CANTO SÉPTIMO

LOS ANCIANOS

—Os digo, padre, y os repito que estoy loco por ella… ¿Creéis que me río?

Esto decía Vincèn, clavando sus ojos turbados en su anciano padre. El mistral, poderoso encorvador de los altos álamos, unía sus aullidos a la voz del joven.

Delante de su cabaña del Ródano, grande como una cáscara de nuez, el anciano estaba sentado al abrigo del viento en un tronco de árbol y descortezaba mimbres.

El Ródano, irritado por el viento, hacía correr, como un rebaño de vacas, sus olas alteradas hacia el mar. Pero aquí, joven, acurrucado ante la puerta, con sus manos diestras y entre los tallos de mimbres que daban sombra y abrigo, se formaba, lejos de las olas, una balsa de agua azulada que la brisa apenas rizaba.

A lo largo de la orilla, los castores roían la amarga corteza de los sauces, y allá abajo, a través del cristal transparente del agua, se divisaban las nutrias oscuras que vagaban por las profundidades azules pescando peces, unos hermosos peces plateados.

Expuestos al continuo balanceo del viento mecedor, los pendulinos habían suspendido sus nidos a lo largo del río, y sus pequeños nidos blancos, tejidos como una suave ropa con la borra que el pájaro saca de los álamos cuando están en flor, se agitaban en las cañas y en las ramas del aliso.

Una niña, rosa como una tortada, extendía sobre una higuera los dobleces mojados de agua de una amplia red de pescador. Los animales de la orilla, los pendulinos de los mimbres, no se asustaban más de verla que de los juncos balanceantes.

¡Pobrecita!, era la hija de Mèste Ambrosi, Vinceneto. Nadie había agujereado todavía sus orejas, tenía los ojos azules como la ciruela silvestre y el seno apenas abultado: espinosa flor de alcaparra que el Ródano amoroso gustaba de salpicar.

Mèste Ambrosi, con su barba blanca y descuidada, que le caía hasta la cintura, repuso a su hijo:

—Sin duda eres un atolondrado y no debes de tener sesos, ya que no eres dueño de tu lengua.

—¡Para que el asno se descabestre, padre, es preciso que el prado sea muy hermoso! Pero ¿para qué tantas palabras? ¡Vos sabéis cómo es ella…! Si fuera a Arles, las muchachas de su edad se ocultarían llorando, porque después de ella han roto el molde… ¿Qué contestaréis a vuestro hijo cuando sepáis que ella le ha dicho: «Te quiero»?

—Riqueza y pobreza, insensato, te contestarán.

—Padre, partid de Valabrego, id a la masía de «Las Almezas» y, con toda prisa, contádselo todo a sus padres. Decidles que en el hombre hay que buscar la virtud y no preocuparse de su pobreza. Decidles que yo sé binar y despampanar las viñas, y arar los terrenos pedregosos. Decidles también que, bajo mi dirección, sus seis yuntas trabajarán el doble. Decidles que soy un hombre que respeta a los ancianos. Decidles que, si nos separan, cierran para siempre nuestros corazones, y que tanto a mí como a ella nos entierran.

—¡Ah! —dijo Mèste Ambrosi—, bien claro se ve que eres joven e inexperto. ¡Estás pidiendo el huevo de la gallina blanca[56]! ¡Estás pidiendo el lucre[57] de la rama! Poseerlo te daría alegría, y, para conseguirlo, le llamarías y le prometerías tortas con azúcar, y gemirías hasta el sepulcro… ¡Pero jamás el pájaro acudirá a tus manos, porque eres pobre!

—Pero ¿ser pobre es una peste? —dijo Vincèn, golpeándose la cabeza—. Y el Señor que ha hecho estas cosas, el Señor que me priva del único bien que me da la vida, ¿es justo…? ¿Por qué somos pobres? ¿Por qué del viñedo cargado de racimos unos cogen todos los frutos y otros alcanzan tan sólo las heces desecadas?

Mèste Ambrosi, alzando los brazos, contestó:

—¡Trenza, trenza tus mimbres y sácate eso de la cabeza! ¿Desde cuándo las garbas de espigas reprenden al segador? ¿Pueden el gusano y la serpiente increpar a Dios y decirle: «Eres un mal padre, porque no me has hecho estrella»? «¿Por qué —dirá el buey— no me has creado boyero? ¡Para él el grano y para mí la paja…!». No, no, hijo mío. Trabajoso o alegre, todos, sumisos, siguen su camino… Los cinco dedos de la mano no son iguales. ¿El Señor te ha hecho lagarto gris? Pues tranquilo en tu grieta, bebe tu rayo de sol y dale gracias.

—Pero ¿no os he dicho que la adoro, más que a mi hermana, más que a mi Dios? ¡La necesito, padre, o, de lo contrario, muero…!

Y, como para desterrar lejos de sí el pensamiento que le atormentaba, echó a correr por la ribera, exhalando de este modo su dolor.

Vinceneto, su hermana, se acercó entonces, llorando, al viejo cestero y le dijo:

—Antes de desanimar a mi hermano, escuchadme, padre. Había un labrador en la granja donde yo servía, que estaba enamorado, como él. Estaba enamorado de la hija del dueño, que se llamaba Alis. A él le llamaban Silvèstre. En el trabajo (¡hasta tal punto el amor le daba bríos!) era un lobo, hábil en todos los menesteres, económico, madrugador, dócil… Los amos dormían tranquilos. Una mañana…, ¡considerad, padre, si esto no es triste…!, una mañana la madre de Alis oyó que Silvèstre hablaba de amores con la muchacha. A la hora de comer, cuando entraban los trabajadores y se sentaron a la mesa, los ojos del patrón se encendieron: «¡Traidor! —dijo—, he aquí tu salario y márchate; ¡te he visto!». El buen servidor partió. Nosotros nos miramos los unos a los otros, descontentos, confusos al ver que le echaban. Durante tres semanas le vimos andar errante por los alrededores de la masía, triste y descolorido, mal vestido y huraño. A veces estaba echado en el suelo, otras corría como un loco. Por la noche le oíamos gruñir como un oso entre las cepas, llamando a Alis. Pero un día, un fuego vengador se apoderó del pajar, que ardió por los cuatro costados, y, del pozo, la cuerda sacó a un ahogado. En este punto se levantó Mèste Ambrosi:

—Cuando el hijo es pequeño, la pena es pequeña; cuando el hijo es mayor, la pena es grande.

Y subió al piso de la cabaña, se puso las altas polainas que él mismo había hecho en otro tiempo, se calzó sus buenos zapatos con tachuelas y, cogiendo su gran barretina roja, emprendió el camino de la Crau.

Era el tiempo en que las tierras tienen sus cosechas en sazón, como que aquel día era la víspera de San Juan, y por los senderos, a lo largo de los setos, bajaban de la montaña numerosas cuadrillas de segadores morenos y polvorientos, que iban a segar nuestros campos.

Iban de dos en dos, con la hoz en bandolera, sus correspondientes carcazas, y cada pareja llevaba su atadora de gavillas. Traían una flauta y un tamboril adornados con lazos y cintas, y les seguían varias carretas donde los ancianos, cansados del camino, estaban tumbados.

Y, mientras andaban, contemplaban con placer las espigas movidas por el viento que las hacía ondular.

—¡Dios mío, qué trigos tan hermosos! —decían los segadores—. ¡Qué trigales tan espesos! Este año la siega dará gusto. ¡Ved cómo la brisa los inclina y cómo se enderezan en seguida!

Mèste Ambrosi se juntó con ellos.

—¿Todos los trigos de Provenza están tan en sazón como éstos, abuelo? —preguntó uno de los jóvenes.

—Los trigos rojos vienen un poco retrasados, pero si dura este viento, veréis cómo no hay bastantes hoces para la siega. ¿Notasteis las tres candelitas de Navidad? ¡Parecían tres estrellas! ¡Recordad, muchachos, que esto es buena señal, y que habrá trigo en abundancia!

—¡Dios os oiga y en vuestro granero lo coloque, buen anciano!

Así, avanzando por entre los sauces, buenamente hablaban los segadores con el cestero, y dio la casualidad que los segadores iban también a la masía de las grandes almezas.

Mèste Ramoun había salido paseando a ver qué decían los trigos del impetuoso mistral que desgrana las espigas, y, mientras atravesaba la llanura cubierta de espigas, del Norte al Mediodía, a grandes pasos, los rubios trigales le decían:

—¡Dueño, ya es la hora! Mira cómo la brisa nos inclina, nos derriba y nos desgrana… Ponte pronto los dedales de caña[58].

Otros añadían:

—Las hormigas suben ya por nuestros tallos y, apenas cuajado, nos arrancan el grano. ¿No vienen todavía las hoces?

Volvió los ojos Mèste Ramoun hacia la parte por donde llegaban los segadores, y su vista pronto los descubrió. Y ellos desenvainaron las hoces de sus aljabas de higuera y las hicieron resplandecer al sol, blandiéndolas sobre su cabeza para saludar y hacer fiesta. En cuanto Mèste Ramoun creyó que podían oírle, les dijo:

—¡Bienvenidos todos! ¡Llegad en buena hora, porque es Dios quien os envía!

Y pronto se encontró rodeado de atadoras de gavillas que le saludaban regocijadas.

—¡Dadnos la mano! ¡Que el bienestar esté siempre con vos, nuestro amo! ¡Habrá garbas en abundancia este año, Santa Cruz!

—No hay que juzgar por las apariencias, amigos —repuso Mèste Ramoun—. Cuando haya pasado por la hemina entonces sabremos si hay mucho grano. Se han visto años que prometían una cosecha de veinte heminas por heminada[59] y luego no han dado más que tres… ¡Pero démonos por satisfechos!

Y, con cara risueña, daba a todos la mano. Luego se puso a hablar amistosamente con Mèste Ambrosi, y en cuanto tomaron el camino de árboles que conducía a la masía, Mèste Ramoun dijo:

—¡Mirèio! ¡Pronto, adereza achicorias y ve a sacar el vino!

Mirèio sacó en el delantal provisiones para la cena, que vació sobre la mesa. Mèste Ramoun se sentó a la cabecera y todos le imitaron. El pan de corteza espesa ya se pulveriza bajo los dientes, mientras las manos caen sobre la raíz de barba cabruna.

La mesa estaba limpia como una hoja de avena, y daba gusto mirarla. Sobre ella se encontraban el queso aromático y el ajo que quema el paladar, las berenjenas a la parrilla, los pimientos, manjar picante, y las rubias cebollas, profusamente esparcidas.

Señor en la mesa como en el trabajo, Mèste Ramoun tenía a su lado el cantarito de estaño y, de cuando en cuando, lo levantaba y decía a los segadores:

—¡Vamos! ¡Bebamos un trago! Cuando hay piedras en el campo, preciso es mojar el corte y adelante…

Y los hombres tendían su vaso uno a uno, y decían:

—¡Sí, mojemos el corte!

Y el vino caía del vaso, rojo y límpido, para remojar sus ásperas gargantas.

—Luego, cuando hayáis saciado vuestra hambre y reanimado vuestras fuerzas —dijo Mèste Ramoun, para comenzar la siega según una antigua costumbre—, id a los bosques tallares y cada uno de vosotros que corte una fajina de ramas, y luego amontonadlas. Hijos míos, cuando la pira esté lista, esta noche haremos lo demás, ya que hoy es la velada de San Juan, hijos míos, la fiesta de San Juan el segador, de San Juan el amigo de Dios.

Esto les ordena el amo. Nadie como él podía jactarse de poseer la importante y noble ciencia necesaria para conducir una hacienda, para dirigir los trabajos y hacer brotar la rubia espiga de los terrones mojados por el sudor. Su vida era paciente y sobria. En verdad, sus continuos trabajos y el peso de los años le habían encorvado un poco; pero, a pesar de ello, en el tiempo en que las eras están llenas, muchas veces los trabajadores jóvenes le habían visto, ufano y alegre, llevando en la palma de la mano dos sextarios llenos de trigo. Conocía la influencia de la luna, cuándo es favorable y cuándo es perjudicial, cuándo hace circular la savia o cuándo la detiene, y sabía el tiempo que anunciaba cuando tiene un círculo en derredor o está pálida, o blanca, o rojiza. Para él los pajaritos, el pan enmohecido, los días nefastos de la Vaca[60], las nieblas de agosto, los parhelios y las auroras de Sant-Clar, eran otras tantas señales de cuarentenas húmedas, de sequías ruinosas, de temporadas de escarcha o de cosechas abundantes.

En las tierras de labor, cuando el trabajo se hace en tiempo propicio, yo he visto algunas veces uncidas al arado seis bestias grandes y nervudas. ¡Era un espectáculo maravilloso! La tierra se entreveía silenciosa, toda desmenuzada delante del arado, y dejaba pasar los rayos del sol. Y las seis mulas, hermosas y sanas, seguían el surco sin parar. Mientras tiraban parecían comprender por qué es preciso trabajar la tierra: sin marchar demasiado lentamente ni correr, bajando hacia la tierra el hocico, atentas, y con el cuello tendido como un arco. El experto labrador, sin apartar la vista del surco y con la canción en los labios, las seguía a pasos tranquilos, atento solamente a que no se torcieran. Tal sucedía en la hacienda que dirigía Mèste Ramoun, y cuyos trabajos ordenaba ufano como un rey en su reino.

Levantando la cabeza hacia el cielo, dio el amo gracias a Dios y se llevó la mano a la frente para persignarse; y la tropa de los segadores se marchó alegremente a preparar el fuego de alegría. Los unos van a recoger hojas de juncia, otros a cortar ramas de los negros pinos.

Los dos ancianos se quedan a la mesa y Mèste Ambrosi toma la palabra:

—Yo vengo, ¡oh Ramoun!, a pediros un consejo. Me ha sobrevenido un tropiezo que antes de tiempo me conducirá allí donde se llora, porque no veo ni cómo ni cuándo podré encontrar el cabo de ese nudo de desgracia. Vos sabéis que tengo un hijo que, hasta este momento, me ha dado pruebas de una discreción más que rara. Mentiría si dijera lo contrario. Pero toda piedra es áspera, y hasta los corderos tienen momentos de convulsión, y la ola más pérfida es aquella que duerme. ¿Sabéis lo que ha hecho este soñador? Se ha metido en la cabeza que ha de conseguir una muchacha a la que ha visto, hija de ricos terratenientes… ¡Y el insensato la quiere, la quiere a toda costa! ¡Y su desesperación y su amor son tan grandes, que me han dado miedo! En vano he procurado hacerle ver su locura. En vano le he dicho que, en este mundo, la riqueza realza y la pobreza humilla… «Corred a decir a sus padres que la quiero a toda costa —me ha respondido—; que es preciso considerar la virtud del hombre y no su miseria; decidles que yo sé binar y despampanar las viñas y labrar los terrenos pedregosos; decidles que sus seis yuntas, bajo mi dirección, trabajarían el doble; decidles que soy un hombre que respeta a los ancianos; decidles que si nos separan, cierran para siempre nuestros corazones y tanto a mí como a ella nos entierran…». Ahora ya sabéis, ¡oh Ramoun!, lo que me sucede. Decidme, pues, si con mis andrajos debo ir a la muchacha, o bien dejar que mi hijo se muera…

—¡Bah! —dijo Ramoun—. No despleguéis velas bajo tal viento. Ni él ni ella se morirán por eso. Os lo digo yo, Ambrosi, no tengáis miedo. Amigo, yo, en vuestro lugar, no haría tantas marchas inútiles, sino que cogería al muchacho y le diría sin rodeos: «Chico, procura estarte quieto, porque si a la postre tus caprichos levantan la tempestad, te enseñaré tu deber con una estaca».

Entonces Ambrosi replicó:

—Cuando el asno rebuzna no le deis, pues, forraje: empuñad una estaca y moledle a palos.

Pero Ramoun le dijo:

—Un padre es un padre, y su voluntad debe cumplirse. Rebaño que arrastra a su guardián, tarde o temprano cruje entre los dientes del lobo. Si en nuestros tiempos un hijo hubiese levantado la voz delante de su padre, éste tal vez le hubiera matado… De esta manera las familias estaban unidas y eran fuertes y sanas, y resistían todos los embates, como las ramas del plátano. Sin duda, tenían sus querellas, pero cuando la noche de Navidad, bajo su tienda estrellada, se reunían el abuelo y su prole ante la mesa presidida por él, con su mano arrugada, el venerable abuelo lo ahogaba todo en su bendición.

Entonces, febril y pálida, la muchacha enamorada dijo a su padre:

—¡Entonces me mataréis, padre! Es a mí a quien Vincèn quiere, y ante Dios y la Virgen María, nadie sino él tendrá mi alma…

Reinó por un momento un silencio sepulcral. Jano-Mario se levantó la primera de la silla:

—Hija mía —dijo, juntando las manos—: las palabras que se te acaban de escapar son un insulto que nos mancha, una aguja de espino serval que nos ha herido el corazón para mucho tiempo. Tú has rehusado al pastor Alàri, que poseía mil cabezas de ganado; has rehusado a Veran, el guardián de yeguas, has alejado con tus maneras desdeñosas a Ourrias, el rico pastor de becerras, y luego un cualquiera, un tunante, ha bastado para seducirte. ¡Pues bien, vete, eres libre! Júntate con las mendigas… ¡Sí!, con la Roucana, con Beloun la Roubicana. Vete con la Cano a cocer el potaje sobre tres piedras, bajo el arco de algún puente.

Mèste Ramoun la dejaba hablar; pero sus ojos brillaban como un cirio, sus ojos lanzaban rayos bajo sus blancas y espesas pestañas. De su cólera la esclusa por fin se levanta y la ola se precipita furiosa, a borbotones, contra la ribera.

—¡Sí, tiene razón tu madre! ¡Vete y que el huracán se disipe a lo lejos…! Pero no, tú te quedarás, ¿oyes…? ¡Aunque tuviera que sujetarte con las maniotas y meterte un hierro en las narices, como se hacía con los onotauros! ¡Aunque viese caer de repente fuego del cielo! ¡Aunque te viese triste y enferma del disgusto y tus mejillas se derritieran como la nieve de las colinas al calor del sol…! ¡Mirèio! Como aquella losa sostiene el ascua del hogar, como el Ródano hinchado por las lluvias forzosamente se desborda, y como esto es una lámpara, ¡acuérdate bien de mis palabras!, te juro que no lo volverás a ver.

Y, con un fuerte puñetazo, hizo estremecer la mesa en toda su anchura.

Como el rocío entre los berros, como un racimo cuyos granos demasiado maduros se desprenden al viento, mientras tanto, Mirèio derramaba sus lágrimas perla a perla.

—¿Quién me asegura…? ¡Maldición! —reanudó el anciano, tartamudeando por la cólera—, Ambrosi, ¿quién me asegura que vos y vuestro villano hijo no habéis maquinado en vuestra cabaña este rapto infame?

La indignación devolvió al cestero el vigor de antaño.

—¡Ira de Dios! —exclamó de improviso—. Si tenemos la fortuna escasa, sabed que llevamos el corazón muy arriba. Hasta ahora, que yo sepa, la pobreza no es vicio ni mancha. Yo tengo cuarenta años de buen servicio en el Ejército al sonido de los roncos cañones. Apenas manejaba el botador cuando partí de Valabrego como grumete. Perdido por las llanuras del mar, de la mar tempestuosa o en calma, he visto el imperio de Melindo, he visitado las Indias con Sufrén y pasado días más amargos que el océano. Soldado, además, de las grandes guerras, he recorrido todo el universo con ese gran guerrero que subió del Mediodía y paseó su mano destructora desde España hasta las estepas rusas, haciendo que el mundo se estremeciera bajo sus tambores. Y en el horror de los abordajes, y en la angustia de los naufragios, los ricos, a pesar de todo, nunca han ocupado mi puesto. Y yo, hijo de pobre, yo, que no tenía en mi patria ni un rincón de tierra donde clavar el arado, por mi patria, durante cuarenta años seguidos, he maltratado mis carnes. Y dormíamos al sereno, y sólo comíamos pan de perro y, ansiosos de morir, corríamos a la carnicería para defender el nombre de Francia… ¡Pero de eso nadie se acuerda!

Y, al acabar de hablar, arrojó al suelo su capa de jerguilla.

—¿Qué vais a buscar a Mount-de-Vergue[61], el Sant-Pieloun[62]? —le replicó Mèste Ramoun—. Yo también he oído el horrible trueno de las bombas que llenaba el valle de los toloneses, y he visto hundirse el puente de Arcola, y las arenas de Egipto empaparse de sangre viva. Pero al regreso de aquellas guerras me puse a cavar, a remover la tierra como un hombre hasta secarme la médula de los huesos. La jornada empezaba antes del alba, y la luna de las noches me ha visto más de una vez encorvado sobre el surco. Se dice: ¡la tierra es generosa! Pero, igual que un avellano, si no se la golpea no da nada, y si se contaran palmo a palmo los terrones de esta hacienda que mi trabajo me ha conquistado, se contarían las gotas de sudor que han caído de mi frente. ¡Santa Ana de At! ¡Y es preciso callarse! Yo habré trabajado, pues, como un sátiro[63] en los campos y habré comido granzas, para hacer entrar en casa la abundancia, para aumentarla sin cesar, para ganar un puesto honroso en el mundo, y después tendría que dar mi hija a un mendigo de pajar. Id a la buena de Dios. Guarda tu perro y yo guardaré mi cisne.

Tal fue de Mèste Ramoun el rudo hablar. El otro anciano se levantó de la mesa, tomó su capa y su bastón, y sólo dijo estas palabras:

—¡Adiós! ¡Ojalá que algún día no os arrepintáis! ¡Y que el gran Dios, con sus ángeles, guíe la barca y las naranjas!

Y mientras se iba con el día que caía, bajo el mistral mugidor se levantó de un montón de ramas una larga lengua de fuego parecida a un cuerno. A su alrededor, los segadores, locos de alegría, con sus cabezas libres y orgullosas, saltaban en el aire vibrante, todos a un tiempo, bailando la farandola. La gran llama que se agitaba bajo el viento ponía en sus frentes reflejos deslumbrantes.

Las chispas, en torbellinos, suben furiosas hasta las nubes. El crujido de los troncos que caen en la hoguera, se mezcla y ríe la musiquilla de la flauta, viva y juguetona como un verderón entre las ramas… ¡San Juan! ¡La tierra encinta se estremece cuando pasáis!

El fuego gozoso chisporroteaba, el tamboril bordoneaba, grave y continuo, como el murmullo de la mar profunda cuando bate apaciblemente las rocas. Las hoces, fuera de las vainas y blandidas en el aire, relucían, y los morenos danzarines, por tres veces, con grandes saltos, hacen en las llamas la Bravado[64]. Y al saltar por encima de la roja hoguera echaban a las llamas las ristras y, llenas las manos de hipérico y de verbena, las bendicen en el fuego purificador.

—¡San Juan! ¡San Juan! ¡San Juan! —gritaban.

Todas las colinas chispeaban como si hubieran llovido estrellas en la sombra. Mientras tanto, las locas ráfagas llevaban el incienso de las colinas, y el rojizo resplandor de los fuegos hacia el santo bendito que se cernía en la azulada atmósfera crepuscular.