CANTO SEGUNDO
LA DESHOJADURA
¡Cantad, cantad, magnanarello[16] ya que la deshojadura es cantarina! Hermosos son los gusanos de seda y duermen su tercera dormida[17]. Las moreras están llenas de muchachas a las que el buen tiempo pone alegres, igual que a un enjambre de rubias abejas que roban la miel a los romeros de los campos pedregosos.
Deshojando las ramas, ¡cantad, cantad, magnanarello! Mirèio está cogiendo la hoja una hermosa mañana de mayo. Esa mañana, la coqueta, por arracadas, se había colgado de las orejas dos cerezas… Vincèn, aquella mañana, pasó por allí de nuevo. En su barretina escarlata, como la usan los ribereños de los mares latinos, llevaba garbosamente una pluma de gallo, y, andando por los senderos, hacía huir a las culebras vagabundas y con su bastón hacía saltar los guijarros de los sonoros montones de piedras.
—¡Vincèn! —gritó Mirèio desde las verdes calles de árboles—, ¿por qué pasas tan aprisa?
Vincèn volvió su cabeza hacia la plantación y, posada sobre una morera, como una alegre cogujada, descubrió a la muchacha, hacia la que voló gozoso.
—¿Se da bien la hoja, Mirèio?
—Poco a poco todas las ramas se deshojan.
—¿Quieres que te ayude?
—Sí.
Y mientras ella se reía arriba, dando locos gritos de alegría, Vincèn, pisoteando el trébol, se encaramó en el árbol como si fuera un lirón.
—Mirèio, el viejo Mèste Ramoun no tiene más hija que tú; deshoja las ramas bajas y yo me encargo de las altas.
Y ella, deshojando el árbol con su mano ligera, le dijo:
—Trabajar con compañía impide el aburrimiento: ¡cuando una está sola, se siente tan pesada!
—A mí también lo que me irrita es justamente eso —repuso el muchacho—. Cuando estamos allá, en nuestra choza, donde sólo oímos el estruendo del Ródano impetuoso que engulle los cascajos, algunas veces ¡qué horas paso más aburridas! Durante el verano, no tanto, ya que entonces mi padre y yo solemos ir de masía en masía. Pero cuando el acebo se vuelve rojo a causa de las bayas, y los días se hacen invernales y las veladas largas; cuando, cerca del rescoldo, mientras a través de la cerradura silba o maúlla algún trasgo, sin luz y con pocas palabras, tengo que aguardar el sueño a solas con mi padre…
—Pues, ¿y tu madre? —le dijo la niña—, ¿dónde está?
—¡Está muerta! —dijo el muchacho; y permaneció un instante silencioso. Luego, reanudó—: Cuando mi hermana Vinceneto vivía con nosotros en la cabaña, aquello daba gusto.
—Pues ¿qué?, ¿tienes una hermana?
—Sí —dijo el trenzador de mimbres—, y es hacendosa y sabia, y sabe hacer bien las cosas… ¡Demasiado!, ya que tuvo que ir con los segadores a la Fon-dóu-Rei, que está allá abajo en tierras de Beu-Caire, y tanto les agradaron su buenos modos, que la tomaron como sirvienta, y como sirvienta se ha quedado.
—¿Te pareces a tu hermana?
—¿Quién?, ¿yo?… ¡Mucho me falta! Ella es rubita y yo soy, ya lo ves, negro como un gorgojo… Pero ¿sabes a quién se parece más bien? ¡A ti! Vuestras cabezas vivas y despiertas, vuestras cabelleras abundantes como hojas de mirto, se diría que son gemelas. ¡Pero para atar la clara tela de vuestra cofia, mucho mejor que ella, Mirèio, llevas tú la cinta! Mi hermana no es fea ni descuidada, pero tú, ¡qué hermosa eres!
Mirèio, aquí, soltando la rama a medio deshojar, exclamó:
—¡Oh!, ¡ese Vincèn…!
¡Cantad, cantad, magnanarello! Hermoso está el follaje de las moreras, hermosos son los gusanos de seda y duermen su tercera dormida. Las moreras están llenas de muchachas a las que el buen tiempo pone alegres, igual que a un enjambre de rubias abejas que roban su miel a los romeros de los campos pedregosos.
—¿De manera que me encuentras bonita?, ¿más que tu hermana? —dijo la muchacha a Vincèn.
—¡Mucho más! —repuso éste.
—¿Y qué tengo de más?
—¡Madre divina!, ¿y qué tiene de más el jilguero que el delgado reyezuelo sino la misma hermosura y el canto y la gracia?
—¡Más todavía! —dijo Mirèio.
—¡Pobre hermanita mía, no vas a llevar lo blanco del puerro! Como el agua del mar, Vinceneto tiene los ojos azules y límpidos…; los tuyos son negros como el azabache, y cuando centellean sobre mí me parece que bebo un vaso lleno de vino cocido[18]. Cuando mi hermana cantaba con su voz suelta y clara la Peirounello, yo escuchaba con gran placer sus dulces entonaciones; pero cualquiera de las palabras que tú me dices turban mi corazón y mi oído más que ninguna canción. Mi hermana, de correr por las dehesas, se ha quemado al sol el rostro y el cuello como un racimo de dátiles; pero tú eres como una flor de asfódelo, y la mano tostada del verano no se atreve a acariciar tu blanca frente. Como una libélula del arroyo, mi hermana es todavía delgada; ¡pobrecita!, en un año ha hecho todo su crecimiento. ¡Pero a ti, Mirèio, de la espalda a la cadera, nada te falta…!
Dejando escapar de nuevo la rama, Mirèio, arrebolada, dijo:
—¡Oh, ese Vincèn!
Deshojando vuestras ramas, ¡cantad, cantad, magnanarello…! De esta manera los hermosos muchachos, escondidos entre el ramaje del árbol frondoso, se preparan para el amor en la inocencia de su edad. Mientras tanto, las crestas iban volviéndose menos brumosas. Allá arriba, sobre las grandes torres destruidas, sobre las rocas peladas, donde vuelven por la noche los viejos príncipes de Baus, remontaban su vuelo los sacres deslumbrantes de blancura, y sus grandes alas centelleaban al sol, que empezaba a calentar ya las coscojas.
—¡Oh, qué vergüenza, no hemos trabajado nada! —dijo Mirèio, haciendo una mueca de disgusto—. Ese pillo dice que viene a ayudarme y luego todo su trabajo es hacerme reír…, ¡vamos!, ¡pronto!, que la mano se desentumezca, porque, si no, mi madre luego dirá que soy demasiado desmañada todavía para poderme casar. Vaya, amigo mío, tú que te jactabas tanto, me parece que, si te contrataras para coger la hoja a tanto el quintal, aun cuando estuviera toda en ramitas, tendrías que comer regardello[19].
—¿Me crees, pues, un perezoso? —contestó el muchacho, un poco confuso—. Pues bien, vamos a ver quién deshoja más aprisa.
Y las dos manos, apasionadas, ardientes, deseosas de trabajo, de torcer y deshojar la rama, se pusieron a la tarea. ¡Basta de palabra! (Oveja que bala, pierde bocado). La morera que los sostiene no tardó en quedar sin hojas.
Bien pronto, pues, suspendieron el trabajo. ¡Cuando se es joven, no es difícil!
Como los dos echaban la hoja en el mismo saco, una vez, los delgados dedos de la muchacha se encontraron entremezclados en el aro[20] con los dedos ardientes del muchacho, «de ese Vincèn». Ella y él se estremecieron, sus mejillas se colorearon con el rosa del amor, y los dos, a la vez, sintieron el violento ardor de un fuego desconocido. Y cuando ella, espantada, sacaba la mano de entre las hojas, él, conmovido todavía por la turbación, le dijo:
—¿Qué tienes? ¿Te ha picado alguna avispa escondida?
—No sé… —repuso ella, agachando la cabeza y en voz baja.
Y, sin decirse más, cada uno se puso a coger de nuevo alguna ramita, mientras con los ojos malignos se miraban a hurtadillas, para ver quién se reiría primero. Su pecho palpitaba. Luego, la hoja empezó a caer de nuevo como una lluvia, y cuando llegaba el instante de meterla otra vez en el saco, la mano blanca y la mano morena, ya fuera adrede o por casualidad, se dirigían la una hacia la otra; y encontraban así el trabajo muy alegre:
¡Cantad, cantad, magnanarello, deshojando vuestras ramas…!
—¡Mira! ¡Mira! —exclamó, de repente, Mirèio—. ¡Mira!
—¿Qué hay?
Con el dedo en la boca, vivaracha como una calandria en una cepa, Mirèio señalaba con el brazo encima de la rama donde estaba sentada, mientras le decía:
—¡Un nido… que hemos de coger!
—¡Espera!
Y, conteniendo el aliento, igual que un gorrión por un tejado, Vincèn se dirigió de rama en rama hacia el nido. Al fondo de un agujero que se había formado naturalmente en la dura corteza, se veía a los pequeños provistos ya de plumas y bulliciosos.
Vincèn, enganchado con sus piernas vigorosas a la rama retorcida, y sosteniéndose con una mano, hurga con la otra en el hueco del tronco. Un poco más arriba, Mirèio, con las mejillas inflamadas, le pregunta con precaución:
—¿Qué es?
—¡Pimparrin!
—¿Cómo dices?
—Hermosos abejarucos azules.
Mirèio se echó a reír.
—¡Escucha! —dijo—: ¿nunca lo has oído decir? Cuando dos encuentran un nido en una morera, o en otro árbol parecido, no pasa el año sin que la Santa Iglesia los una… Los proverbios, dice mi padre, son siempre verdaderos.
—Sí —replicó Vincèn—, pero es preciso añadir que esta esperanza puede desvanecerse si, antes de meterlos en una jaula, los pequeños se escapan.
—¡Jesús!, ¡Dios mío!, ten cuidado —gritó la muchacha—; y, sin demora, guárdalos bien, porque eso nos interesa.
—A fe mía —respondió el joven—, el mejor sitio para guardarlos sería, sin duda, tu corpiño.
—¡Toma, sí!, es verdad. ¡Dámelos!
El muchacho vuelve a meter su mano en la cavidad y, cuando la saca, lleva cuatro abejarucos.
—¡Dios mío! —dice Mirèio alargando la mano—, ¡cuántos hay!, ¡qué hermosa nidada! ¡Pobres pequeños, dejad que os bese!
Y, loca de placer, los devora a besos y a caricias, y luego, suavemente y con amor, los coloca dentro de su corpiño, que se hincha.
—¡Toma, toma, tiende la mano! —dijo de nuevo Vincèn.
—¡Oh, qué bonitos! Tienen las cabezas azules y los ojos como alfileres.
Y, apresurada, oculta tres nuevos abejarucos en la cárcel blanca y lisa; y en el tibio seno de la muchacha la nidada se acurruca, creyendo que la han vuelto a depositar en el fondo de su nido.
—Pero ¿hay más, Vincèn, hay más todavía?
—¡Sí!
—¡Virgen santa!, diría que tienes la mano de hada.
—Cuando llega san Jorge, los abejarucos ponen diez o doce huevos e, incluso, catorce muchas veces… ¡Pero toma, toma, tiende la mano, son los últimos, los más pequeños! ¡Y tú, hermoso agujero, adiós!
Apenas el joven se descuelga de la rama, y apenas ella acaba de arreglar delicadamente los abejarucos en su pañuelo floreado, cuando Mirèio, con voz temblorosa, exclama de repente:
—¡Ay, ay!
Y, púdica, se aprieta el pecho con las dos manos.
—¡Ay, ay!, ¡voy a morirme! —lloraba—. ¡Me arañan!, ¡ay, me arañan y me pican! ¡Corre, Vincèn, corre!
Era que, hacía un momento…, ¿lo diré…?, en el escondrijo, el barullo era muy grande. Los recién llegados habían introducido el desorden en la alada banda. Y, en el estrecho valle, la juguetona nidada, no pudiendo acomodarse bien, había empezado a mover patas y alas, y, por el declive, rodaba con mil graciosas volteretas.
—¡Ay, ay, ven a buscarlos, aprisa! —suspiraba Mirèio.
Y, como el pámpano agitado por el viento, como una becerra a la que pican los tábanos, así gemía, saltaba y se doblaba la adolescente de «Las Almezas»… Él, mientras tanto, ha volado hacia ella…
¡Cantad, deshojando las ramas! ¡Cantad, cantad, magnanarello!
Hacia la rama donde ella llora, él, mientras tanto, ha volado.
—¿Temes, pues, mucho el cosquilleo? —le dice él, amablemente—. ¿Cómo harías, pues, si tuvieras que andar descalza, como yo muchas veces, por las ortigas?
Y, para depositar los pajariIlos que ella lleva dentro de su corpiño, le ofrece, riendo, su gorro marino. Ya Mirèio mete la mano bajo la tela hinchada por los abejarucos, y, uno a uno, los va colocando en la barretina.
Con la cabeza gacha, la pobrecilla, y un poco apartada, ya la sonrisa se mezclaba a sus lágrimas, igual que el rocío que, por la mañana, moja las blandas correhuelas y rueda en perlas, y se evapora a la primera luz…
Y he aquí que, de pronto, la rama cruje y se rompe. Al cuello del cestero, la muchacha, asustada, se precipita con un chillido, y se abraza a él, y del frondoso árbol que se desgaja con una rápida voltereta, los dos caen abrazados sobre el blando caminillo…
Frescas brisas, viento del mar y viento griego que agitáis el dosel de los bosques, ¡que cese vuestro alegre murmullo un momento sobre la joven pareja! Juguetonas brisas, ¡respirad suavemente! ¡Dadles tiempo para que sueñen, dadles tiempo para que sueñen su dicha! Tú, que murmuras en tu cauce, corre lentamente, lentamente, pequeño arroyo; entre los guijarros sonoros no hagas mucho ruido, no hagas mucho ruido, porque sus dos almas se hallan unidas en un mismo rayo de fuego como un enjambre que jabardea… ¡Dejadlos que se pierdan por los aires llenos de estrellas!
Pero ella, a poco, se libró del abrazo…, menos pálidas son las flores del membrillero. Luego, se sentaron en un ribazo, miráronse durante un breve momento, y he aquí cómo habló el joven cestero.
—¿Te has hecho daño, Mirèio…? ¡Oh, vergüenza de la plantación, árbol del diablo, árbol funesto plantado en viernes, que la carcoma te devore y que tu dueño te aborrezca!
Pero ella, con un temblor que no podía apenas contener, dijo:
—¡No me he hecho daño! Pero como un niño en pañales que muchas veces llora y no sabe por qué, tengo algo que me atormenta y que me impide ver y oír; mi corazón late y mi frente sueña, y la sangre de mi cuerpo no puede estarse quieta.
—Tal vez —dijo el cestero— es el temor de que tu madre te riña por haber perdido demasiado tiempo deshojando, como me sucedía a mí cuando llegaba tarde a la cabaña, andrajoso y pintarrajeado como un moro, por haber ido a coger moras…
—¡Oh, no! —dijo Mirèio—, otra pena me inquieta.
—O acaso los rayos del sol te han embriagado. Sé de una vieja que vive en las montañas del Baus y a la que llaman Taven; con un vaso lleno de agua aplicado en la frente, hechiza a los rayos del sol que, del cerebro ardoroso, pasan a través del cristal.
—No, no —respondió la muchacha de Crau—: el ardor del sol de mayo no puede asustar a las muchachas de mi tierra…; pero ¿por qué no decírtelo? ¡Mi pecho no lo puede contener ya más! Vincèn, Vincèn, ¿quieres saberlo? ¡Estoy enamorada de ti!
A la orilla del arroyo, el aire límpido, el césped y los viejos sauces se quedaron maravillados de placer.
—¡Ah, princesa, que siendo tan hermosa tienes la lengua tan maliciosa! —gritó el cestero—. ¡Hay motivos para caer al suelo asombrado! ¡Cómo! ¿Tú enamorada de mí? No juegues con mi pobre vida, Mirèio, que hasta hoy ha sido tan dichosa; no me hagas creer cosas que, una vez enterradas aquí dentro, serían la causa de mi muerte; Mirèio, no te burles así de mí.
—¡Que Dios no me dé jamás el paraíso si hay mentira en mis palabras! Puedes creer que te amo, y eso no ha de ser causa de tu muerte, Vincèn. Pero si eres cruel y no me quieres, seré yo la que me pondré enferma de tristeza, seré yo quien a tus pies se consumirá.
—¡Oh, no digas esas cosas! —repuso el hijo de Mèste Ambrosi, balbuciendo—, de ti a mí hay un laberinto. Tú eres la reina de la masía de «Las Almezas», ante la cual todo se doblega… Yo, labriego de Valabrego, no soy nada. Mirèio, soy un pobre pisaterrones.
—Y, ¿qué me importa que mi amado sea un barón o un cestero, con tal que me guste? —repuso ella pronto, toda encendida como una atadora de gavillas—. Pero si no quieres que la languidez consuma mi sangre, Vincèn, ¿por qué me pareces tan hermoso con tus andrajos?
Ante la doncella encantadora, Vincèn permanecía desconcertado, igual que un pájaro hechizado por un reptil, que cae poco a poco de las nubes.
—Tú eres, pues, una hechicera —dijo bruscamente—, ya que tu vista me enajena de esta manera, ya que tu voz se me sube a la cabeza y me pone fuera de mí como un hombre embriagado. ¿No ves que tu abrazo ha incendiado mis pensamientos? Porque, si quieres saberlo, y así me arriesgo a que te burles de mí, pobre cestero, yo también te amo, Mirèio, te amo, te amo con tanto amor que te devoraría. Te amo hasta el punto de que si tus labios me dijeran: «Quiero la Cabra de oro[21]», Cabra, a la que ningún mortal apacienta ni ordeña, que, bajo los peñascos de Baus-Maniero[22] lame el musgo de las rocas, o me perdería en las canteras o me verías llegar con la cabra del vellón dorado. Yo te amo, ¡oh, muchacha encantadora!, hasta el punto de que, si me dijeras: «Quiero una estrella», no habría ni mar, ni bosque, ni torrente, ni precipicio, ni fuego, ni hierro que me detuvieran. A los más altos picos, cerca del cielo iría a cogerla, y el domingo la llevarías colgada de tu cuello. Porque, ¡oh, la más hermosa!, cuanto más te contemplo, más, ¡ay!, me deslumbro… Vi una vez una higuera en mi camino, agarrada a la roca desnuda cerca de la gruta de Vau-Cluso, tan delgada, que daba menos sombra a los lagartos que una mata de jazmín. Una vez al año la onda cercana sube a bañar sus raíces, y entonces el árido árbol bebe en la abundante fuente que sube hasta él para apagar su sed todo cuanto quiere, y eso le basta para vivir durante todo el año. Esto se me puede aplicar como la piedra al anillo, porque yo soy, Mirèio, la higuera y tú la fuente y el frescor. Y quiera el cielo que yo, una vez al año, pueda, como ahora, de rodillas, calentarme a los rayos de tu rostro, y, sobre todo, que pueda rozar tus dedos con un beso tembloroso.
Mirèio, palpitante de amor, le escuchaba… Pero él, enajenado, la coge por el talle y la atrae contra su fuerte pecho…
—¡Mirèio! —sonó, de pronto, una voz de vieja entre la arboleda—. ¿No han de comer nada al mediodía los gusanos de seda?
¿Habéis visto posada en la copa de un pino, con gran animación, una bandada de gorriones y luego, en la tarde fresca, huir asustados por los bosques a causa de una piedra que les arroja un espigador? Igualmente huye asustada y turbada por la llanura la enamorada pareja. Ella, hacia la masía, sin decir palabra, sale corriendo, llevando en la cabeza las hojas recogidas…; él, inmóvil y como alelado, la mira correr a lo lejos por el erial.