CANTO DUODÉCIMO
LA MUERTE
En el país de las naranjas, a la hora en que el día de Dios se evapora, cuando los pescadores, después de haber tendido sus nasas conducen las barcas al abrigo de las rocas, y las muchachas, soltando las ramas, se ayudan entre sí para cargar sobre la cabeza o apoyar en la cadera sus cestas llenas; de las riberas donde el Argens[79] serpentea, de las llanuras, de las colinas, de las veredas, se levanta hacia la lejanía un prolongado coro de canciones. Pero balidos de cabras, cantos de amor, sones de Churumbela, poco a poco, en las parduscas montañas se pierden, y llegan la sombra y la melancolía.
Igualmente las palabras de las Marías, que remontan su vuelo, se extinguían, se extinguían poco a poco de nube de oro en nube de oro, semejantes al eco de un cántico, semejantes a una música lejana que, por encima de la antigua iglesia, se fuera con la brisa.
Ella parece que duerma y sueñe de rodillas y que un extraño rayo de sol corone su frente con nuevas hermosuras. Pero sus ancianos padres la han buscado tanto por los páramos y los juncales que, finalmente, la descubren, y de pie, bajo el atrio, la miran asombrados.
Toman agua bendita, llevan a su frente la mano humedecida, y sobre las losas sonoras la mujer y el anciano avanzan… Asustada como un pájaro que de repente ve a los cazadores, grita Mirèio:
—¡Dios mío! Padre, madre, ¿adónde vais?
Y, viendo lo que veía, Mirèio cayó al suelo.
Su madre, con el rostro lleno de lágrimas, acude y la coge en sus brazos.
—¿Qué tienes? Tu frente quema… No, no es un sueño que me engaña, es ella que yace a mis pies, es ella, es mi hija.
Y lloraba y reía a la vez.
—Mirèio, mi hermosa pequeña, soy yo, que estrecho tu mano, yo, tu padre…
Y el anciano, a quien el dolor sofoca, le calentaba entre las suyas sus manos inanimadas.
Mientras tanto, el viento ha llevado la gran nueva. Llenando el portal se congregan en la iglesia, conmovidos, los habitantes de Santa María.
—¡Subidla, subid a la enferma a la capilla más alta! —decían—. Subidla en seguida. ¡Que toque los santos huesos! ¡Que bese a nuestras grandes Santas con sus labios agonizantes en sus urnas milagrosas!
Las mujeres, al instante, la toman en brazos.
En la parte alta de la hermosa iglesia hay tres altares, hay tres capillas labradas una sobre la otra en bloques de roca viva. En la capilla subterránea está Santa Sara, venerada por los morenos gitanos. Más elevada, la segunda encierra el altar de Dios.
Sobre los pilares del santuario, la estrecha capilla mortuoria de las Marías eleva su bóveda hasta el cielo, con las reliquias, sagrados legados de los que fluye la gracia a raudales. Cuatro llaves cierran las urnas, las urnas de ciprés con sus tapas.
Una vez cada cien años las abren. ¡Dichoso, dichoso aquel que cuando las abren puede verlas y tocarlas! Buen tiempo tendrá su barca y buena estrella, los renuevos de sus árboles darán frutos a cestadas, y su alma creyente gozará para siempre de los bienes eternos.
Una hermosa puerta de encina protege aquella sagrada herencia ricamente tallada, regalo de los habitantes de Beu-Caire. Pero, sobre todo, lo que la defiende no es la puerta que la cierra, ni el muro que la ciñe, sino el favor que le llega de los espacios azulados.
A la pequeña capilla, por la escalera de caracol, subieron a la enferma. El sacerdote, con blanca sobrepelliz, empuja la puerta. Como un campo de cebada cuyas espigas se abaten por la súbita sacudida de una ráfaga de viento, todo el pueblo se prosterna sobre las losas, gritando:
—¡Oh bellas Santas humanitarias, Santas de Dios, Santas amigas, tened piedad de esa pobre muchacha!
—¡Tened piedad de ella —grita la madre—, y os traeré, cuando esté curada, mi sortija de oro, mi cruz florida, y, por las ciudades y los campos, iré a pregonar vuestro milagro!
—¡Oh Santas, es mi chorlito real! ¡Oh Santas, es mi tesoro! —decía Mèste Ramoun, gimiendo en las tinieblas con su cabeza vacilante—. ¡Oh Santas, a ella, que es hermosa, inocente e infantil, le conviene la vida, pero a mí, que no soy más que una vieja osamenta, enviadme a estercolar las malvas!
Con los ojos cerrados y sin decir palabra, Mirèio estaba tendida. Para que la brisa de los tamariscos reanimase a la joven campesina, la habían depositado sobre el tejado, a la vista del mar.
Ya que el portal (párpado de esta bendita capilla) mira sobre la nave de la iglesia, y desde allí, en la lejana extremidad del horizonte, se divisa el blanco límite que a la vez une y separa el redondo cielo de la onda amarga, y se ve el eterno movimiento del mar.
Sin cesar se ve a las olas atrevidas que suben unas sobre otras, jamás cansadas de perderse mugiendo entre las dunas, y por el lado de tierra se divisa una llanura interminable sin una eminencia que ciña su horizonte, un cielo inmenso y claro sobre páramos prodigiosos.
Se divisan tamariscos de claro follaje que se mueven al menor soplo de viento, grandes extensiones de almazos, y, de vez en cuando, una bandada de cisnes que se purifica sobre las ondas, o bien, en la estéril marisma, una manada de bueyes que pacen o que pasan a nado el agua del Vacarés.
Mirèio, en fin, con voz apagada, murmura algunas palabras vagas.
—Del lado de la tierra —dice— y del lado del mar siento venir dos hálitos distintos: el uno es fresco, como el soplo de las madrugadas, pero el otro es jadeante, ardiente, e impregnado de amargura.
Y se calló… Hacia la llanura y hacia las ondas saladas, los habitantes de Santa María miraron en seguida y vieron llegar a un joven que levantaba a su paso torbellinos de tierra movediza. Delante de él los tamariscos parecían huir y empequeñecerse.
¡Es Vincèn, el cestero…! ¡Pobre muchacho, qué digno de compasión! En cuanto su padre, Mèste Ambrosi, le hubo dicho: «Hijo mío, no será para tus labios el hermoso retoño de “Las Almezas”», inmediatamente, para verla una vez más, partió lejos de Valabrego como un bandido.
En Crau le dijeron: «Ha ido a las Santas». Ródano, marismas, Crau fatigosa, nada había podido detener su carrera hasta los islotes arenosos de la playa.
Pero en cuanto llega a la iglesia, en cuanto ve tanta gente reunida, pálido, se levanta sobre la punta de los pies y exclama:
—¿Dónde está? ¡Decidme dónde está!
—Está allá arriba, en la capilla, temblorosa y agonizante.
Y al instante, el desdichado sube. En cuanto la ve, levanta al cielo sus manos y la cabeza.
—Para recibir sobre mi cabeza tantas desgracias —clamaba el desdichado—, ¿qué le he hecho a Dios? ¿He cortado, acaso, el cuello a la que me dio su leche? ¿Me ha visto alguien encender mi pipa en la lámpara de la iglesia o bien arrastrar el Crucifijo por los cardos, como hacen los judíos? ¿Qué he hecho, mal año de Dios, para sufrir tantos males? ¡No bastaba negármela, además me la han martirizado!
Y abrazó a su amiga. Y al ver a Vincèn lamentarse de aquella manera, la multitud que le rodeaba sentía palpitar su corazón; y compartían su pena, y lloraban con él.
Y como el ruido de un torrente que se despeña en cataratas por las hondonadas de un valle y va a conmover al pastor en las cumbres, desde el fondo de la iglesia subía la voz del pueblo, que cantaba, y todo el templo se estremecía al oír el hermoso cántico que saben los habitantes de Santa María:
«¡Oh Santas, hermosas marineras, que habéis escogido nuestras marismas para elevar en el aire las torres y las almenas de vuestra dorada iglesia! ¿Qué hará en su barca el marino cuando el mar se desencadena, si prontamente no le enviáis vuestra buena brisa? ¿Qué hará sin vuestro amparo la pobre ciega? ¡Ah!, no hay salvia ni bugula que pueda curar su lamentable suerte, y sin decir palabra, transcurre el día repasando su triste vida… ¡Oh, Santas, devolvedle la vista, que la sombra y siempre la sombra es peor que la muerte! Reinas del Paraíso, señoras de la amarga llanura, vosotras llenáis, cuando os place, nuestras redes de peces; pero a la multitud pecadora que a vuestra puerta se lamenta, ¡oh blancas flores de nuestras landas saladas!, si es paz lo que le falta, colmadla de paz». Así oraban los buenos habitantes de Santa María, con unos gritos que enternecían. Y he aquí que las Santas infundieron un poco de vigor a la pobre enferma, y en su cara, algo sonriente, floreció una dulce alegría, porque el ver a Vincèn fue para ella un placer inefable.
—Hermoso amigo mío, ¿de dónde vienes? —le dijo—. Di, ¿te acuerdas de aquella vez que hablamos allá, en la masía, sentados los dos bajo la parra? «Si algún mal te aflige, corre a las Santas Marías —me dijiste entonces—, y en seguida encontrarás consuelo». ¡Oh, querido Vincèn!, ¿porqué no puedes ver en mi corazón como dentro de un vaso? De consuelo, de consuelo rebosa mi corazón… Mi corazón es un arroyo que se desborda. Está colmado de delicias de toda suerte, de gracias y de dicha… Entreveo los coros de los ángeles del buen Dios.
Entonces Mirèio dejó de hablar y contempló los espacios… Parecía como si viera en las profundidades del mar azul cosas maravillosas.
Luego, sus palabras nebulosas recomenzaron:
—¡Dichosas, dichosas las almas a quienes la carne no retiene ya sobre la tierra! ¡Vincèn!, ¿has visto, cuando se elevaban en el aire, los rayos de luz que derramaban? ¡Ah, qué libro tan hermoso se podría hacer si las palabras que me han dicho, sin olvidar una, hubieran sido escritas!
Vincèn, a quien el llanto oprimía, desahogó sus sollozos hasta entonces contenidos.
—¡Quisiera Dios que yo las hubiese visto! ¡Quisiera Dios! —exclamó—. Me hubiera asido a sus ropas gritando: «¡Oh reinas del cielo, único refugio que nos queda, tomad los ojos de mi cabeza, los dientes de mi boca y los dedos de mi mano, pero a ella, a mi hermosa hada!, ¡oh!, ¡devolvédmela sana y salva!».
—¡Helas aquí…! ¡Helas aquí, que vuelven con sus vestidos de lino! —dijo, de pronto, Mirèio.
Y agitándose por desasirse del regazo de su madre, con la mano señalaba a lo lejos, hacia el mar.
Todos se levantaron, todos hacia el mar fijaron sus miradas y, con la mano en la frente, decían:
—A lo lejos no descubrimos nada por ahora, a no ser allá abajo, el blanco límite que junta el cielo con el agua amarga… No, no se ve venir nada…
—¡Sí, sí! ¡Miradlo bien! Van en una barca sin vela —exclamó Mirèio—. ¿No veis cómo las olas aplacan delante de ellas sus remolinos…? ¡Oh, sí, son ellas…!, el aire está claro y el aliento suave que las conduce sopla lo más suavemente que puede… Las aves marinas las saludan a bandadas…
—La pobre muchacha delira… En la mar rojiza sólo vemos el sol que va a sumergirse.
—Sí, sí, son ellas —repuso la enferma—: mi vista no se engaña y tan pronto hundida, tan pronto alta, ¡oh milagro de Dios!, su barca viene hacia aquí.
Pero la muchacha iba poniéndose descolorida, como una blanca margarita a la que queman los rayos del sol, apenas abierta. Y Vincèn, con el espanto en el alma, acurrucado cerca de su amada, la encomienda a Nuestra Señora, la encomienda a las Santas y a los santos del Paraíso.
Habían encendido los cirios. Ceñido con la estola violeta, llegó el sacerdote con el Pan de los Ángeles para refrescar su paladar ardiente, luego le administra la Extremaunción y la unge con el Santo Crisma en siete partes del cuerpo, según el rito de la Iglesia católica.
En aquel momento todo estaba en calma. En la iglesia sólo se oía el Oremus del sacerdote. En el ángulo de la pared, el día desfalleciente, que iba a sepultarse en las ondas, proyectaba sus reflejos dorados y el mar, en hermosas olas, lentamente se rompía con un largo rumor.
Arrodillado, su tierno amante, con el padre y la madre, exhalaban de vez en cuando algún sollozo sordo y ronco.
—¡Vamos! —dijo todavía Mirèio—. La separación se acerca… ¡Vamos! Démonos la mano, ya que aumenta el resplandor de la frente de las Marías. Delante de ellas, dos flamencos rosados acuden ya desde las orillas del Ródano… Los tamariscos en flor empiezan a adorarlas… ¡Oh, buenas Santas! Me hacen señas, me llaman para que vaya con ellas, me dicen que no tema nada, que, como ellas entienden las constelaciones, su barca en derechura nos conducirá al Paraíso.
Mèste Ramoun le dice:
—Amiga, ¿de qué me servirá haber desmontado tantos jarales si te vas de la casa? Porque el ardor que me animaba provenía de ti. El calor sofocaba, el fuego de los terrones me daba sed, pero al verte desaparecía todo.
—Cuando veáis alguna mariposa nocturna que va a quemar sus alas en vuestra lámpara, seré yo… Las Santas me esperan de pie en la proa… Sí… Esperadme un momento… Voy despacio porque estoy enferma…
La madre entonces prorrumpe:
—¡Oh, no, no! ¡Ya es demasiado! ¡No quiero, no quiero que te mueras! ¡Quiero que te quedes conmigo! Y después, ¡oh Mirèio!, si te pones buena, iremos a casa de tu tía Aurano a llevar una cesta de granadas; Maillane[80] no está muy lejos de Baus, y en un día se puede ir y volver.
—No está lejos, no, madre mía. Pero haréis vos sola el camino… Madre mía, dadme el vestido blanco… ¿No veis las blancas y hermosas mantillas que llevan sobre los hombros las Marías? Cuando ha nevado en los collados, menos deslumbrante es el esplendor de la nieve.
El moreno trenzador de cestas exclama entonces:
—Mi todo, mi hermosa, tú que me habías abierto tu fresco palacio de amor, limosna florida[81]; tú, por quien mi cielo, como un espejo, se había aclarado sin temer jamás los malos rumores; tú, la perla de Provenza; tú, el sol de mi juventud: ¿será verdad que he de verte sudar tan pronto el hielo de la muerte? ¿Será verdad, ¡oh grandes Santas!, que vosotras la habréis visto agonizar y abrazar en vano vuestros sagrados umbrales?
La muchacha, entonces, vuelta hacia él su dulce mirada, le responde suavemente:
—¡Pobre Vincèn mío! ¿Qué tienes delante de los ojos? La muerte, esa palabra que te engaña, ¿qué es? Una bruma que se disipa con el tañir de las campanas, un sueño del cual se despierta al final de la noche… No, yo no me muero… con el pie ligero subo ya en la barquita. ¡Adiós, adiós! Ya cogemos el viento del mar. El mar, hermosa llanura agitada, es la avenida del Paraíso, porque el azul del espacio toca todo en derredor el amargo abismo… ¡Ay!, ¡cómo nos balancea el agua…! Entre tantos astros suspendidos allí arriba, yo encontré uno en el que dos corazones amigos puedan amarse libremente… Santas, ¿es la voz de un órgano la que canta a lo lejos…?
Ya la agonizante suspiró e inclinó la frente hacia atrás, como si fuera a dormirse.
Por el aspecto de su cara sonriente se hubiera dicho que todavía hablaba…, pero ya los habitantes de Santa María se adelantan hacia la muchacha, uno tras otro, con un cirio que pasan de mano en mano, y le hacen la señal de la cruz… Consternados, sus padres contemplan lo que hacen.
En lugar de verla lívida, la ven luminosa. En vano la sienten fría, no quieren ni pueden creer en el golpe inconsolable. Pero Vincèn, en cuanto la ve con su frente caída hacia atrás, los brazos tiesos y los ojos velados, exclama:
—¡Está muerta…! ¿No veis que está muerta…?
Y, así como se tuercen los mimbres, desesperado, retuerce sus puños, y entonces comienza el fúnebre duelo.
—¡No serán los llantos para ti sola! ¡Contigo ha caído el tronco de la vida! ¡Está muerta…! ¿Muerta? ¡No es posible…! Debe de ser un demonio que me lo dice al oído… ¡Hablad, en nombre de Dios, buenas gentes que estáis aquí! Vosotros habéis visto muertos. ¡Decidme si al pasar las puertas sonríen así…! En verdad, ¿no tiene las facciones casi alegres…? Pero ¿qué hacen…? Todos vuelven la cabeza, todos sollozan… ¡Basta, basta…! ¡Tu voz, tu dulce hablar, ya no los oiré jamás…!
Aquí, el corazón de todos se estremece, se derrama un torrente de lágrimas, y el dolor une al lamento de las olas un desbordamiento de sollozos.
Igual que en un rebaño numeroso, cuando una becerra sucumbe, alrededor del cadáver tendido para siempre, durante nueve días consecutivos, toros y vacas van por la tarde entristecidos a llorar a la desgraciada, y las marismas y las olas y el viento resuenan durante nueve días con sus dolorosos mugidos.
—¡Anciano Mèste Ambrosi, llora a tu hijo! —decía Vincèn—. Yo quiero que con ella me llevéis a la fosa… Allí, hermosa mía, me hablarás de las Marías al oído… Y allí, ¡oh tempestades de los mares!, nos cubriréis de conchas. Buenos habitantes de Santa María, a vosotros me confío… ¡Haced por mí lo que os digo! ¡Para un dolor semejante no bastan los llantos! Abridnos en la arena mojada un solo lecho de muerte para los dos, y poned encima un montón de piedras para que las olas jamás puedan separarnos. Y mientras, en los lugares donde ella vivió, ellos se golpearán la frente contra el suelo llenos de remordimientos, ella y yo, envueltos en el sereno azul, bajo las aguas movedizas, sí, tú y yo, hermosa mía, para siempre y sin fin, en abrazos delirantes, mezclaremos nuestros besos.
Y, fuera de sí, el cestero se arroja delirante sobre el cuerpo de Mirèio, y el desdichado estrecha a la muerta con abrazos frenéticos… El cántico, abajo, en la iglesia, se oye de nuevo resonar así:
«¡Oh, hermosas Santas, señoras de la llanura amarga, vosotras llenáis, cuando os place, nuestras redes de peces! Pero a la multitud pecadora que a vuestra puerta se lamenta, ¡oh blancas flores de nuestras landas saladas!, si es paz lo que le falta, colmadla de paz».