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Cuando Andreas se presentó en el mostrador de facturación de clase business, dos horas antes de la salida, su cliente ya estaba allí. Tras entregar al empleado de Arkia Israel Airlines las dos reservas, una mujer con gafas negras adelantó su mano hacia él mientras decía:

—Le agradezco infinitamente que haya aceptado acompañarme de un día para otro, señor Fortuny.

Su voz era oscura pero femenina. Al estrecharle la mano, que estaba singularmente fría, el improvisado guía escaneó rápidamente con la mirada a quien iba a ser responsabilidad suya durante una semana en principio, como había dicho su jefe. Adivinó un cuerpo esbelto bajo el abrigo rojo, demasiado grueso para aquel templado octubre. Aunque las grandes gafas de sol ocultaban buena parte de sus facciones, su sedosa melena castaña encuadraba un rostro bellamente formado. Sus labios gruesos se dibujaban nítidamente sobre una piel blanca y sin impurezas. Calculó que tendría poco más de treinta años.

—Puede llamarme Andreas —se presentó—. A fin de cuentas, voy a ser su sombra durante toda esta semana.

—Entonces vamos a tutearnos —dijo con poco entusiasmo—. Llámame Solstice.

Aquel era un nombre singular para una ciega, pensó él, que apenas había tenido tiempo de fijarse en el apellido que encabezaba el billete electrónico. El solsticio tiene lugar cuando la esfera solar alcanza su cénit en el cielo, lo cual no dejaba de ser curioso en el caso de alguien que vive en la oscuridad.

Sintió curiosidad de saber si la bella dama era ciega de nacimiento o había sufrido algún accidente, pero la cortesía solo le permitía preguntar el origen de aquel nombre.

—Nací en Londres —explicó ella—, aunque tampoco se puede decir que sea un nombre muy común allí. Me lo pusieron porque llegué al mundo justo durante el solsticio de invierno, el día más corto del año.

«Y el más oscuro», pensó Andreas mientras se dirigían al control de seguridad. Le reconfortaba, en cualquier caso, que su cliente se mostrara comunicativa de entrada. Bastante tensión le provocaba trabajar en un país nuevo para él, empezando por el idioma, para además tener que esforzarse en dar conversación.

Otro factor que le ponía nervioso era que desconocía el mundo de los ciegos, cosa que le había hecho dudar tras embarcar las maletas. Como no llevaba bastón, no sabía si debía ofrecer la mano a Solstice, pero ella se había limitado a tomarle suavemente del brazo para que él guiara sus pasos.

Con más de cien viajes «profesionales» a sus espaldas, Andreas se deshizo velozmente de todos sus objetos metálicos y los colocó en la bandeja sobre la cazadora.

Acto seguido se dispuso a ayudar a su cliente, que actuaba con tal seguridad que parecía tener algún tipo de control sobre el espacio. Depositó su bolso rojo con gran precisión sobre la bandeja. Luego se desabrochó el abrigo y lo dobló cuidadosamente antes de ponerlo sobre el bolso. Encima colocó el teléfono móvil y un monedero con cierre metálico.

Andreas la tomó suavemente por el brazo para orientarla en dirección al arco detector de metales. Al atravesarlo, un breve zumbido hizo que un vigilante se despertara de golpe al otro lado. Miró admirativamente a Solstice, que, desprovista del abrigo, lucía una figura espléndida en un vaporoso vestido negro.

Tras pedirle que retrocediera hasta detrás del arco, le habló monótonamente como si recitara un mantra:

—Compruebe que no lleva encima objetos de metal como llaves, anillos, teléfono móvil, horquillas para el pelo, monedas…

Como toda respuesta, Solstice despegó los brazos del cuerpo para mostrar que aquel vestido no tenía bolsillos. Luego se arremangó; tampoco llevaba pulseras o cualquier otro complemento de joyería. El vigilante bajó la mirada por sus largas piernas hasta los zapatos, que tenían un poco de tacón pero no estaban adornados con hebillas ni otro remache metálico.

—Haga el favor de ponerlos en la cinta —dijo.

Antes de que el guía pudiera asistirla, se quitó los zapatos de piel negra con dos rápidos movimientos y los depositó con seguridad en la cinta.

—Ahora vuelva a pasar —ordenó el vigilante.

Al hacerlo el arco detector volvió a pitar, lo que agrió la expresión del empleado.

—Deben de ser las gafas. Quíteselas y póngalas en la cinta.

Andreas se dispuso a intervenir, dado que el hombre no había entendido que era ciega, pero ella se le adelantó:

—No quiero hacerlo.

Aquella respuesta tomó por sorpresa al empleado, que no tardó en informar por teléfono del incidente. Un minuto más tarde llegaba una fornida guardia de seguridad, que se llevó a Solstice hasta un rincón de la sala y empezó a cachearla escrupulosamente, sin dejar por explorar un solo palmo de su cuerpo.

Mientras pensaba que ese inicio no auguraba nada bueno para el viaje, Andreas envidió aquellas manos inquisidoras, que completaron su trabajo levantando ligeramente las gafas de la pasajera. Algo muy feo debía de haber tras los cristales tintados, ya que la empleada emitió un «¡oh!» mal contenido y volvió a dejar la montura sobre la nariz respingona de Solstice.

Como si le hubiera afectado lo que acababa de ver, la despidió con extrema cortesía mientras le mostraba el camino a la terminal.

Andreas la tomó nuevamente del brazo, al tiempo que comprobaba en la tarjeta de embarque que se dirigían a la puerta correcta. Cuando se hubieron alejado del control, no pudo evitar hacer esta pregunta:

—¿Llevas algo de metal que no hayas querido mostrar a seguridad?

Al oír aquello, Solstice se detuvo en seco.

—Creí que había dejado atrás a los seguratas. ¿O es que eres del Mosad? —preguntó, refiriéndose a los servicios secretos que operan fuera de Israel.

El guía se arrepintió enseguida de haber formulado aquella pregunta, que no tenía nada de inocente. En un intento de recuperar la comodidad con su cliente, decidió hacerle un halago:

—Te mueves con mucha soltura por el aeropuerto. Parece incluso que sepas mejor que yo por dónde hay que ir.

—Lo que acabas de decir… —repuso ella sin aflojar el paso— ¿significa que no te atreves a preguntarme por qué no llevo bastón?

Andreas sintió que naufragaba en su intento de establecer una relación cordial. Para salvar aquello, solo le quedaba la carta de la honestidad.

—Estás en lo cierto. Pero debes entenderlo, como guía soy responsable de tu seguridad y necesito saber…

—Lo entiendo —le interrumpió Solstice relajando el tono de voz—. Disculpa si he sido un poco cínica. Seré clara contigo: no llevo bastón porque no lo necesito. Gracias a Dios, no soy completamente ciega.

—¿Ah, no? —preguntó él con asombro.

—Funcionalmente lo soy, porque no puedo leer los carteles, ni siquiera reconocer una cara de cerca si no escucho la voz. Por eso he contratado tus servicios.

—Entonces… —dijo Andreas desinhibido—, ¿qué es exactamente lo que ves?

Solstice aminoró el paso hasta detenerse. La tirantez parecía haber abandonado su expresión, que las gafas negras no permitían interpretar del todo. Apretó ligeramente los labios antes de responder:

—Veo sombras.