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Jaffa era un mundo aparte del Tel Aviv dominado por los edificios de estilo Bauhaus y las avenidas ajardinadas. Uno de los puertos más viejos del mundo, según la Biblia había sido fundado inmediatamente después del diluvio universal. El rey Salomón lo había perdido el 1468 a. C. a manos de los egipcios, cuyos soldados se colaron en la ciudad ocultos en tinajas.
Era una historia digna de Las mil y una noches, como los muros y callejones sobre los que pendía la luna como un medallón. Vertía su claridad lechosa sobre una ciudad de cuento donde Solstice encajaba a la perfección.
Mientras se orientaba entre las calles empedradas donde los artistas colgaban sus cuadros, Andreas recordó lo que había leído sobre aquel lugar. Cuando los judíos iniciaron su regreso a Tierra Santa, los árabes que habitaban la pequeña ciudad desde hacía 3500 años se indignaron. Puesto que gran parte de los inmigrantes desembarcaban en el puerto de Jaffa, las tensiones eran constantes.
En 1921 estalló finalmente una revuelta árabe contra los sionistas, que se vieron obligados a huir hacia lo que acabaría siendo Tel Aviv. Un asentamiento donde hasta entonces solo habían vivido medio millar de judíos pasó a tener 45 000 habitantes, dando lugar a la ciudad más cosmopolita de Israel. En 1948 los sionistas volvieron a la carga y lograron arrebatar Jaffa a los árabes.
El actual puerto, con sus cafés y galerías de postal, hacía difícil imaginar aquellas batallas campales.
Andreas logró encontrar finalmente el restaurante francés que le habían recomendado en el hotel. Estaba instalado en una amplia terraza sobre el mar y era capitaneado por un teatral patrón árabe que se dirigía a los comensales en la lengua de Baudelaire.
Tras sentarlos en una mesa de mantel blanco y vajilla reluciente, los saludó con una breve reverencia antes de empezar a cantarles los platos con entusiasmo.
Pidieron pescado local y una ensalada de crudités. Como aperitivo, el maître había dejado sobre la mesa una tarrina de mantequilla a las hierbas y un cestito con rebanadas de una baguette recién horneada.
Sugiero a la dama que se quite las gafas de sol para apreciar el color tostado de nuestro pan —dijo tratando de caer simpático—. No encontrarán otro más crujiente en todo el país.
Como toda respuesta, Solstice levantó una mano para que se fuera. Con la otra se acercó la copa de vino blanco a los labios, que esbozaron una sonrisa malévola.
—Creo que es momento de que me cuentes cuál es el plan —propuso Andreas después de devorar una rebanada con mantequilla.
—El plan… —repitió ella—. ¿Qué plan?
—A no ser que me hayas contratado para que me pegue la vida padre en Tierra Santa, me gustaría saber cuál es la finalidad del viaje. ¿Has pensado ya qué itinerario quieres hacer?
Solstice frunció el ceño, como una niña caprichosa que hace ver que no comprende lo que le están diciendo. Sin embargo, al notar la irritación de su acompañante cambió de estrategia.
—Lo único seguro es que mañana debemos estar en Jerusalén.
—Bueno, eso ya es algo —repuso él aliviado—. ¿Cuántos días vamos a permanecer allí? Esta noche me encargaré de reservar el hotel.
—Perfecto, aunque es difícil decir cuánto tiempo nos quedaremos. No hemos venido a hacer turismo, Andreas.
El guía se puso en guardia. Si aquella dama pretendía meterle en líos en un país cargado de armas y resentimiento, se tendría que plantear muchas cosas.
—Mi hermano dirige un instituto en París que se dedica a cotejar la Biblia con otros documentos históricos. Respecto al Antiguo Testamento es difícil encontrar fuentes nuevas, porque hay pocas referencias escritas sobre aquel tiempo, pero los Evangelios están dando sorpresas últimamente.
—¿Qué quieres decir con eso? Si no recuerdo mal, se compone de los relatos de Mateo, Lucas, Marcos y Juan sobre la vida de Jesús.
—Bueno, esos son los que se incluyeron en el canon durante el Concilio de Nicea, el año 325. Hubo otros libros sobre la vida de Jesús que quedaron fuera, sea porque eran demasiado fragmentarios o porque las autoridades eclesiásticas no les daban credibilidad.
—O porque no interesaba la versión de los hechos que se explicaba —añadió el guía, que recordaba haber visto un documental sobre los testamentos apócrifos.
Mientras charlaban animadamente, Andreas observó la llegada de un hombre solo a la terraza. Era alto y delgado como una escultura de Modigliani, y vestía un traje beis que le sentaba francamente mal.
El patrón se deshizo en reverencias antes de pedir al nuevo cliente que se sentara en una mesa pequeña, pero este no pareció estar conforme y le señaló una mesa para cuatro al lado de la de Solstice y su acompañante. El árabe se encogió de hombros y le mostró el camino hacia la mesa deseada.
—En cualquier caso —explicó Solstice—, nuestro instituto trabaja con todos esos documentos para lograr una panorámica histórica de lo que sucedió en realidad. Por eso, cuando me llegaron noticias de un hallazgo reciente en unas excavaciones de Jerusalén, decidí que tenía que verlo. Mejor dicho, que tenías que verlo por mí.
Mientras escuchaba todo esto, Andreas vigilaba de reojo al recién llegado, que debía medir más de dos metros. Su calva atraía el claro de luna, aunque parecía un hombre relativamente joven. Se había sentado a tres metros escasos de ellos y deslizaba el dedo circularmente por la boca de un botellín de cerveza, como si necesitara convocar el espíritu del alcohol antes de echar un trago.
—Creo que será mejor que me lo cuentes mañana —susurró el guía—. Tenemos un moscón.
Confiaba en que el calvo descomunal no entendiera aquella palabra. Por su aspecto, podía ser de cualquier país centroeuropeo.
El maître puso en su mesa una cesta con pan de baguette y la mantequilla de la casa. Acto seguido le entregó con gran ceremonia la carta, que fue rechazada por el cliente.
—¿No va a probar ninguno de nuestros platos? —le preguntó el maître en un tono de estudiada decepción—. Tenemos unas almejas en salsa de cítricos que son el orgullo de Jaffa.
—Quizá otro día —se limitó a responder el hombre en un francés nativo.
A continuación, dejó de jugar con la botella y se la llevó a los labios.
El rostro de Solstice se volvió aún más blanco de lo que era. Como si desde su oscuridad hubiera reconocido la voz que acababa de hablar, le pidió a Andreas nerviosa:
—¿Me acompañas al hotel? Estoy cansada.