El abrazo del oso

 

¿Terapia con animales? Pues abracémonos al oso (él también nos abrazará a nosotros), que es, junto al gato, el lagarto, el escarabajo y el lobo, uno de mis cinco animales de poder, como llaman los chamanes al tótem que todos llevamos dentro.

En el otoño de 2011 vi uno, pero no en el zoo, sino en un bosque de Kioto que lindaba con el recinto de uno de los templos más famosos de esa ciudad. Me impresionó tanto que escribí un artículo al respecto. Salió en la versión digital de El Mundo. Mi mujer, que me acompañaba, dice que me lo inventé, pues ella no lo vio, ya que el oso es animal huidizo y su aparición fue fugaz, pero no es cierto. ¡Vaya si lo vi!

En Japón sucede a menudo. Ese año, además, las bellotas escaseaban a causa de las altas temperaturas sufridas al hilo de un verano que se prolongó hasta finales de octubre y los plantígrados, famélicos, bajaban a las ciudades en busca de alimento.

¿Por qué traigo ese animal a colación en un libro como éste?

El oso comparte con el ser humano el 95 por ciento de su ADN, lo que facilita y casi garantiza la compatibilidad biológica entre sus corpachones, en los que llega a almacenar hasta un 50 por ciento de grasa, y los nuestros.

Durante la hibernación, que suele durar unos seis meses de completa inmovilidad, y menos aún fuera de ella, los osos no acumulan depósitos de ateroma, las arterias no se endurecen, no sufren infartos y en su sangre no hay rastro significativo de triglicéridos, colesterol y otros lípidos.

El pulso del oso, que mientras está activo es de ochenta unidades, desciende a menos de veinte, e incluso, a veces, a menos de diez, cuando hiberna. Los ecocardiogramas demuestran que la sangre se remansa en los ventrículos del corazón, mas no por ello coagula ni se producen trombos. Tamaña lentitud cardíaca es cosa que no soportaría ningún animal humano.

Los osos tampoco desarrollan osteoporosis durante el período de letargo, pese a la inmovilidad a la que ya he hecho referencia, porque sus células siguen generando material óseo.

Y, por último, mantienen íntegras la fuerza y la masa muscular gracias a las contracciones isométricas que recorren todo su cuerpo mientras duermen.

El abrazo del oso tiene mala prensa, pero de él, por mérito de quienes lo estudian, podrían derivarse beneficios de envergadura para nuestra salud. Abracemos, pues, metafóricamente al oso, analicemos su singularidad fisiológica, extraigamos las conclusiones pertinentes y, por supuesto, hagamos todo lo posible para evitar la extinción de tan hermosa especie.

 

 

El cíngulo amarillo

 

Vuelvo a reanudar, después de tanta digresión, el historial clínico de mi infancia... Y, con menos detalle, el posterior.

Fue pintoresco. Gajes de ser, como dije, un niño aprensivo y muy lector. A menudo creía haber contraído extrañas (o no) enfermedades de las que iba teniendo noticia al hilo de mis lecturas.

La más antigua que alcanzo a recordar es la que pasó a formar parte de mis terrores infantiles —que nunca llegaron a ser horrores— y del imaginario patológico de mi niñez con el nombre de cíngulo amarillo.

Tendría yo cosa de ocho años cuando me topé con esa locución metafórica en el apéndice de una novela protagonizada por uno de mis héroes preferidos: Mac Larry, el Temerario.

Era éste la figura central —un a modo de caballero andante provisto de colt en vez de tizona— en una serie de novelas del Far West publicadas por la editorial Clíper. Literatura de quiosco, ya saben... Revólveres al cinto, cuatreros, pistoleros y sheriffs. En cada volumen, a su término, había un relato corto, de aventuras, ambientado por lo general en África o en otros escenarios exóticos.

Y ahí fue donde una noche malhadada me di de narices con el cíngulo amarillo, rarísima enfermedad contraída por un explorador en la región de Tanganika (dividida hoy en dos países: Kenia y Tanzania). Su primer síntoma era la aparición en la muñeca de un círculo del color citado que crecía y se acentuaba paulatinamente hasta que la mano se desprendía. Ocurría luego lo mismo en la otra muñeca, y después en un tobillo, y en el otro, siempre con idéntico resultado, aunque referido a los pies. Al final, tras un proceso angustioso que también me angustiaba a mí, el explorador, transformado en un monstruo deforme y carente de extremidades, fallecía.

Aquello me obsesionó. Todas las noches miraba y remiraba mis muñecas y mis tobillos para ver si se dibujaba en ellos el círculo letal. Sufría en silencio. Siempre he sido así: una lapa. Jamás he puesto a nadie al tanto de mis problemas, cuando los había. Ni lo hice entonces ni lo hago ahora. Siempre he pensado que la caballerosidad consiste en no meter en líos al prójimo ni implicarle en los propios. No hablé del cíngulo amarillo con mis amigos, ni con los profesores, ni con mi madre, ni con ningún otro miembro de mi familia. Poco a poco fue cediendo la obsesión hasta que me olvidé de ella.

Pero a rey muerto... Me entró luego la manía, similar a la del cíngulo, de que había cogido la lepra. Otra enfermedad muy literaria y que, por una suerte de siniestro paralelismo, también conducía a la aparición de muñones. Supe de su existencia leyendo las andanzas de un misionero que contraía esa enfermedad en una isla del Pacífico. El primer síntoma, según el autor del relato, era una manchita de color rosa que aparecía en la mano del enfermo. Llegué a la conclusión de que mi suerte estaba echada y mi porvenir sellado, y de que pronto brotaría la dichosa mancha, como una flor carnívora, en cualquier punto de mis extremidades.

La busqué con morboso afán durante días y días. Y luego, al cabo de ellos, de igual modo que me había sucedido en el caso del cíngulo amarillo, desvié mi hipocondría hacia nuevas enfermedades, imaginarias siempre, pero todas ellas de gravedad.

La tercera en manifestarse fue la tisis. Estaba yo en el parque de la Dehesa de la ciudad de Soria, sentadito en un banco, leyendo Romeo y Julieta, de Shakespeare, en la edición en piel de sus obras completas publicadas por Aguilar. Ignoro el porqué del ramalazo aprensivo que de repente se apoderó de mí. En Soria puede y suele hacer frío incluso en verano. Quizá, debido a ello, me había acatarrado y fue la tos lo que me llevó a pensar en la tisis.

Sea como fuere, interrumpí en el acto la lectura de la tragedia de Shakespeare y, fiel a mi estrategia habitual de niño sabihondo, me fui al trote hacia la Biblioteca Municipal, que no andaba lejos, con el propósito de rastrear y recabar información relativa a los síntomas de la tuberculosis en alguna enciclopedia o libro de medicina. La encontré, y ni que decir tiene que todo casaba. No tardé en llegar a la sombría conclusión de que el bacilo de Koch había anidado en mi organismo y de que era perentorio expulsarlo antes de que una tupida red de cavernas horadase mis pulmones y provocara rojizos escupitajos de hemoptisis. Pero esa vez hubo una variante: opté por poner a la autora de mis días al tanto de la situación y, dueño ya de un considerable acopio de datos recogidos en la enciclopedia Espasa, conseguí que al día siguiente me llevara al médico. Éste, después de auscultarme y de escucharme con algo de asombro y no sin cierta admiración, dijo:

—Tienes una gran cultura médica, chaval, pero estás más sano que una reineta.

Y yo volví a respirar hondo. Los pulmones, milagrosamente, acababan de recuperar la plenitud de su función.

 

 

Nochemala

 

Por lo que hace a mi niñez, eso es todo o casi todo. El resto fue algún que otro entripado, unas cuantas anginas y poco más. Ni siquiera contraje las clásicas enfermedades infantiles: paperas, tosferina, escarlatina... Sólo el sarampión y la varicela, leves en ambos casos. Se conoce que mi sistema inmune, con tanto virus y tanto microbio correteando por el aire de las aulas, era vigoroso. Quizá procedía su fortaleza de mis dos años de lactancia. Siempre lo he creído —lo he sentido— así. Pero con la llegada de la adolescencia, la eclosión del fermento hormonal que la acompaña y el consiguiente abuso del onanismo, me vine abajo y pasé por tres aparatosos quebrantos físicos.

El primero se produjo en las postrimerías del verano de 1952, a punto ya de comenzar el séptimo y último curso del bachillerato. Pasé el mes de julio en Alicante y parte del siguiente en Soria, ciudad que ya se me quedaba estrecha, por lo que a los diez o doce días de estar allí protesté, dije que me aburría, di la lata hasta la extenuación a mi madre y mi padrastro, y me las apañé para que me enviasen a pasar tres semanas en Ferrol, donde vivía mi tío Jorge, al que adoraba, en compañía de su mujer y de sus cinco hijos.

Aquella incursión off limits, alejado yo por primera vez en mi vida de los cazaderos de costumbre, resultó determinante. Mi tío, que aplicaba un severo régimen de educación a mis primos, me dio un trato muy diferente, casi de adulto, no me ató corto, me llevó con él y sus amigos a mariscadas, a partidos de fútbol, al teatro, a los billares del Casino, a las tabernas de picoteo, a travesías náuticas y, en general, a lugares a los que nunca habría llevado a sus hijos —dos de ellos tenían casi mi misma edad— y me permitió, incluso, salir de noche a solas, de verbena en verbena, de parranda en parranda, de bailongo en bailongo, en contra de los hábitos de la época.

Sobra aclarar que me excedí, que abusé, que hice de todo, que forcé la máquina y que regresé, mediado ya septiembre, primero a Alicante y después a Madrid, con unas fiebres tifoideas de campeonato.

Fue aquello dolencia de relativa gravedad —¡tanta paja, tanta paja, tanto marisco, tanto marisco!— que me obligó a guardar cama durante quince días, acaso más, y me impidió incorporarme al curso escolar, como siempre lo había hecho, desde su arranque.

La verdad es que vi las orejas del lobo, lo pasé fatal —el médico, para colmo, me dijo que ya nunca podría probar el marisco en el resto de mi vida, lo que gracias a Dios no fue cierto— y tardé algún tiempo en recuperar la velocidad de crucero, el pulso de los estudios y el color del cutis.

Transcurrieron dos meses un poco mustios, llegaron las navidades y el día 24 de diciembre pasé todo el día ayudando a los esforzados militantes de la catequesis de mi colegio a distribuir juguetes y alimentos de socorro entre los niños pobres del barrio de Carabanchel.

Fue un palizón. A eso de las nueve de la noche regresé a casa relamiéndome ante la perspectiva de la comilona de Nochebuena que se avecinaba. La celebraríamos en casa de mi abuelo. Tenían los Dragó tres pisos en aquel inmueble del centro de la ciudad: el nuestro, el de mi tía Susana y el ya citado.

Irrumpí como un vendaval en el edificio. Era perentorio que me pusiera la ropa de los domingos para asistir a la cena. El tiempo se me echaba encima. Mi abuelo era como un reloj de alta precisión. A las diez en punto su mujer, mi abuelastra Matilde, reunidos ya todos alrededor de la mesa, daría órdenes a la criada para que sirviese el consomé.

Cuando entré en el portal el ascensor estaba en marcha y subía hacia sabe Dios qué piso situado en las remotas alturas. No podía esperar a que descendiese. Me lancé en tromba por las escaleras. Al llegar, jadeante, al rellano del tercero derecha, al que daba nuestra vivienda, tuve un acceso de tos, noté algo raro en la garganta, se me llenó la boca de un líquido denso, caliente, de sabor ferruginoso, escupí —no lo pude evitar— y el mármol blanco de la escalera se tiñó de rojo. Era un vómito de sangre.

Me quedé aterrado. Abrí con mi llave —era mayorcito y ya la tenía— la puerta de la casa. En ella no había nadie. Corrí hacia el baño. Tuve otro acceso de tos, ya de bruces sobre el lavabo. Volví a escupir y a vomitar. La sangre brotaba a borbotones. Aquello, además de aparatoso, era inquietante e impresionante. La hemoptisis imaginaria de mi niñez se volvía realidad. Bien me estaba. No exagero si calculo que por el sumidero de aquel lavabo se fue por lo menos medio litro de sangre.

Necesitaba ayuda y sólo los adultos podían prestármela. Bajé corriendo a casa de mi tía, que se llevó otro sofocón de aúpa, incluso más grande que el mío, y consiguió contener la hemorragia por el expeditivo sistema de meterme grandes trozos de hielo en la boca y aplicarlos por fuera al gaznate. No había entonces neveras ni, por lo tanto, cubitos. El hielo se vendía en barras, fragmentado a golpes de piolet, en la taberna de la esquina de Duque de Sesto y Antonio Acuña, que estaba a dos manzanas de nuestro domicilio.

Eran ya las nueve y cuarto. Los Dragó regresaban, de uno en uno, a sus territorios. Compareció mi madre, a la que su hermana, de sopetón, puso al tanto de las novedades. Cundió el pánico. La nochebuena parecía a punto de convertirse en nochemala. Mi padrastro se movilizó y llamó por teléfono a un médico amigo suyo, que vivía cerca y que acudió raudo, pese a lo intempestivo de la hora en tal día como aquél, a la petición de auxilio.

Me auscultó, rodeado por la expectación de toda la familia, me tomó el pulso, tabaleó en mi pecho, me palpó el abdomen, metió una cuchara en mi boca, me invitó a emitir un aaaaaa muy prolongado y, sin esconder su perplejidad, dictaminó que no encontraba motivo alguno que justificara tan aparatoso derramamiento de sangre por vía oral.

Nos tranquilizamos y subimos todos a la vivienda de mi abuelo justo a tiempo de que el reloj de pared de su comedor diera las diez campanadas y apareciese en él la doncella de servicio con la sopera de humeante consomé depositada en una bandeja.

Todo, a partir de ese instante, transcurrió tal y como los cánones disponen. Yo, que siempre he sido de buen conformar y de mejor apetito, di saludable cuenta de todas las viandas que se sirvieron. A las doce menos diez minutos el patriarca de la familia levantó la mesa y se fue, cogido del brazo de mi abuelastra, que era mucho más joven, a la misa de Gallo.

Yo, impertérrito, me metí en la cama, rendí tributo, como lo hacía todas las noches, al rito de Onán en el ara de mi entrepierna, alcancé en dos o tres ocasiones el ite, missa est y, agotado por tantas emociones y efusiones de fluidos corporales, dormí de tirón un buen puñado de horas.

Al día siguiente, que lo era de Navidad, nada cabía hacer. El país se detenía. No sé si en aquellos tiempos existían y funcionaban los servicios de Urgencias. Supongo que sí, pero la situación, tras la sanguinolenta alarma de la víspera, se había estabilizado.

Guardé cama, eso sí, leyendo novelas de Doc Savage, Oliver Curwood y Zane Grey, y el día veintiséis me llevaron a una clínica para que me miraran por rayos y analizaran mi sangre, mi saliva y mis flemas. El diagnóstico fue de calma chicha. Mis pulmones seguían tan sanos como lo estaban la tarde del patatús de Romeo y Julieta. Los médicos llegaron a la conclusión de que el día de autos aquí descrito se me rompió una venilla de la garganta debido al esfuerzo de subir de tres en tres, con un catarro encima, las escaleras de mi casa. Fueron tres pisos. Tosí al llegar al último, expectoré y...

Cosas que pasan.

Pero, con el susto, despertaron los microbios de las fiebres tifoideas, que seguían, al parecer, en letargo por los recodos de mis intestinos, y tuve que recorrer de nuevo el tedioso itinerario de fiebre, abatimiento y rigurosa dieta que había seguido tres meses atrás. Bonita forma de celebrar las navidades. Lo hice en la cama y supongo, aunque no lo recuerdo, que no pude patearme el callejero de Madrid en los días anteriores a la fiesta de Reyes buscando en el interior de las librerías y en sus escaparates, como siempre lo había hecho, las obras que en la mañana del 6 de enero dejarían los Padres Magos en la alfombra del cuarto de estar y que permanecerían allí, como testimonio de mi vocación lectora, hasta que al llegar la noche rindiesen viaje en las repisas de mi dormitorio.

 

 

Mi madre y la Santa Compaña

 

Mayor gravedad iba a tener —tanta tuvo, de hecho, que estuve a punto de morir— lo que me sucedió un año después, en la primavera de mi primer curso universitario. Niño ya no era ni lo había sido en los episodios intestinales y laringológicos descritos con anterioridad; adulto, tampoco; adolescente, sí.

Fue un domingo. Pasé el día en los jardines de la Residencia de Catedráticos —Cerebrópolis la llamaban—, sita en la calle de Isaac Peral, rayando en la línea del Clínico, del edificio de Cultura Hispánica, de las trincheras de la guerra civil y de la Ciudad Universitaria.

Iba a menudo por allí. Tenía en esa residencia muchos y muy buenos amigos. Alquilé una bici con motor —un «mosquito», en el argot juvenil de la época—, tropecé mientras lo cabalgaba con el bordillo de la acera y me pegué un buen trompazo. Mal empezaba el día. Luego jugué al tenis sobre el asfalto, sin red ni líneas de demarcación, durante un par de horas, sudé de lo lindo, chicoleé con las chicas (había muchas, preciosas y ya en edad de merecer), cayó la tarde, refrescó y empecé a notar algo de frío que pronto mudó a escalofrío.

Me sentía mal. Cogí el metro en la estación de Argüelles y nada más llegar a casa empecé a tiritar. No cené. Me acosté y empezó a subir la fiebre. Sudaba copiosamente. Frisé en la fatídica frontera de los cuarenta grados. Mientras tanto, con ojos turbios, leía y leía la novela con la que Santiago Lorén había ganado meses atrás el Premio Planeta, que yo mismo ganaría cuarenta años después. El libro de mi antecesor en ese palmarés se llamaba Una casa con goteras. El título definía a la perfección lo que yo sentía mientras iba pasando sus páginas. Recuerdo aquella lectura, en la que me enfrasqué contra viento y marea, negándome a tirar la toalla, como una pegajosa pesadilla. Libros, siempre libros: croce e delizia.

Pasé una noche infernal. A la mañana siguiente vino el mismo médico que me había atendido la noche navideña de los vómitos de sangre. Era bonísima persona, pero no brillaba por sus luces ni por su talento en el ejercicio de la profesión a la que se dedicaba. Aquel día lo demostró con creces. Dijo que lo mío era una vulgar indigestión y me recetó un contundente trallazo de Agua de Carabaña. O sea: una purga, similar en sus efectos al aceite de ricino. Hoy casi nadie sabe lo que es eso.

La trasegué entre arcadas. Era repugnante. Casi me liquida. Fui a peor, a muchísimo peor, durante un par de atroces jornadas. A la tercera, mi madre, rindiéndose a la evidencia, reaccionó y llamó a otro médico, amigo de la familia, que no necesitó ni cinco minutos para entender lo que pasaba. Había pescado yo, entre el sudor del tenis, el traicionero frescor de la tarde abrileña y los sofocos de mis escarceos platónicos con las hijas de los catedráticos, nada menos que una pulmonía. Palabras mayores.

Recetar una purga a quien padece esa gotera equivale casi a asesinarlo. O eso, al menos, sostuvo el segundo médico, que era hombre de buen olfato, aunque de modales bruscos. Mal pintaba el asunto.

Fleming había descubierto en 1928 la penicilina, que no se comercializaría, por razones varias, hasta un par de décadas después, pero ese fármaco, del que se contaban maravillas y cuyas contraindicaciones se ignoraban, aún no podía encontrarse en las farmacias españolas. Sólo en el mercado negro cabía adquirirlo. Recuerde el lector que estoy remontándome a 1954. Cierto es que ya habían concluido los duros años del hambre (no tan duros, en realidad, por lo que de ellos recuerdo, al menos para quien, como yo, había nacido en el barrio de Salamanca), pero el país aún vivía en estado de relativo aislamiento, casi de embargo ideológico, más que económico, respecto al resto del mundo.

El doctor Pelayo, pues tal era su nombre, explicó a mi madre que sólo la penicilina podía sacarme del atolladero en el que su colega me había metido, pero que encontrarla era tarea poco menos que imposible.

Razón llevaba. Seguro que lo era, pero no para una mujer que se había quedado viuda al comienzo de la guerra civil, conmigo en su vientre, que me había sacado de Madrid en un cruce de fuegos, que había llegado a Valencia, y de Valencia a Alicante, y de Alicante a Orán, y de Orán a Melilla, y de Melilla a Cádiz, y de Cádiz a Huelva, y de Huelva a Ferrol, siempre conmigo, bebé, a cuestas y en compañía de su hermana, que en 1936 no había cumplido los catorce años. Y en medio de ese paseo por el amor y la muerte aún sacó tiempo y redaños para atravesar España desde el extremo sur de Andalucía hasta el Espolón de Burgos con el propósito de averiguar si alguien le daba razón allí de un esposo desaparecido para siempre (aunque ella no lo sabía) entre las llamas de nuestra enésima guerra civil.

Todo eso, y mucho más, acerca de esa heroína, de esa Madre Coraje, de esa Lisístrata privada de eros no por voluntad propia, sino por razón de tánatos, está contado en la novela que dediqué al asesinato de mi padre: Muertes paralelas[39]. A ella me remito.

De ese modo, mientras yo languidecía leyendo, erre que erre, libro tras libro con un fiebrón de aúpa, las pupilas achicadas y un ronco resoplido en los pulmones, mi madre se lanzó a los barrios de mala nota, al Pozo, a Vallecas, a Entrevías, con ahínco similar al que dieciséis años atrás la había animado a recorrer la España en guerra, y se adentró en los monipodios de gitanos, quinquis, contrabandistas y maleantes tratando de conseguir en ellos lo que, efectivamente, consiguió no sé a qué precio: frascos de penicilina en cantidad suficiente para atajar no sólo mi pulmonía, pues ésta, en el ínterin, se había convertido en pleuresía y después en infiltrado y, por ello, en antesala de lo que con un poco de mala suerte podía derivar a tuberculosis.

¡Aleluya! Por fin llegaba a puerto la premonición surgida mientras leía Romeo y Julieta.

Dejo de bromear y abrevio. Me pinchaban once veces al día. Tenía el trasero como un acerico. Y así estuve cosa de una semana, despertándome por la noche cada dos o tres horas para que mi madre, convertida en enfermera de ocasión, acribillara, inmisericorde, el culo de su primogénito con agujas de grueso calibre.

Y una noche, por fin, la enfermedad alcanzó y rebasó su punto crítico. Serían las tres de la mañana. Me desperté empapado en sudor. Emergía de una atroz pesadilla con la misma fuerza con que sale la lava de un volcán cuando su caldera entra en erupción. Grité. Me oyeron y se despertaron todos los miembros de mi familia. Dije cosas incomprensibles, que veinte años más tarde intentaría explicar en Gárgoris y Habidis, pues fue entonces cuando llegué a la conclusión de que aquel día me había visitado la Santa Compaña. Manos solícitas recogieron mi sudor con toallas empapadas de agua fría. Me tranquilizaron. Me arroparon. Mi madre me besó. Me dejaron solo...

Por la mañana, tarde ya, vencido el mediodía, me desperté sin malestar y sin fiebre. Estaba curado, aunque tuve que guardar cama, dieta rica en proteínas y absoluto reposo durante mes y medio. Así lo exigía el infiltrado, que nunca llegó a mayores. Fueron días felices, tranquilos, luminosos. Me trasladaron a la alcoba exterior. Entraba en ella el sol poniente. Más allá de los cristales de su mirador sonreía la primavera. Venían a verme amigos y familiares. Las criaditas, con sus batas entreabiertas, revoloteaban alrededor de mi lecho, que era nupcial, y encendían todas las luces de mis sentidos. Yo las miraba con avidez, leía, escuchaba la radio, fantaseaba, me masturbaba...

Y así hasta que el infiltrado se esfumó. ¡Buen viaje, amigo!

 

 

Recidivas

 

No hubo más percances de salud hasta que en Dakar, veinte años después, la fiebre tifoidea salió otra vez por sus fueros. Ya iban tres. Vivía yo entonces allí, dando clases en la Universidad. Estuve un par de años. Una mañana de domingo tuve la pésima idea de tomarme una docena de ostras regadas con Muscadet en un chiringuito playero de mala muerte. ¡A quién se le ocurre! ¡En Dakar! ¡En el África oscura! ¡En el corazón de las tinieblas! ¡En el señorío de las miasmas, los mosquitos y las moscas!

Los moluscos bivalvos son tan atractivos para el paladar como peligrosos para la salud. Regeneran el agua del mar al precio de incorporar miríadas de bacterias al interior de su concha. Suaves, pero puñeteras e insistentes, fueron en aquella ocasión las escaramuzas desencadenadas por las salmonellas: febrícula, debilidad, colitis de escaso fuste...

Combatía yo la dolencia a base de antibióticos[40]. Eso era lo peor. Los síntomas iban y venían. En el verano, cuando regresaba a España, desaparecían por completo. En el otoño, cuando volvía a Senegal, todo recomenzaba. Parecía cosa de brujos. Fue un tira y afloja molesto, pero nada más. No perdí ni un solo día de clase.

Cuando en 1974 abandoné el puesto de profesor y me reinstalé en España, la salmonelosis se desvaneció para nunca más volver. El aire y el agua de Soria me curaron.

 

 

Ataque de pánico

 

A finales de 1978 salió Gárgoris y Habidis. El éxito de esa obra fue fulminante y, para mi vida, demoledor. En cosa de pocos meses me vi catapultado a modos y modales de existencia que nunca había practicado ni deseado, y que no me agradaban. Suelo decir, ya que hablo de enfermedades, y al decirlo no miento, por más que muchos crean lo contrario, que la fama, la popularidad, el prestigio y todos esos impostores denunciados por Kipling en su If son tan malos como un cáncer. A nadie se los deseo, y a mí menos que a nadie.

Me convertí en el escritor de moda, en la pimienta de todas las salsas, en el niño bonito de los medios de comunicación, en la princesa del guisante de las instituciones, en el rey de corazones de los naipes barajados por las chicas deseosas de anotar un escritor entre las muescas de su culata. Me llevaban de aquí para allá, y yo me dejaba llevar de allá para aquí. Continuos desplazamientos, conferencias, coloquios, entrevistas, hoteles, aviones...

Así no había forma de conciliar el sueño y de ese modo caí poco a poco en la trampa de ingerir una pastilla para hacerlo. Sobra aclarar que aludo a las dichosas benzodiacepinas que el diablo se lleve, capaces de generar en poco tiempo una adicción casi invencible.

Durante ocho o diez años, tomé alegremente, noche tras noche, una cápsula de Dormodor. El nombre importa poco. Pudo haber sido otro cualquiera. Todos son más o menos iguales, e igualmente demoledores. Dicen que aceleran el alzhéimer y las demás enfermedades neurodegenerativas o que, por lo menos, predisponen a tenerlas. Yo, eso, no lo sé. Pero sí sé que, una vez adquirida la adicción, es endemoniadamente difícil salir de ella.

En octubre de 1988 fui en coche a Salamanca en compañía de mi madre y de quien era entonces mi mujer. Tenía que dar una conferencia. Cubrí el trayecto de ida y vuelta en el día. Al llegar a Madrid por la noche lo hice con un formidable gripazo a cuestas. Me fui a la cama, subí las mantas hasta la nuez, me dispuse a sudar y, puesto ante la evidencia de que en los días sucesivos iba a resultar imposible hacer frente a mis obligaciones profesionales, me dije:

—¡Ésta es la mía! Como mañana no voy a levantarme, ni pasado, ni al otro, dejo de tomar la pastilla, y si me duermo a las cinco, vale, y si es a las siete, adelante, y si no pego ojo, lo mismo. Ya lo pegaré a lo largo del día.

Detesto las adicciones. Llevaba ya mucho tiempo soñando con superar aquélla. La ocasión era propicia y decidí cogerla al vuelo.

Sucedió exactamente lo que me temía. Dormí muy poco, pero como el gasto de energía era nulo, fui resistiendo día tras día. Al cabo de una semana cedió la fiebre y, tambaleándome, retomé el trantrán de la vida cotidiana.

Mal que bien le hice frente, pero me notaba raro. Muy raro. Tenía la sensación de que mi cabeza humeaba. Me sentía desorientado incluso en el pasillo de mi casa y más aún cuando salía a la calle. Me costaba reconocer las tiendas, los bares, la gente...

Mi hija Aixa, que por aquel entonces vivía en Biarritz con su madre, de la que me había separado, vino a verme. Era aún una niña. Tenía siete años. La llevé al Parque de Atracciones y, para su asombro, porque siempre me había visto como una especie de audaz papá pirata, no me atreví a subir al Star Line, o algo así, que era uno de esos artefactos de última generación que suben al usuario hasta alturas indecibles y luego lo lanzan hacia abajo a la velocidad de un meteorito.

Aquello me deprimió. Había quedado ante mi hija como un cobarde. Jamás me había sucedido nada similar.

Aixa volvió a Biarritz. Yo todavía aguanté unos días en la misma situación, braceando, tanteando y saliendo como podía a la superficie de la ciénaga de miedo en la que estaba sumergido para coger un poco de aire y volver a hundirme.

Y el mundo, precisamente, se hundió ante mis ojos el día —era un martes que nunca olvidaré— en que fui a ver a un amigo mío, el doctor José María Fernández, con el propósito de que probase conmigo, cobaya de vocación, un novedoso sistema de acupuntura que servía para estirar el cutis, rejuvenecerlo y disminuir sus arrugas.

Me palpó la cara, las sienes, los ojos y el cuello, antes de proceder a la distribución de las agujas, se inquietó y me dijo:

—¿Qué te pasa, Fernando? Tienes todas las defensas neurovegetativas en estado de alarma.

Se lo conté y...

—Vete a casa, acuéstate, toma una de tus pastillas, procura dormir y pide hora para que mañana te vea un especialista.

Él no lo era. Atendía otros frentes.

Le obedecí. No sirvió de mucho. Aquella misma noche sufrí un ataque de pánico. Tardé varios meses en superar sus efectos. Tuve que volver a tomar pastillas. Luego, poco a poco, muy poco a poco, con paciencia infinita, me las fui quitando. Necesité otro mes para hacerlo. Cada noche reducía un poco, con la uña, el comprimido. Antonio Escohotado, autor de la Historia general de las drogas y de El libro de los venenos, me dijo que había cometido una locura, que no se puede interrumpir abruptamente la ingesta de benzodiacepinas, que existía, incluso, el riesgo de morir en tal empeño...

El ataque de pánico fue —es— uno de los dos episodios clínicos de mayor gravedad experimentados por mí. El otro es —fue— el de la intervención quirúrgica para desatascar mis coronarias.

El resto —unos condilomas en el glande, un tendón roto en el dedo índice de la mano derecha, un grueso cálculo en la uretra, un par de hernias inguinales— han sido asuntos de muy ordinaria administración.

 

 

Longevidad y naturismo

 

Regreso ahora de lo particular a lo genérico, de lo autobiográfico a lo impersonal. Y lo hago atendiendo a dos cuestiones importantes...

La primera se refiere al peso que en la salud y la longevidad tienen los genes; la segunda, al peliagudo dilema de si los suplementos alimenticios, los productos naturistas, las terapias complementarias, el chamanismo, el Ayurveda, los remedios milagrosos, los chutes de vitaminas, los cosméticos regeneradores, y el resto de la panoplia de la medicina alternativa traspasan o no las barreras del metabolismo. De él es, en definitiva, la última palabra.

Vamos con lo primero, que tiene respuesta fácil, aunque no halagüeña para mi elixir... No nos engañemos: los genes, en lo que a la buena salud y el antiaging se refiere, son la parte del león[41]. Cabría identificarlos con el destino o, al menos, con uno de sus brazos. Imponen, de hecho, una trayectoria, abren un cauce, trazan una cartografía, marcan un límite. Nadie va a vivir ni en cantidad ni en calidad por encima de sus posibilidades genéticas.

Cierto, cierto... Pero el problema debería plantearse al revés: no es una cuestión de máximos, sino de mínimos. Lo que importa es exprimir y apurar hasta la hez cuanto los genes nos brindan sin desperdiciar ni una sola gota de ese zumo. No podremos forzarla, pero sí aprovecharla en toda su plenitud. No podremos vivir más ni mejor de lo que se nos ha asignado, pero sí podríamos vivir menos y peor.

Utiliza tus talentos, nos dice la Biblia. Procura que tus semillas no caigan en mala tierra. No dilapides el caudal que heredaste de tu estirpe. Con él viniste al mundo. Es tuyo. Es tu herencia, pero puedes malbaratarla si no la manejas con sentido común, si conculcas las normas del juego y las pones patas arriba, si ignoras quién eres y para qué has nacido...

La salud es un estado mental y la vida es una cuestión moral. Trata bien a tus genes si quieres que tus genes te traten bien. No abuses de su energía ni descerrajes sus condicionamientos, pues el reloj que marca las horas y el ritmo del tictac de tu vida puede adelantar, retrasarse, titubear, languidecer e incluso enloquecer. Sé juicioso, sé austero, ahorra, invierte. Con eso basta. La genética es un cheque al portador que, como todos los cheques, puede quedarse sin fondos y llevarte a la quiebra.

En cuanto a la otra cuestión, la de si los fármacos alternativos —las leyes prohíben llamarlos así, pero fármacos son, mal que les pese a las autoridades sanitarias— traspasan o no el telón de acero del sistema metabólico y se incorporan a nuestro organismo en vez de pasar de largo ante él...

Rellenar esos puntos suspensivos no es tarea fácil. Doctores tiene la ciencia, por más que las conclusiones de ésta no siempre sean de fiar. A menudo, de hecho, son erróneas, contradictorias o provisionales. Yo, en todo caso, no soy un científico. Sólo tengo barruntos, datos de aluvión recogidos por aquí y por allá, intuiciones, voliciones... Hay ingredientes en mi elixir por los que estaría dispuesto a poner la mano en el fuego: el Sumo reishi y la melatonina, por ejemplo. Hay otros por los que no.

Tomo los primeros por convicción; los segundos, por inversión. Es una apuesta. Si gano, gano, y si no, tan amigos. Me basta con que no dañen, y eso es, a medio plazo, o incluso a corto, fácil de establecer. En cuanto a sus posibles beneficios, me acojo al de inventario: ya se verán...

 

 

Naranjas sin pepitas

 

Cuestión significativa en lo concerniente a todos esos complejos vigorizantes que hoy dan pie a una de las más prósperas industrias de nuevo cuño es la que se refiere a la dosificación y distribución de los principios activos. La normativa española al respecto es sumamente restrictiva y roza el absurdo, pero la pillería de los fabricantes, que abaratan el costo —aunque no el precio— de sus productos minimizando el contenido, no le va a la zaga.

Cotéjense las etiquetas entre los complementos alimenticios que se venden en España y los que cualquier consumidor tiene a su alcance en países tan de fiar (en eso, no en otras cosas) como lo son Inglaterra, Alemania, Rusia, Bélgica o Estados Unidos y se comprobará. Buena parte de ellos no sirven para nada. Acuda quien lo dude a cualquier clínica solvente de antienvejecimiento —Neolife, verbigracia, que tiene su sede en Madrid y de la que hablaré a fondo en el último tramo de este libro— y verá cómo sus responsables corroboran lo que aquí denuncio.

Denuncio, sí, en el estricto significado criminológico de la palabra, pues delictivo, además de hipócrita, es restringir en los productos citados, ya sea con mero ánimo de ahorro empresarial, ya por simple apetencia prohibicionista, la dosificación de ingredientes que podrían mejorar nuestra salud y que, en todo caso, no la dañan. Se expelen por la orina, las heces o el sudor, y a otra cosa.

Agrava el hecho la evidencia de que con ese trágala se perjudica, sobre todo, a las gentes del común, pues las que no lo son tienen acceso, por su mayor nivel económico, social y cultural, a fuentes de suministro no sujetas a él.

Valga un ejemplo... Sólo uno, entre los muchos que cabría aportar.

Nuestra normativa sanitaria prohíbe concentrar más de un gramo de vitamina C en una sola cápsula, comprimido, ampolla o lo que quiera que sea. ¡De vitamina C, poderoso antioxidante, además de otras virtudes, que según Pauling, científico estadounidense galardonado con dos premios Nobel (el de Química y el de la Paz), deberíamos consumir en dosis superiores a los diez gramos diarios! Con él nació o, por lo menos, alcanzó su mayoría de edad la medicina ortomolecular, constantemente puesta en solfa por la ciencia pacata, que recurre a las megavitaminas para prevenir o curar un sinfín de enfermedades.

No soy yo quién para terciar en esa disputa, cuyos planteamientos exceden a mis conocimientos, pero más vale, a juicio de hermano lego, correr el riesgo de la hipervitaminosis, siempre fácil de corregir, que padecer avitaminosis. En la fórmula de mi elixir, desde luego, las dosis de los productos que lo integran son casi siempre muy superiores a las que recomienda la Organización Mundial de la Salud.

¿Y bien?

Hasta aquí he llegado, ¿no?, vivito, coleando y dando guerra pese al chaparrón de vitaminas, hormonas, aminoácidos y oligoelementos que todos los días, desoyendo las admoniciones de los timoratos, vierto alegremente sobre mí, y quien diga lo contrario se equivoca.

Los alimentos naturales, debido a la contaminación, la maduración artificial, las lluvias ácidas, los pesticidas, los transgénicos, las manipulaciones de todo tipo y tantos otros factores de la creciente industrialización y progresiva desnaturalización del mundo, ya no nos proporcionan los nutrientes que nuestro cuerpo necesita o lo hacen sólo de forma incompleta. Por ello, más que de complementos alimenticios deberíamos hablar de suplementos.

En las naranjas, por ejemplo, sobre todo cuando carecen de pepitas (y eso, ahora, es lo usual), ya apenas queda vitamina C. De ésta sólo sobrevive algún rastro en los pellejos blanquecinos que asoman entre los gajos. Tenemos, pues, que añadir a lo que madre natura nos daba lo que ya, convertida en madrastra cicatera, ha dejado de darnos. Es triste decirlo, pero locura sería acogerse, como hacen tantos, al recurso del avestruz.

 

 

Desobediencia sanitaria

 

Un addendum a lo que acabo de decir...

La legislación española, en lo que a los complementos alimentarios se refiere, es, a decir poco, draconiana, conculca el derecho de las personas a cuidar del propio cuerpo y convierte a los españoles en ciudadanos de clase de tropa.

¿Han oído hablar de lo que esconden las siglas VRN (o Valores Recomendados de Nutrientes) y TUL (Límite de Ingesta Tolerable)? ¿Saben lo que es la EFSA o Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria?

Europea, sí, porque también en Bruselas y Estrasburgo tienden a ser tan liberticidas como en España, aunque con algo más de flexibilidad.

Miren, amigos... Ustedes no tienen que tolerar nada con relación al tema que ahora me ocupa. Yo meto en mi cuerpo (y más aún en mi alma) lo que se me antoja. Si acaso, pueden opinar e informar, que ya nos ocuparemos mi vecino y yo de coincidir o no con su opinión y de discernir lo que en esa información nos parezca cierto, falso o dudoso. La desobediencia sanitaria es también desobediencia civil. A ella me acojo.

Voy a poner sólo dos ejemplos. El primero, ya citado hace unas líneas, se refiere a algo tan habitual en los suplementos de nutrición como lo es la vitamina C; el segundo, a una hormona de consumo tan extendido y de consecuencias tan beneficiosas para la salud como lo es la melatonina. De ella dependen, entre otras cosas, los índices de inflamación, causa directa y principal, junto al estrés oxidativo y su repercusión en la longitud de los telómeros[42] y el estado de las mitocondrias[43], de los procesos de envejecimiento.

En España la ingesta de referencia de vitamina C —vuelvo a ella— es de ochenta miligramos al día (una ridiculez), aunque se permiten, acogiéndose al nivel máximo de ingesta tolerable establecido por la Autoridad Europea, las dosis de un gramo. Yo tomo, habitualmente, tres, y a veces más, según me da, o menos, e incluso nada; hay médicos que, sotto voce, llegan a inyectar en vena hasta cincuenta gramos a sus pacientes. Y no por ello desarrollan cálculos renales ni sufren trastornos digestivos.

Más escandaloso aún es el caso de la melatonina, hormona producida por la glándula pineal que regula los ritmos circadianos, además de otras muchas funciones del organismo, y se vende con absoluta libertad en la mayor parte del planeta, incluyendo Estados Unidos. La producción natural de esa hormona decrece poco a poco a partir de los cuarenta años y es preciso reponerla de modo artificial. Nuestra legislación, modificada en 2013, establece que la dosis máxima permitida es de un gramo al día, pues a partir de dos ya no se considera complemento, sino medicamento.

Peor aún: en España no se admite la venta de melatonina por separado, aunque de hecho exista, sino sólo como ingrediente de complementos alimenticios por aplicación del llamado «principio de reconocimiento mutuo» al ser legal la comercialización de esa hormona en otros países de la Unión Europea y especialmente, por lo que hace a este caso, en Italia.

Empecé a tomar tres miligramos de melatonina en 1995; fui aumentando gradualmente la dosis a medida que iba cumpliendo años; llegué hace cosa de diez a los ocho miligramos; y ahora, tras analizar escrupulosamente mis niveles de esa hormona en el único laboratorio español donde es posible hacerlo, los especialistas en medicina antiaging me aconsejan que eleve esa dosis a sesenta miligramos diarios... Sí, sí, han oído bien. ¡Sesenta, he dicho!

Y, por supuesto, voy a hacerlo[44], pasando por encima de nuestras autoridades, empeñadas, al parecer, en que me muera pronto.

Que así no sea.

 

 

Comer menos para vivir más

 

La restricción calórica no acompañada por carencias de nutrición —o sea: comer menos— es la única medida, junto al ejercicio moderado, que hasta ahora ha demostrado su eficacia en lo concerniente a la longevidad. Lo malo es que la mayor parte de la gente no consigue incorporar ni lo uno ni lo otro, de forma sistemática, al trantrán de su vida cotidiana. De ahí que los científicos traten de desarrollar fármacos que sustituyan, sobre todo en los ancianos, esos dos vectores del antiaging.

La práctica totalidad de los experimentos relativos a la restricción calórica se han llevado a cabo con ratones y monos. No resulta fácil someter a nuestros semejantes a un régimen de dieta severa, rayana en las dos mil calorías diarias, durante un período de tiempo lo suficientemente largo como para obtener resultados fiables.

Comer menos, digo... No un poco menos, sino bastante menos: alrededor de la tercera parte de nuestra dieta habitual (o incluso una cuarta parte si vive usted en Jamonia, Gambonia, Croquetalandia u Obesia, donde las raciones siempre son triples. Los españoles viven para la mesa, como los chinos, y para la sobremesa, como los gandules).

¿Exagero? Sí. Pero, bromas aparte, cuanto menos comamos, más larga y saludable será nuestra vida. La obesidad es, junto al tabaco, la principal causa de mortalidad que hoy por hoy existe en el mundo. Si usted, lector, fuma o padece sobrepeso, de poco le servirá leer este libro. Ahora bien: si le divierte, adelante con él. No voy a tirar piedras contra mi tejado.

Sobrepeso es un concepto equívoco, porque remite no tanto a la grasa corporal, que es lo dañino, cuanto a los kilos. Más importante que la balanza, aunque también lo sea el veredicto de ésta, es el perímetro del abdomen. En él se acumula el exceso de grasa. Por encima de ochenta y ocho centímetros de cintura, en las mujeres, o de ciento dos, en los varones, mal asunto. Es ahí donde se incuba la mayor parte de las dolencias vasculares, el ateroma de las coronarias, los ictus, la diabetes, la tensión alta, el cáncer...

La obesidad se ha convertido en una enfermedad endémica, estrechamente relacionada con la alimentación. Más de mil millones de personas la padecen, y esa cifra crece día tras día. Es ya la principal causa de defunción. La dieta nipona, que yo procuro seguir esté donde esté, es otro de los secretos de mi elixir. En Japón es muy raro ver a una persona obesa. En Europa y en Estados Unidos lo raro es no verla.

No se han llevado a cabo experimentos rigurosos sobre los efectos de la restricción calórica en los seres humanos, como dije más arriba, pero disponemos de una prueba involuntaria de los beneficios que esa medida produce. Me entero por un informe de María Blasco[45], directora del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas y punta de lanza de los estudios sobre el papel que juegan los telómeros de los cromosomas en lo concerniente al envejecimiento, de que en la Cuba de los años noventa, tras el derrumbe del muro de Berlín y la caída de la Unión Soviética, los habitantes de la isla, acosados, acuciados y, en cierto modo, desahuciados por la desaparición de la ayuda que Moscú, hasta ese momento, les brindaba, tuvieron que apretarse el cinturón y reducir el volumen de su dieta, que pasó de tres mil a dos mil doscientas calorías diarias. Al mismo tiempo, debido a la escasez de carburante, se vieron obligados a renunciar a los coches y a moverse a pie o en bicicleta. La conjunción de esos dos factores —el ejercicio y el ayuno— se tradujo en una pérdida de cinco kilos por cabeza.

No hay mal que por bien no venga. Su salud mejoró y, encima, se pusieron más guapos. Esa metamorfosis hizo posible, por ejemplo, que las turistas blancas se encaprichasen de ellos y, por vía de matrimonio o de simple arrejuntamiento, se los trajesen a vivir a naciones no sujetas a dictaduras. Inescrutables son los caminos del Señor.

 

 

Un veneno vestido de novia

 

¡Es la leche!, cabría exclamar, pero no como metáfora castiza y elogiosa, sino en el sentido literal de la expresión.

Aludo —huelga aclararlo— al líquido grasiento que fluye por el pezón de las ubres de las vacas cuando se las ordeña y que, sin fundamento alguno fuera del que la credulidad del pueblo y la publicidad de quienes lo venden le atribuyen, goza de tan buena prensa.

Ya va siendo hora de que se la quitemos. Arrimé yo el hombro a esa tarea en el informativo Diario de la Noche —lo que suscitó no poco escándalo entre los ignorantes que desprecian cuanto no sea lugar común y entre los empresarios del sector— y en mi libro Kokoro, cuya lectura aconsejo, porque les levantará el ánimo, a quienes padezcan, hayan padecido o vayan a padecer (una de cada tres personas, como mínimo) alguna enfermedad del corazón.

Existen, abundan y hacen estragos en nuestra dieta habitual lo que los naturistas de la medicina alternativa y muchos nutricionistas de la oficial llaman «los tres venenos blancos». Son éstos el azúcar (al que cabría añadir la sal), la harina refinada y la leche o, mejor dicho, los productos lácteos y no desgrasados en general, incluyendo el yogur, cuyos bífidos —inexistentes, por cierto, en todos los de elaboración industrial— tan buena imagen tienen, y exceptuando los quesos de Burgos, Villalón y similares. Pero de los unos y del otro, de los quesos (tan tentadores por su exquisito sabor como traicioneros por sus perniciosas consecuencias) y del yogur, ya he hablado o hablaré más adelante. Ahora aludiré sólo al veneno original, a la casa madre, por así decir, a la leche, a esa bruja disfrazada de novia cuyo velo de tul ilusión es la ponzoñosa nata que casi todos los seres humanos consumen con avidez suicida no sólo en el período de la lactancia infantil, sino durante el resto de sus vidas.

¿Conocen algún mamífero que haga otro tanto? Pues comuníquenlo cuanto antes a los zoólogos y pasarán a la historia de la ciencia.

Explicar por qué la leche, lejos de ser un producto salutífero y en contra de lo que tantos piensan, es mortíferamente dañina para muchos de los órganos y funciones del organismo —las digestivas, las metabólicas, las respiratorias, las cardiovasculares y las cerebrales, por ejemplo— requeriría, como el azúcar, un libro entero.

No seré yo quien lo escriba. Ya hay más de los necesarios. Pero tenga el lector la certeza de que sé lo que me digo, de que la ciencia me lo abona y de que las denuncias formuladas no son fruto del capricho ni excentricidades de escritor que saca los pies del plato, sino verdades de a puño respaldadas y apuntaladas por los nutricionistas, los neumólogos, los cardiólogos, los neurólogos y los endocrinos.

La leche, por no servir, no sirve ni siquiera para retrasar o contener la osteoporosis, porque el cuerpo humano absorbe con mucha dificultad y en dosis inapreciables el calcio de origen vacuno. Las cifras son contundentes: la incidencia de la osteoporosis es más baja en los países donde menos productos lácteos se consumen. No soy yo —insisto— quien lo dice, sino todos los estudios científicos realizados por personas o instituciones que no estén a sueldo de las empresas lácteas.

Visite quien dude de lo que digo, si su economía se lo permite, cualquier clínica de punta de los Estados Unidos, y escuchará de entrada, a porta gayola, lo mismo que yo —hace ya de eso más de quince años— también escuché y, naturalmente, acaté, pues si no se obedece al médico, díganme ustedes para qué diantre lo consultamos:

—Ante todo, no vuelva a probar una gota de leche en lo que le queda de vida.

Quien me lo dijo era el director de la clínica, y fue antes de iniciar su interrogatorio y el chequeo subsiguiente. Después añadió:

—Ni usted ni nadie.

Aplíquense el cuento.

 

 

Aporto un testimonio. Es del extraordinario pintor Modesto Roldán, ya fallecido, que tenía una pila de años cuando me lo dio. Lo hizo por vía epistolar después de que yo denunciase en un programa de televisión —ya hablé de ello— la falacia de las supuestas virtudes nutritivas de la leche. Entresaco algunos fragmentos de la carta de Roldán...

 

Estoy en deuda contigo. Hace un año yo estaba seriamente jodido del pecho y me decía lo que la mayor parte de mis compatriotas dice en esas circunstancias: ya pasará. Pero una noche, escuchando tus noticias y comentarios en el informativo de Telemadrid, te oí algo que me llamó la atención. Dijiste, más o menos, con esa diplomacia fina que te caracteriza, que la leche que bebemos es una puñetera mierda, sumamente perjudicial para la salud. Y me dije: pobre Dragó. Vas a desaparecer del programa.

Ante mi sorpresa, no fue así. Te mantuvieron. O estabas enchufadísimo o alguien comprobó que llevabas razón. Yo había adquirido años atrás la costumbre de beber leche en abundancia, convencido de que era un alimento rápido y eficaz: el que me permitía no interrumpir las labores ante mi caballete. Me bebía un litro sin dejar de pintar. Pues bien: después de oírte abandoné la leche de manera drástica. Y fue milagroso, tío. Mis bronquios, que hasta entonces eran una jaula de grillos, enmudecieron. Fui feliz durante días enteros, y ese milagro no se ha desvanecido. Como aquella señora que le preguntó a Freud por lo que pensaba de los milagros de Lourdes y él contestó que sólo funcionaban en el caso de los cerebros con encefalograma plano...

Bromas aparte, como te digo, dejé de beber leche y ahora escucho extasiado el silencio de mis bronquios, que perdura desde hace casi un año. Estoy convencido de que me has prolongado la existencia durante algunos más.

 

Sin embargo, formidable, aunque muy desigual, es el consumo de productos lácteos en Europa, América, India y Mongolia. En el resto del mundo, no. Eso sale ganando.

Desigual, digo, porque en España se emite cada mes la friolera de once mil anuncios de televisión dedicados a ponderar las miríficas virtudes de la leche. ¿Cómo enfrentarse a semejante lavado de cerebro?

Hace poco apareció una lucecilla al final de ese túnel blanco. La prensa dio noticia de que, según investigaciones muy recientes, es el manganeso y no el calcio lo que ayuda a combatir la osteoporosis. ¡Alabados sean Dios y los nutricionistas no vendidos al oro de la industria láctea! Se viene así abajo el mito de que para prevenir esa enfermedad, tan frecuente sobre todo en las mujeres a partir de la menopausia, nada es tan eficaz como la leche.

El calcio que contiene ésta era, por añadidura, y ya de por sí, como dije, de dudosa utilidad, pues el organismo humano lo metaboliza sólo en dosis irrelevantes. Ahora sabemos que, encima, no refuerza la solidez ni la densidad de los huesos.

¿Hay algo peor que la leche? Sí, la mala leche, como su nombre indica. Quienes la tienen, que en España son legión, quebrantan su salud. No practiquen ese deporte en el que tanto destacamos. La bondad y el buen humor alargan la vida. Tómense ésta con calma. No se enfaden con nadie, no critiquen al prójimo, no lo juzguen y llegarán a ser tan viejos, y a la vez tan jóvenes, como lo era Modesto Roldán.

 

 

Tiren el microondas

 

¡Nene, caca!

No piense el lector que me meto donde no me llaman. Acabo de tener mi cuarto hijo, estoy bastante puesto en lo que a la crianza de los niños se refiere y me siento moralmente obligado a deslizar algunas consideraciones sobre los riesgos que su salud corre.

Aquí va la primera... Cada vez que pillo in fraganti a una mamá calentando el biberón de su rorro en el microondas de un restaurante, me acerco a ella y, con la cortesía que su buena voluntad merece y a la que mi condición de antiguo alumno del colegio del Pilar me obliga, le digo:

—¿Sabe usted, señora, que ese aparato destruye toda la carga alimenticia de lo que se mete en él? ¿Quiere que este niño tan hermoso empiece a acusar síntomas de desnutrición?

Así es. Los microondas pulverizan las moléculas y las convierten en algo bastante parecido al serrín, el engrudo o los pensamientos de las musarañas. Su valor nutritivo raya en el cero.

No es ésa la única contraindicación de tales y tan diabólicos artilugios, pero lo dejo, por ahora, así. Tiempo habrá para denunciar otros efectos perniciosos.

Segunda consideración... Veo un anuncio en la tele. En él aparece una familia feliz —mamá, papá, niño, niña— a la hora del desayuno. ¡Salud para todos los suyos! Ése es el mensaje implícito y explícito que las alegres imágenes transmiten. Y en ellas se ve cómo los solícitos progenitores llenan de leche los vasos de sus hijos mientras éstos devoran enormes rebanadas de pan cubiertas por un dedo de Nocilla o de Nutella. Tanto monta... A cuál peor, por muy sabrosos que esos productos sean. Su carga de azúcar y grasas trans, entre otras lindezas, son un obús lanzado contra el sistema cardiovascular de quienes los consumen.

Siento llamar a las cosas por sus nombres, pues no querría perjudicar la cuenta de resultados de las empresas que los fabrican, pero sabido es que no se juega con las cosas de comer, sobre todo cuando es la salud de las criaturas lo que se ventila.

 

 

Varones feminizados

 

Sigue mi campaña contra los lácteos. Si arremeto ahora, una vez más, contra ellos es porque hay novedades significativas. Se refieren al asunto que no tiene enmienda y proceden de un estudio elaborado por la Universidad de Harvard y presentado en el Congreso de la Sociedad Estadounidense de Salud Reproductiva que hace unos meses se celebró en San Diego.

Un equipo de investigadores de tan prestigioso centro docente ha llegado a la conclusión de que los productos lácteos sin reducción de grasa repercuten sobre la calidad del semen. Tres raciones al día provocan un descenso del 25 por ciento en su eficacia. Culpables del desaguisado son los estrógenos de la vaca, feminizadores del varón que consume, en cualquiera de sus formas (leche, queso, yogur, cuajada), lo que sale de sus ubres.

No hay mal que por bien no venga... Numerosos son los perjuicios derivados de la leche, pero quizá quepa utilizar ésta como coadyuvante de los anticonceptivos. Ya va siendo hora de que sean los miembros (nunca mejor dicho) de la grey masculina quienes asuman parte de esa responsabilidad, descargada hasta ahora —condones aparte— sobre las mujeres. La píldora no es, a la larga, inocua. Cuantas menos se tomen, mejor.

Mucha gente sabe, pues tan insólita noticia dio que hablar hasta el extremo de convertirse en trending topic del día siguiente al del feliz nacimiento de mi cuarto hijo, que en el septuagésimo quinto de mi edad y en el trigésimo octavo de la de su madre, ésta, que era primeriza, se quedó embarazada sin recurrir a ninguna técnica ni fármaco de fertilización artificial.

Fue una sorpresa, agradable para ella e inquietante para mí. Los dos pensábamos que la intentona no sería fácil y, sin embargo, lo fue. Ahora, a la luz de las investigaciones de las que más arriba he dado cuenta, me lo explico. Nunca tomo leche ni yogur. En cuanto a los quesos... ¡Hombre! A veces les hinco el diente. ¡Están tan ricos! El paladar tiene razones que la razón desconoce. No sólo el pez muere por la boca.

 

 

La estafa de las fechas de caducidad

 

El señor Cañete, que ahora anda de comisario por Bruselas, pero que el 15 de enero de 2015 era ministro de Agricultura y Alimentación, no es hombre que se ande con tapujos. Al pan lo llama pan, como en los viejos tiempos, antes de que llegara la corrección política, y de ello hizo alarde en la fecha mencionada al confesar a un periodista que cuando encuentra un yogur caducado en la nevera, se lo zampa, y tan contento. Yo también, aunque no aplique ese criterio a los yogures, sino a otros productos envasados o enlatados, incluyendo las medicinas, y aquí me tienen, hecho una rosa.

Aquella confesión, que armó no poco revuelo entre los «preciosos ridículos» que se la cogen con guantes de látex cuando van al excusado, me pilló horas después de que mis dos hijas, mis dos nietos y yo, en amigable cena familiar, comentásemos precisamente eso: la tontuna de tirar a la trituradora de los desperdicios no reciclables todo lo que, a tenor de la ley del embudo de las etiquetas, ya no es apto para el consumo de los bípedos implumes. ¿Todo? Bueno, bueno...

Todo, no, pues hay cosas, como las semillas de la tumba de Tutankamón, que conservan sus virtudes (así sean decrecientes) por los siglos de los siglos o que, en el peor de los casos, si es que las pierden, no son nocivas para la salud. Las medicinas, por ejemplo, en buena parte, como lo demuestra el hecho de que las oenegés las recojan para enviarlas a quienes, en los países pobres, no tienen acceso a ellas. Si el estómago de un vecino de Yibuti las acepta, ¿por qué va a rechazarlas el mío? Puede que con el paso del tiempo se reduzca su eficacia, pero no, como mínimo, el efecto placebo.

Tengo un enorme frasco de aspirinas estadounidenses —¡diferencia va con las nuestras!— caducadas hace más de tres lustros, pero las sigo tomando y juro por Hipócrates que me bajan la fiebre, me alivian el dolor y carecen de efectos secundarios.

Lo que esconden muchas de las fechas de caducidad sólo es negocio: el del consumismo inútil. Los laboratorios y los fabricantes de alimentos envasados quieren que los tiremos para pasar por caja de nuevo. Pronto nos dirán que el vino no mejora en las barricas. Le invito, señor Cañete, a una copa de solera.

 

 

Otra moda dañina: la de consumir yogures (industriales... ¡Faltaría más!) a troche y moche. Ahora, encima, los sirven helados y coronados por toda clase de chucherías y bullipolleces. Cuando yo nací, y eso se mantuvo hasta mi primera juventud, los yogures —ya dije— se vendían en las farmacias para atajar, junto al Lacteol y el Tanagel, las diarreas y otros desarreglos del intestino. Cada vez que mi madre me los daba, cosa rarísima, fruncía yo los labios, ladeaba la cabeza y arrugaba el entrecejo para manifestar mi desagrado. Lógico, porque los sabores agrios sólo son del gusto de los chinos y de quienes, no siéndolo, buscan sensaciones nuevas. Ahora, por lo general, el yogur ya llega edulcorado para que los niños no tuerzan el morro. Se unen así las maldades de sus grasas, de sus calorías y, en general, de la leche a las del segundo veneno blanco: el azúcar, en todas y cada una de sus infinitas formas.

La OMS acaba de subir la cotización de la diabetes mellitus en el ranking de las dolencias letales: ya está en el top ten. Trescientos setenta millones de personas la padecen.

Es cifra que da vértigo. El mismo que usted, lector de mis entretelas, debería sentir cuando esté a punto de entrar, acompañado o no por sus hijos, en uno de esos atractivos establecimientos pintados de blanco con toques de fosforito que despachan frozen yogurt. Piénselo dos veces, dé media vuelta y no se le ocurra celebrar allí —parece ser que también eso está de moda— el happy birthday to you de los miembros más jóvenes de su tribu. Hacerlo será contradecir el buen augurio de la fórmula clásica: que cumplas muchos más...

El calcio de la leche —también lo he dicho— no se incorpora al organismo. Lo único saludable que contiene el yogur, a condición de que no sea industrial, son los bífidos, útiles, al parecer (pues ahora andan también en entredicho), para devolver la flora a los intestinos tras la salvaje poda practicada en ellos por los antibióticos, y materia prima del Lacteol. Éste sigue a la venta. En las farmacias, claro...

 

 

Una chica holandesa

 

Escribo esto dando tumbos por Camboya a lomos de una furgoneta de mala muerte que me lleva desde no sé dónde hacia no sé dónde y, entre bache y bache, trabo fugaz conversación con un trotamundos de Albacete avecindado en Ámsterdam.

—En Holanda —me explica— hay una vaca lechera por cada cuatro habitantes. Salen a media ubre por cabeza. Lo normal es que la gente beba siete vasos de leche al día. Alimenta mucho, porque los pastos crecen en zonas pantanosas ganadas al mar y son muy ricos en minerales. Además se pasan el día comiendo queso de bola. No imaginas la cantidad que pueden llegar a ingerir.

Me quedo horrorizado. Aprecio mucho a los holandeses, y a las holandesas todavía más. Siempre me he llevado bien con los primeros y a partir un piñón, como quien dice, con las segundas. Conocí a una de ellas, en Roma, que... Bueno. Mejor lo dejo.

Casi proverbial es mi cruzada contra la leche de vaca (no así contra las que tienen otra procedencia). Llevo años poniendo en guardia a la gente. Ello me ha acarreado algunos sinsabores. La leche tiene muy buena prensa debido al brutal bombardeo de cuñas que la publicitan y ha sabido crear en torno a sí un cinturón de hierro de intereses creados y de sobornos solapados. El British Medical Journal viene ahora en mi ayuda dando a conocer las letales conclusiones de un reciente y solvente estudio. A saber: el consumo de dos vasos de leche al día (y no digamos siete) puede acarrear una muerte prematura y un incremento en la fragilidad de los huesos de las mujeres, y sólo de las mujeres.

¡Caramba! Las holandesas están en peligro. ¿Qué habrá sido de aquella chica, en Roma, que...? Dejémoslo.

A tan lúgubre deducción ha llegado el profesor Karl Michaelsson, de la Universidad de Upsala, tras estudiar durante veinte años los funestos efectos del consumo de leche en una muestra de 61.000 mujeres y 45.000 varones. El riesgo de muerte prematura en ellas (no así en ellos) aumentaba, respecto a las que consumían menos de un vaso al día, en un 90 por ciento, las fracturas de cadera en un 60 y las óseas, en general, en un 15.

Lo gordo es que siempre se ha creído, a tenor de lo que dice la publicidad, que la leche es buena precisamente para los huesos. El estudio en cuestión demuestra de una vez por todas que la grasa de la leche anula los efectos positivos del calcio contenido en ella.

Aquella chica holandesa que conocí en Roma tenía un esqueleto formidable. Eso fue hacia 1970... Confío en que aún goce de buena salud.

 

Fragmento del libro Los caminos de la salud, del doctor José Luis Cidón Madrigal[46]

 

El mayor grado de tolerancia a la leche lo poseen europeos y norteamericanos, que sólo la rechazan entre un 10 y 15 por ciento de los ciudadanos, cifra que no deja de ser significativa. En Oriente (China y Tailandia) existe entre un 90 y un 97 por ciento de la población que no puede digerirla. Pero la intolerancia no es el único problema. En la composición de la leche de vaca, concebida para engordar al ternero, existe el cuádruple de proteínas que en la leche humana, lo que representa una carga proteica para el hombre. Este inconveniente se agrava con los, al menos, veinte componentes proteicos antigénicos que contiene, especialmente la beta-lactoglobulina, elemento ausente en la leche humana, que provoca una intensa reacción inmunológica (alergias) y una importante congestión del sistema linfático. Tampoco debemos olvidar que la grasa de la leche animal es rica en colesterol, lo que la sitúa entre los alimentos prohibidos en la prevención de la arteriosclerosis. Por el contrario sabemos que como consecuencia del calor en la esterilización, se destruyen la lecitina, el ácido cítrico, las enzimas y las vitaminas, y las sales cálcicas solubles se convierten en insolubles.

Numerosos estudios científicos señalan la leche de vaca como uno de los factores implicados en muchos problemas de salud. Representa un alto ingreso proteico, lo que origina una acidosis metabólica, provocando en el individuo, según la Biología Electrónica, un terreno mórbido apropiado para el desarrollo de enfermedades. También altera el Sistema Básico de Pischinger, produciendo una «acidosis latente».

Los lácteos poseen un alto contenido en antígenos que «agotan» el sistema inmunitario, haciéndonos más vulnerables a las infecciones y a las enfermedades directamente relacionadas con nuestro sistema inmune. El doctor Oski, jefe del Hospital Pediátrico Johns Hopkins, asegura que muchos casos de asma y sinusitis mejoran, e incluso desaparecen, cuando se eliminan totalmente los lácteos de la dieta.

Otra complicación que provoca el consumo de leche de vaca es la nefrosis. Un grupo de investigadores de la Universidad de Colorado y otro de la Universidad de Miami han identificado esta enfermedad en niños con edades comprendidas entre los 10 y los 14 años. La nefrosis es una alteración de los riñones, que provoca una pérdida permanente de proteínas por medio de la orina. Cuando la leche era eliminada de la dieta de estos niños, la pérdida de proteínas cesaba y los chiquillos se recuperaban rápidamente. Posteriormente, al suministrarles de nuevo leche, los niños recomenzaron a disminuir los niveles de proteínas en sangre. Parece ser que la causa se halla en la sobrecarga que recibe el riñón al intentar eliminar los complejos antígeno-anticuerpo de la caseína.

Todas las personas con problemas de salud deberían disminuir al máximo los lácteos, pero las que padecen alergias cutáneas o respiratorias deberían suprimirlos totalmente, así como también todos los alimentos industriales que contengan caseína en su composición.

La proteína denominada caseína está presente en todos los lácteos (leche, quesos, yogur, etc.) siendo más dañinas en los quesos industriales a causa de su mayor concentración. No obstante, los quesos elaborados con leche no manipulada por la industria, fermentados artesanalmente y en los que se han respetado los tiempos de curación, plantean bastantes menos complicaciones de carácter antigénico.

Según el doctor Hans Michael Dosch del Hospital Infantil de Toronto, los anticuerpos originados en el organismo de los niños por la ingesta de leche animal, reaccionan con la molécula p69 de las células de los Islotes de Langerhans del páncreas, lo que explica el espectacular aumento de las diabetes juveniles insulino-dependientes. Por el contrario, los niños que no han sido expuestos a alimentos lácteos en edades tempranas, cuentan con un riesgo muy bajo de desarrollar la diabetes.

La grasa de la leche y sus derivados es saturada, lo que le confiere un poder aterogénico por encima de los ácidos grasos de la carne. Su contenido en colesterol es muy alto. Los niños alimentados con leche de vaca tienen sus arterias en peores condiciones que los que fueron amamantados por sus madres.

[...]

En contra de la opinión generalizada, los productos derivados de la leche no son el principal abastecimiento de calcio. El doctor William Ellis afirma que, después de realizar más de veinticinco mil análisis de sangre, se comprobó que los niveles más bajos de calcio correspondían a personas con la costumbre de tomar tres, cuatro y hasta cinco vasos de leche al día.

[...]

Las vacas, en nuestros días, permanecen estabuladas en cuadras y carecen de movilidad. La falta de luz solar y la permanencia estática a la que se ven obligadas hacen que estos pobres animales padezcan osteoporosis, y difícilmente podrán excretar calcio en la leche cuando ellas mismas no son portadoras de ese elemento químico. Circunstancia que origina que las grandes multinacionales lecheras se vean obligadas a añadir el citado calcio a ese «líquido blanco» al que eufemísticamente denominan leche.

[...]

Antiinflamatorios, antibióticos, corticoides, hormonas, insecticidas, sangre y pus son elementos que forman parte de la leche que consumimos. Pero, si además no da la acidez que la central lechera exige al ganadero, éste, para reajustarla, le añade orina. ¿Les parece inconcebible? Pues así suceden las cosas.

 

Y mucho más, pero baste así. Espeluznante, ¿no?

 

 

La dieta mediterránea y otros crímenes dietéticos

 

Yo, como el exministro Cañete, tampoco me ando con tapujos a la hora de llamar a las cosas por su nombre. Verdaderos crímenes dietéticos —crímenes, sí— es lo que perpetran quienes se lucran con el inmundo negocio de la alimentación supuestamente salutífera o incluso, lo que ya es el colmo, dolosamente terapéutica.

Aludo a esos alimentos envasados con primor en cuyas carátulas se asegura, con toda la pompa y oropel de la iconografía publicitaria, que son dietéticos, saludables, ecológicos, útiles para adelgazar, bajos en colesterol, rebosantes de bífidos, adversarios de los triglicéridos, fortalecedores de la memoria y de la libido —son sólo unos cuantos ejemplos escogidos al tuntún— y que poseen virtudes cardiovasculares o están enriquecidos por la presencia de vitaminas, aminoácidos, hormonas, esporas, ungüentos de Fierabrás, pelusas de la patita de la rana y polvos de la madre Celestina.

Todo eso es camelo puro, en el mejor de los casos, y mentira podrida, en el peor, que es, por desgracia, el que más abunda.

Por lo pronto, señora mía o hacendoso caballero que entra en un súper o en un híper para hacer la compra en vez de ir a la plaza de abastos de su barrio como se ha hecho toda la vida, entérese de que, díganle lo que le digan los criminales y sus cómplices, nada que esté enlatado, congelado, precocinado, liofilizado, procesado y otras gorrinadas por el estilo es bueno para la salud.

¿Nada? Bueno... Indultaré las sardinas, el bonito, los berberechos, las anchoas y las aceitunas. ¿Por qué? Pues por puro capricho, sin ninguna razón de salud que lo justifique. Me gusta todo eso. Lo tomaba ya de niño, y es entonces cuando el paladar se educa, se troquela y se inmoviliza. Nunca traiciono la infancia.

Dele el consumidor incauto, y desprotegido por la administración, la vuelta al envase del producto dietético, en teoría, que se dispone a comprar y compruebe, horrorizado, que muchos de sus ingredientes niegan lo que su vistosa y engañosa publicidad afirma. Colorantes, edulcorantes, conservantes, aglutinantes, saporizantes... Y, por supuesto, sal a puñados.

Venenos, todos, que engordan, suben el colesterol y el azúcar, se adhieren a las arterias, embotan el cerebro e, incluso, reducen el rendimiento sexual. Dime de lo que alardeas y...

Crímenes impunes. ¿Hasta cuándo?

 

 

El paladar tiene razones —como apuntaba antes a cuento de la niñez— que el corazón ignora. Aludo a éste en su acepción literal y a aquél en la figurada. No es la primera vez que arremeto contra la dieta mediterránea, entelequia y, a la vez, cajón de sastre para la salud. Tiene, como los lácteos, buena prensa. Los médicos, los periodistas y los chamanes o charlatanes de la Nueva Era nos martillean un día sí y al otro también con la matraca de las supuestas virtudes no sólo gastronómicas, sino fisiológicas, de un menú en el que abundan más los tósigos que las sustancias salutíferas.

A saber quién alimenta un tópico tan infundado y qué oscuros intereses se ocultan tras la campaña de intoxicación que nos lo impone. No sé si son los médicos y los brujos quienes en este caso desinforman a los medios de información, o viceversa. Unos y otros, sea como fuere, coinciden en alabar con sospechoso ahínco las bondades de algo tan agradable para las papilas gustativas y tan pernicioso para el resto del organismo como lo es la dieta mencionada, que en rigor, además, no existe, pues en ella desaguan cocinas de origen, contenido y elaboración muy diferentes.

Mencionemos, sin ánimo de apurar la lista, algunas de las pócimas incluidas en tan insalubre carta: productos lácteos (leche, nata, queso, yogur, mantequilla), embutidos, carne de cerdo y de cordero, frituras, casquería, refrescos y zumos embotellados, dulces a tutiplén, cerveza, bollería industrial, pan de molde o elaborado con levaduras artificiales, tocino...

¿Verdura? Menos de la que sería conveniente.

¿Legumbres? Pocas.

¿Fruta? Escasa, de maduración casi siempre artificial, plagada de pesticidas y tomada no entre comidas, sino como postre.

¿Pescado? Sí, mucho, pero de piscifactoría, por lo general, y oriundo de uno de los mares más contaminados del planeta.

¿Algo a favor? El aceite de oliva, cuando es virgen y prensado en frío una sola vez, y el vino tinto.

¿Un consejo? Sí. Olvídense del Mediterráneo, que es agua muerta, y coman —crudo, hervido o al vapor— lo que se come en Japón y en el sudeste asiático. No hay dieta más saludable. Escribo esto en Bangkok.

Sigo con mi matraca. Suprímanse, aquí y en todas partes, las instituciones sanitarias (empezando por la Organización Mundial de la Salud) que permiten la publicidad de la leche y sus derivados. Yo no pretendo que prohíban tales venenos, pues sólo hacen daño a quien los ingiere, y allá ellos. Pero una cosa es la permisividad y otra la publicidad, incluso en horarios infantiles. O mejor dicho: especialmente en tales horarios y con el énfasis puesto en los programas de dibujos animados. Buena parte de esos anuncios se dirigen a los niños.

Ídem en lo relativo a la margarina no modificada y a los aceites de palma y de coco que, acogiéndose al subterfugio semántico de lo que llaman, con dolo, «grasas vegetales», están presentes en la mayor parte de los alimentos envasados y enlatados.

Ídem en lo relativo al foie y a los patés, que tan de moda se han puesto en nuestro país. Restaurante al que vas, terrina que te enjaretan.

Ídem en lo relativo a las bolsas de patatas fritas y sus letales catecolaminas[47]. En Estados Unidos ya empiezan a marcarlas con el signo de R.I.P. o con una calavera y dos tibias cruzadas.

Ídem en lo relativo a los anuncios de productos no farmacéuticos ni de herbolario que, según aseguran sus fabricantes, reducen el colesterol. Eso es mentira. Más bien lo aumentan. El jamón ibérico, por cierto, no es saludable, aunque sea menos insalubre que el resto de los embutidos y productos de charcutería. Ya dije que el cuento chino de la dieta mediterránea tampoco lo es.

Ídem en lo relativo al uso del tabaco en lugares públicos. Las calles, los estadios y las plazas de toros lo son. No basta con prohibirlo en los centros de trabajo, en la hostelería y en las discotecas. La libertad del fumador termina donde empieza la libertad del prójimo. El aire libre no es causa eximente de esa norma moral.

Ídem en lo relativo al sórdido negocio infanticida de las chucherías industriales y de toda la gama de tentempiés con las que los adultos entretienen el hambre, salpican la conversación y acompañan el pelotazo de güisqui o de lo que se tercie.

Ídem en lo relativo a las campañas públicas de demonización de los productos de la medicina natural y los alimentos saludables (curioso eufemismo con el que se designa a muchas sustancias de probada virtud terapéutica). Detrás de esa furia prohibicionista sólo están los intereses de los laboratorios.

Ídem...

Basta.

 

 

No comprendo el formidable revuelo que se ha armado a propósito de la presencia de trazas de carne de caballo en las hamburguesas de elaboración industrial y otros productos cárnicos[48]. ¿Paletería ibérica? Sin duda, pero no sólo, pues también se han sumado a la algarada los responsables de la sanidad pública en otros países europeos. En todas partes hay gentes de boina calada, cigarrillo en la oreja y mondadientes entre los incisivos.

Nunca es buena la carne para la salud (y el vegetarianismo de los veganos, tampoco, pues las actitudes integristas nunca lo son), pero hay carnes que, por su escasez de grasa, son menos nocivas que otras. La de avestruz, pavo y conejo, por ejemplo, e incluso la de pollo, a condición de que éste sea de corral y grano, sin mezcla alguna de estrógenos, antibióticos y otras porquerías, y de que lo despojemos de la piel y renunciemos a ese bocado de cardenal que le sirve de trasero.

Pues bien... La carne de caballo, de mucho consumo en países como Francia, donde abundan las carnicerías equinas, es, aunque grasa tiene, de las menos malas. Para la anemia, por ejemplo, y los estados de debilidad resulta formidable.

El auténtico steak tartare, que es uno de mis platos favoritos, se prepara con carne de caballo: la que los jinetes tártaros colocaban bajo la silla de sus monturas para que al hilo de sus cabalgadas, con el sudor de los corceles, fuera ablandándose, macerando y cogiendo el gustillo que los sibaritas de la época exigían.

En una hamburguesa de cualquier cadena de pútrido fast food se cruzan carnes, cartílagos, uñas, vísceras y despojos de cuatrocientas reses distintas, como demostró Morgan Spurlock en Super Size Me. ¿A qué viene, entonces, tanto escándalo?

 

 

«Un carnívoro cuchillo de ala dulce y homicida»...

Ese verso de Miguel Hernández, que da inicio al primer poema del libro El rayo que no cesa, podría servir para poner título a los hábitos gastronómicos de mis compatriotas.

Somos un país carnívoro a más no poder. Quizá eso explique, en parte, la agresividad que, con razón, se nos atribuye. Si la mala leche fuese deporte olímpico tendríamos las tres medallas garantizadas.

Los españoles consumen nada menos que cincuenta y tres kilos de carne al año, lo que viene a arrojar una media de unos ciento cincuenta gramos al día... Más del triple de lo que los nutricionistas y el sentido común aconsejan. Buena parte de esa carne es vacuna y roja —los famosos y suculentos, sin duda, chuletones— o procesada (embutidos, salchichas y jamón), que es la peor de todas.

—¿Jamón, Dragó? ¿Incluso el de cerdo ibérico? ¡Pero si a todas horas nos dicen que ése no es malo para la salud!

—Pues ponga usted oídos sordos a tan interesados cantos de sirena. Le engañan, amigo, le engañan.

—¿Usted no lo come? ¡Con lo rico que está!

—Lo como a veces, sólo de cuando en cuando, lo menos posible y con moderación. Le tengo dicho que las razones del paladar rara vez coinciden con las de la salud.

—¿Qué males acarrea el consumo de carne?

—Es, en líneas generales, cancerígeno y castiga con dureza el sistema cardiovascular. ¿Le parece poco?

—¿Debería convertirme al vegetarianismo?

—Usted lo ha dicho: convertirse... El vegetarianismo es una especie de religión. Yo ni la practico ni la recomiendo, aunque por supuesto la respete. También genera o puede generar problemas para la salud, más por defecto que por exceso. Las proteínas de origen animal son necesarias, aunque en su justa medida.

La Organización Mundial de la Salud, que sólo sirve para que sus funcionarios cuiden económicamente de sí mismos, acaba de descubrir el Mediterráneo al comunicar urbi et orbi, con su habitual y ridícula prosopopeya, que las carnes procesadas y las rojas son cancerígenas. ¡Pues menuda novedad! ¿Quedaba en el mundo alguien que no lo supiera?

Pues sí, quedaban muchos, a juzgar por el vendaval de opiniones cruzadas que la noticia ha provocado. Y no sólo cancerígenas, añadiría yo, sino dañinas en todos los frentes de la salud. El consumo masivo de ese veneno alienta la obesidad, la diabetes y todas las dolencias cardiovasculares y articulares, por citar sólo algunas de sus secuelas. Si usted, amigo mío, lo es también de la carne y la consume en exceso, dé prácticamente por seguro que no llegará a viejo o que, si lo hace, se arrastrará por los vericuetos de la ancianidad doblado en dos, con muletas o en silla de ruedas, aunque, probablemente, no morirá de cáncer, pues lo hará de infarto antes de que el tumor se extienda.

¿Estoy alarmando a la población? Sí, en la escasa medida de mis fuerzas, pues a ello me obliga la estúpida actitud de todos esos políticos, empresarios, periodistas, carniceros y pseudocientíficos que, so capa de meliflua benevolencia o defensa de los intereses de su bolsillo, se niegan a hacerlo. No los escuchen. No existe ninguna duda razonable acerca de los daños que se derivan de la alimentación carnívora. Conste que quien lo dice —este servidor de nadie— no es vegetariano, reconoce que el alimento ahora puesto en la picota es sugestivo para el paladar, aprecia las chuletas de cordero y los chuletones de buey, la charcutería de calidad, la carne argentina, el filete tártaro y hasta las salchichas que acompañan el buen chucrut, pero se zampa todo eso con cuentagotas y nunca más de dos veces al mes. Ya es mucho. Y pocas bromas con el beicon, las vísceras y las hamburguesas industriales, que no sólo hieren. Matan.

 

 

No se gana para sustos. Un nuevo enemigo de la salud, agazapado, como tantos otros, en la dieta, despunta por el horizonte. Lo hizo, en realidad, hace más de una década. Fue en 2002 cuando los investigadores descubrieron que la acrilamida, cuya presencia se había detectado con anterioridad en plásticos, cosméticos y otros productos industriales, irrumpe en la cadena de alimentación cada vez que se cocina, ya sea en la sartén, ya en el horno, a elevadas temperaturas.

¿Acrilamida? ¿Y eso qué es? ¿Un tejido de uniforme de astronauta? No, no... Con ese latinajo se alude a una sustancia química que, entre otras lindezas, tiene virtudes (llamémoslas, con retranca, así) altamente cancerígenas.

Se genera, sobre todo, a partir de alimentos de origen vegetal, como el café, los cereales, el pan —no lo tuesten demasiado— y las patatas no sólo fritas, sino a menudo, lo que ya es el colmo, refritas en aceites que se utilizan una y otra vez. Para los churros y las porras, por ejemplo, que tanto gustan en España. Y fuera de ella, pues hasta los chinos los toman ahora. Todo eso es veneno puro, buenísimo para el paladar, malísimo para la salud. Siento ser portador de tan desagradables noticias.

Las patatas fritas son tan peligrosas que en Estados Unidos —ya aludí a ello— decidieron hace unos años obligar a las empresas que las producen industrialmente a imprimir en sus envoltorios avisos similares a los que en las cajetillas de tabaco advierten a los usuarios de los riesgos a los que se exponen.

Los alimentos crudos son excelentes para la salud. Los que se cocinan, también, a condición de que estén hervidos o, mejor aún, hechos al vapor. Los que se fríen, y eso, en nuestra gastronomía, abunda, son desaconsejables en grado sumo. Un motivo más para no morder el anzuelo envenenado de la dieta mediterránea.

¡Ojo, pues, con las patatas fritas, que son —lo confieso— uno de mis platos favoritos! Eviten las de bolsa o bote y recurran sólo, siempre con moderación, a las que con tiento y pulso se fríen en casa procurando que su color no pase nunca del amarillo al marrón. Y una vez utilizado el aceite, ¡hale!, al fregadero. Más vale prevenir que ahorrar. Pésimo negocio es lo último si se hace a costa de la salud.

 

Texto de Felipe Fernández-Armesto[49]

La esclavitud de las dietas de autor

 

Elegí mal. De los cinco curas con quienes compartía la mesa pequeña e íntima en el refectorio inmenso y lleno, cuatro habían pedido pollo frito, de buena pinta, crujiente y carnosa. Pero cuando vino la monjita sonriente con los platos cargados y unas cazuelas llenas de patatas al vapor y guisantes a la crema, mi estofada exigua de ternera manifestó un aspecto doloroso, grisáceo y harapiento, como de ropa vieja. Estábamos en el comedor de la residencia de la Congregación de Santa Cruz en el campus de mi universidad.

La risa de la monjita volvió a develarse al lado de la mesa, contándonos lo que había de postre. Esta vez, me prometí, voy a probar el auténtico bocado del cura. Todos mis comensales rechazaron la torta de nueces y chocolate por ser un plato excesivamente pesado, y optaron por el sorbete arco iris. «¡Yo también!», grité confiado. Llegó un sorbo enorme de helado que no tenía nada de sorbete y bastante de grasa, rayado de cicatrices lívidas de colores chillones. Pero ya había dejado de preocuparme por la comida. Me estaba divirtiendo conversando con aquellos padres eruditos, simpáticos, dedicados por completo a sus cargos en la universidad.

Me impresionó el hecho de que no sólo en mi mesita, sino en el comedor entero —unas sesenta personas, todos sacerdotes—, tanto los más ancianos como los jóvenes manifestaban una salud perfecta —física, mental y espiritual— que, por lo visto, no procedía en absoluto de la dieta. Me divierto también cuando ceno con mis colegas laicos, pero lo hago riéndome de nuestras locuras, preocupaciones, ansiedades, obsesiones y teorías disparatadas. Con los sacerdotes, en cambio, a pesar de estar con gente cuya forma de vida —de celibato, pobreza y obediencia— es poco normal, según la normalidad mundana, me daba la sensación de formar parte de un mundo de tranquilidad ecuánime y de paz profunda.

«Los dietistas de cada generación apuestan por la ciencia en vigor, y sus recetas se rechazan con posterioridad».

[...]

Una cena puede ser sana en el sentido amplio de la palabra, sin que la alimentación lo sea. La atmósfera, el estado de ánimo, la amigabilidad y los valores compartidos influyen más que el menú. El equilibrio de proteínas, hidratos de carbono, vitaminas e ingredientes supuestamente dañinos o saludables cuenta menos, el regocijo moderado y disciplinado, mucho más.

Fue casualidad que al día siguiente algunos alumnos de mi clase de historia de la alimentación plantearon un problema estrechamente relacionado con mi experiencia entre los sacerdotes. Yo pensaba que iban a citar un reportaje nuevo salido de la Universidad de Oxford, según el cual la carne bovina podría ser responsable de la mayoría de los casos de cáncer colorrectal en pacientes masculinos. Ese tipo de reportajes se ha puesto de moda, basados en una cantidad espantosa de estudios supuestamente científicos que inculpan a la industria agropecuaria de casi todos los males del mundo, desde el cambio climático a las enfermedades cardiovasculares y las bajas por cáncer. A veces tienen razón, pero las personas de genio crítico —y mis alumnos, gracias a Dios, son gente de genio muy crítico— suelen reaccionar con escepticismo, convencidas, o sospechosas, de que habitamos una cultura de sustos, donde se practica la política de amenazas y la «ciencia de amedrentamiento».

Pensaba que las intervenciones estudiantiles serían predecibles: que se remitirían a la historia de la dietética para demostrar que los regímenes recomendables en distintos momentos históricos, o en diversas zonas del mundo, corresponden a influencias culturales y a los prejuicios y necesidades de su época. Los dietéticos de cada generación apuestan por la ciencia en vigor, y sus recetas se rechazan luego por otros científicos de formación distinta.

Pero no era así. Los estudiantes se fijaron en el concepto de lo saludable, que tampoco parece ser un concepto universal. Una joven china, Sonia (así la llamamos, aunque su nombre es Feng), presentó una tesis interesantísima sobre la cocina china, con fama en Occidente de ser muy saludable. Nos enseñó a preparar su plato preferido, «carne de cerdo estilo rojo», contándonos un chiste político chino («si guisas a un cerdo, procura que sea rojo»). Lo más sorprendente del modo clásico de preparar el plato era que, al dorar la carne antes de echar la salsa, hay que freírla muy poco, sin permitir que la grasa se disuelva, para disfrutar luego de tragos que conservan su forro denso de lípido reluciente, viscosa, y de una palidez casta y pura, resudando gotas mantecosas. Se devoran luego, ligeramente apretados entre palitos, acompañados, por supuesto, de arroz mojado de grasa y salsa, sin pensar siquiera en poner verduras ni frutas en la mesa. Y esa salsa lleva cantidades impresionantes de sal y azúcar.

Quedamos atónitos cuando Sonia nos declaró que «comía bastante más carne en casa en China, y menos pescado y legumbres que aquí [en Estados Unidos] en el país del bistec y de la hamburguesa». Los comedores de estudiantes, claro está, no son como el de la residencia de sacerdotes de la Congregación de Santa Cruz: todo lo que se pone a los alumnos es a base de la ciencia más avanzada y conforme a las normas vigentes de salud e higiene. «Para nosotros los chinos —siguió Sonia— lo saludable consiste, como en el epicureísmo antiguo griego, en comer siempre con moderación lo que más nos apetece». Me hizo pensar en la doctrina del gran filósofo Isaiah Berlin, con quien yo solía compartir una mesa del Ateneo de Londres antes de su muerte: que hay que seguir las predisposiciones del propio metabolismo y tomar lo que se te antoja, ya que «el cuerpo sabe, y el cuerpo manda». Comer tu plato preferido te proporciona satisfacción profunda y conduce a un estado de ánimo propicio al bienestar y a las relaciones sociales fecundas.

No es únicamente la diversidad de culturas la que exige una variedad dietética. Efectivamente, la diversidad humana impone en cada uno de nosotros nuestra elección individual de alimentos. Cada cuerpo —cada conjunto de elementos físicos, actividades y responsabilidades— es diferente. Algunos necesitan niveles de ingestión de sal o azúcar o lácteos o proteínas que en otros casos harían daño. Las dietas de autor esclavizan a miles y a veces a millones de personas, pero no suelen beneficiar sino a muy pocos. Tal vez, en lugar de volverse enfermos de mente y espíritu obsesionándose por los riesgos de tal o cual ingrediente, la única regla aplicable a todos los que buscan un régimen por motivos de forma o talla sea comer menos. La gula es un pecado no porque estropee el cuerpo sino porque perjudica al alma.

La salud, a fin de cuentas, tiene relativamente poco que ver con lo que se come, y mucho que ver con la forma de comer. Pensar excesivamente en la salud es una patología psíquica. Los que sufren por ella se condenan a ser infelices. Come lo que quieras. Los que sacrifiquen sus platos preferidos por idolatría hacia sus propios cuerpos acabarán perdidos. No recomiendo, querido lector, que imites el menú de los sacerdotes de Notre Dame, sino que asumas los ingredientes auténticos de su radiante salud: la sencillez de su comedor, su vocación de tranquilidad, su costumbre de conversar civilizadamente, y su genio de hacer todo con detenimiento, paciencia y caridad.

 

 

La ciencia y el Becerro de Oro

 

¿Es la ciencia nociva para la salud? Sí, cuando la tecnología que de ella procede se une a la confusión semántica entre el progreso y el desarrollo, que no son sinónimos, sino antónimos. Iba hoy a escribir de ese lento infanticidio que son las chucherías, pero abro el periódico y me topo en él con dos noticias escalofriantes...

Una se refiere al fracking. Buscan los salvajes que lo practican bolsas de gas natural inyectando en el subsuelo agua a presión mezclada con centenares de sustancias químicas. Muchas de ellas son altamente nocivas no sólo para el ecosistema, sino también para la salud. Anoto entre sus efectos secundarios los que siguen: trastornos endocrinos, hormonales y cardiovasculares, diabetes, un buen surtido de cánceres y todo lo que aún no conocemos, pues las investigaciones sanitarias acaban de comenzar.

La segunda salvajada es la plataforma de prospecciones petrolíferas que de un momento a otro —no sé si andan ya en ello o si las autoridades han frenado la iniciativa— va a ponerse a buscar, matarile-rile-rile, en el fondo del mar cercano a Ibiza y algo menos al litoral de Valencia, esa sustancia pringosa a la que los buenos cristianos de la Edad Media llamaban aqua infernalis —¿lo traduzco?— y los adoradores de Mammón prefieren llamar petróleo.

¿De verdad es necesario seguir trasladando los efluvios de éste a la atmósfera y sus alquitranes a la tierra que pisamos? ¿Nunca seremos capaces de poner fin a esa locura? La del desarrollo, que conduce derechito a la entropía. La fauna que aún tiene la desgracia de sobrevivir como puede en el Mar Muerto, digo, en el Mediterráneo, soportará durante setenta y cinco días y cada diez segundos un cañonazo sísmico de doscientos cuarenta y nueve decibelios, equivalentes a los de una explosión nuclear.

Olvídense del arroz a banda y de otras delicias gastronómicas derivadas del pescado los habitantes del litoral levantino. En el futuro, como el coronel Aureliano Buendía, comerán mierda. Y quienes no somos de esa zona, también. La globalización fecal se extiende. ¡Adoremos, oh, Satán, al Becerro de Oro!

 

 

Mis secretos

 

Miércoles, 19 de abril de 2013, mediodía...

Voy camino de casa y me aborda en una de las calles de mi barrio una señora de mediana edad y expresión risueña.

—¡Hola! —me dice—. ¿Puedo hacerle una pregunta?

—Puede.

—¿Cuál es su secreto? ¿Con quién ha firmado un pacto? ¿Cómo se las apaña para tener tan buen aspecto y estar en tan buena forma con más de tres cuartos de siglo a cuestas, una vida vivida al galope y tres bypasses en el corazón?

Me echo a reír. Estoy acostumbrado a escuchar esa pregunta. Mi interlocutora sigue:

—Le veo en todas partes al mismo tiempo. Telemadrid, El gato al agua, la Sexta noche, Cuarto milenio, El hormiguero... Le oigo en la radio con Manolo Hache, con Isabel Gemio, con Luis Herrero. Publica un par de libros al año. Escribe en El Mundo, en elmundo.es y en La Razón. Da conferencias en cuatro continentes. Lo mismo está usted en Castilfrío que donde da la vuelta el aire. Y, encima, concibe un hijo a la edad en la que todo quisque es abuelo, por no decir bisabuelo, y lo hace sin recurrir a ninguna técnica de fertilización. Pasmoso.

Vuelvo a reírme. Ella insiste...

—¿Son sus famosas pastillas? ¿Es el Sumo reishi? ¿Es el superóxido de la enzima dismutasa, el Revidox, el Keriba, el champán, las ostras, los nutracéuticos, el Cialis? ¿Son los genes? ¿Es usted amigo del diablo?

Excepto en lo último, está muy bien informada.

—Dígame el secreto, por favor.

¿Cómo negarme? ¡Es tan simpática! Se lo digo:

—Mire usted, señora... Las pastillas ayudan. Los genes, supongo, también. Pero de poco servirá todo eso si no cuida lo más importante: tener la conciencia tranquila. Se lo aseguro. Remedio infalible.

Y, para colmo, no tiene ninguna contraindicación, es buena para el prójimo y sale gratis.

 

Escribí y publiqué ese texto hace más de tres años. Lo reproduzco ahora por parecerme que viene a cuento. Desde entonces han cambiado muchas cosas. Mi edad, sin ir más lejos, y las emisoras y cadenas en las que comparecía (y a las que dejé de ir para no verme obligado a hablar, mayormente, de esa obsesión hispánica que es la política), pero también la lista de los productos que se mencionan en él. Ya no tomo Revidox ni superóxido de la enzima dismutasa (SOD) ni nutracéuticos del doctor Cacabelos. O, por lo menos, no los tomo con asiduidad.

Llegué un buen día a la conclusión de que las virtudes del Revidox, más volitivas que reales, se han agigantado, de igual modo que se ha hecho en lo concerniente a los efectos antioxidantes del Resveratrol y los polifenoles del vino tinto. Todo eso, como tantas otras cosas, es fruto de la ligereza y la nesciencia del aluvión supuestamente informativo que devasta y aplasta el mundo desde que apareció en él la Araña, vulgo Internet, y nos atrapó ese efecto secundario suyo que son las redes sociales.

Yo mismo, con la mejor intención del mundo, arrimé el hombro y la pluma a esa tarea. Escribí un par de cosas al respecto que tuvieron cierta repercusión. Una frase mía, incluso, fue utilizada como eslogan en la contraportada de un libro dedicado al Revidox. Me siento, debido a ello, un poco traidor al manifestar aquí mis dudas respecto a la eficacia defensiva de los polifenoles del vino frente al acoso de los radicales libres. Hasta ahora no existe ninguna prueba convincente de que los principios activos del producto citado mejoren la salud. Son excelentes, eso sí, para la piel. Aconsejo el uso de la línea de cosméticos que lo contienen, pero me detengo ahí.

Durante muchos años bebí al caer el sol un par de vasos de vino tinto, pero lo hacía más bien como válvula de recreo y escape tras una dura jornada de trabajo que por sus jamás demostradas virtudes cardiovasculares, antioxidantes, antiglucémicas y antiinflamatorias. Ese bulo, si bulo es, podría haber sido orquestado a golpe de chequera por las multinacionales y los consejos reguladores del vino. Perdonen que piense mal. Gato escaldado...

Nada tengo contra los nutracéuticos de la Fundación EuroEspes, pero tomar todos los que yo tomaba (Animón, Lipoesar, Defenvid, Mineraxin) es algo que, por su precio, ya no puedo permitirme. Recurra a ellos la gente acomodada. Son, mayormente, de origen marino. Agua somos, de ella nacimos. El segundo de los productos citados reduce, al parecer, los ateromas y el Mineraxin suministra la práctica totalidad de los oligoelementos necesarios para que el organismo no flaquee. No los he suprimido de mi dieta por completo, pero ahora los consumo con el espíritu de ahorro que su precio impone.

Muy distinto es el caso del SOD o superóxido de la enzima dismutasa. Se trata, seguramente, del mayor adversario de los radicales libres existente en todo el abanico de los complementos alimenticios. El problema estriba en la dificultad de su absorción por el cauce gastrointestinal. La mayor parte de los productos de SOD existentes en el mercado, que en España son muy pocos, no traspasa esa barrera. El único de fiar que conozco es el que elabora con mil cuidados el doctor Niwa —del que hablaré más a fondo—, en la isla de Shikoku, al sur de Japón. ¿Por qué dejé de tomarlo? Por su precio, que es muy elevado, y por el volumen de sus envases, que son de considerable tamaño y de transporte difícil. No se comercializa fuera de su país de origen. El mercado japonés absorbe todo el SOD que el doctor Niwa es capaz de producir.

He intentado recibirlo por vía postal, pero he dado en hueso. Las aduanas españolas lo retienen porque en su composición figura el gyuzu, esa naranjita amarga que tanto se utiliza en la repostería nipona y se vende como mermelada en medio mundo, pero que no aparece en el registro botánico de la administración española. Cuesta trabajo aceptar tamaña muestra de catetismo, pero esto es España, señores, el grotesco país en el que toda prohibición tiene cabida y cuenta, a priori, con el respaldo y las simpatías del gobierno. El miedo a la libertad forma parte de nuestro ADN. Nuestro animal totémico no es el toro bravo, sino la oveja.

Tomé SOD durante tres años. Cada vez que iba a Japón, llenaba una gran maleta con cajas de ese producto. Nunca me la abrieron. Era, por supuesto, para mi estricto uso personal. Pensé en importarla con todas las de la ley e inicié los trámites necesarios para ello. Eran tan laberínticos, tan largos de fiar y tan onerosos que acabé tirando la toalla. Podría haberlos introducido en la Unión Europea a través de Bélgica, de Inglaterra o de Holanda, por citar sólo a tres países más permisivos y sensatos que el nuestro, y el tratado de libre circulación de mercancías habría garantizado su entrega en España, pero me habrían prohibido venderlo.

Así están las cosas. He dejado de tomar SOD y bien que lo lamento, pero acertará quien sepa sortear todas las dificultades mencionadas y lo incorpore a su dieta. No es mi caso. Viviré menos y envejeceré antes de lo deseado por culpa de la vocación liberticida de mis compatriotas y de la voracidad impositiva que caracteriza a nuestros ministros de Hacienda. ¡Qué fatiga la de ser español! ¡Haber nacido aquí con tantos países como en el mundo hay! Ya es mala suerte. ¿Será por karma? En mi próxima reencarnación intentaré nacer en otra parte.

 

 

Radicales libres

 

¿Dónde? ¿En Japón, por ejemplo? ¡Hombre! Si me dejan elegir... Ése es el mejor país del mundo, mírese como se mire, excepto en lo relativo al clima, y lo es de modo muy especial en lo concerniente a la salud, a la alimentación y a la longevidad.

Permítanseme aún unas palabras sobre el ya citado doctor Niwa, que dirige una clínica de antiaging y tratamiento de enfermedades degenerativas e inflamatorias en la también citada isla de Shikoku. Tengo ahora ante los ojos un libro suyo, traducido al inglés (Free radicals invite death). Su título, en español, sería «Los radicales libres invitan a morir». ¿No anda por ahí un editor dispuesto a publicarlo?

Doctor, he dicho. No se trata de uno de esos sanadores parlanchines, ensabanados y melifluos de la Nueva Era que pululan por los simposios pseudomísticos, los cubiles del buenismo y el serpentario de la Red, sino de un médico en toda la dimensión de la palabra, de enorme prestigio en su país y fuera de él. Su nombre, como dije, está asociado al SOD, que cura muchas dolencias, mejora algunas, previene otras y ralentiza, en general, el envejecimiento. Morimos, dice Niwa en ese libro, porque nos oxidamos. Eso no es nuevo. Sí lo es afirmar, como él lo hace, que el 90 por ciento de las enfermedades proceden directa o indirectamente de la concentración de radicales libres presentes en el organismo.

No son éstos, que conste, tan perjudiciales en sí mismos como muchos, demonizándolos, creen, sino necesarios, en justas dosis, para sobrevivir, pues atajan la agresión de los virus y bacterias, pero se tornan letales cuando su número, debido al paso de la edad y a la toxicidad de los fármacos de laboratorio, de las terapias químicas, del fracking radiológico y de la contaminación ambiental, se dispara por encima de lo razonable y lo convierte en nocivo tanto para las alteraciones de las células enfermas como para las sanas.

Combatirlos es, por lo tanto, tarea preceptiva y apremiante en la búsqueda de la longevidad, pero, según Niwa —y en eso radica la heterodoxia de su propuesta y las polémicas que lo acompañan—, los suplementos vitamínicos y los complementos alimentarios que tan de moda están y que yo mismo he defendido hasta quedarme ronco y desgastar las yemas de los dedos, sirven para muy poco o para nada, y sus efectos, añade, pueden ser, incluso, negativos. Los aceites de origen marino, por ejemplo, estarían en ese caso.

¡Caramba con el doctor Niwa! La afirmación me pilla desprevenido. Aún estoy tambaleándome por lo que acabo de leer. Tendré que volver sobre tan espinoso asunto...

 

 

¿Radicales libres? No mentemos la bicha...

Una persona acude al médico y lo primero que hace éste, en no pocas ocasiones, es recetarle una exploración radiológica. Puede ser una simple radiografía o una ristra de ellas, un examen visual a cala y cata o uno de esos barridos a los que llaman TAC (tomografía axial computerizada).

Que los rayos X, imprescindibles a veces, pero sólo a veces, son dañinos y, en ocasiones, letales es cosa más que sabida, por lo que la cautela, en lo concerniente a ellos, se impone. Siempre me ha sorprendido la frecuencia con la que los médicos recurren alegremente a una herramienta de simple y, a menudo, inútil diagnóstico que debería utilizarse con cuentagotas.

El doctor Niwa da en su libro cifras concernientes a los daños yatrogénicos[50] de la radioterapia que ponen los pelos de punta.

Recojo algunas... Sólo dos.

Un día y medio menos de vida por cada radiografía de tórax. A mí, y a cualquiera, nos las han hecho, desde la infancia, a granel. Excuso decir el bombardeo al que fui sometido en los días anteriores y posteriores al desatasco de mis coronarias. Calculo que entre el pre y el postoperatorio serían alrededor de una docena, si no más.

Dieciocho meses menos de vida —¡agárrense!— por cada escáner de estómago.

Es posible que el doctor Niwa se quede corto. Hace cosa de cinco años me hicieron un TAC abdominal. Tenía un cálculo atragantado en la mismísima uretra que, a pesar de su considerable volumen, jamás me había producido molestia alguna. El urólogo se asombró al saber que otro especialista me había aconsejado esa prueba, innecesaria, según él. Me dijo que la radiación recibida era equiparable a la de seiscientas radiografías. Me estremecí.

A lo largo de la vida, que recuerde, me han hecho por lo menos otras cinco (torácicas casi todas). Y yo in albis. Nadie me avisó de lo que estaba en juego. ¡Si lo hubiese sabido! Confío en que el doctor Niwa exagere un poco. De no ser así, ya debería estar muerto. A ver cuánto duro. ¿Qué harían los jueces si las personas sometidas a inspecciones radiológicas superfluas —casi todas lo son... Hay otros muchos instrumentos útiles para emitir diagnósticos— denunciasen por tentativa de homicidio a los médicos que las prescriben?

Estoy dando ideas, lo sé... Para eso sirven los libros.

Los tres factores de más peso en la inoculación —llamémosla así— de radicales libres son los rayos ultravioletas, la radioterapia y los productos químicos. Yo que usted, lector, me lo pensaría dos veces antes de exponer mi cuerpo a las descargas de fusilería de los rayos X. Cada uno de ellos, dice Niwa, es como una minúscula bomba atómica que deflagra en el organismo. Todos somos Fukushima.

 

 

Farmacopea del Celeste Imperio

 

Pues ya que estamos en Japón, sigamos por allí. En China sin ir más lejos. Ex Oriente lux. Sin ella no sería yo el que soy ni diría lo que en este libro estoy diciendo.

La farmacopea del Celeste Imperio se ha puesto de moda. Lógico, porque China ya no está sólo en China. China está en todas partes. China está aquí. China —pareado— está a la vuelta de la esquina. China —otro pareado— ya no es ultramarina, aunque los ultramarinos de los chinos acaparen ahora en España el menudeo del ramo de la alimentación. Y si digo Celeste Imperio es porque dicha farmacopea procede de la noche de los tiempos, cuando en China había emperadores, mandarines y filósofos, y no funcionarios del Partido.

Tres son los ases de la compleja gama de productos, a veces de extracción muy pintoresca, que la medicina tradicional del país citado nos propone —el ginseng, el reishi y el cordyceps—, y los tres pertenecen al mismo género: el de las panaceas de origen natural que todo lo previenen y son inofensivas. Nada, pues, que objetar, excepto una cosa: merece, en principio, desconfianza todo lo que lleva el marbete de made in China. Son los chinos, a falta de filósofos, mandarines y emperadores, los reyes de la falsificación.

Tomé durante muchos años ginseng, pero lo abandoné debido a la imposibilidad de encontrar alguna marca que me garantizase la probidad del producto. Ingiero a diario, como es notorio, reishi, pero sólo el que, con garantía de origen ecológico y más de un 50 por ciento de betaglucanos[51], se cultiva, procesa y envasa en Japón. El cordyceps, extraña simbiosis de oruga y hongo que sólo crece entre tres mil y seis mil metros de altitud, y que aparece, minúsculo, en primavera a ras del suelo, tiene que ser tibetano, puesto que del Tíbet viene y sólo los tibetanos saben cosecharlo. Desconfíen del que se produce en China.

Las setas crecen al pie de los árboles, en sus nudos, sobre las rocas, bajo la tierra... Son femeninas, húmedas, fértiles y misteriosas. Están emparentadas con los gnomos, las sílfides, las ondinas, los cuélebres y el resto de los espíritus elementales. Desagua en ellas, en sus micelios y pedicelios, en sus tallos y sus esporas, en sus laminillas y sombrerillos, remansándose, concentrándose, toda la fuerza telúrica de la geología. Carecen, sin embargo, de raíces. Pueden ser sabrosas o insípidas, comestibles o venenosas. Hay pueblos micófobos, que las odian, y pueblos micófilos, que las veneran.

Galicia y la India, verbigracia, son micófobas; Cataluña, el País Vasco y Japón, por ejemplo, son micófilos. Enigmas de las culturas y de las razas. Sus razones o sinrazones son casi siempre de índole religiosa. Existe, incluso, una disciplina científica, la etnomicología, fundada por el enteogenólogo Robert Gordon Wasson.

¿Enteogenólogo? ¿Y qué diantre es eso? La etimología es la madre de la ciencia. Viene ese palabro del griego... In: dentro. Teo: dios. Gen: nacimiento, origen, génesis. Resuelta la charada. Enteogénico es todo lo que induce la aparición del espíritu en el interior del hombre. Los chamanes, de hecho, recurren a las setas para entrar en contacto con la deidad: amanita, psilocibes, peyote...

Hay hongos que matan y hongos que curan. En Japón y en China saben mucho de los segundos, los cultivan, los estudian, los distribuyen, los ingieren. Son poderosos, inofensivos y altamente terapéuticos. Se venden en los mercados y en las herboristerías, no en las farmacias. No son medicinas. Son alimentos, pero curan, fortalecen y, sobre todo, previenen. Yo los tomo a rachas, porque soy persona antojadiza, aunque no exenta de fuerza de voluntad. Mencionaré el maitake, el shiitake, el cordyceps (que en invierno, como dije, es gusano y se transforma en hongo al llegar la primavera), y sobre todo, no con intermitencias, sino a diario, como si fuese el padrenuestro que de niño rezaba todas las noches, el reishi, arroyo claro, fuente serena de la salud. Con él llego a la clave y la joya de mi elixir. Presten atención...

 

 

Shangri-la
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