IV

LA REPARACIÓN

1910-1916

1

Hipólito Yrigoyen está llegando a su plenitud vital. El largo trajín que se había impuesto, ahora parecía cerrarse en una armoniosa parábola. Estaba viviendo un instante apacible y sosegado. Aquellas pasiones de su existencia de solterón habíanse apagado silenciosamente, como para permitir a su espíritu prepararse para la formidable labor que todavía le esperaba en estado de gracia y pureza. Por entonces estaba muy rico, aunque su modesto tren de vida no había variado y dividía sus días entre el trabajo rural y la dirección del partido.

Su casa era constantemente visitada por ciudadanos que venían de todo el país para hablar con él. Su nombre era ahora repetido, ya no en los ambientes partidarios o en los cenáculos políticos, sino en el gran ágora popular: en la esquina del barrio, en el café, en la tertulia familiar, en el fogón campesino. La gente quería saber de él, de su personalidad un poco desvaída por su retraimiento. Quería conocer esos detalles que van configurando la figura del hombre público. Y nuevamente se repetían las antiguas crónicas de su bondad, de su desinterés, de su hombría de bien, de la larga lucha que había culminado victoriosamente con la ley electoral.

Ahora, con los nuevos acontecimientos políticos, un tipo de actividad desconocida se le presentaba. Se venía encima la lucha electoral, que exigía nuevos métodos, formas no ensayadas todavía. Él había refundado la Unión Cívica Radical después de la Diáspora del ’97. Le había infundido las características que habían de singularizarla del conglomerado de parcialidades políticas. Había llevado a sus huestes al sacrificio, al renunciamiento, y había hecho escuela de austeridad entre ellos. Había sabido burilar como un artífice ese magnífico instrumento de liberación argentina que era el radicalismo, hasta modelarlo a su imagen y semejanza. Pero ahora el nuevo hecho abría horizontes de éxito político a la falange de esforzados; e Yrigoyen presentía que la lucha a librar habría de ser tan tremenda en lo externo contra el Régimen como en lo interno contra los advenedizos, los logreros y los emboscados.

Más que nunca se requería la disciplina en el partido, para que no se infiltraran aquellos que no comprendían el sentido radical de la gesta, para que no prevalecieran los elementos indeseables, para que no se malearan ante la tentación los varones buenos y honrados. La lucha larga y sin posibilidades aparentes carpe de por sí a los partidos: pero ante la sola perspectiva del triunfo aparecen de nuevo malas yerbas que es necesario arrancar con energía. Esta floración, que Yrigoyen intuía con tristeza aun antes de producirse, era en el radicalismo una consecuencia inevitable de la peripecia electoral que ya se adivinaba. Pero la subsistencia de tales elementos (Yrigoyen también lo sabía, porque era un hombre realista) era uno de los grandes sacrificios que imponía a la Unión Cívica Radical la reconciliación argentina tejida alrededor del comicio libre.

La manifestación concreta de estos peligros se produjo antes de sancionarse las leyes que posibilitaban el voto libre y garantido. En efecto, en abril de 1911 el Presidente decreta la intervención a Santa Fe, que se encontraba en un caótico estado institucional. Era la primera vez que Sáenz Peña tenía oportunidad de hacer efectivas sus promesas, por lo que en todo el país se produjo una gran expectativa. A los radicales de esa provincia se les alborota la sangre… ¡He aquí la anhelada oportunidad de vencer al Régimen con el pacífico instrumento del voto! Cuéntanse las fuerzas, y las ganas de pelear se les sale del alma. Era un gran radicalismo el de Santa Fe. Tres veces se había bautizado con sangre en sendas revoluciones, y hombres de gran calidad comandaban sus cuadros. Podían dar la batalla y podían ganarla; y el saber esto los enardecía.

No bien instalada la intervención federal —compuesta por distinguidos caballeros, de antecedentes conservadores pero demasiado allegados al Presidente para desvirtuar sus propósitos— los comités departamentales empezaron a reunirse y a pronunciarse por la concurrencia a los futuros comicios, siempre que así lo decidiera la dirección nacional del partido. Esto aprobado, se destacó una comisión ad hoc para solicitar la autorización correspondiente.

La integraban don Ignacio Iturraspe, Rodolfo Lehman, Domingo Frugoni Zabala, Ricardo Núñez, Alfredo Brown Arnold y Ricardo Caballero.

Al bajar a Buenos Aires en cumplimiento de su misión la delegación halló en los dirigentes nacionales sentimientos encontrados. Todos deseaban medir fuerzas y comprobar en las urnas el arraigo popular del radicalismo. Muchos desconfiaban de las promesas presidenciales, y algunos no creían conveniente arriesgarse a una prueba tan azarosa. Pocos eran los que intuían, como Yrigoyen, el enorme peligro que significaba ir a esta elección sin que todos los presupuestos previos del fraude se hubieran desmontado. Acceder a esa elección (aun siendo local, como era) era convalidar todo un orden de cosas. Yrigoyen pensaba que la intervención a las catorce provincias era la medida lógica a tomarse para que el radicalismo concurriera al comicio, desde que los poderes que las presidían eran viciosos de origen. Así lo había planteado a Figueroa Alcorta y a Sáenz Peña, negándose terminantemente el primero y aceptando el segundo tal planteo con reservas, pues entendía que la intervención sólo había de enviarse cuando las garantías no existieran cabalmente para el electorado. Claro está que la premisa de Yrigoyen significaba en último extremo que no sólo los poderes locales debían intervenirse, sino que los nacionales debían asimismo desaparecer, pues su origen era tan espurio como el de aquéllos. Pero ni esto era practicable ni estaba Sáenz Peña tan independizado de sus amigos políticos como para poder llevar a cabo semejante programa.

Así, pues, la elección santafecina se presentaba en el criterio de Yrigoyen como una peligrosa pendiente electoralista por la que el radicalismo podía resbalar insensiblemente antes que las condiciones legales y de hecho se modificaran de tal suerte en el resto del país que hicieran útil y fecundo el eventual triunfo radical.

Pero las cavilaciones del caudillo desentonaban con el jubiloso deseo de la mayoría. El 3 de mayo (1911) se reúne el Comité Nacional para considerar el pedido. El doctor Caballero, hábil orador, habla en nombre del radicalismo de Santa Fe para exponer sus puntos de vista. A moción de Yrigoyen se designa una comisión que entrevista al Presidente de la Nación, con el objeto de solicitarle la ratificación de sus propósitos en materia electoral, ya que legalmente nada había cambiado todavía en el sistema de elecciones. Sáenz Peña acepta los pedidos de la comisión: se usará el padrón militar, se votará en forma secreta y obligatoria, la justicia tendrá a sus órdenes a las fuerzas policiales, y el Presidente será en última instancia el juez de las reclamaciones de los partidos.

La benevolencia de Sáenz Peña con respecto a los pedidos radicales provocó quejas en los círculos del Régimen. El uso del padrón militar, sobre todo, inquietó sobremanera a los viejos núcleos. Rezongaba así La Nación el 5 de mayo: «Si el partido radical fuera una fuerza política efectiva, si su acción eficiente se hubiera transparentado, si estuvieran a la vista sus medios de acción y su capital electoral, resultaría todavía excesiva la actitud adoptada frente al Gobierno… Y ni aun ése es el caso de los radicales. Permanecen en la abstención desde hace largos años. No pesan en forma alguna en la solución de los diferentes problemas que interesan al país. Por eso se ha dicho que más que una política, han adoptado un temperamento. Y hoy ofrecen abandonarlo, pero a muy alto precio».

Pero la palabra del Presidente estaba ya dada, y el alto organismo partidario, visto el resultado de la gestión, convocó a la Convención Nacional, que por haber proclamado la abstención dos años antes era la única autoridad que podía revocar tal medida.

El 28 de mayo por la tarde inicia sus deliberaciones la Convención Nacional de la Unión Cívica Radical. La preside el doctor Pelagio B. Luna, y es su secretario el doctor Ernesto H. Celesia. Después de un breve cambio de opiniones, se faculta a la Presidencia para que, con la Comisión de Poderes, recoja todos los antecedentes del caso de Santa Fe, incluso las gestiones realizadas por el Comité Nacional.

Todo ese día y el que sigue se conferencia intensamente. Los delegados santafecinos defienden su posición concurrencista, con calor, ardorosamente, haciendo fe de las declaraciones presidenciales y de los primeros actos de la intervención. A la noche se reúne de nuevo el cuerpo, y la Presidencia solicita se le amplíe el plazo para acopiar todos los elementos de juicio posibles.

Recién el 31 se consigue aunar el criterio de los delegados. A las 9 de la mañana se abre la sesión. El doctor Luna anuncia el temperamento que tiene despacho unánime de la Comisión, adoptado sobre los antecedentes reunidos. La Convención aprueba en general, y después de un breve cuarto intermedio para redactar la resolución definitiva ésta es sancionada entusiastamente.

Al mediodía ya se conoce la decisión radical. ¡Se va a los comicios! Precedida de varios considerandos que aluden a las repetidas declaraciones de Sáenz Peña y al cambio de las condiciones que habían impedido anteriormente al radicalismo el acceso a las urnas, la resolución autoriza a la Unión Cívica Radical de Santa Fe a intervenir en la futura renovación de los poderes públicos provinciales.

La emoción al conocerse la noticia es grande en la Capital y en Santa Fe, pues, además, el secreto de las sesiones no había dejado traslucir la decisión hasta último momento. Tanto pareció demorar y tanto temió Sáenz Peña que no llegara a adoptarse, que el mismo día 31, mientras sesionaba el alto cuerpo, un sobrino del Presidente de la Nación hizo llamar al doctor Crotto para anunciarle confidencialmente que al día siguiente aparecería en Santa Fe el decreto del interventor imponiendo el padrón militar para la elección. La Convención, sin embargo, tomó su decisión sobre la base de las promesas presidenciales, y sin conocer la alentadora actitud de la intervención (o mejor, del Presidente), y así lo hizo notar Delfor del Valle al ministro del Interior cuando concurrió a notificarle oficialmente la resolución partidaria.

Ya estaba el radicalismo embarcado en una acción de características nuevas: todo el radicalismo, porque se convino que la lucha de Santa Fe tendría la solidaridad del partido entero, dada su trascendencia. En una reunión privada que presidió Yrigoyen —que había venido del campo el 27 para asistir a la Convención y participar en sus debates— se delinearon los proyectos para la futura campaña.

Poco después, acompañando a los delegados santafecinos a tomar el tren de regreso a sus pagos, Yrigoyen dijo a Caballero y al doctor Antonio Herrera unas palabras reveladoras de su estado de ánimo frente a los sucesos que se avecinaban:

«El movimiento de reparación nacional al que ha consagrado sus esfuerzos la Unión Cívica Radical, fue concebido para imponerlo y realizarlo por una fuerza selecta y auténticamente argentina. Por eso hemos vivido hasta hoy predicando ese ideal entre grupos escogidos de correligionarios a los que podríamos haber denominado más bien “amigos», cualquier finalidad práctica, cualquier deseo de medro personal no tenía hasta ayer, cabida entre nosotros. Ahora que ustedes han obtenido autorización para concurrir a los comicios, transformando la abstención y la conspiración en militancia política, sepan que la manera de actuar es totalmente distinta. La necesidad de triunfar requiere desde luego el número, y no podemos elegir los hombres como lo hemos hecho hasta aquí; ya no podremos reposar nuestro pensamiento en el regazo de comunes sueños, porque en las reuniones que van a realizarse en adelante, encontraremos hombres movidos por finalidades prácticas, por recónditas ambiciones personales, y tendremos que marchar por las calles llevando de un lado al hombre de intención más pura, y del otro tal vez a algún pillete simulador y despreciable. Esto lo impone, lo exige la lucha electoral en la que van a mezclarse. Pero no dejen que en las apasionadas luchas del interés, se consuma del todo la idealidad que nos ha mantenido unidos hasta hoy: ¡TRANSEN LO MENOS QUE PUEDAN CON LA REALIDAD!”.

2

Y empezó la campaña de Santa Fe, larga lucha de casi un año de duración. La actividad de todos los partidos era intensísima. Cuatro pugnaban por el triunfo: la Coalición, que polarizaba los núcleos de los más prestigiosos caciques del Régimen, con todos los beneficios devengados por largos años de usufructo del poder y la no disimulada simpatía de algunas autoridades de la intervención; la Liga del Sur, poderosa organización de orientación liberal, que contaba con el apoyo de gran parte de los industriales rosarinos y cuyos baluartes eran los departamentos de abajo con sus nutridas colonias de origen gringo; el Partido Constitucional, sin mayores probabilidades pero con algunos reductos propios en la zona norte, y, finalmente, la Unión Cívica Radical.

La Coalición tenía la ventaja de su anterior organización política, afiatada a través de treinta años de dominio indiscutido; la Liga del Sur, la de sus recursos económicos cuantiosos y la envergadura de algunos dirigentes; pero la Unión Cívica Radical tenía también su ventaja de la que carecían en absoluto las agrupaciones adversarias: la solidaridad sin retaceos de toda la comunión radical, que no mezquina esfuerzos a lo largo de todo el país para ayudar a los correligionarios santafecinos.

Fue agotadora la campaña. Los radicales la inauguraron con una gran manifestación en Rosario el 1.º de julio, aniversario de la muerte de Alem. Doce cuadras ocupó el desfile, a cuyo término hablaron Caballero, Delfor del Valle, Rogelio Araya y José Chiozza. Se instalaron comités en todo el territorio de la provincia, se sacaron periódicos, se realizaron actos públicos en todos los pueblos, conferencias, grandes asados criollos. Radicales de todo el país adscribieron su esfuerzo al que gallardamente realizaban los de Santa Fe. Yrigoyen fue el 31 de julio a Rosario, encabezando allí un mitin aun más importante que el realizado un mes antes.

A medida que avanzaba el tiempo, los ánimos íbanse caldeando. Cada partido hacía furiosas reclamaciones al interventor, que se veía en figurillas para contentar a todos: pero si consideramos las vinculaciones políticas de que debió prescindir y las irregularidades que pudo haber cometido o tolerado y ni cometió ni toleró debemos concluir que su actuación fue razonablemente correcta. Los radicales acusaban a los demás partidos (especialmente a la Liga del Sur) de practicar en gran escala la compra de libretas, y al interventor, de permitir que ciertos funcionarios hicieran política activamente por la Coalición. Los otros partidos se quejaban de que se usara el padrón militar y aseguraban que el radicalismo se abstendría de concurrir a la elección a último momento. Un ambiente de profunda desconfianza había en los círculos políticos santafecinos y nacionales: pero, en medio de todo, había también una recóndita esperanza de que el ensayo saliera bien…

Así pasaron el año once y los primeros meses del doce. Las elecciones serían el 31 de marzo. El 23 del mismo, Yrigoyen parte de Buenos Aires y llega al día siguiente por la tarde a Santa Fe. La recepción que se le hace es triunfal. Miles de ciudadanos lo reciben en la estación con sus libretas en alto, ostentando orgullosos ese signo de redención cívica de cubiertas morenas como la buena tierra. La manifestación marcha hacia el centro yendo al frente el candidato a gobernador, un prestigioso médico respetado por amigos y adversarios: lo acompañan Yrigoyen con su señorial prestancia, Iturraspe con sus muletas legendarias, Crotto, Lehman y otros dirigentes. Al pasar por el Jockey Club, desde los balcones se arrojan panfletos insultantes sobre la manifestación, pero la serenidad de los presentes evita incidencias que hubieran podido ser graves. Termina la exhibición de fuerzas con varios discursos, cerrados en último término por Horacio Oyhanarte, que enardece a la multitud afirmando que si la intención del radicalismo de alcanzar la reparación por las vías pacíficas llegaba a frustrarse por el fraude, se volvería nuevamente a la revolución.

El 25 de marzo Yrigoyen pasa a Rafaela, y el 27 llega a Rosario. Quince mil almas al grito de «¡No nos vendemos!» y «¡Aquí están los que no se venden!» desfilan por las calles céntricas del poderoso emporio del Litoral. Al día siguiente vuelve el caudillo a Santa Fe, para visitar Esperanza y los departamentos de Reconquista y Vera. La víspera de la elección retorna a la capital de la provincia, donde asistirá al acto eleccionario, junto con la mayor parte de los miembros del Comité Nacional.

Muchas cosas dependían de esa elección. Noche de vigilias y de presentimientos, aquélla del 30 al 31 de marzo de 1912. Había una tensa expectativa en todos los corazones. La Nación vichaba los aconteceres de la tierra santafecina, donde un movimiento de redención nacional jugaba el todo por el todo en un golpe de taba que podía salir suerte… o desengaño.

Pero la incertidumbre tuvo, por lo menos, la virtud de ser breve. Ya el lunes 1.º de abril todo el país vibraba con la noticia del triunfo de la Unión Cívica Radical.

3

Una semana después de la elección de Santa Fe debíanse realizar comicios de renovación de diputados en la Capital Federal y diez distritos. Las esperanzas puestas en las promesas presidenciales indujeron a varios comités provinciales a solicitar autorización al Comité Nacional en los primeros días de marzo de 1912 para participar en ellos. El 8 de marzo sesiona la Mesa Directiva del Comité Nacional con asistencia de Yrigoyen y de algunos delegados provincianos que habían ido a recabar la autorización, y se decide que el pronunciamiento definitivo se haría con posterioridad a las elecciones de Santa Fe.

Los comités locales acataron la decisión, pero el de la Capital llevó adelante sus tareas preelectorales, nombró comisiones de propaganda y hasta proclamó candidatos a diputado y senador nacional, tras agitadas deliberaciones. Sucedía que el comité metropolitano estaba dominado por los llamados «azules», amigos del doctor Leopoldo Melo en su mayoría, que pública o vergonzantemente habían propendido siempre al abandono de la abstención, y ahora, ante la perspectiva próxima, hicieron punta en el movimiento que Gabriel del Mazo califica acertadamente de «alzamiento electoralista de 1912».

La ratificación que hizo desde Santa Fe el Comité Nacional a la decisión de su Mesa Directiva (27/3/1912), exasperó a los «azules», que estuvieron a punto de desacatarse a la dirección partidaria, continuando con el proceso electoralista en que estaban embarcados. Pero los rebeldes se llamaron temporalmente a sosiego cuando se les desintegró la lista de candidatos a diputados por no aceptar algunos sus designaciones y, sobre todo, al recibirse una fría nota de Yrigoyen que antes de partir para Santa Fe anunciaba su renuncia a su candidatura a senador.

El Comité de la Capital suspendió entonces sus trabajos, no sin enviar dos ansiosos telegramas al Nacional manifestando sus anhelos de intervenir en la lucha del 7 de abril. Y aunque oficialmente el organismo metropolitano cesó sus tareas preelectorales los comités parroquiales realizaron actos y manifestaciones que prácticamente pusieron al radicalismo de la Capital en estado de campaña.

Cuando se supo el triunfo de Santa Fe el entusiasmo fue desbordante en todo el país. En la Capital, el domingo 31, con la seguridad de la victoria, dos grandes manifestaciones partieron de diversos puntos de la ciudad, para encontrarse frente al local partidario de Cangallo 919 donde reclamaron tumultuosamente la concurrencia a la lucha comicial del domingo próximo. Era difícil sustraerse a la contagiosa ansia de pelea que animaba al pueblo radical. Aun los amigos más fieles de Yrigoyen, sabedores como estaban de que el caudillo no era partidario de la irrupción incondicional al cuarto oscuro, sentían vacilar su fe ante el espectáculo de la masa partidaria pidiendo a gritos que la dejaran votar. Porque ya no era el reclamo de algunos dirigentes impacientes: ahora era el pueblo radical que espontáneamente se volcaba por los barrios para vocear sus ansias de lucha.

En esta tensión pasaron el lunes y el martes. Sólo el miércoles 3 de abril pudo reunirse el Comité Nacional. Esa mañana había llegado Yrigoyen de Santa Fe. Las deliberaciones, secretas, duraron todo el día. El Comité de la Capital, presidido por el doctor Joaquín Llambías, se mantenía en sesión permanente, al igual que muchos comités parroquiales, aguardando la decisión del alto cuerpo. En el debate producido en el seno de éste, Yrigoyen —nombrado días antes delegado por la Capital, junto con Gallo, Saguier y Crotto— hizo ver el significado de la concurrencia a los comicios de las provincias donde las oligarquías seguían imperando; en éstas sólo debía participarse, a su juicio, con las garantías de una intervención federal. Solamente en la Capital Federal, bajo la directa jurisdicción del Presidente, y en Santa Fe, todavía intervenida, podía aceptarse la lucha. Hacerlo en los otros distritos significaba legalizar todas las formas de oprobio contra las cuales luchaba el radicalismo desde hacía tantos años.

Después de largo debate se aprobó en parte este temperamento, pues se resolvió autorizar la participación del radicalismo en las elecciones de la Capital y Santa Fe y no en las otras provincias; pero en éstas se recomendaba votar por aquellos candidatos cuya actuación estuviera encuadrada en las normas y disciplina de la Unión Cívica Radical, resolución esta última ambigua y equívoca que permitía a los organismos locales prácticamente lo mismo que se permitía a los metropolitanos y santafecinos.

La decisión llenó de alborozo al radicalismo de la Capital. Vertiginosamente (apenas quedaban dos días) se designan los candidatos. La lista de diputados es brillante: Fernando Saguier, Vicente C. Gallo, Marcelo T. de Alvear, José L. Cantilo, Luis J. Rocca, Antonio Arraga, Delfor del Valle y Ernesto H. Celesia. Ante la renuncia de Yrigoyen, el grupo «azul» pretende proclamar candidato a senador al doctor Melo, como un desafío contra quien los ha mantenido en la incertidumbre hasta el final. Pero los amigos de Yrigoyen logran evitar la impertinente designación y al fin se proclama al doctor José C. Crotto.

Los socialistas, que munidos de optimismo y constancia estaban presentándose a todas las elecciones metropolitanas desde 1897, también exhibían una gran lista, con el luchador antiimperialista Manuel Ugarte como candidato a senador. La Unión Nacional, oficialista, contando con la ayuda económica del conservadorismo porteño, sostenía para ese cargo al doctor Benito Villanueva, y la Unión Cívica, al doctor F. J. Beazley.

Si la campaña de Santa Fe había durado casi un año, ésta no lo hizo más de tres días. Durante este angustioso plazo la ciudad se pobló de tribunas, banderas y charangas que confirmaron con la presencia entusiasta de grandes concentraciones populares la creciente pujanza de que estaba dando muestras el radicalismo. También en Santa Fe, el otro distrito autorizado, siguió con todo entusiasmo la labor preelectoral, facilitada por el desconcierto de la Coalición, que se había abierto como una granada madura ante el sensacional impacto del 31 de marzo.

En el resto de las provincias proclamaron candidatos y llevaron adelante sus preparativos los comités de Entre Ríos, Córdoba, Santiago del Estero, San Luis, La Rioja, Jujuy y Corrientes, absteniéndose de ellos los de Tucumán, Catamarca y San Juan. Sólo el Comité de Buenos Aires proclamó firmemente la abstención, y aun así fue desobedecido aisladamente.

Así llega el 7 de abril. Se vota con tranquilidad en todo el país. En la Capital Federal la Unión Nacional compra votos descaradamente. No pocas incidencias ocurren con este motivo. Los comités de la Unión Nacional están atestados de ciudadanos. En uno de ellos don Tomás de Anchorena pregunta uno por uno a los votantes:

—¿Votaste bien, m’hijito…?

—Sí, doctor —era la respuesta obligada.

—Bueno, tomá diez pesos…

En esas condiciones resultó inexplicable para muchos el resultado de la Capital: triunfo radical, minoría socialista… La oligarquía, los círculos oficiales no comprendían que el pueblo porteño, con su escondida picardía, se había dado el gusto de «burlar a los eternos burladores y al mismo tiempo, votar a la novia del corazón: Hipólito Yrigoyen…», como dice agudamente un escritor antiyrigoyenista. Tiempo después decía Sáenz Peña ante el Congreso refiriéndose a esta elección: «Si hubo votos pagados, no hubo votos vendidos». No los hubo, ciertamente. Ni siquiera mintieron los que aseguraban a D. Tomás de Anchorena que habían votado bien: ellos habían votado perfectamente bien, sólo que la bondad de su voto era muy distinta en el concepto de unos y otros… La gente de la Capital había comido las empanadas y tomado el vino de los conservadores; pero había votado por los radicales…

Esta elección marcó el fin de los comicios venales al permitir al votante dialogar con su conciencia en el cuarto oscuro. Las cifras del escrutinio de la Capital decían muchas cosas, pero ésta no era una de las menos importantes. En el resto del país, el resultado fue variable. El radicalismo triunfó de nuevo en Santa Fe, y esta vez por amplio margen. En Entre Ríos sacó minoría, al igual que en Córdoba, donde se ganó la ciudad y se perdió en los departamentos. En Corrientes una burda maniobra de «desdoblamiento» oficialista birló la minoría a la Unión Cívica Radical. En San Luis el radicalismo pierde; pero en Jujuy y La Rioja triunfa, bien que el escrutinio mañoso y accidentado le arrebata la victoria legítimamente obtenido. En Buenos Aires muchos radicales no pueden con el genio, y a pesar de la abstención decretada votan aisladamente a algunas personalidades distinguidas del partido, que obtienen así algunos centenares de sufragios.

El 7 de abril de 1912 quedó demostrado que el radicalismo era la mayoría del país. Lo corto e inesperado de la campaña, los fraudes cometidos en el interior, no pudieron ocultar el desconcertante prestigio de la Unión Cívica Radical, que después de quince años de inactividad electoral venía a disputar el triunfo a las viejas agrupaciones locales. El resultado de la Capital, sobre todo, era bien elocuente, por ser su electorado algo así como el sismógrafo de la opinión de todo el país. Una revista sintetizaba por esos días el significado de las elecciones, en un grabado que mostraba el espectro de Alem cerniéndose por sobre las urnas, con un elocuente y breve epígrafe: «Resurrexit…».

¡Más de veinte años de lucha quedaban justificados!

4

Los triunfos de marzo y abril de 1912 llenaron de ímpetu al radicalismo. Aunque las elecciones no habían sido todo lo puras que era dable esperar, podía confiarse en un gradual perfeccionamiento de su mecanismo hasta que efectivamente llegaran a convertirse en una auténtica expresión de la voluntad popular. Aquellas que se realizaron bajo jurisdicciones provinciales, sobre todo, habían adolecido de graves deficiencias causadas en gran parte por las autoridades locales, que de ningún modo consentían entregar al radicalismo las posibilidades de un triunfo similar al de Santa Fe o la Capital Federal.

Sin embargo, no parece que los hombres del Régimen hayan caído en la cabal cuenta de lo que significaba el resultado de estas elecciones. Trataban de restar importancia a los sucesos, atribuyendo la respuesta de las urnas a un imperdonable descuido de Sáenz Peña, y tomaban las victorias radicales como peripecias dentro del proceso general de la política nacional. No comprendían que las elecciones de marzo y abril de 1912 entrañaban el principio del fin del Régimen. Pero siempre ha ocurrido lo mismo con las grandes revoluciones: su punto de arranque resulta casi inadvertido para los contemporáneos.

Yrigoyen se había revelado como un conductor avezado en materia electoral. Su habilidad para lograr adhesiones, su sagacidad para indicar los puntos sobre los que debía hacerse hincapié durante la campaña, su prestigio mítico que atraía voluntades con la sola magia de su presencia o convocaba nutridas congregaciones de pueblo al solo anuncio de su llegada; todo revestía a su figura de nuevos y desconocidos matices, que sorprendían aun a sus más íntimos. Actuaba en los episodios electorales con la misma seguridad que en la conspiración o en el apostolado individual. Parecía a veces que hubiera vivido dos vidas o que fuera enormemente viejo, puesto que realidades totalmente nuevas eran aprehendidas y derrotadas por él con tanta firmeza como si actuara sobre la base de antiguas experiencias. Pero ello ocurría, ya lo hemos dicho, porque estaba dotado de una sensibilidad exquisita para captar a distancia los sentimientos populares, y su instinto político lo conducía a través de esos datos con baquía y seguridad.

Los periódicos y revistas de entonces, expertos traductores de los cambios de la opinión pública, sentían que el interés por Yrigoyen acrecía y se desesperaban ante su desapego por la exhibición personal, por su manía de no dejarse fotografiar, por lo dificultoso que resultaba entrevistarlo. Dos años antes el gran sociólogo José M. Ramos Mejía había escrito en su periódico Sarmiento una magnífica semblanza de Yrigoyen donde exaltaba su conducta, su repugnancia por la exhibición, sus condiciones de caudillo, en prosa levantada y atractiva. Por esos días, la revista Caras y Caretas también publicó algo similar, elogiando su desinterés, su abnegación y su terca negativa al exhibicionismo. Poco después, el doctor Octavio R. Amadeo, en su libro Política, vertiría honrosas palabras sobre Yrigoyen: «… permanecer veinticinco años en el mismo puesto de combate, con el arma al brazo por un ideal, o una quimera, sordos y ciegos a la incitación sensual, viendo pasar las galeras de púrpura bajo el puente, es una gesta cívica que no debemos ridiculizar porque honra a la patria misma».

Pero él demostraba igual indiferencia ante el silencio que lo había rodeado durante largos años como frente a esta repentina ola de publicidad que no buscaba y que más bien lo molestaba. No se pagaba de eso porque tenía un profundo respeto por sí mismo y por su dignidad y le repugnaban estas exhibiciones de los aspectos exteriores de su persona.

El ensayo había sido definitivo. Los resultados, tal vez no esperados por muchos dirigentes radicales, comprometían a concurrir a las contiendas similares que se fueran planteando. Eso obligaba al radicalismo a abrir sus cuadros, porque no era lógico que en instantes de lucha electoral se mantuviera el radicalismo con el sentido selectivo de los viejos tiempos de la conspiración. Yrigoyen ya había previsto esto con palabras que hemos transcripto más arriba.

Pronto hubo que moverse de nuevo. En setiembre elegirían gobernador los salteños, en noviembre los cordobeses, y en diciembre los tucumanos.

Los candidatos del Régimen en las tres provincias eran exponentes típicos de los intereses económicos y políticos de las oligarquías que las dominaban: en Salta lo era el doctor Robustiano Patrón Costas, el dueño del ingenio azucarero más poderoso del norte argentino, sobrino a la vez del ministro del Interior; en Córdoba, el doctor Ramón J. Cárcano, aquel que veintidós años atrás había sido el frustrado favorito a la sucesión presidencial de Juárez, y en Tucumán, el doctor Ernesto Padilla, vinculado a las empresas azucareras de su terruño.

A su vez, el entusiasta y aguerrido radicalismo de las dos provincias norteñas había proclamado candidatos a los doctores Joaquín Castellanos y Pedro L. Cornet, respectivamente; el uno, poeta y antiguo amigo de Alem; el otro, médico popular y respetado. En cuanto a Córdoba, donde se abrigaba la certeza del triunfo dada la valía y el número de sus elementos, se esperaba la autorización del Comité Nacional, pues se consideraba imprescindible la previa intervención del Presidente.

Esta elección cordobesa, sobre todo, era decisiva. El «meridiano político del país» estaba dominado de largos años atrás por una cerrada oligarquía que había dado tres presidentes al Régimen —incluimos a Roca— y mantenía las estructuras formalistas y coloniales que caracterizaban tradicionalmente a la ciudad de Cabrera.

La elección de Salta, supervisada por un comisionado o veedor presidencial, dio el triunfo a la Unión Cívica Radical, que se adjudicó 27 electores, uno más que los necesarios para tener mayoría absoluta. Pero el Senado salteño anuló inconstitucionalmente varias mesas y convocó a elecciones complementarias sin tener atribuciones para ello. El radicalismo resolvió entonces abstenerse. Las nuevas elecciones se realizaron con una gran presión oficialista. Previamente, el ministro del Interior había viajado a Salta, su provincia natal, para manipular la designación del nepote y garantir su triunfo a toda costa. Las reclamaciones de los doctores Cantilo y Saguier, enviados por el Comité Nacional para asistir al proceso eleccionario, fueron inútiles. Poco después, el Colegio Electoral con la única presencia de los electores de la Unión Provincial elegía gobernador al doctor Patrón Costas.

En Córdoba la lucha electoral se presentó dura desde el primer momento. La Concentración Popular echaba mano de todos los recursos de halago y presión, desde la instalación de garitos en sus Comités hasta la divulgación de rumores que daban a la Unión Cívica Radical como enemiga del catolicismo (versión que se desmintió categóricamente, pero que no dejó de impresionar a algunos sectores de opinión).

La dirección partidaria había decidido llevar a Córdoba la solidaridad de todo el radicalismo, tal como se había hecho en las elecciones santafecinas. El 12 de octubre parte Yrigoyen en un tren expreso, acompañado de un centenar de dirigentes, a los que se incorporan no menos de ochenta en Rosario. Iba en la comitiva todo un símbolo del radicalismo plástico y romántico de los tiempos de Alem: el payador de color Gabino Ezeiza. Al llegar a territorio cordobés el convoy se detiene en cada estación, recibiendo los viajeros el saludo entusiasta de nutridas manifestaciones. Cuando arriban a Córdoba, una enorme multitud los recibe: la locomotora, engalanada con banderas y gallardetes, debe detenerse antes de llegar a la estación para no arrollar a la cantidad de gente que rodea el tren. Con dificultad logra Yrigoyen trepar a un automóvil, acompañado de Crotto, Ramón Gómez, Elpidio González y Clodomiro Corvalán, presidente del comité local. Luego encabezan la manifestación que llega hasta la plaza España.

No bien llega a Córdoba Yrigoyen se consagra a la tarea proselitista con sobrehumana energía. En un solo día habla con 300 ciudadanos, muchos de ellos no radicales, y consigue la adhesión de la mayoría. Con esa maravillosa facultad de poder repetir cientos de veces las mismas cosas sin cansarse, sin perder la mística convicción que lo anima —como un sacerdote que sigue oficiando día tras día, con la misma emoción de la primera misa—, Yrigoyen decía sus viejas palabras sobre el radicalismo, sobre la Reparación, sobre la Patria. Y aquellos hombres que iban a verlo y a tramitar con él las grandes cuestiones del país, con esa tonada cordobesa que sabe a retintín burlón, salían del hotel donde Yrigoyen se alojaba impresionados, convertidos en radicales para toda su vida.

De todos los departamentos acudían a visitar a Yrigoyen y a recibir sus instrucciones.

También estuvo el padre Gabriel Brochero, el «Cura Gaucho», personaje de leyenda por su bondad evangélica y por su infatigable obra en pro del mejoramiento espiritual y material de sus serranos. De él se cuenta que salió de la entrevista apoyado en su báculo, los ciegos ojos húmedos de lágrimas y repitiendo a su lazarillo: ¡Es un gran hombre…! Al igual que otros prestigiosos clérigos cordobeses (como monseñor Pablo Cabrera, el presbítero Eleodoro Fierro, etc.) el padre Brochero había abrazado la causa radical a pesar de sus vinculaciones amistosas con los prohombres del Régimen de la provincia mediterránea. Realizaba desde varios años antes una activa campaña proselitista en los departamentos del poniente, donde fuera inolvidable párroco. Enfermo de lepra, ciego y achacoso, el benemérito «Cura Gaucho» colaboró epistolarmente con la Unión Cívica Radical en la campaña de la fórmula Amenábar Peralta-Vaca Narvaja. Poco después, el 26 de enero de 1914, moría esta legendaria figura.

La campaña tenía ya estilos de triunfo. Grandes carteles con el retrato de Alem decoraban las paredes de todos los pueblos, y pequeños distintivos con la efigie del gran caudillo sobre fondo rojiblanco se veían en todas partes. El optimismo era grande, favorecido por la convicción de que Sáenz Peña decretaría la prometida intervención de un momento a otro. Tiempo atrás, el candidato oficialista había escrito en un autógrafo para una revista: «El Partido Radical en Córdoba es una broma pesada». Si tal pudo pensar antes, la briosa campaña radical debió hacerle cambiar de opinión. La ayuda solidaria del radicalismo de todo el país y el entusiasmo del local estaban haciendo cada vez más difícil el triunfo conservador. Años más tarde, Cárcano admitió que con 15 días más de campaña el radicalismo hubiera triunfado[11].

La Convención Provincial había elegido candidato a gobernador. Por renuncia de don Elpidio González, que declinó el honor conferido a través de diez votaciones sucesivas, se designó al doctor Julián Amenábar Peralta.

El 17 de noviembre se vota en toda la provincia sin mayores incidentes. Al día siguiente Yrigoyen envía el siguiente telegrama al doctor Alvear: «El mayor esfuerzo ha sido coronado por la más espléndida victoria (siguen los cálculos departamento por departamento). Si el acontecimiento político se hubiera llevado a cabo tal como estaba acordado, bajo los auspicios del libre ejercicio del derecho y de las garantías que ponen a los ciudadanos a cubierto de riesgos y prevenciones, habría comprendido en su demostración plebiscitaria a casi la totalidad de la representación electoral de esta Provincia».

Después de las elecciones hubo un prolongado compás de espera. Casi veinte días tardó en empezar el escrutinio. Mientras tanto, culminaba también la lucha electoral en Tucumán. En esta provincia la contienda cívica fue ejemplar por su cultura y tranquilidad. Aquí sabía el oficialismo que no necesitaba extremar los recursos para triunfar, baste el siguiente dato: de 70 000 ciudadanos empadronados, 40 000 estaban de un modo u otro vinculados a la industria azucarera, a la que pertenecía el doctor Padilla. La Unión Cívica Radical, en cambio, debió luchar con escasos recursos económicos, sin el apoyo directo de la dirección nacional, absorbida por la campaña de Córdoba y con las desventajas de su inexperiencia en materia electoral.

Distinguíanse los radicales tucumanos por la divisa roja y blanca que usaban, cargando los oficialistas distintivos azules, lo que llevó al pueblo a llamar a unos y otros «federales» y «unitarios» respectivamente, con lo que no andaban muy errados. La campaña se realizó en un ambiente de mutuo respeto, y más que discursos y proclamas abundaron en ella las vidalitas y las décimas alusivas… El 1.º de diciembre se votó con normalidad: preguntado el candidato conservador por quién había sufragado, contestó «por el adversario digno y caballeresco». El escrutinio, realizado de inmediato, confirmó esta vez las previsiones generales. El radicalismo fue derrotado, aunque en la capital de la provincia hizo una ajustada elección. Pero hay derrotas que honran a vencedores y vencidos, y ésta fue una de ellas.

Apenas terminado el escrutinio de Tucumán, empezó el de Córdoba. Era enorme la expectativa de todo el país: mas el fraude se había hecho ya durante el traslado y la prolongada concentración de las urnas. Los fiscales radicales habían sido alejados de la custodia de los preciosos cofres por la fuerza: y aunque pronto se dejó sin efecto la medida había sido eso suficiente para realizar el escamoteo de votos. Las famosas urnas cordobesas, por su construcción especial, permitían ser abiertas sin violar las fajas de seguridad; además, la reglamentación local de la ley electoral daba validez al sobre que llevara la firma del presidente de mesa únicamente, con prescindencia de los fiscales.

Así y todo, la diferencia que el oficialismo consiguió ventajear con sus malabarismos fue mínima; lo que demostró que la victoria radical había sido amplia. Obtuvo la Concentración Popular 36 611 votos, contra 36 483 de la Unión Cívica Radical, o sea poco más de 100 sufragios, aunque esta diferencia no se reflejó en el Colegio Electoral, compuesto por 37 oficialistas y 20 radicales.

5

Después de la elección de 1912 la política se refugió en el Congreso. Allí actuarían los representantes de los partidos que por primera vez habían accedido a las representaciones públicas mediante el voto garantido. ¿Qué posición adoptarían con respecto al radicalismo? Había caras nuevas y nuevos núcleos parlamentarios. «Por entonces el Congreso estaba lleno de chusma y guarangos inauditos», refiere un conservador que pretendió escribir la historia de la Unión Cívica Radical[12]. En el Parlamento se empezaba a notar la profunda transformación que se operaría después en el país.

Los socialistas revelaron desde el primer momento su cerrado sectarismo. Encastillados en los estrechos planteos que había importado el doctor Justo de los doctrinarios europeos, enfocaban la realidad vernácula con criterio prestado y desplantes megalómanos. Los diputados socialistas —médicos, abogados, rentistas— pretendían representar al proletariado en lucha contra la burguesía, y hacían gala de un crudo clasicismo, como si fuera menester al país estos odios y no una amplia reconciliación alrededor de la legalidad y el bienestar. No puede afirmarse que su labor haya sido negativa. Pero hicieron antirradicalismo a destajo, como si les doliera la certeza de que el movimiento que encabezaba Yrigoyen tenía más afincamiento y un sentido popular más amplio y generoso que el suyo, condenado a no salir nunca seriamente de la jurisdicción municipal de Buenos Aires. Tenían tiránicos prejuicios que los ponían en trances entre ridículos y dolorosos; años antes, el Partido Socialista había suspendido a José Ingenieros como afiliado por el delito de haber concurrido a un acto partidario vestido de etiqueta, y poco más tarde habrían de expulsar a Alfredo Palacios por batirse a duelo…

El representante de la Liga del Sur, doctor Lisandro de la Torre, esterilizó su actuación parlamentaria con su obsesivo afán de disminuir a la Unión Cívica Radical. Se recordará que De la Torre había militado en ella dentro del grupo que rodeó a Alem. Después de la muerte del gran repúblico fue de los que intentaron llevar al radicalismo a la política de las paralelas. Al fracasar esta iniciativa por obra de Yrigoyen el fogoso rosarino renunció al partido, haciendo tremendos cargos contra el caudillo, que debió batirse con él.

Ahora, desde su banca, De la Torre hostilizaba constantemente a sus antiguos compañeros de causa, con el gozoso aplauso de los conservadores, que veían en él una magnífica fuerza de choque antirradical, más efectiva que la que podían presentar ellos.

Quienes se mostraban más cercanos a los radicales eran los diputados de la Unión Cívica, agrupación de filiación mitrista que entroncaba con la antigua Unión Cívica Nacional a través del ya disuelto Partido Republicano. Ellos también repudiaban los métodos del Régimen, aunque anteriormente lo hubieran apoyado en forma indirecta con sus claudicaciones. En no pocas ocasiones secundaron las iniciativas políticas radicales y en una oportunidad uno de ellos (aquel que siendo gobernador de Buenos Aires fue volteado por la revolución de 1893) tuvo generosas palabras de homenaje al caudillo radical.

Fue un año políticamente tranquilo éste de 1913. La actividad se concretó a los debates parlamentarios o se hizo chisme en torno a la enfermedad de Sáenz Peña, a quien se sabía cada vez más trabajado por su terrible mal.

En agosto de 1915 el Comité Nacional convoca al pueblo a inscribirse en los registros del radicalismo. El llamado obtiene un éxito triunfal. Se van ultimando los detalles para la reunión de la Convención Nacional que decidirá sobre la concurrencia a las elecciones presidenciales y en caso afirmativo proclamará la fórmula partidaria. Para entonces había una gran actividad partidaria en actos públicos, conferencias, constitución de comités, etcétera. Desde mayo aparecía en la Capital Federal el diario El Radical, de gran calidad periodística, cuya vida duró aproximadamente un año, para ser reemplazado en 1916 por La Época, que continuó apareciendo hasta 1930.

Yrigoyen siente ya la sensación de estar al borde de otra etapa de su vida. Hasta entonces los acontecimientos nuevos que había debido afrontar estuvieron todos dentro de la dinámica partidaria: habían sido cambios de táctica o de métodos dentro de la lucha reparatoria. Pero ahora se presentaba el gobierno como una perspectiva cada vez más cercana. No había duda de que él sería el candidato del radicalismo a la presidencia de la Nación: jefe de la hueste en la larga brega, no podía abandonarla en la peripecia escabrosa del gobierno, mucho menos cuando éste se presentaba en condiciones tan difíciles.

Sabía que su gobierno sería ejemplar. Pero creía que era más importante su acción cívica, su apostolado, la formación de almas, el alineamiento de los hombres tras los ideales, labor formativa de pastor o predicador. El predominio que otorgaba en su intimidad vital a los valores espirituales lo inducía a pensar que la formación del radicalismo como conciencia cívica argentina era mucho más importante que una tarea de gobierno, labor puramente técnica en última instancia.

—Yo no pensé llegar aquí. Yo pensé quedarme en el papel simpático de opositor —dijo al finalizar su presidencia a Víctor Raúl Haya de la Torre—, pero hay veces en que el opositor debe cumplir en el gobierno lo que proclamó desde el llano…

No temía el gobierno ni le asustaba la complejidad de sus problemas, a pesar de ser un novicio en ellos. Sabía que su instinto político, su austero sentir de lo nacional, su honestidad acrisolada habrían de conducirlo con felicidad, como lo habían conducido antes en los quehaceres mucho más largos y pacienzudos de la creación del radicalismo. Pero pensaba que su ciclo podía terminar armónicamente, ahora que habían sido atendidas las grandes exigencias nacionales cuyo portavoz fuera él, el «símbolo de las proposiciones planteadas». Y, sin embargo, la lucha estaba apenas en el vamos: lo único que se había conseguido era la posibilidad de hacer efectiva la Reparación; pero faltaba poner en marcha la voluntad de liberación y reordenamiento del país superando las conjuras de los intereses creados. Y, para ello, sólo él podía llevar adelante la obra. Cuando esto pensaba, allá en el desnudo retiro de su casa o en la soledad augural de la tierra, se estremecía ante la enormidad de la misión que se le venía encima.

A todo esto, tiempos nuevos iban llegando. La guerra se tornaba inminente en Europa. Tocaba así a su fin una artificial situación de equilibrio entre las grandes potencias en permanente necesidad de expansión: sólo faltaba la chispa, que no tardaría en saltar. En América la quieta época de las oligarquías fuertes acusaba síntomas de terminación: en México resollaba desde 1910 un movimiento que, planteado al principio como protesta contra el continuismo porfirista, iba cobrando un contenido social y económico que habría de ser luego todo un rumbo de liberación americana. Batlle y Ordóñez intentaba en el Uruguay una formidable experiencia política.

En nuestro país empezaban a surgir de nuevo inquietudes olvidadas, rebeldías aletargadas. Tímidamente se producían algunos movimientos culturales de retorno a lo vernáculo. Data de entonces la creación de la editorial La Cultura Argentina, que durante varios años puso al alcance del público libros argentinos fundamentales que antes eran casi inaccesibles por su tirada escasa o su alto precio. Se funda la cátedra de Literatura Argentina en la Facultad de Filosofía y Letras a cargo de Ricardo Rojas. La obra de Ingenieros El hombre mediocre, alegato contra el adocenamiento intelectual —con algún ribete aristocratizante— hacía escuela por esos días, tal como años antes la había hecho el Ariel de Rodó. Una generación nueva pugnaba por superar el modernismo de Rubén con formas más heterodoxas y revolucionarias. En la Universidad de Buenos Aires se empezaba a percibir el crujido de las viejas defensas académicas de la oligarquía magistral…

Las leyes obreristas sancionadas por la acción legislativa de los partidos populares abrían perspectivas de mejoramiento en la situación de los trabajadores argentinos. Sin embargo, no habían cesado las luchas sindicales. En 1912 ocurrió una grave huelga ferroviaria que duró casi dos meses y fue sofocada por la intervención del ejército en colaboración con las empresas; y en el mismo año agricultores de Santa Fe y Buenos Aires plantearon sus reclamos sobre el régimen de arrendamientos y venta de cosechas en el movimiento iniciado con el legendario «Grito de Alcorta».

La apertura de las posibilidades populares en el orden político iba trayendo de arrastrón estas paralelas liberaciones. Sólo habrían de culminar unas y otras con el acceso del radicalismo al poder.

6

Dos hechos trascendentales para el país ocurren a mediados del año 1914: fallece Sáenz Peña y estalla la guerra europea. Fue aquél un desgraciado acontecimiento que entristeció a todos. Sáenz Peña, a pesar de sus debilidades, había inaugurado una era de concordia y legalidad. Sus últimos meses fueron sistemáticamente amargados por la malévola actitud del Senado, que por espíritu de venganza retaceó las licencias que solicitaba a medida que su mal se iba agravando. Su fallecimiento pudo frustrar la obra democratizante que había iniciado con tanto empeño: pero el voto garantido era ya carne y sangre de pueblo, y el Régimen no se atrevió a atacarlo de frente.

En cuanto a la guerra europea —la «gran conflagración» como decían los diarios de entonces— puede decirse que fue el primer hecho exterior que repercutió directamente en la actividad material del país y en su actitud mental hacia el mundo. La guerra habría de servir para centrar aquella actividad y esta actitud en términos más independientes de todo aquello que antes se había seguido y que ahora se hundía en Europa.

Faltaba por entonces poco más de un año para la elección presidencial. Frente al radicalismo en constante progreso, las fuerzas del Régimen debatían sus minúsculas hegemonías. Hubiera sido éste el momento de limpiarse los viejos pecados y constituir una agrupación nacional que sin renunciar a sus características conservadoras adoptara un ritmo nuevo y se propusiera objetivos honorables, no la eterna búsqueda de la prebenda oficial. Lisandro de la Torre trató de realizar esta obra, buscando la unificación de los partidos provinciales que apoyaban todo el aparato del Régimen. Pero fracasó, como veremos, hostilizado por los sectores más reaccionarios del Régimen.

La Unión Cívica Radical, entretanto, acrecía su caudal con aportes de diversa procedencia. En Corrientes se le incorporaron entre 1914 y 1915 dos núcleos del Partido Liberal.

A fines de 1913 un nutrido grupo autonomista que acaudillaba Juan P. Acosta ingresó en la misma forma. Cada una de estas incorporaciones provocó sendas reorganizaciones para dar cabida a los recién llegados en los organismos directivos, lo cual causó algún rozamiento interno. En Santa Fe el Partido Constitucional se volcó al radicalismo en su mayor parte antes de la elección de 1914. En Mendoza dos años antes habían hecho lo mismo algunos elementos del oficialismo. En Santiago del Estero se disuelve a fines de 1914 la Concentración Popular, cuyos elementos se trasladan en su mayoría al radicalismo. En la Capital Federal y en Buenos Aires, poco antes de las elecciones de 1916, se disolvió la Unión Cívica, cuya posición desteñida le aparejaba sucesivas bajas en cada comicio a pesar de la valía personal de sus dirigentes: esta medida fue propuesta por el doctor Honorio Pueyrredón y redundó en provecho del radicalismo, que atrajo a muchos cívicos con el tácito consentimiento de Udaondo, viejo pontífice de la agrupación. También en la Capital Federal dos pequeños grupos —el Partido Constitucional y la Unión Demócrata Cristiana— apoyaron oficialmente al radicalismo en las elecciones presidenciales.

A estos vuelcos deben sumarse los que realizaron en Entre Ríos y Córdoba algunos elementos, al triunfar el radicalismo en estos distritos. En efecto, en agosto de 1914 la Unión Cívica Radical gana la gobernación de la provincia mesopotámica, consagrando gobernador al doctor Miguel Laurencena. Los comicios entrerrianos, a cuya campaña concurrió personalmente Yrigoyen, fueron correctos: en 1932 recordaba el caudillo esa campaña expresando que «… la contienda renovadora del Poder Ejecutivo en Entre Ríos, en donde, justo es decirlo, fueron respetados por el gobierno, su partido y la prensa sin irreverencias algunas y en general también en los comicios, siendo proclamado el mismo día de la elección el triunfo de la Unión Cívica Radical y aceptado por los adversarios sin hesitación alguna, lo que me es satisfactorio dejarlo confirmado, como lo dije entonces». En enero de 1916 la Unión Cívica Radical triunfa ¡por fin!, en Córdoba, con la fórmula Eufrasio Loza-Julio C. Borda. Con esta victoria, la franja mediterránea de Entre Ríos, Santa Fe y Córdoba quedaba en manos de radicales.

Era inevitable, pues, que al tornarse oficialismo la Unión Cívica Radical recibiera aportes oportunistas. Fenómenos como éstos eran aparentemente beneficiosos para el partido, que ante la opinión pública aparecía en un irresistible proceso ascensional. Pero muchos de los recién llegados se acercaron por pura especulación, calculando su próximo triunfo. No tenían fe ni habían hecho sacrificios ni sentían la emoción de los grandes reclamos que el radicalismo alentaba en su trasfondo. Eran elementos que podían estar bien en cualquier partido. Muchos de ellos estaban vinculados a vastos intereses, y a éstos más que a sus nuevos ideales habrían de servir durante su futura actuación en el radicalismo. Las exigencias electorales obligaron a aceptar la colaboración de elementos de tal laya. Pero a la vuelta de los años habría de comprobarse hasta qué punto este amuchar gente de toda extracción traería la falta de homogeneidad doctrinaria y carencia de firmeza cívica que tanto mal harían al radicalismo. Pero estas cosas, hemos dicho, eran inevitables. El curso de la política llevaba ahora a la formación de grandes bloques partidarios, con prescindencia de los pequeños núcleos, cuya única aspiración era la caza de despojos. La ley electoral fomentaba la formación de esos bloques. Casi cuarenta partidos políticos existían en el país a esas fechas, resabios de los caciquismos feudales que ahora debían optar por uno de los términos en que se planteaba la disyuntiva: Régimen o Causa. Unos fueron leales a su filiación y a su propio ser y siguieron con el Régimen, pero muchos se infiltraron en el radicalismo sin deponer nada de todo aquello que los caracterizaba como regiminosos. Éste fue uno de los grandes errores de la dirección nacional del partido, que toleró, y aun alentó, tales incorporaciones, en la ingenua creencia de que su ingreso a la Unión Cívica Radical sería como un baño en el Jordán que borraría los viejos pecados y abriría una vida nueva a los neófitos…

7

Los políticos del Régimen se desesperaban. Aproximábanse las elecciones presidenciales, y De la Plaza no daba la consabida «media palabra». Acostumbrados a ser dirigidos por el presidente reinante, llamárase Roca, Juárez o Figueroa Alcorta, estaban desconcertados ante la impasibilidad entre coya y sajona del primer mandatario. Sucedía que De la Plaza especulaba con el agotamiento de los radicales en lucha contra el partido de De la Torre para imponer entonces algún amigo suyo, que debería ser apoyado por las alas más conservadoras del Régimen y obligatoriamente aceptado por quienes seguían al activo político rosarino.

Éste había conseguido la adhesión de ocho partidos provinciales oficialistas y dos minoritarios. Con ellos se había formado el Partido Demócrata Progresista. Pero el nuevo partido estaba elaborado con materiales viejos y se había cometido el error de buscar el apoyo de oficialismos que eran el basamento de un Régimen al que se declaraba extraño. De la Torre fue proclamado candidato a presidente. Desde su feudo bonaerense Marcelino Ugarte lo hostilizaba sordamente, hasta que logró atraerse parte de las fuerzas demócratas progresistas para apuntalar una nueva candidatura que sería —decían— la apoyada por De la Plaza.

Era ésta la encabezada por el doctor Luis Güemes, médico salteño famoso por su bonhomía y timidez e integrada por Marcelino Ugarte. Una comisión de senadores asume la iniciativa en febrero de 1916 y rápidamente se ordena la instalación de la máquina. Telegráficamente los senadores comprometidos ordenan a sus elementos la proclamación del nuevo binomio.

Pero la candidatura no tuvo más eco que el que podían prestarle las máquinas oficialistas locales, sin ninguna repercusión popular. Así lo reconoció el mismo candidato, hombre honesto y responsable, que dos días antes de las elecciones presentó su renuncia al Comité de Senadores que había propiciado su nombre.

Así llegaron las fuerzas políticas del Régimen al 2 de abril de 1916 sin saber por quién pronunciarse. Por un lado, De la Torre con sus demócratas progresistas, de quienes desconfiaban y a quien tal vez temían por su independencia. Por otro lado, el conservadorismo bonaerense y sus conmilitones del interior, desorientados, sin candidato y sintiendo tocar a degüello… Y, presidiéndolo todo, De la Plaza, que, viendo desbaratado su juego, se cruza de brazos y abandona al Régimen a su suerte.

8

En los primeros días de marzo de 1916 se reunió el Comité Nacional para tratar diversos asuntos partidarios, entre ellos la disidencia ocurrida en el radicalismo de Santa Fe y el pedido de intervención nacional a Corrientes. El organismo convocó a la Convención Nacional para el 20 de marzo. La reunión del alto cuerpo, que sesionó con la presencia de Yrigoyen, provocó rumores de los que se hicieron eco algunos diarios. Se daba como probable la irreductible declinación de Yrigoyen a su candidatura presidencial, y se decía que en tal caso el radicalismo proclamaría al doctor Miguel Ortiz, ministro del Interior en ese momento, a cambio de la intervención de la Provincia de Buenos Aires. El Comité Nacional desmintió públicamente que en la reunión se hubiera conversado de candidaturas.

Iban reuniéndose, entretanto, los organismos de distrito, eligiendo los candidatos a diputados y electores de presidente y vicepresidente de la Nación. Algunos imponían a sus delegados mandato imperativo de votar a Yrigoyen para el primer término de la fórmula.

El 20 de marzo de 1916 se reunió la Convención Nacional de la Unión Cívica Radical en la Casa Suiza, con asistencia de 138 delegados sobre un total de 150. La sesión fue secreta y la dirigió provisionalmente el doctor Crotto como presidente del Comité Nacional, hasta que el cuerpo se constituyó con la presidencia del doctor Ramón Gómez al cual votaron para ese cargo las delegaciones andinas y mediterráneas, mientras las del litoral y Capital lo hacían por el coronel Blanco.

De inmediato, Crotto explicó el alcance y objeto de las gestiones realizadas por el Comité Nacional ante el Presidente de la Nación, con motivo de diversos hechos que afectaban la pureza del proceso preelectoral. Una insinuación de Oyhanarte en el sentido de que el radicalismo sólo iría a la elección si se le otorgaban todas las garantías solicitadas, provocó un agitado debate. Terminó la sesión de ese día con la designación de una comisión integrada por los delegados Gallo, Crotto, Luna, José Saravia e Isaías Amado para que redactara la expresión de los ideales que sostendrá el partido en las elecciones del 2 de abril. Simultáneamente se nombró otra comisión, formada por Gómez, Crotto, Luna y Alvear, para que entrevistaran a De la Plaza y le exigieran una definición sobre sus propósitos de presidir un acto eleccionario decente y limpio.

Al día siguiente en el mismo local, después de rendir homenaje a los correligionarios caídos en recientes sucesos, se pasó a considerar el despacho de la comisión de plataforma. Dos despachos se habían producido, la consideración de los cuales perfiló las líneas doctrinarias existentes en el partido. El de la mayoría expresaba que era propósito del radicalismo «realizar un gobierno amplio, dentro de las finalidades superiores de la Constitución, rectamente aplicada en su espíritu y en su texto» para realizar un país «grande por sus instituciones, fuerte por su cultura y su riqueza, ennoblecido por la moral de su vida y por la solidaridad en el trabajo de sus habitantes dignificados». El dictamen, sobrio y breve, encerraba todo el programa del radicalismo, en el fiel cumplimiento de la Constitución. El despacho de la minoría, firmado por Saravia y Amado, consistía en una plataforma de 40 artículos sobre diversos puntos.

Se abrió el debate. Los hermanos Oyhanarte sostuvieron apasionadamente el primer despacho: era evidente que la Constitución era lo único que restaba al país después de largos años de desquicio institucional. Correspondía, pues, ponerla de nuevo en vigencia, volver a un estado de cosas posconstituyente, para dar posteriormente cabida dentro de su ordenamiento a las aspiraciones justas del pueblo. No opinaba lo mismo el doctor Leopoldo Melo, que apoyó el dictamen de la minoría, trayendo a colación el ejemplo de los partidos norteamericanos. Como solución transaccional propuso luego que se nombrara una comisión especial que debería redactar un proyecto definitivo sobre la base del presentado por la minoría, el cual sería propuesto a la Convención Nacional antes de la reunión del Colegio Electoral que debería elegirse el 2 de abril.

En ese debate se estaba cuando llegan Crotto, Gómez, Luna y Alvear de su entrevista con De la Plaza. La respuesta del Presidente había sido desalentadora, y envolvía una indiferencia total con respecto a las seguridades reclamadas. Como si esto hubiera sido lo que necesitaba el cuerpo para aunar opiniones, de inmediato se votó y se aprobó el despacho de la mayoría. Luego, después de resolver la concurrencia a las elecciones «para demostrar que el radicalismo no declina de la prueba y que afronta todas las situaciones», se levantó la sesión para continuarla al día siguiente, 22 de marzo, en el teatro Victoria, donde debía procederse a la elección de candidatos a presidente y vicepresidente de la Nación.

9

Al otro día el viejo teatro Onrubia se encontraba desde las 8 de la mañana repleto de público. Los delegados estaban distribuidos frente al proscenio en dos amplios sectores separados por un pasillo. Presidía el escenario un gran busto de Alem envuelto en una bandera argentina. Había nerviosidad y expectativa. Sabíase ya que Yrigoyen, cuya candidatura al primer término de la fórmula tenía apoyo casi unánime, habría de renunciarla. En ese caso —se rumoreaba— los delegados de la Capital, Entre Ríos, Corrientes y Tucumán votarían por el doctor Melo. En cuanto a la vicepresidencia, se debatía en ella un problema interno ya delineado: la exigencia de los «azules» de integrar la fórmula con un representante de su grupo: concretamente, el doctor Vicente C. Gallo. Pero entre las delegaciones de Buenos Aires y el interior se había hecho ya una consigna de honor el sacar adelante la «fórmula solidaria» que había reclamado Crotto en su discurso inaugural; es decir, un binomio totalmente identificado en pensamiento y en trayectoria, y se mencionaba al delegado riojano doctor Pelagio B. Luna como candidato al segundo término.

A las 10.30 de la mañana se reanuda la sesión. Uno por uno van siendo llamados los convencionales, que depositan su voto en una urna colocada en el escenario. Un silencio palpitante envuelve la larga ceremonia. El primer voto que se escruta da el nombre de Yrigoyen. Entonces, «la Convención y la concurrencia se ponen de pie y aclaman el nombre de Yrigoyen durante largo tiempo. Dentro y fuera del teatro se canta el Himno Nacional[13]». Y también hay lágrimas y abrazos, y un largo corear del nombre del caudillo, repetido por las gargantas anudadas…

Ciento cuarenta votos obtiene Yrigoyen, dos el doctor Melo y uno cada uno, Crotto, Alvear y Gallo. Hay exaltación en la sala. El vehemente Crotto pide la palabra y dice que rechaza el voto que se le atribuye, porque sólo Yrigoyen puede ser candidato. En nombre de la delegación santafecina, Ferraroti proclama que ellos han cumplido con el mandato expreso que traían de votar al caudillo. Luego se procede a la elección del candidato a vicepresidente, que arroja 81 votos para el doctor Luna, 59 para el doctor Gallo y uno para Castellanos y Melo. El resultado es recibido con aplausos: los «azules» habían sido derrotados en toda la línea. Pero en esos momentos sólo había júbilo y emoción en todos los corazones…

A continuación se pasa a cuarto intermedio para aguardar la aceptación de los electos. Una entusiasta manifestación se allega hasta la casa de Yrigoyen y lo aclama largamente. Pero en la casa no hay signo alguno de que haya gente. Yrigoyen recibe a la Mesa Directiva de la Convención en el estudio jurídico del doctor Crotto, en la Avenida de Mayo, y allí manifiesta su propósito de no aceptar su candidatura. Entrega su renuncia, donde sintetiza su pensamiento: el alto concepto que tiene de los valores espirituales elaborados a través del apostolado asumido, muy superiores a su juicio de la mera «realidad tangible» que significa el gobierno, y el propósito que lo llevó a esta tarea, «plan reparatorio fundamental» al que debió sacrificar cualquier posición.

Se mantiene irreductible ante la insistencia de los emisarios. Entonces, el doctor Luna redacta una nota expresando que sólo aceptará su candidatura en caso de que Yrigoyen haga lo propio.

Entretanto, el público y los convencionales continúan impertérritos en el teatro, aguardando las noticias. Todos barajan posibilidades. De tanto en tanto se reclama la palabra de tal o cual dirigente, que improvisa desde los palcos encendidas arengas. Cuando se continúa con la sesión, a las cinco y media de la tarde, y se da lectura a la renuncia de Yrigoyen, la emoción es enorme. El público y los convencionales cortan la lectura con gritos de rechazo. Durante diez minutos se producen tocantes escenas. Dirigentes y afiliados de consuno expresan a gritos su firme voluntad de que Yrigoyen sea candidato. A duras penas se hace oír Raúl Oyhanarte: «Desde hace treinta años Yrigoyen es el presidente de los radicales, y gobierna desde su retiro —vocifera— inclinada su cabeza de pensador, auscultando el corazón de la República»…

En medio del bochinche, Crotto propone que se nombre una comisión para entrevistar a Yrigoyen y disuadirlo de su actitud. La moción se aprueba por aclamación, y de inmediato la presidencia designa un delegado por provincia más él mismo y los doctores Guido y Oyhanarte. La diputación se traslada a la humilde residencia de Brasil 1039. Allí está Yrigoyen. Todavía palpitantes por el maravilloso espectáculo ciudadano que acaban de vivir, los delegados rodean al jefe del partido. Atropelladamente le hacen presente sus anhelos, la necesidad de que su nombre, prenda de unión y garantía de triunfo, sea tremolado por el radicalismo. Manifiestan que si insiste en su renuncia se dará por terminada la lucha, y cada cual volverá a su casa definitivamente. Pero cedamos la palabra a uno de los actores del episodio[14].

«Entre aquel grupo de delegados se encontraban algunas de las personalidades de mayor prestigio, de mayores sacrificios y de influencias más decisivas en muchos estados argentinos. Casi todos ellos eran viejos compañeros del doctor Yrigoyen. Habían realizado la áspera jornada juntos; habían combatido en las mismas revoluciones; habían llevado a los destierros el dolor de la patria ausente, y habían permanecido años y años en el baluarte de la abstención, donde se había replegado, incendiándose como en una inmensa pira, el espíritu rebelde de la nacionalidad.

»En aquel breve intervalo de tiempo, todas las frentes palidecieron, y sobre los corazones abroquelados transmigró como una peregrinación de luces y de sombras, toda nuestra historia… Se estaba allí, en el cuarto pequeño como una trastienda como en el rancho de Tucumán; como en el vetusto Cabildo colonial; como en el ágora de Paraná; se estaban allí resolviendo los destinos futuros de la República. Y cuando sobre la emoción de todos los espíritus, que se abrillantaban húmedos en los párpados, resonó la frase que ha de quedar y que ya fue el anticipo seguro de triunfo: “hagan de mí lo que quieran», los lindes de dos épocas acababan de demarcarse, la magna contienda estaba decidida, y la bandera sagrada, izada por el brazo del más fuerte, envalentonaba todos los pechos y en su tremolación augusta era serenidad sobre las tumbas fraternas”.

A las siete y media de la tarde, con la respuesta favorable aleteando en cada corazón, regresan a la Convención los delegados. No era necesario anunciar nada. Los rostros resplandecientes contestaban por sí solos la anhelosa pregunta. ¡Yrigoyen aceptaba! La Convención terminó sin saberse cómo, entre cantos y aclamaciones, cada pecho aliviado, poblada de abrazos, de banderas, de ojos brillantes…

A la salida, el público congregado se corrió hasta la casa de la calle Brasil. Nadie apareció en los balcones. Ellos sabían bien que Yrigoyen no salía nunca a recibir aclamaciones. Pero con una íntima esperanza de que «el viejo» desde su retiro escuchara el fragoroso saludo de su pueblo, ovacionaron largamente el nombre querido frente a la casa pobre del caudillo.

10

Poco tiempo restaba para la campaña electoral. Pero su campaña la venía haciendo el radicalismo desde muchos años atrás, con actitudes, con sacrificios, con inmolaciones más convincentes que los apresurados actos de última hora.

Ahora sólo cumplía movilizar los efectivos para enardecerse con el espectáculo de la propia fuerza. La fórmula presidencial era, de por sí, un elemento de enfervorización ciudadana y tenía además una representatividad sugestiva en ancho y en profundo.

El 29 de marzo se realiza en Rosario un gran acto en un teatro. Habla Crotto, que es silbado por una parte del público al atacar a la disidencia santafecina. Luego pronuncia un sereno discurso el candidato a vicepresidente de la Nación. Dice el doctor Luna: «La Constitución Nacional, rectamente interpretada y sinceramente aplicada, es el mejor programa que debe anhelarse en la actualidad, ya se la considere del punto de vista de su practicabilidad como del amplio margen que deja a los arbitrios y adaptaciones que determinen las transformaciones que necesariamente ha de operar en el mundo la conflagración europea».

Al día siguiente, la Capital Federal asistía a un acto radical de magnitud nunca vista. Una enorme multitud colma la Plaza del Congreso de pared a pared. Se forma una manifestación que hace punta por Avenida de Mayo para seguir por Carlos Pellegrini hasta Corrientes, y volver desde allí por Callao hasta el punto de partida. A toques de clarín se dirige la marcha. Cada parroquia desfila precedida por una banda de música. Varios centenares de jinetes de la Sección 1a. ponen sabor a campo en la marcha ciudadana. No es ésta una demostración de fuerza: es una marcha triunfal. Diez minutos después de haber salido de la Plaza del Congreso las últimas formaciones aparece la cabeza que ya llegaba de vuelta, rodeando el itinerario con el compacto cuerpo de esa serpiente multitudinaria. No hubo discursos. ¿Eran necesarios, acaso, después de eso?

Se agotaban los términos. Los últimos días traen las novedades más significativas. Renuncia el doctor Güemes. Los demócratas progresistas metropolitanos resuelven votar por los electores socialistas, en deliberación a la que asiste De la Torre, pues consideran que «coinciden nuestros programas… en la medida que nos alejan del Partido Radical».

Y llega, por fin, el 2 de abril de 1916. Llega la gran oportunidad del pueblo argentino para entroncar de nuevo en la historia. Tal ocurre. La Capital Federal, Entre Ríos, Santa Fe, Córdoba, Tucumán y Mendoza adjudican sus electores a la Unión Cívica Radical. Obtiene el radicalismo 370 000 votos, sobre 340 000 que totalizan los demás partidos de consuno. Los conservadores (con sus padrones bonaerenses cuidadosamente «depurados» y teniendo a buen recaudo setenta mil libretas cívicas de otros tantos radicales) logran los electores de Buenos Aires, La Rioja, Santiago del Estero y San Juan. Los demócratas progresistas ganan los de Corrientes, Salta, Catamarca y San Luis.

En total, la fórmula Yrigoyen-Luna cuenta con 152 electores: uno más de los estrictamente necesarios. Yrigoyen será Presidente.

11

Son bastante conocidas las incertidumbres que debieron padecerse entre el 2 de abril y el 20 de julio de 1916, fecha en que el Colegio Electoral debía designar al presidente y vicepresidente de la Nación. Excusaremos, pues, mayores detalles. Baste decir que desde mediados del año anterior en el radicalismo de Santa Fe se había suscitado un cisma originado en la resistencia que levantó la candidatura a gobernador del doctor Enrique M. Mosca, la que se suponía propiciada por el Comité Nacional de la Unión Cívica Radical. La gran mayoría del radicalismo santafecino no aceptó la candidatura del doctor Mosca, oponiéndole en cambio la del doctor Rodolfo Lehman, médico prestigioso de Rafaela.

Sobre esta brecha se lanzan los políticos de uno y otro bando: los conservadores para evitar a cualquier precio el triunfo de Yrigoyen, aunque sea votando una fórmula radical tibia; los radicales para que los electores santafecinos no traicionen su filiación.

Los amigos del caudillo sugieren que éste haga pública su esperanza de que los disidentes voten el binomio que él encabeza, pero tropiezan con un inconveniente insalvable: Yrigoyen se niega terminantemente a formular semejante declaración. El doctor Lehman envía entonces a dos amigos comunes para proponerle un statu quo: Yrigoyen se niega a recibirlos. Los delegados le hacen decir por terceras personas si al menos vería con agrado la adhesión de los disidentes a la fórmula radical: Yrigoyen contesta que jamás dirá tal cosa. Antes de dar por terminada su gestión exprésenle que su resolución puede significar la pérdida de la presidencia. A lo que contesta el magnífico empecinado: «Que se pierdan mil gobiernos, antes que vulnerar la conducta de inflexible austeridad que ha sido la norma orientadora de la trayectoria radical…».

Tras estas frustradas gestiones, Yrigoyen se evade de Buenos Aires y se recluye en uno de sus campos, ordenando al personal que no deje pasar a persona alguna. Tampoco recibe correspondencia ni escribe cartas, salvo un breve telegrama al presidente del Comité Nacional, en el que expresa terminantemente su resolución de no conversar con nadie sobre el tema que en ese momento apasiona a todo el país.

Entretanto, el gobernador electo Lehman, picado por la indiferencia de Yrigoyen ante sus maniobras y enredado por las proposiciones que a toda hora le formulan los emisarios de Marcelino Ugarte, compromete descabelladamente el voto de los electores santafecinos a favor de una fórmula mixta encabezada por él mismo. Pero cuando se reúne la Convención de la Unión Cívica Radical de Santa Fe para decidir se resuelve por gran mayoría que los electores voten por Yrigoyen y por Luna. No podían olvidar los radicales disidentes las luchas y los anhelos que llevaban en comunidad con los correligionarios de todo el país. Mal los conocía quien creyó que podían traicionar su pasado. Todavía se intentó sobornar a alguno de los 19 electores a pesar del mandato imperativo que sobre ellos pesaba. Pero ni uno solo cedió, todos cumplieron con su deber.

Fue este episodio una lección de alta moral cívica: Yrigoyen con la Presidencia ofreciéndosele a cambio de una palabra y negándose a pronunciarla, los electores santafecinos asediados por mil ofertas y votando por Yrigoyen sin esperar ni solicitar ventaja ninguna…

En cambio, el Régimen agotaba sus postreras oportunidades. «El Régimen no tuvo ni la dignidad de su caída», escribió lapidariamente Oyhanarte. Durante el lapso tendido entre el 2 de abril y el 20 de julio trataron los conservadores de lograr el sufragio de muchos electores demócratas progresistas para el doctor Ángel D. Rojas, nuevo candidato grato al Presidente De la Plaza. Ya que no podían robar votos a los radicales, lo hacían a los camaradas de ayer… La combinación atrajo no menos de 60 electores, que estaban comprometidos a votar por De la Torre. Sería larguísimo enumerar las intrigas que se zurcieron por esos días. El país vivió inquieto y alarmado por rumores extraños, que no cesaron hasta que la certeza del triunfo radical terminó con los espasmos póstumos de la oligarquía.

Pero no condenemos con demasiada acritud a aquellos hombres que de tal modo defendían sus posiciones. Ellos, que durante treinta años habían gobernado el país como una estancia, no podían concebir siquiera la posibilidad de ser sustituidos y luchaban con todas sus mañosas artes para evitar lo que sinceramente creían una catástrofe. Quedaron a la vera del camino, solos, con su escepticismo y su empaque, mientras el pueblo avanzaba tumultuosamente hacia horizontes apenas adivinados con la conciencia de su nueva dignidad.

Finalmente, el 20 de julio de 1916 se congrega el Colegio Electoral. Por Ángel D. Rojas, Lisandro de la Torre y Juan B. Justo votan 134 electores en total.

Por Hipólito Yrigoyen, 152.

La Reparación ya era gobierno.

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Ya era gobierno. Pero ¿para qué? ¿Sabría el radicalismo dar cauce a las aspiraciones populares? Un movimiento tan heterogéneo en su composición humana, tan tironeado por intereses encontrados, ¿no fracasaría cuando de enfrentar problemas concretos se tratara? Con las dos Cámaras del Congreso integradas por no radicales en su mayoría; con diez de las catorce provincias sometidas a gobiernos regiminosos; con la gran prensa, si no abiertamente en contra, por lo menos dispuesta a estarlo sin piedad en cualquier momento, ¿no resignaría la Unión Cívica Radical su pujanza revolucionaria para concluir aceptando este orden de cosas que apuntalaban elementos tan poderosos? O ¿no se esterilizarían en una lucha menuda contra esa resistencia, sin llegar a cumplir su misión emancipadora y reordenadora?

Era difícil preverlo. La tarea era ciclópea, y la vía por la cual se habría de tramitar, estrecha y flanqueada de adversarios. No hay peor legalidad que aquélla cuyos custodios son los enemigos. Lo más inquietante era que quizá muy pocos, quizá sólo Yrigoyen, columbraban cuál era exactamente la labor a realizar, bien que todos abrigaran una aspiración permanente de decencia y rectitud en el manejo de la cosa pública.

En el intervalo entre su elección y la toma formal del poder, Yrigoyen pasó muchos días en Micheo.

En la ciudad se corrían los chismes más fabulosos sobre el nuevo gobierno. Yrigoyen, como siempre, callaba y evitaba la exhibición.

El 12 de octubre se realiza la transmisión del mando, con todos los consabidos ritos cívicos. Tumultuosamente, en olor de multitud ascendió Yrigoyen al gobierno. El mismo día moría Gabino Ezeiza, el cantor del viejo radicalismo. Cuando se lo contaron, Yrigoyen dijo simplemente:

—¡Pobre Gabino! Él sirvió.

Un mismo sol había alumbrado la llegada del radicalismo a la responsabilidad gubernativa y la desaparición de aquel que había sabido expresar el sentimiento lírico del pueblo radical alzado y rebelde de Alem. Esta muerte y este arribo en el mismo día estelar eran todo un símbolo. Dijérase que aquel 12 de octubre moría en Gabino el radicalismo elemental, para dejar paso al nuevo, con más responsabilidades y más obligaciones que aquél. Pero el radicalismo de Gabino —como Gabino mismo— había hecho lo suyo: había servido.

1916-1930

1

¿Qué tal le fue a Yrigoyen en el gobierno? ¿Llegó a cumplir sus propósitos reparatorios o no?

En el manifiesto que la Unión Cívica Radical lanzara en vísperas de la elección presidencial se había dicho que «el país quiere una profunda renovación de sus valores éticos, una reconstitución fundamental de su estructura moral y material, vaciadas en el molde de las virtudes originarias». Cuatro años antes el documento que anunciaba la vuelta a la acción electoral expresaba: «La reparación debe ser necesariamente fundamental, nacional en sus caracteres y radical en sus procedimientos. Sólo así responderá a la razón que la impone, al concepto irreductible con que ha sido planteada y a las esperanzas supremas del pueblo argentino».

No era, pues, un simple turno gubernativo el que tomaba la Unión Cívica Radical con su acceso al poder. Había que reconstituir a la Nación, desvirtuada en su esencia por largas décadas de perversiones en todos los órdenes. Había que hacer una revolución desde el gobierno, ya que no había sido posible tomar el gobierno por medio de la revolución. «Reconstitución fundamental de su estructura moral y material».

Planteados así los términos, no se puede desconocer el fracaso del gobierno de Yrigoyen. Se logró una serie de importantes cambios en muchos aspectos, pero no una radical transformación del ser nacional. Ya iremos viendo cuáles fueron esos cambios y hasta qué punto incidieron favorablemente en la creación de un ámbito saludable en el país. Pero la gran transformación, la trasmutación revolucionaria que habría de unir en formidable salto histórico a la Reparación radical con la Revolución de Mayo —«el molde de las virtudes originarias»—, ésa no sucedió.

No fue culpa de Yrigoyen este fracaso, y aun lo previó. Su gobierno tenía el vicio originario de la legalidad; y una revolución no puede estar embretada por compromisos jurídicos. Se hace o no se hace. Yrigoyen lo sabía bien, y por eso se había resistido tenazmente a acceder en forma parcial al poder. Fue derrotado por los elementos electoralistas del partido en 1912 y allí empezó su fracaso. Además de esto hubo otros factores que trabaron su labor: la oposición feroz de sus enemigos, que desde todos sus reductos —sus temibles e inexpugnables reductos— lo combatieron sin fatiga ni piedad, así como la incapacidad revolucionaria del elenco que lo acompañó, cuyos integrantes fueron generalmente honestos e idóneos, pero carentes de un verdadero empuje y una cabal visión revolucionaria. Además, gente de su propio partido defeccionó en ocasiones fundamentales, privándole de solidaridades importantes y complicando más aún su quehacer. Cuando Yrigoyen terminó su primera presidencia subsistían muchas injusticias, las estructuras sociales que creara el Régimen se habían mantenido parcialmente, los medios de producción y distribución de la riqueza no habían cambiado de manos, no se había realizado una auténtica reforma agraria, elementos fundamentales de la economía nacional dependían aún del exterior. Vistas las cosas con un criterio simplista, deberíase concluir que el gobierno de Yrigoyen fracasó y que su esfuerzo fue estéril.

Pero ello sería injusto y parcial. Al bajar Yrigoyen de la presidencia también eran conquistas bien afirmadas cosas como la intervención estatal en materia de cuestiones laborales, la solidaridad antiimperialista latinoamericana, la afirmación de una política propia frente a los choques de las grandes potencias mundiales, la Reforma Universitaria, la aspiración a liberar nuestra economía mediante instrumentos como la creación de una marina mercante, el establecimiento de una política ferroviaria racional y la nacionalización del petróleo, el acrecentamiento de la personalidad del Estado en lo referente a servicios públicos, el rescate de la tierra pública, etc. Realidades concretas unas, aspiraciones otras que se tornaron en banderas de lucha popular para el futuro, ellas fueron resultado directo y casi personal del esfuerzo de Yrigoyen, cuya visión de la realidad nacional fue vertida en iniciativas y actitudes que fueron edificando un cuerpo de doctrina coherente que todavía hoy constituye una ruta de liberación argentina.

No fue sin embargo todo esto lo más importante de la obra yrigoyeneana. Lo más importante fue el significado de su gobierno como intento de llevar a cabo una conducción sometida a principios éticos insobornables: un gobierno presidido por una férrea voluntad de moral y austeridad. Yrigoyen y sus colaboradores fueron ante todo un ejemplo de decoro e hicieron del gobierno una incansable docencia cívica. Eso es lo más importante, porque es lo más permanente. Los pueblos, aun sin quererlo, son imitadores de sus gobernantes. Yrigoyen enseñó desde el poder a jerarquizar valores espirituales que connotan honradez, limpieza de espíritu, veracidad, ecuanimidad, abnegación, sobriedad. Fue el primero que vio que la política debía conducirse a través de términos absolutos; no como un deporte ni como un escalafón ni como una caza, sino como una «religión cívica», una consagración seria al servicio de la Patria.

Oigamos lo que expresa a este respecto uno de los más grandes escritores argentinos contemporáneos: «En los tiempos en que la gente de mi edad teníamos trece años —dieciséis después del comienzo del siglo— hubo un cambio en la actitud de los argentinos frente al país. En esos dieciséis años se había ido pensando cada vez más al país en términos de vaca holandesa. Opulentos conservadores epilogaban excelentes digestiones soñando con la futura Arcadia nacional, con una especie de país opíparo del que todos —con sólo vivir bien y prosperar— podrían obtener en años más, un fabuloso ordeño. La nación tendría millones y millones de habitantes, y todo andaría con el movimiento suelto e innecesitado de atención de la tierra prometida. Entonces, algunos hombres, algunos grupos, luego el pueblo todo, comenzaron a preocuparse, no privada sino general y nacionalmente. Sobrevino un estado de pureza cívica. Y una gran seriedad de conciencia culminó en 1916 con el advenimiento de un gobierno austero y popular. Lo que pasó después no interesa al caso. Lo que nos interesa es ese estado nacional de gentes serias, profundamente deseosas de ver a su tierra sanamente conducida: era una gran necesidad civil de decencia contra muchos años de explotación y de fraude. Nadie pensaba en su medro personal. Era una cuestión de limpieza y honor. Era un movimiento de conciencias, de corazones, de almas. Era un estado de nobleza colectiva, de salud nacional». (Eduardo Mallea, El sayal y la púrpura, Losada, Buenos Aires, 1941, pág. 10).

Este estado fue creado por Yrigoyen a través de años y años de lucha y culminó con la resonancia que prestó a su trayectoria el ejercicio del poder. Sus trabajos y sus días crearon en el pueblo una nueva confianza en las viejas virtudes perdidas. Su intransigencia frente al Régimen, su vida ascética en el poder o fuera de él, sus actitudes frente a los grandes poderes del mundo o frente a la oligarquía vernácula, su renuncia a obtener ventaja pecuniaria alguna durante su presidencia, su atención esmerada y vigilante de la administración pública, en fin, su estilo de gobierno tan sencillo y sin trastienda, todo suscitaba sentimientos bien distintos de los que solían provocar los hombres del Régimen con sus mañas vulpinas, sus «grandes muñecas», sus combinaciones y repartijas. Aquello había sido un culto a la «viveza», a la pillería; esto era un culto al decoro, a la austeridad. «Estado de nobleza colectiva». Efectivamente. Levantar el nivel moral de todo un pueblo para prepararlo espiritualmente a afrontar un gran destino humano. Pensar en dimensiones de dignidad para construir una ética que presidiera los futuros desenvolvimientos del país. Ése fue el triunfo de Yrigoyen y su mejor realización. Si esa moral que supo difundir incansablemente no logró cuajar y persistir en el tiempo, ello no importa: el rumbo está abierto y no hay más que andar el derrotero para retomarlo.

*

Decíamos que uno de los principales factores que jugaron en el fracaso del gobierno de Yrigoyen como intento de transformación del panorama nacional fue la feroz oposición que debió soportar a lo largo de sus dos presidencias. Era lógico que un gobierno de los caracteres del suyo movilizara en su contra intereses y fuerzas de toda laya: pero lo que no fue lógico ni decente fue la implacable campaña, casi siempre subalterna y ruin, que se llevó a cabo contra su obra y su persona desde su asunción al poder.

Se ha dicho que ningún hombre de nuestra historia ha sido tan amado y tan odiado a la vez como Hipólito Yrigoyen. Ese amor que concitó se tradujo en expresiones generalmente simples e ingenuas: pero el odio que sobre sí atrajo con su obra se expresó en forma sistemática con una mala fe perseverante. El Régimen, enquistado en sus posiciones, hizo una guerra a muerte a Yrigoyen. No podía perdonar al hombre que había logrado pacíficamente su desalojo del poder, al que había despertado en el pueblo la conciencia de su dignidad, al que con el solo ejemplo de su vida era toda una acusación permanente contra el sensualismo de la oligarquía. Sabían los hombres del Régimen que con él no había pacto posible: la consigna, entonces, fue atacarlo a fondo y hasta el fin por todos los medios.

Desde los grandes diarios rotulados independientes hasta las hojas partidarias —La Vanguardia, socialista, La Fronda, conservadora— se lo combatió bárbaramente. Resulta increíble comprobar en los diarios de la época con qué saña se atacaban sus más inofensivos actos de gobierno, con qué injusticia se interpretaban sus actitudes más cristalinas, con qué pequeñez se cebaban sobre su personalidad. Las caricaturas que lo ridiculizaban baten todas las posibilidades de la insolencia y la malignidad. A los anteriores gobiernos también se los había atacado y también se había puesto en solfa a sus próceres; mas ello siempre dentro de ciertas normas no escritas, pero vigentes. Con Yrigoyen y sus amigos, en cambio, se dejó de lado todo freno y se dijo cuanto se puede decir de un hombre. Ricardo Rojas transcribe en El Santo de la Espada los epítetos que debió soportar San Martín durante su actuación: lo llamaron desde «cornudo» hasta «ladrón», pasando por «mulato». A Yrigoyen no pudieron calificarlo de cornudo: pero, de ahí en adelante, todo.

Lo más notable es que antes de llegar al gobierno la personalidad particular de Yrigoyen mereció siempre un alto concepto a sus adversarios, que nunca dejaron de reconocer su patriotismo, su abnegación, su caballerosidad. Pero cuando la oligarquía desalojada comprobó que sus privilegios estaban en peligro por el empuje revolucionario de Yrigoyen, entonces desapareció el patriota, el abnegado, el caballeresco antagonista político, y apareció «el Peludo», «el loco», «el compadrito de Balvanera».

Y conste que la oposición no estaba reducida a núcleos aislados. Ella controlaba la prensa en general, una Cámara por lo menos del Congreso, el poder judicial, varias provincias, la Universidad, la mayor parte de los sectores sociales económicamente más poderosos, la intelectualidad en mayoría y las fuerzas vivas; por lo que su prédica podía ser (como fue) decisiva para desprestigiar al radicalismo hecho gobierno y a su jefe. Su grita, pues, no era tolerada por saberla innocua: se la respetaba aun conociendo su peligrosidad en virtud de convicciones cívicas inquebrantables.

Bien dice Raúl Larra que «fue el hombre que acumuló tres plazas de vigilante el que derrocó a Yrigoyen». O el negro que fue nombrado ama de leche, chascarrillo que La Fronda ni siquiera tuvo el mérito de inventar, puesto que fue plagio de una divertida historieta que trae en una de sus novelas Pío Baroja.

Durante los dos gobiernos de Yrigoyen, y más acerbamente en el segundo, la oposición amenguó sus éxitos, exageró sus fracasos, insultó al Presidente, calumnió a sus colaboradores, negó realidades, inventó falsedades, confundió, mintió, perturbó y enredó todo hasta coronar su campaña con su derrocamiento armado. Sí: fue la calumnia libre e impune, repetida y martillada con tenacidad volteriana lo que derribó a Yrigoyen.

Esta guerra sin cuartel tuvo su expresión más acabada en el Congreso Nacional. Este poder en el cual nunca alcanzó Yrigoyen a tener mayoría debido a las poco felices renovaciones de bancas senatoriales obstruyó sistemáticamente la tarea gubernativa del caudillo radical[15]. Muchas iniciativas suyas no fueron tratadas jamás, a pesar de los reiterados mensajes instando a hacerlo. Otras, aprobadas por la Cámara joven, fueron archivadas por negarse el Senado a considerarlas durante el tiempo reglamentario. Varias veces debió Yrigoyen llamar la atención al Congreso por su falta de colaboración; en sus mensajes anuales subrayaba machaconamente todas las iniciativas que estaban a consideración del Poder Legislativo, sin prosperar.

La nómina de los proyectos del Ejecutivo que no fueron tratados o sancionados constituye un impresionante caudal de benéficas y avanzadas leyes nonatas que iremos viendo someramente al analizar en detalle el sentido del gobierno yrigoyeneano. Baste por ahora saber que entre los proyectos «torpedeados» en el Congreso había iniciativas tan importantes como la de creación de la Marina Mercante Nacional, ampliación de la red ferroviaria en las provincias del Centro y Norte, ley orgánica de instrucción pública, Código del Trabajo, nacionalización del petróleo, creación del Banco Agrícola y del Banco de la República, sobre régimen de la tierra pública, etc.

La obstrucción del Congreso se ejerció también por medio de otras formas. Una de ellas fue el larguísimo tratamiento de los diplomas de sus miembros, a través de meses enteros de debates totalmente estériles. Merece la pena leerse el discurso kilométrico que en 1929 pronunciara Federico Cantoni en defensa de su mal habida banca de senador (200 páginas del folleto, bajo el pomposo título de «Yo acuso»), para darse cuenta hasta qué punto utilizaba la oposición estos debates, reglamentariamente «preparatorios», en objetos de baja politiquería.

Fue también un arma favorita de los hombres del Régimen y sus aliados, los socialistas, las frecuentes y maliciosas interpelaciones que votaban con el objeto de perturbar la labor de los ministros y ridiculizarlos ante la opinión. Ante el reiterado abuso de ese instrumento, Yrigoyen debió puntualizar en un mensaje la doctrina constitucional en esta materia, dejando a salvo las facultades y responsabilidades del Poder Ejecutivo.

*

Incomprensión. Insuficiencia del equipo gobernante. He aquí otra de las grandes causas de la parcial e imperfecta realización del ideal yrigoyeneano. No tuvo el caudillo a su lado un grupo que lo secundara en la medida de su voluntad de transformación revolucionaria. Casi todos sus colaboradores fueron adictos a su persona, pero insuficientemente empapados del sentido trascendente de la Reparación. Y eso cuando no fueron infiltrados del conservadorismo, cuyos compromisos e intereses frenaban suavemente las iniciativas revolucionarias del caudillo.

Las deficiencias e improvisaciones del equipo gobernante no fueron culpa total de Yrigoyen. El caudillo tenía un espíritu difícilmente manifestable. Costábale traducir exteriormente sus vivencias. Idealista típico, le era difícil expresar su pensamiento sobre el «debe ser» de las cosas. Su capacidad proselitista no se basaba en el éxito de la exposición de una clara concepción sobre lo que el país podía llegar a devenir, sino en su prestigio, el aura de virtud que emanaba su figura y los mil recursos de captación que su larga experiencia le brindara. Pero su temperamento se resistía a volcar en el interlocutor —salvo casos excepcionales— los anhelos recónditos que abrigaba en orden a la creación de nuevas estructuras político-sociales o a la reforma de las existentes. El ejemplo de su trayectoria hacía que los hombres lo siguieran, pero un gobernante necesita a su lado a técnicos, y los técnicos no se hacen a base de ejemplos, sino con una capacidad puesta al servicio de un ideal cabalmente aprehendido. Yrigoyen tuvo la desgracia de haber estado rodeado —con honrosas excepciones— de meros colaboradores en sus tareas administrativas, mas no de discípulos.

Éste es uno de los aspectos más dramáticos de la trayectoria yrigoyeneana: la distinta tensión en que vivían y actuaban el caudillo y sus fieles, la diferencia de visión histórica de uno y otros. (El caso del retiro argentino de la Liga de las Naciones es, en este sentido, un ejemplo típico). Muchos radicales creían sinceramente que la Reparación significaba elecciones libres y administración honrada. Éste podría haber sido un programa para los tiempos de Alem, pero ahora la vida argentina se había hecho más compleja, se había preñado de problemas antes no previstos y de situaciones jamás soñadas. Yrigoyen necesitaba a su lado espíritus progresistas y valientes, desligados de compromisos y carentes de prejuicios anacrónicos. Diez hombres, sólo diez que hubieran tenido exacta noción de lo que debía destruirse y lo que debía construirse en la República, bajo la dirección del caudillo —genial, intuitivo, sensible, experto— hubieran cambiado la faz de la Nación.

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No podemos dejar de mencionar, por último, la importancia que tuvo la falta de una conciencia popular que supiera respaldar y exigir esa «reconstitución fundamental de la estructura moral y material del país» que en 1916 prometía realizar el radicalismo. He aquí otra lección para el futuro. Ninguna revolución auténtica puede realizarse si el pueblo no la apoya consciente y voluntariamente, porque, si tal no sucede, ocurre que los hechos transformadores carecen de empuje y dinámica y se cae inevitablemente en el verbalismo estéril, en la reacción o en cosas peores.

El radicalismo era, evidentemente, una fuerza cuya gravitación pudo haber inducido a los gobernantes surgidos de sus filas a realizar una obra total, íntegra. Pero no estaba políticamente evolucionado como para exigirla, y se quedó en el triunfo electoral, como si éste fuera la panacea de todos los males que aquejaban al país. Yrigoyen había dicho muchas veces que primero debía ser la reivindicación de los poderes públicos por medio del voto libre y luego vendría la reintegración de la Nación sobre sus bases, pero con ello no hacía sino establecer un orden de prelación meramente temporal. No terminaba allí la Reparación, sino que subía a otro estadio superior; pero esto ya no se entendió. El pueblo sí entendió, aunque es cierto que se dejó estar: «Ya haría las cosas el Viejo…». Los que no entendían fueron paradójicamente los más cercanos. Si el pueblo radical hubiera acompañado a Yrigoyen y lo hubiera instado a llevar sin desviaciones la prometida «reconstitución fundamental», el caudillo hubiera superado la mediocridad de sus colaboradores y la oposición del Régimen enquistado y hubiera realizado titánicamente su pleno destino en la construcción de la Argentina soñada. Pero el pueblo radical se abandonó en su jefe con la antigua confianza criolla del partidario en el caudillo de su predilección, e Yrigoyen quedó solo, incomprendido, muchas leguas delante de su hueste; y así tuvo que volver para acortar el paso y no perder a los suyos…

Es que la revolución reparatoria no debía ser hecha sólo por él, sino que todo el pueblo debía acompañarlo y arrastrarlo. En algún aspecto parcial así ocurrió: la Reforma Universitaria fue fruto de una verdadera revolución estudiantil que Yrigoyen dejó madurar hábilmente, para encauzar luego al servicio de la cultura nacional los elementos fecundos dejados en libertad por la algarada. Pero si la muchachada no se hubiera alzado estrepitosamente reclamando sus derechos, Yrigoyen no hubiera podido crear por sí solo la Reforma.

Si del mismo modo como el «pueblo en las aulas» que es la estudiantina exigió que se legalizara y fijara su revolución para hacerla fecunda, hubiera el «pueblo en la tierra» que es el campesinado exigido su reforma agraria o el «pueblo en el taller» que es el artesanado su reforma social; si todos de consuno hubieran hecho punta para terminar en el país con tantas injusticias que padecía; entonces sí, a pesar de todos los factores adversos que lo trababan, Yrigoyen hubiera encontrado eco y apoyo y la Reparación se habría llenado cumplidamente. No ocurrió así, y el caudillo debió luchar penosamente entre las injurias de sus enemigos, la azorada incomprensión de sus amigos, la confiada inacción de su pueblo y su propio de saliento, por la conquista de los mínimos objetivos que todavía podía realizar.

2

Estas consideraciones ayudarán a comprender cuál fue el sentido general del gobierno de Yrigoyen. Se ha dicho que Yrigoyen hablaba por medio de hechos. Por eso toda la actuación del caudillo radical es susceptible de ser interpretada con criterio unitario, y su obra de gobierno en mayor medida. Veamos, pues, cuál fue el designio que presidió la labor de Yrigoyen en el poder.

Sintéticamente, podríamos decir que ella no fue otra cosa que un SUPREMO ESFUERZO POR LIBERAR AL HOMBRE ARGENTINO DE LAS TRABAS DE TIPO POLÍTICO, SOCIAL, ECONÓMICO Y CULTURAL QUE IMPEDÍAN SU CABAL REALIZACIÓN COMO INDIVIDUO Y COMO COLECTIVIDAD creando así paralelamente LAS POSIBILIDADES OBJETIVAS DE UN DESTINO ARGENTINO EN AMÉRICA Y EN EL MUNDO.

a) Liberación del hombre en lo político

Lo primero es lo político. Primero en el tiempo como conquista popular y primero en jerarquía axiológica. En el manifiesto de julio de 1915 el Comité Nacional de la Unión Cívica Radical decía: «Después del triunfo, cuando las urnas regeneradas por ser la expresión de la voluntad ciudadana consciente proclamen ante el mundo que el pueblo argentino ha reconquistado ampliamente su soberanía, habrá llegado la hora de plantear y dar solución a los grandes problemas que afianzarán nuestra grandeza; porque no es posible cimentar nada estable, nada digno de armonizar en el concierto de las naciones, mientras el pueblo no pueda darse el gobierno de sus anhelos».

El primer paso en este sentido estaba dado con la llegada al Poder Ejecutivo de la Nación. Pero un Congreso adverso (45 radicales y 70 opositores en Diputados; y 4 radicales y 26 opositores en Senadores) y once provincias en poder del Régimen mostraban claramente cuánto había que remover todavía para que la voluntad del pueblo pudiera traducirse con exactitud en las representaciones públicas y no se tornara infecundo el triunfo del 2 de abril.

Al asumir el mando Yrigoyen tenía ante sí dos caminos para resolver este problema fundamental. «Uno, declarar caducas todas las autoridades nacionales y provinciales, para presidir su total reorganización dentro de procederes estrictamente legales. La otra, aceptar la legalidad en el orden nacional y declarar caducos todos los poderes provinciales». Expresa José Bianco —a quien pertenece el planteo transcripto— que Yrigoyen no adoptó el primer procedimiento, atento al hecho de que en el Poder Legislativo de la Nación coexistían representantes de títulos inobjetables junto con otros cuyos orígenes eran anteriores a la ley electoral o habían sido elegidos fraudulentamente después de su sanción. Por esta razón, y tal vez por comprender que su llegada pacífica y legal al gobierno lo inhibía moralmente de tomar resoluciones tan drásticas, Yrigoyen desechó aquella vía, indudablemente la más arriesgada y decisiva. Prefirió, pues, ir rindiendo paulatinamente los baluartes del Régimen.

El principio institucional que debía orientar esa política fue establecido nítidamente poco después, en enero de 1917, con motivo de un cambio de notas del Poder Ejecutivo de la Nación con el gobernador de Buenos Aires, doctor Marcelino Ugarte. En esa ocasión expresó el Presidente que «las autonomías provinciales son de los pueblos y para los pueblos, y no para los gobiernos. Éstos pueden ser o no ser representantes legítimos de ese derecho, y por consiguiente su invocación tiene que ser sometida al análisis de la verdad institucional, porque bien podría resultar ésa autonomía un nuevo instrumento para afianzar aun más ciertas situaciones arraigadas en la opresión o en el fraude…».

Esta norma general entrañaba poner en tela de juicio, provisionalmente, a todos los gobiernos provinciales, hasta tanto se indagara si reunían o no las condiciones indispensables para que se les reconocieran los derechos que otorga la Constitución a los estados federales. El principio enunciado era la clara advertencia de que había terminado la era durante la cual la sedicente autonomía provincial era pretexto para que los poderes nacionales se lavaran las manos de las iniquidades cometidas en algunos estados del interior. Desde entonces la autonomía sería un derecho al cual se llegaría cumpliendo ciertos presupuestos.

Tres meses después se decreta la intervención a Buenos Aires, provincia cuyas enormes prevaricaciones en materia electoral, denunciadas por Horacio Oyhanarte en el Congreso, la habían convertido en símbolo y fortaleza del Régimen. La resolución se fundaba en que la ley electoral provincial de cuya aplicación habían surgido los poderes allí vigentes violaba las disposiciones de la ley nacional, al impedir el voto de los jóvenes de 18 a 22 años (promociones que eran mayoritariamente radicales). Se mencionaba además el «estado de intranquilidad de sus fuerzas políticas, sociales y económicas» denunciado reiteradas veces al gobierno nacional, así como otras anomalías. El efecto de la intervención a Buenos Aires fue aplastante entre los conservadores: don José L. Cantilo fue designado comisionado nacional y dirigió el proceso reorganizativo de la provincia, que duró un año y concluyó con la consagración popular del doctor José C. Crotto para gobernador.

Salvado el escollo más peligroso y que podía ofrecer más resistencia, medidas análogas fueron sucediéndose poco a poco. En noviembre de 1917 se decreta la intervención a Mendoza, que terminó con la entrega del mando al gobernador electo, doctor José Néstor Lencinas. En el mismo mes y año, a Corrientes, a pedido del gobernador. En abril de 1918 se intervienen por decreto tres provincias: La Rioja, Catamarca y Salta, las que —tras procesos electorales de distinta duración— eligen gobernadores al ingeniero Benjamín Rincón, al doctor Ramón Ahumada y al doctor Joaquín Castellanos, respectivamente. En mayo de 1919 se interviene por decreto la Legislatura de San Luis, y luego, por ley del Congreso, la totalidad de sus poderes. En octubre de 1919 toca el turno a Santiago del Estero y San Juan: poco después toman posesión de las respectivas gobernaciones don Manuel Cáceres y el doctor Amable Jones. Finalmente, en noviembre de 1920 se decreta la intervención de Tucumán para presidir las elecciones de renovación del ejecutivo provincial, resultando triunfante el doctor Octaviano Vera.

Así cumplió Yrigoyen con el tácito compromiso contraído con los pueblos del interior de liberarlos de sus viejas oligarquías y abrir una posibilidad libre y garantida de constituir legítimamente sus gobiernos. La actitud intervencionista de Yrigoyen pudo parecer antipática a muchos, por lo que aparentaba tener de abuso del poder o parcialidad, pero era el único camino que podía seguir de acuerdo con sus principios reparatorios. Era absurdo que en el orden nacional el pueblo pudiera regir su propio destino —«la Nación ha dejado de ser gobernada, para gobernarse a sí misma»— y en las provincias todavía continuara sometido. Esto no lo comprendieron algunos correligionarios, que creyeron que el gobierno nacional debía respetar las situaciones existentes: tal la actitud del doctor Ricardo Caballero, que se opuso públicamente a la intervención bonaerense por considerar que la llegada pacífica del radicalismo al poder aparejaba el compromiso de no tocar las situaciones locales, por ilegítimos que fueran sus orígenes. Pero adoptar semejante temperamento no era lógico dentro del concepto de soberanía popular y no dividida que sostenía el radicalismo, así como del principio que la autonomía pertenecía a los pueblos y no a los gobiernos; no hubiera sido leal tampoco abandonar a su suerte a los correligionarios que abnegadamente luchaban en las provincias después de haber sido ellos los que habían logrado el triunfo en el orden nacional y, además, habría significado la total esterilización del empeño reparatorio que animaba al caudillo.

Así, no sin trabajos y resistencias, venciendo obstáculos dentro y fuera del partido, asumiendo sobre sí la sola responsabilidad de esas intervenciones reconstituyentes, fue Yrigoyen devolviendo lenta pero inexorablemente su instrumento emancipador a cada pueblo provinciano que aún no lo había logrado.

Paralelamente a esta acción llevada a cabo sobre las provincias, también se hizo algo similar en el orden comunal de la Capital Federal. Desde 1885 el régimen municipal de Buenos Aires se desenvolvía lánguidamente a través de comisiones vecinales nombradas por el Poder Ejecutivo o concejos elegidos por un número ridículo de votantes: el pueblo porteño no participaba absolutamente en el manejo de la cosa pública. En 1917 Yrigoyen promulgó una ley que establecía un gobierno municipal integrado por un intendente designado por el Poder Ejecutivo y un Concejo Deliberante de elección popular por voto proporcional. En octubre de 1918 se realizaron las primeras elecciones municipales, y desde entonces el régimen comunal porteño se desenvolvió normalmente.

Esta labor de poner al pueblo en posesión de sus medios de expresión política, así como el sufragio dignificado por la acción gubernativa de Yrigoyen, produjeron consecuencias de un notable beneficio en la vida cívica del país. El pueblo comenzó a abrigar una altiva convicción de ser «el único artífice de su destino», como había dicho Alem. El cuarto oscuro, la urna ciega y sagrada, la libreta de tapas morenas, los objetos materiales a través de los cuales ejercía ahora el hombre común su derecho a gobernarse, fueron convirtiéndose en símbolos de una liberación penosamente conquistada pero hecha ya tuétano vivo de pueblo y traducidos en expresiones tan entrañables y auténticas como aquella vidala que Ricardo Rojas escuchó una vez en los valles de Humahuaca:

¡En el cuarto oscuro

vidalitá

no manda el patrón:

cada ciudadano

vidalitá

tiene su opinión…!

Las elecciones ya no eran una batalla o una farsa, sino un acto cívico rodeado de todas las seguridades y respetos que merecía la soberanía restaurada. La compra de votos, el arreo de ciudadanos, la sustitución de urnas, el «sufragio de difuntos», dejaron de ser una triste realidad para convertirse en recuerdos de un pasado al parecer definitivamente superado. No pretendemos que ello haya sido absoluto: ocurrieron todavía abusos, presiones y escamoteos. Pero eran hechos aislados, cometidos sin la complicidad de los gobiernos y perpetrados por elementos de baja extracción, muchas veces recién llegados al partido gobernante desde las filas mismas del Régimen. Sucesos de ese tipo escapaban al contralor de la autoridad y fueron generalmente reparados. La bulla que se hizo en los casos de El Rabón (Santa Fe) y Andalgalá (Catamarca) demuestra precisamente lo insólito que era por aquel entonces tropezar con irregularidades electorales.

Yrigoyen tuvo una preocupación constante por proteger la pureza del sufragio. En vísperas de las elecciones de marzo de 1930 envió una circular a los gobernadores de provincia recomendando la más escrupulosa atención a fin de que los comicios resultaran «una confirmación de la cultura política alcanzada por la República». En cierta oportunidad un gobernador le hizo saber que había tomado determinadas medidas de orden público ante el desenfreno de las manifestaciones opositoras durante una campaña: Yrigoyen le comunicó oficialmente que era conveniente «dejar que aquellos fenómenos regresivos se exterioricen» para que el pueblo pudiera notar la diferencia entre una y otra época, y entre uno y otro estilo de lucha.

Generalmente, no sólo fue respetado el acto eleccionario, sino que los procesos precomiciales se rodearon de todas las garantías. Naturalmente, muchas veces hubo denuncias y quejas durante las campañas, pero (salvo el caso de San Juan y Mendoza, donde ya veremos con qué extraordinaria saña se luchó) no tuvieron la mayoría de las veces importancia ni fundamento. Era parte de la política, por otra parte, llenar las columnas de los diarios adictos con denuncias más o menos exageradas para ameritar el eventual triunfo o preparar la impugnación de la posible derrota; así como fue también un uso de rigor el bombardear el Ministerio del Interior con telegramas denunciando las cosas más increíbles: fue célebre en su época el telegrama que cierto dirigente conservador riojano enviara a Yrigoyen denunciando que era objeto de ataques por «bandas armadas de turcos salvajes»…

Es que la transición de un estado de plúmbea quietud a una actividad política intensa no podía realizarse sin traer de arrastrón choques y conflictos pasionales que el tiempo y la práctica honrada de la nueva vida cívica habrían de obviar.

Pero en líneas generales, y admitiendo desde luego las inevitables excepciones que implica una afirmación tan extensiva, puede afirmarse que la labor liberadora que realizó en el orden político el presidente Yrigoyen, aparejó una indiscutible reparación de las prácticas cívicas, así como un estado de saludable confianza en el pueblo con respecto a su propia capacidad. Un pueblo se estaba autoeducando en la técnica difícil del propio gobernarse, dando así un vibrante mentís a quienes por muchos años se habían negado a abrir la vía del sufragio popular aduciendo una supuesta incultura cívica.

b) Liberación en lo social

Así como en el aspecto político el triunfo del radicalismo acarreó la liquidación de las camarillas y las corruptelas que impedían al pueblo la libre elección de sus gobernantes, en el aspecto social trajo aparejado el acceso al gobierno de hombres y grupos a quienes anteriormente tal cosa les estaba vedada. Ninguna prohibición legal había impedido a ningún ciudadano en igualdad de condiciones ocupar las funciones del Estado, pero en la práctica, sólo una cerrada oligarquía dueña del mecanismo político y en protección de sus intereses económicos repartía entre sus entenados las prebendas del poder. Lo hacían no sólo por sensualidad o egoísmo, no sólo porque les era necesario el contralor del gobierno para garantizarles la defensa de sus privilegios, sino también por una ingenua convicción de que sólo ellos eran capaces de gobernar el país. Lo creían sinceramente, sin reparar que a través de las décadas de su dominación el país iba agravando sus injusticias, sus desigualdades, sus frustraciones, sus resentimientos, sus deformaciones.

Por eso, cuando Yrigoyen desde el gobierno denunciaba los pecados del Régimen y proclamaba su decidida voluntad de repararlos —«no habría poder humano que me hiciera desistir…»— cundía entre los sectores desplazados una asombrada indignación, mezclada con cierto desganado examen de conciencia para saber si realmente habían sido tantas y tan graves sus culpas.

Pero lo que más dolía a esos hombres no eran tanto las medidas de orden político o económico que el nuevo gobierno tomaba, cuanto la aparición en el escenario nacional de personajes desconocidos, desprovistos del brillo o la figuración de los primates de la oligarquía, cargando apellidos que denunciaban a la legua su filiación inmediatamente inmigratoria. Era éste el signo patente de la sustitución del material humano gobernante; y era esto lo que más les escocía. Esa oligarquía pagada de las formas y los convencionalismos podía perdonar las inexorables intervenciones a sus feudos o el intervencionismo estatal en materia de bienestar social, pero no podía perdonar la desgraciada traza del ministro Salinas o la opaca personalidad del ministro González. No se daban cuenta de que algo viejo se derrumbaba. Sólo se rebelaban airadamente ante los síntomas más evidentes de los tiempos nuevos.

La llegada del radicalismo trajo de hecho la llegada a las representaciones públicas y a los puestos técnicos del Estado de representantes de todo un sector social excluido hasta entonces del manejo de la cosa pública. Las bancas del Congreso, las subsecretarías ministeriales, las secretarías de las intervenciones empezaron a llenarse de apellidos nuevos. Lo interesante era que tal cosa ocurría sin que significara el ascenso de una clase en detrimento o en odio de otra, sino más bien el legítimo y lógico reconocimiento de los méritos de muchos hombres que por sus condiciones podían servir al país. Era ésta una victoria exclusiva de la Unión Cívica Radical, en cuyas filas convivían sin roce «los hijos de los inmigrantes y los nietos de los próceres», según la ya recordada expresión de Ricardo Rojas; verdadero milagro cívico factible gracias a que en el radicalismo se habían congregado los argentinos en procura de un ideal primordialmente político, que podía ser común aun a grupos sociales con intereses totalmente diferentes[16].

Fue uno de los grandes servicios prestados por el radicalismo al país: la liberación de los prejuicios y las trabas que hasta entonces habían impedido que tantos argentinos fueran realmente útiles. Los conservadores se reían de la inexperiencia de los nuevos gobernantes, jugaban urticantemente con sus apellidos en una sección permanente de La Fronda, y en los teatros se hacían burlas del nuevo elenco, pero fuerzas jóvenes y antes no utilizadas pusieron al servicio del país su capacidad y su patriotismo. La conducción de la Nación dejó desde entonces de ser privilegio de pocos para convertirse en posibilidad de todos. Así pudieron encauzarse las fuerzas que las corrientes inmigratorias habían aportado, impidiendo su indiferencia por los problemas de la nacionalidad y argentinizando definitivamente amplios sectores sociales.

Esta posibilitación no se realizó solamente en el terreno político. Todos los sectores sociales fueron alcanzando territorios antes vedados y los fueron invadiendo. La Universidad, el Ejército, la magistratura, la diplomacia fueron recibiendo la savia nueva de las camadas recién ingresadas a la vida pública. Directa o indirectamente, el gobierno de Yrigoyen contribuyó a que no se desperdiciara ninguna fuerza argentina por prejuicios anacrónicos y que ningún argentino viera frustrada su legítima vocación por vallas injustas. Una renovación humana bien perceptible se operaba en todos los campos. Pero no por alentar Yrigoyen esta renovación atacó a la antigua aristocracia: él sabía muy bien que ella representaba algo auténtico en el país, una tradición, un estilo de vida que no se debía eliminar.

Conocía a muchos de sus hombres y algunos habían sido sus amigos y conmilitones en los tiempos turbulentos de la revolución del ’93 y cuando la lucha por el predominio partidario. Los Pereyra Iraola, los Herrera Vegas, los Apellániz, los Ayerza, los Moreno habían sido integrantes del grupo que primero había creído en él. No sólo no atacó a los grandes apellidos, sino que honró no pocas veces a algunos de sus egregios: recordamos que la primera intervención que envió a una provincia fue presidida por el doctor Joaquín S. de Anchorena, primus inter pares de la oligarquía porteña —y de rancia estirpe federal, por añadidura—. No atacó a sus personas, porque sabía que era inútil, mezquino y tal vez perjudicial: atacó, sí, sus privilegios, sus corruptelas y las estructuras políticas y sociales que ellos habían construido para su propio resguardo.

La «igualdad», ese término jacobino que parecería llenar hoy tan pocas aspiraciones humanas, fue durante el gobierno de Yrigoyen una realidad. Se llegó a ella mediante el alcance de estados de conciencia colectivos tan superiores como la ruptura de los prejuicios sociales que habían esterilizado anteriormente la capacidad de servicio de tantos argentinos, o con disposiciones gubernativas sin importancia aparente, como aquella que mandó que todos los alumnos de las escuelas primarias llevaran el delantal que igualaba a ricos y pobres en una idéntica alba uniformidad. Pero fue real y tangible. Tal vez no se notó tanto en el interior como en las zonas del litoral y de las grandes ciudades: mas su benéfico resultado no dejó de hacerse sentir en todo el país.

No puede decirse que el gobierno radical haya significado el ascenso de tal o cual clase al gobierno. Ello es extraño a lo que el radicalismo quiso hacer, y no es, además, históricamente exacto. La Unión Cívica Radical no se sentía vocero de los intereses de una clase determinada, sino representante de las legítimas aspiraciones de todo el pueblo. Por eso su llegada al poder fue una ancha posibilidad para todos los argentinos de colaborar en la empresa común de hacer un país y contribuir a democratizar más aún nuestro régimen de gobierno con el aporte de todos los elementos constructivos de la comunidad.

c) Liberación en lo económico

«Tras grandes esfuerzos, el país ha conseguido establecer su vida constitucional en todos los órdenes de la actividad democrática; pero le falta fijar las bases primordiales de su constitución social. Ésta no se alcanzará mientras los gobiernos no se compenetren en su esencial deber de impulsar los medios para que la justicia discierna sus beneficios a todos los rangos sociales, tal como los sentimientos humanitarios imponen a la civilización. La democracia no consiste sólo en la garantía de la libertad política: entraña a la vez la posibilidad para todos de poder alcanzar un mínimum de felicidad, siquiera».

Estas palabras que Yrigoyen dijera en su mensaje de 1920 al Congreso son el meollo de su política en materia económico-social. Él sabía que la redención política no tiene relevancia si no se emancipa al hombre de la miseria.

Expresa Del Mazo que la gran lección dejada por el gobierno de Yrigoyen en este aspecto es la conjugación armónica de la justicia social con la libertad. Efectivamente, tal fue la gran realización del radicalismo, cuyo paso por el poder dejó la certeza de que es posible un estado de cosas donde la libertad conviva con el bienestar, en un ambiente de respeto para todos.

Mas ¿cómo logró alcanzar la Unión Cívica Radical un enlace tan equilibrado? Cuando el radicalismo llegó al gobierno no existía en su seno una conciencia real sobre los problemas sociales y económicos que afligían al país desde principios de siglo. Hubo algunas expresiones en este sentido que demostraban el interés de algunas personalidades o algunos organismos. Pero estas manifestaciones no traducían una preocupación permanente en el partido, sino opiniones aisladas. Hasta entonces la prédica relativa al bienestar de los trabajadores había sido siempre monopolizada por el Partido Socialista, que, en cambio, trataba a la «política criolla» con cierto menosprecio.

Sin embargo, hombres humildes habían votado por el radicalismo, y era evidente que, a pesar del vacío que existía en los manifiestos y declaraciones partidarias, en lo que atañía a política social y económica, ellos esperaban que el radicalismo en el poder habría de solucionar los problemas del país en este aspecto. El caudal popular del radicalismo estaba formado por gente trabajadora —rural y urbana— y muchos de sus dirigentes eran de origen humilde. Un partido surgido de la entraña del pueblo no podía hacerse sordo a los justos reclamos de los trabajadores, máxime si su misión era reparar las injusticias del Régimen, entre las cuales se contaba como muy grave la explotación económica del hombre, realizada con la tolerancia o la complicidad de los anteriores gobiernos.

Sin embargo, aquellos antecedentes doctrinarios y esta composición humana del radicalismo no hubieran sido suficientes para impulsarlo a realizar una definida política de mejoramiento de los sectores obreros a no haber sido por la firme voluntad de Yrigoyen. Había muchos intereses creados dentro del partido y muchos compromisos ataban a algunos dirigentes, para que pudiera lanzarse el radicalismo por propio envión hacia una tendencia francamente obrerista: fue el caudillo quien comprendió a tiempo la urgencia de remediar las injusticias sociales por medio de una valiente política reivindicatoria.

Así, la acción de Yrigoyen para lograr que «bajo la bóveda del cielo argentino no haya un solo desamparado» se tradujo en tres órdenes de actitudes. Una, la solución circunstancial de los conflictos entre capital y trabajo planteados sobre todo en los dos primeros años de su gobierno. Otra, las iniciativas legislativas de protección del obrero y sus condiciones de trabajo, con perspectivas hacia una radical transformación del régimen laboral y del estilo de producción económica del país. Y la última, en forma de proyectos tendientes a un ordenamiento de previsión social y asistencia del trabajador en todas las etapas de su vida. Estas tres series, que tuvieron cierta concatenación temporal, fueron etapas sucesivas de una misma actividad enderezada a liberar al hombre argentino de sus apremios económicos.

La primera etapa debió cumplirse bajo la presión de las circunstancias, urgido el gobierno por el ímpetu reivindicatorio de las fuerzas obreras, que, aún divididas como estaban desde 1915 en centrales antagónicas, aprovecharon la especial coyuntura económica brindada por la guerra europea para lanzarse a enérgicas luchas. Así fueron a la huelga desde 1916 en adelante los portuarios, los municipales, los trabajadores del agro, los de los frigoríficos, los ferroviarios y muchos otros gremios. Todos ellos realizan sus huelgas normalmente, y sus movimientos terminan con soluciones generalmente equitativas y obteniendo la mayoría de sus pretensiones. No se persigue a nadie ni el gobierno actúa como defensor de los intereses patronales. A veces el Presidente actúa como árbitro de los conflictos (a un mes apenas de asumido el mando es designado árbitro del diferendo entre armadores y obreros portuarios) y su alta autoridad moral, más que su representación, da a sus laudos una incontrastable fuerza. Era la primera vez que el Estado se inmiscuía en los conflictos sociales para conseguir un avenimiento de las partes. Anteriormente, los gobiernos del Régimen habían hecho gala de la más olímpica indiferencia por esos movimientos, dejando que la ley de bronce aplastara las demandas obreras, o habían reducido con brutalidad los movimientos laborales y sus organizaciones por medio de intervenciones policiales o leyes de emergencia. Esta vez, no. Esta vez, las partes en conflicto, en absoluta igualdad de condiciones, trataban de resolver sus desacuerdos bajo la ansiosa tutela del Estado.

Víctor J. Guillot, que tan cerca estuvo siempre del pensamiento yrigoyeneano —era quien recogía del caudillo las sugestiones para redactar los cotidianos editoriales de La Época—, expresa a este respecto: «El radicalismo en el gobierno significó la victoria pacífica de un pensamiento revolucionario: de las formas de una revolución, para ser exactos… La conquista de la libertad política sólo fue para el radicalismo un fin provisional. Se apoderó de ella y la transformó en medio ejecutivo de un ideario de justicia social en constante e infatigable superación. El primer presidente radical arranca al Estado de su posición indiferente u hostil frente a las colisiones entre capital y trabajo, y practica un intervencionismo orgánico y sistemático, conducido por elevadas inspiraciones de humana equidad. Así afirma en la realidad el derecho de intervención del Estado en el proceso interno del organismo social, abrogándose enérgicamente los viejos lugares comunes del liberalismo que todavía se invocaban como explicación de la indiferencia o de la hostilidad estatal».

El gobierno de Yrigoyen jamás tomó espontáneamente medidas contra los movimientos obreros y castigó con severidad a quienes transgredieron las terminantes instrucciones impartidas en este sentido.

Dos infortunadas excepciones hubo, sin embargo, a esta línea de conducta, en las que el gobierno de Yrigoyen fue obligado a tomar medidas enérgicas para garantizar la tranquilidad de la población, dado el carácter que asumieron los hechos. Nos referimos a la Semana Trágica de 1919, y a la represión de los movimientos obreros de la Patagonia de 1921. Posteriormente se exageró con harta malevolencia la conducta gubernativa en esas circunstancias; pero lo cierto es que la mayor parte de los desmanes cometidos lo fueron por elementos sobre los cuales el gobierno no tuvo posibilidad de ejercer un cabal contralor[17].

Salvo estos dos lamentables episodios en los que jugaron factores imponderables, durante el gobierno de Yrigoyen se procedió con respeto hacia las expresiones obreras. Los huelguistas no fueron tratados como criminales: el gobierno trató mano a mano con ellos. En la huelga ferroviaria de 1917, por ejemplo, el ministro de Obras Públicas, con escándalo de la prensa y las fuerzas vivas, se dirigió al Consejo de Delegados obreros para solicitarle se permitiera el abastecimiento de la Capital. Se rasgaron las vestiduras los fariseos de la oligarquía ante lo que consideraban una declinación de la autoridad gubernativa: no se daban cuenta de que un nuevo concepto de la dignidad del hombre y del respeto por las justas protestas de los trabajadores inspiraban actitudes como éstas al gobierno radical.

Las organizaciones sindicales, antes perseguidas, fueron jerarquizadas por la consideración del gobierno y adquirieron sentido de su responsabilidad, colaborando con las autoridades en la solución de los problemas planteados. A una nota que en 1907 enviara el recién creado Departamento Nacional del Trabajo a las dos centrales obreras requiriéndoles su colaboración, la Unión General de Trabajadores contestó que «para que en lo sucesivo no se molesten haciéndonos proposiciones que están en pugna con la mayoría de los miembros que componen nuestra institución, manifestamos que no creemos necesaria la intervención del Departamento Nacional del Trabajo en los asuntos que atañen a nuestra organización, por estar convencidos de que todo lo que se refiere al bienestar y mejoramiento de nuestra clase depende única y exclusivamente del esfuerzo que puede desarrollar la acción obrera, por medio de la lucha ejercida contra los que nos sumen en la más cruel explotación»; la Federación Obrera Regional Argentina ni siquiera dignóse contestar. Pero actitudes como éstas habían variado fundamentalmente hacia 1920: las centrales obreras —especialmente la «Federación Obrera Regional Argentina del IX», sindicalista— aceptaban arbitrajes, enviaban delegados a comisiones de conciliación, atenuaban el rigor de sus huelgas atendiendo a pedidos de las autoridades, enviaban a invitación del gobierno delegados a conferencias internacionales, proporcionaban datos a los organismos estatales, etc.

Esta nueva modalidad en el estilo de lucha de la Federación Obrera Regional Argentina le atrajo un amplio apoyo de la masa trabajadora, que aumentó de 51 sindicatos con que contaba en 1915 y $ 20 000 de aportes anuales, a 734 sindicatos cotizando $ 700 000 en 1920, demostrándose así el repudio del pueblo laborante por la acción violenta y su confianza en las soluciones brindadas por la acción armónica de los factores de la producción presididos por el Estado. Fortificada de esta suerte, la Federación Obrera Regional Argentina encaró actividades tan importantes como la organización de los obreros de yerbatales y obrajes, víctimas hasta entonces de una increíble explotación, que en 1918 y 1919 realizaron sus primeras huelgas en procura de derechos que la avidez de las todopoderosas empresas del norte argentino les habían negado hasta entonces: descanso semanal, jornada de 8 horas, etc. También los obreros agrícolas fueron organizados por la Federación Obrera Regional Argentina, que en 1920 celebró un pacto de solidaridad con la Federación Agraria Argentina, órgano representativo de los agricultores.

Toda esta actividad gubernativa, tras el logro de un mejoramiento en el estado de la masa trabajadora, se tradujo en realidades positivas: el salario medio, que en 1916 era $ 3,60, subió en 1921 a $ 6,75, con idéntico poder adquisitivo de la moneda; la jornada de trabajo, que en 1916 se prolongaba término medio durante 8 horas y 56 minutos, descendió en 1921 a 8 horas. La población obrera ocupada subió de 312 000 en 1916 a 360 000 en 1921. El total de indemnizaciones pagadas por accidentes de trabajo fue de $ 282 000 000 en 1916, y de $ 1.328 000 000 en 1921. Los obreros asegurados eran 200 000 en 1916, y en 1921, 465 000.

Poco a poco se hizo comprender a los patronos que los trabajadores en trance de reclamar mejoras no eran necesariamente forajidos; a los obreros se les hizo caer en cuenta que sus patronos no eran siempre explotadores sordos a todo reclamo. Ambos advirtieron que el Estado no era una alta jerarquía indiferente a las pequeñas grandes cuestiones cotidianas ni menos una entidad inclinada a favorecer a una clase determinada, sino la síntesis de todos los elementos integrantes del esfuerzo colectivo, que trataba de conciliar intereses y solucionar problemas. Y todos —esto es lo más importante— diéronse cuenta que con mutua tolerancia y buena voluntad no hay conflicto que no pueda resolverse, y que la gran cuestión del bienestar del pueblo puede resolverse sin odios ni «lucha de clases».

¿Qué ideario impulsó a Yrigoyen a adoptar esta política social? Hombre rico como era, podría suponérsele más vinculado a los intereses de la casta económicamente más poderosa que a los humildes. Parecía extraño que este hombre que jamás había sentido en carne propia el latigazo de la miseria, que estaba vinculado por lazos de amistad y de comunidad de ideales con hombres pertenecientes a las clases más altas de su país, recogiera con tanto amor los clamores hasta entonces inescuchados de su pueblo. Pero sucedía que su corazón era un tímpano en el que no dejaba de hallar eco ninguna vibración de su gente: consagrado a la labor de reparar las injusticias que afligían a los suyos, Yrigoyen supo afinar su sensibilidad hasta convertirse en intérprete fiel de las esperanzas de su pueblo, y un defensor empecinado de sus derechos y aspiraciones.

Yrigoyen también supo comprender que, pese a su recóndito sentir sobre estas cuestiones, eran indispensables instrumentos legales que fijaran para el futuro las conquistas obreras e impidieran la repetición de los abusos anteriores: leyes que fueran a la vez banderas de lucha popular, conquistas no arrebatables en el futuro. Debió entonces disponerse a revestir de estructura legal sus anhelos de mejoramiento social, con todos los peligros que ello significaba. Ésa fue la obra que analizaremos posteriormente —los dos últimos de los tres órdenes en que dividimos su política en materia de liberación económica del hombre— al referirnos a la creación de posibilidades objetivas para facilitar el cumplimiento de un claro destino argentino a través del desarrollo sin trabas de nuestro hombre y nuestra patria.

d) Liberación en lo espiritual

Entendemos por «liberación espiritual del hombre argentino» la eliminación de una oscura red de deformaciones mentales que de uno u otro modo le impedían lanzarse a la faena de construir una cultura nacional; así como la liquidación de ciertas inhibiciones que le vedaban confiar en sus propias fuerzas para determinadas realizaciones.

De Echeverría para acá, ¡cómo cayeron en estos pecados los pensadores argentinos! No se había buscado un rumbo de liberación espiritual, no había preocupado esa búsqueda de la propia expresión que obsediera al autor del Dogma. Había dicho Echeverría: «Depuremos nuestro espíritu de todo color postizo, de todo traje prestado, de toda parodia, de todo servilismo; gobernémonos, pensemos, escribamos y procedamos en todo, no a imitación de pueblo alguno de la tierra sea cual fuere su rango, sino exclusivamente como lo exige la combinación de las leyes generales del espíritu humano con las individualidades de nuestra condición social». Pero tal programa no se había cumplido. Habían existido, naturalmente, hombres que transitaron caminos inesperados en pos de sus ideales puramente estéticos. Aun pretendieron a veces aunarse y formar toda una generación con proyecciones trascendentes: mas no se percataron de que el hallazgo de expresiones auténticas, la conquista de la redención espiritual merced a la construcción de una cultura propia, era el objetivo más alto que podía asignarse a sí misma una generación con designio de perdurabilidad.

Hasta bien entrados los tres primeros lustros del siglo, si se echaba una mirada en el campo de la cultura no se atisbaba ninguna creación permanente en muchos años. ¿Qué había sucedido en todo ese lapso para que se hubiera interrumpido tan desoladoramente esa línea espiritual que viene de los tiempos de la Patria vieja amojonada por creaciones como el Dogma socialista, como las Memorias póstumas de Paz, como las Bases de Alberdi, como los Ranqueles de Mansilla? ¿Qué había sucedido para que se agostara ese hontanar alternativamente soterrado y renacido que pugnaba por nutrir al ser argentino con un pensamiento dotado de proyecciones universales y anhelos de trascendencia?

Había sucedido, simplemente, el Régimen. Y el Régimen era, por sobre todo, deserción de lo nativo al implantar estructuras políticas propias de un despotismo ilustrado totalmente ajeno a lo castizamente americano, en virtud de una supuesta incapacidad para gobernarse; deserción de lo nativo al arrebatar a los viejos pobladores sus tierras, sus derechos, sus esperanzas, sus tradiciones. Por eso las expresiones de cultura del Régimen fueron extrañas a lo nacional. A la rendición de las defensas nacionales en lo económico frente a la irrupción imperialista sucedió contemporáneamente la rendición de las defensas espirituales. Tal vez salvando éstas, aquéllas hubieran podido rescatarse. Pero no fue así, y las manías que trabaron el espíritu de los argentinos estuvieron más enclavijadas —aunque fueran menos visibles— que aquellas que aherrojaron nuestras pampas, nuestros puertos, nuestro crédito, nuestro transporte.

Pero la cultura es emprendimiento de muchos, y aquí faltaban los muchos. De vez en cuando, alguna individualidad prócer —Joaquín V. González, Ricardo Rojas, Osvaldo Magnasco, José Ingenieros— fustigaba la ficción en que vivía el espíritu argentino, embelesado en ajenidades: pero faltaba la conciencia lúcida que señalara el mal y propusiera el remedio. Ya hacia 1915 algunos signos de reacción se notaron: hemos dado cuenta de ello en páginas anteriores. Faltaba aún el empujón decisivo. Es que difícilmente se podía crear una cultura si primero lo nacional no volvía a sí mismo. Fue entonces cuando el pueblo advino al poder. Entonces sus jugos ricos nutrieron a través del radicalismo, y mediante la labor rumbeadora de Yrigoyen, todas las posibilidades vitales de la República. Ése era el momento. Hasta entonces, construir una cultura auténtica hubiera sido edificar una isla: ahora la Nación reintegrada a sus bases exigía sin violencia pero firmemente que también los dominios del espíritu se enriquecieran de pueblo, de tierra.

Así ocurrió, no en toda la anchura y profundidad que habría sido de desear, pero como un principio y un ejemplo. No fueron tanto esta liberación y este reenquiciamiento logrados merced a una directa labor gubernativa: no podría serlo, desde que en el plano superior del espíritu no es dable la incidencia de una actividad estatal respetuosa de los fueros del hombre. Pero una serie de iniciativas y actitudes del gobierno radical fueron aparejando la apertura de posibilidades ciertas de una cultura elaborada con materiales propios, a través de la eliminación de esas deformaciones mentales y sentimentales que uncían servilmente en el pasado el alma argentina a una cultura sospechosa.

Fueron principalmente dos las causas eficientes de ese nuevo estilo de pensar en argentino: la Reforma Universitaria y la conducta del gobierno radical frente a la guerra y frente a la paz. Así vincula Del Mazo ambos sucesos: «La abstención del país en la contienda mundial —hecho extraordinario de conciencia histórica— permitió a la Nación replegarse en sus senos profundos y le dio perspectiva para esclarecer las causas de aquel desastre, la falacia de una civilización superficial y predatoria, la inhumanidad intrínseca de un orden social en crisis. Un Renacimiento ensanchaba la vida del país y en todos los ámbitos nacía la fe en lo propio y en la función y responsabilidad de lo propio. La Reforma Universitaria labró su cauce en esa gran corriente, fecundándola a la vez. Frente a una cultura que conducía a la muerte, era aquí el órgano específico en la reivindicación de una cultura no sólo nueva y distinta, sino salvadora: hecha a nuestra imagen y semejanza, en amor de Pueblo y con el sentido universal que lleva implícito el hombre».

Por esta época aparecen creaciones que eran serios ahondes de lo argentino: la Historia de la literatura argentina, monumental esfuerzo de morfología cultural, cuyo origen fueron las conferencias que sobre el Martín Fierro pronunció Ricardo Rojas en 1916 en la Facultad de Filosofía y Letras. Ese mismo año, Leopoldo Lugones pronunciaba conferencias no menos difundidas sobre El payador. La evolución de las ideas argentinas, tal vez el empeño más orgánico de José Ingenieros, es de esos tiempos también, como lo es El federalismo argentino, de Francisco Ramos Mexía. Aparece Reflexiones sobre el ideal político americano, de Saúl Taborda. Dos expresiones novelísticas de alta jerarquía y tema vernáculo se publican poco después: Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes y Zogoibi de Enrique Larreta. Florecería esa pléyade de escritores acaudillados por el sumo Macedonio Fernández cuya característica habría de ser la búsqueda afanosa de los elementos típicos de la realidad argentina, donde hicieron sus primeras armas artísticas hombres de la calidad de Jorge Luis Borges, Ezequiel Martínez Estrada, Oliverio Girondo, Pablo Rojas Paz, Ernesto Palacio, Conrado Nalé Roxlo, Córdova Iturburu, Raúl González Tuñón, Francisco Luis Bernárdez, Enrique Amorim, Eduardo Mallea, Eduardo González Lanuza y otros, que recalarían su entusiasmo creador en la revista Martín Fierro desde 1924 hasta que la dirección ejercida por Evar Méndez prefirió decretar su desaparición antes que acceder al pedido de Borges y otros colaboradores que pugnaban porque el Martín Fierro hiciera punta en la campaña presidencial de Hipólito Yrigoyen. Otros grupos literarios fueron formándose en los barrios: en Boedo, un cenáculo de artistas imbuidos de la responsabilidad social de la literatura formaban una editorial, la Editorial Claridad, que difundiría el pensamiento «izquierdista» de todo el continente. Allí se formaron Roberto Arlt, Álvaro Yunque, Elías Castelnuovo, Enrique González Tuñón, Nicolás Olivari y otros, bajo el eminente patronato de Roberto Payró.

No sólo la literatura adquiere jerarquía. La ciencia pura también cobra un gran impulso, bastante frenado desde 1890. Expresa José Babini que «después del ’90 se produce en el proceso científico un estancamiento, vale decir, una decadencia… En contraste sintomático con este estado de decadencia, vemos surgir a fines de siglo y con cierto impulso, instituciones y revistas técnicas. Es, en efecto, este hecho, el síntoma revelador del cambio producido. La crisis del 90 fue por ello calificada como una crisis del progreso, entendiendo este término en el sentido material pues al compás de ese aluvión inmigratorio creciente, se produce un incremento de las actividades técnicas en pos de un afán utilitario y de un interés material, que pospone o impide las preocupaciones por la ciencia pura o por la investigación desinteresada». Hacia 1916 renacen los estudios hueros de inmediatas aplicaciones pragmáticas; en 1917 llega el español Julio Rey Pastor que renueva las matemáticas y contribuye a la fundación en 1924 de la Sociedad Matemática Argentina; la visita que hace al país Albert Einstein en 1924 provoca un renovado interés por la física; en 1919 se realiza el primer Congreso Nacional de Química; en 1919 el doctor Bernardo A. Houssay funda el Instituto de Fisiología y en 1921 la Sociedad Argentina de Biología; en 1925 se declaran autónomas las academias que antes de la Reforma Universitaria ejercieran una actividad política en las casas de estudio y desde entonces fueron centros de investigación científica. Las ciencias naturales, que en el país contaban con orgullos como los sabios Francisco P. Moreno y Florentino Ameghino, tuvieron digno continuador en el doctor Ángel Gallardo.

No tuvieron menor pujanza las sociedades dedicadas a la difusión de las ciencias o las artes. La Sociedad Científica Argentina, fundada en 1872, diversificó sus actividades y empezó a publicar una serie de memorias sobre la ciencia argentina a través de los años. El Colegio Novecentista se funda en ocasión de la llegada al país de José Ortega y Gasset, cuyas conferencias fueron decisivas para el total abandono de la posición positivista que alentaban todavía algunos filósofos argentinos (el caso de Alejandro Korn es típico). Pocos meses antes de la revolución de 1930 se funda el Colegio Libre de Estudios Superiores, tribuna del pensamiento argentino y reducto de la dignidad de la enseñanza.

Las artes plásticas llegaron por esta época a su mayoría de edad. De estos años son los pintores que encumbraron nuestros valores estéticos; Cesáreo Bernaldo de Quirós, que siguió la huella de Martín Malharro, precursor del impresionismo en nuestro país; Fernando Fader, paisajista al margen de toda escuela estética; Carlos Ripamonti, especialista en caracteres del tipo criollo; Jorge Bermúdez, retratista magistral de personajes vernáculos; Benito Quinquela Martin; Martín Boneo y Ángel della Valle, gauchescos primitivos; y después los más modernos, Emilio Petorutti, renovador de la plástica desde 1924, Pío Collivadino, Lino Spilimbergo, Miguel Carlos Victorica, de técnica perfecta y gran señorío; y las mujeres Raquel Forner, desgarrada, Norah Borges, ingenua…

¿Y la escultura? Basta nombrar a Rogelio Yrurtia, el formidable realizador de los monumentos a Rivadavia y a Dorrego; a Agustín Riganelli, a Zonza Briano, para sugerir el adelanto de este arte.

Pero donde se advierte más acabadamente el retorno del arte a lo nativo es en la música. En medio de la diversidad de tonos y estilos, los músicos surgidos desde 1916 en adelante exhiben su ansia por emplear los medios modernos de la técnica orquestal al servicio de elementos típicos locales, estilizando los materiales del suelo. Así compusieron sus obras Juan José Castro, Felipe Boero —cuya ópera El matrero se estrenó en 1929—, Juan Carlos Paz, rastreador incansable de inesperadas y a veces chocantes formas, Carlos Guastavino, Gilardo Gilardi, Adolfo V. Luna, Julián Aguirre, el de los «tristes», Carlos López Buchardo, el venerable Alberto Williams, Constantino Gaito…

Aun las manifestaciones de arte menor se jerarquizaron notablemente. De los suburbios porteños surgía incontenible un tipo de música que aleaba los aportes prestados por el campo y los que traía nostálgicamente la inmigración. El tango, la milonga, ritmos y melodías vedados antes a la sensibilidad culta como expresiones tabernarias que no podían tomarse en cuenta, adquieren ahora lugar propio, afinan su forma, irrumpen triunfalmente en todos los ámbitos y aun vanse a correr aventuras por tierras europeas. Surge para interpretarlos con jerarquía artística y sentimental nunca superada, un cantor que sabe estilizar lo que hasta entonces fuera sólo manifestación primaria: y su voz inolvidable lleva en triunfo por el mundo las expresiones de un pueblo que empezaba a cantar con voces propias y a rehabilitar un folklore resurrecto y afinado.

Pero no se manifestó la liberación espiritual solamente en estos nuevos estilos culturales. Hemos dicho al principio que también lo fue en la liquidación de ciertas consignas, ciertos latiguillos que, con sus frases hechas, ponían inhibiciones a la actividad creadora del hombre argentino. «El Estado es mal administrador…»: ¡y el general Mosconi hacía de Yacimientos Petrolíferos Fiscales un orgullo nacional! «Los técnicos argentinos no están suficientemente preparados…»: ¡y los ingenieros de los ferrocarriles del Estado hacían pininos sobre montes y quebradas y construían la línea de Huaytiquina! «El pueblo todavía no puede gobernarse…»: ¡y el pueblo elegía en paz y libertad a sus gobernantes, y la función pública se llenaba de hombres salidos de la entraña popular! «La Argentina es un país de tercer orden que debe seguir las orientaciones de las grandes potencias…»: ¡y la Argentina planteaba ante los grandes del mundo sus grandes reclamos internacionales con independencia de sujeciones o servilismos!

No fue éste el menor de los servicios que hizo para la salud espiritual del hombre argentino el gobierno de Yrigoyen, poniéndolo en condiciones mentales óptimas para proseguir con fe el destino que se le abría. Claro que no siempre esta confianza se encauzaba por donde debía: probablemente, la vez que el pueblo se sintió más herido en su amor propio y reaccionó más unánimemente por esta época fue cuando un fallo tramposo arrebató en Nueva York el campeonato del mundo a nuestro crédito del ring… Pero así como sabía enardecerse por un ideal deportivo era dable también suponer que sabría dar gallardía al logro de un ideal político o de cultura. Cuestión de tiempo. Cuestión de tiempo y de labor sarmientina…