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Tras una larga deliberación, habían decidido que Nueva York era la capital de la lujuria. Andreas había propuesto muchas otras ciudades, pero finalmente Solstice le había convencido con estos argumentos:
—La lujuria siempre ha tenido su sede en la ciudad más poderosa del mundo, como en su tiempo lo fue Roma. Pese al 11 de septiembre y a la crisis, Nueva York sigue siendo la metrópoli planetaria que, en los últimos días del imperio, continúa con su orgía de consumismo y placeres inmediatos.
—Sin embargo, me parece un lugar demasiado grande para buscar una moneda —había replicado Andreas—. Lo único que me tranquiliza es que tampoco lo tendrá fácil Lebrun para encontrarnos.
Ante el inesperado giro que había tomado una misión que ya parecía finiquitada, el guía sintió que su cliente había despegado definitivamente los pies de la tierra. Él no creía que pudieran encontrar el siclo de plata en Nueva York. Por otro lado, le traía sin cuidado aquella teoría conspiratoria. El mundo de las altas finanzas y sus talismanes no era el suyo, que solo contaba con los 240 euros que percibiría diariamente por aquella búsqueda incierta alrededor del globo.
«Cuanto más dure, mejor», se dijo sin imaginar las trampas mortales que les aguardaban.
—¿Quieres que reserve el hotel? —propuso Andreas en el aeropuerto internacional de Tel Aviv, desde donde su vuelo de madrugada saldría en un par de horas.
—No es necesario —repuso Solstice entusiasmada—, en Nueva York tendremos un ayudante de excepción que nos preparará el terreno. Sondre ya está volando hacia la ciudad que nunca duerme para reunirse con nosotros. Ha descubierto algo que nos ayudará en la búsqueda.
—¿Quién demonios es Sondre?
—Mi hermano. Tiene muchas ganas de conocerte.
Mientras hacían cola en el control de seguridad, el guía se preguntó si aquello era una buena noticia. La intuición le decía que un nuevo participante en ese juego absurdo solo serviría para complicar aún más las cosas.
—Veo que a tu familia le gustan los nombres raros —se limitó a comentar.
—El de mi hermano es muy común en Noruega. Nació allí mientras mi padre trabajaba como ingeniero de plataformas petrolíferas. Luego regresamos a Londres. A su muerte nos trasladamos a Barcelona, donde también tengo familia. Somos un poco de todas partes.
—Como las monedas —añadió Andreas irónico—. ¿Y tu madre, dónde está?
Le gustaba que Solstice, por quien empezaba a sentir algo más que atracción, le hablara de su vida personal.
—Sondre y yo somos adoptados. La esposa de mi padre, que era muy viejo cuando nos acogió, murió poco después de llegar mi hermano. Yo apenas la recuerdo y él menos aún, puesto que era un bebé. Hablando de nombres, el tuyo tampoco es corriente. ¿Por qué Andreas y no Andrés?
—En honor a un diplomático chipriota que es mi padrino. No hay otro motivo.
En medio de aquella conversación intrascendente, el guía se dio cuenta de que una policía de larga melena roja no perdía palabra de lo que hablaban. Al saberse detectada, dio un paso adelante y dijo en perfecto castellano:
—¿Me permiten que les haga unas preguntas?
Ambos asintieron escamados. Mientras la cola se iba acercando a unas gigantescas máquinas que escaneaban el equipaje, la mujer policía empezó con el interrogatorio:
—¿Es la primera vez que visitan Israel?
—En mi caso no —tomó la palabra Solstice—, pero para mi compañero es el primer viaje.
—¿Son ustedes pareja?
A Andreas le chocó que les hiciera una pregunta tan personal. Iba ya a protestar, cuando su acompañante contestó para su sorpresa:
—Todavía no, nos estamos conociendo. He querido enseñar a mi amigo el país para saber qué opina. Para mí es importante para decidir qué hacemos con nuestra vida.
Con aquella respuesta Solstice solo había logrado sembrar más dudas aún en la empleada que hacía el interrogatorio.
—¿Y cuál es su opinión?
—Oh, es un país maravilloso —repuso él por decir algo, incómodo con aquella situación.
La policía miró los nombres de los dos en los pasaportes y volvió a la carga.
—¿Desea usted establecer una relación duradera con la señorita Bloomberg? ¿O se trata de un encuentro puntual?
Aquello era más de lo que Andreas estaba dispuesto a tolerar. Iba ya a dar una respuesta cortante a la pelirroja, cuando Solstice le pasó el brazo por la cintura y declaró:
—Somos viejos amigos, y ese tipo de decisiones llevan su tiempo. No es bueno precipitarse.
—¿Cuántos años hace que se conocen?
—Veinte —dijo el guía para acabar con aquella conversación absurda.
El tono de voz de la policía se endureció en este punto.
—Si tiene intención de tomar su vuelo, le aconsejo que se atenga a la verdad. La señorita Bloomberg vive en España desde hace solo doce años, y no nos consta que usted haya residido en Londres o en Bergen, aunque trabaje como guía de viaje freelance.
—En todo caso —repuso Andreas indignado—, no creo que nuestra vida personal sea cosa del Mosad.
—Le ruego que mida sus palabras, de lo contrario, tendremos que proseguir la conversación en otro lugar.
Por un momento, Andreas temió que los servicios secretos hubieran averiguado su cita con Rangel. Afortunadamente, esa información no parecía haberles llegado todavía. La siguiente pregunta reveló cuándo habían empezado a resultar sospechosos.
—¿Puedo preguntarle por qué abandonaron su hotel en Jerusalén la primera noche, habiendo pagado dos?
—Tuvimos una pequeña pelea —argumentó Solstice—, pero ya nos hemos reconciliado. El viejo Jerusalén nos ponía de los nervios.
Había llegado su turno ante la enorme máquina que se tragaba las maletas. La pelirroja les miró con expresión grave. Si continuaba el interrogatorio, tendrían que salir de la cola y perderían sin duda el avión.
Solstice trataba de ocultar los nervios peinándose la melena castaña con sus finos dedos.
Finalmente la mujer policía dijo:
—Les deseo un buen viaje.