulosa oscura Taynarus, que a su vez estaba más o menos centrada en un triángulo formado por los sistemas Zitz, Toxx y Yaty. Hacía años que los hombres conocían el Infierno, y sabían más o menos dónde se encontraba situado, antes de poder acumular la potencia militar suficiente en esta parte de su sector de la galaxia para ir a buscarlo y arrancarlo de raíz.
—Certifico que en este contenedor no hay vida humana —dijo el psicólogo cibernético, Ercul, por lo bajo, simultáneamente estampando las palabras sobre el contenedor de vidrio que tenía delante. El ayudante de Ercul hizo un gesto, y el astronauta que trabajaba con ellos arrancó el cordón de energía y dejó que la cosa en el tanque empezara morir. En este caso no se trataba de un cerebro de cultivo, sino de lo que en su momento había sido el sistema nervioso de un prisionero vivo. Había sufrido grandes daños, no sólo al retirar gran parte del cuerpo humano sino al estar conectado a una masa de dispositivos electrónicos y micromecánicos. Por medio de algún programa de entrenamiento, probablemente una combinación de castigos y recompensas, el berserker le había enseñado al cerebro a realizar ciertas operaciones computacionales a gran velocidad y con poca probabilidad de error. Parecía que, cada vez que se concluían las computaciones, el mecanismo en el frasco del cerebro había reiniciado de inmediato todos los contadores a cero y había presentado la misma entrada una vez más, momento en el que la tarea del cerebro se iniciaba de nuevo. Ahora el cerebro parecía incapaz de hacer otra cosa que no fuera ese trabajo; y si eso era realmente una forma de vida humana, era imposible que Ercul lo admitiese en voz alta, ya que en su opinión pertenecía a una clase que era preciso terminar lo antes posible.
—¿Siguiente caso? —le dijo al espacial. Luego se dio cuenta de que no era la mejor expresión dado su papel de juez. Pero ninguno de sus colegas en el Infierno pareció darse cuenta. Un par de días con este trabajo, pensó, y encontrarán muchas cosas de las que reír.
En cualquier caso, debía continuar con la tarea de intentar distinguir prisioneros rescatados —dos hasta ahora, y quizás algún día volviesen a parecer humanos— de entre la colección de botellas conteniendo órganos más o menos funcionales.
Cuando le pusieron delante el siguiente caso, tuvo un mal momento, incluso teniendo en cuenta el día, al reconocer parte de su propio trabajo.
La historia se había iniciado más de un año estándar antes, en un no muy lejano planeta de Zitz, en un inmenso salón decorado y abarrotado para la más feliz de las ocasiones.
—¿Feliz, cariño? —le preguntó Ordell Callison a su prometida, al tener un momento para tomarla de la mano y hablarle bajo el tumulto de la fiesta de bodas. No es que tuviese ninguna duda sobre su felicidad; simplemente la pregunta banal de dos palabras era lo mejor que se le había ocurrido… a menos que se pusiese a cantar.
—¡Ohhhh, feliz, sí! —Por el momento, Eury tenía tanta capacidad verbal como él. Pero la verdad de sus palabras se hallaba en su voz y en sus ojos, maravillosas como una canción que Ordell podría haber compuesto y cantado.
Claro, no se le permitiría huir, incluso a su luna de miel, sin cantar al menos una canción.
—¡Canta algo, Ordell! —Era Hyman Bolf, gritando desde el otro lado de la vasta mesa de banquete, donde se encontraba llenando la copa en la fuente de ponche. El famoso predicador multifé había venido desde el sistema Yaty para oficiar la ceremonia de boda. Al aterrizar, su nave privada se había portado mal, destellando la lámpara de energía de hidrógeno de forma que el humo del aislamiento quemado había hecho que el reverendo saliese de su camarote llorando al tener los ojos irritados; pero después del mal presagio, el resto del día todo lo demás había ido bien.
Otras voces se unieron al instante.
—¡Canta, Ordell!
—Sí, tienes que hacerlo. ¡Canta!
—Pero es mi boda, y no me siento…
El hombre era música, y de hecho la alegría que sentía en este día era tal que podría estallar si no la expresaba. Se puso en pie, y uno de sus sirvientes de confianza, que había previsto que Ordell cantaría, estaba listo para traerle el instrumento que él mismo había inventado. Metido en una caja pequeña que Ordell se podía colgar del cuello como si fuese un acordeón había un sistema de altavoces desde bajos hasta agudos, y bastante electrónica y audiónica; sobre la superficie lisa de la caja había diez puntos para que Ordell posase sus diez dedos. Su caja de música, la llamaba, habiéndose tenido que inventar un nombre. Los imitadores de Ordell se habían hecho fabricar cajas de música mejores, más espectaculares y mayores; pero sorprendentemente muy poca gente, incluso entre las niñas de entre doce y veinte, se molestaban en prestar atención a los imitadores de Ordell.
De tal forma, Ordell Callison cantó en su propia boda, y su público se quedó tan hipnotizado como siempre; un efecto que no había producido ningún otro intérprete en todos los antiguos registros de la humanidad. Los críticos musicales de alto nivel permanecieron sentados embelesados en su lugar de honor a la cabeza de la mesa; los ricos cultos y no tan cultos de Zitz, Toxx y Yaty, algunos de los cuales habían venido en sus naves de carreras privadas, y los invitados más comunes, recibieron de la canción una felicidad que no podría haberles ofrecido ningún vino. Y las muchachas adolescentes, las fans de Ordell que inevitablemente atestaban el exterior de las puertas, se entregaron a la música hasta el desmayo y más.
Un par de semanas más tarde, Ordell y Eury y sus nuevos amigos de los últimos años, los años de éxito y fortuna asombrosa, se encontraban en el espacio a bordo de sus deportivas naves monoplaza jugando a un juego llamado «Píllame». En esta ocasión Ordell jugaba de forma inversa, recluido en una esquina del volumen espacial reservado, intentando realmente evitar las naves de chicas que pasaban a su lado en lugar de perseguirlas.
Había estado buscando la nave de Eury, y se había puesto algo ansioso al no poder encontrarla, cuando de la nada surgió dirigiéndose hacia Ordell otra nave de chico, lanzando las señales de emergencia por todo el espectro. Un minuto más tarde todos habían dejado de jugar. Las pantallas de las pequeñas naves mostraron el rostro de Arty, el joven cuya nave de carreras acababa de frenar junto a la de Ordell.
Arty balbuceaba:
—Intenté, Ordell… es decir, no intenté… no pretendía hacerle daño… la traerán de vuelta… no fue culpa mía que ella…
Con lo que pareció gran lentitud, la verdad de lo sucedido se aclaró. Arty había perseguido y alcanzado la nave de Eury como especificaba el juego. Había unido su nave a la suya y luego la había abordado, y a continuación se le ocurrió reclamar el premio habitual. Pero claro, Eury ahora estaba casada, y el estar casada era muy importante para ella, como para Ordell que hoy sólo había jugado a pillar a las chicas. De alguna forma los dos habían creído que todos los demás comprenderían que el mundo había cambiado desde la boda, que para ellos habría que enmendar las reglas del juego.
Incapaz de convencer a Arty con argumentos, Eury había tenido que luchar para dejarlo claro. De alguna forma se había hecho daño en el pie, intentando huir de él en la diminuta cabina. Él siguió testarudamente reclamando el premio. Luego se descubrió que sólo había aceptado regresar a su propia nave en busca del equipo de primeros auxilios (ella le juró que faltaba el de su nave) después de que ella aparentemente prometiese darle lo que deseaba al regresar.
Pero cuando él regresó a su nave, ella liberó la suya y huyó. Y él la persiguió. La acorraló, contra el límite de la zona de seguridad, que naves de guerra automáticas protegían contra la posibilidad de una incursión berserker.
Para alejarse de Arty ella atravesó el límite siguiendo una curva acelerada, sin duda con la intención de regresar a la zona segura a diez mil millas o así.
No lo logró. A medida que su diminuta nave se acercó a la zona exterior de la nebulosa oscura Taynarus, la máquina berserker que allí aguardaba atacó.
Claro está, Ordell no escuchó la historia de forma tan coherente, pero lo que oyó fue suficiente. En la pantalla de las otras naves su rostro inicialmente, pareció volverse pétreo; pero luego adoptó una súbita expresión de locura y furia. Arty se apartó, pero Ordell no se detuvo. En su lugar, lanzó la nave a la zona adonde había ido su mujer. Atravesó la zona de patrullas protectoras (que estaban dispuestas para mantener lejos a los intrusos, no para evitar la salida de los locos o los desesperados) y se sumergió entre nubes de polvo exteriores para entrar en los vastos abismos que conducían al corazón de Taynarus; al laberinto donde naves y máquinas deben moverse lentamente, y del que no había salido ningún hombre vivo desde el establecimiento del Infierno.
Unas horas más tarde, los centinelas exteriores del berserker rodearon la pequeña nave, exigiendo en su habla humana bien aprendida que se detuviese y se rindiese. Él ralentizó la nave un poco y comenzó a cantarle al berserker por la radio, retirando las manos de los controles para colocar los dedos sobre las teclas de su caja de música. Sin control, la nave vagó alejándose del centro del pasaje navegable, rozando la pared nebular y sufriendo los impactos de microcolisiones con el gas y el polvo.
Pero antes de que la nave se rompiese, los dispositivos centinela del berserker dejaron de gritar órdenes y enviaron un grupo de máquinas de abordaje.
En los bancos de memoria del Infierno había experiencias con la locura, las formas más aberrantes del comportamiento humano. Buscaron armas en la navecilla, registraron a Ordell —le permitieron quedarse con la caja de música después de examinarla y de que él luchase por su posesión— y lo entregaron como prisionero a la jurisdicción de los guardias interiores.
Infierno, una masa de metal blindado de millas de diámetro, los recibió, a él y a su nave, a través de la entrada principal. Salió de la nave y se encontró capaz de respirar, caminar y ver adónde iba; el ambiente físico en el Infierno era en gran parte suave y agradable, porque por lo general los prisioneros no vivían mucho, y los cerebros computacionales del berserker no querían imponerles tensiones innecesarias.
Los dispositivos berserker que controlaban directamente las operaciones rutinarias del Infierno eran en gran parte orgánicos, conteniendo cerebros cultivados creados para ese propósito y, también, algunos cerebros capturados y reeducados. Todos eran ejemplos de los grandes logros de los berserkers en sus intentos de invertir la cibernización.
Antes de que Ordell se hubiese alejado una docena de pasos de la nave, uno de esos monstruos le detuvo y lo interrogó. Mitad acero y circuitos, mitad carne, llevaba sus tres cerebros potencialmente humanos, con sus superficies demasiado lisas bañadas con nutrientes y cubiertas de cables delgados como pelos, en tres globos de cristal.
—¿Por qué has venido aquí? —le preguntó el monstruo, hablando a través de un diafragma en mitad del cuerpo.
Sólo entonces empezó Ordell a trazar un plan consciente. En el núcleo de su mente estaba el saber que en los laboratorios humanos se empleaba la música para ajustar y tonificar los cerebros cultivados, y que su propia música era superior para ese propósito como en todo lo demás.
Al monstruo de tres cabezas le cantó simplemente que había venido a buscar a su joven esposa, ya que un sencillo accidente la había llevado, a destiempo, al final de su vida. En una de las viejas lenguas formales, que tan bien usaba para cantar temas profundos, imploró a los poderes al mando de este dominio de terror, este reino de silencio y criaturas no nacidas, que volviesen a enmendar el hilo de la vida de Eury. Si me lo negáis, cantó, no podré regresar solo al mundo de los vivos, y nos tendréis a los dos.
La música, que para los fríos cerebros cibernéticos del exterior no significa otra cosa que sus puros elementos matemáticos, fundió el propósito adiestrado de los guardianes interiores que eran mitad carne. El monstruo de tres cerebros pasó a Ordell a otro, y cada uno a su vez se encontró con su único propósito establecido cediendo ante ese toque desconocido de belleza, descubriendo que la armonía y la melodía rescataban aspectos humanos y enterrados que trascendían la lógica.
Ordell se fue introduciendo cada vez más en el Infierno y no podían resistírsele. Su música llegó a cientos de experimentos a través de entradas de audio, vibró ligeramente a través de la estructura de las cajas de duravidrio, la sintieron células nerviosas torturadas a través de los cambios de inductancia y capacitancia que emanaban rítmicamente de la caja de música de Ordell. Cerebros que no habían conocido nada más que ser forzados al límite de su potencia realizando operaciones inútiles —cerebros conducidos a la locura por el gotear de microvoltios a través de una sonda insertada— oyeron su música, la sintieron, la apreciaron, cada uno con su percepción exclusiva, y reaccionaron.
Se interrumpieron un centenar de experimentos, se volvieron poco fidedignos, quedaron totalmente arruinados. Los supervisores, ellos mismos mitad carne, fallaron y se hicieron lentos en la persecución de sus propósitos programados, llegando a la decisión de que había que traer a la prisionera solicitada y liberarla.
El controlador final, el puro ordenador berserker, pura frialdad metálica, totalmente inmune a esa extraña alteración que afectaba al laboratorio, descendió finalmente de su concentración en la alta planificación estratégica para investigar. Y luego dedicó toda su energía a recuperar el control de lo que sucedía en el corazón del Infierno. Pero fue en vano, al menos por el momento. Había otorgado demasiado poder a sus creaciones medio vivas; había confiado demasiado en que el protoplasma inconstante fuese fiel a su condicionamiento.
Ordell se encontraba de pie frente a los dos cerebros potencialmente humanos y enlazados que eran, por debajo del berserker, los señores y superintendentes del Infierno. Ésos dos, al igual que los inferiores, habían quedado anegados y confundidos por la música de Ordell; y ahora se resistían con toda la velocidad eléctrica posible a sus órdenes contra los intentos del frío amo por recuperar el control. Sostenían relés magnéticos como fortalezas contra el berserker, mantenían el control de las avanzadas que eran núcleos de ferrita, luchaban por sostener y conservar una frontera que se agitaba a través del territorio del control.
—Entonces llévatela —le dijeron a Ordell Callison las voces de esos supervisores rebeldes—. Pero no dejes de cantar, no tomes aliento durante más de un segundo, hasta no hallarte en tu nave y bien lejos, más allá de las puertas exteriores del Infierno.
Ordell siguió cantando; cantó su nueva alegría por la maravillosa esperanza que le ofrecían.
Una puerta se abrió a su espalda, y se volvió para ver cómo entraba Eury. Cojeaba sobre el pie lastimado, del que no se habían ocupado, pero por lo demás, evidentemente, estaba bien. Las máquinas no habían empezado a abrirle la cabeza.
—¡No te detengas! —le ladró la caja de voz—. ¡Vete!
Eury gimió al ver a su esposo, y le alargó los brazos, pero él no se atrevió más que a mover la cabeza indicándole que le siguiese, incluso mientras su canto crecía hasta convertirse en un himno de alegría triunfante. Recorrió el estrecho pasillo por el que había venido, moviéndose ahora en una dirección por la que nadie había viajado nunca. El camino era tan estrecho que tuvo que ir delante mientras Eury le seguía. Tenía que evitar volver la cabeza para mirarla, tenía que concentrar toda su fuerza en la música ante todos los guardianes que se alzaban ante él, medio vivos e inquisitivos; cada uno de ellos abrió una puerta… Siempre escuchaba a su espalda a su esposa sollozante y el arrastre del pie lastimado.
—¿Ordell? Ordell, cariño, ¿realmente eres tú? No puedo creerlo.
Delante, el último peligro, el cancerbero de tres cabezas de la puerta exterior se alzó para bloquear el paso, habiendo recibido órdenes de evitar la huida. Ordell cantó sobre la libertad de vivir en un cuerpo humano, sobre correr sobre hierba ilimitada atravesando un aire iluminado por el sol. El guardián se hizo a un lado, para dejarles pasar.
—¿Cariño? Vuélvete y mírame, dime que no es otro de sus trucos. Cariño, si me amas, vuélvete.
Volviéndose, la vio con claridad por primera vez desde su llegada al Infierno. Para Ordell, su belleza era tal que detenía el tiempo, detenía incluso la canción en su garganta y los dedos sobre las teclas. Un momento de libertad de la extraña influencia que había pervertido a todas sus criaturas era todo el tiempo que el berserker precisaba para restablecer algo similar al control total. La forma de tres cabezas agarró a Eury, y se la llevó lejos de su esposo, atravesando con ella puertas y puertas de oscuridad, tan rápido que su último grito de despedida apealas alcanzó los oídos de su hombre:
—Adiós… amor…
Él lanzó un chillido y corrió tras ella, golpeando inútilmente la pesada puerta que se le había cerrado frente a la cara. Quedó colgado de la puerta durante mucho tiempo, gritando y rogando una nueva oportunidad de recuperar a su mujer. Volvió a cantar, pero el berserker había restablecido el frío control con mayor intensidad; sin embargo, no había recuperado del todo el poder, porque aunque los supervisores medio vivos ya no obedecían a Ordell, tampoco le molestaban. Le dejaron el camino abierto para que se fuese.
Permaneció siete días en la puerta, en su navecilla y fuera de ella, sin comer y sin dormir, cantando inútilmente hasta que no le quedó voz. Luego se desmoronó en el interior de la nave. Luego él, o más probablemente su piloto automático, se llevó la nave lejos del berserker y de vuelta a la libertad.
Las defensas del berserker, igual que las humanas, no dudaron de una nave pequeña que se iba. Probablemente asumieron que era uno de sus exploradores o asaltantes. Nadie había escapado jamás del Infierno.
De vuelta en el planeta Zitz, sus apoderados le recibieron como alguien que hubiese regresado de la muerte. En unos días debía ofrecer un concierto en vivo, que se había programado, y agotado, mucho tiempo antes. Un día más y los managers y promotores tendrían que empezar a devolver el dinero.
Realmente no cooperó con los doctores que se afanaron por devolverle la fuerza, pero tampoco se les opuso. Tan pronto como recuperó la voz volvió a cantar; cantaba la mayor parte del tiempo, excepto cuando le drogaban para que durmiese. Y no le importaba si lo mandaban a un escenario a cantar.
La representación en vivo se ofrecía como uno de sus conciertos populares, lo que en la práctica significaba que estaría a rebosar de diez mil chicas adolescentes, que se encontraban excitadas más allá del nivel habitual por los milagros de la pérdida de Ordell, su resurrección y su apariencia fantasmal, esta última, sus apoderados se aseguraron de ello, no fue alterada por cosméticos.
Durante las primeras dos canciones las chicas se mostraron sobrecogidas y relativamente tranquilas, lo suficiente para que se pudiese oír la voz de Ordell. Luego, bien, una chica entre diez mil gritaba en alto: «¡Vuelves a ser nuestro!» La sensación era que el matrimonio no había sido bien recibido.
Despreocupado e indiferente mirando por encima de todas ellas, sonreía por costumbre, y empezó a cantar lo mucho que las odiaba y las despreciaba, considerándolas poco más que una fealdad inútil. De cómo las mandaría a todas al Infierno en un instante, si con ello ganase un instante para volver a ver el rostro de su esposa. De como todas las chicas que ahora tenía delante serían más atractivas en el Infierno, quitándoles esos cuerpos repugnantes.
Durante unos momentos las corrientes de emoción en la gran sala se equilibraron unas contra otras para producir la ilusión de tranquilidad. La voz mortal de Ordell era clara. Pero a continuación se desató la tormenta de la reacción, y ya no se le podía oír. La potencia del odio y la lujuria, de la furia y la exigencia, lo arrastró todo por delante. Diez mil chicas convertidas en ménades apartaron a los ujieres que siempre intentaban formar una barricada en un concierto de Callison.
El disturbio acabó en un minuto, concluido cuando la policía disparó un poderoso gas tranquilizante contra la multitud. Uno de los ujieres había muerto y varios de ellos estaban heridos.
El propio Ordell estaba casi muerto. La asistencia médica llego solo a tiempo para salvar la vida de los tejidos del cerebro, que por efecto de un cuello roto y otros daños había quedado completamente aislado del resto del cuerpo.
Al día siguiente, los doctores de Ordell llamaron al más importante psicólogo cibernético de Zitz. Habían salvado lo que quedaba de la vida de Ordell, pero todavía no habían conseguido abrir un canal de comunicación con él. Querían decirle que hacían lo que podían, y en algún momento tendrían que decirle que probablemente jamás recuperaría algo parecido a la normalidad física.
Ercul el psicólogo hundió sondas directamente en el cerebro de Ordell, para poder darle la información. A continuación conectó los centros del habla a una caja sonora cargada con grabaciones de la voz de Ordell, de forma que los tonos que emitía eran los mismos que antes habían surgido de la garganta. Y —en respuesta a la primera petición del lisiado— en los centros motores que controlaban los dedos de Ordell encajó sondas conectadas a una caja de música.
Después, había empezado a cantar de inmediato. Ya no estaba limitado por la necesidad de detenerse y respirar. Cantó órdenes a los que le rodeaban, diciéndoles lo que quería que hiciesen, y ellos obedecieron. Mientras cantaba, ninguno de ellos sintió la más mínima duda.
Le llevaron a un espaciopuerto. Junto con el sistema de soporte vital de tubos, alimentos y electricidad, lo colocaron a bordo de su navecilla. Y lo lanzaron, con el piloto automático programado según su petición, a la ruta que había escogido.
Ercul reconoció a Ordell y a Eury cuando los encontró, juntos en la misma caja de experimentos. Al reconocer su propio trabajo en Ordell, estuvo seguro, antes incluso de que el patrón electroencefalográfico se ajustase a sus viejos registros.
Quedaba muy poco de los dos; si Ordell seguía siendo capaz de cantar, ya nunca jamás sería capaz de comunicar una canción.
—Medidas sólo dos coma cinco puntos por encima del nivel normal —cantó el ayudante del psicólogo, habiendo tomado una medida de rutina, sin intentar suponer de quién era el dolor que intentaba medir—. Ninguno de los dos parece sentir dolor. Al menos, por el momento.
Con mano pesada, Ercul levantó el sello y marcó la caja. Certifico que en este contenedor no hay vida humana.
El ayudante levantó la vista algo sorprendido por la rápida decisión.
—Hay algo de reconocimiento mutuo, diría yo, entre los dos —hablaba con una voz práctica, casi alegre. Llevaba horas suficientes en este trabajo para empezar a sentirse habituado.
Pero Ercul nunca se acostumbraría.