El casco de Dios
Experimentos análogos... El del casco de Dios, por ejemplo. Así lo llaman.
Fue Stanley Coren, un neuropsicólogo canadiense, quien lo inventó. Su introductor en España ha sido José Miguel Gaona, psiquiatra, catedrático, investigador de lo que se ha dado en llamar Neuroteología y autor de los libros Al otro lado del túnel y El límite[65]. Es persona muy conocida, inteligente, culta, audaz y de variopinto y estimulante saber. Ha intervenido varias veces en los Encuentros Eleusinos.
Gaona, hace unos meses, tuvo la gentileza de traer a Castilfrío el casco en cuestión para que yo, curioso siempre y siempre dispuesto a convertirme en cobaya, lo probase. Así lo hice. Me lo puso. Era, efectivamente, una especie de casco de motorista provisto de electrodos y capaz de estimular los lóbulos cerebrales. El experimento duró alrededor de una hora. A lo largo de ella me deslicé con suavidad, como si esquiara, por distintos y muy agradables estados de conciencia.
El primero fue la sensación de desdoblamiento. Estaba yo, simultáneamente, dentro y fuera de mí, separadas esas dos identidades por una distancia infinitesimal (como la que media entre dos hojas de papel biblia que se han adherido la una a la otra). Eso fue antes de que el despegue propiamente dicho se produjera.
Cuando por fin llegó, sentí algo bastante parecido a las sensaciones que genera, en su fase inicial, la ingesta de LSD o de otras sustancias enteogénicas (peyote, mescalina, psilocibina). Tuve algún conato de sofoco, similar —pensé— al que sufren las mujeres al comienzo de la menopausia. La experiencia fue subiendo poco a poco de intensidad.
De repente apareció ante mí el poeta y editor Carlos Barral, fallecido hace ya bastantes años. Estábamos los dos en México. ¿Por qué él y no otros? Caprichos de la conciencia, meandros de la memoria, recodos de la emoción, cortocircuitos de las neuronas.
Barral no fue el único. Había otras personas en la habitación, aunque yo era su único ocupante tangible. Me sentía flotar y fluir abriéndome paso a través de recuerdos arrinconados, de secuencias de hechos vividos y sumergidos, de situaciones compartidas con personas y gatos que ya no andan por aquí. Anoté en una libreta: creciente bienestar, excitación erótica, libre asociación de imágenes e ideas.
El casco de Coren crea en el cerebro de quien lo usa un campo magnético de muy débil oscilación que fluctúa entre los dos hemisferios, envía señales eléctricas a distintas partes del uno y del otro, y estimula suavemente los lóbulos temporales. A ello se debe la alteración del estado de conciencia a la que me referí más arriba.
Con ese experimento se persigue, entre otras cosas, la modificación del sentido del tiempo y del espacio. De ahí la intensidad con la que se perciben los recuerdos, la intangible, pero inconfundible, presencia de personas, cosas o animales que vienen del pasado y de otros sitios, y la sensación de desdoblamiento que invade al sujeto.
En Oriente siempre se supo —gracias, sobre todo, a los taoístas— que cada hemisferio tiene funciones diferentes, pero esa evidencia no se impuso en la ciencia occidental hasta hace unas décadas. El lado izquierdo es yang (masculino): en él predomina el manejo de los números frente al lenguaje, el de la razón frente a la intuición, el del análisis frente a la síntesis, el de la ciencia frente al arte, el de la objetividad frente a la subjetividad, el de la lógica frente a la emoción... El lado derecho es yin (femenino) y en él se acentúan las habilidades citadas en segundo lugar. Son sólo unos cuantos ejemplos entre los muchos pares de líneas de fuerza análogos que cabría citar.
He hablado de predominio de las unas o de las otras, esto es, de tendencias, y no de contraposiciones. La ley del universo es el principio de complementariedad. Somos todos simultáneamente femeninos y masculinos, aunque las hormonas y la anatomía den a entender lo contrario y siembren la discordia entre esas dos identidades.
El hemisferio cerebral derecho coopera con el izquierdo, pero a veces funcionan por separado. El casco de Coren permite indagar en ese dualismo y hacerse con los mandos de ese mecanismo. Por eso tienen algunos usuarios (yo entre ellos) la percepción de dos identidades casi contiguas, pero separadas, y al cobrar conciencia de ellas aprenden a conciliarlas y emprenden el camino de su unificación.
No somos hombres ni mujeres. Sólo somos seres humanos. Hay que buscar el andrógino, como lo hizo Leonardo. Es tarea difícil, pero no imposible. Decía Antonio Machado: «Busca a tu complementario / que marcha siempre contigo / y quiere ser tu contrario».
Texto de Álvaro Bermejo
Cita en Eleusis[66]
Se anunciaba una luna de sangre —Virgo Paritura—. Algo iba a nacer o estaba naciendo en alguna parte, como había nacido ya en el alto llano numantino. Era la cuarta o quinta ocasión que visitaba el Potala de Fernando Sánchez Dragó en Castilfrío de la Sierra. Durante la primera —¿finales de los 90?—, me contó cómo se proponía materializar una empresa verdaderamente quijotesca cifrada en su Gárgoris y Habidis.
En su obra magna, Dragó convocaba los mitos originarios del inconsciente colectivo ibérico. Ahora se trataría de alzar allá, en ese pueblecito soriano perdido en el tiempo, una Nueva Eleusis donde pudieran hermanarse toda suerte de buscadores de la sabiduría perenne y el autoconocimiento, compartiéndolo todo, la heterodoxia y el aprendizaje, el pan de la palabra, el vino del misterio y el aceite de la alegría, en una atmósfera de fraternidad espiritual donde nadie fuera más que nadie y todos acabáramos encontrando en cada uno de los demás algo de nosotros mismos.
«Será la obra de mi vida», me confesó Dragó aquella noche, tantos años atrás. Yo no le oculté que me parecía una utopía admirable pero francamente irrealizable. ¿Cómo y de qué manera, en estos tiempos pautados por la pasividad de los mundos virtuales, por la inercia del vértigo urbano, podría suceder que decenas de maestros y centenares de personas acudieran a un paraje carente de infraestructuras básicas, lejos de todo y en el epicentro de la nada?
La pregunta se fue respondiendo por sí misma, año tras año, mientras veía alzarse las viejas casonas admirablemente rehabilitadas, sin subvención alguna, como se alza un sueño; las primeras tentativas, una cita en el Café Gijón, un brindis al sol en un programa de radio o de televisión, y, enseguida, la convocatoria del primer Encuentro Eleusino, en julio de 2013. Desde entonces hasta esta última luna de septiembre, entre rasgueos de sitar, ágapes no necesariamente platónicos y noches blancas, la convocatoria de Fernando suma ya una quincena de capítulos, en lo medular celebrados en Castilfrío, pero expandidos de año en año, de El Escorial a Ávila o Almagro, hasta lugares tan remotos como Xauen o Camboya.
Pero ¿qué importa la distancia, ni el tiempo, ni el espacio? Sólo cabe una respuesta: las raíces profundas aventadas en Gárgoris y Habidis no estaban muertas, sólo dormidas. La España mágica convocaba a su gente y ésta acudía a la llamada: había nacido la Nueva Eleusis.
El Axis mundi, el epicentro de todo
En la casa de Dragó, bajo la gigantesca cabeza de Buda que nos recibe, siguiendo el camino de la mano izquierda, y aún más el de su mano derecha, Javier Redondo Jordán, por estas puertas polisémicas han pasado pensadores como Luis Racionero, Juan Luis Arsuaga o Ramiro Calle, místicos contemporáneos como Pablo d’Ors o Antonio Escohotado, trovadores como Luis Eduardo Aute, escritoras tan heterodoxas como Anna Grau o Silvia Grijalba, damas griálicas como Victoria Cirlot, indagadores esotéricos como Javier Sierra, viajeros del espíritu como Francisco Seivane, performers pitagóricos como Jaime Buhigas, científicas como María Blasco y hasta fenómenos mediáticos como Frank de la Jungla.
Todo cabe en esta jungla del conocimiento, silva de varia lección, anábasis y katábasis dentro del laberinto. Pero, sobremanera, lugar de encuentros concebido y consumado por ese genius loci en que se trasmuta Dragó aquí, desnudo y enmascarado tras su indestructible sonrisa de Gato de Cheshire.
Como el Mago de Fowles, ha conseguido hacer realidad su visión en esa isla que tanto pudiera ser egea como cervantina. Aquella luna de sangre lo sabía todo. Ya no necesité preguntarle por los dioses tutelares de este Triptolomeo contemporáneo. Tras la última conferencia y las charlas a la luz de las estrellas, me perdí hasta una pequeña loma abierta a la inmensidad de aquel océano petrificado. Como una emanación del paisaje, me fue fácil remontarme a la Grecia del siglo VI a. C., cuando partía desde Atenas la peregrinación que conducía al santuario de Eleusis, y a su templo mayor, el Telesterion, siempre abierto a la devoción de todos los pueblos.
También entonces el peregrinaje implicaba un aprendizaje. Cada lugar de paso, cada encrucijada, un sentido. El bosquecillo de laureles consagrado a Apolo, en esta Nueva Eleusis machadiana remite a un acebal milenario. El puente iniciático sobre las ciénagas que anunciaban la entrada al Averno tiene su réplica en la divisoria de aguas que, cerca de Ausejo, guardan la cuenca del Duero. Hasta los campos de gramíneas que perfilaban la mítica llanura Rariana se expanden aquí hasta donde alcanza el horizonte invitándonos, igual que entonces, a despertar la memoria del mito paso a paso. Entonces lo entendí: «Es justo al revés», me dije. «Castilfrío no queda en el epicentro de la nada, sino, precisamente, en el epicentro de todo».
Había descubierto un Aleph.
El Aleph de Dragó
Mucho antes que yo, lo dijo con otras palabras Arístides de Atenas: «Eleusis es el santuario común a toda la Tierra. Entre las cosas divinas concedidas a los hombres no hay una sola más grandiosa ni más brillante». Cierto, brillante como un Aleph, profundo como un axis mundi. Así fue la Eleusis del mundo clásico. Y, sin embargo, también entonces acabó siendo objeto del desprecio de la ciencia y la religión ortodoxa, hasta que lo devastaron los arrianos de Alarico en el 396. Hoy, hablemos de la inmortalidad o de las experiencias enteógenas, de los mapas del alma o de los viajes al corazón de las tinieblas, sucede algo semejante con todo lo que orbita en torno al misterio. El pensamiento canónico, la ciencia oficial, la crítica de los eruditos a la violeta, no digamos ya la literatura con pretensiones académicas y aspiraciones de Pléiade, apenas segrega una sonrisa de superioridad condescendiente.
Olvidan que Homero nunca se burló de Perséfone. Ni de su madre, Deméter. Ni de Dionisos. Para mayor escándalo de canónicos y académicos, ya queda fuera de toda duda afirmar que el padre de la Literatura tal como la entendemos hoy fue un iniciado, miembro de una religión secreta y mistérica que habría sobrevivido a los tiempos matriarcales con sede en Eleusis y Corinto.
Sus puertas eran femeninas, como la sabiduría sagrada en todo tiempo y lugar. A semejanza de Isis, Sophia y Shekinah, Perséfone, la diosa de la vida y de la muerte, y Démeter, la de la cebada y del centeno, apelaban a Dionisos, el dios de la ebriedad, pero también de la iluminación mística, para que les dispensara visiones del paraíso y del infierno.
Hablamos mucho de eso durante el último encuentro de Castilfrío, a la espera de que se alzara aquella luna de sangre, Virgo Paritura, sabia y promisoria, en una suerte de aquelarre del conocimiento. Tras la invocación a las sacerdotisas de la Magna Mater, Dragó cedió la palabra a Jesús Callejo para que convocara a los muchos elementales, duendes y meigas, brujos y lamias, que pueblan la rosa de los vientos de la Iberia Mágica. Juan Plantas tenía algo de eso, un punto lisérgico a lo Don Juan de Castaneda, algo del fuego de San Antón, algo del sapo Cambó, algo del hongo Tlaloc-Cristo —«los hongos son el alimento de los dioses», decían los griegos.
Tal vez el hongo escarlata que condujo a Alicia al País de las Maravillas brotó esa noche en los mapas chamánicos del neuropsiquiatra José María Poveda. Tal vez alzó su canto mientras nuestro mejor interlocutor de Jodorowsky, Javier Esteban, tendía en el diván al ánima de cada cual, y aun al Ánima Mundi. Yo me atreví a cruzar los caminos duales del Tao con las estelas discoidales que señalaban las puertas de los muertos, a veces también los pactos con las brujas, en el imaginario de los hijos de Aker y de Aitor. Todo se hermanaba allá por el sortilegio de la palabra. Inspiración y espiración. Respiración envolvente de esa Magna Mater de los pueblos del Mediterráneo, Ama Lur de los vascos preindoeuropeos, Gea de los griegos y de los ecologistas contemporáneos, siempre Deméter, madre de sí misma, divinidad planetaria y telúrica a la vez, la fundadora de la primera Eleusis.
Comunión eucarística, comunión rabelesiana
Probablemente ella no necesitó experimentar el «casco de Dios» que el doctor Gaona puso sobre la cabeza de Dragó durante aquel VII Encuentro donde se debatía el Don de la Ebriedad con la misma naturalidad con que, en la siguiente sesión, Carmen Giménez-Cuenca nos invitó a preguntarnos si la inmortalidad, hoy, es o no un «Objetivo Smart». Los griegos del siglo VI a. C. se entregaban a rituales mistéricos donde consumían sustancias que les sumían en estados alterados de conciencia. Perséfone les hablaba al oído, desde las tinieblas. Pero así les revelaba el camino hacia la inmortalidad, en el mismo lenguaje hermético que empleamos hoy para diseccionar las claves moleculares de la longevidad, las implicaciones espirituales del nuevo paradigma cuántico, o los beneficios de esa ambrosía venida de Oriente, el reishi, donde según Dragó, se cifra el verdadero elixir de la eterna juventud. ¿También el de la eterna sabiduría?
Aunque en la Eleusis de Castilfrío se habla de todo eso y de mucho más, lo esencial aquí, tanto como la experiencia, es la vivencia, la aspiración al conocimiento entendido como una forma de hermandad que trasciende la verticalidad del maestro y el discípulo, la ausencia de estrados y jerarquías, la permeabilidad de las membranas que separan lo ortodoxo de lo heterodoxo, en una palabra, la ambición por compartirlo todo en una misma mesa.
Comunión eucarística y a un tiempo rabelesiana, esta Eleusis tiene tanto de esa mítica abadía de Thelema —donde la norma era «haz lo que quieras»—, como del legendario círculo hermético fundado por Hermann Hesse y Carl Gustav Jung en Montagnola. Sólo así se explica que, convocatoria tras convocatoria, la afluencia y el entusiasmo de los asistentes vaya a más. Que acudan a este Potala del Himalaya soriano desde los parajes más remotos de nuestra geografía. Y, lo más trascendental, que cuando caiga la noche, tantas veces sean los presuntos maestros quienes aprendan de los que se titulan discípulos.
Un viaje a la Gnosis
Sucedía en la Eleusis que conoció Homero: los «mystai», los hierofantes encargados de enseñar a los peregrinos, se veían superados por los «epaptay», literalmente «los que han visto». Al calor de Castilfrío, todos cuantos acudimos a esta «llamada» entendida como el lugar donde se alza la Llama del Conocimiento, sabemos que este viaje a la Gnosis implica asimismo un viaje hacia lo desconocido. Prófugos felices, a semejanza de los protagonistas del Decamerón, heterodoxos buscadores de las raíces del sentido del mundo en un lugar apartado de él, no hacemos sino reincidir en esa peregrinación ancestral, subida mística al Monte Carmelo, descenso iniciático a los infiernos del ser, búsqueda de una auténtica sincronía entre el Hombre y el Cosmos.
Sólo así se explica la inmortalidad de Eleusis como concepto.
«¿Dónde se ha visto rivalizar más felizmente las palabras oídas y los mitos más admirables?» —volvemos a Arístides de Atenas—. «¿Dónde han sido contempladas experiencias más sagradas en medio de apariciones indecibles, presenciadas por generaciones de bienaventurados?». Bajo el ditirambo, el sabio ateniense no hacía sino subrayar el rango de este centro de poder mistérico y espiritual, el más venerado y respetado de Grecia, pero también el único que se enfrentó abiertamente tanto a los mitos olímpicos como al universo de certezas heredadas, vigente en toda la Hélade. Tras las puertas del misterio, abrió a sus iniciados un conocimiento esotérico, de transmisión secreta, que incluía experiencias de muerte y evidencias salvíficas. Tutelado y acompañado por los dioses de los Misterios, con los que terminaba confundiéndose, el iniciado regresaba al mundo definitivamente iluminado por el conocimiento extático. Y entonces, según describe el gnóstico Sinesio, «los sacerdotes, con adornos en la cabeza y tañendo flautas sagradas, venían a su encuentro».
Aquella noche de luna de sangre —Virgo Paritura, ya lo hemos dicho—, el viento sobre la estepa sonaba como la flauta del dios Pan. Bastaba dar unos pasos a través de la oscuridad, ya no eran los sacerdotes, sino el rumor callado de ese encuentro con uno mismo y con todo lo viviente y pulsante. También él, Dragó, panteísta hasta la médula, debelador del humus mágico ancestral subyacente en las geografías de la vieja Iberia, puede dar por cierto que ha fundado una Nueva Eleusis. Ninguna devoción como la despertada por la primera y originaria prendió más profundamente en el núcleo de la cultura clásica, ni marcó de forma más indeleble el espíritu de la antigüedad. Hoy ya no se trata de clonarla, ni de superarla. Basta con entrañarla, hacerla íntima y propia, personal pero también compartida, apenas entre unos pocos, esos «happy few» de todo tiempo y lugar. No cabe otra manera de rehumanizar el espíritu disociado de esta flagrante Posmodernidad donde los ciegos guían a los ciegos, y el verdadero conocimiento sigue siendo esencialmente secreto.
¿Qué edad tengo?
Pronto lo sabré.
La verdad es que no estoy seguro de ella. El Registro Civil asegura que nací el 2 de octubre de 1936. Tendría, de ser así, la friolera de setenta y nueve años y muchos meses, al borde ya del precipicio de los ochenta.
Carezco de partida de bautismo, porque vine al mundo en el Madrid de las checas y sólo me impartieron, por lo bajinis, la llamada «agua de socorro» (y no rojo, precisamente). Cierto es que cosa de año y pico después me rebautizaron con todas las de la ley de Dios en la iglesia del Espíritu Santo, de Orán, donde mi madre, mi tía y yo habíamos buscado y encontrado refugio, pero el edificio ardió a la vuelta de algún tiempo y todos los archivos se quemaron. Por otra parte, si nos atuviéramos a las reglas del cómputo de la edad vigente en el hinduismo, donde se calcula ésta a partir del instante de la concepción y no del alumbramiento, tendría yo y tendríamos todos (excepto los prematuros) nueve meses más de edad de la que se nos asigna.
Todo esto, sea como fuere, es papel mojado, pues lo que importa en lo concerniente a la salud no es la edad cronológica, sino la biológica, y la única forma científica de averiguar con relativa exactitud la segunda es, entre otras muchas pruebas o cuestionarios de ordinaria administración[67], midiendo la longitud de los telómeros y comparándola con la que tengan un año después, sopesando los niveles hormonales, rastreando las huellas de los procesos inflamatorios, calculando el índice del estrés oxidativo y evaluando los niveles de melatonina en la saliva cada tres horas, en función de la oscuridad y de la luz, a lo largo de toda una jornada.
Día llegará en que tan minucioso análisis se lleve a cabo de oficio a partir de lo que Dante llamaba il mezzo del cammin di nostra vita, pero hoy por hoy hay que acudir a clínicas privadas de antienvejecimiento, y en nuestro país no hay muchas ni es fácil discernir en cuáles se aplican de verdad, sin trampantojos, los últimos hallazgos de la ciencia.
Pues bien: yo ya lo he hecho. He escogido la clínica Neolife, que está en el centro de Madrid (búsquenla en la Red) y es, por lo que de ella he ido constatando, el no va más en todo lo que a la medicina preventiva y antienvejecimiento se refiere. Son muchas y muy novedosas las diabluras que allí me harán, que allí me han hecho... Estoy en capilla. Todavía falta el resultado de varias pruebas, cruciales todas en lo concerniente al cómputo en cuestión. Que Dios reparta suerte.
Pasará un mes, por ejemplo, antes de que envíen desde la universidad de Granada el dictamen relativo a la melatonina. No hay en España ningún otro lugar donde lo hagan. Tic tac, tic tac, tic tac. Mi corazón, en el ínterin, sigue latiendo al paso de la vida, de sus sobresaltos, de sus alegrías, de sus melancolías...
De todo eso hay en ella, como en la de cualquier hijo de vecino. Irónica resulta la coincidencia de que, mientras ese veredicto, el de la edad biológica, llega, ocupe yo la casi totalidad de mis horas diurnas —las nocturnas, no— en ir terminando esta obra sobre el elixir de la eterna juventud que en el próximo mes de septiembre, si todo va como debe ir, saldrá a la calle. Y si es en octubre tampoco pasa nada. Al fin y al cabo, escribo, esta vez, sub specie aeterni. ¡Ojalá no se trate sólo de una frase hecha!
La ironía procede de la inevitabilidad de que al mismo tiempo, y a lo largo de todas esas horas dedicadas a glosar y ponderar la estrategia necesaria para mantener incólume el precioso don al que Rubén Darío llamó «divino tesoro», yo, contradiciéndome, envejezca (o añada horas, días, semanas, acaso meses, a mi edad) y me pregunte, juventud aparte, en qué consiste la vejez. La cuestión es compleja, pues en ella se cruzan los factores biológicos, fisiológicos y meramente cronológicos con los psicológicos.
Juventud y vejez son, sobre todo, estados de ánimo. De la primera ya he hablado mucho, quizá más de la cuenta. Ensayaré una definición de la segunda. Envejecer, al menos en mi caso, consiste, por encima de cualquier otra consideración corporal y por ello menos sutil, en plantearse, mirando hacia atrás, no tanto lo que hicimos sino lo que, pudiendo hacerlo, no hicimos, y en llegar a la sorprendente conclusión de que pesa más en el balance final de la propia vida lo segundo que lo primero.
Vivir es enfrentarse a una continua encrucijada de caminos que se bifurcan e ir eligiendo o rechazando el que para bien o para mal, equivocándonos o no, vamos a seguir. Y resulta, en efecto, sorprendente descubrir, como yo lo he hecho al filo ya de los ochenta años, que no somos, en realidad, la suma, a palo seco, de lo que hemos sido, sino también, y sobre todo, la de lo que pudimos ser y nunca fuimos.
¡Caramba! ¡Y yo, que siempre he cultivado la literatura autobiográfica, que tengo ya en barbecho el segundo volumen de mis Memorias[68] y que abrigo la intención de llegar al quinto!
Confieso que me he llevado una sorpresa. No me lo esperaba. El nosce te ipsum es un pozo sin fondo.
Meditar
Procuraré, en la medida de lo posible, hacer a partir de ahora todo lo que pude o quise hacer y no hice. Lo malo es que la locomotora de las oportunidades no suele pasar dos veces por la misma estación y, cuando pasa, casi nunca se detiene en ella. Hay que saltar al estribo y pescarla al vuelo. Eso complica las cosas.
Tengo, además, mucha tarea por delante —pues lo que hice es harto menos de lo que no hice cuando una y otra vez, con la irreflexión propia de los verdes años, escogía un camino que me llevaba adonde no quería ni debía ir— y poco tiempo y, en consecuencia, escaso margen de acción para apechugar con tan ambiciosa fatiga... Pero quédese el catálogo de las ocasiones frustradas para el último volumen de mis Memorias. Ya salió el primero y, como dije, está el segundo en el taller. Los restantes, si mi elixir funciona, responde la cabeza, la muerte me da tregua y el editor lo permite, ya llegarán. Y si no, ¿qué importa? Hoy semos —dicen en Murcia— y mañana estatuas.
De camposanto, por supuesto. Yo ya tengo mi tumba apalabrada en un rincón del cementerio de Castilfrío.
Apalabrada, sí, por amable concesión del párroco, pero no abierta. Espero que siga mucho tiempo así, en letargo o, mejor aún, cual tierra de labrantío para una cosecha que tiene asegurada. A veces, en verano, cuando la meteorología del llano numantino no arrecia, me siento sobre el césped que la cubre, entorno los ojos y medito.
Meditar es morir sin morir, meditar es deshacer todos los nudos de las emociones enquistadas, todos los nódulos de los sentimientos retenidos, todas las culpas de las situaciones no resueltas, todos los espejismos de la fenomenología, todos los miedos acumulados por la ilusión de los sentidos...
Meditar es hacer surf sobre las ondas cerebrales hasta alcanzar ese horizonte en el que todo calla.
Meditar es sumergirse hasta el fondo del océano que no tiene fondo.
Meditar no es casi nada de lo que la gente cree que es meditar.
Meditar, como dice Pablo d’Ors, es aprender a convivir con uno mismo. O a conmorir, llegado el caso.
Meditar es comprobar que la muerte no existe para el que muere, aunque exista para quienes siguen vivos, y dejar así de temerla o, a veces, de desearla. ¿Quién no ha sentido alguna vez lo último? ¿Hay alguien que no haya sentido lo primero?
El enemigo en casa
La vejez, en cambio, sí que existe, pero no es el aliado de la muerte, sino el adversario de la vida...
Anuncié al comenzar este libro que no trataría en él de la inmortalidad, sino de la constante (que no eterna) juventud. Son cosas muy distintas. Lo opuesto a la juventud no es la muerte, ya que infinitas son o han sido las personas que mueren jóvenes. Mi padre, sin ir más lejos, lo hizo a los veintisiete años, conmigo en el vientre de mi madre. Lo opuesto a la juventud es la vejez.
A finales de los años setenta leí en su versión italiana —A scuola dallo stregone[69]— el primer libro de los muchos que el peruano Carlos Castaneda dedicó a las enseñanzas que le fueron impartidas por un brujo amerindio al que puso el nombre de don Juan. Uno de sus capítulos estaba dedicado a los enemigos con los que tropiezan las personas que quieren adentrarse en el territorio de la conciencia donde reside y se entra en contacto con la verdadera realidad, muy distinta a la que los sentidos nos proponen y a la que la mente racional construye. La lectura de aquel capítulo, y del resto de la obra, dejó en mí, y en millones de lectores, una impresión muy honda. Y, además, imborrable.
Esos enemigos iban cruzándose en la senda de lo que Castaneda llama «hombre de conocimiento» de modo sucesivo, no simultáneo. El primero era el miedo; el segundo, la lucidez; el tercero, el poder; y el cuarto, para mi extrañeza, porque tardé mucho en entenderlo, era, precisamente, la vejez.
¿La vejez?
«Pues entonces —me dije— estamos aviados, porque de eso, a no ser que mueras joven, no hay quien se libre».
Pero poco a poco fui llegando a la conclusión de que el brujo estaba en lo cierto... No todo el mundo envejece. Sólo lo hacen quienes se detienen, quienes —como aquel pájaro del Manual de zoología fantástica de Borges que volaba con el pico vuelto hacia atrás porque no le importaba saber adónde iba, sino de dónde venía— no viven en el presente... Orfeo perdió a Eurídice por volverse a mirarla y la mujer de Lot, por lo mismo, se quedó para siempre convertida en inmóvil estatua de sal.
Llegado a este punto, me rasco, perplejo, la cabeza y caigo en la cuenta de que fue por eso, oscuramente percibido, por lo que a medida que repasaba el ayer iba reparando en que pesaba menos en el libro mayor de mi vida, en su debe y en su haber, lo hecho que lo no hecho. Justo lo contrario de lo que expresa el saber popular cuando exclama:
—¡Que me quiten lo bailado!
Lo bailado ya no sirve para nada. No somos eso. Lo fuimos, y a otra cosa. Punto a la línea. La danza sigue y en ella importa lo no bailado, pues eso es lo que queda, si queda algo, por bailar. De ahí mi decisión, tomada mientras escribía este libro, casi ya en su etapa final, de hacer a partir de ahora todo o, al menos, parte de lo que no hice.
¡Burro que soy! ¿Cómo no me había dado cuenta —¡tanta pastilla, tanta pastilla!— de que no hay mejor estrategia para mantener la juventud? Tal es su auténtico elixir. Volveré, de refilón, sobre el asunto.
Tardé, como digo, en entender lo que el brujo don Juan explicó a Carlos Castaneda a cuento de la vejez entendida como adversaria de la sabiduría. Yo, cuando lo leí, era aún muy joven. Tenía, grosso modo, la edad de Jesús en el Calvario y la de Dante al escribir la Divina comedia, pero un día, años —no muchos— después, de repente, como si en mi cerebro hubiese deflagrado una centella, lo entendí y tomé la decisión de hacer cuanto pudiera para no envejecer, para no detenerme a mirar a Eurídice...
Lo primero que hice fue ir a la farmacia más cercana y comprar un tarrito de ginseng. Arrancaba el elixir...
Ese día nació este libro.
Envejecer o no envejecer... That is the question.
El poeta valenciano Tomás Segovia dio por fin, poco antes de fallecer a una edad más que provecta (aunque no excesivamente superior a la mía), con la versión idónea del primer verso del monólogo de Hamlet: «Ser o no ser... De eso se trata». ¡Eureka, Tomás!
Fontenelle, ya muy enfermo, recibió la visita de un doctor, le preguntó éste cómo se encontraba y el filósofo respondió que sentía «cierta dificultad de ser». Quedó ya citada esta anécdota, muy significativa, en otro lugar de este libro[70]. Era un argumento ontológico. Aristóteles (o más bien su discípulo, también citado con anterioridad[71], Andrónico de Rodas) habría dicho que estaba abandonando poco a poco el mundo de la física para pasar al de la metafísica. Fontenelle murió de resultas de su enfermedad, pero no sabemos si, después de hacerlo, dejó de ser. That is, en efecto, the question, que nadie, nunca, resolverá. Morir es, en el mejor de los casos, borrón y cuenta nueva, y en el peor, ni eso.
Jodorowsky —que anda ya por los ochenta y siete años, despliega una energía formidable y danza a todas horas, como el dios Shiva, sobre el filo de la navaja de la realidad[72]— asegura, con la firmeza resultante de su estado de salud y el optimismo irradiado por su prodigiosa inventiva, que sólo envejece quien se programa para ello.
O sea: casi todo el mundo, añado yo, especialmente si vive en un país sometido a la abulia, la pereza, el conformismo y la entropía del estado del bienestar, en la que nadie es hijo de sus obras, aunque muchos lo sean de las ajenas. La socialdemocracia, mi bête noire, obliga subliminalmente a morir. Funciona como un Moloch que necesita víctimas dispuestas a inmolarse por involuntaria solidaridad. La longevidad y el antiaging son incompatibles con el sistema económico y social que cuida de los ciudadanos, como sucede en Europa y en Japón, pero no en el resto del mundo, desde el primer vagido hasta el último suspiro. Suena bien, pero si éste tarda más de la cuenta en llegar, el mecanismo se colapsa.
Puede que Jodorowsky tenga razón. Ya dije que, a mi juicio, quien se jubila, muere. Desde ese punto de vista, la Seguridad Social, los seguros de vida y los fondos de pensiones serían reos de genocidio.
Exagero, bien lo sé... El problema no estriba en dejar el trabajo y cobrar una pensión, sino en perder las ganas de hacer cosas e irse al Retiro para echar migas a los gorriones y entretener la espera de lo que ha de llegar. Cuando un varón, pongo por caso, deja de mirar a las chicas guapas por la calle, mal asunto. La Parca le ronda. Yo las miro siempre, por más que mis parejas me lo reprochen. Lo hago menos por lascivia que por instinto de conservación.
No programar la vejez es un buen truco para mantenerse joven. Yo añadiría otro: nunca hay que arrugarse. Incorporé esa medida de defensa propia a mi estrategia de longevidad el día en que, tras operarme del corazón, empecé a ir un par de veces por semana a las sesiones de rehabilitación cardíaca dirigidas por el doctor Maroto, conocí en ellas a un nutrido y avejentado grupo de convalecientes y me di cuenta de que casi todos habían perdido el impulso vital. Estaban acobardados. No se atrevían a comer como Dios manda, a beber alcohol, a viajar, a coger aviones, a trabajar, a follar... Seguían vivos, sí, pero lo justito para que no los metieran en el ataúd.
Y me dije: «Como hagas eso, Fernandito, se acabó».
No lo hice. Adelanté la pierna, como los toreros, y cargué la suerte. Ya lo he contado... Me fui a Turquía, para empezar; poco después, a México; y nada más volver, a Japón.
Fueron viajes bravos. En ninguna de esas plazas me cogió el toro. Y así hasta ahora.
¿Hasta ahora? Ya. Pero the question is: ¿hasta cuándo?
Vivo sin vivir en mí
La muerte, llegue cuando llegue, no va a pillarme de nuevas. Eso es seguro. Me he enfrentado a ella, cara a cara, mis ojos en sus ojos, su mano en mi mano, en muchas ocasiones.
Todas han sido estimulantes; ninguna, en cambio, letal. La vita pericolosa es una buena inversión.
Algunos de esos episodios quedaron ya evocados al hablar de mi niñez, de mi adolescencia, de mi primera juventud... Otros aún no han salido a relucir.
Tampoco es preceptivo hacerlo de modo detallado. Este libro se solapa una y otra vez con lances que ya figurarán en mis Memorias y que por razones de economía literaria, digamos, no debo adelantar, pero sí puedo mencionar.
La primera vez que, adulto ya, tuve una experiencia de muerte en vida, análoga, por su intensidad, sensación de veracidad y consecuencias a la de la noche en la que hizo crisis mi pulmonía juvenil[73], fue al ingerir en Roma, de la mano de mi amigo Francesco Bartoli[74], un papelito impregnado de LSD. Nunca, hasta entonces, lo había hecho, aunque a partir de esa inicial aventura enteogénica volví a correrla a menudo y me convertí en abanderado y entusiasta portavoz de ese tipo de experiencias.
Llegué tarde a ellas. El episodio al que aludo sucedió en abril o mayo de 1969. Tenía yo treinta y dos años. Aquel viaje por el interior de la conciencia me cambió la vida. Fue un momento estelar. Tanto, por lo menos, como en marzo de 1967 lo había sido la avasalladora iluminación experimentada a orillas del Ganges en Benarés. Nunca, después de aquello, volví a ser el mismo, pero ya seguí siendo de por vida, con las inevitables variaciones de menor cuantía, el que ahora soy. Eso demuestra hasta qué punto fueron la una y la otra experiencias reales, no ilusorias ni meramente alucinatorias.
Las dos están contadas en El camino del corazón. La relativa a la ingesta de LSD se desplaza en esa novela a Bali y a septiembre de 1969. Lo que Dionisio, su protagonista, toma allí no es ácido lisérgico, sino magic mushrooms... O sea: psilocibina. Pero tanto monta. Esa traslación meramente formal es sólo un truco narrativo. Lo que de verdad pasó pasó en Roma.
El episodio ocupa en la novela citada veinticuatro páginas. Es uno de sus tres momentos culminantes. Voy a reproducir a continuación, pues no tendría sentido contarlo de modo distinto a como entonces lo conté, algunos fragmentos entrecortados de aquel texto, en el que hice cuanto pude para describir mi muerte. No era fácil.
Dionisio [...] se acercó al lavabo, se apoyó en su borde, hundió la mirada en el espejo y escrutó con avidez y morbosa complacencia la imagen que el azogue le devolvía.
[...]
Y fue entonces cuando la imagen de Dionisio —su cara, su pecho, su vientre, sus brazos— se desfiguró, se descompuso, se deshizo.
Fue entonces cuando su piel yerta se transformó en un hervidero de gusanos, cuando la calavera se le transparentó a través de la carne, cuando se derritieron sus pómulos, cuando se desplomó de golpe su esternón y entre flatulencias y resoplidos se desinfló su abdomen, cuando sus párpados se convirtieron en polvo de ala de mariposa nocturna y sus ojos —desorbitados, estrangulados— descendieron lentamente por sus mejillas como un glaciar de lava blancuzca, como una babosa gigante, como una ameba del pleistoceno, como un reptil de gélidas escamas y tentáculos gelatinosos.
Dionisio —desconcertado, pero no derrotado— mantuvo el tipo, siguió frente al espejo, entró en su trastienda, hurgó en sus rincones, se demoró en los detalles, miró su muerte cara a cara.
Y no frenó.
[...]
Se metió de estampida en la habitación de la planta baja.
Quería cambiar el tercio, descansar un poco, respirar abdominalmente, digerir la experiencia y olvidarse del tenebroso mundo del espejo. Se tumbó en una de las dos camas disponibles, encendió desde la cabecera el ventilador del techo, apoyó la nuca en la almohada, cerró los ojos, inspiró, espiró y volvió a morirse.
Así, literalmente, volvió a morirse... Conocía bien el camino. Hay lecciones que se aprenden al primer intento.
Sólo que esta vez se murió del todo.
Fue tierra en la Tierra, átomo en el átomo, humo en el humo, aire en el aire, nada en la nada.
Y luego, muy lentamente, a lo largo de un proceso de resurrección y metamorfosis que duró cientos de miles de años interiores, Dionisio —o lo que quedaba de Dionisio— cobró sucesivamente forma de canto rodado y abandonado en el fondo de un estanque, forma de burbuja en fase de ascensión, forma de corriente y de círculo concéntrico de agua, forma de nenúfar al garete sobre la superficie de ésta, forma de río manriqueño que va a dar en la mar, forma de estuario, forma de vapor, forma de nube, forma de lluvia, forma de helecho, forma de tronco caído y varado en una playa primordial, forma de cocodrilo hambriento y soñoliento junto a la orilla de una charca de la jungla, forma de...
Todas las formas, todos los seres, todos los sonidos, todos los colores, todas las sustancias, todos los objetos reales e irreales, venturosos y desdichados, posibles e imposibles.
Y luego, in extremis, en el penúltimo minuto, después de cientos de miles de años enloquecidos y enloquecedores, Dionisio volvió a ser Dionisio[75].
Y aquel día perdió el miedo a la muerte.
¿Debo aclarar que Dionisio soy yo?
Lo era ya entonces; lo soy ahora... Se puede dejar de estar, pero no dejar de ser. Dice, de hecho, la Gîta, evangelio mayor del hinduismo, que lo que no es no puede llegar a ser, y lo que es no puede dejar de ser.
Ahí está el meollo. Averigua, aspirante a la inmarchitable juventud, quién eres y serás ya para siempre, aunque ya eras antes de saberlo. Es la conciencia de tu esencia lo que convierte ésta en inmortal.
Durante año y pico no volví a encontrarme con la Portadora de la Guadaña. Entre el otoño de 1970 y el de 1973 crucé varias veces el Sáhara, acompañado por un amigo la primera, por otro amigo y mi novia de entonces la segunda, y sólo por esa mujer, con la que viví más de cuatro años, la tercera. Siempre lo hice en Land Rover, aunque por distintas rutas, y estuve a punto de morir en tres ocasiones. En una de ellas los buitres, aleteando, picoteando el aire y saltando sobre sus patas, me rodearon. La presa debió de parecerles fácil.
Cruzar el Sáhara es, seguramente, lo más peligroso que he hecho en mi vida. Más que verme en un burdel de Taiwán con un alcahuete de gigantesco tamaño y bíceps de acero que me amenazaba con un puño similar al de Joe Louis y en otro de Manila con un tagalo borracho que apoyó en mi pecho el cañón de una pistola y al final me invitó a una botella de ginebra. Más que vivir en Saigón poco después de la ofensiva del Tet en 1968. Más que subir ese mismo año desde la frontera camboyana hasta la capital de Laos por la orilla del Mekong bajo el fuego cruzado de cinco ejércitos enloquecidos. Más que ser derribado desde lo alto de un taburete por el hostión que me atizó en un bar de marineros del puerto de Dakar una exuberante puta de raza negra que se abalanzó sobre mi cuerpo yacente enarbolando una cubitera de hielo metálica y al final también me invitó a una copa. Más que tragarme una chirla de buen tamaño, con sus dos valvas repletas de granos de arroz, en el restaurante de la Casa de León en Madrid mientras me tomaba una paella en compañía de dos pánfilas que seguían charlando entre sí sin percatarse de que me ahogaba. Más que salir indemne de una ráfaga de ametralladora en la semana de protesta contra el dictador Pinochet en Santiago de Chile. Más que los tres inexplicables ataques de asma que sufrí en la República Dominicana y en Japón (¡yo, que nunca he padecido ni antes ni después de aquello esa enfermedad!). Más que sufrir la mordedura de un perro rabioso en la localidad etíope de Axum, sita en las quimbambas, junto a Eritrea, y presunta sede del Arca de la Alianza que el primer Menelik birló a Salomón. Más que sobrevivir (de momento) a seis separaciones conyugales. Más que ser intervenido del corazón en un hospital de Madrid para instalar en mis coronarias tres ramales de circunvalación...
Bueno. Eso quizá no. Eso fue aún más peligroso que cruzar el Sáhara.
Pero, sea como fuere, y quod erat demonstrandum, he visto muchas veces la muerte cara a cara, su mano en mi mano, mis ojos en los suyos...
Demasiadas para que ahora le tenga miedo, ¿no?
Yo, que tantos hombres quise ser
Es cosa de ir terminando este libro que ya dura en demasía. Vayamos a su meollo o, mejor dicho, volvamos a él. «¿Qué edad tengo?», me preguntaba unas páginas atrás, antes y después de someterme a muchas horas de minuciosas pruebas de todo tipo armoniosamente orquestadas por la batuta del doctor Ángel Durántez en ese país de las maravillas médicas que es la clínica Neolife, especializada en la medicina preventiva del antienvejecimiento.
Está en el centro de Madrid, en el corazón del barrio de Salamanca, donde nací y viví hasta que, ya adulto, tuve que emprender el camino del exilio, dejándolo casi todo atrás, pero teniendo aún casi todo por delante.
¿Nacer? ¿Vivir? Hay un curioso paralelismo de doble carril, uno para la ida, otro para la vuelta, en el hecho de que ahora, a finales de abril de 2016, casi ochenta años más tarde, vayan a decirme cuál es mi edad biológica en el mismo lugar del mundo en que ese cómputo se puso a andar.
¿Edad biológica? Eso es muy relativo. Sólo un dato, una cifra, un guarismo, que por sí solo no sirve para mucho.
Sostenía Marañón, en un dictum destinado a sentar cátedra y hacerse célebre, que cada persona tiene la edad de sus arterias. Sí, pero...
Cierto es que los arrechuchos cardiovasculares siguen siendo la primera causa de mortandad, pero al paso que vamos pronto lo será la diabetes, dolencia metabólica y fruto directo de ese mal du siècle que es la obesidad. Quizá, en función de lo que se avecina, podríamos ir pensando en cambiar el nombre del planeta y, en vez de Tierra, llamarlo Obesia. España ya lo es. Y Europa. Y Estados Unidos. Y China. Nuestros descendientes tendrán la edad de sus índices de glucemia.
Repase el lector la nota de la página 179. Lo que en ella se dice no lo digo yo. Lo dicen los doctores de la Iglesia de ese mainstream, palabreja de moda, que es la ciencia del antienvejecimiento. Quizá veamos pronto una Facultad consagrada a ella. ¿Vuelven los brujos, como en su día profetizaran Pauwels y Bergier en un libro con ínfulas de nuevo paradigma que llegó a todos los rincones del Orbe y de la Urbe? Salió, con el título de Le matin des magiciens, en 1960. Sin él no habría escrito yo Gárgoris y Habidis.
En la nota a la que aludo se mencionan los tres parámetros que, según la citada Ciencia del Antienvejecimiento, son inexcusables a la hora de calcular el estado de salud (y, por lo tanto, el índice de juventud) de cualquier persona. En el balance o suma y sigue de esos factores —la genética, el estilo de vida y la actitud ante ésta— se adjudica a cada uno de ellos el 33 por ciento del gran total.
Eso significa que la llamada «edad biológica», stricto sensu, no existe... Es, como temeraria y lapidariamente afirmé al comienzo de este capitulillo, un ente de razón, una señal de tráfico, un indicio, pero nada más.
Tenemos muchas edades: la mental, la intelectual, la cultural, la moral, la muscular, la sexual... Y la suma de todas ellas, que nos envuelven como al bulbo las capas de una cebolla, es nuestra edad real.
Uno puede estar, en lo que a la fisiología concierne, tan sano como un chaval de veinte primaveras, pero su actitud ante los retos, las alegrías y los disgustos de la vida puede ser la de un anciano vencido ya por ella o la de un niño que sigue agarrado a las faldas de su madre. Lo senil y lo infantil no casan con lo juvenil.
Los genes nos condicionan, pero no nos marcan un camino ni nos imponen un destino. En el proceso de deterioro de la salud física sólo una tercera parte depende de ellos. Es mucho, pero no es todo. Quien de verdad, sea cual sea la fecha de la inscripción de su nacimiento en el Registro Civil, quiera mantenerse joven, tendrá que cuidar —chequeos, alimentación, ejercicio, fármacos y elixir aparte— de elementos que no pertenecen al universo material, tangible, visible, ponderable, sino al espiritual.
De ahí que la juventud, o la eterna juventud, o la constante juventud, o la fuente de la juventud, o como queramos llamarla, no sea una fórmula, sino un sistema filosófico. Acuda el lector al taoísmo. En el Tao Te King, que es, a juicio de quien esto escribe, el libro más sabio de la historia, se expone esa filosofía. Resulta curioso que de Laotsé, su supuesto autor, se diga que nació ya viejo, tras novecientos años de gestación.
¿Viejo? ¡Extraña deducción! Se trata a todas luces de lo contrario: una metáfora de su condición de inmortal, pues ningún taoísta envejece.
Sin ese libro, como antes dije a cuento del de Pauwels y Bergier, tampoco yo podría haber escrito éste.
¿Y qué es lo que me falta por hacer, lo que quise hacer y no hice, lo que pude hacer y no hice, lo que soñé con hacer y no hice, lo que dejé pendiente?
Dije que volvería a tocar, así fuera de refilón, tal asunto.
No es éste el lugar adecuado para elaborar esa lista de despistes existenciales, pero hay en ella, dicho sea a mero título de curiosidad, vocaciones frustradas tan pintorescas como la de ser zapatero remendón, limpiabotas, ama de casa, chica de servicio, arqueólogo, zoólogo, latinista, helenista y cartujo.
Ya sé que en lo relativo a las cuatro primeras y a la última nadie me creerá, pero juro que es así. Siempre quise ser todo eso, pero... Lo dicho: me despisté.
¿Es ya demasiado tarde para serlo?
En la respuesta a tan utópica pregunta está la clave de mi verdadera edad. Sólo el inmediato futuro puede darla. A él me remito. Ya veremos.
Borges decía: «Yo, que tantos hombres he sido...».
Permítaseme enmendarlo: «Yo, que tantos hombres he querido ser...».
Dejémoslo así.
Reloj, no marques las horas
Tic tac, tic tac...
¿Latinista? Omnia vulnerant; ultima necat, se leía en los antiguos relojes de sol. O lo que es lo mismo: «Todas las horas hieren; la última mata».
De acuerdo, pero se puede morir en estado de plenitud, o sea, de juventud.
«Pasó un día y otro día, / un mes y otro mes pasó, / y un año pasado había, / mas de Flandes no volvía / Diego, que a Flandes partió».
Aprendí esos versos de Zorrilla[76], que ya nunca olvidaría, en el colegio donde cursé todos mis estudios de enseñanza primaria y de bachillerato. Era el del Pilar, que estaba (y está) en el mismo barrio, en la calle de Castelló, a dos pasos de la clínica Neolife. Y ahora —lo reitero—, muchas décadas después de haber salido de ese colegio, como si fuese yo el protagonista del romance en cuestión, las hojas del almanaque y el tictac de éste me devuelven al punto de partida.
Ya en mayo, alrededor de dos semanas después del chequeo, el doctor Durántez me convocó para comunicarme su resultado. Acudí en compañía de la persona con la que aquella mañana posterior al Premio Planeta de 2014 bajé a desayunar con mi editor en uno de los salones del hotel barcelonés Princesa Sofía y a la que he dedicado este libro. Ella también se había sometido a idénticas pruebas e iba a recibir su veredicto. Los médicos lo llaman diagnóstico, pero es siempre una sentencia, leve o dura, de absolución, prisión domiciliaria, internamiento provisional, cadena perpetua o muerte.
Que sea esa persona, como testigo de cargo o de descargo, quien levante acta de lo que allí pasó...
Texto de Anna Grau
Peter Pan y la tía Julia
Me preguntaba al comienzo de este libro si enamorarse de un hombre que frisa en los ochenta años es un milagro... Reconózcaseme al menos que es un acto de fe.
¿Se acuerdan de la tía Julia, la de Mario Vargas Llosa? Cuando la tía Julia, cuarentona camino de la cincuentonería, se apercibe de que ha despertado, y cómo, la pasión de su sobrino entonces insultantemente joven (las vueltas que dan la vida y la literatura...), tiene un lúcido movimiento de pánico. Se ve a sí misma tirada en la cuneta de la menopausia en cuanto a su Varguitas se le pase el calentón. Le confiesa a él esta angustia. Varguitas reacciona como todo un hombre, como un lorquiano gitano legítimo: le importa un rábano. Julita suspira hondo pensando en su cantada soledad futura. Y zanja con una de las frases más nobles que ninguna heroína de novela haya pronunciado jamás: «Prométeme cinco años. Por cinco años de felicidad, hago yo esa locura».
No hay seguros de vida en el amor. Bien es cierto que, si se inventaran, habría gente de la que las compañías aseguradoras huirían como alma que lleva el diablo. Andaba un día yo lamentándome de ciertos hándicaps muy molestos en mis relaciones con FSD... Y va él, se me queda mirando atónito y me dice: «¡Ya me gustaría a mí que las cosas fueran tan sencillas para ti y para mí como para Romeo y Julieta!». Casi me caigo de cabeza del balcón y nos ahorramos dos actos de la obra.
Al margen de que Vargas Llosa, Dragó y otras pichas bravas de la literatura puedan pensar que ellos, con poner el genio y el palmito, ya cumplen (Madame Bovary, c’est moi!...), y que la empatía y la congruencia ya las pondrás tú, digamos que yo estaba lo bastante familiarizada con el montaje del director como para entender el mensaje de su película: que ojalá tuviéramos ambos la tierna edad de los dos amantes de Verona, ciertamente libres de cargas y de responsabilidad, sin otra preocupación en el mundo que el suicidio.
Enamorarse de un hombre más de tres décadas mayor que tú es un reto. Enamorarse de Peter Pan es otro reto. Pero ¿qué pasa si por lo que sea los dos retos se superponen? ¿Si resulta que te has enamorado de un Peter Pan de casi ochenta años?
Como creo haber dado a entender en el primer texto mío acogido a la hospitalidad de este libro, al principio te lo pasas netamente pipa. A una edad en que muchas empiezan a conformarse con que el novio, el marido o eso que en el sofá subyace críen chicha y mando a distancia, tú te ves succionada y catapultada por un glorioso tornado intelectual, emocional y sexual. This is not Soria anymore! Es como correr delante de un incendio no para extinguirlo, sino para propagarlo. ¡Más madera! ¡Es Dragó!
Pasado cierto tiempo acusas cierto estrés y te pueden asaltar ciertas dudas. Por ejemplo: ¿hasta cuándo aguantaré yo este ritmo? Y sobre todo, ¿hasta cuándo lo aguantará él? Una especie de Síndrome de la tía Julia pero al revés empieza a helarte discretamente el espinazo... Y, para acabarlo de arreglar, llega un día tu Peter Pan con el jubiloso anuncio de que:
a) Ha conocido a un doctor de una clínica antienvejecimiento que «está hecho un toro porque moja pan en testosterona como si fuese nocilla y es un hom- bre-cobaya como yo, le gusta probarlo todo, a ver qué pasa»...
b) La cobaya de bata blanca, encantada de haber conocido a la cobaya de calzas verdes, se propone medirle los telómeros, que al parecer son el chivato de la VERDADERA edad biológica, y hacerle (¡incluso hacernos a los dos!) no sé cuántas pruebas de esto y de lo otro que en resumen miden la resistencia a la oxidación y a la vejez, las expectativas de juventud más o menos eterna o razonable...
Y yo que sonrío toda melosa, modosa y morbosa, pero la procesión va por el ínterin: glups. ¿De verdad quiero saber eso? ¿De verdad quiero saber cuánto me/nos queda en el convento? ¿Más o menos de los cinco años que reivindicaba la tía Julia?
Llega la impostergable hora de la verdad. Acudimos a la clínica Neolife, sita en la calle Velázquez, 94, de Madrid. Conocemos al doctor Ángel Durántez, inter nos y de ahora en adelante, doctor Varoufakis. Si quieren saber por qué, asómense a www.neolifeclinic.com y echen un vistazo.
Peter Pan llega antes que yo, como suele, entre otras cosas porque nunca espera a Wendy ni a nadie. Al llamarle yo al móvil para prevenirle de que ya le alcanzo me corta raudo: «no puedo hablar ahora, estoy en pleno test neurocognitivo». Como excusa para eludir el diálogo de pareja es la más original que le he oído hasta ahora. Pero hete aquí que a mí también me están esperando con una batería de pruebas de memoria, coordinación, acción y reacción, capacidad de procesar esto y lo otro...
Me han dicho que vaya con un sostén sin aros (que me he tenido que comprar expresamente, dado mi tenaz apego a la corsetería vintage...) y en macabras ayunas para la analítica. Por no hablar de los ojos como platos, y las ojeras como ensaladeras, porque tanto FSD como yo nos hemos pasado las veinticuatro horas anteriores al chequeo chupando unas torundas de algodón que hay que empapar de saliva con áspero rigor militar. Baste decir que en el turno de las doce de la noche y en el de las TRES y las SEIS de la mañana se exige babear en la pura tiniebla, para que ninguna luz ni blanca ni azul ni amarilla vulnere la pureza de la muestra.
«¿No os podéis ir a dormir al cuarto oscuro de algún fotógrafo amigo?», proponen los de la clínica, dicharacheros. Servidora opta por mascar algodón con la cabeza metida debajo de las sábanas, igualito que cuando de niña me quedaba leyendo en la cama con una linterna a escondidas de mis padres. No doy detalles de cómo lo soluciona Dragó.
El chequeo avanza implacable durante horas y horas. Te toman fotos en pantalón corto (a FSD en calzoncillos camiseros) de frente y de perfil que recuerdan a los mugshots de la policía. Te miden la capacidad pulmonar y el alcance cardiovascular y la deambulación y la capacidad de poner la espalda recta sin que te salga una giba y escudriñan si estás deprimido o triste, si malduermes y si biencomes, si bebes la suficiente agua o si te hidratas a base de hojas de lechuga (como Dragó y como los hámsteres), si tus hormonas están a setas o a rolex, si haces deporte o el paripé.
Empiezo a entender a esas señoras que se van a pasar la tarde a la Seguridad Social. Es bonito ver a alguien ocuparse de ti tanto rato seguido. El doctor Varoufakis se me antoja un musculoso arcángel de la guarda o un personal trainer de valquirias. Me felicita por mi flexibilidad y me regaña porque según él podría tener más fuerza en las piernas. ¡Yo, que me paso el día y la noche subiendo escaleras y andando cuesta arriba! Él y su ayudante, Tania, me enseñan una especie de amasijo amarillo repugnante, algo así como un alien disecado: pretende representar sólo medio de los tres quilos de tejido graso que a su juicio sobran en mi cuerpo. Yo chillo indignada: ¡oiga, que a mí todo el mundo me dice todo el rato que estoy buenísima! El doctor sonríe y aprecia, pero ni calla ni otorga: «tu peso es normal, es bueno, pero la correlación de fuerzas entre el tejido magro y el graso es subóptima». ¿Subóptima? ¿Qué puñetas significa eso? «Pues que estás perfecta para cualquier médico convencional..., pero no para mí». Porque resulta que él aspira al non plus ultra de la excelencia física. A la supermanía y a la superwomanía sin fisuras. Hala.
¿Se me va entendiendo cuando digo que se ha acabado el postureo, que esto es la hora de la verdad pura y dura? Al mismo FSD se le demuda la color y se le arruga la chulería. Varoufakis no es el Capitán Garfio, pero puede llegar a meter miedo. Aquí no nos vale con parecer estupendos o con aparentar diez o hasta veinte años menos de los que pone el DNI. Aquí o estás de verdad como una rosa, por fuera y por dentro, por arriba y por abajo, o te lo dicen y échate a temblar. ¿De dónde y por dónde nos va a venir el guadañazo?
Arrastrando disimuladamente los pies vamos tal día a recoger los resultados. Hay datos interesantes. Y hasta humillantes. Ejemplo: yo estaba satisfechísima de mi test neurocognitivo («buenísimo, buenísimo», me frota el lomo muy contento el doctor...) hasta que atisbando por encima del hombro me percato de que FSD, treinta y un años mayor que servidora, me iguala en todo y hasta me supera, el maldito, en algo en lo que jamás me había superado nadie, en ninguna prueba ni examen: ¡tiene más memoria verbal que yo! Pues que se sepa que yo le supero a él en memoria visual (claro que le supero haciendo un poco de trampa, porque a él le acaban de descubrir una pequeña catarata en la pupila y en cuanto se la operen seguro que me retiran el oro olímpico). También tiene Dragó mejor que yo la homocisteína, que previene deterioros neurocognitivos de futuro (está visto que él no está por la labor de neurodeteriorarse nunca) y hasta la hormona del crecimiento. ¿Estás de coña, Varoufakis? ¿No pretenderás que a los ochenta años este hombre sigue creciendo? «No, esa hormona, a estas alturas, ya no sirve para crecer, pero sí para ir renovando el organismo y el metabolismo, en resumen, para mantener a raya el desgaste y la vejez». Lo que me faltaba. ¡Ahora va a resultar que, si me despisto, envejezco más rápido yo que él!
Menos mal que le supero en elasticidad arterial y de todo tipo. Y que además el doctor me va a recetar también a mí testosterona, para que me la frote en la cara interna de los muslos (huy...) y me ponga mucho más fuerte y mucho más pasota de los problemas (como son los tíos, asegura Varoufakis). Igual me tendré que depilar un poco más seguido, pero a cambio promete que me va a crecer el clítoris: «de una lentejita, haremos quizás un garbancito», sonríe de oreja a oreja, más y mejor que cualquier candidato a las elecciones de los que por aquí tenemos.
Salimos de la clínica cargados de mandados y de deberes, desde hacer ejercicio hasta tomar toda clase de suplementos nutricionales y reemplazos hormonales cuya función es desafiar los límites ordinarios de la Naturaleza para tentar los extraordinarios. El peterpanismo ha dejado de ser sólo genética y actitud (que también) para devenir una posibilidad científica al alcance, no diré de todos, pero sí de muchos más de los que hasta ahora habían soñado con intentarlo.
¿Y finalmente qué pasa con el Síndrome de la tía Julia? Yo, en un aparte, acorralé a Varoufakis, le miré a los ojos con los míos de matar y se lo pregunté tal cual: ¿cómo está él de verdad? ¿Cuánto Peter Pan me queda?
Respuesta: «Tranquila. Incluso con los tres bypasses y con un minúsculo aneurisma disecante en la aorta abdominal, es un hombre extraordinariamente fuerte y bien cuidado, que si sigue así y hace sólo un poquito más de ejercicio te puede durar bastantes años, con buena salud, con el cuerpo y con el ánimo joven. ¿Has visto además que la nueva frontera de la esperanza de vida está en los ciento veinte años, incluso más allá?».
Sea. Por veinte o treinta años de felicidad —tirando por lo bajo— cometo yo la locura de quererle y de aguantarle. Tienen ustedes todo pagado en Shangri-La.
Bangkok, Phnom Penh, Pattaya,
Madrid, Castilfrío, Bali,
Trawangan, París y Kiev.
7 de diciembre de 2014 a
22 de mayo de 2016