Creación de posibilidades objetivas
El radicalismo hizo de su gobierno un canto de fe y esperanza en el hombre. El Régimen, en cambio, no había creído en él: lo tenía por incapaz de autodeterminarse y por eso había usurpado durante treinta años sus derechos, proclamándose albacea en vida de sus bienes morales y materiales.
Tenía el radicalismo plena confianza en las posibilidades del hombre como «artífice de su destino» —lo había dicho Alem— y como «ser sagrado» —lo habría de decir Yrigoyen—. Por eso, en función de gobierno trató de desbrozarle todo lo que fuera una traba a su auténtico desarrollo. Eso es lo que hemos brevemente reseñado en las páginas anteriores. Pero no bastaba para que el hombre argentino pudiera realizarse. Había también que crear condiciones objetivas: ámbitos de creación que protegieran su desarrollo, que tornaran permanente esa liberación integral, otorgándole una lúcida conciencia de su nueva dignidad, y defensas espirituales para custodiarla, para hacer factible de este modo una proyección argentina en el mundo.
Esto es lo que expondremos a continuación:
a) En lo internacional
Este programa fue en parte realizado merced a la política seguida por Yrigoyen en lo referente a las relaciones argentinas con el mundo. Puede esta materia apreciarse desde tres aspectos: la conducta frente a la guerra, la conducta frente a la paz y la conducta frente a América. Aspectos éstos ligados por una idéntica línea moral de respeto por todos los pueblos —«los pueblos deben ser sagrados para los pueblos»—, de ansia por una armoniosa convivencia internacional —«proclamando la paz universal sobre la igualdad y la solidaridad humana»— y de derecho a sentirse amigo de todas las naciones («la Nación Argentina no está con nadie contra nadie, sino con todos y para bien de todos»).
Para mantener al país al margen de la guerra, sin mengua de su decoro, Yrigoyen debió llevar una política firme, prudente y ecuánime. Cuando Alemania anunció la guerra submarina sin restricciones, el gobierno argentino tomó conocimiento de la medida con una respuesta lacónica y digna, donde lamentaba la decisión imperial y reafirmaba su respeto por las normas del derecho internacional. (Ante la nota que anunciaba la primera campana submarina germana, el gobierno de De la Plaza había guardado silencio). Poco después, en abril de 1917, es hundido el buque argentino Monte Protegido: el gobierno realiza una exhaustiva investigación y plantea el pertinente reclamo ante la cancillería alemana. Ésta da, pocos días después, amplias satisfacciones y promete reparar el daño. Dos meses más tarde, otro buque nacional, el Toro, es echado a pique. Nueva protesta argentina, en la que ya no se plantea sólo la reclamación por el hecho, sino que se exige «la seguridad del gobierno alemán de respetar en lo sucesivo los barcos argentinos en su libre navegación de los mares». Tan tensa se torna la situación que el ministro de Relaciones Exteriores argentino recomienda al ministro en Berlín se prepare para cualquier eventualidad. Después de algunas demoras (tal vez provocadas por las informaciones que subrepticiamente cablegrafiaba desde Buenos Aires el embajador alemán dando como probable un cambio en el gabinete argentino y aconsejando el rechazo de las pretensiones) el gobierno imperial responde ratificando el respeto que le merece el pabellón argentino y justificando el ataque con disposiciones de la Convención de Londres de 1909 sobre contrabando. Contesta el gobierno argentino negando que pueda estar sujeto a convenciones que le son extrañas, rechazando los conceptos sobre contrabando e insistiendo en su exigencia de que Alemania dé amplias seguridades, tal como se había requerido anteriormente. Veinte días más tarde el gobierno alemán promete indemnizar ampliamente, declara que la libertad de los mares es uno de sus objetivos guerreros y «reconoce […] las normas del derecho internacional y se esforzará por cumplirlas».
El triunfo había sido completo.
Dos años antes, cuando la flota británica capturó un buque argentino, el gobierno de De la Plaza se limitó a solicitar la aclaración del «error de interpretación» cometido: aceptando el gobierno británico restituir el buque siempre que el gobierno argentino se abstuviera de plantear una cuestión general. Así se hizo y —como dijera Oyhanarte— «nuestro gobierno de entonces pasó por estas horcas caudinas y abandonó todo reclamo por daños morales y materiales, declinando un derecho soberano a que los buques de su bandera pudieran surcar todos los mares sin que nación alguna pudiera apresarlos». Lo curioso es que todas las voces que después se alzaron para enrostrar al gobierno de Yrigoyen su supuesta debilidad no dijeron nada ante la blanducha conducta del gobierno del Régimen.
Días después de haberse solucionado el conflicto del Toro, el secretario de Estado norteamericano hace conocer el texto de unos telegramas cifrados que el embajador alemán en Buenos Aires enviara a Berlín cuando se estaban tramitando los incidentes relatados. Los telegramas revelaban una duplicidad, una crueldad y una falta de consideración por el país tales que provocaron justificadas reacciones populares. Cuarenta y ocho horas después el gobierno argentino entrega los pasaportes al insolente y comunica el hecho a la Cancillería imperial, que de inmediato desaprueba la conducta de su enviado y expresa su pesar por lo sucedido. No está de más recordar que durante la presidencia de De la Plaza un vicecónsul de la Argentina había sido fusilado en Bélgica y los atributos nacionales destruidos por las fuerzas alemanas de ocupación, y que en semejante coyuntura el gobierno no tomó absolutamente ninguna medida, salvo una investigación que murió de inanición.
Reseñando estas actitudes resulta increíble pensar que se pudiera haber reprochado en algún momento debilidad o falta de orientación al gobierno de Yrigoyen. Toda su actuación durante el conflicto se dirige a defender las normas de convivencia internacional, sin permitir que se vulnere la soberanía del país. Sin embargo un chillón conjunto de intereses y sensiblerías se conjuraron para presionar al gran repúblico y arrancarle una medida que hubiera sido en todo sentido desgraciada. Los grandes diarios no cesaron de magnificar los hechos y tergiversar las medidas gubernativas, creando un ambiente psicológico favorable a la ruptura de relaciones con Alemania y aun la guerra, y provocando algaradas antigermanas contrarias a los sentimientos generosos de nuestro pueblo; los políticos del Régimen, desde el Congreso, exigieron al Poder Ejecutivo una conducta que no les había preocupado anteriormente, cuando ellos detentaban el poder y los incidentes habían sido más graves; los diputados socialistas, contraviniendo la resolución de un congreso partidario convocado especialmente, votaron por la ruptura de relaciones, repitiendo la claudicación ideológica de sus correligionarios europeos; ciertas agencias noticiosas y ciertos diarios chantajearon espiritualmente al país anunciando que se le haría un boicot financiero; el embajador británico expresó en una oportunidad que en materia comercial su país daría preferencia a las naciones que mejor demostraran su amistad hacia Gran Bretaña; una escuadra yanqui anunció que «entraría incondicionalmente» en Buenos Aires… Todo eso pasó, pero Yrigoyen no cedió. Permitió las manifestaciones rupturistas y protegió su derecho a decir lo que les viniere en gana a los oradores; tomó nota de las resoluciones tomadas por el Congreso; sin hacerles caso, como constitucionalmente le era facultativo; llamó al embajador británico y le hizo rectificar sus declaraciones poco diplomáticas; dio al embajador norteamericano una lección de gramática, aclarándole el significado insultante de ciertas palabras y obligando a la flota a solicitar permiso para hacer una «visita de cortesía»… Pero no cedió.
Si toda esta formidable presión hubiera sido realizada por elementos adversos a la orientación cívica gobernante, todo hubiera resultado muy claro: el Régimen, con sus epígonos y pequeños clientes, quería que el país continuara en la línea de servidumbre a los grandes intereses mundiales en que había estado hasta entonces. Pero lo doloroso es que también hombres que estaban en la misma corriente que Yrigoyen no entendieron su conducta y se dejaron vencer por el miedo o por sus simpatías. Así en el Senado votaron por la ruptura de relaciones, además del representante socialista y los conservadores, los radicales Leopoldo Melo y Martín Torino. En Diputados, Ricardo Caballero —que tan cerca estuvo del pensamiento yrigoyeneano en los matices sociales de su gestión—, Tomás Le Breton, Emilio Mihura, Pedro Solanet, y Valentín Vergara votan por la ruptura de relaciones. El diputado Rogelio Araya vota contra la ruptura por entender que lo procedente es la declaración de guerra, ¡y era por entonces presidente del Comité Nacional de la Unión Cívica Radical!
Más todavía. Los mismos funcionarios encargados de la política exterior no disimulaban su ansia belicista. El embajador en Washington, doctor Rómulo Naón —que años más tarde defendería como abogado a la Standard Oil en el juicio que le siguiera el gobierno de Salta— ejercía una permanente presión en tal sentido, obstaculizando la orientación impresa por el Poder Ejecutivo y comprometiendo con reiteradas actitudes la posición argentina de estricta neutralidad. Y el embajador en París, doctor Marcelo T. de Alvear, también instó telegráficamente a Yrigoyen (octubre de 1917) a no adoptar actitudes que podrían significar la exclusión de la Argentina en los futuros congresos de paz. Y todavía, para confundir más las cosas, el aplauso que suscitaba la política de Yrigoyen entre muchas personalidades de notoria filiación germanófila lo hacía aparecer como sosteniendo una actitud favorable a una de las partes en conflicto…
Este aspecto de la rectoría yrigoyeneana es tal vez el más difundido en sus detalles, pero rara vez ha sido valorado en su significado profundo y trascendente. Paradójicamente, fue uno de sus detractores el que acertó a sintetizar el sentido de la política internacional de Yrigoyen. Fue Carlos Sánchez Viamonte en su libelo titulado El último caudillo quien expresó: «Yrigoyen salvó, junto con la neutralidad, el nuevo sentido americano de la vida».
Pudo eso ocurrir porque su política frente a la guerra imperialista significó el desprecio por una pelea ficticia, innecesaria, absurda, reventón de un sistema en crisis que no halló en sí mismo las fuerzas morales eficientes para su humanización y perfeccionamiento progresivos. La conducta de Yrigoyen frente a la guerra fue la afirmación argentina de su independencia espiritual, de su anhelo de servir prácticamente a la realización de un mundo mejor, sin compromisos para nadie, pero tampoco sin temor a nadie. De nada valió que la presión para que abandonara esa línea se hiciera por momentos asfixiante. Formidablemente tozudo, Yrigoyen fue auténtico hasta el final. Por encima de la grita de los plumíferos, por encima de los editoriales agraviantes, por encima de las puebladas irresponsables, sintió Yrigoyen el mensaje oscuro y recio de la tierra. La tierra no quería casarse con el sistema que la había esquilmado. La tierra quería vivir en paz para salvar del naufragio algunos valores y transferirlos después al mundo por nacer. Por eso Yrigoyen persistió. Hoy nadie niega su visión. Pero en su tiempo debió echar mano a toda su entereza para mantenerse enhiesto en una postura que aun los que la defendieron no alcanzaron a sospechar hasta qué punto tenía importancia como intento de reenquiciamiento del país.
La neutralidad yrigoyeneana fue una afirmación de autonomía nacional y una manifestación de fe en la justicia y el derecho. Suscribimos las palabras de Jorge Rodolfo Barilari: «Muy pocas naciones quedaron al margen del conflicto, algunas porque a los mismos combatientes interesaba la existencia de zonas neutras, otras porque valoraban sus conveniencias en términos utilitarios… Una Nación mantuvo su prescindencia por principios ideales: la República Argentina, y sólo un estadista genial creyó en esos principios con fe religiosa: el Presidente Yrigoyen»[18].
Si rectora fue su política frente a la guerra absurda, no lo fue menos frente a la paz injusta. Una victoria guerrera atribuye siempre al afortunado el poder de dictar las condiciones de paz a su antojo. Pero esta guerra era proclamada por los aliados como la última que padecería la humanidad: Wilson declaraba reiteradamente que la paz se haría con miras al bienestar de los pueblos y concretaba tales anhelos en sus famosos Catorce Puntos. Existía el compromiso de hacer de «ésta» paz, algo distinto…
Por eso fue más doloroso el estupor de los hombres sencillos de todo el mundo al evidenciarse que la ansiada paz sería tan sólo una repartija pampa de zonas de influencia, presidida por un organismo internacional donde no tenían cabida la universalidad ni la igualdad de las naciones. En ese momento Yrigoyen, soldado de la esperanza humana, planteó ante el solemne ámbito de Ginebra sus grandes reclamos por una congregación ecuménica construida sobre bases de amor y fraternidad. Su palabra no fue escuchada, pero el fracaso de la paz de Versalles, una de cuyas consecuencias fue la Liga de Naciones denunciada por él, fue el más contundente reconocimiento de su sabiduría y visión.
Apenas firmado el armisticio (acontecimiento que el gobierno argentino subrayó con un conceptuoso decreto declarando tal fecha feriado nacional), el Presidente Yrigoyen dio instrucciones al embajador en París, doctor Alvear, para que obtuviera el lugar que correspondía en los «congresos que se celebren para tratar las bases en que ha de reposar la estabilidad futura de las naciones».
Debía reunirse la Asamblea de la Sociedad de las Naciones en Ginebra, en noviembre de 1920. Sabía perfectamente Yrigoyen qué reclamos llevaría al concilio de naciones, en procura de un mundo más justo. Ante una consulta que le hiciera por entonces el gobierno colombiano sobre posibilidades de una acción conjunta de los países sudamericanos respondió el gobierno argentino que su delegación plantearía en la Asamblea cuestiones previas que decidirían su permanencia o retiro. Tal respuesta dio la sensación de que la Argentina no iría a aceptar calladamente las imposiciones de las grandes potencias, sino que llevaría una firme posición. De ello seguíase que los delegados que fueran a Ginebra debían reunir excepcionales condiciones de capacidad y entereza. Se decidió, pues, que los delegados fueran el ministro de Relaciones Exteriores doctor Honorio Pueyrredón y los embajadores en París y Berlín, doctores M. T. de Alvear y Luis B. Molina, respectivamente, integración que era de por sí sugestiva, pero este último solicitó ser relevado por razones particulares y resolvióse entonces sustituirlo por el doctor Fernando Pérez, ministro en Viena.
Al llegar a París y reunirse con sus compañeros de delegación, Pueyrredón les hizo saber cuáles eran las directivas que llevaba, concretadas en un acta que levantó con posterioridad a su partida de Buenos Aires. Los doctores Alvear y Pérez abundaron en críticas a tales instrucciones, afirmando que la Argentina debía abstenerse de formular cuestiones previas a la Asamblea, ya que estaba abocada a una situación de hecho que debía respetar. Pueyrredón mostróse débil ante tales observaciones, manifestando que «serían tomadas en consideración en cuanto no afectasen al fondo de las instrucciones que se proponía seguir estrictamente». La actitud de Alvear y Pérez debió ser rechazada de plano, por cuanto no cabían transigencias ante planteos tan distintos.
Es que las instrucciones eran terminantes. Sostenían que no procedía el distingo entre «neutrales» y «beligerantes»; que todas las naciones del mundo sin exclusiones debían ser invitadas a incorporarse a la Liga; que los miembros del Consejo debían ser elegidos por la Asamblea conforme al principio de la igualdad de los Estados; que el Consejo y la Asamblea podían reunirse «per se»; sostenía el derecho de cada país a mantener sus efectivos militares; propugnaba el arbitraje general y obligatorio y repudiaba la guerra de conquista, considerando ilegítimo el avasallamiento violento de territorios ajenos. Todo un programa de paz y respeto que debía malsonar en los oídos de los muñidores de mutilaciones territoriales, pactos secretos y ligas de naciones sujetas a diferente trato…
Dos días después de la solemne apertura de la Asamblea, Pueyrredón pronuncia (17 de noviembre de 1920) su célebre discurso, donde expone la historia de la política internacional argentina, la fundamentación de la neutralidad durante la pasada guerra y las aspiraciones del país en lo referente a la estructuración de la Sociedad de las Naciones. Pero estas aspiraciones no fueron planteadas en forma de cuestiones, materia de un previo y especial pronunciamiento de la Asamblea y decisivas, por lo tanto, para la permanencia o retiro de la delegación; simplemente fueron expuestas como un anhelo más o menos lírico. Impresionados por el brillante ambiente ginebrino, la delegación argentina no se animaba a exponer el pensamiento yrigoyeneano en toda su cabalidad y se dejaba arrastrar poco a poco hacia un renuncio total.
Así, los tres miembros de la delegación se prestaron a integrar comisiones internas: ello motivó un telegrama de Yrigoyen insistiendo que se exigiera el pronunciamiento previo de la Asamblea y no se participara en pronunciamiento alguno hasta obtenerlo. Fue en este mensaje donde Yrigoyen, maliciando la presión espiritual que soportaban sus enviados, los exhorta a no olvidar los principios que fundamentan su trayectoria cívica: «Hay que ser radical en todo y hasta el fin, levantando el espíritu por sobre el medio y el ambiente, cualquiera que él sea, teniendo muy presente siempre que la Argentina […] no debe identificarse sino con proposiciones perdurables propias de la esencialidad determinante del Congreso»[19].
Pueyrredón contestó explicando que era de rigor el pase a comisión de las mociones, lo que motivó un nuevo mensaje que aclaraba que la delegación argentina no debía comprometerse en ideas, proyectos o votaciones hasta no tratarse el asunto fundamental; es decir, mantener una abstención expectante.
Llegaba el momento de concretar las cuestiones que debían presentarse ante las respectivas comisiones para su tratamiento. Entonces se produce una larga discusión en el seno de la delegación: Alvear y Pérez se oponen terminantemente a que se propugne la admisión de todos los países en la Liga por considerar que la Argentina aparecería como «abogado de un vencido», opinando que el discurso que había pronunciado Pueyrredón bastaba para salvar los principios sustentados. Pueyrredón sostuvo con firmeza la necesidad y la conveniencia de cumplir las instrucciones gubernativas y —dejando a salvo las opiniones contrarias de sus colegas— se resolvió presentar siete proposiciones ante otras tantas comisiones.
Mas el 25 de noviembre la delegación hace un nuevo esfuerzo para eludir el planteamiento de las cuestiones. Pueyrredón comunica a Buenos Aires que probablemente la Asamblea admitiría en su seno a algunos países que en la guerra resultaron vencidos, con lo que de hecho se habría realizado la aspiración argentina de admisión universal, aunque la tesis general no se aprobara; al mismo tiempo resta importancia al efecto que eventualmente podría causar el retiro de la delegación. La disidencia interna de la delegación y el «medio ambiente» pesaban sobre el ánimo del ministro de Relaciones Exteriores. Mucho debió afectar a Yrigoyen este mensaje, que amenazaba desvirtuar las grandes orientaciones impartidas. Tres días después contesta reiterando las instrucciones, explica el sentido de cada una de las proposiciones y expresa su extrañeza ante la conducta de la delegación, cuyos miembros «forman parte de comisiones, adelantan proyectos, emiten opiniones que la llevan a una posición inferior a la que la intensa expectativa provocada por sus declaraciones originales hacía esperar». Deja entrever la posibilidad de que, si continuaba en ese tren, la delegación sería desautorizada, y ordena que si las proposiciones argentinas son rechazadas o postergadas, ella «se retiraría acto continuo de la Asamblea, dando por terminada su misión».
Ante tales palabras no cabía más que atenerse estrictamente a lo indicado. El 2 de diciembre la Asamblea vota el pase a comisión de las enmiendas propuestas por varios países al pacto de la Liga, entre ellas la Argentina. Pueyrredón se opone a tal medida, que, sin embargo, es aprobada.
Ésta fue la gran oportunidad que Pueyrredón marró. Tal vez cohibido por el esplendor de la Asamblea donde se encontraban los más famosos estadistas del mundo, tal vez trabajado por las disidencias de la delegación, Pueyrredón se llamó a silencio. Su discurso anunciando el retiro de la Argentina hubiera podido ser sensacional y acaso hubiera logrado rectificar fundamentalmente los rumbos de la Sociedad de las Naciones, pero no lo pronunció. Ni siquiera se presentó la nota de retiro inmediatamente como ordenara Yrigoyen. Por lo contrario, el canciller argentino permitió que Alvear y Pérez realizaran la última tentativa para arrancar del Presidente una actitud contraria a la reiteradamente indicada. En efecto, el mismo día de la votación contraria a la propuesta argentina Alvear telegrafía a Buenos Aires repitiendo sus conocidos puntos de vista y aclarando que si hubiera creído que las instrucciones dadas a Pueyrredón eran terminantes, hubiera disentido totalmente desde el primer momento. No hubo respuesta a este mensaje. Al día siguiente, Alvear y Pérez envían un telegrama conjunto, ratificando su posición contraria al retiro y salvando su responsabilidad en caso de que se insista en efectuarlo. Tampoco hubo respuesta: no podía haberla, desde que tales mensajes eran un verdadero alzamiento contra las estrictas instrucciones recibidas y contra la jerarquía de jefe de la delegación que ostentaba Pueyrredón.
En vista de que no llegaba contestación a las impertinentes instancias de Alvear y Pérez, Pueyrredón les hizo conocer la nota que había de presentar a la presidencia de la Asamblea. Nuevamente hizo notar Alvear su disconformidad. El 6 de diciembre se leyó la nota a la Asamblea. Al día siguiente, previo un telegrama de saludo a Yrigoyen en el que Pueyrredón se atribuía el carácter de «intérprete de V. E. en la defensa de un alto ideal de justicia», la delegación argentina se retiraba de Ginebra.
*
Pocos días después Yrigoyen envía un telegrama —que personalmente dictó palabra por palabra al subsecretario de Relaciones Exteriores Molinari— aprobando la conducta de la delegación y expresando que «… la Nación Argentina […] no está con nadie contra nadie, sino con todas para bien de todas [las naciones]. Ha asistido al Congreso sin prejuicios ni inclinaciones algunas, llevando en su definición de conceptos la unción santa de una nueva vida universal que siente y profesa profundamente. Se ha encontrado sola […] pero sintiéndose poderosa para llevar al seno de la humanidad el aporte de su concurso, no debía omitir sus esfuerzos y los deja cumplidos, íntimamente convencida de que al fin la suprema justicia se impondrá en el mundo».
El lector habrá apreciado que la conducta de Yrigoyen en el plano internacional se dirigió a sostener en toda circunstancia la primacía de los valores jurídicos y morales sobre las contingencias de la guerra o de la paz. Obedecía con ello a profundas convicciones éticas y daba voz con su actitud a la oscura aspiración americana de romper las creaciones de un mundo en crisis para sustituirlas por un orden «más ideal, de más sólida confraternidad y más en armonía con los mandatos de la Divina Providencia».
Su gestión internacional, pues, no puede desvincularse de su concepción americanista: concepción plena de optimismo sobre la misión de estos pueblos —«estoy profundamente poseído de que tenemos un magno destino»— y dirigida a la justa estimación de sus valores constitutivos —«… una nueva edad histórica […] habrá de surgir como un nuevo evangelio enseñado en la verdad viviente del ejemplo en el seno de las naciones que pueblan los continentes de América»—. No tuvo su conducta frente a los pueblos americanos momentos de extrema tensión, como sucedió durante su política neutralista frente a la guerra; ni tampoco culminó en actitudes expuestas ante un gran escenario, como ocurrió con su política frente a la paz, pero a través de sus dos gobiernos deslizóse firmemente una idéntica línea de fraternidad y cooperación con los pueblos hermanos, y de altivo repudio a las pretensiones de avasallar sus libres soberanías.
En sus relaciones con los países de nuestra América el Régimen había procedido torpemente, oscilando entre los roces con Chile por cuestiones de límites o con Brasil por pujos armamentistas, la presión sobre la política interna del Paraguay o la formación de la liga del ABC que, aun sin proponerse ejercer una hegemonía continental, daba esa sensación a los pueblos excluidos de ella. (La doctrina de Luis María Drago sobre compulsión en el cobro de deudas internacionales fue una plausible excepción a esta política). La presidencia de Yrigoyen, en cambio, desenvolvió una diplomacia llana y abierta con las demás naciones de América, presta a toda cooperación, a tal punto que bien pudo anunciar al Senado en 1920 que «desterradas las suspicacias internacionales que engendraron un malestar permanente, reina una situación de bienestar y de confianza recíproca que nos permite a todos laborar tranquilos nuestros desenvolvimientos. Ése es el resultado de la alta y bien cumplida política internacional de este gobierno».
Fueron múltiples los gestos que revelaron a los pueblos hermanos la voluntad fraternal que alentaba el gobierno de Yrigoyen: desde la promesa de defender el territorio uruguayo si fuera atacado por los colonos alemanes de las zonas australes del Brasil, hasta la negativa a proveer de armas al gobierno paraguayo para reprimir una revolución, evitando así que saliera del país «la menor vibración […] para contribuir a los desgarramientos de los países hermanos»; sin olvidar el significativo saludo que ordenó rindiera un acorazado argentino al pabellón de la República Dominicana, ocupada en ese entonces por fuerzas navales norteamericanas, o el proyecto de condonar la deuda de guerra que aún nos debía el Paraguay.
Pero la iniciativa que reveló más nítidamente su fe en América como posibilidad de creación autónoma de un sistema de vida fue la de reunir un congreso de naciones latinoamericanas no beligerantes, para coordinar su política con respecto a la guerra y evitar que «cuando en el próximo Congreso de la Paz se modulen por medio siglo los destinos del mundo, se disponga de nosotros como de los mercados africanos».
La invitación se cursó en mayo de 1917 a todos los países de América con exclusión de Estados Unidos y encontró en principio acogida favorable en todas las naciones, salvo Panamá, Venezuela, Uruguay y Santo Domingo —cuya soberanía era ilusoria dada la ocupación que padecía—. En octubre se envió la invitación formal, pero para entonces muchos países habían adoptado una posición concordante con Estados Unidos, que ya se había embarcado en la guerra, por lo que la invitación se formuló sólo a los nueve países que no participaban en el conflicto, haciendo saber a los demás que se vería con agrado su participación. Solamente dos países, México y Cuba, aceptaron esta vez: la diplomacia de Washington se había apresurado a evitar que las naciones latinoamericanas formaran un bloque homogéneo. Abortó así una iniciativa que podía haber creado una avizora conciencia latinoamericana. En diciembre de 1917 llegó a Buenos Aires la delegación azteca, adhesión simbólica del pueblo que a través de esfuerzos sin cuento realizaba a esas fechas en el otro extremo del hemisferio una formidable revolución: cierta prensa antirradical tuvo la bajeza de burlarse del conmovedor gesto mexicano.
Pasó el tiempo. En 1928 asume Yrigoyen nuevamente la presidencia. El imperialismo yanqui habíase acentuado a través de los gobiernos de Harding y Coolidge. Tropas americanas ocupaban países, sus businessmen intervenían las finanzas de varios estados, las posesiones de sus empresas frutícolas o petroleras eran feudos intocables, sombrías dictaduras servían sus intereses. Pero una conciencia de autonomía estaba naciendo en América, al calor de la generación surgida en los movimientos de reforma universitaria. En Norteamérica misma, donde al fin se abrían paso las apasionadas críticas que hacían a su intervencionismo estos núcleos y en algunos lúcidos espíritus como el de Waldo Frank, también se sintió la necesidad de modificar la política llevada en Latinoamérica.
Fue así como a fines de 1929 el presidente electo Herbert Clark Hoover decidió realizar una tournée de buena voluntad a través del continente americano, para disipar los prejuicios y las desconfianzas que suponía se abrigaban contra su país. Con buen éxito visitó Honduras, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica, Ecuador, Perú y Chile, recibiendo agasajos oficiales y retribuyéndolos con vagas palabras de amistad y buena voluntad.
Cuando llegó a nuestro país… Mas dejemos que hable un historiador norteamericano que ha relatado muy por menudo todo el desarrollo de la gira en un libro dedicado a estudiar la política de Hoover en Latinoamérica[20]. Dice así:
«Fue necesario en Buenos Aires que Hoover acentuara más fuertemente la idea de que Estados Unidos intentaba adoptar el ideal de la “buena vecindad” y seguir una línea de buena voluntad hacia Latinoamérica. Argentina era el centro de la resistencia al “imperialismo yanqui”, y se consideraba a sí misma la campeona de la civilización latinoamericana. Aun antes de la partida de Hoover habían existido dificultades con el orgulloso espíritu del imperio del ganado y las mieses. Cuando fue proyectada la gira de buena voluntad, el doctor Hipólito Yrigoyen, presidente de la República Argentina, alargó tanto tiempo la cortesía de invitar al futuro presidente de los Estados Unidos, que el doctor Manuel E. Malbrán, embajador argentino en Washington, realizó una visita urgente a su patria para protestar por la demora de Yrigoyen. Después que el presidente Coolidge hizo saber que Hoover gozaría de honores presidenciales, Yrigoyen le mandó una tardía invitación.
»En su arribo a Buenos Aires, la misión de buena voluntad encontró evidencias de demostraciones antinorteamericanas indudablemente provocadas por resentimientos contra la política norteamericana en Nicaragua. Hoover pronto clarificó la atmósfera mediante el juicioso uso de una frase que gustó al “ego” argentino. Se refirió a la Argentina como “la canasta de pan del mundo”. El slogan “la canasta de pan del mundo” fue prontamente adoptado por la prensa argentina y rápidamente fue conocido a través del país, junto con su autor. El Diario de Buenos Aires encabezó con la frase todas sus ediciones y comentó que “nos alegra que tal expresión venga de Mister Hoover, que es un juez altamente calificado”.
»También fue en Buenos Aires donde el estadista cuáquero hizo lo que tal vez fue el más significativo pronunciamiento sobre su futura política. En una interview exclusiva concedida al diario porteño La Nación, Hoover denunció el concepto de “hermano mayor en las relaciones entre Estados Unidos y los otros países del hemisferio oriental”, y renunció asimismo a los principios de la intervención estadounidense. Repudió también los corolarios de Theodore Roosevelt a la Doctrina de Monroe, declarando: “Ha persistido mucho tiempo la idea de que entre las naciones, igual que en las familias, hay hermanos mayores y menores. De esto se sigue que la función de tutor, al menos en las cuestiones espirituales y muchas veces en aspectos políticos, es ejercitada por el hermano mayor sobre los supuestos menores. Yo desapruebo absolutamente tales doctrinas sentimentales o políticas. No hay naciones soberanas menores, no hay hermanos mayores ni menores en el continente americano. Desde el punto de vista político y espiritual, todas son de la misma edad. Yo veo en cada nación del continente una nación amiga y cada una de la misma edad; Estados amigos e iguales de un gran continente en el cual el progreso de las grandes naciones sigue una misma línea; como un grupo de amigos tan amigos o más, como hermanos de idénticos ideales, que marchan hacia nuevas direcciones, con nuevos propósitos, todos juntos y en igual jerarquía”.
»El temor de algunos a supuestas ideas intervencionistas de Estados Unidos, es infundado. Los hechos están demostrando gradualmente en forma cada vez más clara y total, que en mi país no prevalece la política de intervención, a pesar de algunas apariencias en ese sentido».
»La Interview levantó algunas críticas en Estados Unidos sobre las bases de la autoridad de Hoover para comentar la política gubernativa cuando era todavía un simple ciudadano. Pero en la Argentina, el reportaje de Hoover repudiando la intervención, fue favorablemente recibido.
»La Época, otro diario argentino, publicó una interview concedida por el presidente Yrigoyen, donde éste decía que Hoover le había prometido que “los Estados Unidos, bajo la próxima administración se abstendría de intervenir en los asuntos internos de Latinoamérica”. Algunos latinos escépticos expresaron la esperanza de que la administración de Hoover podría “probar la declaración más que el viento soplando sobre las pampas». A pesar de todo, la breve estada de Hoover en la Argentina fue sorprendentemente exitosa. Su visita y las conversaciones privadas sostenidas con la gente del gobierno argentino ayudaron considerablemente a disipar el temor y la desconfianza que existía hacia los Estados Unidos antes de su llegada. Fue índice de la influencia dejada por la visita de Hoover el cambio de actitud de parte de alguna prensa argentina. Después de su breve estada, algunos importantes diarios argentinos urgieron estrechar relaciones con el Tío Sam”.
Las declaraciones de Yrigoyen a La Época anunciando el compromiso de Hoover sobre no intervención en el futuro fueron lo más concreto de la gira. Hasta entonces, todo había sido una palabrería de lugares comunes que a nada comprometían: el mandatario argentino, en cambio, había logrado arrancar al futuro gobernante yanqui la promesa de liquidar definitivamente la nefasta política intervencionista que Wilson había iniciado en la creencia de remediar la inestabilidad política de algunas naciones latinoamericanas, y que en manos de las administraciones siguientes habíase convertido en arma de injusticia y explotación.
Bueno es hacer notar que las declaraciones de Hoover fueron acogidas con escepticismo.
Pero también es conveniente reconocer que Hoover cumplió su palabra en cuanto al abandono de la política intervencionista, puesto que durante su administración fuéronse desmontando gradualmente los rodajes imperialistas (por lo menos en sus aspectos más visibles), que avasallaban a las naciones hermanas del Caribe.
No fue ésta la única oportunidad en que se puso de manifiesto la enérgica concepción americanista de Yrigoyen frente a Hoover, y su poderosa personalidad moral. Tres meses después de estos episodios ocurrió lo que sigue.
Se inauguraban las líneas telefónicas entre Argentina y Estados Unidos. Dos o tres postergaciones del llamado que debía realizar Washington creó cierta expectativa en el público. Al fin se produce el circuito. Según el programa, Hoover e Yrigoyen pronunciarían las primeras palabras. Habla Hoover: «Utilizo —dice— uno de los más grandes triunfos de la ciencia y el comercio por medio del cual ha llegado a ser una realidad la comunicación radiotelefónica a través de las grandes distancias…». Recuerda su visita al país y expresa su anhelo de que el mayor conocimiento recíproco deshaga las intangibles barreras que suelen separar a los pueblos que están físicamente muy alejados.
Se supone que estas inauguraciones oficiales son magníficas oportunidades para no decir nada. Pero Yrigoyen quiere establecer claramente frente a la nueva maravilla mecánica y frente al representante de la civilización esencialmente pragmática y utilitaria, su afirmación en los bienes del espíritu por sobre todas las cosas. Empieza recordando la visita de Hoover en la que ambos —subraya significativamente— coincidieron sobre la forma en que deben solucionarse los conflictos internacionales; conviene en que el nuevo medio de comunicación ha de ser un factor más en la «expansibilidad comunicativa» de las dos naciones. Y solemnemente agrega:
«Pero tengo que decirle, cada vez más acentuado mi convencimiento, que la uniformidad del pensar y sentir humanos no ha de afirmarse tanto en los adelantos de las ciencias exactas y positivas, sino en los conceptos que como inspiraciones celestiales deben constituir la realidad de la vida: puesto que cuando creímos que la humanidad estaba completamente asegurada bajo sus propias garantías morales, fuimos sorprendidos por una hecatombe tal, que nada ni nadie podría referirla en toda su magnitud». Expresa su anhelo de que después de catástrofe tal renazca «una vida más espiritual y sensitiva». Y termina con estas palabras inmortales: «… refirmando mis evangélicos credos de que los hombres deben ser sagrados para los hombres y los pueblos para los pueblos, y en común concierto reconstruir la labor de los siglos sobre la base de una cultura y una civilización más ideal, de más sólida confraternidad y más en armonía con los mandatos de la Divina Providencia…».
El efecto de las palabras de Yrigoyen fue enorme. Hoover mismo, terminada la conferencia, volvió a llamar a Buenos Aires para significar la emoción que a él y a sus compañeros había producido la oración del presidente argentino. La Calle, diario radical, comentaba al día siguiente: «El doctor Yrigoyen ha rendido su aplauso al esfuerzo que une en la red telefónica la existencia de dos grandes pueblos: pero al mismo tiempo les ha recordado a los que quieren reducir el universo a un teorema mecánico, que el esfuerzo sin pensamiento es una energía sin destino ni trascendencia […] que la grandeza de los pueblos sólo es efectiva cuando une a sus riquezas materiales su grandeza moral, sus sentimientos humanitarios, sus aspiraciones de hermandad y respeto». Conceptos semejantes vertía La Época en su editorial, titulado «Un mensaje para la humanidad».
La Nación, por su parte, expresó que Yrigoyen había estado «fuera de tono»… La Prensa comentó la oración de Yrigoyen en forma irónica y despectiva: «… Es difícil averiguar cuáles son los credos del primer magistrado, desde que no los expresó jamás…».
En momentos en que la pujanza de Estados Unidos amenazaba la soberanía y el destino propio de las naciones latinoamericanas, la política de Yrigoyen alentó la formación de una conciencia emancipadora en el hemisferio. Fue por entonces la Argentina la campeona de Nuestra América. Por eso los uruguayos Baltasar Brum, Silvestre Pérez, Eduardo V. Haedo y Luis Alberto de Herrera; los chilenos Gonzalo Bulnes y Arturo Alessandri; el brasileño Mello Franco; los peruanos Víctor Raúl Haya de la Torre y F. Cossío del Pomar; el mexicano José Vasconcelos; el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo; el nicaragüense Augusto César Sandino y tantos otros elogiaron la personalidad y la obra de Hipólito Yrigoyen. Todos ellos —e Yrigoyen mismo— eran la voz soterrada e insobornable de nuestra América, que pugnaban por vocear la esperanza cierta de un continente unido y libre.
b) En lo político
Al referirnos a la creación de un ámbito político conducente a la realización cabal del hombre y la Nación argentinos debemos aludir exclusivamente al tema de la libertad, por cuanto fue éste el valor que encumbró Yrigoyen por sobre todas las cosas y que dio acento característico a toda su época. Por ello, su gran designio en este aspecto fue infundir la persuasión de que la opinión pública como expresión de la ciudadanía es la única fuerza que debe controlarse a sí misma; que ella debe trazarse las normas sobre las cuales ha de realizar su crítica, así como debe sancionar a quienes las trasgreden. «Fue así que nunca ni en ningún caso o circunstancia alguna se arrestó a nadie ni se suspendió un diario ni se estableció estado de sitio ni se tomó la menor medida coercitiva, no obstante el mare mágnum de rebeldías, diatribas y procacidades conjuradas contra el gobierno…», pudo decir con austero orgullo el gran viejo, ya caído y en prisión.
Hemos ya hecho referencia a la campaña de falsedades e injurias que debió afrontar Yrigoyen. Pero no nos hemos referido todavía al respeto que manifestó por la libertad en todas sus manifestaciones, sentimiento que le impidió tomar medida alguna contra la vocinglería alzada contra él. No sólo ese respeto sino también su grandeza de alma: porque ni directa ni indirectamente se vengó jamás de sus detractores ni instigó a que los atacaran ni rasgó sus vestiduras para exaltar a sus seguidores a la venganza. En sus tiempos atacar al primer magistrado de la Nación fue un deporte carente de riesgos. Por medio de la prensa o verbalmente, en lugares públicos, en actos políticos o culturales, en cualquier lado y de cualquier modo se pudo decir lo que se quiso sobre Yrigoyen y su partido. La ley penal protege a quien es mancillado injustamente en su honor: pero durante los gobiernos de Yrigoyen el único argentino al que se pudo calumniar impunemente fue al Presidente de la República.
Sería largo hacer la historia de lo que no hizo Yrigoyen contra sus opositores. Basta con citar un testimonio insospechado, cual es el de un ciudadano que ha sido presidente del partido conservador: (Reynaldo Pastor. Sesión del desafuero a Ricardo Balbín, 29 de septiembre de 1949. Diario de Sesiones Cám. de Dip., pág. 4286). «Yo era un muchacho, joven estudiante del Colegio Nacional, cuando Hipólito Yrigoyen fue por primera vez presidente de la Nación, y recuerdo que realizaba violentas campañas que eran no sólo el fruto de una inspiración cívica, sino también el arrebato de la irresponsabilidad con que muchas veces procede la juventud. Escribí en algunos periódicos del país procesos tremendos contra el presidente Hipólito Yrigoyen. A veces los releo y me estremezco al pensar que en aquel entonces un joven ciudadano podía decir bajo su firma, en los periódicos de la República, tan tremendas cosas contra el señor Presidente, sin ser perseguido ni acusado. Ahí están esos artículos como prueba de que había un Presidente de la República que respetaba la libertad por encima de su susceptibilidad personal…».
Tal vez haya quien piense que la terca negativa del caudillo a impedir nada de esto fue equivocada y que la libertad de opinión del país debió ser restringida en aras de la labor revolucionaria que debía realizar el radicalismo. Pero, precisamente, una revolución que parte del hombre y se dirige hacia el rescate de su dignidad no puede empezar aplastando uno de sus atributos más preciados. El fin no justifica los medios, y son éstos, en cambio, los que a la larga condicionan la naturaleza de aquél. También la revolución rusa empezó desconociendo ciertos derechos para poder lograr más rápidamente un alto ideal humano, y es así como hoy ha devenido una dictadura monolítica e inhumana que no significa ya ninguna esperanza de mejoramiento para el mundo. Yrigoyen fracasó en su obra revolucionaria, entre otras cosas porque fue bárbaramente combatido por el Régimen sobreviviente y sus aliados, que al fin logró desalojarlo del poder. Si el caudillo se hubiera decidido a impedir los matices más duros y más canallescos de esta oposición tal vez ello no hubiera ocurrido: pero toda su trayectoria por la dignidad del hombre se habría desvirtuado, habría perdido la límpida y rectilínea perspectiva que hoy adquiere para los que tratamos de ubicarlo en el tiempo y en el espacio de la Patria.
Lo dijo Horacio Oyhanarte con su prosa encendida: «Haber atravesado esta página sombría sin una salpicadura, sin haber muerto un principio ni asesinado un hombre: sin haber tapado una sola de las bocas vociferantes cuya algarabía sacrílega ayudó a nuestra caída; no haber contenido la libertad ni cuando se desplazaba en la licencia ni haber hecho subir al patíbulo ni a los hombres ni a las ideas, es el milagroso destino de los esforzados, es la suerte de los altivos, es la consagración generosa de Dios para los buenos y los mejores».
Yrigoyen no tuvo a su frente una crítica leal: a pesar de esto, la respetó como si lo hubiera sido. Ésta es su gloria, su máxima gloria: haber sido mártir de sus propios principios, que le impidieron intentar el menor conato contra la libertad de sus conciudadanos. Los años pasarán y en el campo político se sucederán los hombres y los partidos. Pero nadie podrá arrebatar al radicalismo el timbre de honor de haber sido el único movimiento que al llegar al gobierno respetó hasta la exageración el derecho de los argentinos a pensar, a hablar, a escribir y a difundir lo que les viniere en gana sobre su patria y sus gobernantes.
c) En lo económico
Hemos visto anteriormente cómo una de las principales preocupaciones del gobierno de Yrigoyen fue liberar al hombre argentino de la necesidad económica. Esta gestión está estrechamente vinculada con su esfuerzo para poner la economía de la Nación al servicio de los nacionales, dando una nueva orientación a su estructura y esforzándose por llevar el contralor de la Nación a sus puntos clave.
Tal esfuerzo puede advertirse acabadamente a través de la acción en materia de tierras, tendiente a rescatar las tierras mal habidas y conservar las fiscales con el propósito de distribuirlas racionalmente en su momento; en la proyectada nacionalización del petróleo, aspiración de Yrigoyen frustrada al filo mismo de su realización; en su política ferroviaria de contralor de las empresas particulares y expansión racional de las líneas pertenecientes al Estado; en la injerencia estatal en el mecanismo de la oferta y la demanda con el fin de evitar injusticias sociales, creando una nueva orientación económica cuyas manifestaciones culminantes fueron la ley de alquileres, la de expropiación del azúcar y la compra de elementos para la recolección de la cosecha; en la proyectada creación del Banco de la República para regular la actividad económica y financiera del país; en la defensa de las reservas auríferas del país mediante la clausura de la Caja de Conversión; en la proyectada creación del impuesto a la renta, para «iniciar un nuevo régimen tributario que distribuya las cargas públicas con equidad y justicia»; en la realización de convenios internacionales para compraventas recíprocas por intermedio de los gobiernos.
Estas y otras iniciativas, esterilizadas en gran medida por la inexorable oposición legislativa, forman todo un cuerpo de doctrina enderezada a emancipar económicamente al país de las fuerzas que controlaban la producción, el transporte y la distribución de la riqueza; es decir, enderezada a transformar sustancialmente la estructura económica del país creada por el Régimen. Veremos someramente cómo fue ello.
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Yrigoyen comprendió que un esfuerzo emancipador no podría realizarse sin una justa redistribución de la tierra. Pero eran también tan potentes los prejuicios, los intereses creados y las defensas jurídicas del ordenamiento actual de la propiedad inmobiliaria que sólo cabía por entonces un prudente rescate de algunas tierras mal habidas y una firme decisión de no enajenar un palmo de tierra pública hasta que fuera posible una cabal reforma agraria.
Con este concepto, en marzo de 1917 se reorganizó la administración de la tierra pública del Ministerio de Agricultura y se inició el estudio de las concesiones de tierra de los gobiernos anteriores. Técnicos agrónomos recorrieron los territorios nacionales reconociendo el suelo, verificando títulos y analizando la calidad y posibilidades de explotación de cada lote. Como consecuencia de este escrupuloso estudio, hasta julio de 1921 se revocaron concesiones en una extensión de casi ocho millones de hectáreas. Poco antes, atendiendo a una presentación hecha por las compañías de tierras afectadas en la que se allanaban a desocupar las extensiones adquiridas ilegalmente, el Poder Ejecutivo dicta un decreto fijando un plazo improrrogable de dos años para que los detentadores de tierras adquiridas en violación de la ley las abandonaran, perdiendo las mejoras y abonando un canon por el lapso durante el cual fueron usufructuadas. Estas investigaciones provocaron airadas resistencias que se manifestaron durante la interpelación formulada por el diputado nacional Martínez Zuviría, conservador, durante cuyo debate se demostraron palmariamente las irregularidades de las anteriores concesiones y el carácter monopolista y —casi siempre— foráneo de las empresas que lucraron con esos hechos.
La actividad recuperadora debía seguirse de una política sensatamente conservadora de la tierra pública. Ése fue el sentido de dos comunicaciones a los gobernadores de Santiago del Estero Cáceres y Maradona en 1920 y 1930, ante ventas de tierras que estos magistrados pretendieron efectuar: en ellas Yrigoyen amonestólos amistosamente, con diez años de diferencia e idéntica concepción de defensa del patrimonio fiscal. Éste fue, asimismo, el sentido de la intervención nacional enviada a Salta en 1918 ante el informe del enviado personal del Presidente, doctor Avelino Ferreyra, donde detallaba, entre otras vergüenzas, la entrega de 200 000 hectáreas a la empresa Bunge y Born por oscuras vías.
La colonización racional fue una de las grandes preocupaciones en materia agraria. A dos meses apenas de su llegada a la presidencia envía un proyecto al Congreso solicitando treinta millones de pesos para el fomento de la colonización agrícola-ganadera y la creación del Banco Agrícola —en cuya sanción vuelve a insistir en 1919 y en su segunda presidencia—. También se solicitaba la creación de un derecho de exportación temporario, con el fin de proveer con su producido, semillas, útiles de labranza y elementos de recolección a los agricultores que carecieran de medios. La sanción de este último proyecto fue objeto de una ansiosa recomendación quince días más tarde, dada la urgencia que revestía. Pero ninguna de estas iniciativas fue aprobada por el Congreso hostil, y sólo se sancionó, meses después, una incompleta «ley del hogar».
Poco más tarde, ante la negativa del Congreso a sancionar el Banco Agrícola, el Poder Ejecutivo le solicita la aprobación de ciertas reformas a la carta orgánica del Banco Hipotecario Nacional para que éste se convierta en gestor de la colonización y el fomento agrícola-ganadero. Se aprueba el proyecto, y la institución salta de 22 sucursales y 4 agencias que tenía en 1916, a 40 y 41 respectivamente en 1922. En julio de 1919 el Poder Ejecutivo presenta un proyecto denominado de «fomento y colonización agrícola-ganadera» tendiente a la subdivisión de los latifundios en lotes no mayores de cien hectáreas.
Concordantes con esta concepción de división de la tierra, los diputados Francisco Beiró y Carlos J. Rodríguez presentan en 1921 un proyecto según el cual el no uso de la tierra durante quince años haría perder el dominio a sus propietarios, pasando la propiedad a poder del Estado: tal proyecto se inspiraba en la «ley de tierras ociosas» que poco antes sancionara el revolucionario gobernante de Yucatán, don Felipe Carrillo. Estos proyectos no fueron tratados.
Se pretendió proteger, además, el trabajo del campo con iniciativas como éstas: creación de juntas arbitrales del trabajo agrícola; fomento de las cooperativas agrícolas; ley de locación agrícola que garantizaría a los agricultores lapsos mínimos de arrendamientos así como libertad de trilla y cosecha e inembargabilidad de útiles; prórroga por dos años de todas las prendas agrarias constituidas sobre semovientes; reiterados proyectos solicitando autorización para adquirir y distribuir arpillera, hilo sisal y bolsa para el levantamiento de las cosechas 1917-18 y 1918-19, liberando al agricultor de los monopolios que habitualmente los expoliaban; Código Rural para territorios nacionales, etc. Mereció también la patriótica inquietud de Yrigoyen el desolado trabajo en obrajes y yerbatales, cuya protección se inició con un proyecto que sólo tuvo sanción durante la presidencia de su sucesor.
La oportuna aprobación de estas iniciativas hubiera logrado, si no una reforma agraria de fondo, por lo menos un viraje fundamental en materia de tierras y trabajo rural. Pero el Régimen defendió desesperadamente sus privilegios con la complicidad de no pocos radicales, y el noble empeño yrigoyeneano por dar tierra a su pueblo y protección a sus labriegos quedó frustrado. Algo, sin embargo, restó como saldo: millones de hectáreas devueltas al patrimonio nacional y nuevas concepciones de protección a las labores agrícolas.
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En el año 1916, dos meses después de asumir la presidencia, Yrigoyen presenta un proyecto al Congreso solicitando autorización para realizar un empréstito por valor de $ 100 000 000 para —entre otras cosas— fomentar la explotación llevada a cabo esforzadamente por Yacimientos Petrolíferos Fiscales. Él mismo, personalmente, dio jerarquía a la faena de la entidad estatal, visitando sus instalaciones de Comodoro Rivadavia en 1918, única oportunidad en su primera presidencia en que delegó el mando. En setiembre de 1919 presentó al Congreso un detallado proyecto de ley donde a través de trece capítulos se fijaban normas para el régimen legal, técnico, económico y financiero del petróleo, «sin desconocer los derechos adquiridos […] y dando lugar a que la iniciativa privada pueda contribuir […] dentro de los límites prudentes y bajo ciertas condiciones». Aunque el proyecto no establecía la nacionalización integral de los hidrocarburos, era un gran paso hacia la defensa del combustible líquido y contenía el gran principio del dominio estatal de todos los yacimientos petrolíferos. Pocos días después se complementaba este proyecto con otro que organizaba la Dirección General de Yacimientos Petrolíferos Fiscales, y al propio tiempo declaraba de utilidad pública todos los elementos necesarios para la explotación del petróleo. Ninguna de estas iniciativas fue tratada por el Congreso.
En julio de 1921 vuelve el Poder Ejecutivo a insistir en la necesidad de la sanción de estos proyectos mediante mensaje al Congreso. Nuevamente el Congreso hace caso omiso del pedido presidencial. Ante la falta de una ley orgánica que dé juego a Yacimientos Petrolíferos Fiscales, entonces Yrigoyen dicta un decreto organizando esta Dirección en dependencia del Ministerio de Agricultura y fijando algunas normas elementales para su actuación. Así termina la presidencia Yrigoyen: sin lograr la aspiración de la nacionalización, pero por lo menos fomentando en lo posible la actividad de Yacimientos Petrolíferos Fiscales.
A través de los años siguientes a la primera presidencia de Yrigoyen la Standard Oil y la Royal Dutch juegan una patética carrera en todo el mundo.
En nuestro país, la Standard Oil inicia exploraciones en Salta y propone convenios a la provincia, provocando la patriótica actitud del gobernador Adolfo Güemes y su sucesor Julio Cornejo, que se apresuraron a dictar decretos reservando zonas de explotación, declarando caducos permisos de cateos y formalizando un convenio con Yacimientos Petrolíferos Fiscales para que fuera ésta y no otra la empresa que aprovechara las reservas de hidrocarburos existentes en esa provincia. Estos decretos fueron cuestionados por la Standard Oil, que querelló al gobierno salteño y consiguió que la Corte Suprema de la Nación los declarara inconstitucionales en 1931. Los Yacimientos Petrolíferos Fiscales, entretanto, bajo la administración del general Enrique Mosconi, adquieren una gran eficacia técnica.
Pero la Unión Cívica Radical no abandonaba la iniciativa de Yrigoyen. En 1927 comienza en la Cámara de Diputados el debate de la nacionalización del petróleo, sobre la base del proyecto presentado por el bloque radical. La discusión es larga. Los socialistas sostienen el criterio de la explotación mixta; los antipersonalistas y los conservadores se oponen al proyecto, unos por prejuicios federalistas y otros por preferir el régimen vigente. Diego Luis Molinari, Eduardo F. Giuffra, Jorge Raúl Rodríguez, Amancio González Zimmerman y Raúl Oyhanarte fueron los portavoces de la nacionalización. Al fin, después de tres meses de arduo debate, la Cámara joven aprueba el proyecto. Al año siguiente, el bloque de diputados radicales presenta un proyecto tendiente a expropiar todos los yacimientos existentes con sus accesorios: es decir, la liquidación total de las empresas privadas. Era el necesario complemento del anterior para establecer el monopolio del Estado en forma integral. Esta vez Leopoldo Bard y Víctor Juan Guillot son los defensores de la iniciativa. Se aprueba en setiembre de 1928.
Estamos al filo de la nacionalización total. Falta solamente la sanción del Senado. Pero allí se atranca. Los senadores radicales piden informes a la Comisión. La Federación Universitaria de Buenos Aires solicita la sanción de la media ley. La prensa radical insiste en todos los tonos. Nada. Yrigoyen, otra vez Presidente, incluye el proyecto en los asuntos a tratar por el Senado en las sesiones de prórroga de 1929.
Pero el Senado no se digna considerar el proyecto; no se reúne o lo hace para deleitarse en interminables debates políticos. Es que ya se está poniendo en práctica un oscuro plan para desprestigiar al gobierno. El 30 de diciembre el Poder Ejecutivo, como para manifestar su firme decisión de defender el petróleo nacional a pesar de todo, crea a iniciativa del rector de la Universidad de Buenos Aires, don Ricardo Rojas, el Instituto del Petróleo para el estudio y especialización de todo lo referente al petróleo y sus derivados. Diecisiete días más tarde Yrigoyen reclama de nuevo al Senado por su malévola obstrucción en el tratamiento de varias iniciativas fundamentales, en primer término la referente al petróleo. El Senado permanece indiferente: la mayoría antirradical era impermeable a todo lo que fuera dejar de hacer politiquería…
Ese fatídico año ’30 nace con olor fuerte a petróleo. La prensa radical bate el parche incansablemente. «Ni un palmo de tierra, ni una gota de petróleo» se titula un editorial de La Época; otro reprocha «¿Qué ha hecho hasta ahora la Comisión de Legislación del Petróleo del Senado?». El Comité Universitario Radical realiza una serie de esclarecedoras conferencias radiofónicas sobre la necesidad de nacionalizar el petróleo, que luego son recopiladas en un libro. La «Alianza Continental» lleva a cabo una campaña callejera en la que peroran frecuentemente Carlos Sánchez Viamonte y el general Alonso Baldrich. Las audiencias del juicio Standard Oil versus gobierno de Salta tienen amplia repercusión en los diarios radicales, que siguen la actuación del doctor Silvio Bonardi —defensor del gobierno salteño y amigo de Yrigoyen— con un interés casi deportivo. Las elecciones de marzo de 1930 se realizan bajo el signo del petróleo: en la campaña se alude frecuentemente al tema, algunos comités difunden proyecciones cinematográficas sobre Yacimientos Petrolíferos Fiscales y el ferrocarril de Huaytiquina (otra gran realización radical que a su tiempo veremos); los «affiches» partidarios exhiben a un criollo tocado con la clásica boina blanca defendiendo las torres metálicas extractivas del oro negro de unas ávidas garras que pretenden tomarlas…
La presión moral y los acucios legales que se ejercieron sobre el Senado fueron inútiles. Los patriarcas conservadores y antipersonalistas cuya era la mayoría del alto cuerpo demostraron una insensibilidad total, si no algo peor. Fácil le fue a la revolución de setiembre voltear la ley renga… No se habló más de ella después del cuartelazo. ¡Como para hacerlo! De sus heroicos promotores, el que no era director de empresas vinculadas a los grandes consorcios petroleros tenía un terrenito en Salta con felices perspectivas de explotación… Waldo Frank malició por dónde andaba el intríngulis del motín de setiembre, cuando dijo que «hedía a petróleo»…
Después vino la anulación de las gestiones con la misión soviética que desde 1929 tramitaba la venta de grandes cuotas anuales de petróleo ruso a ínfimo precio; vino la gestión de los pactos de 1936 que derrotaron a Yacimientos Petrolíferos Fiscales en la lucha que venía sosteniendo por la rebaja del precio de la nafta al consumidor, en la que había triunfado sobre la Standard Oil en 1930 favoreciendo con $ 13 000 000 de economía al público; vino la declaración de inconstitucionalidad de los decretos salteños por el alto tribunal de la Nación, actitud que mereció una chirriante protesta de Yrigoyen, recluido por entonces en su prisión de Martín García; vino la ley 12 161. Todo eso vino, ¡mientras Lázaro Cárdenas rescataba para el pueblo mexicano su petróleo, ocupando militarmente los campos de explotación particulares y venciendo corajudamente las resistencias que durante dos décadas habían obstaculizado el grande anhelo recuperador de la Constitución de Querétaro!
¡Nacionalización del petróleo! ¡Bandera de emancipación continental! Bandera que entregó Yrigoyen a su pueblo para que la custodiara con fervor, hasta que el momento llegara de desplegarla anchamente, belicosamente. Nacionalización del petróleo… Otra gran perspectiva abierta al futuro, aguardando que la sepan asumir corazones intrépidos[21].
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La política de Yrigoyen en materia de transportes es una de las páginas más brillantes de su gestión por la patriótica firmeza que evidenció en sus relaciones con las empresas ferroviarias particulares, por su novedosa concepción de lo que debía significar el riel como instrumento de solidaridad argentina y americana y por la amplia visión puesta de manifiesto al crear, pese a todas las dificultades, un principio de marina mercante nacional.
Un mes después de hacerse cargo de la presidencia decreta la caducidad de concesiones en una extensión de 10 000 kilómetros de vías imaginarias, cuyos plazos para construirlas estaban vencidos y que obstaculizaban con su quimérica presencia en el mapa todo plan serio de extensión racional de las líneas por parte del Estado. En 1916 todavía subsistían muchas de esas concesiones, sin el menor conato de llevarse a la realidad, cuyos solicitantes eran generalmente testaferros de las grandes empresas que con la exhibición de sus «derechos anteriores» ahogaban toda posibilidad de expandir la red estatal.
La anunciada política de reajuste de las empresas se concretó en los decretos de julio de 1919, en los que se fijó oficialmente la «cuenta capital» de los ferrocarriles Central Argentino, Buenos Aires al Pacífico, Trasandino, Gran Oeste, del Sur, Central Córdoba y menores, rebajándose apreciablemente lo que las empresas denunciaban.
La importancia de esta declaración estriba en que la intervención estatal sobre las tarifas ferroviarias podía efectuarse según la ley 5315 solamente en caso de que las ganancias alcanzaran determinado porcentaje del capital reconocido: por lo que el meollo del asunto era saber exactamente cuál era el monto de ese capital. Las empresas aumentaban en sus libros el capital invertido, inflándolo con falsas compras de material, compras hechas a filiales a precios exagerados o inversiones que no correspondían estrictamente a gastos de explotación. Con ello, la ganancia obtenida se empequeñecía frente al capital aguado en los libros. Pero el gobierno de Yrigoyen no trepidó en fijar un monto justo a los capitales y —como en el caso anterior— dado que el espíritu de los decretos no era perjudicar a las empresas sino evitar que ellas perjudicaran al país, en los mismos decretos se otorgaron facilidades para la gradual eliminación de las sumas ficticiamente incorporadas a los capitales.
Por último, en agosto de 1921 se anularon los aumentos de tarifas, elevadas sin autorización alguna por ciertas compañías. Ante la investigación ordenada, éstas se presentaron ante el Poder Ejecutivo expresando con palabras que jamás habían sido empleadas antes por ellas que aseguraban «su acatamiento absoluto a la solución que el Poder Ejecutivo adopte con referencia a este asunto». El Poder Ejecutivo aceptó las explicaciones dadas por las empresas, anuló las tarifas y ordenó se devolvieran las sumas cobradas con exceso.
Todos estos hechos formaban parte de un aspecto parcial del problema ferroviario, cual era el reajuste financiero y legal de las empresas particulares. Faltaba el otro aspecto: la realización de una nueva concepción que rectificara el criterio utilitario seguido hasta entonces, para hacer del riel un gran medio de unión y bienestar nacional. Las empresas particulares podrían seguir su explotación, ajustándose a las normas legales y a la autoridad del Estado, pero el Estado mismo llevaría una política propia de alta proyección nacional y continental.
Fue por entonces cuando los «camelots» del Régimen, aferrados a sus bancas del Congreso, intentaron un supremo esfuerzo para frustrar el gran designio yrigoyeneano. Usaron para ello una maniobra que años después sería favorita entre las artimañas del imperialismo: la sanción de una ley que creaba una empresa ferroviaria mixta, con el aporte de las líneas del Estado y la compra de algunas particulares. No trepidó Yrigoyen en vetarla, empleando en el mensaje de rigor las más severas palabras: «La ley sancionada por V. H. entraña un verdadero despojo […] comportaría un verdadero desastre…». Y, días después, comentando el asunto con un gobernador que lo había felicitado por su reacción, agregaba que lo más indignante de todo el affaire, era «la falacia de la financiación del negociado, que no tiene ejemplo ni aun en los peores tiempos del Régimen».
En el mensaje aludido se fijan las orientaciones caudales del gobierno de Yrigoyen en materia ferroviaria: el principio general del dominio originario del Estado, la tendencia hacia una «posición cada día más preponderante en las actividades industriales que respondan principalmente a la realización de servicios públicos», y el empeño de «reconstrucción, moralización y estímulo emprendido por el Poder Ejecutivo sobre las líneas del Estado».
Es esta última actividad la que perfila con más claridad la previsión y el patriotismo de Yrigoyen en la materia que tratamos. A su juicio, el país afectaba «la forma primitiva del solar colonial» con una puerta al frente y un larguísimo fondo ciego detrás, proponiendo para solucionar el problema creado por este férreo embudo una red que diera salida al Pacífico a los productos de las regiones del Noroeste por Antofagasta y al Sur los de los lagos por el Trasandino del sur y por los ferrocarriles económicos de la Patagonia, vinculados estos últimos a la malla bonaerense por Bahía Blanca; los territorios nacionales situados sobre el Paraná tendrían desahogo hacia Bolivia por Yacuiba, igual que las provincias de la Mesopotamia por la línea Diamante-Curuzú Cuatiá. El Presidente atribuía a este plan el carácter de una rectificación al equivocado trazado ferroviario, para volver a las rutas históricas que desde la Conquista, y aun antes, encauzaban el tráfico de esas regiones hacia el Tahuantisuyu. Además de ese retorno al «plan tradicional» la concepción que reseñamos tenía un sentido de reparación histórica a las heroicas provincias interiores, cuyos enormes sacrificios por la constitución de la nacionalidad habían sido pagados con altos fletes, con olvidos decepcionantes, con la destrucción de sus industrias viejas y de sus recónditas tradiciones.
Ésta fue la esencia de la creación del ferrocarril de Salta a Antofagasta, creación auténticamente argentina por su origen, su construcción y su designio. Aunque generalmente se atribuye la iniciativa de su realización a Yrigoyen, en realidad ella ya estaba ordenada desde 1905, por la ley 4653; pero al Régimen no le había preocupado nunca llevar a la realidad la sanción legislativa. Fue Yrigoyen quien captó la importancia continental de la línea, desencarpetando la ley dormida durante quince años para llevarla a un principio de realización contra toda suerte de obstáculos. En verdad, el signo del ferrocarril Huaytiquina —al que un día habrá que llamar «Ferrocarril Presidente Yrigoyen»— fue el de vencer obstáculos legales y mentales tan abruptos quizá como los montes y despeñaderos que debió hilvanar en su recorrido…
Así ante la remolonería del Congreso a proveer de fondos para la construcción de Huaytiquina, Yrigoyen decreta su iniciación el 12 de marzo de 1921; por no provenir la orden de gastos de autorización legislativa, la Contaduría observa el decreto, insistiendo Yrigoyen en acuerdo de ministros el 14 de junio. En julio de 1922 se formaliza en Santiago de Chile el protocolo Noel-Barros Jarpa, que sella el compromiso chileno-argentino para coordinar los trabajos y el ensamble de las líneas por Huaytiquina o Socompa al Norte y Zapala al Sur. El protocolo contenía un interesante detalle, en orden al monto de las futuras tarifas: la norma de que para el cálculo de éstas no se tendría en cuenta sino los gastos de explotación, prescindiendo del capital invertido en la construcción, para evitar que este factor las llevara a una altura prohibitiva. Casi treinta años duró la construcción del ferrocarril Huaytiquina, orgullo de la ingeniería argentina y testimonio de la patriótica visión de un gran estadista.
En la actualidad, la difusión de los transportes por vía aérea y caminera ha restado importancia al problema ferroviario. Sin embargo, durante muchos años todavía, el ferrocarril será imprescindible en muchas regiones del país; y si existe un propósito de poner el ferrocarril al servicio de la Nación habrán de seguirse las directivas que en su hora supo dar Hipólito Yrigoyen.
También el transporte marítimo y el incipiente transporte aéreo merecieron la patriótica inquietud de Yrigoyen. La guerra mundial tornaba afligente la falta de bodegas requeridas por los productos argentinos para su exportación. En el proyecto presentado al Congreso en diciembre de 1916 —verdadero plan de reactivación económica integral— solicita el Poder Ejecutivo autorización para emitir un empréstito de cien millones de pesos con destino parcial a adquirir buques para la marina mercante nacional. Sabemos que el pedido no fue tomado en cuenta por el Congreso, envolviendo también esta omisión la frustración del plan de explotación de Yacimientos Petrolíferos Fiscales, de colonización y fomento agrícola-ganadero y creación del Banco Agrícola. Tampoco fue tratada por el Congreso la compra ad referendum de un buque brasileño realizada poco después en óptimas condiciones. «En pocas materias la acción gubernativa del radicalismo sufrió más la hostilidad de las fuerzas retardatarias. Ocho veces debió dirigirse el Presidente al Congreso, sin resultado[22].
Desesperando ya de la colaboración legislativa, Yrigoyen se vio obligado —como en el caso Huaytiquina— a tomar la iniciativa para evitar que se malograra la oportunidad de dotar al país de una flota que, aunque mínima en su tonelaje, sirviera al menos sus necesidades más perentorias, emancipándola de las conveniencias de las naciones cuyas eran las líneas de transporte marítimo más usadas por los exportadores e importadores argentinos. Así, a principios de 1918 ordenaba comprar por decreto el buque alemán Bahía Blanca, de 13 000 toneladas, y poco más tarde se compran cinco buques más, con una capacidad total de 32 000 toneladas. Además, se reacondicionaron buques de la armada radiados o en desuso para usarlos en la marina mercante.
A mediados de 1918 presenta el Poder Ejecutivo un proyecto solicitando autorización para expropiar los buques de ultramar de matrícula nacional. Poco antes había remitido al Congreso una iniciativa que propugnaba la construcción de astilleros y echaba las bases de un «plan de organización de nuestra navegación fluvial y costanera» paralelamente con otro que encarecía la necesidad de reconstruir los canales de acceso a los puertos fluviales situados entre Rosario y Buenos Aires. Ninguno de estos proyectos fue aprobado.
En agosto de 1922 se remitió al Congreso un pedido de aprobación del convenio signado con el Uruguay sobre navegación aérea, primero de este tipo en América y modelo en su género. No fue aprobado por el Congreso. Al día siguiente enviaba el Poder Ejecutivo un proyecto en materia de navegación aérea interna que traía una interesantísima innovación: la de tender líneas permanentes de transporte aéreo civil sobre la Patagonia, servidas por personal y elementos militares, con el doble propósito de fomentar «la vida social de los pobladores de las ricas gobernaciones patagónicas» y mantener la «tradicional misión civilizadora y progresista» del Ejército en esas regiones, con el beneficio del entrenamiento permanente que ello significaría para sus pilotos. Tampoco fue considerado por el Congreso este proyecto.
Resumiendo: todo lo que se hizo durante la primera presidencia de Yrigoyen en materia de política del transporte fue iniciativa exclusiva del Presidente, quien debió luchar denodadamente contra el Congreso, que perturbó en toda forma su actividad, no considerando sus proyectos, sancionando leyes perversas, haciéndose eco de los intereses particulares tocados por la acción gubernativa en su acción emancipadora, deformando sus iniciativas y constriñendo al Poder Ejecutivo a llevar una actividad embretada en el estrecho margen de sus posibilidades legales, sin la ayuda de una legislación orgánica que diera permanencia y coordinación a sus iniciativas.
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Cuando estalló la guerra europea, se produjo en la Argentina un pánico bancario que obligó al gobierno de De la Plaza a tomar medidas drásticas, tales como la suspensión de la entrega de oro a cambio de billetes que debía realizar la Caja de Conversión según la ley monetaria de 1899. Esto impidió que la existencia de metálico se agotara en manos de los agiotistas o los miedosos, y permitió que la moneda argentina siguiera respaldada por una intocable reserva aurífera.
Al llegar Yrigoyen al gobierno una de sus preocupaciones fue la de defender esta reserva, única garantía de la buena salud monetaria. En las legaciones argentinas de Londres y París estaban depositadas por entonces grandes cantidades de oro que los comerciantes del viejo continente entregaban a nombre de los exportadores argentinos como pago de los productos que éstos enviaban. Dos años después un buque de guerra argentino condujo el oro desde Nueva York a Buenos Aires. La operación significó unos $ 14 000 000 que reforzaron nuestra reserva de oro, medida que Yrigoyen reiteró por decreto en diciembre de 1929.
Con esto y el mantenimiento de la clausura de la Caja de Conversión el peso argentino llegó a tener en los últimos años del período presidencial de Yrigoyen un 80 por ciento de respaldo de oro, es decir, casi el doble de lo que fijaba la ley de 1899 como valor oro del peso papel. El gobierno, pues, hubiera podido hacer una emisión de billetes tan numerosa como la que andaba circulando por el país sin alterar absolutamente nada el valor oro del peso: no lo hizo por un alto concepto de política financiera, por considerar que ello era «un recurso extremo del que sólo puede usarse después de agotados todos los medios de que disponga para salvar las dificultades financieras». Tenía Yrigoyen un santo horror por el emisionismo que había llevado al país al desastre en tiempos de Juárez y cuyas consecuencias primeras incidían en el bienestar del pueblo, al darle dinero inflado y depreciado. Este criterio permitió que la moneda argentina mantuviera un alto poder adquisitivo y un decoroso papel en el mercado internacional en momentos en que los signos de países fuertes y poderosos eran despreciados en todo el mundo.
A mediados de 1921, un representante de la oposición presentó al Congreso una minuta por la que se vería con agrado la apertura de la Caja de Conversión y la libre exportación de oro. Hubiera sido perder todo lo acumulado en seis años de trabajo productivo y de previsión gubernativa. El Poder Ejecutivo se apresuró a enviar un mensaje explicando su decisión de mantener el sistema vigente de inconversión, por lo menos hasta que no se sancionara una legislación defensiva que contrarrestara las consecuencias posibles del régimen de la libertad de la economía interna y «hasta que las repercusiones de carácter financiero producidas por la guerra no dejen de hacer sentir sus efectos en el mercado internacional de los valores». Aludía Yrigoyen con esto a su proyecto de creación del «Banco de la República», presentado en 1917. Esta entidad estaría encargada de la emisión de la moneda, contralor de la circulación monetaria, descuento y redescuento de documentos, fomento del crédito, regulación de la tasa del interés y clearing.
La iniciativa propendía a crear un organismo regulador de la economía y las finanzas nacionales, y «un régimen bancario oportuno y previsor», adelantándose a creaciones similares que después de la guerra mundial surgieron en Europa y América como paliativo contra los efectos del excesivo liberalismo que hasta entonces reinara. Si este proyecto hubiera sido aprobado, el país se hubiera ahorrado la vergüenza del Banco Central, que fue creado años más tarde con los mismos propósitos teóricos pero a base de un proyecto extranjero para servir intereses extranjeros y con una dirección parcialmente extranjera. Pero la iniciativa de Yrigoyen no fue considerada por el Congreso. Dos años más tarde se presentó nuevamente el proyecto a la consideración de las Cámaras. Tampoco este pedido tuvo eco. El país siguió en estado de prosperidad financiera, pero sin orientación racional y sometido a las fluctuaciones de las conveniencias particulares.
Es de notar que el Régimen había legado una enorme deuda flotante con vencimientos a corto plazo, uno de los cuales, por valor de $ 86 000 000, debía pagarse pocos días después de la asunción del mando por parte de Yrigoyen. El Poder Ejecutivo, en sus proyectos de reactivación económica de diciembre de 1916, incluía un pedido de autorización para contratar un empréstito por valor de $ 250 000 000 para consolidar la deuda flotante y aún estaba en adelantadas tratativas para hacerlo efectivo. En enero de 1917 insiste en la necesidad de esas sanciones, sin resultado. Ante la actitud legislativa, en marzo retira los proyectos, haciendo notar al Congreso que hasta un mes antes había tenido ofrecimientos muy favorables que se había visto obligado a desechar. A mediados del año 1917 se habían abonado casi $ 70 000 000 que debía la Nación en obligaciones a corto plazo, con dinero provisto por la banca nacional, restando unos $ 73 000 000 para pagar, incluyendo las obligaciones a vencer hasta 1920 inclusive. (Sépase que la gran fuente fiscal de recursos, los impuestos aduaneros, estaba casi cegada por la escasez de importaciones. A duras penas logró el Poder Ejecutivo que se aprobara en 1918 la ley 10 349 imponiendo gravámenes precarios sobre determinadas exportaciones). Para oblar esta suma sin recurrir al empréstito externo, el Poder Ejecutivo proyectó emitir un empréstito ofrecido al pueblo como aliciente del ahorro y para evitar la emigración de capitales, puesto que de otro modo hubiera debido recurrirse a la emisión de papel moneda para satisfacer las apremiantes obligaciones del Estado. Con este criterio se envió al Congreso el correspondiente proyecto el 26 de junio de 1917 para autorizar un empréstito interno por $ 500 000 000, que tenía la particularidad de destinar una reserva para premiar a los tenedores de títulos. Se empezó el tratamiento del proyecto —aunque desvirtuando en la comisión legislativa el primitivo proyecto— pero luego se encarpetó. Casi dos años permaneció sin tratarse. El Poder Ejecutivo insistió en 1919 su pronta sanción, sin resultado. En setiembre de 1922 nuevamente solicita el Poder Ejecutivo la aprobación de un contrato convenido poco antes para lograr un empréstito que permitiera consolidar la deuda flotante. Y nuevamente su pedido fue desechado por el Congreso.
A pesar de esta absoluta falta de colaboración legislativa, el Presidente Yrigoyen hizo todo lo posible para que las finanzas tuvieran un curso regular. A través de su período redujo en $ 225 000 000 la deuda externa; mantuvo inexorablemente el valor adquisitivo y la salud del peso argentino; no emitió títulos; redujo los gastos públicos. En esta materia llevó una política de austeridad, dejando vacantes muchos empleos públicos y realizando economías que en 1917 alcanzaron a más de $ 45 000 000. Los presupuestos se enviaron regularmente y fueron estructurados con criterio científico y responsable: pero el Congreso —siempre el Congreso— les colgó agregados que dieron al traste con la previsión gubernativa (como en el sancionado para 1918 que conteniendo economías por $ 50 000 000 fue sancionado con un déficit de $ 17 000 000) o se los hizo pasar por el cuentagotas de los duodécimos (como en 1919 y en 1920), llegando a ocurrir que el presupuesto proyectado para 1921 se envió al Congreso sin que estuviera aprobado el correspondiente a 1920…
Tampoco accedió el Congreso a aprobar el impuesto a los réditos cuya sanción solicitó el P. E. en 1919, nuevo tipo de gravamen que se impondría con carácter progresivo, mínimo no imponible y recargo al ausentismo. A pesar de todo, durante su gobierno, el estado financiero del país fue tal vez el más próspero de su historia, prosperidad real, no ficticia, fundada en la producción potente y en la previsión gubernativa para defender la moneda y, con ella, el bienestar de la población.
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Concluiremos este brevísimo esquema de la gestión económica de Yrigoyen con la exposición de tres iniciativas, representativas de otros tantos novedosos criterios en esta materia: la ley de alquileres, la de expropiación del azúcar y los convenios de compraventa internacional. La primera desguarnecía el derecho de propiedad de sus defensas románico-liberales de corte absoluto, para ponerla en alguna medida al servicio de la colectividad; la segunda intervenía en el juego de la oferta y la demanda para evitar la injusticia cometida por la especulación; la tercera sustituía en el comercio internacional a los intermediarios para erigir al Estado como gestor de las compraventas y permutas realizadas de potencia a potencia. Como se observará, eran iniciativas revolucionarias, tendientes todas a una defensa del bienestar popular a través de la lucha contra un derecho que se torna írrito cuando es absoluto, contra un mecanismo económico que se torna opresor cuando las partes no están en paridad de condiciones y contra un sistema de intercambio que se torna peligroso para el país cuando quienes lo manejan no son representativos de las conveniencias nacionales.
La escasez y carestía de la vivienda fue una de las consecuencias más serias de la guerra europea. Yrigoyen trató de solucionarla por medio de diversas iniciativas.
Entre ellas las directivas impartidas al Banco Hipotecario Nacional para que financiara las construcciones familiares de los empleados públicos en determinadas condiciones; con la inversión de $ 50 000 000 solicitada al Congreso para construir casas baratas en la Capital Federal y provincias (mensaje del 30 de setiembre de 1920); inversión de $ 15 000 000 para casas a distribuir entre agentes de policía (ídem). En 1922, próximo a expirar su mandato, insiste Yrigoyen nuevamente en la sanción de estas iniciativas. Además se aprobaron en la Capital Federal ordenanzas municipales que liberaban los materiales de construcción.
Finalmente, en defensa de los locatarios cuyos contratos se encontraban próximos a expirar o que alquilaban sin término fijo, se sancionaron las leyes 11 156 y 11 157 que imponían plazos mínimos para los arrendamientos y beneficiaban a los inquilinos con lapsos para desalojar la propiedad. La ley era audaz, por cuanto sustituía la hasta entonces omnipotente voluntad de las partes, por una serie de presunciones legales y obligaciones sociales, en procura de una situación de justicia para ambos términos del contrato de locación. Pocos años más tarde la ley fue declarada inconstitucional por la Corte Suprema de Justicia, en un sonado caso.
La expropiación del azúcar fue un asunto que, originariamente económico, derivó hacia el campo político hasta convertirse en uno de los temas que suscitaron más interés durante la presidencia de Yrigoyen. La industria azucarera argentina había gozado desde principios de siglo un tratamiento de protección gubernativa que le había permitido tomar un gran incremento en Tucumán y Salta, creando fuentes de trabajo y enriqueciendo a ciertas familias que tardaron poco en devenir oligarquías gobernantes en esas provincias. El asunto era espinoso (continúa siéndolo) porque la prosperidad de algunas regiones significaba un pesado tributo para toda la población del país: sin embargo, ello hubiera sido aceptable por un deber de solidaridad nacional, pero sucedió que en 1920 se planteó una maniobra especulativa para encarecer el producto que actualizó de nuevo el problema. El Poder Ejecutivo, careciendo de una ley que le permitiera reprimir este tipo de maniobras, debió recurrir al Congreso para solicitarle le autorizara a expropiar 200 000 toneladas de azúcar con el fin de venderlas a la población a precio de costo.
Fue principalmente en este debate donde aparecieron las ocultas líneas que ligaban a los hombres del Régimen con los radicales del sector «azul» o «galerita». Ante un problema que requería una mentalidad verdaderamente radical para entender el sentido de la lucha planteada por los fueros de los argentinos en su doble dignidad de hombres y de ciudadanos, los elementos del Régimen y los radicales reaccionarios hicieron causa común. Ello ocurrió en el Senado, pues en la Cámara joven el radicalismo ya tenía mayoría y votó el proyecto de acuerdo con la orientación presidencial. Pero en el Senado unos y otros maniobraron de tal guisa que la crisis pareció, por un momento, inminente: se insinuó que el cuerpo sería disuelto por el Poder Ejecutivo, y los diarios radicales —tal vez para presionar una decisión senatorial que posibilitara la expropiación— así lo dejaron entrever. Todos los recursos fueron usados por la reacción encastillada en el Senado. Al fin olfateando la gravedad suma del momento, el Senado se limitó a modificar la sanción de la Cámara de Diputados, permitiendo así que ésta insistiera en su decisión anterior y de este modo quedara definitivamente aprobado el proyecto.
Así pudo solucionarse el problema de la carestía del azúcar, que fue vendida al pueblo a precios razonables; además quedó triunfante la tesis de la intervención estatal en el mecanismo económico de la oferta y la demanda si el bienestar del país así lo exigiera y se evidenció la identidad espiritual y la comunidad de intereses que ligaba al Régimen con algunos conspicuos radicales que más tarde se alejarían del partido para terminar en las aberraciones políticas más vergonzosas.
No fue menos trascendente como hecho revolucionario sobre la estructura económica del país la comercialización exterior de la cosecha por el Estado, a la que siguió después la realización de convenios de permuta internacional. A principios de 1918, el gobierno concretó con Inglaterra y Francia un convenio por el que se les vendía el excedente de la cosecha de trigo y otros cereales, calculada en 2500 toneladas, por un precio base de $ 200.000 000 oro. Poco después se firmó un convenio similar sobre lanas y otros frutos con los mismos países, pero el Senado no lo aprobó pese a las repetidas recomendaciones del Presidente.
Esta negativa no fue la menor de las causas del desastre lanero de esa época, que tuvo como trágico epílogo los movimientos sociales de la Patagonia a que hemos aludido en capítulos anteriores. Tampoco llegó a hacerse realidad un convenio sobre trueque de lana contra repuestos ferroviarios que se gestionó con Alemania, Francia y Bélgica en 1921.
En la segunda presidencia de Yrigoyen llegaron a ser tres los convenios que se gestionaron, ninguno de los cuales se hizo efectivo. Con México se trató una permuta de productos de cada país, cuyas tratativas estaban adelantadas al producirse la caída del gobierno en setiembre de 1930. Con una misión comercial soviética se gestionó la compra de nafta rusa a ínfimo precio con la ventaja de que el producto de la venta sería invertido en comprarnos elementos agropecuarios. Las ventajas del convenio saltan a la vista, pero la gestión se interrumpió también con la revolución de setiembre y la entidad que los llevaba a cabo fue intervenida por el gobierno provisional con gran alharaca.
El último y más importante de los convenios de permuta gestionados por el gobierno de Yrigoyen en su segundo período fue el que se signó con la misión comercial inglesa presidida por Lord D’Abernon que llegara al país poco después de asumir el mando. El convenio era «tan sencillo y tan extraño a todo resguardo propio, que por su simple lectura da la medida de la sinceridad que lo anima», según expresó Yrigoyen en el mensaje proponiendo su ratificación al Congreso. Consistía, simplemente, en el compromiso por parte de cada signatario de abrir un crédito de $ 100.000 000 a favor del otro. La Argentina compraría en Inglaterra materiales para los FF.CC. del Estado, y ésta nos adquiriría cereales y otros productos. Remitido al Congreso en noviembre de 1929, fue aprobado por Diputados, no así por Senadores, donde no se trató a pesar de incluirse el proyecto en las sesiones de prórroga de 1929 y pese al mensaje especial de enero de 1930. No entró, pues, en vigor este convenio. Más tarde Inglaterra impondría al gobierno surgido del movimiento setembrino pactos vergonzosos que atarían nuestro transporte, nuestra banca y nuestra producción pecuaria a sus intereses.
d) En lo social
Hemos dicho anteriormente que la actividad de Yrigoyen encaminada a la liberación del hombre podía diversificarse en tres aspectos: 1.º) la solución circunstancial de los problemas más urgentes; 2.º) el mejoramiento de sus condiciones de trabajo, y 3.º) la creación de medidas legislativas de amparo y previsión.
Sobre el primer punto nos hemos extendido en su oportunidad. Cumple ahora aludir brevemente a los dos últimos, que corresponden al esfuerzo yrigoyeneano por crear un ámbito donde los hombres pudieran desenvolver su trabajo en condiciones estables de decoro, de justicia y de seguridad: esfuerzo llevado principalmente desde 1919 en adelante, cuando los conflictos sociales más apremiantes fueron solucionados merced a la enérgica e imparcial intervención del Estado.
Podemos así citar como iniciativas destinadas a transformar las condiciones de trabajo en general varios proyectos. En junio de 1918 se presentó uno reformando la vieja ley de descanso dominical, que el Congreso no consideró; en julio de 1918, el que reglamentaba el trabajo a domicilio, convertido en ley 10 505, estatuto de protección de no menos de 100 000 mujeres «sin protección y sin amparo, que sacrifican su vida a cambio de un mezquino salario». En mayo de 1919 fueron remitidos al Congreso tres importantes proyectos: uno, sobre conciliación y arbitraje de los conflictos obreros, obligaba a someter todos los diferendos entre patronos y trabajadores a una junta presidida por el titular del Departamento Nacional del Trabajo e integrada por un representante de cada parte en conflicto, cuya función sería lograr un avenimiento amigable.
El proyecto sobre asociaciones profesionales reconocía como tales a todas las agrupaciones constituidas para «el estudio, desenvolvimiento y protección de los intereses profesionales» entre personas del mismo oficio o profesión, y les reconocía facultades de estar en derecho, concluir contratos colectivos, participar en tribunales de arbitraje y comisiones de salarios, nombrar delegados a las cajas de administración de los gremios que las tuvieran, etc., con la condición de hacer públicos sus estatutos y organización interna, así como comprometerse a buscar soluciones de sus conflictos por la vía de la conciliación y el arbitraje. El proyecto sobre contrato colectivo de trabajo, por su parte, instituía la posibilidad de que patrones y sindicatos convinieran las condiciones de labor con conocimiento del Departamento Nacional del Trabajo mediante contratos que podrían durar hasta tres años, bajo la supervisión de un «consejo de tarifas» emanado del mismo contrato e integrado en partes iguales por representantes de los signatarios. Estos tres proyectos y el que se presentó días después complementándolos —sobre creación de juntas arbitrales del trabajo agrícola— hubieran podido ser los instrumentos de transformación de las condiciones laborales del país, con un sentido de equidad y responsabilidad por parte de todos los factores de la producción bajo la vigilancia del Estado. Pero ninguno fue aprobado por el Congreso.
En julio de 1919 se elevó al Congreso un proyecto del Poder Ejecutivo que reglamentaba el trabajo en obrajes y yerbatales, hasta entonces realizado en condiciones inhumanas: la ley 11 728, aprobada en 1925 bajo la siguiente administración, fue el coronamiento de esta iniciativa, que se hizo efectiva de este modo, a seis años de su presentación, no sin haber soportado el veto del presidente Alvear, superado por la insistencia del Congreso.
El esfuerzo de Yrigoyen por rodear el trabajo honrado de todas las garantías de hecho y de derecho culminó en julio de 1921 con la presentación del «Código de Trabajo», que era una refundición de las iniciativas sobre arbitraje y conciliación, asociaciones profesionales, contrato colectivo de trabajo y trabajo en territorios nacionales, más las disposiciones que sobre jornada y descanso habían aprobado las Conferencias de Washington y Ginebra, a las que Argentina había enviado por primera vez delegados obreros y gubernamentales. El proyecto no fue tratado, aunque posteriormente fueron sancionadas diversas leyes que bebían en sus aguas: tales la ya nombrada ley 11 728, la que reglamenta el trabajo de mujeres y menores (11 317), sobre jornada legal de trabajo (11 544), sobre asociaciones profesionales (12 921), sobre arbitraje y conciliación y justicia del trabajo (12 948), etc. Tal vez si los proyectos sugeridos por Yrigoyen hubieran sido aprobados en su hora los argentinos nos hubiéramos ahorrado muchos odios que después capitalizaría la demagogia en su provecho.
En lo que respecta a las medidas sobre previsión y amparo social iniciadas por Yrigoyen, ellas fueron decisivas para iniciar todo un movimiento legislativo permanente en ese sentido. En 1919 sólo existían en esta materia la ley de jubilaciones a empleados nacionales (4349) y la deficiente ley de jubilaciones a ferroviarios (9653). La modificación de esta ley rompió el fuego en este importante aspecto de la previsión social. En agosto de 1918 Yrigoyen se dirigía al Senado solicitando preferente atención en el trato del proyecto sobre retiro de ferroviarios ya que «el gobierno debe propender por todos los medios a su alcance, a dar estabilidad a la situación de esos trabajadores como si se tratara de los del Estado, dada la naturaleza del servicio público a que dedican sus actividades».
Después de la ley de jubilación de ferroviarios vino la de jubilación de empleados y obreros de empresas particulares de servicios públicos (11 110) sancionada en setiembre de 1920 y que protegió a obreros del gas, de la luz, empresas telegráficas y telefónicas, etc.; más tarde, la de jubilaciones a empleados bancarios (11 232 y 11 575) inspiradas ambas en sendos proyectos del Poder Ejecutivo.
En noviembre de 1923 se aprobó la gran ley 11 289, paso fundamental hacia la jubilación universal y obligatoria de todos los trabajadores, pero no tardaron ciertas fuerzas en trabajar por la derogación de la ley. Una hábil campaña llevada a cabo por la Unión Industrial que recibió el apoyo de los sectores conservador, socialista y antipersonalista del Congreso consiguió que la ley 11 289 recibiera un golpe de muerte en 1925, al sancionarse la ley 11 358, que suspendía los efectos de aquélla. Fue en vano que los representantes radicales a instancias personales de Yrigoyen, lucharan en el Congreso para demostrar el error; y tampoco los obreros, primeros beneficiados de ella, hicieron todo lo posible para defender su propio instrumento de bienestar.
No sólo en los aspectos estrictamente laborales se manifestó el espíritu previsor del gobierno de Yrigoyen. La sanción de la ley de patronato de menores (10 903) inició una nueva era en la reeducación y amparo de los menores delincuentes o en peligro de serlo.
Un alto sentido alentaba también los proyectos que solicitaban autorización al Congreso para crear reformatorios para alcohólicos y para rehabilitar a los penados mediante la educación y el trabajo, presentados ambos en julio de 1919 junto con el que creaba el patronato de liberados, ninguno de los cuales fue aprobado por entonces.
e) En lo espiritual
«Reconstitución fundamental en su estructura moral y material» decía el manifiesto de la Unión Cívica Radical de 1916. Ello entrañaba el compromiso de crear una escala de valores espirituales sobre la cual se tejieran los próximos desenvolvimientos del país. Hasta entonces el Régimen había hecho un culto de cierto inveterado optimismo destinado más bien a afirmar el futuro e inevitable progreso nacional, posición mental cuyo linaje se remontaba hasta los tiempos de Rivadavia, con aquélla su famosa muletilla de «el porvenir venturoso de la República»… Pero ahora se trataba de recrear todo un sentido de vida, dando primacía a los bienes morales sobre el progreso material; rodeando de defensas inexpugnables a ciertas instituciones y ciertos grupos; exaltando ciertas actitudes y dando ejemplos de austeridad y decoro, y, sobre todo, enseñando, enseñando siempre, enseñando desde el gobierno y desde el llano. El profesor sin sueldo que era Yrigoyen continuó haciendo docencia siempre, transformando su gobierno en cátedra, transmitiendo incansablemente en sus mensajes al Congreso, en sus documentos políticos, en las directivas impartidas a sus colaboradores, la vieja prédica krausista y cristiana por una vida más levantada, más idealista.
Cuando su voz se alzaba para reclamar cosas de esta laya debía sonar antipática a mucha gente. Pero él, igual que en tantos otros aspectos, mantuvo en esto una norma inmutable. Fueran quienes fueran los que se sintieran tocados por su prédica moralizadora, él dijo siempre lo que tuvo que decir.
En 1920 el Congreso sancionó una ley prorrogando la autorización concedida al Jockey Club para efectuar carreras en días jueves, además de las habituales de sábados y domingos. Yrigoyen vetó la ley con un mensaje severo donde se refería a la despreocupación del Congreso por las grandes iniciativas de bien público postergadas y subrayando que «las funciones de los poderes públicos deben ser propender a que la vida se realice sana y feliz, moral y positivamente». Poco antes de concluir su período, el Congreso se aboca al estudio de una ley de divorcio. Yrigoyen, planteando la duda sobre «si está en las atribuciones de los poderes constituidos introducir reforma de tan vital significación o si ella pertenece a los poderes constituyentes», pues considera que la familia, «base de la sociedad argentina», es ante todo «una organización de carácter institucional que ningún representante del pueblo puede sentirse habilitado a modificar sin haber recibido un mandato expreso para ese objeto». En 1921 se reforma la constitución de Santa Fe: los demócratas progresistas influyen en la sanción de la asamblea, y logran obtener una constitución laica, contra todos los antecedentes nacionales. Poco antes de que la asamblea clausure sus deliberaciones Yrigoyen envía una carta al gobernador de Santa Fe —que lo era por entonces el doctor Enrique Mosca— emitiendo su opinión sobre ese aspecto del nuevo cuerpo. Recuerda que las luchas religiosas pertenecen ya a épocas remotas, y que el bienestar del pueblo argentino se debe en parte al respeto que se ha profesado siempre por todas las opiniones, puesto que las leyes «no generan ni extinguen las creencias en las almas, y entre tanto la pública discusión de sus postulados y preceptos crea siempre antagonismos». Ante estas manifestaciones, el doctor Mosca trabóse en conflicto con la asamblea, derivándose un proceso que tuvo amplia repercusión y concluyó con la no aprobación de la inconsulta constitución.
En estas tres oportunidades la actitud de Yrigoyen debió haberle enajenado muchas voluntades. Carreristas, divorcistas y laicistas pusieron el grito en el cielo. Los concesionarios de las reuniones turfísticas pretendieron que el veto presidencial privaba a su entidad de entradas cuyo producido se destinaba a plausibles iniciativas; y los que tres veces por semana se dejaban desplumar en el hipódromo se lamentaron de que ahora ello ocurriera sólo dos veces… Los aspirantes a que existiera en el país un régimen conyugal más amable dijeron que la opinión del Presidente era jurídicamente absurda y socialmente retrógrada. Los partidarios de excluir todo elemento religioso de la formación espiritual argentina acusaron a Yrigoyen de estar dominado por tenebrosos círculos eclesiásticos. Pero Yrigoyen salvó la salud de un pueblo al que no se podía entregar a la lacra del juego, la solidez tradicional de la familia argentina y los valores religiosos consustanciados con nuestra esencia histórica.
Custodio alerta de los territorios espirituales del alma argentina, en otra ocasión dirigióse Yrigoyen al presidente de la Legislatura de Jujuy para ratificar su opinión de que los funcionarios que colaboraban cerca de él no debían pasar a ocupar puestos electivos al terminar sus funciones. Tratábase de un acentuado rumor que daba al ministro Salinas como futuro senador nacional por esa provincia. En el mensaje —octubre de 1921— Yrigoyen afirma que «entre las reglas de conducta que fijamos (él y sus colaboradores inmediatos) fue una de ellas que desde los puestos que ocupábamos pasaríamos directa y únicamente a nuestras casas, y de allí a las filas de la opinión…». La carta, cuya doctrina se sintetizó popularmente como «del gobierno a casa», era toda una reacción contra las corruptelas del Régimen, que al terminar los mandatos de sus gobernantes locales solía premiarlos con la infaltable banca de senador.
De estos toques de atención podríamos citar muchos. Podría citarse su proyecto prohibiendo que los funcionarios judiciales jubilados ejercieran su profesión durante diez años a contar desde su retiro, para «arraigar en el pueblo la absoluta certidumbre de la imparcialidad e independencia de los encargados de ejercerla» y consagrando así «un principio esencial de moral pública». O su proyecto prohibiendo que ningún funcionario o empleado del Estado osara tener participación alguna en las gestiones que particulares o empresas realizaran ante los poderes de la nación o las provincias. O, en otro orden de cosas, el propósito moralizador que lo llevó a hacer impedir que la bailarina negra Josefina Baker se exhibiera desnuda durante sus funciones.
La austeridad prócer de su gobierno recordaba el estilo de las primeras presidencias, aquellas de presidentes pobres y magros sueldos. No pasaron de mil pesos diarios los gastos de representación de la Presidencia durante sus períodos. Dos coches viejos encontró a su servicio cuando llegó al gobierno, y en ellos anduvo sin comprar otros ni mandarlos renovar. Siguió viviendo en su modesta casa de la calle Brasil «lujosa solamente en libros y sol» y su tren de vida continuó sencillo y generoso como antes. Ordenó durante sus dos períodos, en sendas órdenes, que se retiraran los retratos con su efigie que decoraban algunas oficinas públicas. Eran ejemplos que el pueblo bebía y sobre los cuales se iba forjando una nueva construcción de valores, moradas espirituales donde el antiguo culto a la «viveza», al progreso material y a las formas huecas era sustituido gradualmente por una nueva estructura presidida por la austeridad, el decoro, la veracidad, la honradez, la voluntad de servir honorablemente y sin ostentaciones al país.
Pero crear un nuevo sentido de la vida en un pueblo acostumbrado durante largos años a mirar a su patria «en términos de vaca lechera», según la recordada expresión de Eduardo Mallea, no era tarea fácil ni podía realizarse solamente a base de ejemplos gubernativos. Había que volver a Moreno: Moreno había dicho que seríamos grandes por nuestras virtudes, no por nuestra grandeza. Había que volver a Echeverría: Echeverría había proclamado su fe en las propias fuerzas para hacer algo original. Mas esas voces que venían del fondo de la Patria vieja habían sido ahogadas por décadas de vida cómoda, de sensualidad, de fementido adelanto. Para escuchar su mensaje el pueblo debía recogerse en sí mismo. Sólo el pueblo vuelto hacia su recia contextura vital podía realizar el milagro de crearse un ámbito espiritual donde cada cosa se situara en su real ubicación. Este quehacer con perspectiva de siglos enderezado a lograr una confianza en las fuerzas morales argentinas mediante el rescate de sus antiguas claves pudo acelerarse —y lo fue— por dos causas que ya hemos señalado páginas antes: la posición de la Argentina frente a la guerra y la paz y la Reforma Universitaria.
Es un error generalizado el creer que la Reforma Universitaria nació en 1918 casi por generación espontánea. Lo que ocurrió fue que recién en 1918 se conjugaron todos los factores propicios para que las aspiraciones estudiantiles vagamente expresadas antes y jamás efectivizadas hasta entonces pudieran concretarse en claras exigencias y fueran llevadas a la práctica por la acción común de gobierno y estudiantes, unidos en idéntico ideal.
La llegada al gobierno del partido popular infundió en el estudiantado la esperanza de que las anacrónicas estructuras de las universidades existentes —en Buenos Aires, Córdoba y La Plata, pues las de Santa Fe y Tucumán eran aún provinciales— serían reformadas según el nuevo espíritu democrático que presidía ahora el país. Los manifiestos de la «Biblioteca Córdoba» de Córdoba y del Colegio Novecentista de Buenos Aires, las severas críticas que desde el Ateneo Universitario de Buenos Aires formuláronse desde el año 1916 contra el estado universitario vigente, fueron creando una conciencia estudiantil proclive a un inminente movimiento reformista.
Éste, por fin, estalló en Córdoba, sede de la trisecular casa de Trejo.
Tras una huelga declarada en marzo de 1918 en procura de reformas al estatuto vigente, el Presidente Yrigoyen envía un comisionado que propone algunas modificaciones reglamentarias al Poder Ejecutivo. Pero cuando éstas se ponen en práctica para la elección del rector, la asamblea de profesores recurre a las peores mañas de las camarillas que por entonces dominaban los vetustos claustros cordobeses. Entonces —aquel iluminado 15 de junio de 1918— la muchachada constituida en Federación Universitaria de Córdoba desde mayo desaloja la congregación profesoral, proclama la huelga general, ocupa la Universidad y lanza el «manifiesto a los hombres libres de Sud América», redactado por Deodoro Roca, donde se anuncia la ruptura de la última cadena del coloniaje, la última servidumbre mental de América.
Después los acontecimientos se tornan vertiginosos. La agitación estudiantil cunde en todas las casas. La Federación Universitaria Argentina (FUA), fundada el 11 de abril, convoca el primer Congreso Nacional de Estudiantes Universitarios, que delibera en Córdoba desde el 20 al 31 de julio y concreta en claras exigencias el nuevo ideario. En adhesión al movimiento cordobés hay huelga general de estudiantes en todo el país por cuatro días; se suceden los mitines de apoyo. En agosto, a pedido de la Federación Universitaria Cordobesa y la Federación Universitaria Argentina, el Poder Ejecutivo interviene la Universidad de Córdoba, enviando como interventor al ministro de Instrucción Pública. Espíritus preclaros apoyan a los estudiantes: José Ingenieros, Alejandro Korn, Alfredo L. Palacios, Ricardo Rojas. Ante la presión del ambiente, el Consejo Superior de la Universidad de Buenos Aires pone sus venerables barbas en remojo y sanciona espontáneamente algunas reformas a los estatutos, que son aprobados por el Poder Ejecutivo. Por fin, el 31 de julio Yrigoyen envía al Congreso el proyecto de ley orgánica de instrucción pública, donde se coloca a las universidades «dentro del espíritu nuevo», cuya pujanza ya es irresistible. En setiembre la estudiantina gana de nuevo la casa de Trejo en protesta por lo que considera una demora del Poder Ejecutivo en la sanción de las reformas propuestas. Un mes después decreta Yrigoyen la reforma de los estatutos cordobeses. Más largo fue el proceso reformista en la Universidad de La Plata, que hasta junio de 1920 no vio efectivizados los reclamos de sus alumnos, tras movimientos que llegaron a extremos violentos dada la terca resistencia de sus autoridades: es de notar que los nuevos estatutos fueron proyectados por los presidentes de la Federación Universitaria de La Plata (FULP) y de la Federación Universitaria Argentina, y adoptados casi textualmente por el Poder Ejecutivo.
Pero no bastaba infundir el nuevo espíritu a las viejas casas: había también que crearlas nuevas para experimentar desde el principio los beneficios del sistema en campo virgen.
A iniciativa de Yrigoyen se sanciona en 1919 la ley 10 861 creando la Universidad Nacional del Litoral, con lo que se respondía a un largamente expresado anhelo de los estudiantes de esa zona. Sus estatutos fueron redactados consultando a los centros estudiantiles, y se aprobaron en abril de 1922. Eran tan apegados a los nuevos ideales que desde entonces fue conocida la del Litoral como la «Universidad de la Reforma». En Tucumán la institución provincial de endeble existencia que expedía algunos títulos fue nacionalizada por ley 11 027 en 1920 a pedido de la Federación Universitaria Argentina, que cumplía con ello una resolución del Congreso de Córdoba. El acta de constitución de la Universidad norteña fue firmada por los alumnos y fue designado encargado de ella un joven reformista: poco después se aprobaron, para su gobierno, estatutos semejantes a los de la Universidad del Litoral.
El período de Yrigoyen concluyó pues, dejando reformadas las tres universidades existentes y creadas dos más, bajo las mismas orientaciones. Pero no se redujo a las fronteras del país el movimiento, intérprete de los anhelos de toda una generación americana que vio en el «llamado de Córdoba» la cabal expresión de sus ansias liberadoras. Así, fueron estallando gradualmente en las universidades americanas reclamos basados en los aquí triunfantes.
En la Argentina todo se había realizado bulliciosa pero pacíficamente. El gobierno no había reprimido las algaradas estudiantiles —algunas, camorreras por demás—, sino que sabiamente las había encauzado hacia una fecunda colaboración para el mejoramiento de la Universidad. Así como durante las agitaciones sociales había estado abierta la Casa de Gobierno a los obreros para escuchar la expresión de sus anhelos, del mismo modo acogió Yrigoyen a la estudiantina, confió en ella, le otorgó responsabilidades y le dio una personería como nunca había tenido antes y como pocas veces gozó después. Y conste que ello no ocurrió porque lo moviera a esa actitud algún móvil político: casi ninguno de los dirigentes estudiantiles era por entonces radical, y algunos eran rabiosamente antirradicales. Pero Yrigoyen vio que esos fermentos de rebeldía escondían una enorme posibilidad de renovación espiritual y por eso, a ojos cerrados, apoyó el «espíritu nuevo», como gustaba llamarlo.
La Reforma fue el punto de partida de una generación americana que con esa bandera pudo sentirse suficientemente fuerte como para crear un orden cultural que fuera auscultador atento de la tierra, abriendo la universidad al pueblo y comprendiendo la necesidad de resistir la opresión del imperialismo y las dictaduras, para promover estructuras sociales exentas de injusticia. Este ideario estaba implícito o existía concretamente en los grandes movimientos libertadores del continente —el radicalismo argentino, la revolución mexicana, más tarde el aprismo—, pero faltaba una camada que supiera concertarlo y llevarlo a la práctica en toda América con un contenido de cultura. La Reforma lo logró. «Toda dictadura en América necesita, en primer término, arrancar la lengua que se mueve en las aulas», expresaba en 1930 Germán Arciniegas. La juventud nacida al calor de la Reforma fue la vanguardia de los pueblos americanos contra las dictaduras que infestaron por entonces nuestra América.
En nuestro país una efervescencia, una inquietud permanente, una prosperidad intelectual nunca vista, advino a la universidad. Estudiantes y obreros se vincularon por primera vez en estrecha confraternidad. Las antiguas camarillas que usufructuaban antes la Universidad como feudo cerrado debieron ceder al empuje que reclamaba nuevos profesores, nuevos métodos. Fueron reparadas injusticias y corruptelas que de puro viejas estaban ya consustanciadas con la vida universitaria. Ésta abandonó su rigidez escolástica para adquirir formas espontáneas, bulliciosas, frescas, aptas para el desarrollo de la personalidad juvenil sin retaceos. Interrogantes nunca planteados se elucidaron —bien o mal, pero siempre con sinceridad y pasión— por los nuevos jóvenes maestros: Deodoro Roca, Saúl Taborda, Héctor Ripa Alberdi, Gabriel del Mazo, Julio V. González, Carlos Sánchez Viamonte, Adolfo Korn Villafañe, Carlos Cossio, Florentino Sanguinetti, Aníbal Ponce. La revolución de las aulas, con la magnitud inesperada de su realización, prestaba confianza a la juventud para inducirla a emprender la búsqueda de una realidad social y cultural distinta de la vivida hasta entonces. (Cierto es que la revolución rusa embobó a no pocos: pero la mayoría tuvo la suficiente independencia mental como para vislumbrar, a poco andar, los errores y las perversiones del formidable experimento soviético). Una vuelta a lo americano, un retorno a los viejos hontanares de pueblo y estilo, fue la Reforma, y a la vez un ancho tímpano donde tuvieron eco todas las inquietudes de una generación que sintió al alcance de su mano la posibilidad de realizar un programa postergado.
Pero a la primera generación reformista argentina debemos señalarle un gran error: su incapacidad para conectar sus ideales con los de la corriente política que les era más afín. Si hubieran hallado lo que el radicalismo y la Reforma tenían de común, ¡qué transformación hubiera podido acaecer en la Argentina! Pero fueron pocos los dirigentes reformistas que tuvieron la suficiente lucidez como para caer en cuenta de que el sentido de vida que propugnaba la Reforma coincidía en lo esencial con el que el radicalismo trataba de instaurar con aquella «reconstitución fundamental» que anunciaba en el manifiesto de 1916. Así, gran parte del esfuerzo reformista se minimizó en la pequeña lucha escolar o se esterilizó en la polémica bizantina; algunos de los paladines del ’18 derivaron hacia el totalitarismo en sus versiones de izquierda y derecha; otros se constituyeron en respetables profesionales y archivaron su vocación revolucionaria. Algunos hicieron punta de lanza en la reacción antirradical, cuando el segundo gobierno de Yrigoyen, y contribuyeron a su caída. La trayectoria de un Luis Dellepiane, que transitó una evolución sauliana desde el marxismo hasta el radicalismo intransigente; o de un Gabriel del Mazo, invariablemente leal a la esencia doctrinaria del radicalismo, fue la de muy pocos. Tal vez una juvenil limpieza de alma o cierta iconoclastia que les mostraba solamente los defectos del radicalismo —la estudiantina no ha sido nunca oficialista— o quizás una impaciencia por superar lo que parecían —y a veces eran— lentos progresos en materia social o económica descolocó a la generación de la Reforma de la realidad política y la apartó o por lo menos no la acercó a la Unión Cívica Radical. Y el equipo que necesitaba Yrigoyen para emprender la revolución que ya se le estaba escapando de las manos se quedó teorizando en los discutideros estudiantiles o reprochando insignificancias al gobierno, ¡mientras el país clamaba por un grupo de muchachos de corazón intrépido que diera voz a sus escondidos anhelos y tornara realidad los generosos sueños del caudillo!
En la Argentina hay una historia no escrita, que es la de las grandes frustraciones, la de los grandes desencuentros. En ella sería la más dolorosa de sus páginas la que relatara el desencuentro de la generación reformista del ’18 con lo radical. Hoy, tras experiencias amargas y aleccionadoras, los dos conceptos han vuelto a ayuntarse. La equivocación no debe repetirse. Reforma y radicalismo son elementos integrativos de una misma entelequia: la emancipación americana dentro de su plenitud auténtica de vida. Sólo entendiendo esto se podrá reparar —tarde, pero quizá no demasiado tarde— la gran chingada de la generación del ’18.
Con eso y todo, la Reforma cumplió una gran función de reordenamiento y reenquiciamiento espiritual. Hoy es realidad triunfante o ilusión esperanzada de la juventud americana: pero siempre bandera de mocedades.
3
El movimiento de los partidos políticos se caracterizó, durante la presidencia de Yrigoyen, por una progresiva descomposición de las agrupaciones no radicales, paralelamente al acrecimiento de la Unión Cívica Radical, la cual, a su vez, padeció conflictos internos en casi todas las provincias.
El Partido Socialista, que desde 1912 compartía la representación metropolitana con el radicalismo, sufrió por esos años dos escisiones: nacionalista una, internacionalista la otra. La primera fue encabezada por el doctor Alfredo L. Palacios, que había sido expulsado de su agrupación en 1915 por haber violado estrictas normas en materia de duelos, en un incidente parlamentario con Horacio Oyhanarte que no llegó al lance. Con este motivo el comité socialista de la Boca pidió la expulsión de su antiguo representante de 1904 y el 2.º Congreso Extraordinario realizado en Rosario en 1915 decretó su expulsión. Tras renunciar a su banca, el doctor Palacios fundó entonces el Partido Socialista Argentino al que imprimió características muy afines al nacionalismo romántico y un tanto aburguesado de que siempre hizo gala. El nuevo partido obtuvo en 1916 unos 33 000 votos en la Capital, sin llegar a lograr representación alguna. Poco después moría de inanición, alejándose el doctor Palacios de la política activa hasta 1931, en que reingresó a su viejo partido.
La otra disidencia tuvo proyecciones más trascendentales. Se produjo en 1917 con motivo de la actitud asumida por el bloque parlamentario socialista en lo referente a la política internacional argentina. Las divergencias doctrinarias se hicieron, por fin, insolubles, cuando en enero de 1918, se realizó un congreso constitutivo de lo que se denominó «Partido Socialista Internacional» al que se dio un contenido ideológico apegado al marxismo revolucionario, en contraposición a lo que calificaban de «reformismo tibio» de la dirección socialista. En 1920, el nuevo partido realizó un segundo congreso, que decidió trocar el nombre de la agrupación por el de «Partido Comunista», con el cual ha pervivido hasta hoy.
Por último, en 1920 también sufrió el Partido Socialista una detección provocada por simpatizantes de la Tercera Internacional fundada poco antes por Lenin. El grupo estaba encabezado por el senador nacional Enrique del Valle Iberlucea.
Pese a estas desgracias internas, el Partido Socialista, con la autoritaria dirección de Juan B. Justo, mantuvo su prestigio popular en la Capital Federal, traducido en los 42 000 votos obtenidos en 1916, aumentados a 60 000 en 1922, que le aseguraron las bancas de la minoría metropolitana en la Cámara de Diputados. Allí fueron los adversarios más implacables e inteligentes del radicalismo, sirviendo magníficamente a los intereses del Régimen y negándose a acompañar al radicalismo en muchas iniciativas progresistas.
En el conservadorismo la pérdida del poder repercutió dolorosamente. A la orfandad que suponía en el orden nacional la llegada a la presidencia de un adversario, se agregaron los sucesivos desalojos de sus situaciones provinciales, que el pueblo fue llevando a cabo en libres comicios. Un partido como el conservador, que durante treinta años se había alimentado con las primicias del poder, carente ya de heroicidad, sin ideales superiores, escéptico de su propia función, no podía resistir sin desmayos el ayuno oposicionista. Así fue como el resultado de la derrota fue una disgregación de fuerzas que sólo se detuvo cuando los intereses creados apuntalaron los restos del Régimen en liquidación.
El Partido Demócrata Progresista, nucleado por Lisandro de la Torre para la jornada electoral de 1916 con el aporte de varios oficialismos locales, se deshizo como un castillo de naipes aún antes de las elecciones, perdiéndose así la única posibilidad de renovación del conservadorismo. Es que si hubieran aprovechado los hombres del Régimen la época de derrota para reagrupar sus fuerzas, depurarlas, dotarlas de algún objetivo y unificar los diversos grupos provinciales en un gran partido nacional destinado a ejercer el contralor del nuevo gobierno, esos años hubieran sido aprovechados plenamente. Pero no lo hicieron. Prefirieron enquistarse en las bancas supervivientes del Senado o atrincherarse en sus feudos ya vulnerables o, sencillamente, permutar la vieja divisa por la que estaba entonces en alza, ingresando sin mayor remordimiento al radicalismo.
El gobierno de Yrigoyen no se dedicó a atacar al conservadorismo. Simplemente desmontó los mecanismos que impedían en las provincias la libre expresión popular. Eso bastó para que los partidos conservadores se derrumbaran. Pero no hubo persecución ni ensañamiento. No existió el propósito de liquidar los resabios del Régimen. Tanto fue así que provincias hubo donde el conservadorismo se mantuvo en preponderancia; y en otras permaneció en prudente recogimiento, «hasta que aclarara…». Los partidos del Régimen eran poderosos en algunas provincias, especialmente Buenos Aires, Córdoba, Corrientes y Salta. La intervención al primer estado argentino decretada en 1917 fue un golpe tremendo para el conservadorismo, cuya expresión más potente y agresiva fincaba en esta provincia.
En Buenos Aires el conservadorismo quedó aniquilado. Cuando la ciudadanía bonaerense pudo manifestar libremente su preferencia cívica quedó evidenciado hasta qué punto había sido profunda y perdurable allí la paciente labor de Yrigoyen y sus seides. El radicalismo pagó a Buenos Aires su fidelidad dándole grandes gobiernos. Don Luis Monteverde, José Luis Cantilo, Valentín Vergara y Nereo Crovetto fueron gobernantes progresistas, honrados y respetuosos de todos los derechos. Las comunas bonaerenses nunca fueron administradas con tanta honestidad. Así pudo ocurrir en 1931 el milagro del Cinco de Abril, respuesta preñada de sentido que dieron «las chacras y las comunas bonaerenses». (Ricardo Rojas) a la dictadura uriburista.
En Corrientes, en cambio, las fuerzas del Régimen lograron mañosamente retener sus posiciones pese al veredicto popular. Allí, el jefe del autonomismo —que durante largos años había detentado directa o indirectamente el gobierno de la sufrida provincia— hizo votar en 1915 a sus adictos de la Legislatura por el doctor Numa Soto, radical, para senador, declarando en su previsor viraje que el sistema de la «rotación» autonomista-liberal inaugurado en 1909, había terminado. Así logró Vidal convertirse en árbitro de la situación correntina, cuyo gobierno, liberal, se encontró atacado por el autonomismo y el radicalismo a una. Hubo un intrincado proceso político que culminó con la intervención. Cuatro meses después de decretada ésta —noviembre de 1917— se realizaron las elecciones de gobernador, que otorgaron mayoría a los radicales, aunque sin lograr un número suficiente de electores en el Colegio Electoral.
Sin embargo, la candidatura radical parecía tener posibilidades de triunfo en la segunda votación del cuerpo después que cada grupo cumpliera con sus compromisos particulares, pues tres electores radicales disidentes inclinarían sus votos en esta instancia por el coronel Blanco, abnegado artífice del partido popular en Corrientes y su candidato a gobernador. En eso se estaba cuando Blanco fallece repentinamente en Buenos Aires. El inesperado y sensible deceso provocó confusión y desconcierto en las filas radicales, lo que fue aprovechado sagazmente por las fuerzas del Régimen, que piloteadas por Vidal sufragaron en bloque, pese a sus antagonismos, por un dirigente liberal ajeno en absoluto a todo el proceso eleccionario, completando la fórmula con un autonomista. Esto revivió nuevamente el sistema de la «rotación», y fue protocolizado en un pacto que se signó poco después. A pesar de que el procedimiento significaba en esencia un escamoteo a la voluntad del electorado, las formas legales eran incuestionables. El interventor federal no objetó el proceso y así pudo mantenerse en la situación correntina la tradicional entente autonomista-liberal, cuyos personeros se hicieron cargo del gobierno en agosto de 1919. Después de esta derrota —en la que la fatalidad, el empecinamiento de las fracciones radicales y la astucia de Vidal se conjuraron para evitar el justo triunfo radical— la Unión Cívica Radical consiguió ganar la heroica provincia recién en 1946.
Menos azaroso fue el proceso de desmonte de la máquina del Régimen en Salta. Allí, la oligarquía azucarera había hecho de la provincia un coto de caza: las elecciones que habían elevado en 1912 al doctor Robustiano Patrón Costas estaban manchadas por un sangriento fraude y por una inconstitucional intromisión del Senado provincial en el escrutinio: la justicia criminal adolecía de irregularidades que la convertían en arma tremenda contra los opositores, carentes de toda garantía; el Poder Legislativo estaba compuesto en su mayoría por empleados a sueldo del gobierno o dependientes de la empresa cuyo dueño era el gobernador; se habían enajenado 200 000 hectáreas de tierras fiscales a la firma Bunge y Born con títulos falsificados y procedimientos subrepticios. El caótico estado de la provincia llevó a principios de 1917 a todos los partidos opositores salteños —incluso el socialista— a pedir la intervención nacional que fue decretada en abril de 1918 previo un informe confidencial del doctor Avelino Ferreyra al presidente Yrigoyen.
Fue designado comisionado un digno magistrado de la justicia metropolitana, quien interpretó su misión como dotada de amplísimas facultades, cuando lo cierto era que sólo debía presidir el proceso electoral de renovación gubernativa. Ello motivó una incidencia con Yrigoyen que tuvo amplios ecos en su tiempo y concluyó con la renuncia del interventor. Al fin se realizaron normalmente las elecciones, triunfando el candidato radical doctor Joaquín Castellanos (ya por entonces enemigo personal de Yrigoyen, como casi todos los antiguos comensales de Alem, y que más tarde sería un vociferante detractor del caudillo). El doctor Castellanos no concluyó su período, pues debió renunciar con motivo de haber sido sometido a juicio político por la Legislatura: ante este nuevo conflicto el Congreso Nacional sancionó la intervención a Salta, que terminó en abril de 1922, con la asunción del poder por el doctor Adolfo Güemes.
En Córdoba, el Partido Demócrata (rótulo que con el aditamento de «Nacional» adoptaron los partidos conservadores de todo el país al unificarse en 1931) logró recobrar sus posiciones, perdidas en 1915 con motivo de la elección que consagró a la fórmula radical Eufrasio Loza-Julio C. Borda. Una escisión partidaria que aparejó la renuncia del doctor Loza en mayo de 1917 y culminó posteriormente con un conflicto entre la Legislatura y el doctor Borda debilitó grandemente al radicalismo cordobés, posibilitando el triunfo obtenido en noviembre de 1918 por el doctor Rafael Núñez, candidato demócrata. Las presiones que en su momento se denunciaron, así como la inconstitucional modificación de la ley de elecciones provinciales hecha con el propósito de discriminar las zonas de predominio demócrata, inclinaron a la Unión Cívica Radical a abstenerse de concurrir a la ulterior renovación gubernativa de Córdoba, en la que triunfó canónicamente el doctor Julio A. Roca, ungido por 30 000 sufragios sobre 160 000 inscriptos en el padrón. Pero la situación de minoría en que se encontraba el oficialismo cordobés se puso de manifiesto más tarde, con la elección presidencial, en la que el radicalismo obtuvo 47 000 votos contra 31 000 del partido gobernante. Este hecho indujo al gobierno nacional a declarar suspendidas sus relaciones oficiales con el cordobés, en mayo de 1922, poco después de haber asumido el mando el doctor Roca. La anómala situación duró hasta que la presidencia siguiente volvió las cosas al estado anterior.
También en Tucumán y Mendoza conservaron un caudal apreciable los partidos del Régimen, los cuales, aunque vencidos en las contiendas electorales de diciembre de 1916 y de enero de 1918, que consagraron gobernadores a los doctores Juan M. Bascary y José Néstor Lencinas, no quedaron tan descalabrados como en otras provincias.
Pero no fue total ni definitiva la derrota del Régimen en el país, si bien en algunas provincias y en la Capital Federal el desastre fue grande. En no pocas lograron las fuerzas conservadoras mantenerse y aún recobrar sus posiciones, reservando sus posibilidades para el momento no lejano en que se pudieran aglutinar todas las fuerzas políticas que alentaran un designio antiyrigoyenista para el supremo esfuerzo antipopular de 1929-30.
Rotas las férreas normas —más éticas que políticas— que habían mantenido a la Unión Cívica Radical en recogimiento frente al desborde del Régimen aparecieron en su seno una serie de conflictos internos, productos inevitables de los nuevos objetivos políticos que ahora perseguía el partido. Los intereses que antes no habían existido y que ahora jugaban con toda crudeza; la democracia interna, que permitía la expresión de todas las opiniones; la falta de consecuencia de algunos dirigentes que al llegar a las posiciones públicas traicionaron al antiguo jefe; su misma falta de experiencia gubernativa; en fin, la infiltración de elementos puramente arribistas y la existencia de un ala del partido no consustanciada con la esencia popular, nacionalista y revolucionaria de la Unión Cívica Radical, fueron factores que provocaron escisiones y malestares perturbadores de la labor gubernativa de Yrigoyen en grado sumo.
Éste, a pesar del pretendido personalismo con que conducía los asuntos partidarios, fue en más de una ocasión impotente para remediar esos conflictos internos: lo que demuestra que la manida sumisión a las directivas del caudillo que se achacaba a los dirigentes radicales no era tanta ni tan absoluta. A veces necesitó Yrigoyen recurrir a todos su esfuerzos para reducir a elementos levantiscos que amenazaban con malograr su política reparatoria; otras, debió tolerar situaciones o personajes que en otros momentos habría desechado. Pero la política militante, su calidad de jefe de partido, la lucha por ganar el Congreso, el esfuerzo por aliviar siquiera un punto la insoportable presión opositora, lo obligaron a transar alguna vez, ¡a él, el gran intransigente!, o a ser alguna vez injusto, al fallar tal o cual pleito local. Ello no amengua su grandeza ni empaña su trayectoria: a cambio de estos pequeños inevitables renuncios están sus grandes aciertos. El saldo siempre será favorable.
La mayoría de los conflictos internos del radicalismo debiéronse a causas locales, pero en algunos alcanzó a apuntar cierto matiz de resistencia a Yrigoyen que, disimulada cuidadosamente mientras el caudillo ocupó su sitial, se manifestó con agresividad durante la presidencia siguiente. Todos estos antecedentes ayudarán a comprender el sentido de estas perturbaciones internas, propias, por otra parte, de un partido esencialmente democrático que no estaba presidido por una jerarquía omnímoda ni tenía una estructura monolítica, sino que estaba abierto a todas las expresiones, a todos los intereses, a todas las ambiciones.
Santa Fe tuvo el mínimo honor de contar con una disidencia en el radicalismo antes que Yrigoyen fuera elegido presidente. El cisma nucleó a la mayor parte de los elementos radicales contra el gobierno del doctor Menchaca que, según se recordará, había sido elegido gobernador de la provincia en las primeras elecciones realizadas bajo la ley de sufragio libre y garantido. El fallecimiento de Antonio Herrera, Ricardo Núñez y José Chiozza restaron al partido personalidades de valía que jugaban un papel de equilibrio en el gobierno provincial. La creciente oposición radical al doctor Menchaca se planteó al debatirse el nombre de su sucesor: la mayor parte del radicalismo santafecino sostenía al doctor Rodolfo Lehman, mientras el grupo que rodeaba al gobernador sostenía a su ministro, el doctor Enrique M. Mosca.
Los «radicales de Santa Fe», como se titularon los disidentes, enviaron diputados de brillante actuación en el Congreso e imprimieron a su actitud un carácter de independencia aunque no de oposición a Yrigoyen. Ricardo Caballero, que era uno de sus jefes más activos, le prestó un sentido doctrinario hondamente nacionalista y de justicia social que lo colocó en posiciones a veces más avanzadas que el radicalismo tradicional. La disidencia concluyó con la candidatura común del doctor Mosca en 1920. Hubo un momento en que se constituyó en árbitro de la solución presidencial en 1916, y algunos de sus dirigentes especularon largamente con los diecinueve electores decisivos con que contaban: pero ya hemos visto cómo en esa coyuntura triunfó su lealtad al radicalismo sobre las intrigas desatadas.
Menos trascendencia tuvo el desgraciado episodio que protagonizó en Buenos Aires el doctor José Camilo Crotto. Este viejo amigo de Yrigoyen, pintoresco y decidor, tenía una noble trayectoria en el radicalismo, cuyo organismo máximo llegó a presidir. Pasó de la banca de senador nacional por la Capital Federal a la gobernación del primer estado argentino en las primeras elecciones ganadas por la Unión Cívica Radical en esta provincia.
Pero una vez en el alto cargo, el doctor Crotto adoptó una actitud de desestimación hacia sus viejos amigos, de indiferencia frente al partido y aun de alzamiento contra el viejo camarada al que debía su carrera política y que lo había hecho objeto siempre de delicadas atenciones. Así, sus ministros fueron extraños al partido o recién llegados; su actitud frente al movimiento universitario reformista de La Plata tuvo desplantes severos; se permitió expansiones aliadófilas que no correspondían a la esfera de sus atribuciones y estaban en antagonismo con la línea política del gobierno nacional. Alentado por elementos extrarradicales, el doctor Crotto llegó a creerse toda una potencia política, cuando lo cierto era que sin Yrigoyen no era nada. Su extraña conducta (que en su momento se atribuyó a una perturbación de sus facultades mentales) motivó la lógica reacción del radicalismo bonaerense, que se alejó de él hasta obligarlo a renunciar después de una odisea tragicómica. El doctor Crotto, que colaboró activamente con el antipersonalismo durante la presidencia siguiente, falleció muchos años después.
En cambio, la disidencia correntina aparejó —como se ha visto— la pérdida de la gobernación. La crisis afloró cuando el Comité Provincial debatió, en octubre de 1916, si habría de solicitar o no la intervención de Corrientes a las nuevas autoridades de la Nación. Contra la opinión del coronel Blanco, presidente del cuerpo, el pronunciamiento fue negativo. Llevado el caso en apelación a la Convención Provincial, ésta sancionó el pedido de intervención y expulsó a no pocos miembros.
Ante el conflicto interno, cada vez más agudo, el Comité Nacional destacó al doctor Víctor M. Molina primero y al doctor Tomás de Veyga después, con la misión de solucionarlo. Formalmente, la misión de los dos interventores tuvo éxito, pues se llevó a cabo una amplia reorganización partidaria acatada por todos los grupos: pero las disidencias eran demasiado profundas ya. En julio de 1917 se completó la reestructuración orgánica ordenada con la instalación de la Convención Provincial, donde predominaban los elementos tradicionales, adictos en su mayoría al coronel Blanco. Al proclamarse las candidaturas a gobernador y vicegobernador, obtuvo 26 votos la fórmula integrada por el coronel Blanco y don Mariano Madariaga; pero una docena de convencionales, irreductiblemente enemigos del viejo caudillo, proclamaron el binomio Miguel Susini-J. Hortensio Quijano. Ante la disidencia manifestada, el Comité Nacional procedió con energía; declaró que la única fórmula radical era la encabezada por el coronel Blanco y prestigió la proclamación de su candidatura con el envío de una nutrida delegación partidaria.
Al fallecer el coronel Blanco los radicales no sustituyeron el nombre del caudillo con un candidato que fuera común a todos los grupos, sino que anunciaron que votarían para gobernador el segundo término de la primitiva fórmula. La impolítica actitud de los radicales tradicionales motivó que la fracción disidente, a su vez, mantuviera su actitud separatista. Entretanto, Vidal trenzaba magistralmente los hilos que le quedaban. Y así, sensacionalmente, resultó electo en primera votación un dirigente liberal.
El nuevo gobernador tuvo el tino de mantener buenas relaciones con el gobierno nacional, que a su vez no lo molestó pese a las denuncias del radicalismo provincial, cuyas filas seguían divididas al punto de verse obligados a abstenerse en los comicios de renovación gubernativa de 1921. La disidencia persistió, y fue sobre su base como se creó el antipersonalismo correntino durante la presidencia siguiente.
En Entre Ríos el conflicto estalló en los primeros meses de 1919 con motivo de la renovación gubernativa. Leopoldo Melo contaba con la mayoría de la Convención Provincial del radicalismo, pero su nombre era resistido por muchos delegados. Ante las quejas que llegaron al Comité Nacional por la designación que habría de hacer el cuerpo, el alto organismo nacional hizo un llamado a la unidad partidaria a la Convención —reunida en Rosario Tala— pidiéndole postergara la proclamación de la fórmula gubernativa hasta que se llegara a un acuerdo. La Convención, sin embargo, hizo caso omiso de la sugestión del Comité Nacional, y consagró el binomio Leopoldo Melo-Emilio Mihura. Pero la resistencia continuaba acreciendo, por lo que el candidato a gobernador hubo de renunciar. La Convención, entonces, se reúne no sin dificultades en Paraná: ahí se anuncia la llegada para el 12 de abril de una delegación del Comité Nacional compuesta por Fernando Saguier, Andrés Ferreyra y Víctor Molina. Horas antes del arribo de éstos el cuerpo proclamó la fórmula Celestino Marcó-Emilio Mihura.
Ante el desaire que suponía esta medida para la dirección nacional del partido, un grupo de convencionales protesta y declara la abstención en los comicios. Desde entonces el radicalismo entrerriano, en su mayoría, estuvo prácticamente desvinculado del resto del partido, respondiendo siempre a la dirección del doctor Miguel Laurencena. Después de 1922, la minoría yrigoyenista entrerriana cobró fuerza y logró hacer lucha pareja a la mayoría en las elecciones de 1926, en la que ésta llevó como candidato a gobernador al doctor Eduardo Laurencena, y aquélla, al doctor Francisco Beiró.
En Santiago del Estero la fricción venía desde antes de la elección de Yrigoyen. Triunfó el candidato conservador, y los radicales se unificaron poco después, aunque conservando sus disidencias internas alrededor de esos núcleos cromáticos… En la próxima renovación de la gobernación, la Unión Cívica Radical se abstuvo de concurrir, limitándose a denunciar los fraudes cometidos por el gobierno santiagueño. Yrigoyen demoró bastante en intervenir Santiago. Al fin, fallecido el gobernador conservador, Yrigoyen intervino Santiago (octubre de 1919). La intervención, cuyo titular fue el doctor Matías Rodríguez Galisteo, tuvo una actuación intachable, sin comprometerse con ninguna de las fracciones que convivían en el seno del radicalismo santiagueño. Porque, como era dable esperar, no bien el enemigo común desapareció de escena (y en forma completa, porque el conservadorismo como partido no reapareció en Santiago hasta 1932) las antiguas divisiones se agriaron: los «blancos», amparados por su jefe, el ministro del Interior, se mostraron intemperantes y arrolladores, proclamaron candidato a un radical nuevo, el doctor Manuel Cáceres, incorporado al partido solo cuatro años antes. Por su parte, los «negros», arrimados a la personalidad del doctor Vicente Gallo —que alimentaba por entonces aspiraciones presidenciales— tuvieron como candidato al doctor Pío Montenegro. Triunfó ampliamente el primero, realizando desde el gobierno algunas obras importantes para el adelanto de la provincia y sin que el conflicto interno tuviera mayor proyección sobre su administración. Más tarde, la política acentuadamente personal de Cáceres le granjeó la animadversión de todo el radicalismo, provocando la unificación de «negros» y «blancos» en 1924, que reconstituyeron el partido con una tendencia confesadamente «alvearista», hasta que la nueva renovación gubernativa separó definitivamente del partido unificado al núcleo yrigoyenista.
Mendoza fue centro de una de las disidencias que más daño habría de hacer al radicalismo. Tras una honorable derrota en 1912, la Unión Cívica Radical había triunfado en las elecciones presidenciales del distrito en 1916, y luego en las de gobernador, presididas por el interventor federal doctor Eufrasio Loza. Fue consagrado gobernador el doctor José Néstor Lencinas, el «gaucho». Lencinas, caudillo de real prestigio popular, hombre sentimental, impulsivo, aniñado y de un alma nobilísima. El doctor Lencinas hizo un gobierno patriarcal, dotó a la provincia de leyes sociales adelantadas y atendió al pobrerío con una generosidad a veces reñida con leyes y reglamentos.
Pero su carácter, sus extravagancias y su poca experiencia le hicieron incurrir en algunas faltas y atropellos que Yrigoyen no pudo menos que reprocharle, desde que comprometían el prestigio de todo el partido. Yrigoyen se vio obligado en diciembre de 1918 a decretar la intervención federal, la que había sido solicitada por el Comité Provincial de Mendoza en extenso y documentado memorial. Al mismo tiempo el presidente llamó a Lencinas a Buenos Aires y le dio un sosegate tan enérgico que el «gaucho», sinceramente arrepentido de sus desafueros, extendió allí mismo (27 de mayo de 1919) la renuncia de su cargo… ¡dirigida al presidente de la Nación! Naturalmente, Yrigoyen no utilizó nunca la original dimisión: pero conservó el documento como un instrumento de contención contra su impetuoso amigo.
A mediados de 1920 falleció el gobernador Lencinas, pero el grupo que había nucleado fue adquiriendo cada vez mayor autonomía del resto del partido y cada vez más sentido antiyrigoyenista, bajo la dirección de los hijos del finado: Carlos Washington, José Hipólito y Rafael Néstor. Ya veremos cómo el «lencinismo» fue una de las deformaciones más estupendas de la Unión Cívica Radical, y cómo es, en gran parte, responsable de la caída de Yrigoyen en 1930.
Lo de San Juan tuvo contornos trágicos. A través de los años revivió por esa época el signo trágico que presidiera los momentos culminantes de la política huarpe —recordemos a los gobernadores Benavídez asesinado en 1858, Virasoro asesinado en 1860, Aberastain asesinado en 1861, Videla asesinado en 1872, Gómez asesinado en 1884…—. Regresado por el apasionamiento, la incultura cívica y el frío designio de determinados individuos, un sello sangriento tornó a caracterizar las luchas cívicas de San Juan.
La provincia había sido gobernada hasta 1919 por los conservadores (Concentración Cívica). Los radicales estaban divididos con motivo de una elección interna efectuada para designar candidato a diputado nacional en la que fue derrotado el doctor Federico Cantoni, quien se retiró del partido y fundó la Unión Cívica Radical Intransigente.
En octubre de 1919 se decretó la intervención a San Juan. Ante la futura convocatoria a elecciones, el Comité Nacional envió al doctor Francisco Beiró a San Juan con instrucciones para unir a los grupos antagónicos. No hubo avenimiento: y en los comicios de diputados nacionales (marzo de 1920) triunfó la Concentración Cívica sobre las dos fracciones radicales separadas. Este resultado llevó a unos y otros la evidencia del fracaso en la futura elección de gobernador si continuaba el cisma, por lo que decidieron de común acuerdo concurrir a la Capital Federal para nombrar a Yrigoyen árbitro de la cuestión y que éste designara la fórmula.
«El presidente de la Nación no tiene candidato», fue la respuesta de Yrigoyen a la delegación. A continuación invitóles a buscar por sus propios medios la solución. Ella fue hallada con los nombres del doctor Amable Jones y don Aquiles Castro, médico psiquiatra aquél, de amplia cultura y gran renombre profesional, alejado de su tierra durante muchos años, honrado y bienintencionado aunque carente de tacto político, y viejo luchador el segundo, de actuación en el partido desde los tiempos del Parque.
Con esta fórmula el radicalismo sanjuanino unido triunfó en las elecciones de mayo de 1920. Pero el conflicto estaba latente. En febrero de 1921 la Legislatura, reunida en una casa particular subrepticiamente, inicia juicio político contra el doctor Jones y lo emplaza a entregar el mando. El gobernador no responde ni se inmuta.
En este estado, visto el desarrollo de los sucesos, el Congreso Nacional sanciona una ley interviniendo la provincia. Se designa comisionado al doctor Raimundo M. Salvat, magistrado judicial y tratadista de derecho sin color político, quien resuelve poco después declarar nulos los nombramientos judiciales hechos por el gobernador y ordena el retiro de las fuerzas policiales que impedían el acceso a la Legislatura.
Después de hacer efectivo su fallo el doctor Salvat dio por terminada su misión y se retiró de la provincia. Ya por entonces los ánimos estaban exaltándose. La resolución del doctor Salvat había enardecido al bloquismo, que la consideró como triunfo propio. Dando un paso más en el cerco que iba rodeando a Jones, el presidente del Senado resuelve asumir el mando de la provincia, visto que sobre el gobernador pendía juicio político. El doctor Jones desconoce la resolución. Un núcleo importante de radicales retira por entonces su adhesión al doctor Jones. Hay intranquilidad en el ambiente. El bloquismo se vuelve cada vez más agresivo. Las cosas que dicen los Cantoni de Jones son tremendas. En setiembre, el Congreso Nacional sanciona nuevamente la intervención a la provincia: pero el Poder Ejecutivo demora el nombramiento de comisionado, a la espera de que los espíritus se aplaquen. Se produce un tiroteo en Jáchal, donde vive el doctor Federico Cantoni, el cual es herido en un pie —se dijo por entonces que la herida fue intencional—. Con ese motivo es recibido en San Juan por una manifestación exaltada, a la que dirige, apoyado en sus muletas, hasta la Casa de Gobierno, frente a la cual pronuncia una arenga desmelenada. Luego, un breve período de calma. Los presagios son siniestros. Llueven anónimos sobre Jones. Éste, cada vez más solo, se niega a abandonar la provincia. «¡Los gobernadores de San Juan mueren en su puesto!», llega a decir en una oportunidad.
Y, súbitamente, el 20 de noviembre de 1921, en una excursión que realiza para inspeccionar unas obras situadas no lejos de la ciudad, el doctor Amable Jones es alevosamente asesinado. Su coche es baleado prolijamente por once individuos apostados en la localidad de Rinconada desde la noche anterior. Al mismo tiempo elementos bloquistas se apoderan de algunas comisarías en la ciudad. El regimiento de Infantería con sede en San Juan recibe órdenes nacionales de dominar la situación, y procede incontinenti a detener a Federico Cantoni y más de cien partidarios armados que se encontraban escondidos en su casa. Algunos «jonistas» exaltados tratan de «linchar» a Cantoni en la cárcel; pero uno de los ministros del difunto gobernador logra, revólver en mano, contener a la multitud.
Acéfalo el gobierno, en estado caótico la provincia, asume el poder per se el doctor Luis J. Colombo, presidente del Superior Tribunal nombrado en comisión por el gobernador Jones y desconocido por la Legislatura bloquista. Permaneció el doctor Colombo en su peligrosa función hasta que en diciembre (1921) se hizo cargo del gobierno el interventor federal doctor Julio Bello, quien continuó en sus funciones hasta que en octubre de 1922 concluyó el período presidencial de Yrigoyen.
Tucumán fue también teatro de disidencias en el radicalismo. Fueron sus actores el doctor Juan M. Bascary, gobernador de la provincia, y don Octaviano Vera, jefe de una de las fracciones en pugna. Siguiendo las inspiraciones de este último, la Legislatura le inició juicio político al gobernador, pero cuando don León Rougés, presidente del Senado, pretendió hacerse cargo del gobierno, el doctor Bascary lo expulsó de la provincia sin mayores trámites. El Poder Ejecutivo decretó entonces la intervención a la provincia para estudiar el caso (noviembre de 1917), desempeñando la misión el doctor Juan M. Garro. Siete meses duró la intervención, cuyo titular fue más tarde el doctor Julio Lezana, hasta que, caducados los mandatos de la mayor parte de los miembros de la Legislatura, se volvió a reponer al doctor Bascary en el gobierno y se dio por terminada la intervención.
La lucha política continuó, sin embargo, y el grupo que acaudillaba Vera continuó hostilizando sin descanso al gobernador, quien se defendió como pudo. En noviembre de 1920 se decretó la intervención a Tucumán, dada la falta de garantías en que al parecer se desenvolvía la lucha electoral, con motivo de la próxima renovación gubernativa. Ésta se realizó bajo la autoridad de la intervención, y en ella triunfó don Octaviano Vera, quien recibió el mando poco después. Esta victoria resultó sorpresiva para quienes conocían la apagada personalidad de Vera, pero él llevó su campaña enarbolando el lema de «las alpargatas sobre las chimeneas» y logró el entusiasta apoyo de los trabajadores tucumanos.
En San Luis ocurrió que la Legislatura, sin tener quórum legal, eligió senadores nacionales. Fue nombrado comisionado el doctor Ernesto H. Celesia, quien se concretó a investigar el caso y, comprobada la irregularidad, aconsejó al gobernador, que lo era el radical doctor Francisco Alric, que convocara a elecciones para integrar el cuerpo y proceder a designar nuevamente senadores. Estaba el radicalismo puntano dividido en «azules», fracción que dirigían Diógenes Taboada y Alberto Quiroga, y el grupo oficialista al que pertenecía el gobernador, los hermanos Gatica y el doctor Adaro. Terminada la intervención legislativa y cesado el gobernador Alric en su mandato el Congreso Nacional sancionó la intervención amplia, designándose interventor al doctor Álvaro J. Luna. Cuando el período de Yrigoyen expiró, la intervención continuaba y el conflicto partidario no había logrado todavía solución en San Luis.
En Córdoba el inevitable conflicto interno tuvo una derivación doctrinaria que no existió en otros lados. Allí, el conservadorismo estaba estrechamente vinculado con los sectores que usufructuaban la dirección de la Universidad y con grupos de marcado matiz clerical, cuya expresión más poderosa era la asociación «Corda Frates». A su vez, el doctor Eufrasio Loza, elegido gobernador mediante el triunfo radical de 1916, estaba rodeado de algunas personalidades —Luis Eduardo Molina, Tomás Argañaraz, Arturo y José Ignacio Bas— a quienes se sindicaba como muy próximos a la «Corda». Ello hizo que el triunfo radical no allegara el apoyo de todo el partido al gobierno, pues muchos elementos, jóvenes en su mayoría, atacaron la orientación pretendidamente reaccionaria de Loza y su grupo.
Pronto surgió un movimiento interno radicado en las zonas australes de la provincia comandado por el doctor Ricardo Altamira, al que se denominó «Liga del Sur», que se acercó a sectores que propugnaban la teoría económica georgista, cuyos voceros eran por entonces Arturo Orgaz y Arturo Capdevila. Todo esto, así como la lucha reformista que por entonces se iniciaba en la Universidad, y más tarde la Revolución Rusa, fueron configurando una disidencia dotada de un contenido ideológico muy avanzado en materia económico-social.
Más tarde, el radicalismo «rojo», anatematizado por la dirección nacional del partido, fue gradualmente disolviéndose. Algunos de sus miembros se alejaron definitivamente de la Unión Cívica Radical, otros volvieron. Pero sus sedimentos ideológicos quedaron y fueron retomados por dirigentes juveniles que desde 1922 se lanzaron a un movimiento de renovación partidaria enderezado a suplantar los viejos valores que venían dirigiendo el radicalismo cordobés desde su fundación. Ocupó en este movimiento un lugar preponderante cierto joven médico de Villa María, el doctor Amadeo Sabattini.
La Rioja asistió a un proceso político sumamente interesante. En abril de 1918 se intervino el gobierno conservador, un mes después de haberse realizado la elección de diputado nacional por el distrito, cuyo triunfo había correspondido al radicalismo. La intervención convocó a elecciones, que se efectuaron en junio de 1918 con el triunfo canónico de la fórmula radical Daniel Bausch-Condell Hünicken. Sin embargo, la elección no fue aprobada por el gobierno nacional ni se pudo reunir el Colegio Electoral hasta febrero de 1920. Atribuyóse la insólita demora al inflexible veto de que habría sido objeto el doctor Bausch en las esferas gubernativas nacionales: y esta resistencia, combinada con la que un sector del partido le hizo en La Rioja, demoró la normalización institucional de la provincia. Es el caso que, ante tales dificultades, el doctor Bausch renunció a su candidatura. Poco después el Colegio Electoral designó gobernador al ingeniero Benjamín Rincón.
Su «mano dura» y su conducción personalista lo distanciaron de muchos correligionarios, que fueron gradualmente nucleándose bajo la denominación de «radicales principistas». El nuevo partido adquirió muy pronto las características del «lencinismo» y el «cantonismo», con los que estaba en estrecha conexión, tomando idéntica postura antiyrigoyenista así como su misma belicosidad.
La división partidaria se agravó hacia 1923, cuando el ingeniero Rincón decidió volcar toda su influencia para consagrar como su sucesor a don Florencio Dávila San Román.
Al comenzar el segundo período gubernativo radical en La Rioja (1923) los radicales estaban agrietados en tres grupos: los «rinconistas», adictos a Yrigoyen; los «principistas», activos y hábiles en sus labores proselitistas, decididos enemigos de Yrigoyen; y los «verdaderos», nucleando un elenco caracterizado pero inclinándose peligrosamente hacia el antiyrigoyenismo por reacción contra el grupo que acaudillaba el ingeniero Rincón.
Pero a esta altura, en el orden nacional estaba ya planteada la gran lucha del radicalismo contra el antipersonalismo, y La Rioja fue campo de este combate con características típicas.
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Estos conflictos, cismas, divisiones, heterodoxias y disidencias de toda laya no significaban en modo alguno un signo de descomposición en el radicalismo. Eran, por lo contrario, un síntoma de su vitalidad y expansión, como en el adolescente pudiera serlo alguna crisis o desarmonía funcional. Ocurrieron en virtud de los motivos que hemos sintetizado, pero se debieron fundamentalmente a que el acceso popular a la cosa pública provocó los lógicos conflictos que se producen al ponerse en actividad por primera vez un mecanismo nuevo. Si el país hubiera tenido una evolución democrática regular, los conflictos que acrecieron en las provincias entre 1916 y 1922 hubieran sido historia de cuarenta o cincuenta años atrás. Eran fuerzas nuevas en expansión que necesitaban tiempo y experiencia para hacer fecunda su irrupción. Después de la Revolución de Mayo también las fuerzas populares desbridadas de toda jerarquía habían provocado situaciones anárquicas, pero luego habían sabido encauzarse por sí solas hasta confluir serenamente hacia la organización del país. Así, también había existido una explosión de elementos: una revolución democrática que asimismo había de darse ajuste y contención por sí. Hay que ser tolerante para juzgar. El radicalismo, inexperto por su propia determinación, necesitaba también hacer su aprendizaje de gobierno. Los entuertos del Régimen habían sido provocados por la puja de los círculos oligárquicos locales, los del radicalismo, choques de pueblo que hacía el maravilloso ensayo de su propia conducción…
Los hombres del Régimen, y sobre todo sus aliados socialistas, no quisieron verlo así, y se cebaron sobre las chambonadas de los gobernantes radicales y las divisiones de sus fuerzas provinciales. Hacia la anarquía titulaba un libro de crítica política cierto escritor conservador. Pero el común sabía, mejor que los curiales, que no se iba a la anarquía sino a la creación de un Estado donde la legalidad no estuviera reñida con la justicia y el bienestar.
Por eso, a pesar de las disidencias, a pesar de tal o cual desafuero, a pesar de algunos espectáculos poco gratos, la ciudadanía siguió expresando su fe en la Unión Cívica Radical reiteradamente. De este modo, en las sucesivas elecciones nacionales para diputados realizadas cada dos años el radicalismo obtuvo en todo el país las siguientes cifras: en 1916, 350 000 votos contra 312 000 de todos los partidos opositores juntos; en 1918, 330 000 (más 47 000 disidentes) contra 363 000; en 1920, 330 000 (más 10 000 disidentes) contra 363 000, y en 1922, 411 000 contra 397 000.
Tales resultados fueron reflejándose en el Congreso Nacional, cuyas bancas empezaron a poblarse de radicales.
Infortunadamente, la lentitud constitucional de la renovación de la Cámara alta impidió que ella reflejara en su momento la confianza del electorado en el radicalismo. El fallecimiento del vicepresidente Luna en junio de 1919, que ejercía una saludable influencia sobre el cuerpo, y el hecho de que algunos senadores radicales no estuvieran en la línea auténticamente radical fueron otros tantos factores que hicieron esterilizar en el Senado buena parte de las iniciativas de Yrigoyen.
Sea como fuere, al aproximarse la renovación presidencial de 1922 la Unión Cívica Radical era mayoría amplia en todo el país. Bajo una u otra denominación, pero siempre dentro del tronco partidario, el partido dominaba todas las provincias salvo Córdoba y Corrientes.
4
¿Cómo gobernó Yrigoyen? Un mandatario que, como él, surgía de un partido sin programa concreto y tironeado por intereses contrapuestos no podía menos que hacer un gobierno personal si quería imprimirle una orientación definida. Su temperamento, además, su experiencia como jefe de partido, la tácita aquiescencia que habían otorgado sus correligionarios a la conducción partidaria llevada a través de treinta años por su acerado temple, todo hacía lógico una administración donde predominara su voluntad. Hizo Yrigoyen un gobierno personal, aunque no personalista.
El ministerio no era un catálogo de «personalidades», pero sus componentes eran ciudadanos honorables, casi todos de antigua trayectoria radical.
El ministro del Interior era el doctor Ramón Gómez, santiagueño, presidente de la Convención Nacional de la Unión Cívica Radical. De Relaciones Exteriores lo era el doctor Carlos Becú, profesor universitario sin color político que renunció pocos meses después. De Hacienda, el doctor Domingo Salaberry, antiguo radical de figuración en el comercio. El doctor José S. Salinas, riojano de actuación cívica en Jujuy, era ministro de Justicia e Instrucción Pública y su gestión fue sensata y comprensiva en los difíciles episodios universitarios en que le tocó actuar. El doctor Honorio Pueyrredón venía de las filas mitristas; ocupó primero la cartera de Agricultura y luego la de Relaciones Exteriores en la forma que ya conoce el lector. El doctor Pablo Torello, dirigente metropolitano (años más tarde presidente del partido), fue ministro de Obras Públicas. Don Elpidio González, rosarino de trayectoria en el radicalismo cordobés, fue ministro de Guerra, y el ingeniero Federico Álvarez de Toledo, porteño, de Marina. El elenco sufrió pocas modificaciones y ninguna crisis, agregándose al correr del período el doctor Francisco Beiró, entrerriano, que se hizo cargo del ministerio del Interior al renunciar el doctor Gómez, el doctor Julio Moreno, una de las más gratas figuras del radicalismo bonaerense, ocupó la cartera de Guerra; el ingeniero Alfredo Demarcho, radical de Buenos Aires y descendiente —dicho sea de paso— de ese radical riojano de hace cien años que fue el general Juan Facundo Quiroga, y los doctores Eudoro Vargas Gómez, correntino, y Carlos J. Rodríguez, cordobés, que desempeñaron el ministerio de Agricultura.
De ellos se dijeron las cosas más bajas que se han dicho públicamente en la Argentina desde los tiempos del padre Castañeda. Al doctor Salinas lo ridiculizaron sistemáticamente. Llegó a hacerse representar una obra de teatro con el solo objeto de exponerlo a la mofa pública. Como el damnificado se quejara a Yrigoyen de esta campaña y le pidiera la adopción de alguna medida en salvaguardia de su dignidad el caudillo le dijo:
—Ser ministro de la Nación entraña un gran honor que lleva aparejado el soportar cosas como ésas…
A Salaberry lo llamaron ladrón en todos los tonos siendo inocente. Al terminar su gestión, cumplido su compromiso con el viejo jefe, difamado y desesperado pero siempre inocente, se pegó un tiro. Sobre González se cebaron también: se reían de su timidez, de su devoción por Yrigoyen, de su aspecto apagado. Todos los ministros de Yrigoyen supieron de la calumnia, del mote, de la injusticia. Pero todos también cumplieron su misión con decoro y honradez. Esto ya es mucho. De ministros más brillantes e ilustrados la historia no puede decir lo mismo…
Una crítica nos es dable hacer: Yrigoyen desconfió de muchos buenos correligionarios y se confió en muchos malos adversarios. Algunas veces no valoró a sus propios compañeros de ideales, los relegó, no los supo colocar en los puestos donde hubieran podido resultar más efectivos. En cambio, fue excesivamente generoso con los recién venidos y aun con los extraños.
En las provincias, sobre todo, la infiltración conservadora fue tremenda, y la tolerancia para admitirla, suicida. Mientras los auténticos radicales se contentaban con el triunfo lírico de sus ideales, los neófitos arramblaban con el botín… Gubernistas bajo todos los gobiernos, esta laya de politiqueros desprestigiaba al partido, debilitaba su contextura, neutralizaba su empuje revolucionario, sensualizaba sus cuadros y era materia dispuesta para toda combinación donde apuntara la posibilidad de una granjería, desde una gobernación hasta un puesto de langostero. Yrigoyen, hay que decirlo, fue débil ante esta invasión. Su excesiva benevolencia lo inclinaba a abrir todas las puertas a los conversos. Y así, los oligarcas de ayer, los comisarios matones, los juntavotos venales, los avenegras de la eterna injusticia, todos entraban al templo dándose esforzados golpes de pecho, pero vichando de reojo las canonjías y murmurando de los antiguos fieles…
*
El gobierno de Yrigoyen fue austero, abierto, paternal. En los primeros días, como un nuevo gerente que se pone al tanto del mecanismo de la empresa que ha de administrar, dio en recorrer hospitales, depósitos de encausados, reparticiones administrativas, policiales y aduaneras y la propia Casa de Gobierno a la hora de entrada a las oficinas. Solía ir con el senador Crotto a la hora de la siesta —ese caluroso noviembre de 1916— y aparecía inesperadamente en cualquier oficina preguntando, conociendo, inspeccionando. Daba un ejemplo de trabajo sin alharacas ni propaganda, pero llevando a la administración pública la sensación de que un celoso inspector de los intereses populares estaba vigilando al empleado remolón o al funcionario coimero. Bien pronto se hicieron notar los efectos de esa actividad. Un antiguo funcionario de la Cancillería —sin color político— dice respecto de su repartición estas palabras que pueden fácilmente generalizarse a todas:
«El advenimiento del Partido Radical, después de una prolongada abstención, sembró la alarma en el personal administrativo, dando pábulo a toda clase de conjeturas que resultaron desprovistas de fundamento. Conforme al credo radical, el nuevo gobierno procedió a la depuración de las malas prácticas gubernativas, suprimió una gran cantidad de empleados supernumerarios, abolió las remuneraciones extraordinarias y exigió a todos los empleados el estricto cumplimiento del horario[23].
Yrigoyen solía llegar a la Casa de Gobierno a la una de la tarde, después de almorzar, y permanecía allí hasta la noche. Era algo lento en su trabajo, pero captaba los problemas con facilidad, y cuando creía tener todos los elementos de juicio en la mano su decisión era rápida e irrevocable. En los asuntos donde se movían fondos públicos era escrupuloso hasta la exageración. Tenía un estilo de gobierno digno y levantado, incapaz de hacer o pedir bajezas. A veces escuchaba los chismes que le traían, pero nunca se sabía hasta qué punto les llevaba atadero o si sólo lo hacía para formarse opinión sobre personas o situaciones o sobre el propio visitante. Trataba a sus colaboradores con respeto y consideración, pero exigiéndoles gran contracción al trabajo. Les ponía como condición expresa para integrar su ministerio que no ejercieran su profesión particular, y uno de sus grandes disgustos, en la segunda presidencia, ocurrió al enterarse de que uno de ellos mantenía abierto y en gran actividad su bufete de abogado. Con los empleados inferiores era de un trato paternal.
Si cabe la redundancia, habría que decir que nunca tuvo la República un gobierno tan republicano. Los gastos de la Presidencia como repartición eran ínfimos. Además, por modalidad personal, no usaba ventilador, calorífero, ni teléfono… En su despacho no se convidaba a los visitantes con cigarros, licores o café, como era costumbre. El único regalo que admitía de sus visitantes o admiradores eran flores, cuya fragancia solía aspirar con delicia: las rosas rojas eran las predilectas, y gustaba deshojar sus pétalos largamente en sus manos. Había renunciado a los sueldos correspondientes a su cargo al ser proclamado candidato a presidente, donándolos a la Sociedad de Beneficencia: este gesto, repetido en 1928, entroncaba con actitudes similares durante el desempeño de sus cátedras. No se curaba del ceremonioso protocolo impuesto por Sáenz Peña ni adoleció de las veleidades fiesteras de la administración siguiente.
La austeridad impresa a su gobierno, empero, no lo tornó inaccesible. Al contrario, esas jerarquías que durante el Régimen habían sido inalcanzables para el pueblo, alejadas de la realidad cotidiana, se llenaron durante la presidencia de Yrigoyen con las angustias, las ilusiones, los problemas y los trajines del hombre común. El acceso del pueblo a la función pública aparejó su llegada a los antes intocados sancta sanctorum de la oligarquía, y esta irrupción le ayudó a quebrar los rutinarios convencionalismos, a sensibilizar la gestión gubernativa, a poner humanidad y comprensión en su quehacer. Hizo todo el bien posible desde su cargo. No era ello un plan para el bienestar del pueblo. Eran manifestaciones de su temperamento profundamente sensible al dolor humano, que había realizado siempre a través de su vida y que ahora, desde la presidencia, podía realizar con más instrumentos pero arriesgándose a la crítica.
La Casa de Gobierno es una romería donde puede llegar cualquier persona. Así como a su casa de la calle Brasil peregrinaban ciudadanos de todas partes para elucidar las cuestiones que afectaban al partido y al país, así también —ya presidente— su despacho estaba abierto a todos los sectores sociales. Estudiantes y obreros llevaron sus clamores bulliciosamente a los salones, antes vacíos y fríos. Una concurrencia siempre renovada colmaba las salas aguardando su a veces largamente esperada entrevista. Él atendía a todos con deferencia, amablemente. Mientras su capacidad de trabajo se lo permitió dio audiencia a cantidades enormes de público.
Finalizando la primera presidencia y sobre todo en la segunda, su resistencia física empezó a fallar y las esperas se hicieron más prolongadas. Pero él hizo siempre lo que pudo: todo lo que pudo. Austeridad para sí y para sus colaboradores; humanidad para sus gobernados.
Es decir, exigencia para sí mismo y generosidad para los demás. Ése fue su estilo de gobierno; el gobierno de este gobernante que si pudo equivocarse en algunas de las pequeñas cuestiones que lo acosaron, en cambio acertó siempre en las grandes cosas argentinas.
Así fue pasando el período de Hipólito Yrigoyen, haciendo democracia efectiva, de hechos más que de leyes, de ejemplos más que de declamaciones. Ya tocaba los setenta años y todavía —magnífico viejo— no se le había blanqueado un pelo ni se le había curvado un punto la espalda.
Estaba, sí, un poco más solo que siempre, porque su hermano Martín, el militar, gran compañero suyo, había muerto poco antes de haber asumido la presidencia. Continuaba viviendo, como siempre, en la vieja casa de la calle Brasil, acompañado por su hija. No había colocado a su familia en las prebendas del presupuesto, contrastando también en este aspecto con el nepotismo de la oligarquía. Al contrario: uno de sus hijos era «vista de aduana» cuando él llegó a la Presidencia, y «vista de aduana» seguía siendo seis años después, teniendo antigüedad, mérito y condiciones para ascender. No había variado sus gustos ni sus costumbres: sólo había amenguado sus idas al campo, sus caminatas, sus largas tertulias.
Hombres eminentes se le habían acercado y habían hablado de él elogiosamente.
El conde de Keyserling lo refirió como «conductor de una revolución sin sangre que ha cambiado fundamentalmente la fisonomía moral de su pueblo», atribuyendo esto a «la magnanimidad del fondo del alma argentina» y a «la evangélica contextura de reformador de su jefe». Enrique Gómez Carrillo le había dedicado un coruscante ditirambo, donde lo comparaba a un Juez del Antiguo Testamento, y afirmaba: «Si yo tuviera el honor de ser argentino, probablemente no sería radical, pero de seguro sería partidario de Yrigoyen». «Es un hombre formidable», había dicho José Ingenieros. «Tiene una fuerza indiscutible», comentaba Víctor Raúl Haya de la Torre. «Gobernante de una austeridad ejemplar, de una honradez indiscutible, de una firmeza de carácter jamás desmentida» lo llamó José Vasconcelos. Gonzalo Bulnes lo veía como «… una gran figura americana, la más grande de su tiempo». Y el político español Francos Rodríguez «ejemplar admirable de la raza…». El presidente Wilson lo había hecho invitar a Estados Unidos por intermedio de su secretario de Estado Colby, ofreciéndole agasajos poco comunes. En su país, su partido lo aclamaba como jefe indiscutido, ante cuya imponencia desaparecían los choques locales y las ambiciones pequeñas. Su pueblo lo idolatraba y lo tenía por el primer mandatario que había sido fiel a sus intereses y aspiraciones.
También se lo atacaba: se lo llamaba demagogo, olvidando que nunca tuvo palabras ni gestos públicos que no fueran estrictamente honorables, y que si su gobierno había arrastrado el apoyo popular era simplemente porque traducía los íntimos anhelos de la ciudadanía, habiéndose empecinado a veces en actitudes que en su momento fueron impopulares —como el mantenimiento de la neutralidad—. Se lo acusaba de ser absorbente en la dirección gubernativa, olvidando que era constitucionalmente el jefe y responsable de la administración nacional. Se le achacaba no haber respetado las autonomías provinciales, cuando lo que no había respetado eran las usurpaciones provinciales, como lo demostraban las posteriores expresiones de los comicios. Se pretendía que el hecho de no concurrir personalmente al Congreso a leer sus mensajes anuales era un signo de desprecio por la representación pública, cuando la cosa no tenía más que una importancia formal y era notorio que su temperamento rehuía todo contacto físico con grandes públicos. Se decía que era antidemocrático porque no hablaba, porque no se exhibía, porque permanecía encerrado en su casa, «en la cueva de la calle Brasil», sin advertir que conversó toda su vida, aparte de que él hablaba por hechos, por realidades.
Pero las apologías y los elogios no le habían hecho perder su línea de conducta modesta, sobria, serena, carente de desplantes y detonancias, como no lo habían alterado tampoco las críticas, las calumnias y las pullas. De acuerdo con el precepto de Séneca, Yrigoyen no se había dejado influir por nada que le fuera ajeno. Se había mantenido genuino, auténtico, esencial.
Íntimamente, él debía sentir que su gran designio se había cumplido en su mayor parte. Sin lograr una transformación radical ni una revolución integral, las peores cosas del Régimen habían desaparecido y habían surgido grandes realidades que pertenecían ya a la vigilia popular. Se estaba haciendo democracia, dentro de cuyo ámbito cabían todas las transformaciones, y había llevado ilusiones y esperanzas a un pueblo aterido, desamparado. «Hay que crear un poco de infinito para el hombre», decía el gran poeta chileno Vicente Huidobro: él había hecho algo de esto. Ahora, su ciclo se estaba cerrando armoniosamente.