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Antes de especializarse en los viajes de aventura, para sus primeros tours a la capital francesa Andreas había aprendido algunas curiosidades sobre la torre bajo la que ahora hacían cola para entrar.
A los turistas les impresionaba saber que aquella mole de hierro había sido una obra de ingeniería efímera —con una concesión limitada a veinte años—, ya que la previsión era desmontarla una vez concluida la Exposición Universal. De hecho, la torre había provocado numerosas muestras de rechazo, hasta el punto de que en 1900 había estado a punto de ser desmontada. Además de la lucha de Claire Eiffel para preservar la obra de su padre, la salvó la armada francesa, a la que aquella gigantesca antena convenía para sus comunicaciones.
Cuando todos los equipos de transmisión estuvieron instalados en su cima, pasó de los 312 metros de altura a los 324, convirtiéndose en el edificio más alto del mundo. Perdió esa distinción en 1931 con la inauguración del Empire State Building.
Algo que había gustado a los jóvenes de sus tours eran las proezas emprendidas por diferentes acróbatas, como el que había intentado bajar la torre en bicicleta sin éxito. Más dramático había sido el final de un sastre austríaco llamado Reichelt, que en 1912 se había lanzado desde el primer nivel con un traje alado con la intención de planear. Aunque no le quedó un hueso sano, la autopsia determinó que había muerto de un ataque al corazón antes de tocar suelo.
Llegado su turno, Solstice y Andreas pagaron 11,50 euros para subir en ascensor hasta el tercer nivel. Mientras esperaban a que llegara la cabina, el guía repasó el folleto de la torre por si había algún detalle que pudiera relacionarse con el siclo de plata.
En el primer nivel, a 57 metros y 360 escalones sobre el suelo, había un pequeño museo donde se proyectaba la historia de la torre con sus visitas más célebres, entre ellas la de Chaplin y la de Hitler. También alojaba el restaurante Altitude 95, según el folleto, un must de las citas románticas por sus vistas sobre el Sena y el Trocadero.
En el segundo nivel, a 115 metros de altura y 700 escalones desde el nivel previo, se encontraba el restaurante Jules Verne.
El tercer nivel se hallaba ya a 275 metros y solo se podía llegar en ascensor, puesto que el paso por las escaleras estaba terminantemente prohibido a partir del segundo piso.
En el ascensor atestado de turistas, Andreas hizo la siguiente reflexión en voz alta:
—Creo que mi resolución del acertijo es errónea. Resulta imposible ocultar nada en un mirador que es uno de los lugares más visitados del mundo.
Por toda respuesta, Solstice profirió un murmullo al tiempo que agarraba a su acompañante del brazo, como si le diera miedo aquel ascensor. En los últimos metros hasta el siguiente piso, el guía sintió que la cabeza le daba vueltas.
Más que el vértigo de la ascensión, notó que los dos días durmiendo en aviones le estaban pasando factura. Cuando se abrieron las puertas y vio la marabunta humana que llenaba el tercer piso, deseó acabar cuanto antes con esa farsa y meterse en una cama. Si podía ser, con aquella mujer a su lado.
La pareja inició su búsqueda en una plataforma cerrada de poco más de trescientos metros cuadrados. Había mapas para que se orientaran los visitantes, que se entusiasmaban al encontrar su lugar de origen.
Tras dar un rápido vistazo, Andreas no supo encontrar en aquellos mapas Ciudad del Cabo y mucho menos Irkutsk.
En el tercer nivel había asimismo una recreación del despacho en el que Eiffel había recibido a Edison, ambos como figuras de cera. Una pizarra detrás de ellos mostraba el diseño de la torre. El pequeño taller estaba amueblado con un par de estanterías con carpetas y un viejo archivador de madera. Aunque parecía harto improbable, se preguntó si la moneda estaría en uno de aquellos cajones.
Por insólita que fuera esa idea, cabía la posibilidad de que tras los cajones se ocultara una caja fuerte con el siclo de plata. En cualquier caso, no había manera de averiguar lo sin levantar un escándalo que acabaría con su detención.
Desanimado, pidió a su acompañante que salieran a tomar el aire a la plataforma exterior, a la cual se accedía por medio de unas escaleras. Mientras las subía tomando a la dama del brazo, una nueva intuición empezó a poseerle, aunque no fue consciente de ella hasta que el viento del último día de octubre le azotó el rostro.
Como una esposa a la antigua, Solstice le pasó el brazo por la cintura mientras le preguntaba:
—¿En qué estás pensando?
Antes de responder, Andreas siguió con la mirada un punto casi imperceptible que se movía por el Campo de Marte. Desde aquella altura solo se podía intuir que era un hombre.
—Pienso en esa escalera cerrada que lleva del tercer nivel al segundo. Si la moneda está en algún sitio, debe de ser ahí.