Quizá debería llamar a este libro El elixir de la buena salud y no de la eterna (o, más bien, constante) juventud... ¿Pero qué es la vejez sino una enfermedad crónica en cuyo transcurso se va deteriorando el organismo hasta alcanzar ese punto de no retorno que es el encefalograma plano?

Reducir, ralentizar o incluso evitar todas o algunas de las fases de tal proceso no es una utopía tan inalcanzable como muchos creen. Quien lo consiga no por ello dará esquinazo a la muerte, pero la retrasará y, por muchos años que tenga, morirá joven.

Juventud es salud y salud es juventud. La una no existe sin la otra. Conservemos ambas.

 

 

Al que leyere...

 

Advertencia inicial: éste no es un libro de autoayuda, aunque por su título e incluso por su contenido pudiese, a primera vista, parecerlo. Yo no cultivo ese género, que tanto cunde en nuestros días y hace estragos en el gusto de los lectores.

No soy médico, ni biólogo, ni divulgador científico, ni nada que guarde relación con esas profesiones. Soy, sólo, escritor, y todo lo que escribo es, para bien o para mal, literatura... Y literatura, digamos, por acotarla un poco, de andar, ver, escuchar y contar. O sea: narrativa, por lo general autobiográfica, y a veces filosofía aplicada, de corto vuelo y modestas ínfulas, a medio camino entre la de los estoicos y los epicúreos, pero siempre peripatética.

Este libro también lo es. En él cuento —cuento lo que al hilo de casi ochenta años de vida vivida a fondo ha sido mi relación con la salud, con la enfermedad, con la edad y con el cuerpo, sin olvidar nunca que éste, sin el alma —ese misterio—, es sólo un montón de carne putrescible. Soma sema, decían en la Grecia clásica: el cuerpo, por sí sólo, es una tumba. ¿Hay en él algo más? Sí, lo hay. No me pregunten qué.

Lo que mi libro cuenta —cuenta— es la intentona de llegar hasta una edad tan avanzada como la que ahora tengo con los mismos arrestos que tenía en mi juventud. Mi rostro refleja el paso, el peso y el poso de los años; mi forma de vivir, no. Resulta petulante hablar de eterna juventud, pero quizá no lo sea pensar que ese estado, además de un don, es también el fruto de una búsqueda: la de algo a lo que he decidido llamar «Elixir Dragó».

Ignoro si éste, como su nombre indica, es estrictamente personal y, por ello, intransferible. Eso tendrá que averiguarlo, por vía de experimentación, quien se fíe de mí y dé crédito a mis palabras. Personal, desde luego, sí que es, y en grado sumo, pero lo lógico es que haya en él elementos, no sé si muchos o pocos, si todos o sólo en parte, que puedan ayudar al lector a tener buena salud y a envejecer más despacio. O, incluso, a no envejecer, a morir, cuando eso suceda, con la mirada tan limpia, la voluntad tan animosa y la mente tan fresca como las tenía al nacer. Pero que ese lector bona fide no se engañe, que no piense en trucos milagrosos ni en consejos emanados de los dioses, que no busque en mi libro la ciencia que no contiene —en él hablo más de efectos que de causas y opto por contar antes que por analizar— ni una exposición de tesis y de hipótesis pormenorizadas, documentadas y clasificadas a la manera de un vademécum de salud.

Andan muchos por ahí, y algunos son excelentes. Dar con ellos es fácil, pero no están aquí.

Aviso también al lector de que en estas páginas encontrará no pocas contradicciones, pues contradictoria es mi forma de ser y de vivir, y numerosas violaciones de todos los códigos establecidos (menos el de la cordura) y de todas las ideas recibidas. Soy de natural rebelde. Soy excéntrico. Soy caprichoso. No lo puedo evitar. Lo he sido siempre.

No se me pida coherencia ni obediencia a nada. En mi elixir se mezclan los opuestos: lo convencional y lo alternativo, lo oficial y lo oficioso, lo lógico y lo mágico, lo científico y lo arbitrario, lo natural y lo químico, lo moderno y lo arcaico, lo demostrado y lo que no lo está, lo oriental y lo occidental, lo crédulo y lo escéptico, lo material y lo espiritual, lo luminoso y lo oscuro...

No soy sectario. No milito en grupos. Mucha gente me atribuye cosas que no son ciertas. No soy vegetariano. No soy budista. No soy ecologista. No soy naturista. Pero también soy, a ratos, naturista, ecologista, budista y... No, vegetariano, no. Creo que la carne roja perjudica la salud, pero de vez en cuando me atizo un chuletón de medio kilo, y tan contento. Creo que las benzodiacepinas son una droga altamente adictiva y sumamente peligrosa, pero me gusta mezclarlas a veces con un par de whiskies o media botella de champán para irme a ese limbo de la conciencia en el que todas las inhibiciones se esfuman.

Son sólo ejemplos... Algunos de mis consejos y opiniones levantarán ronchas entre los biempensantes de la salud y los profesionales de la medicina. Daré sólo uno, en el que más tarde indagaré: apenas bebo agua. Ni siquiera, por lo general, un vaso al día. ¿Es poco? No. Poquísimo.

Lo cito porque ése es uno de los puntos en los que la medicina convencional coincide al dedillo con la alternativa. Todos, en el territorio de la salud, ya sean médicos, ya funcionarios, ya gurúes, ya chamanes, ya farmacéuticos, ya pícaros, aseguran que la ingesta de dos litros diarios de agua es preceptiva para que el organismo funcione bien.

No digo que no lo sea. O sí. Ya veremos. Pero séalo o no, no lo doy por bueno. ¿Ingerir algo que es incoloro, inodoro e insípido? ¡Pero si a mí me gustan los colores, los olores y los sabores! El agua me aburre (a no ser que tenga burbujas), y eso, aburrirse, es lo peor que hay para la salud.

Sí, sí, ya sé que también las burbujas son dañinas, o tal dicen, pero me divierten, a condición de que no sean de cava (de champán, sí. Son mis favoritas), ni de vinos de aguja, ni de refrescos embotellados, y divertirse es lo mejor que hay para la salud.

Volví del exilio a finales de los setenta. Había entonces en la tele una insistente campaña de publicidad en la que el eslogan era: «Solares sólo sabe a agua». Y yo me decía: «¡Pues coño! Si sólo sabe a eso, ¿para qué voy a beberla?». E imaginé otro eslogan, de una marca distinta, que dijera: «Tiene sabor».

A la gente le gusta etiquetar. No soporta que no seas de derechas ni de izquierdas, del Madrid ni del Atleti, carnívoro ni vegetariano, creyente ni ateo... Hay que ser algo, piensan, convencidos de que no cabe ser todo el mismo tiempo.

Se equivocan. Sí que se puede.

Al día siguiente de que muriera mi gato Soseki me eché a llorar durante una hora en el programa de radio de Isabel Gemio y expliqué, roto por el dolor, que para dormir aquella noche había tomado dos pastillas de Somnovit y para soportar la tristeza y el remordimiento en las horas diurnas otras dos de no sé qué ansiolítico. Pues bien: hubo, para mi estupor, monaguillos, sacristanes y beatas de la religión del naturismo que me acusaron de ser un traidor a mis principios o, más bien, a los que ellos tenían por tales.

Sectarismos, integrismos... Yo no acato códigos.

 

 

Contra las Sagradas Escrituras

 

A mediados de junio de 2015 pasé unos días en Estocolmo, acogido a la hospitalidad de un matrimonio amigo. Tenía que dar una charla, acompañado por la mayor de mis hijas, en el Instituto Cervantes de esa ciudad. La anfitriona, que se desvivió por mí con delicadeza rayana en el agobio, andaba inquieta por mis hábitos en materia de alimentación. Nada más llegar a su casa e instalarme en la confortable zona de invitados, en la que no faltaba un frigorífico, amén de otras gollerías, lo señaló y me dijo:

—Ahí tienes leche de soja y de almendras. Ya sé que tú nunca bebes la de vaca.

A renglón seguido abrió una alacena y añadió:

—Mira... Aceite de oliva virgen, queso blanco, pan integral y fruta de cultivo ecológico. Tu desayuno favorito. Nada de charcutería. Para el almuerzo he preparado un menú vegetariano. También sé que la carne no es lo tuyo.

Sonreí al oírla, agradecí sus miramientos y la saqué de su error.

—Exageras —le dije—. Soy omnívoro. Anoche, sin ir más lejos, me zampé un tartare de buen tamaño con patatas fritas y media botella de vino.

Y, ya a solas con mis adentros, pensé que cómo va a ser vegetariano un hombre que pasa gran parte de su vida en Soria, donde destetan a los niños con torreznos y chorizo de la olla.

Lo del vegetarianismo, como ya apunté, es una de las muchas leyendas falsas que corren sobre mí. Hay otras: la de que soy budista, por ejemplo. Pues bien: ni lo uno ni lo otro. Cierto es que, entre todas las religiones, son las orientales las que más respeto, pero sin militar en ninguna. Puesto a ser algo, aunque procure no tener etiquetas, diría que soy pagano a la manera de Grecia y Roma, y cultivador del Tao, pero no taoísta. No me gusta ningún ismo.

Los japoneses dicen que conviene tomar treinta y cinco alimentos diferentes al día, así sea en dosis muy pequeñas. Es más fácil de lo que parece. Yo procuro atenerme a esa regla. Cierto es que evito los lácteos (yogures incluidos) y que sólo como carne en ocasiones o me inclino por la de pollo —sin la piel—, conejo, pavo y avestruz, pero de vez en cuando, como ya he dicho, me concedo el lujo de la excepción.

Libertad, divino tesoro. En el dintel de la entrada al santuario de Delfos campeaba una inscripción: «Nada en exceso». De acuerdo. Pero sin exceso, y con cabeza, de todo. Incluso un torrezno.

Escribo esto en Phnom Penh. Hace unas horas me llegó un mensaje de mi viejo amigo Antonio Garrigues Walker. Lo tomo como una señal. En él, tan generoso como siempre, me decía: «Es admirable tu vida, sobre todo por tu inagotable curiosidad intelectual, que es la clave de la juventud. Me decía un colega argentino que el cerebro es un músculo y que o lo ejercitas o te mata. Las otras claves son no pensar nunca en jubilarse, tratar de aprender siempre algo nuevo y no perder el interés en el sexo. En tu caso se cumple todo eso, Fernando. Te lo digo con la autoridad que me confiere nuestra larga amistad. Pásalo bien en Phnom Penh. Un abrazo».

Antonio me conoce bien y tiene, en parte, razón. No lo digo por ponerme moños. Hacerlo sería ridículo a cualquier edad, y más aún en la mía. No creo que mi vida sea o deje de ser admirable. No entro en eso, que no me inquieta y sólo es un juicio de valor inspirado por el afecto. ¿Pero por qué el miedo a parecer vanidoso va a impedirme reconocer que todo lo demás es cierto, que mi curiosidad de hoy es análoga a la que hace setenta años sentía, que ni me he jubilado ni pienso hacerlo —los escritores siempre estamos de guardia—, que aún, como en los impetuosos días de la universidad, trato de aprender lo que no sé y que el sexo me interesa más que nunca?

Sí. No se me enfaden. Más que nunca —reitero— y no para mirarlo desde la barrera. No soy un excombatiente. No fanfarroneo.

¿Basta con lo que Garrigues dice para mantenerse en estado no de eterna, lo que sería imposible, sino de constante juventud?

Si así fuera, ya todo estaría dicho y yo tendría que detener la pluma ahora mismo. Pero no lo es. Hay otras claves, otros factores, otros vectores, otras cosas...

Son las que, en desorden, a mi aire y animado por lo que Buda llama recta intención, voy a contar. Arranca mi relato.

 

 

Choque de yngles

 

El 15 de octubre de 2014 fui a Barcelona para asistir a la tradicional cena literaria del Premio Planeta. Dos semanas antes había cumplido setenta y ocho años. Ya son. Ni comprendía entonces ni comprendo ahora cómo diantre he podido llegar tan lejos y, a la vez, tan cerca. Obvio es decir que con lo primero aludo a la vejez y con lo segundo a la muerte. Este libro sobre la salud intenta ser útil, en la medida de lo posible, a quienes deseen alcanzar tan provecta edad sintiéndose tan jóvenes de cuerpo y alma como, aún, me siento yo.

Nadie atribuya a la vanidad esta afirmación. Ya dije que sólo un idiota, y yo me esfuerzo por no serlo, adolecería de ella con tantos años a cuestas. Vanidosos son los adolescentes, sea cual sea su edad. En el mundo de hoy hay muchos. Son legión. La revista digital Smith convocó hace unos años un concurso de cuentos en seis palabras. Ganó uno que decía: «Nacimiento, infancia, adolescencia, adolescencia, adolescencia, muerte». Era una descripción perfecta del hombre de nuestros días.

Cierto es, y enseguida intentaré apuntalar con la certeza de los hechos el porqué de tan osada convicción, que vivo ahora, grosso modo, igual que lo hacía cuando salí de la universidad, mas no por ello se me oculta la evidencia de que puedo morir dentro de un instante o terminar mañana mismo en una silla de ruedas pertrechado con unos pañales, un busca, un gotero y un babero.

Aproveché aquel viaje a Barcelona para hilvanar las últimas puntadas relativas al libro que muy poco antes acababa de entregar a mi editor. Saldría, como en efecto lo hizo, en marzo de 2015. En la mañana siguiente a la fiesta de concesión del premio mencionado desayuné en el hotel Princesa Sofía con la persona encargada de conducir a puerto no sólo esa novela —La canción de Roldán—, sino también la obra, contratada nueve años atrás, a la que estas líneas sirven de prólogo. Yo, por fas o por nefas, iba posponiendo su redacción y demorando su entrega. Mi interlocutor, en un determinado momento de la agradable charla que manteníamos en presencia de otra escritora de no menos agradable anatomía, tomó un sorbo de café, desvió los ojos —fue sólo un instante— hacia el bombonazo que me acompañaba, volvió a dirigirlos hacia mí, cambió de asunto y me asestó una irónica estocada de efecto demoledor.

—Más vale —dijo— que escribas ese libro cuanto antes...

Se refería al de mi ya famoso elixir. Famoso, digo, pues llevaba yo años y años ponderando sus virtudes, revelando, con cautela y parsimonia, sus ingredientes y anunciando su inminente aparición.

—... pues si sigues retrasándolo, y retrasándolo, y retrasándolo hasta que te dé un telele, cuando salga, habrá perdido toda la credibilidad de la que aún dispones.

Y miró de nuevo a la chica, que, con la risa bailándole en los ojos, aprovechó la pausa para darme la puntilla.

—Hazle caso —dijo—. ¿Quién coño querrá leer un libro como ése si el autor está ya tomando sopitas en un geriátrico?

—Tenéis razón —admití con la cabeza gacha—. Pondré manos a la obra en cuanto regrese a Madrid. De la próxima semana no pasa.

Pero pasó. Tardaría aún varios meses en hincar el diente a este libro pese a la no descartable e incluso previsible posibilidad de que fuera yo quien hincara antes el pico, y no precisamente en sus páginas.

El editor se fue. La chica esperó a que se alejara, sonrió con un mohín de coquetería y remató la faena...

—Aunque yo creo —dijo—, por cómo me ha mirado, que él estaba pensando en otra cosa y no se ha atrevido a decirla.

—¿Quién? ¿El editor?

—Sí, claro. ¿Quién va a ser?

—Pues dilo tú.

—Pensó que, si sigues apareciendo a la hora del desayuno con mujeres que podrían ser tus nietas, lo mismo te da un patatús antes de que escribas el libro.

—¡Mira qué mona! Te pasas de lista, guapa.

—Los hombres sois así.

La miré con aprensión.

—¿De verdad crees que puede pasarme eso?

—¿Lo del patatús?

—Sí.

—Tú sabrás... Ve a ver Cuando menos te lo esperas, si es que no la has visto. Jack Nicholson iba en ella de ligue en ligue y de infarto en infarto. ¿Nos vamos?

«No, nena... Lo sabrás tú», pensé.

Pero no lo dije.

Y nos fuimos o, mejor dicho, se fue ella. Seguro que lo hizo por mi bien. Así son las mujeres.

 

 

Texto de Anna Grau

Desayunos de infarto con Dragó (el retorno de la Taquimeca)

 

Pues sí. Era yo, Anna Grau, la de la dedicatoria, la que ese día bajé a desayunar con él no exactamente en Tiffany’s, pero sí teniendo claro que me jugaba el tipo como si bajara a desayunar con Truman Capote. Poco a poco me iba acostumbrando a que con este hombre no hay actividad que no sea de cierto riesgo.

Todo venía de unos meses antes en los bosques de La Adrada, provincia de Ávila. Los lectores de La canción de Roldán no necesitan oír más. Yo soy la desguitarradamente Taquimeca. Empecé tomando notas de las aventuras de un Dragó metido a Dostoievski del mayor Crimen y Castigo de la España felipista y acabé como Anna Grigoriévna... Ya saben, pasando a limpio no sólo la obra. La vida y los milagros, también.

¿Es un milagro enamorarse de un hombre a punto de cumplir setenta y nueve años? Es verdad que a mí siempre me han atraído los varones de edad significativamente más avanzada que la mía. Me dan sabiduría y profundidad estratégica. Me gusta abrir mi mente como un zurrón, llenarla de la mente del chico que me gusta y que siempre sobre, que siempre quede algo por explorar... ¿Complejo de Edipo, ínfulas de Electra? Llámenlo como quieran. Las etiquetas son tan rimbombantes como engañosas.

Ejemplo: ¿se acuerdan del dichoso escándalo dragoniano, por llamarlo de alguna manera? El de las lolitas, digo. Había que ser acémila no ya para sacar aquello de quicio, sino incluso para creérselo. En confianza: los que de verdad hacen cosas así se guardan muy mucho de contarlas. ¿No se han dado cuenta?

Dragó se mete en un sinfín de charcos porque exagera como un demonio, igual que todos los grandes escritores. Al menos del tipo de escritor que va a por tabaco y parece que vuelve de la guerra. Dragó engancha porque fabula. Porque embellece el mundo volviendo a crear desde el verbo todo aquello que no le va. Porque vende burras que parecen unicornios azules. Amplifica y magnifica sus conquistas amorosas. Y sin embargo, sin embargo... Pocas veces el amor me ha traído a mí tanto trajín y me ha exigido tantas horas extras. Como le comenté a mi mejor amiga poco después de desayunar por primera vez en la cueva del dragón: «Se supone que una se lía con un hombre con edad de ser su abuelo para poder relajarse y estar tranquila, para no tener que vivir a base de apio y yogur y machacarse a Pilates y a abdominales... ¡Pues resulta que ese abuelo me lleva derecha como una vela! ¡En mi vida he sentido semejante presión por estar guapa y mantenerme joven y sin desfallecer un segundo! ¡Qué estrés!».

¿Qué? ¿Risitas? Pues atención al diálogo todavía más interesante que mantuve con el ínclito en la alcoba de un hotel de Phnom Penh:

Dragó: A veces pienso que me habría gustado que tú y yo nos hubiéramos enamorado antes...

Taquimeca: ¿Cuánto antes?

Dragó: ¿No coincidimos hace veinte años en la Ruta Quetzal de Miguel de la Quadra? Aquél pudo ser un buen momento. ¿Por qué no cuajó?

Taquimeca: Me temo que entonces tú eras todavía demasiado inmaduro para mí, sabes...

Igual lo pongo en mi currículum: ese día conseguí dejar a FSD con la boca (momentáneamente) abierta. Y a lo que iba: mi primer encuentro mundanal —sin consecuencias— con Dragó se produce cuando yo tengo veinticinco años y él cincuenta y siete. En el primer encuentro con consecuencias bíblicas yo tengo ya cuarenta y seis y él setenta y ocho. Muy bien llevados por ambas partes... ¿A que sí? Pero es verdad que yo, fijándome en un hombre con capacidad técnica de ser mi padre o mi abuelo, me desvío poco de mi senda edípica de toda la vida (o eso creo...), mientras que él, Dragó, está pegando un volantazo importante. A saber: incluso descontando el bulo y el infundio de las lolitas, además de la cantidad de gacelas inventadas que trotan por las extensas sabanas de su imaginación, es un hecho que Dragó en ningún momento de su vida ha emprendido una relación más o menos prolongada y seria con una mujer de mi edad. Siempre las pillaba de veintipocos como mucho. Soy la primera cuarentona que se mete en la boca de este lobo. El tema se prestará a no pocas paradojas y situaciones divertidas.

Me recuerda un incidente que pasó precisamente en aquella Ruta Quetzal donde lo vi por primera vez, yo con mis flamantes veinticinco abriles. Me recuerdo trepándome a un desfiladero embarrado de aquellos que tanto chiflaban a Miguel de la Quadra rodeada por todas partes de expedicionarios adolescentes (mientras Dragó y otros vips se forraban de daiquiris en el bar del hotel). En éstas que se me acerca uno de los chicos y me pregunta que qué edad tengo. Al decirle que veinticinco abre los ojos como ensaladeras, silba y me ¿requiebra?: «¡Pues hay que ver lo bien conservada que estás!». Casi ruedo barranco abajo.

Muy en resumen, antes de que me echen de aquí, a mí y a mis notas: que yo empecé a sentirme atraída por Dragó pensando que me gustaba por ser mayor que yo. Y, siendo eso verdad en lo intelectual y en lo literario (hay que ver la de cosas que él sabe y yo todavía no... ¿Será para conservar esa ventaja por lo que se niega en redondo a prestarme libros?), poco a poco me iría dando cuenta de que no era en absoluto así en otros órdenes de la vida, como el temperamental y el físico.

Hace quince años que envejezco más despacio que otras. Que aparento y ejerzo menos edad de la que los papeles dicen que tengo. Pues menos mal, porque esto de ahora es la bomba. De verdad que abrazarse a Dragó es como meter la cabeza en uno de esos chalecos explosivos del ISIS. Te ves arrastrada por un torbellino de energía endiablada y de inteligencia imprevisible, sexo, montañas rusas de emociones, sexo, peterpanismo irredento, sexo, ¿y si hago el gallo aquí, en medio del Corte Inglés, tú crees que nos dicen algo?, sexo, son las tres de la mañana, ¿me consigues una horchata fresca?, sexo, ¿nos vamos a la guerra de Siria?, sexo, estás muy guapa hoy, ¿me arreglas la conexión a Internet?, mira que si no me la arreglas me tiro por la ventana... ¿He mencionado ya que todo esto incluye siempre y en cualquier circunstancia, a todas horas, sexo, sexo y más sexo?

No estoy segura de que me paguen por entrar en ciertos detalles... Baste precisar que cuando digo sexo, quiero decir sexo. Desde el primer y glorioso choque de ingles (o de yngles, como decimos nosotros, trasladando la anatomía a la ortografía...) a la vuelta de La Adrada, el sexo ha estado siempre ahí. Digamos que vino para quedarse. Con una tenacidad y una riqueza de expectativas que yo no había conocido antes, no ya en hombres cronológicamente mucho más jóvenes, sino ni siquiera en mí misma.

¿Me creerá alguien si digo que antes de conocer a FSD yo tenía el sexo muy abajo en mi lista de prioridades (da igual lo leona que siempre haya parecido y además querido parecer: las apariencias engañan y la frigidez da mucha vergüenza, es como ser la única de tu clase que no sabe hacer el pino...) y que de repente empezó a ocuparme una cantidad de tiempo, de esfuerzo y de dedicación casi monográfica, que de existir sindicatos de esto, seguro que me apedreaban por esquirola y por trabajar muchas más horas de las apalabradas en el convenio colectivo?

Recuerdo haber tenido un aviso poco antes de meternos en harina. Vino Dragó a buscar una cosa a mi casa, y de paso, supongo, a chafardear dónde vivía yo. Lo recuerdo asomado a la habitación donde dormía mi hija, mirando fijamente un póster de la película El mago de Oz. Aún no me había dado tiempo a descubrir que ésta era una de las películas clave de su infancia, uno de los agujeros de Alicia por donde Dragó baja rodando de cabeza a los mundos de su niñez. A mí simplemente me llamó la atención su gesto. Su manera de apoyarse en la puerta. Como creo que ya dije y, si no, lo digo ahora, a lo largo de mi vida he prestado poca o ninguna atención al cuerpo de los hombres. Me interesaban sus mentes o no me interesaba nada. La parte plástica ya la ponía yo, para entendernos.

Mas de pronto noté que todas mis curiosidades iban encendiéndose una por una, como las velitas de una tarta, y que yo me empezaba a fijar en cosas en las que no me había fijado nunca. En la delicadeza de la fosa ilíaca de Dragó, por ejemplo. Visto por detrás, apoyado en el quicio de aquella puerta, se daba un aire tan frágil, tan adolescente, que tuve que contener mis más bajos instintos maternales para no revolverle el pelo y ofrecerle un vaso de leche. De soja, cómo no.

Fue éste el primer aviso de que estaba a punto de encontrarme con algo más que con la horma de mi zapato. Que yo que siempre loliteé a mi manera (o, para ser más precisos, myfairladié...), valiéndome de la acción de oro de ser mujer y sistemáticamente más joven que el hombre que amaba... Bueno, pues estaba a punto de quedarme sin todos mis ases en la manga y en el liguero. Estaba a punto de enfrentarme a alguien no sólo mucho más joven, en lo superficial y en lo esencial, de lo que parecía a simple vista, sino que en la práctica era como si me echara un órdago, como si me obligase a rejuvenecer tanto como él, a crecer hacia atrás. A no regalar ni un segundo de vida no vivida. A beber el tiempo a morro después de estrellar contra el suelo la aflautada copa de la experiencia.

Volviendo a aquel famoso desayuno en el Princesa Sofía, al arrimo del Premio Planeta: es verdad que el editor me miró ligeramente espantado, calibrando la amenaza objetiva que podía suponer yo para la longevidad de su autor estrella. «Bombonazo», leo que Dragó me llamó, a mayor gloria... de sí mismo, en primer lugar. Porque ya entonces formaba parte de nuestra complicidad y de nuestros juegos que, por mucho que las circunstancias pudieran aconsejar modestia y discreción, bueno, pues que a la hora de la verdad hiciéramos justo lo contrario. Por ejemplo, bajar yo a desayunar con un traje y un escote que eran en sí una provocación aplastante. No ya erótica, sino incluso filosófica. Yo era por primera vez en mi vida físicamente feliz, sexualmente feliz, tersa por dentro además de por fuera. Y por primera vez en mi vida deseaba juvenilmente, ¿incluso infantilmente?, que se me notara. Que a mis cuarenta y pico tacos me había explotado en la cara un amor como los que no me explotaron nunca en el instituto.

A veces haberse sabido mantener niña, y niña rara, en secreto, tiene premio. La vida no vivida, cuando sabe que no has dejado de vivirla por tu culpa, no te mata. Te espera con ostras y champán a la vuelta de la esquina. O de La Adrada.

 

 

Morir es haber nacido

 

Estábamos, pues, desayunando. La lógica aconseja empezar por ahí. Aseguran los expertos en nutrición que es la comida más importante del día y pensaba Freud —no es verdad... Lo pienso yo— que el adulto siempre quiere desayunar lo que desayunaba de niño. En mi caso, dígalo Freud o no, es así, aunque al hilo de la vida haya ido suprimiendo y añadiendo cosas a lo que era rutinario menú de mis desayunos infantiles en función de dos factores: el de la salud y el del paladar, cuyas sinrazones no siempre coinciden con las razones de la primera.

Entre las que he añadido figuran un copioso plato de fruta, un zumo que no sea de naranja (por el repentino chute de acidez que eso supone para un estómago aún adormilado) ni de bote, unas lonchas de salmón, cuando lo hay, que no haya nacido ni crecido envuelto por sus propios desperdicios y los de sus congéneres en el pútrido estanque de una piscifactoría, y un buen puñado de frutos secos... Nueces también, siempre que sea posible, aunque tampoco haga ascos a las avellanas o a las almendras. Engordan, claro, pero si nadie es perfecto, nada, tampoco, lo es.

Suelo acompañar esa pitanza con un vaso de leche de soja, o de avena, o de arroz, o de baobab, o de horchata de chufa, o de espelta, o de almendrina, y recurro al pan, tostado o no, pero que lo sea de verdad —el de molde no lo es—, con aceite de oliva virgen prensado una sola vez en frío. Ese óleo curalotodo es para mi salud y mi paladar tan importante que nunca viajo adonde no lo hay sin llevarlo en la maleta.

Y he suprimido a rajatabla la mantequilla y la margarina, que son tósigos más dañinos aún que la leche de vaca, y la bollería, que se elabora con grasa de coco o de palma —los dos grandes venenos hidrogenados— incluso cuando no es de origen industrial.

Pasen los huevos, pero no más de uno o dos a la semana. De la panceta, los embutidos, el foie, el paté y atrocidades así, mejor no hablar. El queso, sólo si es blanco y fresco. Mejor de oveja que de vaca. ¡Hay que ver lo mal que desayuna la gente!

No la imiten, no empiecen así el día, háganlo con buen pie y mejor salud.

 

 

Yo, hasta nueva orden, la tengo. Dentro de unos meses cumpliré, con la venia y el apoyo de mi elixir, ochenta años. Eso no me impide trabajar setenta horas a la semana desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, escribir libros, columnas y reportajes, intervenir en programas de radio, dirigir y presentar espacios de televisión, dar conferencias, viajar constantemente por todo el mundo, hacer ejercicio, ver a los amigos, seguir a los toreros, mirar a las chicas no sólo desde la barrera, irme de parranda, meterme en líos, correr aventuras y, como aconsejaba Hemingway, mezclarme estrechamente con la vida.

Y lo curioso, lo más significativo, y también lo más alarmante, es que no me canso, pese a los tres codos de fontanería que desde hace once años regulan el ir y venir de la sangre por mis coronarias.

Alarmante, digo, porque la fatiga es el timbre que pulsa el organismo para avisar a su usuario de que conviene parar. El mío no funciona. Ya comenté que nadie es perfecto.

Seguro que ahora, por chulo, estiro la pata antes de terminar este párrafo. Bueno... Eso de morirse le puede pasar a cualquiera. Con razón lo decía la letra de una de las milongas que más divertía y emocionaba a Borges y a Bioy Casares: «Manuel Flores va a morir. / Eso es moneda corriente; / morir es una costumbre / que sabe tener la gente». Y más adelante: «Mañana vendrá la bala / y con la bala el olvido; / lo dijo el sabio Merlín: / morir es haber nacido».

Yo lo habré hecho, en todo caso, si sucede ahora, con la pluma en ristre, las botas puestas, recién duchado y de excelente humor. Lo malo es que mi obra literaria quedará incompleta, aunque no creo que el mundo vaya a detenerse por esa nadería.

Con setenta y nueve años a cuestas (ya llevo casi dos más de los que tenía cuando desayuné con mi editor), por muy bien que se encuentre uno, y ése es mi caso, con algún que otro traspié sin consecuencias, la vida no pasa de ser una especie de baile de Raskayú interpretado de puntillas sobre el alambre. Un resbalón de nada y el funámbulo se despeña.

Casi todos mis amigos de mocedad ya lo han hecho. Será porque no confiaban en mi elixir por mucho que se lo ponderase. Empecé yo a elaborarlo —en él, como ha de verse, se mezclan productos de la farmacopea más puntera con los que vienen de la noche de los tiempos— hace cosa de ocho lustros. Al principio tomaba sólo ginseng y Pharmaton Complex. Dos clásicos. Ya no los tomo. Se quedaron por el camino, pero no cejé en el empeño. Hoy engullo sesenta y ocho pastillas diarias repartidas, grosso modo, en cinco tomas. ¿Son muchas? Supongo que sí, pero detrás de cada una de ellas hay una historia y yo siempre me he esforzado para que mi literatura, trate de lo que trate, sin excluir este libro, sea narrativa, y mi existencia, transcurra por donde transcurra, lo más novelera posible.

Soy, además, persona exagerada en todo. Está en mi naturaleza. No lo puedo evitar. Mis hijos dicen que hay que restar un cincuenta por ciento a las cifras que manejo y a las historias que cuento. Algo de razón llevan. Más vale siempre que sobre: tal es mi criterio. Soy escritor, y escribir consiste en exagerar, en generalizar y en citar. Lo segundo, bien mirado, equivale a lo primero. Chicho Sánchez Ferlosio me contó que su padre[1] —el que fuera poeta, novelista, ensayista, falangista de la primera hora y fugaz ministro de Franco— sostenía que las medicinas, si el usuario no toma el doble de lo que aconseja el prospecto, no sirven para nada.

Estoy de acuerdo. La cautela no es lo mío. Mi norma, en todos los aspectos de la vida, y no sólo en los relativos a la salud, se atiene al canon taurino de cargar la suerte, pero sólo después de templar, mandar y cargar. O César o nada. Los Colegios de Médicos y las instituciones similares, empezando por la OMS, que debería ser disuelta y encarcelados sus directivos por cohecho y prevaricación (como poco), siempre pecan por defecto. Los ministros de Sanidad son unos cobardicas. Más que de su ramo lo parecen de Interior, porque lo prohíben casi todo, y a todos, en consecuencia, nos convierten en malhechores. Recurrir al libre albedrío en salvaguarda de la salud es, en España, un delito.

Lo es también en otras partes... En Japón, por ejemplo, donde los homeópatas pueden atender a sus pacientes y formular diagnósticos, pero sin explicarles ni recetarles nada por escrito. De viva voz, sí, aunque el usuario y beneficiario, al menos en teoría, tiene que adquirir lo que se le ha prescrito en Taiwán, en Hong Kong, en Corea o en el país extranjero que más cerca le pille. A eso, en toda tierra de garbanzos o de sushi, se le llama hacer el ridículo.

 

 

Ciudadanos de segunda

 

Quienes hemos nacido al sur de los Pirineos somos, en lo concerniente a las terapias alternativas, el naturismo, los herbolarios y la medicina no convencional, ciudadanos de segunda. Un francés, un holandés, un inglés o un belga, pongo por caso, tiene acceso libre, fácil y legal a productos absolutamente inocuos y, por lo general, beneficiosos que en España sólo circulan de extranjis, adquiridos extramuros o en el mercado negro de Internet.

No se requiere mucha malicia para llegar a la conclusión de que es la larga mano de los laboratorios farmacéuticos y los sucesivos eslabones de la cadena de sobornos lo que está detrás de tan injustificado prohibicionismo y de la laberíntica legislación que lo ampara y nos impide la plena posesión del propio cuerpo. Es el libre albedrío, y no el Estado, quien debe cuidar de la salud. Esa función, como tantas otras, compete a nuestros padres, cuando somos niños, y a nuestro derecho a investigar, experimentar y decidir cuando no lo somos.

Pondré un ejemplo, sólo uno, entre los mil que cabría aportar. En febrero de 2012, casi un año después del terremoto de Fukushima, fui a recoger un paquete que me enviaban desde Japón. En él había un puñado de envases de Sumo reishi, suplemento alimenticio de contundentes efectos salutíferos. De él hablaré a fondo más adelante. Es la piedra angular de mi elixir. Adelanto sólo, no sin sorna, que una de sus propiedades consiste precisamente en la capacidad paliativa de los efectos secundarios de la quimio y la radioterapia.

Pues bien... No me dejaron recoger el paquete debido a su procedencia. Se descolgaron con la majadería, típica de mis compatriotas (y más si son funcionarios), de que a raíz de los sucesos de Fukushima había entrado en vigor un interdicto aplicable a todo lo que llegaba de Japón —¡de Japón, donde la higiene, la asepsia y los controles sanitarios dejan chiquitos a los de cualquier otro país del orbe!—, y añadieron que para salvar tan enojoso obstáculo tenía que aportar dos kilos en bruto del producto en cuestión y someterlos a las pruebas analíticas necesarias para establecer su índice de radioactividad. El costo de esa medida cautelar (bastante onerosa, por cierto), puntualizaron, correría por mi cuenta. ¡Acabáramos! This is Spain, amigos, vulgo Caconia, donde el Estado es sólo una inmensa oficina de recaudación.

¡Y, además, dos kilos! O sea: el equivalente, grosso modo, a mil trescientas dosis, pues son ocho cápsulas de ciento noventa y cinco miligramos, divididas en un par de tomas, las que yo ingiero cada día.

De poco sirvió explicar a aquellos funcionarios de granítica mollera —«Obedecemos órdenes», me dijeron, emulando a Eichmann— que en Japón, fuera de la zona directamente afectada por los reactores nucleares averiados en Fukushima, la radioactividad del agua, el aire, la tierra y los productos que en ella nacen es (y era entonces) inferior a la de la madrileña calle de Preciados, por poner un ejemplo castizo y garbancero.

¡Qué fatiga ser español! No soy, aunque por desgracia lo sea, un niño ni un loco ni un suicida. Un esclavo, tampoco. Permítanme el Ministerio de Sanidad, los funcionarios de Correos y las autoridades aduaneras seguir haciendo lo que siempre he hecho. Recuperen la cordura y aprendan a distinguir entre la letra y su espíritu. Mi salud, y la de sus gobernados, se lo agradecerán.

Intercalo aquí un par de fragmentos del Real Decreto n.º 1487, de 2009, que es el que regula la distribución, venta y consumo de los suplementos alimenticios en España. No tiene desperdicio. En él se definen esos productos como aquéllos «cuyo fin sea completar la dieta normal» con «nutrientes u otras sustancias que tengan un efecto nutricionista o fisiológico». ¿Lo había dicho ya Pero Grullo?

Y más adelante: «El etiquetado, la presentación y la publicidad no atribuirán a los complementos alimenticios la propiedad de prevenir, tratar o curar una enfermedad humana ni se referirán en absoluto a dichas propiedades».

¡Qué sorpresas se lleva uno! ¡Y yo que creía que los usuarios de cualquier producto tienen derecho a la información!

En este libro, que no sólo contiene opiniones mías y ajenas, la doy o, por lo menos, procuro darla. ¿Me meterán en la cárcel?

 

 

Otra majadería de nuestros políticos: la de su casi unánime negativa, con algunas contadas y pasajeras excepciones, a incluir el copago en las prestaciones sanitarias. El gobierno de Rajoy lo intentó, pero se le echaron todos encima y no tuvo más remedio que recular.

Con el copago no sólo se reduciría el déficit —enfermedad crónica de las arcas públicas—, sino que mejoraría la salud de los españoles. Se tentarían éstos la ropa antes de acudir a urgencias por un grano en la nariz, aprenderían a cuidar de sí mismos sin salir escopeteados hacia el médico de cabecera al primer estornudo y, sobre todo, lo pensarían dos veces a la hora de acudir receta en ristre a la farmacia de la esquina como si en ella despachasen chucherías. En cuanto a los turistas gorrones que abusan de nuestra generosidad en materia sanitaria, que les vayan dando.

Duele rascarse el bolsillo, bien lo sé, pero abrumadora es la evidencia de que el común de los mortales sólo valora y calibra lo que se paga. Dolerá también a los laboratorios, en cuyo monte todo era orégano, el recurso a los genéricos, pero es de sentido común acogerse a ellos. No lo es, en cambio, mantener la costumbre de recetar al paciente el envase completo de las medicinas que su enfermedad requiere. El material sobrante va a parar a un cajón, donde languidece si es que los niños no se lo zampan en un descuido de sus progenitores, o al cubo de la basura.

Formidable es el costo de tan estúpido derroche. Pocos son ya los países en los que el médico receta a bulto. En Japón, en Estados Unidos y en Kenia, por citar ejemplos de naciones muy dispares que conozco de primera mano, el farmacéutico sólo despacha el exacto número de unidades que, a juicio del doctor, necesita el enfermo. Si la dolencia de éste exige doce cápsulas de antibiótico, pongo por caso, no le darán ni una más. Juicioso, ¿no?

Pues no se lo parece a los políticos, ya sean de derechas, ya de izquierdas, unidos todos por ese pegamento universal que es la hipocresía.

 

 

No se jubilen

 

Manuel Arroyo-Stephens cuenta en un libro de soberbia andadura literaria —Pisando ceniza[2]— que en cierta ocasión preguntó un curioso a El Gallo qué era lo más extraño que le había sucedido. Y el Divino Calvo, después de rascarse la cabeza durante un buen rato, dijo:

—¿Lo más extraño? Haber nacío...

Algo similar venía a decir Segismundo, el personaje de La vida es sueño, al comienzo de su célebre monólogo: «¡Ay, mísero de mí, y ay, infelice! /Apurar, cielos, pretendo, / ya que me tratáis así, / qué delito cometí / contra vosotros naciendo».

El torero tenía sentido del humor. Calderón de la Barca, que todo se lo tomaba por la tremenda, no. Pero sus posturas —senequista la de El Gallo, existencialista la del dramaturgo— expresaban un sentimiento muy parecido.

Eppur... Vuelvo a la milonga: «Y sin embargo me duele / decirle adiós a la vida, / esa cosa tan de siempre, / tan dulce y tan conocida».

Lo que nunca hay que hacer es jubilarse. Miren lo que les ha pasado a esos amigos de mocedad que ya traje a colación. La mayoría ha cascado o está tan cascada como si lo hubiera hecho. Yo sigo de autónomo —pobre de mí— aguantando el tipo frente a los ucases y las sevicias de la Agencia Tributaria.

La jubilación debería estar prohibida por ley. Jubilarse y morir o vagar por la vida convertidos en zombis: todo es uno. Quizá se trate de una treta de los políticos para resolver el overbooking demográfico y reducir el déficit de la seguridad social. Parece ser que las excursiones a Benidorm y lugares análogos organizadas por el Imserso con miras a la solución final no rinden el fruto apetecido. No siempre resulta mortífero constreñir a los septuagenarios a bailar la polca cogidos de la cintura de sus coetáneas al filo del amanecer con los intestinos atiborrados de chóped, regados por pacharán de garrafa y atascados por el colesterol deglutido en la cena. Lo cierto, pese al Imserso y debido a la conejuda fertilidad de los inmigrantes, es que la población, lejos de disminuir, crece y envejece al mismo tiempo. Aten los políticos esa aporía por el rabo. O por las orejas, si se las dan.

 

 

Nada importa nada

 

¿Me burlo? Sí, claro... ¡Faltaría más! Pero perdónenme tan sarcásticas apreciaciones los septuagenarios y sus señoras. Lejos de mi ánimo la voluntad de ofender. ¿Cómo podría incubarla un cuasi octogenario al que ya ni siquiera le quedará el consuelo del cuasi cuando este libro aparezca? Quien aspire a morir de viejo, de muy viejo, y hecho una rosa, tiene que reírse de todo, y de sí mismo, hasta que el postrer aliento se lo impida. Ése es mi primer consejo. Sin sentido del humor no hay salud ni longevidad que valga. Quien carezca de él envejecerá rápido y nunca tendrá amigos ni pareja. Joven es quien todo se lo toma a guasa.

Leía yo en mi niñez, como muchos españolitos de aquellas quintas, las Selecciones del Reader’s Digest, celebérrima publicación mensual, hoy venida a menos, aunque no extinta, en cuyas páginas había una sección titulada «La risa, remedio infalible». Lo es. Y también la sonrisa, que en mi rostro —admítanlo incluso quienes no la soportan— es constante.

Yo cultivo la una y la otra desde que me levanto hasta que me acuesto, y a lo mejor incluso dormido, y atribuyo a ella, en no escasa medida, el trallazo de energía cotidiana que me permite currar de sol a sol todos los días del año.

—¿Todos los días? ¡Pues menudo plan! —pensará el lector.

Ya, pero sarna con gusto... Privilegio es ése de quienes no trabajan por obligación ni por profesión, sino por vocación y, en consecuencia, devoción. Es posible que las dos últimas sean una de las condiciones sine qua non de la eterna juventud. Pocas personas la cumplen.

Sin buen humor, insisto, no existe buena salud. Olvídense de ella los malhumorados, los siesos, los cejijuntos. Ayer leí en un libro de Guzmán López Bayarri dedicado a la Serendipity[3] (palabro que no pienso explicar a estas alturas) la siguiente frase, que cito de memoria: «Si ríes, todos reirán contigo; si lloras, llorarás sólo». Es de una película coreana: Old Boy.

¿Old boy? ¡Caramba! Ése soy yo, si me permiten sacar un poco de pecho, gracias al primer ingrediente de mi elixir (el segundo, no menos elemental, es la respiración. Más adelante hablaré de ella...).

En 1977, coincidiendo con el vigésimo quinto aniversario de la salida del colegio de mi promoción, se organizó en su recinto una jornada escolar idéntica, en la medida de lo posible, a las que vivíamos allí antes del salto y asalto a la universidad. Un puñado de antiguos alumnos pilaristas —seríamos unos cincuenta— regresamos al inconfundible edificio de estilo gótico de la calle de Castelló y, una vez en él, y entre otras actividades rutinarias o de recreo, como jugar un partido de fútbol en el patio y almorzar en el comedor, nos sentamos todos, modositos y encogiendo las rodillas, en los pupitres de una de las aulas para que el director nos leyera las últimas notas recibidas un cuarto de siglo atrás con las observaciones de quienes entonces eran nuestros docentes escritas al margen de su puño y letra.

Volver de tan pintoresco modo, por espacio de unas horas, a los años azules de la infancia y la adolescencia fue una experiencia no sólo divertida, sino también aleccionadora. Cuando llegó mi turno, el levita encargado de leer las notas y sus escolios —así, Levitas, los llamábamos en burlona alusión al atuendo inicial de los miembros de la Orden Marianista— me miró por encima de sus anticuadas lentes y dijo: «Todos sus compañeros, señor Sánchez, se echan a llorar o, por lo menos, se ponen serios cuando las calificaciones son malas, menos usted, que siempre sonríe».

Confieso que me halagó oírlo y que, lo mismo que entonces, aunque las notas eran buenas, sonreí. Genio y figura desde la cuna. ¡Ojalá se mantenga hasta la sepultura!

 

 

Té, chocolate y café

 

Cada seis meses me hago un análisis de sangre completísimo. Soy muy puñetero. Pido refitolerías.

Tengo ahora ante mí el último de esos análisis. Lo repaso. Todo está mejor que bien. Pondré sólo unos ejemplos. Triglicéridos: 61. HDL (colesterol bueno): 60. LDL (colesterol malo): 76. Glucosa: 71. Transaminasas GOT: 20. Transaminasas GPT: 26. Y así todo, refitolerías incluidas (proteína C reactiva, tiroxina libre, tirotropina, apolipoproteínas A y B, hemoglobina glucosilada y cosas así). ¡Ah! De PSA —la dichosa próstata— tengo 1,64. Comprueben la virtud de tales cifras si no están familiarizados con ellas.

Acabo de tomarme la tensión: 120 y 70. Y eso que hace tres horas ingerí, como todas las mañanas, doscientos miligramos de cafeína NoDoz made in USA. Por cierto: cada vez me resulta más difícil encontrarla. Antes estaba a la venta en todos los drugstores de Estados Unidos. Sospecho que han dejado de elaborarla. Sic transit. Lo malo permanece mientras lo bueno desaparece. Yo la descubrí, recién muerto Franco, en el duty free del aeropuerto de Anchorage, cerca del enorme oso polar, disecado, que allí se yergue. Hay otras marcas similares, pero me gustan menos. La costumbre es una adicción.

¿Tendrá algo que ver todo eso con el aluvión de pastillas que degluto a diario? No se asusten. Casi ninguna de ellas es de farmacia.

Estoy convencido de que sí. Llevo más de treinta años metiéndome entre pecho y espalda ese supuesto elixir. ¿El de la eterna juventud?

Veamos...

 

 

Sí, hagámoslo, pero antes de poner manos y teclas a la obra valga un apunte sobre la cafeína, que se ha cruzado en mi camino, por azar, cuando releía, muchos meses más tarde de su primera redacción, lo que aquí acabo de decir.

Lo incluyo a impulsos de un vago sentimiento de culpa. Ese alcaloide psicoactivo y estimulante muscular, idéntico a la teína, que es de acción más lenta, pero igual de efectiva, no goza de buena fama en el club —casi una iglesia— de adictos a la medicina natural. Hay muchos miembros en él, o feligreses en ella, convencidos de que el café es nocivo para el sistema cardiovascular, intestinal, digestivo y urinario. Se equivocan. Sucede al revés. Las virtudes terapéuticas y energéticas de su principio activo son formidables. No tiene más contraindicaciones que las derivadas del abuso, aunque puede generar, como cualquier otra sustancia, reacciones adversas en determinados individuos.

Yo, como dije, la ingiero a diario, y no sólo por las mañanas, antes de desayunar, sino también por la tarde, tras el almuerzo, cuando las circunstancias lo exigen. Por la noche, nunca.

Lo primero que pregunté a mi cardiólogo después de la implantación de tres bypasses en mis coronarias fue si podía seguir haciéndolo. Me dijo:

—Nadie hasta ahora ha conseguido demostrar que la cafeína perjudique el corazón. A algunas personas les provoca arritmias o taquicardias y a otras las pone nerviosas o les sube la tensión, pero son reacciones individuales. Si no es tu caso...

No lo era. Incluso me baja la última. Me la tomo a veces mientras trabajo. Todo en orden. Verdad es que acaricio a menudo la barriga, el hocico y el lomo de mis gatos, tendidos junto al ordenador (o encima, ay, de sus teclas), y eso ayuda. Ya hablaré de tan sorprendente milagro felino.

La sabiduría, dijo Buda, consiste en estar despiertos, en mantenerse alertas (aunque sin alarma), en prestar atención... Hay tres drogas sacramentales que, bebidas o deglutidas, nos ayudan a ello: el té, el cacao y el café. O, si nos ceñimos a sus elementos psicoactivos, la teína, la cafeína y la teobromina, que es el alcaloide principal del chocolate.

Sacramentales, digo, porque no sólo dan vigor al cuerpo, sino también a la conciencia, que es el soporte material del alma. Cada una de ellas delimita, por añadidura, una zona en el mapamundi que no es sólo geográfica, sino también cultural: el té —la más antigua— viene de Asia, de África el café y de América el cacao.

Mi séptima mujer, japonesa, me preparaba todos los días, antes de que naciese nuestro hijo Akela, un litro de té verde, poderoso antioxidante que yo iba trasegando tacita a tacita mientras trabajaba. Luego, con el trajín de la maternidad, dejó de hacerlo.

¿Es esto, por mi parte, un reproche? No, pero sí una queja, suave, risueña y resignada. Ley de vida. Cuando llega un principito, el rey pierde su corona. Los varones japoneses, cuya vida transcurre mayormente en el tajo o en la oficina, conjuran ese destino abrevando cada poco en los gigantescos termos de ryokucha o té verde que no faltan en ningún lugar de trabajo. Japón es el país del mundo en el que menor incidencia tienen las enfermedades cardiovasculares. ¿Por qué será? ¿Sólo por su saludabilísima dieta?

En los últimos tiempos, como plinto de emergencia en el que me apoyo para cobrar impulso y hacer frente al reto de entregar este libro antes de que la eterna juventud dé paso a la inevitable decrepitud, he adoptado la costumbre de tomar media hora después del desayuno una generosa dosis de matcha muy concentrado y preparado como mandan los cánones del chanoyu o ceremonia del té. Es un chute de energía que se suma a la propiciada por el comprimido de NoDoz y un hachazo de luz que espabila la mente, tonifica los músculos y funciona como un motor de propulsión.

En cuanto al chocolate... ¡Mmmm! Pero que sea negro, negrísimo, cuanto más amargo, mejor, y sin leche, por supuesto, ni azúcar, ni tonterías de chocolatero émulo de Ferrán Adrià. Hay muchos de tal laya —bullipollas los llamo yo. No se lo tomen a mal— en el gremio de la gastronomía.

Los polifenoles del chocolate reducen la tensión, dilatan las arterias, mejoran los parámetros del riesgo cardiovascular, estimulan la capacidad cognoscitiva, detienen la proliferación de células cancerosas en pruebas de laboratorio, controlan la diarrea y, en líneas generales, aumentan la longevidad. ¿Hay quien dé más por menos?

 

 

Novedades de última hora en lo concerniente al NoDoz... Años y años tomándolo, y de repente se me cruza un amigo, experto en bioquímica y en nutrición, y me suelta que la cafeína de esas píldoras es sintética y no natural. ¡Con lo difícil que es traerla desde Estados Unidos!

—Y entonces —le pregunto—, ¿cuál debería tomar que esté a la venta en España?

—Una que anuncian en la web de masmusculo.com —me responde—. Ésa es completamente natural. Doscientos miligramos por pastilla.

—Pues ya estoy tardando —le digo—. Renovarse o morir.

Aplazo lo segundo, apuesto por lo primero y me pongo en marcha o, mejor dicho, encargo a mi ayudante que navegue por esa web. Yo no sé hacerlo. Ya les contaré. Cobaya soy. Si este libro mejora, atribúyanlo a mi nuevo estimulante. Su nombre comercial es Smart Caffeine Supplements. ¡Bienvenido a mi elixir![4]

 

 

Yo me dopo, tú te dopas, él se dopa

 

El Meldonium, producto que se comercializa con el nombre de Mildronate en los lugares donde no está prohibido por la errática política represiva de las autoridades sanitarias del mundo occidental, se ha puesto repentinamente de moda tras el absurdo mea culpa entonado por la tenista rusa Sharapova. Picado por la curiosidad, y también por la irritación que siempre me produce la caza de brujas desencadenada por los puritanos contra el dopaje de los deportistas, me he puesto a investigar y he llegado a la conclusión de que mi naturaleza de cobaya me obliga a probar cuanto antes el producto en cuestión.

Se vende por cuatro cuartos y sin receta, porque es inocuo, en las farmacias de Rusia y de los países que hasta el desguace del Muro de Berlín giraban en la órbita soviética. Dentro de poco daré un curso de dos semanas en la Universidad de Kiev. Quizá pueda adquirirlo allí. Y si no, siempre me quedará Internet o mi buen amigo Daniel Utrilla, que durante muchos años fue corresponsal de El Mundo en Moscú y allí, a su aire, sigue.

El Meldonium se inventó en Letonia allá por los años setenta para mejorar las características del ganado porcino, pero casi a renglón seguido se pusieron de manifiesto sus virtudes en lo concerniente a las enfermedades cardiovasculares (reduce el riesgo de infarto, controla la isquemia, acompasa la arritmia), el control de la diabetes y del estrés, el sistema nervioso central, el vigor erótico y, por supuesto, el rendimiento deportivo y la capacidad de recuperación tras el esfuerzo físico y mental.

¿Una panacea? Casi, casi...

Y, por si lo dicho fuese poco, también combate la hipoxia o carencia de oxígeno originada por el mal de altura. De ahí que los soldados del ejército soviético lo utilizaran a mansalva en las estepas y cumbres de Afganistán para no echar el bofe en sus enfrentamientos con los muyahidines.

El 1 de enero de 2016 fue incluido en sus listas negras por la Agencia Mundial Antidopaje. ¿Con qué derecho?, me pregunto. Quien toma café, o aspirina, o alcohol, o Cialis, o vitamina B, o tantas otras cosas de uso doméstico y venta libre, se está dopando. Yo me dopo, tú te dopas, él se dopa... Me gustaría saber por qué un deportista no puede hacer lo mismo que hace cualquier hijo de vecino para correr la maratón o los cien metros lisos de la vida. Misterios.

En cuanto al Meldonium, quédese en lista de espera. Ya está en la cola de mi elixir[5].

 

 

Fui un niño aprensivo. Mi preocupación por la salud empezó muy pronto. Tenía yo seis años cuando el doctor Colmeiro —no he olvidado aquel nombre, que me sonaba (y aún me suena) a colmillos de vampiro— decidió que era necesario extirparme las vegetaciones.

Lo hicieron. Mi madre me llevó una mañana a su consulta. Su titular me trincó por el cuello, me ordenó que abriera la boca, encajó en mis mandíbulas un artilugio que me impedía cerrarlas, empuñó unas tenazas, hurgó con ellas en mi glotis y extrajo, triunfante, un montoncillo de despojos sanguinolentos.

—Hecho —dijo—. Aquí las tiene usted, señora.

Y las depositó en una bandeja.

—Que esté un par de días en la cama —añadió—, sin hablar y alimentándose, sólo a partir de la quinta hora, con líquidos, helados y yogur.

Éste, en aquellos tiempos, se vendía en las farmacias, artesanalmente elaborado y metido en tarros de cristal con cierre de goma provisto de una trabilla metálica. Su uso era terapéutico. Los médicos lo recetaban para atajar los trastornos intestinales. Aún no se había adueñado de él la industria alimentaria llevándolo a las estanterías de los supermercados, al repertorio de las cafeterías, al refectorio de los colegios, a los expositores de las heladerías y a los obradores de la repostería. Los niños estaban a salvo de tan dañino producto, como lo son todos los derivados de la leche.

Regresamos a casa. Me acosté. Enseguida apareció mi tía Susana, que vivía, aún soltera, con mi abuelo y su segunda esposa en el piso superior al que ocupábamos mi madre, viuda de guerra, y yo. Me traía un regalo para que entretuviese mi forzoso mutismo y mi no menos forzosa inmovilidad. Era un libro para niños, o tal se suponía, escrito por una autora inglesa —Richmal Crompton— y editado por Molino: Las travesuras de Guillermo. Empecé a leerlo y no pude interrumpir la lectura hasta alcanzar la última página. De ese modo me convertí en lo que ya nunca iba a dejar de ser: un lector empedernido.

Pocas veces en mi vida —ninguna, acaso— me han hecho un regalo mejor. Conservo ese libro, hecho trizas por el uso, en un atril plantado detrás de mi escritorio. Es un fetiche, un talismán, un objeto sagrado.

Pero aquel día, antes de abismarme en su lectura, mi tía me contó una película. La había visto poco antes acompañada por su novio, con el que luego, para mi desgracia y la suya, se casó. Se llamaba Si yo fuera rey —compruebo ahora que se rodó en 1937, aunque debió de estrenarse en España después de terminar la guerra— y contaba las aventuras y desventuras del poeta François Villon, que estuvo a punto de morir en la horca y de averiguar así, como escribió en el más conocido de sus poemas, lo que su culo pesaba, pero al que en el último momento, ya con la soga alrededor del gañote, conmutaron la pena por la de diez años de destierro. La interpretaba el actor Ronald Colman, con el que algún tiempo después volvería a toparme en la versión cinematográfica de la novela de James Hilton Horizontes perdidos. Su director era Frank Capra. Pedí a los Reyes Magos aquel libro. Me lo trajeron. También lo conservo. Fue otro paso decisivo en mi historial de lector.

No me estoy yendo por las ramas, en contra de lo que pudiese parecer. En la novela citada, y en la película que la escenificó tomándose no pocas libertades, el protagonista, que huía junto a un puñado de británicos residentes en Afganistán (China en el cine) de las revueltas que en ese país habían estallado, se veía envuelto en un aterrizaje de emergencia y acababa en un ignoto lugar sito en una meseta de la cordillera del Himalaya y gobernado desde un agreste monasterio budista por un lama tan misterioso como bondadoso, cuya autoridad no nacía de la fuerza, sino de la rectitud y la sabiduría.

Aquel cenobio, y la zona sometida a su autoridad, era el Shangri-La. Los habitantes de ese enclave no envejecían, a condición de que jamás saliesen de él. Si lo hacían, el peso de la edad, mantenida a raya por el consumo de una hierba taumatúrgica y por las circunstancias ambientales, se abatía instantáneamente sobre ellos, sobre su rostro, sobre su piel, sobre sus articulaciones, sobre sus vísceras...

Ronald Colman (Robert Conway en el relato) y su hermano George, que se había enamorado de una bellísima muchacha, desconocían la inevitabilidad de tan sombrío desenlace y decidían huir del valle con la ayuda de un grupo de porteadores. George se llevaba con él a la chica, que nada más franquear la puerta exterior del Shangri-La se transformaba en una anciana ante los despavoridos ojos del actor y moría en sus brazos.

Yo, fascinado en mi butaca del cine Tívoli, que estaba a dos pasos de mi domicilio y al que cualquier niño podía ir en aquellos tiempos de paz y orden sin la vigilancia de un adulto, me bebía a grandes sorbos la pantalla. Aquella misma tarde, novelero como era a causa (no sólo) de mi afición a la lectura, decidí que algún día, ya mayor, emprendería la búsqueda del Shangri-La. No me resignaba a envejecer. Había nacido joven y joven quería morir.

De eso, en definitiva, trata este libro. No es cuestión de inmortalidad, porque la inmortalidad, valga el retruécano, está fuera de cuestión. Sólo los orates pretenden lo imposible. Yo ni lo buscaba entonces ni lo busco ahora, pero la película de Frank Capra fue mi primer atisbo del elixir de juventud. Es posible que, de no haberla visto, no estuviera yo ahora escribiendo lo que escribo.

 

 

Yo soy más yo que mi circunstancia

 

Interrumpo mi relato para dar cuenta de un significativo episodio de sincronicidad. Mencionarlo es forzoso. Sucedió anoche. Estaba leyendo las Memorias del escritor francés Michael Leiris —Edad de hombre[6]— cuando me topé con lo que sigue...

 

 

A los cinco o seis años fui víctima de una agresión. Quiero decir que sufrí en la garganta una operación que consistió en operarme de vegetaciones. La intervención tuvo lugar de una manera brutal y sin anestesia. Primero mis padres cometieron la falta de llevarme al cirujano sin decirme adónde me conducían. Si mis recuerdos son ciertos, me imaginaba que íbamos al circo. Estaba, por tanto, muy lejos de adivinar la broma siniestra que me reservaban el viejo médico de la familia, que ayudaba al cirujano, y el cirujano mismo. Fue de principio a fin una mala jugada y tuve la impresión de que me habían conducido a una emboscada abominable. Así ocurrieron las cosas: dejando a mis padres en la sala de espera, el viejo médico me llevó hasta otra habitación, donde me esperaba el cirujano con una gran barba negra y una blusa blanca (tal es al menos su imagen de ogro que conservo). Divisé instrumentos cortantes y, seguramente, me espanté, pues, tomándome en sus rodillas, el viejo médico dijo para tranquilizarme: Ven, monín, vamos a jugar a las cocinitas. A partir de ese momento no recuerdo nada más que el ataque repentino del cirujano, que hundió un instrumento en mi garganta, el dolor que sentí y el grito de animal destripado que lancé. Mi madre, que me oía desde la habitación de al lado, estaba despavorida.

 

En el coche que nos llevó de vuelta no dije nada. El golpe había sido tan violento que durante veinticuatro horas fue imposible sacarme una palabra; mi madre, completamente desorientada, se preguntaba si no me había quedado mudo. Todo lo que recuerdo del período inmediato que siguió a la operación es la vuelta en coche, las vanas tentativas de mi madre para hacerme hablar y más tarde, en casa, a mi madre sosteniéndome en sus brazos delante de la chimenea del salón, los sorbetes que me hacían tragar y la sangre que cada cierto tiempo escupía y que, para mí, se confundía con el color fresa de los sorbetes.

Creo que éste es el más penoso de mis recuerdos infantiles. No sólo no comprendía que me hubieran causado tanto dolor, sino que veía en ello una treta, una trampa, una perfidia atroz por parte de los adultos que no me habían mimado más que para entregarse a la más salvaje agresión contra mi persona. Toda mi imagen de la vida se vio marcada por ella: el mundo, lleno de trampas, no es más que una vasta prisión o quirófano; sólo estoy sobre la tierra para ser pasto de los médicos, carne de cañón, carne de ataúd; igual que la promesa falaz de llevarme al circo o de jugar a las cocinitas, todo lo que puede ocurrirme de agradable entre tanto no es más que un cebo, una manera de dorarme la píldora para conducirme con más seguridad al matadero al que seré llevado tarde o temprano[7].

 

Larga cita, justificada por el curioso paralelismo en sentido inverso que refleja a cuento de la respectiva extirpación de nuestras vegetaciones: las de Leiris y las mías, tal como antes la evoqué. Corolario: importa menos lo que objetivamente nos pasa que la forma subjetiva de vivirlo.

O diciéndolo de otro modo, en paráfrasis, también inversa, de la célebre sentencia orteguiana : «Yo soy yo y mi circunstancia», sí, pero parece ser, estimado maestro, que en el balance de resultados cuenta más lo primero —la psique, el carácter, el yo— que lo segundo. Compárense, si no, los dos episodios transcritos, idénticos en su trama, en su desarrollo y hasta en muchos de sus detalles, pero radicalmente opuestos en sus consecuencias. Más o menos lo mismo venía a decir Antonio Machado en aquel poemilla filosófico que dedicó precisamente a Ortega por boca de Abel Martín: «El ojo que tú ves / no es ojo porque tú lo veas. / Es ojo porque te ve».

Lo que para Leiris no fue simple desdicha pasajera, sino, a juzgar por sus palabras, punto de ignición de un itinerario vital descalabrado, para mí fue suceso luminoso y numinoso... Las dos cosas.

A saber:

El libro de Guillermo y el descubrimiento del placer de la lectura, el sabor de los helados, la película de Ronald Colman, el cariño de mi tía Susana, de la que estuve ingenuamente enamorado hasta que alzó el vuelo y se casó.

Hasta ahí lo luminoso, con ele de luz de la memoria. Un buen recuerdo. Nada más.

Lo numinoso, con ene de numen, es la importancia que aquel libro —el de Richmal Crompton— y aquella película —Horizontes perdidos— tendrían en lo relativo a mi decisión de ser escritor. Y no escritor a secas, sino un determinado tipo de escritor. A la manera de James Hilton, sólo por poner un ejemplo y sin pretensiones de compararme a él.

El ordenador me subraya numinoso. ¿Por qué? ¿No existe esa palabra en el Diccionario de la Academia? Acudo a él. Busco numen. Está. Tiene tres acepciones, y las tres me convienen:

1. Deidad dotada de un poder misterioso y fascinador. O sea: mi tía, de la que ya hablé a fondo en mi primer libro de Memorias[8]. Ni más ni menos que el primer amor, con todo lo que eso significa. Fue una de las mujeres más guapas y más bondadosas de Madrid. Un pedazo de hembra y toda una señora.

2. Cada uno de los dioses de la mitología clásica... Guillermo fue y es la máxima deidad, junto a Tom Sawyer, Juan Carter[9] y Sinuhé, de mi Olimpo literario.

3. Inspiración del artista y escritor. Et voilá!

A los dos, aquello nos marcó la vida. Leiris no volvió a levantar cabeza y fue, a trompicones, de tropiezo en tropiezo. Yo, probablemente, como he dicho, me convertí aquel día en lo que, aún a tientas, pero de modo ineluctable, ya quería ser: escritor.

 

 

El jardín de la memoria

 

Suele decirse, y a menudo están en lo cierto quienes lo hacen, que escribir es una tentativa de autosanación, un combate emprendido contra la neurosis, las tendencias depresivas o melancólicas e, incluso, las tentaciones de suicidio que acechan al escritor. Jodorowsky sostiene que la literatura y el arte de nuestros días, enfermos en sí mismos, se dirigen a un mundo que también lo está, y por eso, añade, cualquier obra de creación debería abrigar propósitos terapéuticos, dirigidos —apunto yo— no sólo a los lectores o espectadores, sino también al autor.

Decía Gabriel García Márquez que escribir es un oficio suicida, y muchos son, en efecto, los escritores que han recurrido a eso, al suicidio, para poner fin a su lucha con los ángeles y demonios de la vocación, del carácter, de las dolencias del alma o de las circunstancias en las que transcurrieron sus respectivas existencias. El asunto, espinoso a más no poder, requiere respeto, cautela y ánimo de indagación.

El libro Los escritores suicidas, que hoy por hoy sólo puede comprarse en formato digital, pero que seguramente saldrá pronto en papel, tiene una historia curiosa y hermosa. Su autor, Pere Rojo[10], psiquiatra y psicoterapeuta que siempre quiso ser escritor, y ya lo es, lo escribió porque sí, porque le apetecía, sin prisa y sin pausa, y lo publicó, pagándolo de su bolsillo, en una edición de muy escasa tirada que no tardó en agotarse. Hace unos meses el libro cayó por casualidad en las manos y ante los ojos digitales de un periodista de El Mundo, que lo leyó de un tirón, fascinado, y escribió un largo reportaje, que yo, a mi vez, leí, lo que me condujo a hacerme con el libro —no fue fácil— y a leerlo también de un tirón y también fascinado, como todas las personas —pocas aún— que han hecho lo mismo.

Vaya por delante que es obra para letraheridos, para personas que amen la literatura y que se interesen por sus cañerías, por sus sótanos, por su trastienda, por su sistema cardiovascular, por las intimidades, los gozos y las sombras, las contradicciones y la patología —llamémosla así— de la creación literaria. Esa que condujo a Séneca, a Stefan Zweig, a Malcolm Lowry, a Mishima, a Kawabata, a Salgari, a Virginia Woolf, a Jack London, a Arthur Koestler e incluso a Sócrates —cuya filosofía fue exclusivamente oral— a poner voluntario fin a sus días. Extrema decisión y discutible solución, caso de que solución sea, pero respetable.

Spinoza decía que la filosofía no se ocupa de la muerte, pero Albert Camus sostenía que el único problema filosófico verdaderamente serio es el suicidio y añadía, en un alarde de pensamiento paradójico, que «las razones para vivir pueden serlo también para morir». Morir por amor, morir por la patria, morir por una causa, morir por locura o morir por exceso de creatividad o por defecto de ella. Pere Rojo recoge la trayectoria letal de veintiocho escritores que en un determinado momento dijeron «hasta aquí hemos llegado» y pusieron punto final a sus vidas y a sus obras. ¿De qué modo y por qué lo hicieron?

La enfermedad como tema y la lectura como terapia. Acabo de leer otro libro, excelente, que guarda relación con la salud. Es de Lea Vélez y se titula El jardín de la memoria[11].

Se trata de una novela egográfica —mi género favorito— en la que la autora, hija de mi viejo amigo Carlos Vélez, evoca con buen pulso narrativo el calvario personal y familiar, transformado y trascendido por arte del amor en subida al Monte Carmelo, al que la condujo la enfermedad y muerte de su esposo a causa de un cáncer que resultó letal. Tenían dos hijos de corta edad —Michael y Richard— y un largo futuro por delante bruscamente interrumpido en su andadura. En las dos primeras páginas del relato, que es un álbum de hermosos y tristes recuerdos, una esquela sin orla fúnebre, un testimonio de amor, una denuncia de las carencias del sistema sanitario español y, por extraña que la definición resulte, un canto de vida y esperanza, se repite esta frase: «¡Hola! Me llamo Lea y mi marido se está muriendo».

Y, en la última página, unas líneas de salutación y adiós: «Michael, este jardín es para ti. Richard, este jardín es para ti. Como eras muy pequeño, no tendrás más recuerdos de papá que los momentos que yo pueda regar en tu memoria. No se puede atrapar la frescura de una flor entre las páginas de un libro, sólo una sombra de su belleza. Por suerte, los escritores sí que podemos atrapar los sentimientos. Incluso el aire».

El jardín de la memoria se suma al ya largo catálogo de la enfermedad convertida en fuente de inspiración literaria... Ahora es, sobre todo, el cáncer (recuérdense Sótano octavo, de Rafael Martínez-Simancas, que no sobrevivió a su dolencia, pero que supo enfrentarse a ella con un sentido del humor rayano en la comicidad, y La enfermedad y sus metáforas, de Susan Sontag, publicado en 1977, tras derrotar a un tumor de mama, o Mi cuerpo también, de Raquel Taranilla[12]); antes fue la tisis, desde La montaña mágica, de Thomas Mann, hasta Pabellón de reposo, de Cela; después el sida (otra vez Susan Sontag, acompañada por Reinaldo Arenas, Severo Sarduy, Fernando Vallejo...); y, siempre, la locura (Memorias del alzhéimer, de Pedro Simón[13], por citar uno de los títulos más recientes, y Alguien voló sobre el nido del cuco, de Ken Kesey, entre tantos otros). Yo mismo eché mi cuarto a espadas, o a bisturíes, con Kokoro. A vida o muerte[14], en el que relaté con alegría y vitalidad todo lo sucedido antes, durante y después de mi paso por el quirófano para que allí desatascasen las cañerías que riegan el corazón.

Susan Sontag, por cierto, con la que hablé a fondo de todo esto y de otras cosas en dos entrevistas de televisión, superó otro cáncer, esta vez de útero, en los años noventa y falleció a consecuencia de una leucemia en 2004.

Son sólo unos cuantos ejemplos. Todas las personas enfermas (y las que vayan a estarlo, sépanlo o no) deberían leer esas obras. La lectura también puede ser una medicina. Este libro mío, que no trata de la enfermedad, sino de la salud, aspira a serlo.

 

 

Sacramentos

 

¿Shangri-La? Sea. Fui yo quien escogió ese título y no es cosa de arrepentirse, pero habría podido recurrir a otro, también enraizado en mi vida, de origen oriental y de significación análoga: Amrita.

Así se llama una de las casas que tengo en Castilfrío. No es la principal —Kokoro (corazón, alma o sentimiento, en japonés)—, donde vivía hasta que la crisis económica de la segunda década del siglo tornó inabordable para mis finanzas el costo de la calefacción y tuve que reducirla a residencia de verano, sino la situada enfrente: una guest house para los amigos, para mis colaboradores, para los objetos y los libros que ya no caben en la casa madre, para las personas que intervienen en los Encuentros Eleusinos... De ellos tendré que hablar más adelante, pues su telón de fondo, su leitmotiv y su meta es la curación por el espíritu[15].

Amrita, en sánscrito, significa «sin muerte», aunque es un término ambiguo, volátil e impreciso. Aparece mencionado por primera vez en el Rig Veda y designa también el nombre de una diosa, el licor salvífico que fluye durante la meditación desde el chakra de la coronilla e irriga todo el cuerpo a través del de la garganta, la hierba phaseolus trilobus a la que las tradiciones ayurvédicas del Estado de Maharashtra atribuyen virtudes antioxidantes y hepatoprotectoras[16], el sumadra manthana o «batido del océano de leche», que es uno de los elementos genesíacos del hinduismo, y el elixir de inmortalidad que Visnú derramó sobre los cuatro enclaves de la India —Allahabad, Hardiwar, Ujjain y Nasik— en los que cada tres años, alternativamente, hasta cumplir el ciclo preceptivo de doce, se celebra la formidable peregrinación de la Kumbha Mela.

La segunda deidad de la trimurti hindú derramó esa especie de agua bendita —así la llaman los sikhs— en la cumbre del monte Garuda, consagrado a ella y equivalente en el culto visnuita a lo que en las leyendas griálicas de la tradición indoeuropea, cristiana y wagneriana es el Montsalvat. Laberínticas son las ramificaciones de ese mito, que también colea en el budismo tibetano[17], donde se utiliza en las ceremonias de entronización de los lamas, y que corre paralelo y consanguíneo al soma de los Vedas, el haoma del Avesta, el kykeon de Eleusis, la ambrosía del Olimpo que servía de alimento a los dioses griegos y el néctar de las flores con el que éstas recompensan a los agentes de la polinización.

La amrita, que es, en definitiva, un sacramento y un bálsamo regenerador, también remite al concepto de moksa o rayo de luz de la liberación final. ¡Quién la alcanzase!

 

Texto publicado por Joaquín Albaicín en The Ecologist[18] (27 de abril de 2016)

el misterio del soma

 

Como bien señalara René Guénon en El Rey del Mundo, la exacta naturaleza del Soma, néctar cuya ingesta garantizaba la inmortalidad a los hindúes de la Antigüedad, así como de su equivalente mazdeísta, el Haoma, continúa siendo un enigma. Y, al margen de que tanto uno como otro parezcan ser ante todo imágenes simbólicas de la realización de estados superiores del Ser, todo sugiere que bajo tales nombres era también denominada una sustancia a la que se atribuía una relación simpática con lo sagrado y cuyo uso ritual propiciaría la zambullida en el océano de una claridad de conciencia superior. Uno de los libros más prolijos sobre el asunto es La Alquimia india o Rasayana a la luz del ascetismo y la geriatría, del Dr. S. Mahdihassan. Fue publicado en 1977 y en India por Motilal Banarssidas, con prólogo de Seyyed Hossein Nasr. Ignoro si el «estado de la cuestión» continúa a día de hoy en el punto en que este autor lo dejó. Barrunto que sí... Sea o no así, el libro por mí adquirido hace años en Benarés, en Indica Books, no ha perdido un ápice de interés.

En él, el científico y ensayista bangladesí identifica el Soma védico con la efedra, una planta o, mejor, una familia de arbustos poseedores de altas dosis de efedrina, alcaloide de fuertes propiedades vigorizantes, para lo que se apoya en la división de la medicina hindú por Charaka, el Hipócrates indio, que vivió en el siglo II d. C. en la corte del emperador greco-indio Kanishka, en dos grandes ramas: el Bhaisajyani o Ayurveda, que persigue la eliminación de enfermedades y la expulsión de demonios y, de otro lado, el Ayushyami o Rasayana, es decir, la Alquimia, cuyo objetivo es la prolongación de la juventud y, por consiguiente, de la vida. Ya el viajero Albiruni, a principios del siglo XI, escribe que la Alquimia hindú «restaura la salud de los enfermos desahuciados y les devuelve la juventud desvaneciendo su senectud, de modo que vuelven a ser los que eran más o menos en su adolescencia y les es restituida la agilidad juvenil y hasta la capacidad para copular».

Subraya también Mahdihassan la existencia de dos grandes secciones de la Alquimia hindú: la centrada en la manipulación y el simbolismo de los metales y aquélla —a su entender, más antigua— que trabaja con las plantas, cuyo «alma» busca purificar y extraer tal y como se hace con la del mineral. Y menciona la utilización en la farmacopea hindú de numerosos preparados de origen alquímico, elaborados tanto con «almas» minerales como vegetales, mediante los que se combatiría de modo eficaz el envejecimiento. Un ejemplo paradigmático sería el Makara Dhwaja, panacea elaborada con cinabrio, conocida desde tiempo inmemorial y que, «más que eliminar una enfermedad concreta, recompone al paciente en su totalidad de modo que un enfermo crónico se convierte en sano y el anciano, en joven». Todo esto es perfectamente concordante con el Atharva Veda, que recoge dos clases de salmodias curativas, dependiendo de si se persigue la sanación de un mal o la renovación de la juventud.

Como se apreciará, Mahdihassan piensa en la inmortalidad física y no en la de ultratumba, es decir: se centra en la historia y en determinados sub-aspectos de la Alquimia más que en el estudio de conjunto de la misma en calidad de doctrina cosmológica.

A su entender, la rama vegetal de la Alquimia hindú habría nacido de la tradición según la cual el hombre, crecidos ya sus hijos y cumplidos todos sus deberes familiares, debe romper con los lazos sociales y retirarse a pasar en soledad, en el bosque, los últimos años de su vida.

Allí se encontrará con los ascetas que en su día hicieron los votos del yogui. Entre esos hombres de avanzada edad, razona, surgió la necesidad de aprovisionarse de vigorizantes o reconstituyentes que les suministraran las energías necesarias para recolectar alimentos y soportar el rigor de sus prácticas de yoga. De ese modo habrían descubierto las cualidades energéticas del jugo fermentado de la efedra (cuyo alcaloide, la efedrina, está catalogada por el Consejo Superior de Deportes entre las sustancias dopantes).

Mahdihassan descarta otras opciones posibles, como la Asclepias acida (pues su jugo no es capaz de fermentar) o la Amanita muscaria (pues provoca sueño, en tanto el asceta persigue el insomnio que la efedra sí proporciona). Recuerda asimismo cómo en Beluchistán y algunas regiones al norte de Peshawar la efedra aún es denominada con palabras como «hum», «huma» o «yahma», que recuerdan claramente al Haoma. O cómo fue considerada desde antiguo un símbolo de la resurrección, de lo que darían testimonio tanto su hallazgo en tumbas de Asia Central como el relieve de Gandhara en que esta planta es ofrecida a Buddha. Y la coloca, por los efectos de su jugo, en la misma categoría que la hoja de coca (Erythroxilon coca) o el khat (Catha edulis) yemení.

Rica en reflexiones sobre las mutuas influencias intercambiadas entre alquimistas indios, chinos y, después, árabes antes de llegarse al crisol de Alejandría y sobre otras muchas cuestiones caras a los interesados en los orígenes de la Alquimia, no creemos que la obra deje zanjada la cuestión de fondo, pues ya Guénon, en su título citado, precisó que: «Se dice en las tradiciones orientales que el Soma, en cierta época, se volvió desconocido, de suerte que fue preciso, en los ritos sacrificiales, reemplazarlo por otro brebaje que no era más que una figura de ese Soma primitivo [...]. Según la tradición de los persas, hubo dos clases de Haoma: el blanco, que no podía ser recogido más que en la montaña sagrada, llamada por ellos Alborj; y el amarillo, que reemplazó al primero cuando los antepasados de los iranios hubieron abandonado su medio primitivo, pero que fue perdido igualmente por los sucesores».

Así pues, el lugar del Soma y Haoma primordiales bien pudiera haber sido ocupado por la efedra y, con posterioridad, tal vez por otras sustancias. Y, de cualquier modo, parece obvio que el secreto de la preparación ritual de éstas se olvidó, pues la efedrina es usada hoy tanto en la farmacopea occidental —como descongestionante nasal y antihemorroidal, por ejemplo— como en la medicina tradicional china y el Ayurveda sin que el recetado de estos medicamentos guarde relación alguna con el yoga, el tantra u otros aliados similares de la Alquimia tradicional hindú.

Añadiremos, finalmente, que no sabemos si Mahdihassan tendría razón al señalar la actividad recolectora de los ascetas de los bosques como origen de la Alquimia.

Mientras persista nuestra ignorancia, nos quedamos con la opinión expresada por Zósimo, allá por el siglo IV y en Alejandría, en el sentido de que la Alquimia es «fruto de una revelación de los ángeles a las mujeres amadas por ellos».

Buscando la inmortalidad, el Soma, a quien están dedicados todos los himnos del libro IX del Rig Veda, ha dejado hace siglos de recibir culto formal. Pero fue una de las deidades principales del panteón hindú en el tiempo en que fueron escritos los Vedas y antes. Dios lunar como Hermes, patrón de la Alquimia en el mundo grecolatino, musulmán y cristiano, son sus dominios los que acogen a las almas de aquéllos que en vida no han alcanzado la Liberación y, tras disfrutar en la Luna de los beneficios de su karma y cumpliendo la ley de la transmigración de las almas, retornan al universo sublunar. Es identificado con la planta cuyo jugo permite a los dioses continuar siendo inmortales.

 

 

Siempre se muere joven

 

Stevenson, uno de los más certeros narradores de la historia de la literatura, era persona de salud frágil. Anduvo desde la niñez tocado del pulmón. Cierto día, adulto ya, fue a ver su médico. Éste lo miró, lo remiró, lo auscultó, escudriñó su garganta, le tomó el pulso, tabaleó en su pecho y en su espalda y, al cabo, dijo:

—Señor Stevenson, si sigue usted llevando la vida que lleva, morirá joven.

El escritor, que era hombre dado a la vida bohemia, el desorden, el tabaco, el alcohol, el desenfreno, el noctambulismo y las mujeres, como a menudo lo son los escritores, respondió:

—Doctor... Siempre se muere joven.

Y así lo hizo. Murió de un ataque cerebral en la isla de Samoa. Tenía cuarenta y cuatro años. Yo, a estas alturas, casi le doblo la edad, pero aún confío en morir tan joven como lo hizo él.

 

 

Sirva de aviso al lector la ocurrencia de Stevenson, que he evocado con anterioridad en infinidad de ocasiones por ser una de las que prefiero entre las muchas que el anecdotario de la literatura nos proporciona. La juventud no es, o no lo es sólo y siempre, algo que dependa de la edad, sino también, y acaso sobre todo, del carácter. Hay niños que nacen viejos y viejos mueren, de igual modo que otras personas nacen jóvenes y mueren jóvenes. La juventud no depende de los datos que figuran en el Registro Civil. Las recetas y fórmulas de salud que en estas páginas propongo, fruto de los desvelos, las prácticas y las búsquedas que mi discreta y siempre risueña hipocondría han ido generando al hilo de mi vida, servirán de muy poco a quienes hayan nacido viejos y no se hayan esforzado por reconducir su carácter, moldeándolo, forcejeando con él, hacia la vocación de juventud...

Vocación, sí, porque, a mi juicio, lo es.

Más vale que cierre ya este libro quien no tenga voluntad de juventud. Puede que la afirmación resulte extraña (ofensiva, no, por favor), pero conozco a muchos que no la tienen.

 

 

Una aclaración... Yo, que también soy escritor y nunca he sido otra cosa, rara vez he trasnochado, e incluso, cuando en mi juventud, excepcionalmente, lo hacía, a las ocho de la mañana, como mucho, ya estaba en pie, fuera cual fuese la hora a la que me había acostado.

¿Beber? A rachas, pero siempre con moderación.

¿Fumar? Sólo porros, desde mi llegada a Katmandú en 1968 y hasta que un buen día de 2004 —bueno, sí, aunque duro de pelar— dejé de hacerlo y trasladé mi anhelo de embriaguez psicotrópica a las galletas de marihuana.

¿Desorden? Nunca.

¿Bohemia? Poco.

Mujeres... ¡Ah! Eso sí. A granel, lo reconozco, e incluso hombres, de vez en cuando y de tarde en tarde, más por afán de experimentación, transgresión, cross-dressing (o travestismo) y pansexualidad que por otra cosa. En la anatomía del ser humano siempre hay un talón de Aquiles. La lujuria es el mío. No hay hombre en el que no predomine un pecado capital. La tentativa de extinguirlo es inútil. Más vale aprender a cabalgarlo.

Fin del excurso.

 

 

Más rápido, más alto, más fuerte

 

Mens sana in corpore sano, se viene diciendo, con razón, desde que el poeta latino Juvenal acuñó ese dictum en la décima de sus Sátiras. Segundo aviso, pues... De nada sirve el vigor del cuerpo si no va acompañado por la salud mental. La mente no está condenada de antemano, como lo está la facies, a acusar arrugas.

Con el paso de los años se pierde memoria, concentración y agilidad, cierto, pero no, forzosamente, ganas de vivir, de pensar, de apostar, de inventar, de estar, de hacer, de seguir siendo, ni aptitud para proyectar el presente hacia el futuro. Envejecer es lo contrario: arriar los proyectos, encogerse de hombros, jubilarse...

Quien se jubila muere, ya dije. Quien se resigna a perder las mañanas viendo cómo trabajan los albañiles en el tajo de la esquina, a quemar las tardes jugando al tute en la taberna y a perder las noches momificándose delante de la tele, está pasando a ciegas y sin lazarillo por el último tramo de la vida y, caso de que así sea, lo más probable es que haya hecho lo mismo en todas las etapas anteriores. En sus monótonas jornadas se escucha la cuenta atrás —diez, nueve, ocho, siete...— y esa cuenta no es ni más ni menos que la de la vieja. Y la del viejo.

¿Mens sana? Lo diré de otro modo: la conciencia tranquila es condición sine qua non para tener buena salud. Las malas personas, a la larga, nunca la tienen. El remordimiento es tan maligno como un cáncer que no responda a la cirugía ni a la quimio ni a la radio. Sólo lo cura, y no siempre, el bálsamo del perdón y de la reparación. Sagradas son las deudas del karma, y quien no las paga lo paga.

Ése es el sentido último del pasaje platónico en el que Sócrates, ya en su lecho de muerte, con la cicuta segándole la hierba bajo los pies, pide a Critón que no se olvide de entregar a Asclepius el gallo que le adeuda. Para morir en paz hay que haber vivido en paz.

 

 

Cuando Juvenal, en su Sátira, hablaba de mente, se refería al espíritu. Tal es la traducción correcta. El significado de una palabra no siempre coincide con su literalidad.

Orandum est ut sit mens sana in corpore sano... Así arranca el poema: «Oremos para que se nos conceda un espíritu equilibrado en un cuerpo equilibrado».

Esa aspiración venía de la Grecia Clásica, pues en ninguna otra civilización anterior —ni posterior, deberíamos añadir— se cultivó el deporte con tanto ahínco ni se confirió a su práctica la sacralidad que llegaría a su culmen en el valle de Olimpia. Juvenal se limitó a versificar y difundir en la lengua del Imperio el legado de la Hélade: Citius, altius, fortius... Más rápido, más alto, más fuerte.

¿Para ganar? No.

¿Para batir récords y establecer plusmarcas? No.

Para llegar más lejos. Para volar a mayor altura. Para disponer de más energía. Si la salud no sirve para eso, ¿para qué diablos sirve? Si la juventud no consiste en eso, ¿en qué diablos consiste?

Quizá no sea superfluo reproducir el texto íntegro de la Sátira de Juvenal... Su primer verso ya se expuso. Los restantes dicen así:

 

Pedid un alma fuerte que carezca de miedo a la muerte,

que considere el espacio de vida restante entre los regalos de la naturaleza,

que pueda soportar toda clase de esfuerzos,

que no conozca la ira, esté libre de deseos

y crea que las adversidades y los terribles trabajos de Hércules

son mejores que las satisfacciones, la fastuosa cena

y la placentera cama de plumas de Sardanápalo[19].

Te muestro lo que tú mismo puedes darte

con la certeza de que la virtud es la única senda para una vida tranquila.

 

 

Muy a finales de los años ochenta —tendría yo alrededor de cincuenta y cinco— leí algo muy similar, aunque expresado de modo más ramplón, en la pared de un convento sito en los alrededores de Cartagena de Indias. Quizá estaba junto al portón de acceso o encima de su dintel. El texto, casi una jaculatoria, rezaba: «Por el placer de morir sin pena / merece la pena vivir sin placer». Luego, bastante tiempo después, supe que lo había escrito nada menos que san Agustín. Sí, sí... Aquél que decía: «Ama, y haz lo que quieras».

No es mal consejo. Rabelais lo convertiría a la vuelta de más de un milenio en el lema imperante de la feliz anarquía que reinaba en la Abadía de Thelema. San Juan de la Cruz también lo haría suyo elevándolo a norte de la brújula del sendero de perfección: «Ya por aquí no hay camino, porque para el justo no hay ley: él para sí es la ley».

Y así, de rebelde en rebelde, de místico en místico, de transgresor en transgresor, de magister en magister, ese Non serviam luciferino, ese código de conducta de los cátaros («Al hombre justo todo le está permitido», proclamaban) fue adoptado y esgrimido por muchos, pasando por Aleister Crowley, alias La Bestia 666 y Frater Perdurato, y precursor de las comunidades hippies en su Abadía siciliana de Cefalú, que fue la segunda Thelema, hasta llegar, verbigracia, en un contexto muy distinto, a Javier Krahe, que tituló así —Haz lo que quieras— uno de sus discos.

Esta aparente digresión en el itinerario de mi libro dista mucho de serlo, pues Rabelais, que era médico, escribió su Gargantúa y Pantagruel, según propia confesión, para entretener a los pacientes enfermos de melancolía. Con ello no erraba el tiro. Quien vive en contra de su voluntad, como lo hace todo aquél que no se conozca a sí mismo, acabará por pagar en denarios de mala salud el peso de ese desgaste, que viene a ser algo así como en los automóviles lo es la fricción de los frenos en los que ya se han consumido las zapatas o, por poner un ejemplo menos tosco y más humano, el cartílago en las articulaciones. Si no haces lo que te apetece hacer, tu cuerpo, más pronto o más tarde, se resentirá. Y el alma, ni te cuento. Volvemos a lo de la vida no vivida de Jung... O sea: a una dolencia letal.

Ahora bien: el dictum de san Agustín no debe interpretarse como si fuera una patente de corso. Es, más bien, lo contrario. Si sabes quién eres, sabes para qué has nacido, para lo que sirves, lo que está a tu alcance, con qué tipo de talento o qué suma de talentos has venido al mundo, y en ese cortocircuito del deber y el querer, fruto de la ley de la conciencia, que es unívoca y, por ello, inequívoca, surge la armonía entre la voluntad, la responsabilidad y la libertad. Esos tres sumandos arrojan el resultado indispensable —sine qua non, necesario y a menudo suficiente— para gozar de buena salud. Sin conciencia tranquila no es posible la existencia de una mens sana y sin ésta no puede haber un corpore que lo sea. Todo mi libro gira en torno a ese eje.

 

 

Shangri-la
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