CANTO SEXTO

LA BRUJA

Con la clara aurora contrae nupcias el canto claro de los picofinos. La tierra enamorada espera al sol vestida de frescor y de aurora, como la muchacha que se deja raptar, vestida con sus más bellas galas, espera al joven que le ha dicho: «¡Partamos en seguida!».

Por la Crau caminaban tres hombres, tres ganaderos que volvían del mercado de Sant Chamas el rico. Venían de vender sus ganados, y sobre el hombro llevaban, como de costumbre, el dinero envuelto en sus capas; y conversaban alegremente cuando, de repente, uno de los tres exclamó:

—¡Silencio, camaradas! Hace ya un rato que me parece oír suspiros entre los matorrales.

—¡Bah! —dijeron los demás—. Será la campana de Sant-Martin o de Maussano[47], o bien, quizá, la tramontana que agita al pasar las matas de coscoja.

Apenas habían dicho estas palabras, cuando salió de entre las retamas una queja que los detuvo, un quejido tan plañidero que desgarraba el corazón.

—¡Jesús! ¡María! —dijeron los tres—. ¡Aquí sucede algo raro!

Y se persignaron los tres, y suavemente se encaminaron hacia el lugar de donde salían los lamentos, que cada vez se oían más fuertes.

¡Oh, qué espectáculo! Vincèn yacía de cara al suelo entre las hierbas y los guijarros. La tierra estaba removida a su alrededor, los miembros desparramados; tenía la camisa hecha jirones, la hierba estaba ensangrentada y su pecho herido.

Abandonado en medio de los campos, con las estrellas por compañeras, el pobre joven había pasado allí la noche. Y la aurora húmeda y luminosa, al herir sus párpados, había resucitado la vida en sus venas moribundas y le había hecho abrir los ojos.

Los tres hombres, presurosos, abandonaron en seguida su camino e, inclinándose los tres, le hicieron una camilla con sus capas desplegadas. Luego le tomaron en brazos y le llevaron a la masía de «Las Almezas», que era la casa más cercana…

¡Oh dulces amigos de mi juventud, bravos poetas de Provenza, que escucháis atentos mis canciones de otro tiempo! ¡Tú que sabes, oh Roumaniho, entremezclar en tus armonías los llantos del pueblo y el reír de las muchachas y las flores de la primavera! ¡Tú que por los bosques y las laderas buscas el frescor para tu corazón consumido de sueños de amor, arrogante Aubaneo, y, por las obras que dejas, tú, Crousillat, que alcanzas más renombre en la Touloubro que el alcanzado por Nostradamus, el sombrío astrólogo[48]!. ¡Y tú también, Matieu Anseume, que, bajo los emparrados, contemplas pensativo a las muchachas atractivas! ¡Y tú, Pauloun, fino chanceador! ¡Y tú, pobre labriego Tavan, que mezclas tu humilde canción a la de los negros grillos que contemplan tu azada! ¡Y tú también, que en las avenidas del Durenço mojas todavía tus pensamientos, tú que prestas el calor de nuestros soles a los franceses, mi Adoufe Doumas, tú que has conducido de la mano a mi pobre Mirèio hasta París, lejos de su masía, novicia y avergonzada! ¡Y tú, en fin, elevado poeta, cuya alma agita y arrastra un viento de fuego, tú, Garcín, ardiente hijo del herrero de Alen…! ¡Vosotros todos, a medida que yo escalo mi altura hacia el fruto hermoso y maduro, oread mi camino con vuestro santo aliento!

—¡Buenos días, Mèste Ramoun! —dijeron los tres ganaderos al llegar—. Hemos encontrado allá abajo, en el erial, a este pobre joven; buscad pedazos de tela fina, pues tiene en el pecho una gran herida.

Entonces depositaron a Vincèn, suavemente, sobre la mesa de piedra.

Al rumor del fatal suceso, Mirèio acudió presurosa y acongojada. Venía del huerto y llevaba apoyado en la cadera un cesto lleno de legumbres. Acudieron, también, todos los trabajadores…

Los brazos de Mirèio se levantan:

—¡Madre de Dios! —exclama con voz aguda, y el cesto cae al suelo—. ¡Vincèn! ¿Qué te han hecho? ¿Quién te ha cubierto así de sangre?

Levanta dulcemente la cabeza de su amado y le contempla durante largo rato, silenciosa, consternada, petrificada por el dolor, mientras la ligera prominencia de su seno se moja de lágrimas, que caen abundantes y rápidas.

Vincèn reconoce la voz de la enamorada muchacha, y con entonación moribunda, dice:

—¡Tened piedad de mi! ¡Necesito que Dios me acompañe, ya que mucho me falta!

—Deja humedecer tu boca con un poco de agrioutat[49] —dijo Mèste Ramoun.

—Sí, bébelo en seguida, porque esto reanima —dijo la muchacha.

Y, con listeza, cogió el frasco y le dio de beber gota a gota, mientras le hablaba y le quitaba el malestar.

—¡Líbreos Dios de semejantes desgracias, y os pague vuestros cuidados! —dijo Vincèn de nuevo.

Y luego añadió:

—Estaba adelgazando un berruguillo de mimbre, que tenía apretado contra el pecho, cuando el cuchillo se me ha escapado y me ha herido.

No quería decir que por ella se había peleado como un león…, pero sus palabras, por sí mismas, acudían al amor como las moscas a la miel.

—El dolor de tu cara —dijo— es para mí más amargo que mi herida. La hermosa canasta que habíamos empezado se quedará sin concluir, a lo que parece, y la trenza deberá deshacerse… Por mi parte, Mirèio, yo sé que la hubiera querido ver llena de tu amor… Pero quédate aquí para que pueda ver tus ojos dulces y beber en ellos la vida por un momento más. No te pido otra cosa. Te pido si puedes hacer algo por el cestero: tengo allá abajo a mi pobre y anciano padre, debilitado por la edad y muerto de trabajo.

Mirèio se desconsuela… Mientras lava su herida y uno de los mozos prepara hilas de terciopelo, otros, presurosos, se dirigen hacia las Aupiho en busca de hierbas medicinales. Pero de pronto, Jano-Mario exclama:

—¡Al Trau di Fado, llevadle al Trau di Fado[50]! ¡Cuanto más peligrosa es la herida, más poderosa es la bruja!

—¡Vamos, pues!

Entre cuatro hombres le llevan al valle del Infierno, hacia el Trau di Fado.

En las murallas de roca que forman la cadena de Baus, en un lugar frecuentado por la salamandra y que, con su vuelo circular, los sacres señalan, se halla un agujero entre matas de romero, a flor de roca.

En sus profundidades, desde que el toque del Ángelus suena en honor de la Virgen en el sonoro bronce de las basílicas, se esconden las antiguas Hadas que han huido del esplendor del sol para toda la eternidad.

Espíritus ligeros, misteriosos, entre la forma y la materia, andaban en otro tiempo errantes, rodeados de una aura luminosa. Dios las había creado semiterrestres y femeninas para que fueran, por así decir, el alma visible de los campos y para que amansaran la ferocidad de los primeros hombres.

Pero los hijos de los hombres eran tan hermosos, que las Hadas se inflamaron de amor por ellos, e ¡insensatas!, en lugar de elevar a los mortales a los espacios celestes, se apasionaron con nuestras pasiones y quisieron compartir nuestro oscuro destino, y, como pájaros fascinados, cayeron de sus alturas.

Los portadores dejaron a Vincèn en la entrada estrecha y escabrosa de la sombría cueva para bajarlo por ella deslizándolo. Con él se aventuró por la oscura senda Mirèio, que encomendaba su alma a Dios mientras se adelantaba por el camino.

Al fondo de la cavidad que los conducía, se encontraron en una gruta amplia y fría, y en el centro de ella vieron, envuelta en una nube de sueños, a la bruja Taven, acurrucada, que sostenía en la mano una espiga de grama y, profundamente triste, mientras la contemplaba, decía:

—¡Pobre brizna de hierba servicial! ¡Las gentes te llaman trigo del diablo y, en cambio, eres uno de los signos de Dios!

Mirèio, entonces, la saluda y apenas empieza emocionada a decir el motivo de su venida, la vieja, sin levantar la cabeza, le interrumpe:

—¡Ya lo sabía!

Y luego su voz trémula se dirige de nuevo a la grama:

—¡Pobre flor del césped! ¡Los rebaños comen todo el año tus hojas y tus semillas y, cuanto más te hollan, más multiplicas tus espigas y revistes de verdor el Norte y el Mediodía!

Aquí Taven hizo una pausa. En una concha de caracol ardía una pequeña luz que iluminaba con reflejos rojizos la húmeda pared de la roca. Sobre la horquilla de un bastón estaba encaramada una corneja, y a su lado había una gallina blanca, y, pendiente del muro, una criba.

—Quienesquiera que seáis —dijo de repente la bruja, como si delirara—, ¿qué me importa? La Fe marcha con los ojos cerrados, la Caridad lleva una venda, y nunca se separan del surco… Cestero de Valabrego, ¿tienes fe?

—La tengo.

—Sigue mis pisadas.

Y, apresurada como una loba que golpea sus ijares con la cola, la bruja desaparece por un agujero. Asombrados, el de Valabrego y Mirèio van detrás de ella. Entre la horrible oscuridad se oye revolotear a la corneja y cloquear la gallina delante de la vieja.

—¡Bajad aprisa! ¡Es ya hora de ceñirse la mandrágora!

Y los dos muchachos, sin separarse el uno del otro, van arrastrándose y deslizándose detrás de la voz que les manda. El infernal pasadizo se ensancha en una gruta mayor que la anterior.

—¡Oh planta santa de mi señor Nostradamus, rama de oro, bastón de San José y vara mágica de Moisés! —dice Taven, y al mismo tiempo, corona con su rosario los renuevos de grama que lleva en la mano, arrodillándose.

Luego, levantándose, repitió:

—¡Es la hora, es la hora de ceñiros la mandrágora!

Coge tres retoños de aquella planta crecida en las hendiduras de la roca, se corona a sí misma, corona después al joven y a la muchacha y:

—¡Adelante siempre! —exclama.

Y cada vez más exaltada se hunde en las cavidades sombrías, con una luz en el hombro para alumbrar la oscuridad; una bandada de escarabajos camina delante de ella.

—Jóvenes, todo camino glorioso tiene su travesía de purgatorio… ¡Valor! Vamos a atravesar los espantos del Aquelarre…

No bien acababa de hablar, un viento impetuoso le azota la cara y le corta bruscamente el aliento.

—¡Prosternémonos! ¡He aquí el triunfo de los duendes!

Igual que una granizada, pasa por las criptas el innumerable enjambre vagabundo, chillando, revoloteando como un torbellino.

Pasan, y los tres mortales sienten sus sienes bañadas de un sudor frío, y el ala de los fantasmas, desnuda y helada como un carámbano, se las azota y abanica.

—¡Idos más lejos a batir las tinieblas! —exclama Taven—. ¡Banda cabezuda, matadores del buen trigo, id a donde queráis! ¡Oh villanos, fanfarrones! ¡Triste cosa es emplear tal linaje para el bien que podemos hacer en la tierra! Porque, igual que el médico suele sacar lo bueno de lo malo, nosotras, las brujas, por la virtud de los sortilegios, obligamos al mal a engendrar el bien. Ya que nosotras somos las brujas. Y a nuestra vista no hay nada que se oculte. Y allí donde el vulgo ve una piedra, un azote, una enfermedad o una peste, nosotros percibimos una fuerza que se agita debajo de la corteza, igual que bajo el bagazo un vino nuevo que fermenta. Rompe la tinaja y el líquido se derramará bullendo: descubre, si puedes, la clave de Salomón. Háblale a la piedra en su lenguaje y las montañas, al oír tus palabras, bajarán hacia los valles.

Y siguen descendiendo por las cavernas de la montaña.

De pronto se oye una vocecita burlona, como el grito de un jilguero:

—¡Hola, hola, comadre Taven!

Da vueltas al torno mi tía Juana,

da vueltas al torno y luego devana,

de noche y de día, el hilo de lana…

»¡Y ella cree que hila lana y está hilando heno! ¡Vamos, abuela, da vueltas al torno!

Y, dicho esto, la vocecita ríe que te ríe, igual que relincha un potro destetado.

—¿De quién es esta voz que habla, y tan pronto ríe, y tan pronto canta? —preguntó Mirèio, temblando.

—¡Hola, hola! —prosiguió la voz infantil con su risa habitual—. ¿Quién es esta muchacha tan hermosa? Déjame, carita linda, que te levante un poco el pañuelo… Déjame que te lo levante… ¿Llevas ahí dentro avellanas o granadas…?

Asustada, la pobre muchacha de los campos iba a gritar. Pero Taven le dijo:

—¡Silencio! ¡No tengas miedo! Es un trasgo que sólo sirve para hacer jugarretas. Es este ligero de cascos de Espíritu Fantástico. En sus buenos momentos barrerá tu cocina, triplicará los huevos de tus gallinas, atizará el fuego y dará vueltas al asador. Pero si le coge alguno de sus caprichos, entonces ya puedes decir adiós… ¡Qué revoltijo! En tu puchero arrojará un cuarterón de sal; impedirá a tu fuego que se encienda; si te vas a dormir te apagará la luz; si quieres ir a las vísperas de Sant-Trefume[51], ocultará o estropeará tu vestido de los domingos.

—¡Sigue, sigue, viejo garabato! ¿No oís a esa polea mal untada? —replicó el travieso trasgo—. Sí, aceituna desecada, sí; por la noche, cuando duermen las muchachas, les tiro suavemente la ropa de la cama y las contemplo cuando, desnudas y opulentas, locas de miedo, se encogen rezando. Veo entonces sus dos pechos, que se levantan y bajan palpitando, veo…

Y el espíritu se fue alejando, sin dejar de reírse…

Los hechizos se suspendieron y todo quedó en silencio y en sombra, de manera que se oía gotear sobre el suelo cristalino la filtración de las bóvedas. Pero he aquí, que en el fondo de la negra inmensidad, una gran forma blanca, que estaba sentada en un banco de roca, se levantó, de pronto, con un brazo apoyado en la cadera.

Vincèn quedóse inmóvil como un bloque de piedra, y si en aquel lugar hubiese habido un precipicio, Mirèio se hubiera arrojado por él, de tanto temor como sentía.

—¿Qué quieres, embaucador? —gritó Taven—. ¿Por qué mueves la cabeza a un lado y otro, como la copa de un álamo?

Y luego, dirigiéndose a la pareja, que tenía la muerte en los huesos, añadió:

—Muchachos, ¿no conocéis a la Lavandera? ¿No la habéis visto nunca en el Mount-Ventour, que es donde reside? Desde abajo semeja una gran nube blanca, pero cuando aparece, ¡oh pastores, recoged aprisa vuestros ganados! La Lavandera agrupa a su alrededor las nubes errantes y, cuando tiene bastantes para su colada, se arremanga los brazos y, furiosa, las golpea. Luego, retorciéndolas, hace salir a cántaros los aguaceros y el rayo, y los marineros, pálidos, encomiendan su barco a la protección de Nuestra Señora, en el mar encrespado y furioso, y el boyero, apresurado, guía sus bueyes hacia el establo…

Un espantoso tumulto la deja de nuevo con la palabra en la boca. Maullidos y estruendo de picaportes, piídos y palabras entrecortadas que sólo entiende el diablo.

¡Zin, zin! ¡Pum, pum…! ¿Quién golpea de esta manera las calderas fantásticas…? Y se oyen gritos desgarradores y carcajadas, y pujos como de mujeres sumidas en los dolores del parto, y después bostezos, griterío y lamentos agudos.

—¡Dadme la mano! ¡Y tened cuidado que no se os caiga la corona mágica que os ciñe la frente! —díjoles la bruja.

Y entonces sintieron correr por entre sus piernas algo parecido a un tropel de cerdos: el uno grita, el otro ladra, el otro gruñe, el otro relincha… Igual que cuando la naturaleza duerme bajo una sábana de nieve y los cazadores sacuden la maleza a la orilla de los arroyos, despertando, sobresaltados, en su nido a gorriones y mochuelos que, azarados, huyen para engancharse en las redes, produciendo un sordo rumor, como los fuelles de las fraguas.

Pero entonces la ensalmadora gritó:

—¡Arre! ¡Saltamontes de mala vida! ¡Arre! ¡La desgracia caiga sobre vosotras! ¡Apartaos de mí!

Y, espantando a la horda impura con su criba, trazaba en las tinieblas círculos, figuras y rayas luminosas del color del quermes.

—¡Agazapaos en las madrigueras, malhechores…! ¿Quién os molesta? En los aguijones de fuego que os pican las carnes, ¿no sentís que brilla todavía el sol dorado sobre las Aupiho? ¡Colgaos de las rocas salientes! ¡Para los murciélagos hay demasiada luz!

Y el tropel ruidoso se desperdigó por todas partes, y los ruidos, poco a poco, se extinguieron.

—Debéis saber —dijo entonces Taven a la pareja— que este lugar es la guarida de los fantasmas mientras el día derrama su maná sobre los amarillentos barbechos. Pero cuando las sombras extienden su velo de muerte, hacia el tiempo en que la Vieja irritada lanza a Febrero su coz[52], no os quedéis dormidas, mujeres retrasadas, con la frente inclinada sobre una silla, en la iglesia desierta y cerrada con tres vueltas de llave… Entonces podríais ver agitarse en las tinieblas las losas del pavimento y levantarse uno a uno los muertos amortajados en sus sudarios, y ponerse de rodillas; y después salir un cura, pálido como ellos, para decir la Misa y cantar el Evangelio, y las campanas por sí solas tañir llorando con grandes suspiros. Preguntádselo, preguntádselo a las lechuzas, que durante el invierno bajan de los campanarios para beber el aceite de las lamparillas; preguntadles si miento, y si no es verdad que el único ser viviente de aquella ceremonia es el sacerdote que celebra los oficios y que vierte en el cáliz el vino. Hacia el tiempo en que la Vieja irritada lanza su coz a Febrero, si no queréis, pastores, quedaros con las piernas inmóviles y los cabellos erizados de miedo, encantados durante siete años en el mismo lugar en donde os encontréis, recoged vuestro rebaño y entrad temprano en los apriscos porque el Trau di Fado ha soltado toda su bandada. Y todos los que han hecho el pacto a cuatro patas o volando, se trasladan a la Crau; y por los senderos tortuosos, los magos de Varigoulo[53] y las brujas de Fanfarigoulo[54] llegan bailando la farandola por entre los tomillos para beber en la taza de oro. ¡Ved cómo danzan los carrascales! Ya la Garamaudo espera temblorosa al Gripet… ¡Quita de ahí, sucia endiablada! ¡Gripet, cómete la carroña y arráncale las tripas con las uñas…! ¡Ya desaparecen…! ¡Pero no! ¡Helos ahí! ¡Horror y bacanal! Aquella que allá abajo va corriendo por entre las lechetreznas, rozando el suelo y agachándose como un ladrón nocturno, es la hocicuda Bambaroucho. Entre sus largas garras coge a los niños desnudos y llorosos, y se los lleva entre los cuernos de su cabeza… ¿No veis por allí a la Pesadilla? Baja furtivamente por la chimenea hasta el pecho sudoroso del dormido que se revuelve; silenciosa, se acurruca allí y le oprime como una torre, y mete en su espíritu sueños horrorosos y visiones dolorosas. ¿No oís cómo arrancan las puertas de sus goznes? Son los Escarrinche que corren por los campos. Corren por los campos el Marmau y el Barban, que forman la bruma en medio de la llanura. Desde las Ceveno acuden a docenas los dragones de vientre de salamandra, y a su paso arrancan las tejas de las masías. ¡Qué batahola…! ¡Oh, luna, luna! ¿Qué desgracia te aqueja que te incita a bajar tan roja y tan grande sobre los Baus? ¡Vigila al perro que ladra, oh luna imprudente! Si te alcanza, te engullirá como si fueras una torta, ¡porque el perro que te acecha es el Perro de Cambaus! Pero ¿quién agita así los helechos? ¡Ay, los fuegos de San Telmo saltan en torbellino con sus retorcidas llamas, y hacen resonar la estéril Crau con sus patadas y su ruido de campanillas…! ¡Es el galope furioso del Barón Castihoun…!

Ronca, jadeante y sofocada, la bruja de Baus se había callado; pero, al poco rato, volviéndose hacia los jóvenes, les dijo:

—¡Cubrios, cubrios los oídos y los párpados con el delantal! ¡El Cordero Negro nos llama…!

—¿Quién…? ¿Ese corderillo que bala? —preguntó Vincèn.

—¡Oídos sordos, y alerta! —replicó la bruja—. ¡Desgraciado del que tropiece! Más peligroso que el paso de la Sambuco[55] es el paso del Negro Cornudo. Su balido es dulce y tierno, y con él incita a que le sigan. Para los cristianos imprudentes que se vuelven a escucharle, hace lucir el imperio de Herodes, el oro de Judas y les señala el lugar donde los sarracenos escondieron la Cabra de Oro. Hasta su muerte ordeñan a la Cabra cuanto quieren; pero al llegar a la agonía, cuando se apodera de ellos el estertor, ¡ya pueden pedir el divino sacramento! El negro enemigo les contesta con una tempestad de golpes en las costillas. Y con todo, con todo, en los tiempos en que estamos, tiempos malos, marcados por la mordedura de todo vicio, ¡cuántas almas secas y sedientas de lucro pican el anzuelo del Cordero Negro y queman su incienso ante la Cabra de Oro!

En este punto, el canto de la gallina, por tres veces, hendió las tinieblas.

—Muchachos, finalmente hemos llegado a la decimotercera gruta —dijo la vieja.

Mirèio y el cestero vieron seis gatos negros que se calentaban junto a la lumbre de una gran chimenea. En medio de los seis gatos vieron una olla de hierro, suspendida de los llares. Vieron dos dragones, en forma de tizones, que vomitaban a boca llena dos llamas azules debajo de la marmita.

—Para cocer vuestra papilla, ¿empleáis esta leña, abuela? —preguntaron.

—Sí, hijo mío. Esto arde mejor que ninguna leña, porque son sarmientos de viña silvestre.

—Sarmientos, sarmientos. Así queréis llamarlos… Pero apresurémonos, que esto no es cosa de risa.

En el centro de la gruta había una gran mesa de pórfido. A su alrededor se veían millares de blancas columnas, transparentes como los carámbanos que cuelgan de los tejados, que procesionalmente y en hileras, y por debajo de las raíces de las encinas y de los cimientos de las lomas, formaban inmensas galerías, obra de las Hadas.

Pórticos majestuosos, envueltos en una media luz nebulosa y vaga; maravillosas aglomeraciones de templos y de palacios, de peristilos y laberintos como no los construyeron ni en Babilonia ni en Corinto y que basta un soplo de Hada para disiparlos cuando quiere.

Por allí vagan las Hadas, semejantes a rayos luminosos. Con los caballeros a quienes encantaron en otro tiempo, prosiguen su vida amorosa por las sombrías avenidas de aquella tranquila cartuja… Pero ¡silencio! ¡Paz a las parejas que se envuelven en la sombra!

Lista ya, la encantadora, tan pronto levantaba los brazos hacia el cielo como los bajaba hacia el suelo. Sobre la mesa de pórfido, igual que Lorenzo, el santo mártir, estaba tendido sin decir palabra el cestero Vincèn con su herida en el pecho.

Exaltada, feroz por el espíritu que la inunda y con un viento profético que le hincha la garganta, Taven, en la marmita que se derrama a grandes borbotones, introduce de repente la espumadera. A su alrededor los gatos forman círculo.

Venerable, la hechicera, con la mixtura, escalda con su mano derecha el pecho descubierto de Vincèn; y con los ojos fijos en la dolorosa herida, hace sus conjuros y luego murmura con voz apagada:

—Cristo ha nacido. Cristo ha muerto. Cristo ha resucitado. Cristo resucitará…

Triunfante, como la tigresa de los bosques cuando desgarra las sangrientas entrañas de su víctima temblorosa, así la hechicera imprime tres veces la señal de la cruz con su dedo pulgar sobre la herida. Y de su boca salen precipitadas y desordenadamente las palabras que llaman a los brumosos portales del porvenir.

—¡Sí, resucitará! ¡Lo creo…! Por entre las rocas y los guijarros de la colina le veo subir a lo lejos con su frente cubierta de grandes gotas de sangre. Y por entre las piedras y los zarzales sube solo: la Crau le abate. ¿Dónde está, para secarle, la Verónica…? ¿Dónde está aquel buen hombre de Cirene para levantarle cuando se caiga? Con su cabellera destrenzada, las Marías plañideras, ¿dónde están…? ¡No hay nadie! Y en la sombra y el polvo, allá abajo, ricos y pobres le contemplan y dicen: «¿Adónde va con su madero al hombro, adónde se dirige Aquel que, sin descanso, asciende por la colina?». ¡Sangre de Caín, almas carnales que para Aquel que lleva la Cruz no tienen piedad! ¡No, no tienen más piedad de Él que la que tendrían por un perro apedreado por su dueño en medio del erial…! ¡Ah, raza de judíos, que muerdes con furor la mano que te alimenta y, encorvada, besas la que te desloma y muele a golpes! ¡Hasta los tuétanos de tus vértebras descenderán los escalofríos del terror, ya que lo quieres así! Y lo que es piedra se convertirá en polvo… Y de la espiga y del cascabillo, el carbón amargo asustará tu hambre…

»¡Oh cuántas lanzas! ¡Oh cuántos sables! ¡Sobre inmensos montones de cadáveres veo saltar el agua de los barrancos! ¡Calma tus olas, oh mar tempestuosa! ¡Ay, la antigua barca de Pedro se ha hecho astillas contra las ásperas rocas…! ¡Ved! El Maestro pescador ha dominado las rebeldes olas. En una barca nueva y hermosa sube por el Ródano y se mece entre las aguas con la cruz de Dios plantada en el timón. ¡Oh divino arco iris! ¡Inmensa, eterna y sublime clemencia! Veo una tierra nueva y un sol que alegra, y a las arriscadoras que bailan la farandola ante los frutos colgantes y a los segadores echados sobre las garbas de cebada bebiendo con placer. Y patentizado por tan grandes muestras de su omnipotencia, Dios es adorado en su templo…

Y dicho esto, la bruja de Baus señala con el dedo a los dos muchachos un camino, en cuyo extremo se divisa un hilo de luz muy débil… Los dos muchachos parten apresuradamente, coloradas las mejillas y bajando la cabeza.

Por un camino subterráneo, la hermosa pareja llega al fin al Trau de Cordo. Suben luego al sol… Cubriendo las peñas con sus vetustas ruinas, Mount-Majour, la abadía de los monjes, les parece un sueño. Se abrazan y siguen caminando por los juncales.