EL TEMPLARIO DE LA LIBERTAD
Este libro sobre Hipólito Yrigoyen está escrito por alguien que no alcanzó a conocerlo. Tal vez resulte interesante como testimonio de las nuevas promociones argentinas, para que se sepa qué encuentran ellas de permanente en la vida y en la trayectoria del gran americano. Lo hemos escrito, precisamente, pensando en nuestra generación; en aquellos muchachos de hoy que eran niños todavía cuando Yrigoyen dejó de pertenecer físicamente a su pueblo, a fin de que ellos puedan percibir el sentido de su gesta y alentarse con el ejemplo de su empresa. Decía Sarmiento que es en la vida de los grandes hombres donde deben inspirarse los pueblos. Creemos que el recuerdo de la vida de Yrigoyen ha de ser fecundo, porque nos enseñó primordialmente que la existencia sólo cobra plenitud y justificación cuando se la pone al servicio de un gran ideal.
Sucedía que cuando deseábamos saber algo sobre Yrigoyen y acudíamos a lo que sobre él hay escrito, topábamos con panegíricos elementales o bárbaras diatribas, por no mentar el novelón pergeñado para éxito de librería. Nosotros hemos querido decir con sencillez lo que sentimos y lo que creemos de este hombre que ocupa con su figura cuarenta densos años de historia argentina. No pretendemos ser imparciales. No podríamos serlo, porque éste es un libro escrito con amor y devoción. Estamos embanderados y de ello nos jactamos; pero somos, sí, fundamentalmente honestos, y creemos que eso basta. Podríamos decir con Bossuet: «Venir a hacerme el neutral o el indiferente por el hecho de estar escribiendo una historia y disimular lo que soy cuando todo el mundo lo sabe y yo me enorgullezco de ello, sería buscar en el lector una ilusión demasiado grosera».
He aquí, pues, un libro de iniciación, para que se conozca cabalmente la gesta prometeica de este hombre que también quiso arrebatar el fuego sagrado a los señores del universo para iluminar los espíritus y dar calor a los cuerpos de su gente. Relatan las antiguas mitologías que Hipólito, hijo del semidiós Teseo y la amazona Atíope, fue arrojado al mar por unos toros que contra su carro lanzó Poseidón, dios del océano. El océano significa el infinito, aquello inconmensurable contra lo cual la lucha parece insensatez. También este Hipólito nuestro se lanzó con mística locura contra una infinitud de intereses, de odios, de prejuicios, de miserias. Pero el augurio fatídico evocado por el nombre del caudillo parece compensarse poéticamente con el significado de su patronímico —que en idioma vasco es tanto como «Señor de los Altos» o «Dueño de las Regiones Altas»—. Fue Yrigoyen, verdaderamente, dueño de altos dominios: los de la gloria, los del afecto de su pueblo, los del vivir póstumo… Pero él vivió este señorío con resignado fatalismo como si supiera que habría de prevalecer en su destino el trágico hado del héroe griego, vencido por sus poderosos enemigos.
Por eso no supo de descansos ni de treguas. Por eso fue su vida semejante a la de esos frailes-soldados que vestían cota y cargaban espada sobre la estameña monacal y partían sus días entre la oración y la pelea, lanzándose a la conquista de su ideal con la pujanza de sus almas y la fuerza de sus brazos. Esta trabazón de espíritu y materia domeñados al logro de un mismo fin constituye lo más típico de la vida de Yrigoyen. Político sagaz que sabía pulsar acertadamente las fibras más sensibles de su pueblo, era al mismo tiempo un idealista que desdeñaba todo medio indigno, por importancia que tuviera dentro de su plan; un moralista intransigente que posponía triunfos ante los imperativos éticos que orientaban su vida.
Como un templario de los antiguos tiempos, ciñó su existencia a la consecución de su ideal, y una vez que se sintió señalado por el dedo de Dios formuló sus votos, abandonó los halagos del mundo y tomó las órdenes de su sacerdocio laico. Fue realmente un sacerdote por la austeridad monjil de su vida, por la actitud de intérprete de la voluntad divina que asumió ante su pueblo, por el don de la infalibilidad que le atribuyeron sus fieles y la iluminada fe con que lo siguieron. Fue un sacerdote hasta por su lenguaje sibilino y enigmático, incomprensible para los descreídos, pero sugestivo y evocador para los que en él creyeron.
Semejante a la de los iniciados de los viejos misterios, su existencia fue una tremenda tentativa para expresar el sentido de su apostolado, no solamente a un pueblo que no comprendió sino una faz de su emprendimiento, sino (y esto es lo patético) a discípulos que no alcanzaron tal vez a interpretar cabalmente el significado esotérico de su trayectoria.
Errores tuvo y también pecados: pero esto nos ayuda a descubrirlo más humano, más de carne y hueso, y no como lo vieron los contemporáneos que lo siguieron, para quienes fue un enorme interrogante que nunca acertaron a descifrar; un viejo mago dueño de la clave de los enigmas, sabedor de los ritos y las palabras, distante de sus neófitos, dramáticamente incomprendido hasta por sus discípulos dilectos.
Nosotros, en cambio, lo evocamos como un gran clarividente que tuvo la visión sobrecogedora de la verdad de las cosas argentinas y la sensación espantable de ser el elegido para la faena de reordenarlas según su auténtico sentido. Imaginamos el drama interior: su débil rechazo, la confrontación de lo augusto de la misión impuesta con lo precario de los medios disponibles. Luego, la lucha larga, «en la angustia muchas veces, pero siempre también en la certidumbre», los desengaños, las deserciones, el cansancio, la incomprensión, la indiferencia. Después, mucho después, el triunfo y el estupor ante el hecho inesperado de que no basta llegar a la meta para que todo se transforme, y que lo más difícil es precisamente justificar la victoria con la acción ulterior. Y luego, de nuevo la lucha, la lucha siempre, la lucha con propios y extraños: con éstos para vencerlos o convencerlos, con aquéllos para frenarlos a veces, a veces para impulsarlos. Y así, día tras día, año tras año, entre triunfos y derrotas, hasta que antes de tenderse para el descanso largo confía al discípulo más amado las fórmulas misteriosas y unge su frente con el óleo sagrado.
Tal lo evocamos, Gran Maestre de esa orden cívica que él definió como la «religión civil de los argentinos». Es que así como la Orden del Temple se fundó para defender el Santo Sepulcro de los ataques de los infieles y mantener expeditas las ratas que llevaban a Tierra Santa, así Hipólito Yrigoyen acaudilló a su pueblo para salvarlo de los ataques de los incrédulos y para mantener seguros y transitables los caminos de su libertad: ¡Caminos de la libertad del pueblo! Libertad política de oligarquías, dictaduras y demagogias; libertad económica de capitalismos voraces, de explotaciones e imperialismos; libertad social de miseria e incultura… He aquí la misión que se impuso este fraile sin hábito, este soldado sin armas: he aquí la Causa ante la cual hizo holocausto de su vida este «alucinado misterioso» que se sintió «símbolo de las proposiciones planteadas», es decir, encarnación de los anhelos reivindicadores de un pueblo.
Causa permanente ésta, que convoca hoy a todos los que sentimos con honradez el dolor de una Argentina frustrada que él trató de realizar. A éstos, a los más jóvenes, dedico este libro, hagiografía de un santo laico cuyo misterio quisiéramos entregar, como íntimo mensaje, a los argentinos supervivientes, en virtud que sienten todavía la emoción de la República en su pugna secular por realizarse en libertad, en amor, en salud, en alegría y están en la empresa con superado desaliento, en gozosa esperanza «spes gaudentes», como quería San Pablo.
Septiembre de 1953