La sonrisa

El ataque berserker contra el mundo llamado St. Gervase había concluido unos cuatro meses estándar antes de que el gran y lujoso yate del tirano Yoritomo apareciese sobre las nubes de ceniza y lluvia que dominaban el nuevo cielo sin vida del planeta. Desde el yate, un par de silenciosas lanzaderas con aspecto irascible iniciaron un súbito descenso, para aterrizar en la superficie desnuda sobre la que antes se alzaba la capital del planeta.

La tripulación que desembarcó de las lanzaderas iba blindada para protegerse de la ceniza y el lodo calientes y de la radiación residual. Sabía lo que buscaban, y en menos de una hora estándar habían localizado el túnel abovedado que descendía desde un subsótano de lo que había sido el famoso museo de St. Gervase. En algunos tramos el túnel había colapsado, pero todavía se podía pasar, y lo siguieron a pie, chocando en algunos puntos con los restos caídos de la superficie. En sus primeras fases, la batalla no había sido completamente desigual, y dispersos entre los restos de la que había sido una gran ciudad se encontraban los fragmentos de transportes de tropas berserker y las tropas de asalto robóticas. Los asesinos de metal se habían visto obligados a aterrizar, para neutralizar los generadores de campo defensivos, antes de poder bombardear en serio.

El túnel concluía en una enorme bóveda a cien metros de profundidad. Las luces, instaladas en un circuito eléctrico independiente, todavía funcionaban, y el aire acondicionado seguía intentando eliminar el polvo. En la bóveda había cinco grandes estatuas, incluyendo una en el taller adjunto donde evidentemente algún conservador o restaurador la había estado restaurando. Cada una de ellas era una obra maestra sin precio. Y tirados casi como si fuesen papeles había pinturas, porcelanas, pequeñas obras de bronce, oro y plata, la obra menos importante de ellas un tesoro a envidiar.

De inmediato los visitantes comunicaron por radio, a aquellos que esperaban ansiosamente en el yate que flotaba en el cielo, el descubrimiento. El informe terminaba observando que evidentemente alguien había vivido aquí desde el ataque. Junto al taller, con su lámpara de potencia para mantenerlo todo en funcionamiento, había una sala pequeña que había servido como almacén de los registros del museo. Ahora contenía un jergón, habían colocado suministros de comida, y había otras señales de ocupación humana. Bien, no era tan extraño que hubiese habido algunos supervivientes, de entre una población de varios millones.

El hombre que llevaba cuatro meses viviendo en el refugio regresó para encontrarse al grupo atareado en su labor.

—Saqueadores —dijo, con una voz que parecía haber perdido la capacidad para la furia o el miedo. Sin estar protegido contra la radiación o nada parecido, se apoyó en la jampa terminal del túnel dañado, un hombre de pelo largo y sin afeitar, que antes había sido gordo pero cuyo cuerpo se lo habían tragado unas ropas que parecía que no se había cambiado desde el ataque.

El miembro más cercano del grupo de desembarco lo miró en silencio y tamborileó con los dedos sobre la culata de la pistola todavía en su funda, pensando. El hombre que acababa de llegar arrojó al suelo los trozos de basura metálica que había traído, manifestando todo su desprecio con ese gesto.

La pistola había salido de la funda, pero antes de que le apuntase, la intervención del líder del grupo de desembarco llegó en forma de un gesto claro. Sin apartar los ojos del humano de la puerta, el líder volvió a abrir la vía de comunicación con la nave que esperaba.

—Su Potencia, tenemos un superviviente —informó al rostro redondo que apareció pronto sobre la pequeña pantalla portátil—. Creo que es el escultor Antonio Nobrega.

—Dejadme verle. Ponedlo frente a la pantalla. —La voz de Su Potencia era inimitable y terrible, y de alguna forma no menos terrible por parecer siempre falta de aliento—. Sí, tienes razón, aunque ha cambiado mucho. Nobrega, ¡qué suerte para los dos! Se trata efectivamente de otro hallazgo importante.

—Sabría que vendrías a St. Gervase —le dijo Nobrega a la pantalla con voz hueca—. Como un virus atacando un cuerpo roto. Como un gordo virus del cáncer. ¿Has traído a tu mujer, para ocuparse de nuestra Cultura?

Uno de los hombres junto al escultor lo derribó. Un corto gruñido jadeante surgió de la pantalla ante ese gesto, y a Nobrega le ayudaron rápidamente a ponerse en pie y luego lo situaron en una silla.

—Es un artista, mis fieles —les regañó la voz de la pantalla—. No debemos esperar que tenga ningún sentido de la adecuación de las cosas en aquellos aspectos que no atañen a su arte. No. Debemos ofrecer al maestro tratamiento antirradiación, y luego llevarle con nosotros al palacio, donde vivirá y trabajará tan feliz, o infeliz, como en ninguna otra parte.

—Oh no —dijo el artista desde la silla, más débilmente que antes—. Mi obra ha concluido.

—Tonterías. Ya lo verás.

—Sabía que vendrías…

—¿Oh? —la voz de la pantalla le seguía la corriente—. ¿Y cómo lo sabías?

—Lo oí… cuando tu flota seguía defendiendo las aproximaciones al sistema, mi hija estaba con ella. A través suyo, antes de morir, oí cómo hiciste entrar tu flota en el sistema, para observar lo que iba a suceder, para valorar nuestra fuerza, nuestras posibilidades de resistir a los berserkers. Oí cómo tu ejército desapareció cuando llegaron. En ese momento dije que regresarías, para saquear lo que no podrías haber obtenido de ninguna otra forma.

Nobrega mantuvo silencio durante un momento, luego saltó de la silla, o hizo lo posible por parecer que saltaba de la silla. Agarró una larga herramienta metálica de escultor y la agitó frente a El alzamiento de la alada virtud, un mármol de Poniatowski de once siglos de antigüedad.

—Antes de ver cómo te lo llevas…

Antes de que pudiese atacar el mármol lo retuvieron y lo ataron. Cuando se le aproximaron de nuevo una hora más tarde, para llevárselo al yate a recibir tratamiento médico, se lo encontraron ya muerto. La autopsia in situ descubrió varios tipos de venenos lentos y discretos. Nobrega podría haberlos tomado deliberadamente. O quizás hubiese acabado con él algo que los berserkers habían dejado atrás, para asegurarse de que no hubiese supervivientes, mientras continuaban con la tarea programada de erradicar toda la vida de la galaxia.

Desde el viaje de regreso de St. Gervase, y durante varios meses más, asuntos urgentes impidieron a Yoritomo examinar sus nuevos tesoros. Para entonces ya habían instalado las cinco grandes estatuas, para gran efecto estético, en la galería más profunda, mayor y mejor protegida del palacio. Habían retirado colecciones menos importantes para dejar espacio y amplitud visual para El alzamiento de la alada virtud; El Baco risueño (o embravecido) de Lazamon; La última provocación de Sarapion; Sala retorcida de Lazienki; y Recuerdo de errores pasados de Prajapati.

Dio la casualidad de que en aquel momento la dama Yoritomo también se encontraba en el palacio. Sus obligaciones, como líder cultural del pueblo y alta supervisora de educación para los cuatro planetas tributarios, la mantenían siempre de viaje, y a menudo sucedía que ella y su señor no se veían durante un mes e incluso más tiempo.

Los dos confiaban el uno en el otro más de lo que confiaban en nadie más. Hoy se sentaron solos en la gran galería y bebieron té, y hablaron de negocios.

La dama intentaba promover su última teoría, que consistía en que el amor hacia la pareja gobernante podía implantarse genéticamente en la próxima generación de gente en los mundos tributarios. Ya se habían iniciado varios proyectos experimentales. Por ahora no habían logrado mucho, excepto varias formas de retraso mental en los sujetos, pero había cobayas de sobra y no estaba desanimada.

El señor habló en general de su propio plan, que consistía en alcanzar un acuerdo de colaboración más explícito con los berserkers. Según el plan, los Yoritomo proveerían a las máquinas asesinas de vidas humanas que no precisasen, y planetas difíciles de defender, a cambio de obras de arte escogidas y, claro, inmunidad ante los ataques personales. El plan poseía muchos aspectos atractivos, pero el señor debía admitir que las dificultades de iniciar negociaciones con los berserkers, sin entrar en los problemas para establecer ciertos grado de confianza mutua, hacía que no fuese muy práctico.

Cuando se produjo una pausa en la conversación, a Yoritomo se le ocurrió la idea insustancial de que él y su esposa ya no tenían nada de qué hablar, excepto los negocios. Con una palabra, se alzó de la hornacina donde habían estado sentados y caminó hacia el otro extremo de la galería de estatuas para volver a llenar la tetera. Por razones estéticas se negaba a tener robots en esta sala; ni tampoco deseaba la presencia de servidores humanos mientras mantenían conversaciones privadas. Además, pensó, al volver sobre sus pasos, la dama no podría evitar sentirse halagada, y por tanto acercarse a sus posiciones en ciertos asuntos donde estaban en desacuerdo, cuando la servían personalmente las manos de alguien tan poderoso…

Viró el gran flanco metálico de La última provocación y se detuvo en seco, con una sorpresa súbita tan enorme que por un momento su expresión facial ni se alteró. Medio minuto antes la había dejado viva y pensativa y repleta de grácil energía. Ella seguía en el mismo sitio, en el sofá, pero ahora estaba tirada de lado, con un brazo extendido cuyo esbelto y enjoyado dedo palpitaba sobre la alfombra marrón. El pelo de la dama estaba revuelto; lo que no era de extrañar, pensó terriblemente, porque la cabeza había dado un giro casi completo, de forma que sus ojos muertos ahora miraban sobre un hombro desnudo casi directamente hacia Yoritomo. Sobre el hombro y la mejilla había magulladuras descoloridas…

Finalmente se dio la vuelta, dejando caer la obra maestra de fragilidad que contenía el té. Su arma oculta estaba casi libre cuando se la arrancaron de la mano. Dio un vistazo a la muerte, alzándose serenamente frente a él. No tuvo tiempo para gritar antes del siguiente golpe.

El viento no había descansado durante las horas desde la llegada de Ritwan, y con su aullido interminable empujaba la tierra inquieta. Podía creer fácilmente que, en unos años, el gran pozo que había quedado tras la destrucción del palacio Yoritomo se había llenado por completo. La excavación más reciente había terminado ayer, y los nuevos pozos de los arqueólogos ya se empezaban a llenar de arena.

—En realidad eran más piratas que otra cosa —decía Iselin, arqueóloga jefe—. En la cumbre de su poder, hace doscientos años, gobernaban cuatro sistemas. Los gobernaban desde aquí, aunque en la Superficie no hay mucho que ver, excepto un montón de arena.

—Ozymandias —murmuró Ritwan.

—¿Qué?

—Un antiguo poema. —Se apartó el pelo polvoriento de la frente con una mano nerviosa y delgada—. Me hubiese gustado haber llegado a tiempo para ver las estatuas antes de que las metieses en cajas y las cargases en la nave. Puedes imaginar que vine de Sirgol todo lo rápido que pude, cuando supe que se estaba realizando una excavación.

—Bien. —Iselin cruzó los brazos gruesos y frunció el ceño, luego sonrió, un destello blanco sobre un rostro indio oscuro—. ¿Por qué no vienes con nosotros de vuelta al sistema Esteel? Realmente no puedo abrir las cajas hasta no llegar allí. No dadas las complicadas reglas de procedimiento a las que debemos ceñirnos en estas excavaciones conjuntas.

—Mi nave dispone de un buen piloto automático.

—Entonces fíjalo para que nos siga y sube a bordo. Cuando las abramos en Esteel podrás estar entre los primeros que miren. Mientras tanto podremos hablar. Me habría gustado tenerte con nosotros, realmente echamos en falta a un historiador del arte de primera categoría.

—Vale, iré. —Se ofrecieron sonrisas de entusiasmo—. ¿Entonces es cierto que han encontrado gran parte de la vieja colección de St. Gervase intacta?

—No sé si podemos afirmarlo. Pero ciertamente hay un montón.

—Simplemente yaciendo aquí en paz, durante dos siglos.

—Bien, como he dicho, éste era el puerto seguro de los Yoritomo. Pero no parece que aquí llegasen a vivir más de unos pocos miles de personas, y hace bastante tiempo que aquí no vive nadie. Es evidente que entre los tenientes del tirano se inició una intriga u otra… nadie supo nunca cómo o por qué empezó, pero los ladrones se pelearon. Hubo una lucha, el palacio quedó destruido, los gobernantes murieron, y todo se desmoronó. Ninguno de los conspiradores tuvo la capacidad de seguir, supongo, ahora que los señores y la dama habían desaparecido.

—¿Cuándo pasó eso?

Iselin dio una fecha.

—El mismo año de la caída de St. Gervase. Encaja. Los Yoritomo debieron regresar después de que los berserkers se fuesen, y saquearon a voluntad. Encajaría con su carácter, ¿no?

—Eso me temo… verás, cuando más aprendía sobre ellos, más segura estaba de que debían poseer un refugio más profundo y secreto que los aparecidos en las excavaciones de hace un siglo. Lo que pasa es que los que excavaron aquí en esa época hallaron tanto que se convencieron de haberlo encontrado todo.

Ritwan miraba como el pozo se llenaba lentamente.

Iselin le agarró el brazo para llamar su atención.

—Y… ¿te lo he dicho? Encontramos dos esqueletos, creo que de los Yoritomo. Lujosamente vestidos en medio de sus mayores tesoros. La dama murió por rotura de cuello, y el hombre por múltiples…

El viento seguía aullando cuando se elevaron las dos naves.

A bordo de la nave de camino a Esteel, la vida era relajada y agradable, aunque ligeramente atestada. Con Ritwan a bordo, había seis personas, y tenían que vivir tres por camarote en camastros estrechos. Claro está, era en parte la abundancia de los descubrimientos lo que lo atestaba. Había tesoros casi inimaginables almacenados en cajas de plástico casi por todas partes. Los viajeros dispondrían de tiempo de sobra para admirarlos. Las máquinas se ocupaban de la propulsión, la navegación y el soporte vital, con sólo una cuidadosa mirada humana ocasional por circunspección. La gente en esta porción particular de la galaxia habitada ahora viajaba, como en los doscientos años anteriores, relativamente a salvo de los ataques berserker. Y ahora ya no había piratas humanos.

Fijadas en su sitio en medio de la bahía de carga central se encontraban las cinco grandes formas cubiertas a las que Ritwan deseaba especialmente arrancar el acolchado y las cubiertas. Pero se obligó a ser paciente. El primer día de viaje se unió a los demás en la bahía de carga, donde miraron y escucharon algunas de las viejas grabaciones encontradas en las ruinas inferiores del palacio Yoritomo. Había datos almacenados en cintas, en cubos de cristal y alrededor de viejos anillos de circuitos helados. Y gran parte de la información venía en forma de mensajes grabados en persona por el tirano.

—Sólo los dioses saben por qué grabó éste en especial. —Suspiró Oshogbo. Era la archivera jefe de un gran museo de Esteel, una de las instituciones que patrocinaban la expedición—. Escuchad. Miradle. Ordena a una nave que se rinda y permita el abordaje, o será destruida.

—El histrión aficionado que había en él —propuso Chi-nan, que en el planeta había sido excavador asistente de la expedición, pero que en el espacio era el capitán—. Necesitaba estudiar sus actuaciones.

—Cada una de sus naves podía llevar las grabaciones —propuso Klyuchevski, excavador experto—. De esa forma las víctimas no sabrían si el tirano en persona estaba a bordo o no… aunque no estoy seguro de que plantease ninguna diferencia.

—Probemos con otra —dijo Granton, registrador en jefe y ayudante general.

Durante la siguiente hora probaron grabaciones en las que Yoritomo: 1) ordenaba a sus subordinados que dejasen de pelearse por los esclavos y las concubinas; 2) defendía su caso, ante el Gobierno Intermundo, como el de un hombre injustamente calumniado, el representante de un pueblo perseguido; 3) realizaba un tour en vídeo, para una supuesta audiencia cuya identidad no quedaba clara, de las partes más impresionantes de su vasta colección artística…

—¡Espere! —intervino Ritwan—. ¿Qué era eso? ¿Podría repetir la última parte?

La voz asmática del tirano repitió:

—La deprimente historia de cómo se salvaron estas magníficas estatuas. Nuestra flota realizó todos los esfuerzos, pero aun así llegó demasiado tarde para ayudar a los heroicos defensores de St. Gervase. Durante varios días buscamos en vano a los supervivientes; sólo encontramos a uno. Y la identidad de ese hombre hizo que la situación para mí fuese especialmente conmovedora, porque se trataba del escultor Antonio Nobrega. Tristemente, nuestra ayuda llegó demasiado tarde, y pronto sucumbió al veneno berserker. Espero que pronto llegue el día en que todos los gobiernos oigan mi llamada repetida a favor de una guerra que acabe de una vez por todas con esa…

—¡Vaya! —Ritwan parecía encantado, como un hombre al que le acabasen de resolver un misterio—. Por tanto Nobrega murió allí. Durante un tiempo lo consideramos probable, la mayor parte de su familia se encontraba en el planeta, pero nunca habíamos tenido pruebas.

—Era un famoso falsificador, ¿no? —preguntó Granton.

—Sí. Un artista realmente bueno por derecho propio, aunque la parte turbia de su obra ha oscurecido un poco al resto. —Ritwan dejó algo de tiempo para que apareciesen algunas risas por el chiste y siguió—: Odio aceptar la palabra del viejo tirano. Pero supongo que no tenía razones para mentir sobre Nobrega.

Iselin se miraba la muñeca.

—Hora de almorzar. Quizá los demás queráis pasar el día aquí.

—A las grabaciones me puedo resistir. —Ritwan se puso en pie para acompañarla—. Ahora bien, si se tratase de abrir cajas…

—Ni lo sueñes, amigo. Pero puedo mostrarte hologramas… ¿no los mencioné?

—¡No!

Oshogbo gritó cuando se iban:

—En éstas salen el señor y la dama, juntos.

No se detuvieron. Chi-nan fue con ellos, dejando a tres personas en la bahía de carga.

En el pequeño salón de la nave, los tres que se habían ido prepararon el almuerzo con espectáculo.

—Esto es decadente. Sopa de guisantes con jamón y… ¿qué tenemos aquí? Lazienki. ¡Maravilloso!

Aparecieron los grises y rojos sutiles de Sala retorcida (¿era un corazón humano?), proyectados por dispositivos ocultos en una esquina de la sala, ocupando el centro. Con un gesto, Iselin hizo que la imagen rotase lentamente.

—¿Capitán? —dijo el intercomunicador con voz ronca, interrumpiendo.

—Lo sabía… siéntate y…

—Creo que tenemos un problema con la carga —sonaba a la voz de Granton, alterada—. Algo parece romperse o… Iselin, será mejor que vengas también, y des un vistazo a tu…

Una pausa, con ruidos de golpes de fondo. Luego palabras incoherentes, de varias voces, acabaron con un grito profundo.

Chi-nan ya se había ido. Ritwan, corriendo, mantenía a la vista la espalda de Iselin girando las esquinas. Luego se detuvo tan de súbito que casi se estrelló con ella.

La entrada a la cubierta de carga, que habían dejado abierta del todo al salir unos minutos antes, estaba ahora completamente sellada por efecto de una pesada puerta deslizante, una puerta de seguridad diseñada para aislar compartimentos en caso de una emergencia como un incendio o la rotura del casco.

En el suelo junto a la puerta había una figura humana caída. Iselin y Chi-nan ya se encontraban a su lado; cuando Ritwan se inclinó, a la nariz le llenó un olor no intrínsecamente desagradable a carne quemada.

—Ayúdame a levantarla… con cuidado… a la sala médica.

Ritwan ayudó a Iselin. Chi-nan saltó en pie, miró al indicador junto a la puerta, y momentáneamente descansó la mano sobre su superficie plana.

—Ahí dentro hay algo ardiendo —comentó bruscamente, y luego fue con los otros dándose prisa hasta la sala médica. Al tocarla, la pequeña puerta se abrió, con las luces encendiéndose en el interior.

—¿Qué hay en la carga que sea inflamable? —preguntó Iselin, como si todo lo sucedido no fuese más que un insulto personal lanzado por el destino.

El diálogo se interrumpió durante un rato. El tanque de quemados burbujeó completamente lleno doce segundos después de que les hubiesen dado a los botones adecuados, recibió el peso muerto y quemado de Oshogbo, con ropa y todo, y se dedicó a trabajar el cuerpo de la mujer con un oleaje rítmico. Luego, mientras Iselin se quedaba en la sala médica, Ritwan siguió a Chi-nan en otra carrera, de vuelta al pequeño puente. Allí el capitán se arrojó sobre el asiento de aceleración y depositó las manos rápidas sobre los controles, exigiendo cuentas a la nave.

En unos momentos había activado el intercomunicador principal para mostrarle las condiciones en la bahía de carga, donde todavía se encontraban dos personas. Sobre el suelo había algo vestido, una especie de montón de ropa vieja. En los momentos restantes de visión clara antes de que se interrumpiese la señal, Ritwan y Chi-nan vieron una forma alta en movimiento.

El capitán miró durante unos momentos a la estática que vino a continuación, para luego pasar a la sala médica. Iselin apareció de inmediato.

—¿Cómo está? —preguntó Chi-nan.

—Los signos vitales se estabilizan. Tiene un corte en la parte posterior del cráneo, así como quemaduras en el torso, dicen los análisis Como si algo pesado le hubiese golpeado la cabeza.

—Quizá fuese la puerta, al cerrarse, justo al salir. —Los hombres de la sala de control podían ver el tanque y el capitán alzó la voz—. Oshy ¿puedes responderme? ¿Qué les sucedió a Granton y Klu?

La parte posterior del cuello de Oshogbo descansaba sobre un soporte de plástico color marfil. Su cuerpo se agitó y se estremeció ligeramente vibraba siguiendo el líquido oscuro, como si disfrutase del baño. Por aquí y por allá vagaban fragmentos rotos de ropa. Miró a su alrededor, intentando aparentemente localizar la voz de Chi-nan. Luego habló:

—Los… los agarró. Yo… corrí.

—¿Qué los agarró? ¿Siguen con vida?

—La cabeza de Granton… le arrancó la cabeza. Yo salí. Algo me golpeó… —La joven puso los ojos en blanco, la voz se apagó.

La cara de Iselin volvió a la pantalla.

—Está inconsciente; creo que el médico la ha puesto a dormir. ¿Quieres que intente despertarla?

—No es necesario. —El capitán parecía alterado—. Creo que debemos asumir que los demás han muerto. En todo caso, no abriré la puerta hasta que no sepa a qué nos enfrentamos.

Ritwan preguntó:

—¿Podemos llegar con rapidez a algún planeta?

—Ninguno en el que podamos conseguir ayuda —le dijo el capitán por encima del hombro—. No hay ayuda más cerca que Esteel. Tres o cuatro días.

Los tres discutieron rápidamente el problema, acordando lo que sabían. Dos personas estaban seguras de haber visto, por el intercornunicador, algo grande moviéndose por el interior de la bahía de carga.

—Y —concluyó Iselin—, nuestra testigo superviviente dice que le arrancó la cabeza a alguien.

—Suena a berserker —dijo Ritwan impulsivamente—. ¿O podría ser un animal? En cualquier caso, ¿cómo puede haberse escondido algo tan grande?

—Es imposible que sea un animal —le dijo Chi-nan claramente—. Y deberías haber visto cómo ocupamos el espacio, con qué cuidado comprobamos que no se malgastase sitio. El único lugar donde podría haberse ocultado algo era en el interior de una de esas cajas de estatuas.

Iselin añadió:

—Y yo comprobé cada una de las cajas. Las construimos para que se ajustasen bien a las estatuas y no podían haber contenido nada más. ¿Qué es ese ruido?

Los dos hombres de la sala de control también podían oírlo, un golpeteo apagado y rítmico, extraño a cualquier nave espacial en la que hubiese viajado Ritwan. Ahora, por alguna razón, pensó en lo extraños que habían sido los propietarios del palacio que les había ofrecido la misteriosa carga; y por primera vez desde el comienzo había empezado a sentir miedo de verdad.

Puso la mano sobre el hombro del otro hombre.

—Chi-nan… ¿qué vimos exactamente en la pantalla del intercomunicador?

El capitán meditó antes de responder.

—Algo grande, al menos más alto que un hombre. Y se movía por sí sólo. ¿No?

—Sí, y diría que era oscuro… aparte de eso, no sé.

—Yo hubiese dicho que era de color claro. —El martilleo apagado había ganado en potencia e intensidad—. Bien, ¿crees que una de las estatuas ha cobrado vida?

La voz de Iselin desde la sala médica ofreció:

—Creo que «vida» es definitivamente la palabra errónea.

Ritwan preguntó:

—¿Qué estatuas tenían articulaciones móviles? —Sala retorcida, que habían visto en holograma, no las tenía. Pero un par de siglos atrás las esculturas articuladas habían sido muy comunes.

—Dos —dijo Iselin.

—Examiné todas las estatuas de cerca —protestó Chi-nan—. Isellin, tú también. Todos lo hicimos, naturalmente. Y eran auténticas.

—No comprobamos el interior, para buscar controles, sistemas de energía, cerebros robóticos. ¿Lo hicimos?

—Claro que no. No había ninguna razón.

Ritwan insistió:

—Por tanto es un berserker. No puede ser otra cosa. Y ha esperado hasta ahora para atacar, porque quiere asegurarse de conseguir la nave.

Chi-nan golpeó el brazo del asiento con la mano.

—¡No! No lo puedo creer. ¿Crees que esa puerta de emergencia detendría a un berserker? Ahora todos estaríamos muertos, y él tendría la nave. Y dices que se trata de un berserker que parece una obra maestra de un gran artista, con una apariencia suficiente para engañar a los expertos; y que permaneció enterrado durante doscientos años sin salir por sí mismo; y que…

—Nobrega —le interrumpió Ritwan de pronto.

—¿Qué?

—Nobrega… murió en St. Gervase, no sabemos cómo. Tenía razones de sobra para odiar a los Yoritomo. Probablemente se encontró a uno de ellos, o a los dos, en el museo de St. Gervase, después del ataque, mientras coleccionaban.

»Dijiste que Nobrega era un gran falsificador. Correcto. También un buen ingeniero. También dijiste que no se sabía exactamente cómo murieron los Yoritomo, sólo que murieron por muerte violenta. Y sucedió entre estas mismas estatuas.

Los otros dos, uno en la pantalla y el otro al lado, guardaban silencio, observándole.

—Supongamos —siguió diciendo Ritwan—, que de alguna forma Nobrega sabría de la llegada de los saqueadores, y que tuvo tiempo y medios para prepararles algo especial. Coge una estatua con miembros móviles, y ponle fuente de energía, sensores, controles… quizás un proyector de calor como arma. Y luego añádele el cerebro electrónico de una pequeña unidad berserker.

Chi-nan aspiró aire sonoramente.

—Claramente podría haberlo encontrado tirado por St. Gervase, después del ataque. Todos dicen que la defensa fue feroz.

—Estoy discutiendo conmigo mismo —dijo Chi-nan—, si no debería meternos todos en un bote salvavidas y dirigirnos a tu nave, Ritwan. Es pequeña como dices, pero supongo que bastará en una emergencia.

—No hay sala médica.

—Oh. —Todos miraron al rostro de la joven en el tanque, ahora inconsciente, con el pelo negro cayendo bailando sobre la superficie del líquido.

—En cualquier caso —dijo el capitán—, no estoy seguro de que pudiese hacerse con los controles de esta nave y estrellarse contra nosotros. Quizá, como crees, no sea un berserker de verdad. Pero se le parece demasiado como para entregarle la nave. Tendremos que quedarnos y luchar.

—Bravo —dijo Iselin—. Pero ¿con qué? Parece que guardamos todas las armas en la bahía de carga.

—Lo hicimos. Esperemos que Nobrega no le diese cerebro suficiente para buscarlas y que se limite a seguir golpeando la puerta. Mientras tanto, comprobemos el equipo de excavación.

Iselin decidió que no tenía sentido quedarse en la sala médica, y fue a ayudarles, dejando abierto el canal de intercomunicador para poder comprobar de vez en cuando el estado de Oshogbo.

—La puerta de la bahía de carga se abulta y se deforma, chicos —les dijo a medida que recorría el espacio de carga bajo la sala donde se reunían—. Mejor será que busquemos algún arma.

Ritwan gruñó, sacando una herramienta larga y gruesa que evidentemente contenía su propia fuente de energía.

—¿Qué es eso, un martillo automático? Parece que bastará.

—Claro —dijo Chi-nan—. Si nos acercamos a menos de un brazo. Lo reservaremos para cuando estemos desesperados de verdad.

Un minuto más tarde, buscando entre cajas de dispositivos de aspecto eléctrico que a Ritwan le resultaban extraños, el capitán murmuró:

—Si se tomó el trabajo de falsificar una vieja obra maestra debió tener una buena razón. Bien, es algo que los Yoritomo no pondrían en duda. Llevándoselo a su nave, a sus habitaciones privadas. Debía querer pillar al señor y la dama.

—Creo que fue por eso. Supongo que limitarse a poner una bomba en la estatua no hubiese sido lo suficientemente seguro, lo suficientemente selectivo.

—Además, probablemente tendría que pasar por alguna máquina de detección de explosivos antes de llegar al interior… ¡Ritwan! Cuando esa cosa atacó, ¿qué grabación oíamos en la bahía de carga?

Ritwan se detuvo justo mientras abría otra caja.

—Oshogbo nos llamó cuando nos íbamos. Tienes razón, era la de los dos Yoritomo. Nobrega debió de hacer que su creación se activara por sus voces, oídas juntas.

—Me gustaría saber cómo se supone que se apaga.

—Por alguna razón, no se desactivó, ¿no? Y se quedó allí durante dos siglos. Probablemente Nogara no previó que la estatua llegase a sobrevivir el tiempo suficiente como para que el ciclo llegase a repetirse, Quizá si aguantamos un poquito más se apague por sí sola.

Paciente y regular como un reloj, el martilleo apagado siguió sonando.

—Me temo que no podemos contar con eso. —Chi-nan dio una patada a la última caja en la que buscar—. Bien, éste parece todo el material disponible para montar armas. Parece que lo que usemos tendrá que ser eléctrico. Supongo que podemos improvisar algo para electrocutar, si ésa es la palabra correcta, o freír, o fundir, al enemigo. Pero primero tenemos que saber a qué estatua nos enfrentamos. Sólo hay dos móviles posible, lo que lo restringe. Pero aun así.

El Baco risueño —le dijo Iselin—. Y Recuerdo de errores pasados

—El primero es básicamente acero. Creo que podemos fijar el campo de inducción a la potencia suficiente para fundirlo. Puede que sea difícil tratar con cien kilos de acero fundido en medio de la cubierta, pero no tanto como a lo que nos enfrentamos ahora. Pero la otra estatua, o al menos su estructura externa, es una especie de cerámica muy dura. Para derribarlo hará falta algo como un rayo. —Una idea terrible pareció golpear de súbito a Chi-nan—. ¿No creerás que podría haber dos?

Ritwan hizo un gesto de tranquilidad.

—Creo que Nobrega hubiese dedicado todo el tiempo y el esfuerzo a perfeccionar uno.

—Bien —dijo Iselin—, todo se reduce a saber cuál de los dos forjó, y cuál es de verdad. En el que trabajó debe ser una falsificación; incluso si hubiese comenzado con la obra maestra original para construir su máquina asesina, para cuando acabó de implantarlo todo la superficie debía de estar totalmente reconstruida.

—Así que iré al salón —respondió el historiador del arte—. Y veré esos hologramas. Si tenemos suerte, me daré cuenta.

Iselin fue con él, murmurando.

—No tienes más que detectar una falsificación que se le pasó a Yoritomo y a sus expertos… quizá sería mejor que pensases en otra cosa.

En la sala pronto aparecieron los hologramas de las dos estatuas, lado a lado y girando lentamente. Las dos eran figuras aproximadamente humanoides y altas, y las dos sonreían a su modo.

Pasó un minuto y medio hasta que Ritwan dijo, con decisión:

—Ésta es la falsificación. Construye el rayo.

Antes de que la puerta de emergencia cediese finalmente bajo el golpeteo inane, se montó el equipo eléctrico y se colocó en su sitio. Chi-nan e Iselin se agacharon a ambos lados de la puerta, controlando los interruptores. Ritwan (considerado el sacrificable en combate) se situó a plena vista frente a la puerta abollada, vestido con un traje espacial resistente al calor y sosteniendo un pesado auto-martillo sobre el pecho.

El fallo final de la puerta fue súbito. En un instante estaba en su sitio, ocultando lo que había más allá; al siguiente, la habían arrancado, durante un largo segundo del nuevo silencio, la última obra de Antonio Nobrega fue claramente visible, de un blanco óseo bajo la luz de las lámparas a cada lado, frente a la ruina ennegrecida de lo que había sido la bahía de carga.

Ritwan alzó el martillo, que de pronto no le pareció más pesado que una microsonda. Por un momento supo cómo se sentía la gente que se enfrentaba en combate a un verdadero berserker.

La forma alta dio un paso hacia él, sonriendo con serenidad. Y el impacto blanquiazulado le llegó de lado, más rápido que cualquier materia e imposible de esquivar.

Un par de horas más tarde ya habían tomado las medidas de control de daño más urgentes, habían empaquetado los dos cuerpos muertos —con genuina reverencia, aunque sin ceremonias— y las piezas de la obra de Nobrega, dispersadas por la corriente que la cerámica no podía admitir pacíficamente, se habrían enfriado lo suficiente para poder tocarlas.

Ritwan había prometido explicar a los demás cómo había identificado la falsificación; y ahora encontró el fragmento que buscaba.

—Esto —dijo.

—¿La boca?

—La sonrisa. Si has visto tanto arte de la era de la Federación como yo, la incongruencia es evidente. La sonrisa no se corresponde al periodo de Prajapati. Es malvada, maquinadora… cuando la cara estaba intacta se podía ver claramente. Regodeándose. Tranquila y malévola al mismo tiempo.

Iselin preguntó.

—Pero ¿el propio Nobrega no se dio cuenta? ¿O Yoritomo?

—Para el periodo en que vivían la sonrisa está bien. No podían retroceder o avanzar doscientos años para obtener mejor perspectiva. Supongo que la venganza es habitual en cualquier siglo, pero los gustos en arte varían.

Chi-nan dijo:

—Pensé que quizás el título de la pieza te había dado alguna idea.

Recuerdos de errores pasados… no, recuerdo que Prajapati efectivamente hizo algo con un tema muy similar. Como dije, supongo que la venganza no conoce límites culturales ni temporales.

Habitual en cualquier siglo. Oshogbo, viendo a través del intercomunicador desde el baño de tratamiento de quemaduras, se estremeció y cerró los ojos. Sin límites.