CANTO CUARTO
LOS PRETENDIENTES
¡Llegue el tiempo en que se abren las violetas en las frescas praderas, y no faltan las parejas que van a cogerlas a la sombra! ¡Llegue el tiempo en que el mar apacigua su fiero pecho y respira lentamente con todas sus mamillas, y no faltan los botes y las chalupas que parten de Martegue, en hermosas bandadas, y van, en alas de sus remos, extendiéndose por la mar tranquila a enredar el pescado con sus trasmallos! ¡Llegue el tiempo en que, entre las mujeres, aparecen florecientes enjambres de muchachas, ya pastoras, ya condesas, que alcanzan renombre por su belleza, y no faltan los pretendientes en Crau ni en los castillos! Y sólo en la masía de «Las Almezas» se presentaron tres: un guardián de yeguas, un pastor de rebaños y un desbravador de toros; los tres, hermosos muchachos.
Llegó primero Alàri, el pastor. Dicen que poseía mil cabezas de ganado lanar que, durante el invierno, pacían a orillas del lago Entressèn[32], donde crece la buena grama salada. Dicen que, al llegar la época en que el trigo forma sus nudos, él mismo conducía su rebaño a las frescas alturas de los grandes Alpes. Dicen también, y yo lo creo, que, por San Marcos, trabajaban para él tres días seguidos nueve esquiladores, y no cuento a aquel que saca los tusones de lana blanca y pesada, y al zagal que, sin descanso, lleva a los esquiladores un cántaro que pronto es vaciado.
Pero cuando el calor se debilita y la nieve comienza a caer en torbellinos sobre las grandes cimas, había que ver a aquel rebaño descender en rico tropel desde los altos valles del Delfinado para pacer la hierba invernal de la inmensa llanura de Crau.
¡Había que ver a aquella multitud de bestias desperdigarse por los caminos pedregosos! Marchaban delante los corderos más jóvenes, brincando y formando alegres bandadas. El borreguero les dirigía y, detrás, seguían en desorden los asnos, llevando campanillas, y los pollinos y las borricas, guardados por el asnero, que iba con ellos a horcajadas sobre la albarda.
Son ellos quienes, en los serones de esparto, en el baste, llevan la comida, la bebida y el equipaje de los pastores y, además, la piel sanguinolenta de las bestias descuartizadas, y los corderos fatigados.
Capitanes de la falange, venían luego, con sus cuernos retorcidos y la mirada sesgada, cinco orgullosos machos cabríos, que hacían sonar los esquilones cabeceando amenazadores. Detrás de los machos cabríos iban las madres, unas juguetonas cabritas y los blancos cabritos. Tropa comilona y vagabunda gobernada por el cabrero.
Y luego seguían, con el hocico levantado, los grandes moruecos conductores, a los que se reconoce por sus enormes cuernos tres veces retorcidos alrededor de la oreja y, además, por llevar los flancos adornados con borlas.
A la cabeza de la tropa marchaba el mayoral de los pastores, envueltos los hombros con su capa. Pero el grueso del ejército venía detrás de él.
Y entre una nube de polvo, precediendo a los demás y apresuradas, se veía a las ovejas madres que respondían con largos balidos al balido de sus hijos, y que tenían la nuca adornada con borlillas rojas, y al correr llenaban de polvo a los burros y a los carneros de lana, que las seguían luego a paso lento.
El rabadán y los zagales, de cuando en cuando, gritaban a los perros:
—¡A la vuelta!
Y, finalmente, llegaba la innumerable grey, los adultos, las ovejas tardías, las cerradas por segunda vez, las deshijadas y las fecundas melliceras que, a duras penas, arrastraban su abultado vientre.
Escuadrón despenachado, cerraban la retaguardia las ovejas estériles, las cojas, las desdentadas y los carneros viejos vencidos en los combates amorosos, y las reses inválidas y estropeadas que han perdido a la vez los cuernos y el honor.
Y todo eso, ovejas y cabras, todo cuanto alcanzaban a ver los ojos, era de Alàri; todo, lo joven y lo viejo, lo feo y lo hermoso. Y cuando veía descender sus rebaños de la montaña y desfilar los animales a centenares por delante de él, sus ojos se deleitaban con esta vista. Alàri llevaba como cetro un grueso cayado de arce y, con sus blancos y grandes perros de pastor, que le seguían por los pastos, las rodillas embutidas en sus polainas de piel, el continente sereno y la mirada sabia, le hubierais tomado por un hermoso rey David cuando, en su juventud, iba a abrevar sus rebaños en los pozos de sus antepasados.
—¡He ahí a Mirèio, que va y viene por delante de la masía de «Las Almezas»! —dijo el pastor—. ¡Oh, Dios mío! Me han dicho la verdad: ¡ni en la llanura ni en las alturas, ni en pintura ni en realidad, he visto a ninguna que le llegase a la cintura por sus maneras, su gracia y su belleza!
Ya que sólo por verla Alàri se había alejado de sus bestias. Cuando estuvo cerca de ella, le dijo con voz temblorosa:
—¿Podrías enseñarme un sendero para atravesar los cerros? De lo contrario, muchacha, temo que no salga de ellos.
—No hay más que tomar por este camino derecho —repuso la hija de los campos—; sigue luego por el desierto de Pèiro-Malo y ve por el valle tortuoso hasta que un gran arco que sostiene a dos generales de piedra aparezca a tus ojos[33]. Es lo que llaman Lis Antico.
—Muchas gracias —contestó el joven—. Mil cabezas de ganado lanar que llevan mi marca atraviesan hoy la Crau para subir mañana la montaña. Yo me he anticipado para señalar, a través de los campos, las dehesas, los lugares para dormir y, además, el camino. Todos son animales muy buenos… Y cuando me case, mi pastora oirá durante todo el día el canto del ruiseñor… Y si yo tuviese la felicidad, hermosa Mirèio, de que tú aceptaras mi regalo, te ofrecería, no joyas ni oro, sino un vaso de boj que he hecho para ti y está nuevo y flamante.
Y dicho esto, igual que si fuera una reliquia, se saca del pecho una copa tallada en el boj vivo, ya que, durante sus horas de descanso, le gustaba distraerse en estas cosas, sentado en una piedra; y con sólo un cuchillo, hacía obras realmente divinas.
Con su mano llena de fantasía, esculpía tarreñas para conducir su rebaño durante la noche, y, en el collar de las esquilas y en el huesecito blanco que sirve de badajo, hacía tallas que representaban flores y pájaros, y todo lo que él quería.
Pero si hubieseis visto el vaso que acababa de sacar, os aseguro que no hubierais creído que se trataba de la obra de un pastor. Una estepa florida le rodeaba y, con sus rosas muelles dos cabras pastaban, formando con sus cuerpos las asas.
Algo más abajo se veían tres muchachas, que eran realmente tres maravillas. No lejos de ellas, bajo un oxicedro, un pastor dormía. Las muchachas retozonas, se acercaban silenciosamente a él y le metían en la boca un racimo de uva que habían sacado del cesto. Y el muchacho, que soñaba, se despertaba sonriendo; y una de las muchachas parecía emocionada… A no ser por el color de la raíz, hubierais dicho que las figuras tenían vida. La copa era nueva, y nadie había bebido en ella.
—En verdad, pastor, tu ofrenda tienta la vista —dijo Mirèio, contemplándola. Y luego, marchándose de un salto, añadió—: Pero mi amado tiene otra aún más bonita: ¡su amor, pastor! Y cuando me mira apasionado, me hace bajar los párpados, o bien siento correr por mí una dicha inefable.
Y la muchacha salió corriendo como un duende. El pastor Alàri volvió a esconder la copa bajo sus vestiduras y, lentamente, a la luz del crepúsculo, se apartó de la masía, turbado por el pensamiento de que una muchacha tan hermosa sintiese tanto amor por otro que no era él.
Llegó también a la masía de «Las Almezas» un guardián de yeguas llamado Veran. Este Veran venía de Sambù, donde, en las grandes praderas en que florece la manzanilla, tenía cien yeguas que despuntaban las altas cañas de las marismas.
¡Cien yeguas blancas! Con la crin como el agua de las marismas, ondulante, espesa, y sin conocer las tijeras. Cuando las yeguas salían desenfrenadas a la carrera, sus crines volaban por encima de sus cabezas como el manto de un hada.
¡Vergüenza para ti, oh raza humana! Jamás nadie ha visto sometido a la punzante espuela que les desgarra los ijares ni a la mano que las acaricia a las yeguas de Camargo[34]. Encabestradas a traición, he visto desterrar a algunas lejos de las praderas saladas. Pero un día, con un salto fiero y repentino, derriban a quienquiera que las monte, y de un galope devoran veinte leguas de marismas, oliendo el viento, y de nuevo en el Vacarès[35], donde nacieron, después de diez años de esclavitud, respiran la emanación salada y libre del mar.
Porque el elemento de esta raza salvaje es el mar. Escapada, sin duda, del carro de Neptuno, está cubierta todavía de espuma. Y cuando el mar se embravece y se vuelve sombrío, cuando los barcos rompen los cables, los sementales de Camargo relinchan de placer, y chasquean como un látigo su cola que arrastra, y escarban el suelo, y sienten en su carne el tridente del terrible dios que, en el oloroso desorden, mueve la tempestad y el diluvio, y altera de abajo arriba los abismos del mar.
Este Veran las apacentaba. Un día que recorría la Crau, Veran dirigió sus pasos, dicen, hacia Mirèio. Porque en Camargo, y hasta allá abajo, donde el Ródano desagua por sus grandes bocas, se decía que Mirèio era hermosa, y aún se dirá por mucho tiempo.
Presentóse gallardo, con la capa a la arlesiana, larga y dorada, echada sobre los hombros a guisa de manto, con el cinto de muchos colores, igual que el lomo de un lagarto, y el sombrero de tela encerada donde se reflejaba el esplendor del sol. Y cuando estuvo ante Mèste Ramoun, le dijo:
—Buenos días y buen estar. Yo soy un ribereño del Rose de Camargo. Soy nieto de Peire el guardián. Sin duda ya lo veis en mi cara, pues mi abuelo, durante, por lo menos, veinte años, ha trillado con sus yeguas en vuestra era. En las marismas que nos rodean, mi venerable abuelo tenía tres rodo[36] de caballos… ¡Ya veo que os acordáis! Pero ¡si vieseis el rico aumento que ha tenido su levadura! ¡Ya pueden las hoces abatir mieses, ahora tenemos siete rodo y siete liame!
—¡Que por muchos años, hijo mío, puedas verlas multiplicarse y llevarlas a pacer! —repuso el anciano—. He conocido a tu abuelo, y he tenido con él una amistad muy antigua. Pero, al llegar el tiempo en que la edad nos hiela, permanecemos quietos a la luz de nuestra lámpara, y entonces, ¡adiós, amigos!
—No es eso todo —añadió el joven—, y todavía no sabéis lo que quiero de vos. Más de una vez, cuando llegan las gentes de Crau a Sambù, para buscar carretas de paja, mientras que les ayudamos a atar las ligaduras de la carga, hablamos de las muchachas de Crau, y todos me han pintado a vuestra Mirèio tan de mi gusto, que si al vuestro encontráis a Veran, ha de ser vuestro yerno.
—¡Veran! ¡Ojalá pudiera verlo! —gritó Ramoun—, ya que el vástago florido de mi amigo Peire, el guardián de yeguas, sólo puede honrarme.
Y, como un hombre que da gracias a Dios, levantó ambas manos hacia el cielo, exclamando:
—Con tal de que gustes a la muchacha (ya que, siendo sola, es nuestra mimada), como primicias de la dote te doy desde ahora mi bendición. ¡Y ojalá alcances la eternidad de los santos!
Y, sin demora, llama a su hija y le dice, en dos palabras, de qué se trata. Ella, pálida, con los ojos azorados y temblorosa, dijo así:
—Pero vuestra santa inteligencia, ¿en qué piensa? ¿Cómo queréis que tan joven me aleje de vosotros? Muchas veces me habéis dicho que para casarse hay que andar con mucho tiento, que es preciso conocer al novio y ser bien conocida de él… y conocerse, ¿qué representa?
Y en la bruma de su rostro apareció en seguida el resplandor de un dulce pensamiento, como aparecen por la mañana, después de haber llovido, las flores anegadas a través del agua turbia.
La madre de Mirèio aprobó sus palabras, y el guardián, sonriendo, dijo:
—Mèste Ramoun, me retiro. Ya que un guardián de yeguas de Camargo, os lo aseguro, conoce perfectamente la picadura del mosquito.
Durante el mismo verano, desde los pastos del Souvage[37], llegó a la granja para ver a la muchacha, Ourrias el domador de toros. Los toros del Souvage, negros y bravos, son muy famosos. Expuesto a los ardores del sol, a las escarchas y a las lluvias torrenciales, allí, solo en su vacada, Ourrias los apacentaba durante todo el año. Nacido entre el ganado, criado entre los toros, tenía de los toros la estructura, la mirada salvaje, el color oscuro, fiero el aspecto y dura el alma. ¡Cuántas veces, despojado del capote y con un palo en la mano, había destetado bruscamente a los becerros, arrancándoles del pezón de su madre, y luego rompía con la vaca un manojo de garrotes hasta que ella huía de los golpes, mugiendo y volviendo la cabeza entre los pinos jóvenes! ¡Cuántos erales y terneras había derribado en los herraderos de Camargo, cogiéndolos por los cuernos! De estas aventuras conservaba todavía entre las cejas una herida, parecida a una nube desgarrada por el rayo, y recordaba que los alamajos y las nevadillas se habían teñido un día con su sangre.
Era un hermoso día de grande herradero. Para reunir los toros, las villas de Santo, Faraman, Aigo-Morto y Aubaroun[38] habían enviado a los eriales cien jinetes de los más valientes. En el lugar determinado y cerrando un vasto redondel, les estaba esperando la muchedumbre entusiasmada. Despertados en la salada llanura y perseguidos por el domador, que los aguijoneaba al galope con el hierro de su pica, acuden a la carrera toros y novillos, como una ráfaga rugiente de viento machacando espadañas y centauras.
La cornuda muchedumbre se detiene asustada, silenciosa. Pero los boyeros, espoleando sin cesar a sus cabalgaduras, por tres veces les hacen dar la vuelta al anfiteatro, persiguiéndoles incansables, como el perro tras la marta o como el águila del Leberoun tras los cernícalos.
¿Quién lo creería? De su yegua, contra la costumbre, Ourrias se apea. Los toros, aglomerados a las puertas de la plaza, en seguida se alteran terriblemente, y se arrojan a la arena cinco becerros que echan llamas por los ojos y que agujerean el cielo con sus cabezas soberbias.
Ourrias se precipita, como el viento, contra ellos, les persigue corriendo, les aguijonea, les sobrepasa, ya les pica con su lanza, ya baila delante de ellos, ya les aturde con un vigoroso puñetazo.
Todo el pueblo aplaude. Ourrias, blanco de polvo olímpico, coge, por fin, a la carrera a uno por los cuernos y, frente a frente, con él forcejea para sujetarle. El negro monstruo quiere soltar sus cuernos retorcidos y enarca la grupa, muge de furor, resuella y echa espumarajos de sangre y humo.
¡Vano furor, saltos inútiles! El boyero, con un golpe sutil, apoya con destreza en su hombro la horrible cabeza del bruto, torciéndole el cuello y, empujando de repente en sentido contrario al animal, le derriba con violencia; y, como una fuerte muralla que se derrumba, el hombre y la bestia ruedan por el suelo.
Un clamor frenético hace estremecer los tamariscos: ¡bravo, Ourrias, bravo! Y acuden cinco robustos machos, que sujetan al toro, mientras Ourrias, para marcarle el bautismo, coge un hierro candente y le quema los lomos.
Una bandada de muchachas de Arles, montadas a la jineta, sobre blancas hacaneas, se acercan al galope, con el pecho agitado, y le traen un gran cuerno lleno de vino. Luego se alejan por la llanura, entre nubes de polvo, mientras otra bandada de caballeros ardorosos las sigue.
Ourrias no ve otra cosa que los toros que debe derribar. Cuatro le quedaban todavía, pero los segadores trabajan con más ardor cuanto mayor es la abundancia del heno, y así el domador, sosteniendo la lucha con vigoroso esfuerzo, enervó los lomos de los cuatro animales.
El último, que era manchado de blanco y con los cuernos soberbios, pacía tranquilamente.
—¡Basta, Ourrias, basta! —le gritaban los viejos vaqueros.
¡Vano consejo! Ourrias, con el pecho desnudo, empapado en sudor y con la pica apoyada en la cadera, iba ya hacia él.
El toro espera inmóvil la embestida y, al recibir de lleno el hierro entre el hocico, hace pedazos el asta de la pica. La atroz herida enfurece al toro. El domador, de un salto, le coge por los cuernos, y ambos salen corriendo por la llanura, tronchando y aplastando los almazos.
Los vaqueros de Arles y de Aigo-Morto, a caballo, apoyados en las largas astas de sus picas, contemplan la terrible lucha. Para alcanzar la victoria, los dos contendientes forcejean encarnizados: el hombre para domar al toro que muge; el toro para desasirse del domador a quien arrastra. Mientras corre, el toro lame su hocico ensangrentado con su lengua llena de blanca espuma.
¡Misericordia! ¡El toro alcanza la victoria! Como una vid rastrillada, el hombre ha rodado delante de él, arrastrado por el ímpetu de su carrera…
—¡Hazte el muerto! ¡Hazte el muerto!
El toro le levanta del suelo con sus cuernos y le arroja a siete varas de altura hacia atrás.
Un clamor frenético hace temblar los tamariscos. Lejos del toro, el desgraciado cae con la cara contra el suelo, malherido. Desde entonces llevaba esa cicatriz que le desfiguraba…
Sobre su yegua, y armado de su pica, llegó, pues, Ourrias a casa de Mirèio. Aquella mañana, la doncella se encontraba sola en la fuente. Se había arremangado el jubón y las mangas para limpiar unas encellas con la hierba pulidera. ¡Santas de Dios! ¡Qué bella estaba mojando sus pies en el claro manantial! Ourrias dijo:
—Buenos días, hermosa, ¿secas tus encellas? Si me lo permites, abrevaré mi yegua blanca en esta clara corriente.
—¡Oh, el agua no falta aquí —repuso ella—; en la esclusa puedes dar de beber cuanto te plazca a tu yegua!
—Hermosa —dijo el joven salvaje—, si como esposa o peregrina vas a Seuvo-Riau[39], desde donde se oye el mar, no tendrías tanto trabajo, ya que la vaca de raza negra se pasea, libre y feroz, y jamás se la ordeña; y las mujeres viven descansadas.
—Joven, en el país de los toros, las muchachas se mueren de aburrimiento.
—Hermosa, cuando se está con otro no existe el aburrimiento.
—Joven, se dice que quien se pierde por esas comarcas lejanas bebe el agua amarga y el sol le quema la cara.
—Hermosa, bajo los pinos encontrarías sombra.
—Joven, se dice que suben a los pinos unas serpientes verdosas.
—Hermosa, tenemos a los flamencos y a las garzas reales que, desplegando su manto rosado, las cazan a orillas del Ródano.
—Joven, escucha (¡cuánto te interrumpo!): tus pinos están muy lejos de mis almeces.
—Hermosa, dice el proverbio que los curas y las muchachas no pueden saber el lugar donde irán a comer el pan del día siguiente.
—Joven, con tal que lo coma con mi amado, yo no reclamo nada para salir de mi nido.
—Hermosa, si es así, dame tu amor.
—Joven, lo tendrás —dijo Mirèio—, pero antes estos nenúfares darán uvas colombinas, antes tu pica echará flores, estos collados se ablandarán como cera y se irá por mar a la villa de Baus.