ALGUNAS DIVAGACIONES EN TORNO AL BICENTENARIO
En un artículo que se titulaba “Cuando los presidentes confiesan que se equivocan” he hablado de Perón, de Frondizi y también de Alfonsín y de Menem. Es interesante observar ese momento en que los presidentes en el ejercicio del poder toman debida cuenta de lo que han dicho cuando eran opositores, registran que no pueden seguir sosteniéndolo, y se ven obligados a cambiarlo. Pero ese cambio debe ser hecho de una manera formal, pública.
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Perón era muy vivo, muy astuto, y en el Congreso de la Productividad no fue el gobierno el que suscribía las resoluciones, sino que lo hacían la CGT, por un lado, y la CGE, por el otro. Con un poco de tiempo, se habrían implementado medidas en el sentido de lo que el Congreso aconsejaba: fomentar la productividad general del país, hacer que la gente trabajara más, reducir los feriados, disminuir los beneficios de que gozaban los trabajadores para mejorar lo que hoy se denomina “costo-país”.
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Frondizi llega al poder y hace su campaña sobre la base de una plataforma que había sido aprobada nueve años antes por el radicalismo y que ya había perdido vigencia: postulaba la reforma agraria, la cogestión de los obreros en las empresas, etcétera. Pero a la hora de actuar hizo lo que le pareció más conveniente, sobre todo en materia de petróleo. Se daba cuenta de que estaba violando de una manera desmedida su propio programa y sintió la necesidad de que se consagrara formalmente esa política. Para ello reúne la convención de la UCRI en Chascomús, mientras él permanecía en una estancia cercana, y ahí se aprueba un programa de acuerdo con lo que había hecho hasta entonces el gobierno de Frondizi.
Alfonsín también tuvo que retractarse de algunas cosas que había dicho en la campaña electoral. Y Menem, mejor no hablemos.
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¿Qué obliga a hombres que llegan al poder con buenas intenciones a tener que rectificar cosas que han dicho antes? La ligereza de los dirigentes políticos cuando son opositores, el oportunismo para decir una cantidad de cosas que llegados al poder no podrán realizar. No pasa solamente en la Argentina, ha ocurrido en otros países del mundo —también de una manera muy dramática por cierto—. En general, al político se le reprochan estas inconsecuencias, pero en la Argentina estamos acostumbrados a tragarnos esos sapos, dicho en criollo para que se entienda.
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De Gaulle llega al poder en 1958 llevado por las complicaciones del tema de Argelia, con la idea implícita de que él va a mantenerla como una colonia francesa. Empieza desde el primer momento a desmontar todo su proyecto para que Argelia se convierta en independiente y acabe con la tragedia colonial. Se lo reprocharon duramente, desde luego, pero era un tema respecto del cual, en primer lugar, De Gaulle se había manejado con mucha cautela y, en segundo lugar, todos los franceses lúcidos se habían dado cuenta de que no podía seguirse una guerra suicida de ese tipo.
Otros presidentes en el mundo, otros gobernantes, han tenido que hacer algo similar. Constituyen plataformas locas que después no pueden cumplir y la sociedad los reprocha. Tal vez haya una necesidad de que los políticos sean más contenidos en las cosas que digan, se comprometan menos con eslóganes, con lemas, con cosas de las cuales después, cuando ya no estén en el llano, van a tener que arrepentirse. Es indudablemente una falla en la madurez política del país.
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Las revoluciones que hemos recorrido en el curso de estas páginas constituyen más bien un repaso de algunos aspectos centrales de la política cuando uno analiza el pasado de este país, tan joven por otra parte. No sabemos cómo se va a abordar el Bicentenario de la Revolución del 25 de mayo de 1810, pero estamos seguros que va a haber inventarios de lo que el país ha hecho o ha dejado de hacer en estos doscientos años. En 1910, cuando el Centenario por antonomasia, el Centenario con mayúscula, Joaquín González publicó un libro que aún hoy es interesante leer: El Juicio del Siglo, donde hacía un balance de la corta vida de la Argentina y marcaba algunas constantes acaecidas, como lo que él llamó la “ley del odio”, que a juicio de González era una persistencia dentro de nuestros tiempos históricos.
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Hacia 2010 aparecerán seguramente evaluaciones bien hechas, o no tanto, pero que seguramente traducirán esa vocación por analizar qué somos, quiénes somos, de dónde venimos, qué se avizora en el horizonte. Serán balances muy característicos de la Argentina, un país que siempre está tratando de mirarse a sí mismo. Desde diversos puntos de vista, naturalmente, pero con un renovado interés por esto multiplicado fenómeno que significa ser un país.
En ese recuento nacional deberá ponerse énfasis en algunos aspectos que vienen desde el fondo mismo de la argentinidad, desde el primer momento en que se plantea la posibilidad de constituirnos como un país. Existe una cierta vocación por la democracia, casi diría yo por la igualdad, que nos resulta muy grata como nación.
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En la Revolución de Mayo tuvo un profundo significado el hecho de que la igualdad se afirmara como un dogma en la sesión abierta del 22 de mayo. Ante una falencia de la autoridad, como la que ocurría en España con la cautividad de Fernando VII, era el pueblo el que debía designar a quien ocupara el poder. Esta idea, que después prevaleció como un dogma democrático, avanza a través de toda la historia, por supuesto con adelantos y con contrastes. Pero tiene una constancia permanente, y significa que la autoridad viene del pueblo.
¿Quién, cuánto, es el pueblo? Para definirlo, es necesario un complejo análisis del electorado, la forma de voto, la manera como se garantiza, el sufragio, etcétera. Y al lado de esto, el otro valor: la igualdad. Que no significa una semejanza de todos, sino simplemente un trato igual frente a la ley, y sobre todo iguales oportunidades para todos.
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En un conglomerado humano como el que existe en un país, hay gente que tiene mejores oportunidades para realizarse en la vida: oportunidades por el nacimiento, por la educación, por el mundo en que se mueve. Sin desconocer estos factores, se trata de que ninguno de los habitantes haga su carrera en la vida con una desventaja que no pueda ser subsanada. Rescatemos la atención que los hombres del gobierno de 1880 prestaron a la educación primaria y a la necesidad de que todos tuvieran un mínimo de educación para que en su competencia por la vida estuvieran más o menos emparejados.
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Algunos gobiernos acentuaron este aspecto; el de Hipólito Yrigoyen, sin decirlo y sin tener una ley que lo estableciera, realizó una notable mejora en las oportunidades de los hijos de los inmigrantes para tener una mayor responsabilidad en el manejo de la cosa pública. Los diarios de los conservadores de la época se burlaban del apellido de algunos funcionarios, de algunos diputados, que eran expresiones de ese partido triunfante en ese momento, que era el radicalismo. Pero esos apellidos propios de la inmigración delataban el éxito del fenómeno de la incorporación de los inmigrantes y sus hijos a la vida pública argentina.
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Incluso durante la primera y la segunda presidencia de Perón, con todo su aparato represivo y autoritario, de algún modo también avanzó la idea de la igual dad social y, si se quiere, hasta de la democracia. A pesar de los numerosos actos donde certificaba su naturaleza autoritaria, arbitraria, la dignidad que el régimen peronista dio al trabajo, el hecho de que los movimientos obreros organizados dispusieran de medios para dar a sus afiliados una serie de ventajas con las cuales no habían contado antes, también fueron factores positivos en el adelantamiento de este valor de igualdad.
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Un recuento que se haga en vísperas del Bicentenario habrá que tener en cuenta estas constantes. Nuestros procesos políticos han sido inestables durante ciclos más prolongados que los períodos de legalidad constitucional. Pero es evidente que el reingreso de la Argentina en una normalidad constitucional siempre fue saludada entusiastamente por el país entero. Cuando fue derrocado Frondizi y llega Guido, el acto que consagra el triunfo de Illia significó el retorno a la legalidad y fue satisfactorio para mucha gente, más allá del pequeño porcentaje que había obtenido. Y en 1973, cuando termina la llamada “Revolución Argentina” y el electorado va a las urnas y elige primero a Cámpora y luego a Perón, la idea predominante era que se había cerrado un ciclo de inestabilidad y venía un ciclo de mayor estabilidad y mayor solidez constitucional.
El público una vez más se expresó con júbilo tras los años oscuros del Proceso de Reorganización Nacional, cuando votó en 1983. Los bailes populares, la fiesta que hubo en las plazas de todas las ciudades, demostraban que el país se encontraba realmente con su vocación profunda, que era la democracia.
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También habrá de tomarse en cuenta en los balances la fe de los argentinos en su propio futuro. Podría haber momentos mejores o peores, pero al fin el país iba a conquistar altos niveles de estabilidad, de crecimiento, de justicia distributiva, etcétera. Es una fe que no se puso nunca en duda, una especie de dogma que ayudó muchas veces a salvar los malos momentos.
En la época de Rivadavia se enfrentaron dos personalidades totalmente distintas: el propio Rivadavia, con su legalismo, su formalismo, su formación jurídica —su utopía si se quiere—, y Juan Facundo Quiroga, el caudillo popular, el hombre que expresaba a las masas de su tiempo. Sin embargo, los dos escribieron las mismas palabras referidas al futuro del país. Ambos escribieron con un año o dos de diferencia una frase textual, igual e inequívoca: “el porvenir venturoso de la República”. Los dos hablaban con optimismo del futuro.
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La fe en el futuro se mantuvo con los exiliados en tiempos de Rosas. Ellos escribían no solo contra Rosas sino para ir construyendo el esquema de un país después de Rosas. Ese es el sentido de Facundo, por ejemplo, que no es un libro destinado a novelizar el personaje encarnado en Facundo Quiroga, sino la guía, el proyecto para destruir un régimen absurdo como el de Rosas, para poner las bases de un régimen más sólido, más racional, al decir del Sarmiento.
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El porvenir del país se convierte en una especie de dogma a partir del ’80. La certeza de que la Argentina iba a ser el país más grande de los países chicos, o el más chico de los países grandes, campea en los escritos de los intelectuales desde 1880 en adelante e impregna la mencionada obra de Joaquín González.
La crisis de 1929-1931, que era una crisis internacional, que venía de afuera y que sacudió fuertemente la estructura económica y productiva de la Argentina, se tomó no como una crisis estructural, sino como una crisis circunstancial que debía cesar cuando todo volviera a la normalidad; es decir, cuando se restablecieran condiciones parecidas a las que regían antes de 1929. Este es el profundo sentido del Tratado Roca-Runciman y de otros arbitrios del gobierno de Justo para tratar de superar la crisis.
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Esta idea de la fe en el futuro campea durante todo el período de Perón, durante sus dos primeros gobiernos. Exageradamente, con motivos o fines propagandísticos, pero está presente. Y también en el gobierno de Frondizi, que, por su naturaleza desarrollista, significaba precisamente eso: el desarrollo de las fuerzas potenciales de la Argentina al servicio de un país más equilibrado, más sólido.
Son de esas cosas que no se pueden precisar con estadísticas pero que impregnan la vida colectiva, le dan un “toque”, un plus imperceptible que infunde una actitud en el espíritu de los argentinos.
Hay otro aspecto menos positivo que los anteriores, menos positivo que la vocación democrática, que la fe en el futuro. Ese valor negativo es la incapacidad de nuestro país para financiar su propio desarrollo. Cada vez que tuvo que poner en marcha algún tipo de plan orgánico para conquistar el futuro, para decirlo de alguna manera, hubo de recurrir a capitales externos.
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Nunca tuvimos una acumulación de capital suficiente como para que nosotros mismos financiáramos nuestro camino hacia el desarrollo. Empieza muy temprano: el famoso empréstito de Baring Brothers en 1824, que se contrae en Londres; un millón de libras esterlinas para construir el puerto de Buenos Aires, hacer obras, dar agua a la ciudad, que finalmente se diluye entre comisiones, descuentos y seguramente algunas dudosas manipulaciones hasta que este famoso empréstito se terminó de pagar en 1903.
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Después de Caseros, ya con la Nación unificada bajo la presidencia de Mitre, hubo que incorporar a la Argentina el gran instrumento del progreso de la época que era el ferrocarril. Los capitales argentinos sirvieron para construir el primer ferrocarril desde Plaza Lavalle hasta Flores, y nada más. Los ferrocarriles de grandes rutas, de grandes distancias, por ejemplo el que unía Rosario con Córdoba, tuvo que hacerse mediante la incorporación de capitales extranjeros que, desde luego, exigieron como contraprestación grandes ventajas. También ocurrió posteriormente con la explotación del campo, que necesitaba alambrados, molinos, bebederos, un manejo de la genética animal y vegetal también —aunque la agrícola vino después—, todo fue manejado en general por los capitales extranjeros. Los ingleses establecieron con la Argentina una asociación que mientras duró fue ventajosa para los dos países, pero que cuando empezó a resquebrajarse a partir de 1930 demostró con dureza toda su perversidad y su falibilidad.
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Esa incapacidad para financiar nuestro desarrollo se nota cuando este gobierno maltrata a algunas empresas concesionarias de servicios públicos, pero al mismo tiempo las obliga a que hagan mejores inversiones. Significa la incapacidad también para trazar nuestro propio camino de desarrollo. El gobierno de Frondizi reclamaba capitales privados, pero aclaraba que esos capitales irían a donde el Estado deseaba, a los rubros que interesaban al Estado en ese momento y no solamente a los que podían interesarles a esos capitales.
Esto demuestra, entre otras cosas, la falta de un capital nacional o, para decirlo con palabras muy gratas a los marxistas contemporáneos, la falta de una burguesía nacional. Es decir, de una clase que hubiera ahorrado dinero como para poder usarlo en el momento propicio para emprendimientos desarrollistas. Es una falencia que tenemos los argentinos y que no se superará por bastante tiempo: tenemos una dialéctica de querer el desarrollo y no poder hacerlo en forma porque dependemos de aportes externos.
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Debemos tener en cuenta la cantidad de gobiernos de facto que tuvimos desde 1930 para acá, y esto significa que, si bien somos unos enamorados de la democracia y de la igualdad, muchas veces no hemos tenido fuerzas suficientes para defenderlas como es debido. La impaciencia, las conspiraciones de núcleos de intereses que disponen de medios de comunicación importantes, la indiferencia popular por la suerte de un gobierno que ha votado el pueblo, contribuyeron a que estos mandatarios no pudieran hacer su experiencia y cayeran. ¿Qué hubiera pasado en el país si no hubiese existido el 6 de septiembre de 1930? Si no lo hubieran derrocado, Yrigoyen habría durado cuatro años más, probablemente habría muerto dentro de los cuatro años por su edad ya avanzada, y probablemente una coalición antipersonalista, como la que después rigió la vida del país —pero mediante el fraude—, habría llegado al gobierno legítimamente y entonces, la alternancia en el gobierno hubiera completado y perfeccionado ese anhelo democrático que realmente forma parte de la esencia de la Argentina.
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En estas páginas no pretendemos revivir el pasado, sino simplemente sacar algún fruto de la reflexión sobre lo sucedido. A tientas, equivocándonos muchas veces, no acertando el camino que aunque se presentaba con claridad veíamos difusamente, de todas maneras, los argentinos seguimos creyendo en nuestro país y seguimos apostando al país.
Eso me parece que es importante; tanto como es importante esa cosa inmaterial, indefinible, que no puede casi decirse con palabras, que significa simplemente esa situación por la que con seguridad ustedes y yo hemos pasado algunas veces: el mágico momento de emocionarse, de sentir que la piel se le eriza a uno cuando escucha el Himno Nacional o cuando ve la bandera, o cuando ve a los chicos con su delantal blanco desfilando y uno piensa: “Bueno, de todos modos, el país está vivo”.