UN HECHO INESPERADO
La Revolución del ’43 fue un hecho inesperado. Como un rayo en un día claro. Pero fue el resultado de una serie de factores profundos que desde la perspectiva histórica se pueden ver con mayor claridad, No sucedió de un día para otro. Pero una mañana cualquiera los habitantes de la Argentina se despertaron con la noticia de que las tropas de Campo de Mayo habían avanzado sobre la Casa de Gobierno, que el depuesto presidente Castillo estaba dirigiéndose hacia Colonia y que el gobierno conservador había sido derrocado. La Revolución de 1890 fue virtualmente proclamada desde semanas antes y estaba en el Ánimo de la población que en cualquier instante podía retallar. La Revolución del ’30 fue anunciada, discutida, debatida, en sus vísperas, de modo que la asonada de Uriburu no asombró a nadie. En la Revolución del ’43 no había ningún indicio de que pudiera producirse algo así en ese momento. Bien mirada, fue un hecho previsible, quizás inevitable. Esto parece una contradicción, pero no lo es en su esencia última. La Revolución del ’43, aunque fue originada por un suceso banal, casi cortesano, bastante absurdo, respondía a una serie de factores de fondo que venían dándose en el país por aquellos años y que desde nuestros días podemos ver con mayor claridad. Sin embargo, por aquellos tiempos advertirlo costaba bastante trabajo.
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La confianza popular en la democracia era reducida, mínima. Ramón Castillo venía utilizando el fraude sistemático como forma de mantener a sus aliados en el gobierno. En ese clima flotaba la sensación de que un gran cambio podía —más bien debía— producirse.
Desde la muerte del antipersonalista Roberto Ortiz y su reemplazo por el vicepresidente Castillo, el “fraude patriótico” había comenzado a practicarse descaradamente. Defender la democracia contra el golpe no era una variante a considerar para el grueso de la ciudadanía. La democracia no eran esas elecciones trucadas, fraudulentas, tramposas, llenos los discursos de grandes frases hipócritas donde los gobernantes trataban de justificar esas mañas diciendo que no eran más que episodios menores. Lo que se violentaba era la esencia misma de la democracia; el sistema había bajado las defensas de aquellos ciudadanos que creían sinceramente en el sistema democrático como un sistema apropiado para el tipo de vida de la Argentina.
Bien o mal, por cierto, desde 1912 se votaba libremente en el país. Las irregularidades electorales cometidas en tiempos de Yrigoyen o de Alvear habían sido mínimas y excepcionales. Pero este fraude era montado y justificado desde el gobierno, era la negación ostensible y confesa del derecho electoral. Esta práctica retrotraía las costumbres políticas del país a tiempos anteriores a 1912, o incluso más atrás, lo cual evidentemente constituía un enorme retroceso.
Ramón Castillo entendía que no se podía gobernar de otra manera que munido de esa herramienta. Para él, el país debía ser manejado por un grupo “esclarecido” de gente surgida de las clases altas. De modo que Castillo terminó con los intentos renovadores de Ortiz y homologó la práctica de desmanes de matones armados que impedían el voto de los opositores. Se obligaba a “cantar el voto”, exhibir la boleta antes de depositarla en la urna, se producían “vuelcos de urnas”, amañando los cómputos. La policía era cómplice de estas maniobras fraudulentas, que demasiadas veces cobraban vidas.
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Negociados que hoy parecerían un chiste —si no fuera porque el humor se detiene ante el brutal significado de los muertos habidos—, salpicaron a oficialistas y opositores, que no obtenían la fuerza cívica moral para presentar una alternativa.
Hacia 1935, la prestación de servicios de electricidad en el país estaba repartida en dos grandes empresas vinculadas a holdings internacionales: ANSEC, subsidiario de EBASCO (Electric Bond and Share Co.) y SOFINA (Societé Financiere de Transports et de Entreprises Industrielles). La primera estaba subordinada a la Banca Morgan y dominaba los servicios eléctricos de trece países del continente; la segunda, con sede en Bruselas, era una especie de banco privado que financia las más variadas empresas en distintos países, y sus capitales tienen orígenes muy diversos.
EBASCO tenía a su cargo todo el servicio eléctrico del interior del país y SOFINA, por medio de su filial CHADE (Compañía Hispano Americana de Electricidad) dominaba la prestación correspondiente a Buenos Aires y Gran Buenos Aires, así como Rosario y sus alrededores.
Un informe técnico calculaba que desde 1932 hasta la finalización de las concesiones CHADE y CIADE (Compañía Italo Argentina de Electricidad) sustraerían indebidamente a los usuarios la suma de 7800 millones de pesos.
Esta evidencia movió a algunos ciudadanos a crear en 1933 un movimiento encaminado a lograr una rebaja de las tarifas eléctricas, que tuvo amplia repercusión entre el público. En agosto de 1943 se crea una Comisión Investigadora de los Servicios Públicos de Electricidad que presenta un informe que compromete a Alvear en su negociación con la CHADE.
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Estallaron por entonces una serie de negociados, como el que afectó a la Lotería Nacional o el de los colectivos de la Capital Federal.
En 1942 el diputado radical Agustín Rodríguez Anaya denuncia irregularidades en la Lotería Nacional. Es el famoso affaire de los niños cantores, donde uno de ellos cambió la bolilla correspondiente al premio mayor, que concluyó con penas de prisión para algunos de los responsables.
El escándalo de la Corporación de Transportes también tuvo gran resonancia. En 1936 se crea un ente mixto privado-estatal: la Corporación de Transportes de la Ciudad de Buenos Aires (CTCBA), que debía consolidar las empresas de tranvías, ómnibus y subterráneos, además de los colectivos. La Corporación comienza su gestión en febrero de 1939, pero en pocos años pierde la autonomía a causa de sus deudas. En 1948 entró en liquidación, y el Estado nacional la sustituyó en 1952 por la Administración General de Transportes de Buenos Aires (AGTBA), dependiente del Ministerio de Transportes de la Nación. El objeto de la creación de la Corporación de Transportes era proteger a las compañías británicas de tranvías de la pujante competencia de los colectivos.
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Otro sonado caso fue el negociado de El Palomar, la compra de unas tierras que unos avivados habían realizado sabiendo que esas tierras iban a ser expropiadas para construir ahí el Colegio Militar. Hubo una diferencia de monedas cuando se repartieron las utilidades entre esta gente y algunos diputados, uno de los cuales se pegó un tiro abrumado por la vergüenza de haber recibido diez mil pesos moneda nacional de aquella época que, para completarla, ni siquiera los había recibido él sino una amante.
El negociado de la CHADE fue otro peculado de gran resonancia. La renovación de la concesión que tenía la Compañía Hispano Argentina de Electricidad para proveer de energía eléctrica a Buenos Aires y el conurbano puso en juego una gran masa de intereses. La ley había sido votada favorablemente en el Congreso en 1936 sumando votos mediante sobornos, cosa que fue perfectamente probada años después, cuando se nombró una comisión investigadora y llegó a la vista del público toda la documentación que tenía la CHADE. Durante el gobierno de facto de 1943-45 se preparó un informe que comprendía cuatro gruesos tomos con las declaraciones testimoniales, documentos, etcétera, y enseguida desapareció misteriosamente toda la edición. Fue una curiosa orden de Perón, que en ese momento era vicepresidente de la República y ministro de Guerra.
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Todos estos escándalos contribuyeron además a que los grupos nacionalistas que veían al sistema democrático como la causa de la corrupción que se estaba viviendo, pudieran tener más argumentos para denostar a los partidos políticos. Como otras veces en nuestra historia, en aquella década las agrupaciones tradicionales pasaron por un mal momento. Los partidos oficialistas —el conservadorismo, el antipersonalismo— necesitaban del fraude para seguir gobernando. Pero también el radicalismo, que era la principal fuerza opositora y estaba luchando de una manera desgastante contra el fraude, se había contaminado del engaño electoral y lo practicaba demasiadas veces en sus innumerables luchas internas. Algunos de sus dirigentes —aunque no los más importantes— fueron quedando complicados o entrampados en estas supercherías. No había tampoco, por parte de la oposición, una voz con la suficiente respetabilidad como para denunciar todas las aberraciones que se cometían en nombre de la democracia. Oficialismo y oposición aparecían ante la opinión pública como si sus cuerpos institucionales estuvieran irremediablemente corrompidos.
Hay una imperceptible razón que explica lo que pasa en junio del ’43. Es algo que es muy difícil de definir, pero que se percibe cuando se investigan un poco los materiales de la época a la luz de la historia. Es una sensación de vísperas, algo que a veces ocurre, dentro de un determinado tiempo. Una sensación que no se puede marcar con hechos concretos, pero que uno, y nuestros contemporáneos sobre todo, olfatean, intuyen, perciben: “Algo va a pasar, algo nuevo tiene que ocurrir”.
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Hitler y Mussolini parecían imparables, pero no lo eran. Stalingrado había cambiado el curso de la guerra, pero aquí todavía no se tomaba registro del cambio para corregir los envites, de acuerdo con la inveterada costumbre argentina de apostar a ganador.
El avance de los totalitarismos en Europa era imparable desde 1933. Habían ido ganando posiciones en batallas políticas y militares. En aquel momento regían la vida entera de Europa. En realidad, viendo las cosas con rigor y perspectiva históricos, a mediados de 1943 el curso de la guerra ya se había dado vuelta en forma categórica, y el triunfo de los aliados era inevitable, pero eso no podía verse todavía con claridad.
A fines de 1942 había ocurrido la primera gran derrota de los regímenes totalitarios. Stalingrado fue escenario de una cruenta batalla donde los alemanes perdieron centenares de miles de soldados con sus equipos y armas, la elite de sus mejores unidades, muy difíciles de reponer. A partir de ahí, ya no pudieron llegar al canal de Suez. Por otra parte, la guerra que se libraba en el generoso escenario del Pacífico entre el Japón y los Estados Unidos, que había tenido una primera etapa de resonantes victorias japonesas, resultaba a priori ineluctablemente perdida por el Japón, país que no tenía materias primas propias y tenía que extender sus líneas defensivas por el Pacífico, un escenario de guerra virtualmente grande, demasiado. De todos modos, el triunfo de los totalitarismos del Eje alentaba en la Argentina a mucha gente. Se pensaba que una derrota de Inglaterra y por lo menos algún contraste para los Estados Unidos podían ser buenos para un país cuya dependencia funcional de Gran Bretaña era histórica. En alguna medida el triunfo de los totalitarismos en la guerra podía significar para la Argentina la obtención de una posición clave en la región.
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La sociedad se dividió en aliadófilos y neutralistas. Primero España y su guerra civil y luego Europa con su guerra mundial influyeron en los valores y sucesos de la política argentina. Desde la década del 30 la política exterior comienza a tener una importancia que antes no tenía. La gente se fue colocando, en el caso de la Guerra Civil española, en las filas de los partidarios de Franco o de los partidarios de la República. Antes se había colocado en una posición de simpatía por Hitler o por la República de Weimar, y luego se encolumnaría tras el Eje o los Aliados cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. Desde 1939 la gente se calificará de aliadófila o germanófila, o cuanto menos como neutralista. La Argentina había dejado de estar encapsulada como lo había estado en sus propios problemas desde la organización nacional.
Ciertos valores políticos que se jugaban en los campos de batalla, primero de España y después en toda Europa, repercutían de una manera muy directa en el espíritu de los argentinos. La compleja lucha de intereses en pugna se transformó en “democracia” contra “totalitarismo”, para decirlo de una manera un poco simplista. Era la antinomia que en ese momento no asociaba con los sentimientos y las emociones de una gran parte de los argentinos informados, y seguramente de la totalidad de los argentinos politizados.
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El nacionalismo, aunque nunca logró constituirse en partido político, tuvo una influencia considerable entre los intelectuales y en las Fuerzas Armadas. En ese clima Charles Maurras, el pensador francés cuyas ideas invalidaban el modelo democrático, tuvo una gran repercusión en muchos grupos, sobre todo juveniles. En la década del treinta ya habían surgido grupos que se inspiraban en el modelo mussoliniano Todos estos sectores proponían una sociedad fundada en la jerarquía, en otros valores que no fueran los de la democracia del voto, sino apoyada en una organización relativamente autoritaria donde el que estuviera al frente fuera un caudillo con un cierto consenso popular. No había paciencia para depender de las gradaciones y de las mediaciones que supone la democracia. En algún momento estas ideas fueron sintetizadas por el proyecto de José Félix Uriburu, al que Agustín P. Justo no prestó atención, y volvieron a potenciarse en los últimos años de la década del treinta y primeros del cuarenta, al compás de los grandes triunfos nazifascistas en Europa.
Existía toda una ideología nacionalista no expresada por un partido político determinado pero que sí tenía preponderancia significativa en algunos medios académicos, universitarios, en los sectores militares, en las clases altas de la Argentina. Un nacionalismo difuso pero expresado en la necesidad de defender lo propio, de proteger la industria nacional, de tener una menor —o ninguna— dependencia de Gran Bretaña, de sentirse más dueños. En los sectores intelectuales esto se daba apoyado en la intensa propaganda que el triunfo de Franco venía haciendo desde España, que convengamos en que ha sido como la madre de los pueblos latinoamericanos.
España permaneció ligada a los países como la Argentina por vínculos de tipo histórico o nacional: ese nacionalismo congeniaba con la idea de cepa hispánica que rechaza todo apoyo o vinculación con países como los Estados Unidos o Gran Bretaña. Tenía gran importancia, sobre todo, en las Fuerzas Armadas, que habían sido muy mimadas, muy halagadas por el presidente Castillo; habían conseguido que se crearan algunos organismos industriales dependientes del Ejército y de la Armada y en consecuencia vivían en una etapa diferente de la etapa fundacional, militar pura. Mosconi y sobre todo Savio son protagonistas de una etapa donde las Fuerzas Armadas, sobre todo el Ejército, son el vector de actividades industriales.
Las embajadas alemana e italiana habían cerrado sus puertas con la declaración de guerra. Los nacionalistas era gente de clase media-alta, en general de origen católico, y partidarios de un nacionalismo que podía tener muchos matices, un amplio espectro que iba desde un nacionalismo de tipo popular hasta el más recalcitrante nacionalismo aristocratizado, cerrado, elitista.
Durante la primera etapa de la guerra, y un poco antes incluso, la embajada alemana está probado por documentos ulteriores que subvencionó algunos de los diarios nacionalistas como El Pampero. Después de la ruptura de relaciones y la declaración de guerra ya no existió más la financiación de la embajada alemana, pero estos grupos nacionalistas siguieron por su cuenta. En la década del treinta un grupo de jóvenes que rodeaban a Uriburu editaban La Nueva República, y tenían la idea de reformar la Constitución para que el país se organizara mediante un régimen de tipo corporativista. Muchos de esos nacionalistas continuaban su actividad hacia el 43. Hubo una cierta coherencia en eso, hubo una importante propuesta política que podemos no compartir, pero debemos reconocer como totalmente nueva.
La influencia nacionalista se extendió incluso al ámbito historiográfico. En esa época nace la historia “revisionista”, que trata la figura de Rosas como la de un líder carismático, salido de la aristocracia pero adorado por su pueblo, aunque no respondiera a los vaivenes de la voluntad electoral, que sobre todo tenía un sentido de afirmación de la soberanía nacional.
Otro grupo nacionalista fue la Alianza Libertadora Nacionalista, armado de un andamiaje de ideas con un sentido más popular e incluso con una aceitada conexión con organizaciones gremiales. El 1° de Mayo de 1943, apenas antes de la Revolución, la Alianza hizo un desfile por la calle Santa Fe que realmente tuvo un número inesperado, sorprendentemente importante de gente marchando.
De cualquier manera los grupos nacionalistas fueron grupúsculos más bien minoritarios, de tipo intelectual, que tenían algunas publicaciones de tiradas pequeñas y fuerza demostrada en sus grupos de choque. Nunca pudieron crear un partido nacionalista de escala mayoritaria: varios intentos no lo lograron. Por cierto, como además no tenían la fe imprescindible en el sistema democrático y mucho menos en los mecanismos electorales, tampoco tenían demasiado interés en formar un partido político. Buscaron infiltrarse en los intersticios del poder durante los gobiernos militares, cuya casta corporativa les resultaba afín, y con cuyos miembros tenían contacto directo. Desde allí se postulaban para manejar las claves de la cosa pública, y eso fue lo que pasó en aquellos primeros meses de la revolución.
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Se venían produciendo silenciosamente cambios sociales en el país. La crisis de 1930 fue trayendo a los arrabales de las grandes ciudades a muchos trabajadores del campo que, corridos por la crisis económica de sus lugares de origen, buscaban salarios adecuados a sus exigencias en fábricas, pequeños telares o talleres. Arribaban tras el sueño de mejores niveles de vida, de una sociabilidad que no tenían en el ámbito rural. Esa silenciosa mano de obra se había integrado n un tipo de industrialización pequeña, primitiva, pero que estaba favorecida por las especiales condiciones de la crisis que hacían difícil la importación de cierta clase de mercaderías. Desde 1939, apenas iniciada la guerra, la demanda se acentúa porque hay una cantidad de productos que no se pueden traer de Europa, y se empiezan a fabricar en nuestro país. Esa mano de obra comienza a tener una calificación especial, altos salarios y un estado de plena ocupación como pocas veces se había dado en la Argentina. De tal modo que ese cambio social que venía dándose, que todavía no tenía un signo demasiado concreto, que estaba compuesto por gente que se había desempeñado en trabajos rurales hasta ese momento, también traía consigo una serie de modificaciones en el espíritu colectivo, en las creencias, en las expectativas de la gente que ya no eran las mismas que podían definir la sociedad de mediados de 1930.
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Las elecciones programadas para septiembre de 1943 no parecían traer novedades. El radicalismo impulsó un armado electoral amplio, pero carecía de un verdadero candidato presidencial. Había perdido el año anterior a su máximo líder, Marcelo de Alvear, y no encontraba en quién depositar el liderazgo que había tenido el carismático Don Marcelo, pues Justo había fallecido en enero de 1943, dejando sin candidato a todo el frente aliadófilo.
Divierte hoy un dato no menor de la semblanza de Marcelo T. de Alvear. Es absurdo hablar de aristocracia en la Argentina. En las grandes familias porteñas, basta trepar un poco el árbol genealógico para topar con el abuelo contrabandista o bolichero. Y las viejas cepas del interior, que a través de sus antepasados conquistadores entroncan con linajes españoles, han padecido tantos siglos de oscuridad y pobreza que su lustre perdió el brillo y solo les queda una hidalguía de gotera, un procerato municipal. Probablemente era la de Alvear una de las pocas familias argentinas que podía jactarse de una real aristocracia. Era un tronco de origen castellano, radicado hacia el siglo XVIII en Andalucía, linaje prolífico y de actuación lucida.
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La UCR estaba buscando un frente común con los socialistas y los demócratas progresistas, una suerte de antecedente de la Unión Democrática, para demostrarle al gobierno de Castillo que no podía hacerle fraude a toda la civilidad, pretendiendo el argumento de que los radicales habían gobernado desastrosamente el país. La UCR aspiraba a consolidar un frente democrático de gran envergadura para hacer imposible el fraude, con los demoprogresistas —había muerto Lisandro de la Torre un año antes, pero seguía siendo un partido muy respetado— y el Partido Socialista, más el apoyo implícito del Partido Comunista —declarado ilegal pero activo—. Los partidos se estaban reuniendo en procura de un programa y de una fórmula en común para disputar el poder en las elecciones que debían realizarse en septiembre de 1943.
Por parte del oficialismo no había problemas. En febrero de 1943 el nombre de Robustiano Patrón Costas fue impuesto como futuro candidato a presidente del oficialismo por Castillo, que era un hombre autoritario, terco, obstinado. Patrón Costas era un político salteño, dueño de grandes ingenios —un hombre progresista según muchos, un señor feudal según otros—. A pesar de que esto produjo algún malestar en sectores del conservadorismo, sobre todo en la provincia de Buenos Aires, Patrón Costas fue aceptado. Era un hombre que curiosamente tenía ideas de simpatía hacia los países aliados y no de mantenimiento del neutralismo, como podría señalarse de un candidato señalado a dedo por el propio Castillo. Estaba echado más o menos el juego electoral que se libraría en septiembre, entre el frente democrático de todos los partidos tradicionales del país, contra el conservadorismo unido al antipersonalismo, nuevamente reunidos en una concordancia, esta vez bajo el ala de Patrón Costas.
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Los radicales ofreciendo la candidatura a un ministro de gobierno “puentearon” a Castillo y desencadenaron la revolución. Tal vez por la inminencia de un nuevo fraude, un grupo de dirigentes radicales tuvo una brillante idea: ofrecerle la candidatura presidencial del frente democrático al ministro de Guerra, Pedro Pablo Ramírez. Pensaron que a un militar en actividad no se le podía hacer fraude, menos tratándose del ministro de Guerra. Hablaron con el general Ramírez, que no se mostró demasiado disgustado con esta posibilidad. El presidente Castillo se enteró de que su ministro estaba negociando con estos dirigentes radicales y le pidió explicaciones públicas. Como respuesta, el general Ramírez emitió un comunicado bastante ambiguo, y Castillo lo conminó a que hiciera un comunicado desmintiendo terminantemente que pudiera ser candidato. Campo de Mayo no esperó y directamente se levantó en armas: una mañana como cualquiera, que resultó la del 4 de junio de 1943, derrocó a Castillo.
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El GOU fue el promotor de un golpe militar con tal poca claridad que al supuesto “jefe”, el general Rawson, no lo dejaron asumir. Arturo Rawson Corvalán fue presidente de facto por tres días, apenas desde el 4 de junio al 7 de junio de 1943.
En realidad lo que en Campo de Mayo estaba ocurriendo es que operaba una logia, el GOU (Grupo de Oficiales Unidos), que se había creado en marzo de ese año, que estaba formada por oficiales nacionalistas y donde tenía alguna incidencia un joven coronel que había estado hasta hacía poco tiempo en Europa en un viaje de estudios, llamado Juan Perón. Los coroneles del GOU de 1943 habían sido los capitanes o mayores que rodearon a Uriburu de 1930. Aquellas cenicientas de septiembre se habían convertido en las primas donnas de junio.
Fue el GOU el que puso en marcha este golpe militar. En realidad, no tenía un programa completo, ni siquiera tenía un jefe. Se suponía que el general Rawson, como jefe de la revolución, asumiría la presidencia de fado, pero sus propios compañeros lo instaron a que declinara al cargo porque no estaban de acuerdo con algunos de los nombres que el propio Rawson propondría para su gabinete.
El GOU se disolvió casi inmediatamente. Una vez que hizo la revolución, ya logrado el objetivo concreto de derrocar al gobierno y de encumbrar a algunos de sus hombres en los puestos clave, Perón se ocupó de que se fuera disolviendo para no tener un control de su gestión dentro del Ejército. De modo que quedó como una organización iniciada por dos militares de origen radical, los hermanos Montes, copada de algún modo por Perón y sus amigos, entre ellos Mercante, y después, rápidamente disuelta. Se disolvió hacia febrero del ’44, en la misma fecha en que la Argentina rompía las relaciones del gobierno con sus pares de Alemania y el Japón.
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La Iglesia Católica entendió que el nuevo gobierno favorecería sus aspiraciones, en particular con respecto a la política educativa. La posición de la Iglesia fue de simpatía hacia la revolución, porque veía que el Ejército, en líneas generales, estaba en una posición pro católica y a favor de la defensa de los valores tradicionales. Más tarde llegó la historia de las divisiones, y hubieron sectores como el encabezado por monseñor D’Andrea, que estuvieron en una posición contraria al peronismo. Sin embargo, a nivel de las parroquias en general, durante la campaña electoral, hubo un gran apoyo. Perón pagó este apoyo convirtiendo después en ley la enseñanza de la religión católica en las escuelas, ya siendo presidente constitucional.
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La gran mayoría de la población simpatizaba con la revolución o resultó indiferente a la asonada. La confusión de su ideario contribuyó al desconcierto general. No hubo mayor repercusión: apenas fue un momento en que como toda revolución llenó de expectativa a muchísima gente, en este caso porque caía muy bien que fuera derrocado un movimiento fraudulento como el de Castillo, aunque no se supiera qué venía después. Los vaivenes arrastraron a dirigentes, dirigidos, gobernantes y gobernados. Alguna gente creyó en los primeros días que ese gobierno tenía una simpatía por el radicalismo: todo era tan contradictorio que no se sabía hacia dónde iría el nuevo gobierno. Para ejemplo están los documentos de informaciones de la embajada norteamericana sobre la revolución del ’43 afirmando que era un golpe aliadófilo para terminar con la neutralidad de Castillo y declarar la guerra —cosa que no ocurrió, desde luego—. La embajada alemana también barruntaba que se trataba de un golpe aliadófilo; el embajador en persona no hizo tiempo de informar a su gobierno lo que pasaba y quemó rápidamente los papeles.
Por supuesto y como siempre hubo algunos miles de personas en Plaza de Mayo aplaudiendo la llegada de las tropas, pero nada más. La indiferencia tiñó con sus colores la reacción popular. Sin embargo, todo cambiaría con la actuación de Perón en la secretaría de Trabajo y Previsión.
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La falta de una estrategia clara favoreció a los sectores nacionalistas, que impusieron un gobierno autoritario clerical, y mantuvieron la neutralidad, persiguiendo a muchos demócratas. El comienzo del gobierno surgido de la Revolución del ’43 fue un hecho casi grotesco. Una revolución que se hace por un hecho trivial, como lo es que a un ministro de Guerra su propio presidente lo ponga un poco entre la espada y la pared, un movimiento del Campo de Mayo sobre la Casa de Gobierno pero sin tener ningún programa concreto, un jefe de la revolución que no puede asumir, y la asunción finalmente de otro ministro de Guerra del presidente derrocado, lo cual deja un poco la idea de una traición. Todo entretejido con una serie de medidas contradictorias que demostraron realmente desde el principio que el Ejército había salido, o mejor dicho, la guarnición de Campo de Mayo había jugado al fragote sin saber bien qué hacer con el poder.
Empieza entonces un gobierno de facto que desde el primer momento es muy sospechado por los países aliados y, fundamentalmente por los Estados Unidos. Su posición neutralista —que no es sino la misma posición neutralista que había adoptado Castillo— es mantenida pero además, precisamente por la falta de un programa concreto, los militares del ’43 van entregando poco a poco algunas de las posiciones importan* tes a los sectores nacionalistas con los cuales habían tenido trato cotidiano hasta el momento de la revolución. Los sectores nacionalistas eran los únicos que tenían algún libreto, que podían darle cierto contenido al gobierno de la revolución. Y efectivamente se lo dieron; aunque de manera tal que suscitaron un gran rechazo por parte de los sectores democráticos intelectuales, universitarios, académicos, empresarios.
Entre las primeras medidas del gobierno estuvieron la imposición de la religión católica por decreto, la disolución de los partidos políticos, y la represión a una serie de intelectuales que habían pedido que el país cumpliera sus compromisos internacionales —ahí fueron echados Houssay y otros hombres muy prestigiosos—, de modo que el gobierno de facto en poco tiempo se ganó la animadversión de todos aquellos sectores que en un primer momento habían visto con simpatía el derrocamiento de un gobierno que jineteaba sobre el fraude permanente.
Con el gobierno de Ramírez se inicia una transición que dura desde junio del ’43 hasta junio del ’46, con un gobierno de facto que actúa tan desordenadamente como se había iniciado. Fue una suerte de improvisación en la revolución en sí: no se sabía bien quién mandaba, qué carácter tenía, a qué objetivos apuntaba; empezó como un gobierno de facto que iba a tratar de mantenerse neutral en la guerra y en enero de 1944 se ve obligado a romper relaciones con Alemania y el Japón. Un año después declara las hostilidades a Alemania y Japón, cuando la guerra ya estaba terminada prácticamente en marzo del ’45; del mismo modo es incoherente en muchas otras cosas. Es un gobierno lleno de contradicciones, hasta de ridiculeces, como una campaña de moralina que incluye una revisión de las letras de los tangos. ¡Qué decir sobre el título de “Qué vachaché” convertido en “Qué vas a hacer”, “El ciruja” transformado en “El recolector”! ¡Aquello fue el hazmerreír de la gente! Un gobierno de militares bien intencionados, pero muy brutos en general, y con un sentido muy elemental de la realidad.
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Los claustros universitarios serán en ese período la vanguardia de la lucha democrática contra el gobierno de facto y luego contra el régimen peronista. Las universidades se intervienen poco después de la revolución con interventores de cuño nacionalista, como Giordano Bruno Genta, uno de los ideólogos históricos del nacionalismo de ultraderecha en la Argentina, tan recordado en la Universidad de Santa Fe y referente de grupos políticos como Tacuara, o Ricardo de Labougle, abogado, interventor de la Universidad de La Plata en 1943, que inició cursos vinculados a temas militares en la mencionada casa de estudios. Los enviados se encuentran con una gran resistencia de los estudiantes, que en su enorme mayoría eran aliadófilos y democráticos. Para descomprimir, después de la declaración de guerra a las potencias del Eje, el gobierno de facto se ve en la necesidad de echar un poco de lastre, y lo primero que hace es normalizar las universidades. Los militareis desconfiaban del movimiento estudiantil. Pocos días antes de que fuera detenido Perón hubo una fuerte ocupación de las universidades. La policía entra, detiene a una enorme cantidad de personas. Cuando se convoca a elecciones en los claustros estudiantiles y de profesores, las autoridades electas son netamente democráticas y antiperonistas, furiosamente antiperonistas, a punto tal que las universidades se convierten realmente en la vanguardia de lucha contra el peronismo ya desde el ’45.
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La virtud de este gobierno es que fue el único que, nacido de un golpe militar, revalida a su propio candidato mediante elecciones limpias con el apoyo masivo del voto popular.
Hubo una cosa que lo salvó y que hizo que sea el único ejemplo de un gobierno de facto que haya logrado establecer una transición constitucional perfectamente coherente con su propio pensamiento, y es la política llevada a cabo por el coronel Perón en la Secretaría de Trabajo y Previsión. En noviembre de 1943, pocos meses después de la revolución, se nombra a este desconocido coronel al frente de la Secretaría de Trabajo. Su labor es lo que da continuidad y fundamento a la posibilidad de que este gobierno de facto, grotesco en muchas cosas, equivocado casi siempre, que tiene que soportar la humillación de cambiar dos veces de presidente porque uno de ellos rompe relaciones obligado con Alemania y el Japón abjurando del compromiso que había asumido con sus propios camaradas de armas, y después tiene incluso que declarar la guerra. Sin embargo, este gobierno logra que en las elecciones de febrero del ’46 su candidato triunfe, y triunfe popularmente, por una mayoría ajustada pero transparente. La votación logra que de algún modo lo que había representado este gobierno de facto pueda ser continuado por un gobierno constitucional. Pero esto ya forma parte de la historia de Perón, sus conflictos y sus propias armonías.
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La ruptura inesperada de relaciones con Alemania y el Japón fue el motivo por el cual desde Campo de Mayo depusieron a Ramírez, poniendo en su lugar a un personaje como el general Edelmiro Farell, de poco brillo pero menos controversial. Los militares, sobre todo la guarnición de Campo de Mayo, hacían del mantenimiento de la neutralidad una cuestión de principios, una cuestión de celosa defensa de la soberanía. Sin embargo, en enero de 1944 ocurre un episodio tragicómico. Un cónsul honorario argentino es detenido en un viaje que hacía por Europa. Se le descubre que es un espía alemán, con la misión de comprar armas en Alemania con destino al ejército argentino, y entonces el Departamento de Estado de los Estados Unidos le presenta al gobierno argentino una especie de ultimátum, y el gobierno del general Ramírez se ve obligado a romper relaciones con el Eje. Esto produce un impacto muy grande en Campo de Mayo, cuyos oficiales deponen al presidente Ramírez y lo reemplazan con el ministro de Guerra. De ahí en adelante, el gobierno trata de ir manejándose como puede dentro de un contexto internacional cada vez más adverso, de una política interamericana donde los Estados Unidos van liderando un movimiento de aislamiento hacia el gobierno argentino por el cual todos los países americanos van retirando sus embajadores de la ciudad de Buenos Aires para dar la impresión al gobierno argentino de que está auténticamente aislado si insiste con una neutralidad que ya ningún país de América latina mantiene.
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Desde 1942 todos los países americanos fueron rompiendo relaciones con el Eje de acuerdo con la recomendación de la Conferencia de Río de Janeiro en enero de ese año. Cuando el Japón ataca a los Estados Unidos bombardeando Pearl Harbour en diciembre de 1941 se reúnen en consulta todos los países americanos, junto con los Estados Unidos, para recomendar la ruptura de relaciones y un sistema interamericano de defensa. Castillo, en ese momento presidente de la Nación, se opone, y entonces lo que sale de Río de Janeiro es sólo la idea de romper relaciones. Esa recomendación es seguida rápidamente por todos los países latinoamericanos. El penúltimo en romper fue Chile, unos meses antes que la Argentina. Uno de los más entusiastas impulsores de lo votado por la conferencia de Río fue el Brasil porque su presidente Getulio Vargas encabezaba en ese momento en una política de pleno alineamiento con los Estados Unidos. El Brasil fue el único país sudamericano que incluso envió tropas a la Segunda Guerra Mundial. Un dato curioso es que Braden en esa época insistiera en que el nazifascismo había sido derrotado en los campos de batalla pero que faltaba todavía derrotarlo en la Argentina… ¡No se acordaba del Brasil! Brasil era un estado directamente fascista y Getulio Vargas creó Stado Novo, que era un estado corporativo. Pero, claro, el Brasil estaba alineado con los Estados Unidos, con lo que quedaba “absuelto” del pecado con el que se cubrió a la Argentina de escarnio.
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La guerra en Europa favoreció la economía argentina, que vivía un período de crecimiento. La neutralidad y los conflictos políticos con los Estados Unidos no perjudicaron esa expansión y la Argentina terminó impensablemente acreedora de Gran Bretaña. En ese período se vivió un momento extraordinario de auge y prosperidad de la economía. En primer lugar por la imposibilidad de importar ciertos productos que comienzan a fabricarse aquí. En segundo lugar, porque los saldos exportables de materias primas argentinas se colocan muy bien en los mercados europeos. La política de aislamiento contra la Argentina que llevan a cabo los Estados Unidos tiene un objetor, nada menos que el señor Winston Churchill, primer ministro de Gran Bretaña, quien en varios mensajes le dice a Franklin D. Roosevelt que no exagere el aislamiento contra la Argentina, porque Gran Bretaña necesita la carne que importa desde nuestro país. Los soldados ingleses necesitan las raciones de carne que manda la Argentina y no se puede ser demasiado principista con un país que mantiene su neutralidad, cuando la propia Gran Bretaña respeta la que mantiene Irlanda al lado mismo de Inglaterra.
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El aislamiento, en consecuencia, no tiene una incidencia directa en la economía del país, que pasa por uno de los momentos más brillantes en cuanto a la plena ocupación, al nivel de vida, a las exportaciones que se colocan a precios locos y que nos convierten en poco tiempo en país acreedor. Claro, faltaban algunas cosas en la Argentina: faltaban medias para las mujeres, cosméticos y sobre todo neumáticos y combustibles, lo cual demostraba la vulnerabilidad de la economía argentina. Pero con un poco de ingenio estas cosas se reemplazaban y aunque los inviernos fueron fríos por falta de combustible, los trenes por ejemplo siguieron funcionando a base de marlos de maíz, que se quemaban parea impulsar las máquinas de vapor. Así fue como el país no se paralizó: al contrario, empezaron a prosperar una cantidad de pequeñas industrias con sus obreros y sus pequeños patrones, que con el tiempo darían lugar a una clientela electoral de la cual seria principal beneficiario precisamente Juan Perón. Es este novedoso coronel el que, en esta política tan embrollada y tan contradictoria de un confuso gobierno, empieza a llenar la política de un sentido, comienza a brindarle una justificación ante la historia a este gobierno provisorio, tan lleno de idas y venidas.
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A pesar de sus deseos, el gobierno de facto tuvo que declarar la guerra a las potencias ya vencidas. Declina incluso el principio de soberanía que habían mantenido los militares del gobierno de facto hasta último momento, porque ya no podían seguir manteniéndolo so pena de no obtener el ingreso a las Naciones Unidas, que tenía como condición indispensable el hecho de haber declarado la guerra a los países del Eje. Marzo de 1945 es tal vez el momento de más bajo prestigio del gobierno militar. Es el momento en que se ha tenido que declarar la guerra a dos países ya vencidos, es cuando se tienen que empezar a normalizar las universidades, plenas de una población aliadófila que las convierte desde ese momento en baluartes antioficialistas y en contra de la dictadura.
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A mediados de 1945 llega a Buenos Aires el nuevo embajador de los Estados Unidos, Spruille Braden, que va a ser quien anime, movilice y coordine todos los esfuerzos de la oposición por voltear al gobierno, considerado un resabio nazifascista.
Braden hablaba muy bien el español, era un diplomático que había estado en varios países de América latina y en la Argentina años antes, tenía contacto con gente de las clases altas porteñas. Tenía una idea que impuso en el Departamento de Estado en poco tiempo. La tesis de Braden era que los Estados Unidos habían librado una gigantesca lucha para erradicar del mundo a los sistemas totalitarios, nazis, fascistas. Eran los vencedores de esa guerra, por lo menos en los campos de Europa —en Asia faltaban todavía unos meses, terminaría con Hiroshima y Nagasaki en el mes de agosto—. Según Braden era absurdo que esta guerra terminara dejando focos nazifascistas en el resto del mundo. Estos focos serían España y la Argentina, dos países cuyos regímenes tenían que ser volteados sobre la base de una gran ayuda para los sectores que se le oponían. De modo que el embajador había venido a la Argentina para armar un frente opositor que le hiciera la vida imposible al gobierno militar y que obligara a llamar a elecciones libres que terminaron entregando el poder, se descontaba, a las fuerzas democráticas tradicionales. Esto va ocurriendo a lo largo de 1945.
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Braden hace una curiosa —entrometida— campaña para un diplomático, una verdadera campaña electoral; recorre diversos puntos del país, pronuncia discursos que son reproducidos por los grandes diarios y de* algún modo compone algo que ya estaba en el aire: la unión de todos los sectores opositores contra el gobierno militar. Buscaba lanzar un golpe que podía ser, alternativamente, un golpe interno dentro del gobierno o un golpe externo dentro del campo político. Por las dudas se abría a las dos alternativas. Se aprovecha en el mes de septiembre el veranillo democrático que abre el gobierno de facto al levantar el estado de sitio en agosto y se hace la “marcha de la Constitución y de la Libertad”, una enorme manifestación que recorre las calles de Buenos Aires pidiendo el cese del gobierno de facto, que estaba muy desconcertado por la masiva concurrencia.
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Perón se había hecho cargo de la Secretaría de Trabajo en noviembre de 1943, unos pocos meses después de la revolución, y desde allí empezó a desplegar una actividad inusitada. Se acerca a los sindicatos tradicionales —en ese momento la Confederación General del Trabajo estaba dividida en CGT número 1 y CGT número 2—, carga la mano a una de ellas, desplaza a los dirigentes de la otra central, persigue a los dirigentes socialistas o comunistas, favorece a quienes no lo son, crea nuevos sindicatos, instaura por decreto estatutos para diversos gremios, establece aumentos de salarios para una importante cantidad de actividades laborales, y deja proyectadas (se aprobarán después), algunas medidas normativas importantes como la justicia del trabajo, el pago del aguinaldo y varias otras medidas de legislación permanente. Pero lo que hace Perón, en la Secretaría de Trabajo, sobro todo, es ir organizando una serie de gremios que hasta entonces no tenían tradición sindical. Mucha gente provenía del sector rural y no tenía la tradición de la sindicalización como tenían obreros de extracción comunista, anarquista, socialista; no tenían la tradición gremial ni sabían lo que era un sindicato. Esto pasaba, por ejemplo, con los obreros del azúcar en Tucumán, y pasaba también con algunos gremios importantes en las zonas de las grandes ciudades, en donde los pequeños sindicatos de origen socialista o comunista habían fracasado en su intento de conducir todo el gremio o directamente no había habido nunca agremiación alguna. Desde la Secretaría de Trabajo, Perón les manda a escribir los estatutos, les organiza las asambleas, los provee de locales, les facilita la posibilidad de convertirse en sociedades reconocidas por las leyes, por las normas del gobierno que establecen el reconocimiento de sociedades gremiales y entonces empieza un movimiento donde esas lealtades hasta entonces vacantes empiezan a concentrarse en la persona del mismo Perón.
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Hay algunas políticas muy inteligentes que se hacen desde la Secretaría de Trabajo, por ejemplo, las que se hacen en torno a los gremios ferroviarios a los cuales manda un interventor como es Domingo Mercante, hijo de un ferroviario él mismo, que consigue volcar a estos gremios tradicionalmente socialistas on apoyo a Juan Domingo Perón. Aquel ignoto coronel buscó crearse un apoyo en las masas a través de una política que, la consideremos demagógica o no, tenía un valor de justicia social que en ese momento era una de las ambiciones que demandaba con urgencia una parte importante del país.
Temeroso de las posibles consecuencias judiciales de la neutralidad en la guerra, el gobierno pretende negociar una salida electoral ordenada, mientras se desarrollan grandes manifestaciones opositoras. A lo largo de 1945, y frente al embate de los sectores opositores, el gobierno de facto busca una salida y establece diversos contactos, sobre todo con el radicalismo. La UCR era un partido mayoritario que de algún modo tendría que combinar con el gobierno de facto algún tipo de acuerdo para lograr una salida en donde los militares que han tomado parte del gobierno no fueran enjuiciados, no fueran colgados —es la época de los juicios de Nüremberg, y ese es el temor concreto—. Otro tema de la agenda era la obtención de algún tipo de confirmación de la política social que ha llevado a cabo Juan Perón.
Estas negociaciones no se concretan porque el radicalismo es manejado en ese momento por una dirección que está más bien vinculada a la tradición alvearista, y los núcleos intransigentes que se reconocen como los herederos de Yrigoyen —liderados sobre todo por Amadeo Sabattini— no tienen interés alguno en entenderse con Perón. Pese a ello, el gobierno de facto logra llamar a tres o cuatro dirigentes radicales importantes para que sean ministros; se hacen cargo de sus puestos en agosto de 1945, se levanta el estado de sitio, se restablece la vida de los partidos.
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Perón reunió en su persona la oposición de amplios sectores de la sociedad, desde los intelectuales hasta la Sociedad Rural. La primavera democrática es seguida por un intento de golpe militar en Córdoba. El gobierno instaura de nuevo el estado de sitio, se hacen detenciones masivas de dirigentes opositores, y el 8 de octubre —la situación ya muy tensa, muy congestionada— ocurre un hecho raro, pero también decisivo: la guarnición de Campo de Mayo se reúne en asamblea y le solicita al presidente Farrell que le pida a Perón la renuncia a todos sus cargos.
Ha ocurrido algo muy curioso: esa misma guarnición que había sido la que llevó adelante la Revolución del ’43 y la que constituyó el apoyo militar de Perón, ya en este momento se siente muy presionada por la opinión pública, por los grandes diarios, por la acción de la embajada norteamericana, por las expresiones de los intelectuales, de las universidades, de los partidos. Y actúa en sentido inverso.
Veamos el panorama: los grandes diarios habían empezado una campaña muy dura contra la política de Perón. Las grandes empresas, los grandes comercios, la Sociedad Rural, todo lo que vendría a ser una confederación económica, hacen una campaña muy dura contra la política social de Perón diciendo que eso lleva a la inflación, que el país no necesitaba semejantes medidas, que eso estaba revirtiendo la disciplina laboral, etcétera. Todo lo cual no dejaba de ser una parte de la verdad.
Se le critica también su vinculación con Eva Duarte. En ese momento ese tipo de cosas se veía como un escándalo: un segundo matrimonio, el ambiente artístico, etcétera. En segundo lugar, la Marcha de la Constitución y la Libertad demostró que había centenares de miles de personas que estaban en contra de esa política. En tercer lugar, la actitud de la Embajada de los Estados Unidos a través de Braden, que evidentemente demostraba que iba a ser muy difícil trabajar con los norteamericanos si Perón lograba éxito en sus ambiciones políticas.
Por otra parte, existían ciertas ambigüedades de Perón, que no alcanzaba a cerrar sus negociaciones con los radicales, que tenía contacto por otro lado con dirigentes sindicales sin poder salirse de esos compromisos. Fue un momento de endeblez política. Es notable observar los discursos de Perón de esos días: son discursos débiles, discursos malos, no logrados, constituyen la foto de un hombre derrotado.
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El ejército, que no podía quedar al margen de las exigencias sociales y de la Embajada de los Estados Unidos contra Perón, le pide la renuncia, que Perón da como un hecho. Hay que agregar el golpe abortado de Córdoba, que demuestra que una parte de las guarniciones del Ejército no estaba dispuesta a avalar indefinidamente a Perón.
La oficialidad del Ejército proveniente de la clase media se encontraba cotidianamente con una presión muy grande. Hasta que en algún momento un grupo de oficiales antiperonistas lleva adelante la asonada, entre la pasividad de algunos y la actitud no demasiado activa en defensa de Perón del resto.
Perón renuncia sin resistir; hay unos días de gran desconcierto, de gran caos, donde la oposición no acierta a llenar el vacío que se produce. Por su parte, los amigos de Perón siguen trabajando en un nivel más subterráneo para lograr un pronunciamiento de la Confederación General del Trabajo y de algunos sindicatos.
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Hortensio Quijano venía del radicalismo, era un dirigente correntino, pero de segundo orden, no era importante. Una personalidad muy pintoresca, un tipo realmente interesante, que creyó arrastrar a algunos dirigentes radicales importantes pero no lo logró. Era ministro del Interior designado junto con otros dos radicales por el gobierno de facto en el mes de agosto y renunció cuando se le pide la renuncia a Perón.
Hubo diversas corrientes provenientes del radicalismo que se sumaron al proyecto de Perón, como los que se agruparon alrededor de FORJA. En 1935 un grupo de jóvenes radicales creó la agrupación Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina (FORJA) que pretendía recuperar las tradiciones populares e influir en el pensamiento político argentino para la realización nacional. Este grupo, que se identificaba como heredero de Yrigoyen y cuestionaba el liderazgo de Alvear, propuso una doctrina nacionalista y luchó por un pensamiento argentino e hispanoamericano sin influencias europeas. Sostuvo la tesis de la revolución hispanoamericana y argentina asentada en las masas populares, adoptando una posición antiimperialista frente a Gran Bretaña y los Estado Unidos. En 1940 este sector se apartó de la UCR y algunos de sus integrantes se unieron al peronismo.
La actitud de FORJA fue de expectativa esperanzada, y con el tiempo empezó a apoyar lo que estaba ocurriendo con la idea de tener una alianza con Perón. En algún momento eso se cortó, más por malos entendidos que por otra cosa. Pero a partir de octubre del 45 FORJA apoya directamente a Perón y algunos de sus hombres más importantes tienen cargos en el gobierno. Arturo Jauretche, por ejemplo, fue presidente del Banco de la Provincia de Buenos Aires durante el gobierno de Mercante. Después del 17 de octubre FORJA se disuelve, diciendo que sus ideales ya habían sido alcanzados por los movimientos populares.
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Desde todos los rincones de la Capital y el Gran Buenos Aires, los trabajadores salieron a la calle el 17 de octubre de 1945 para pedir la restitución de Perón, inaugurando una nueva etapa política para el país.
En ese momento Avalos, jefe de Campo de Mayo, le pidió a Farrell que ordenara la prisión de Perón por razones de seguridad y para tenerlo inmovilizado, porque ya se detectaban movimientos a favor de Perón en la Capital y el Gran Buenos Aires. Se lo detiene en una quinta en el Tigre donde estaba con Evita, la quinta de un amigo alemán, para colmo. De ahí lo traen a Buenos Aires, pasan por su departamento de la calle Posadas para que se pudiera cambiar de ropa, y lo llevan prisionero a la isla Martín García.
Es una secuencia rápida: el 9 renuncia, el 12 lo detienen, el 17 a la mañana se hace traer al Hospital Militar diciendo que está enfermo y el mismo 17 se hace dueño de la situación. Todos los actos fueron más simbólicos que otra cosa.
En líneas generales, el 17 de Octubre fue una reacción popular. Protegida, desde luego, por una policía simpatizante de Juan Perón pero espontánea, en donde miles de trabajadores concentrados en la Plaza de Mayo pidieron la libertad de su líder, que en esos momentos estaba detenido, primero en Martín García y luego en el Hospital Militar.
Podemos afirmar que no fue espontáneo en el sentido de que la gente individualmente dijera “vamos a pedir la libertad de Perón”. Hubo activistas que movilizaron la cosa, pero fue espontáneo porque los activistas participaban de ese movimiento, de esa convicción. Por cierto que no fueron encuadrados, de ninguna manera. Hubo benevolencia de parte de la policía. Pero los manifestantes por primera vez aplaudieron a la policía. Hubo clima de fiesta sin violencia. Hubo algún ataque, alguna agresión, por ejemplo, contra la casa del presidente de la Universidad en La Plata, que junta una posición muy antiperonista. Le arrancaron la chapa de la casa de Alfredo Palacios, pero no fue significativo si pensamos que había habido cuatrocientas mil personas ocupando Buenos Aires. Muchos de aquellos recién llegados no conocían Buenos Aires. Venían de Berazategui, de Berisso, de La Plata, de Zárate, de Campana.
Por otra parte, lo que pasó el 17 de octubre en Buenos Aires se repitió en menor escala en alguna otra ciudad del interior; en Rosario, en Córdoba, en Tucumán, es decir, fue realmente un movimiento espontáneo. No importaba mucho su ideología, no interesaba demasiado eso. La gente veía en Perón la garantía de las conquistas que hasta ese momento no había podido gozar y que se estaban dando, y que realmente se traducían en un mejor nivel de vida, en mejores salarios, en la posibilidad del aguinaldo, en un trato más igualitario con el capataz o con el patrón, la posibilidad de no ser despedido así nomás, en fin, conquistas laborales concretas que tenían que ver con su vida cotidiana. Y el hombre que les hablaba así era Perón. Sabiendo que estaba preso, que lo habían echado, la multitud va a la plaza para reclamar su libertad.
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La emergencia de la clase obrera industrial apoyando a un líder surgido del medio militar inaugura un nuevo sistema político distinto del esquema partidario tradicional.
Esta presión del pueblo en Plaza de Mayo da lugar a un esquema político nuevo que tiene vigencia por lo menos durante diez años. Ese esquema se compone de un movimiento sindical dando legitimidad popular a un sistema cuyo apoyo militar está dado por las Fuerzas Armadas. En segundo lugar, el ingreso de las masas en la vida política argentina de una manera determinante. En tercer lugar, la aparición de un elemento político nuevo, como era el trabajador industrial, que no se siente vinculado por la lealtad a un partido tradicional, sino a un hombre que le ha dado conquistas, dignidad, etcétera. Esa lealtad se va a mantener durante muchos años. De modo que el 17 de octubre del ’45 es realmente una fecha inaugural y así es reconocida en general por los observadores e historiadores, porque significa el fin de una vieja política.
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Perón se lanza a la lucha por la presidencia acercándose al Partido Laborista fundado por Cipriano Reyes, pues de todos modos se esperaba una secuela de tipo electoral. Perón renuncia a sus cargos en el gobierno, pide su retiro del Ejército y a partir de ese momento se lanza a construir un frente político que está vertebrado básicamente por el Partido Laborista, es decir, por dirigentes sindicales que habían creado un partido propio con un sentido de centroizquierda. Es muy interesante el manifiesto fundacional del Partido Laborista, porque tiene reminiscencias de las consignas de la España Republicana. Su plataforma tuvo mucho parecido en con la del Partido Laborista inglés, que pocos meses antes había ganado las primeras elecciones después de la guerra y había desplazado del gobierno a la conducción conservadora de Churchill.
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Contribuye a dibujar el clima de aquellas vísperas un recuerdo de los hechos de Plaza San Martín en esa semana tan caótica que ocurrió entre la renuncia de Perón y el 17 de octubre. Las Fuerzas Armadas, fundamentalmente el Ejército, dialogaban con los políticos a ver qué salida se le podía dar a la situación. Renuncia el gabinete, con Quijano a la cabeza, Farrell queda de presidente, pero muy disminuido en su prestigio, porque había sido apoyado por Perón en todo momento. Entonces se trata de debatir sobre la composición del gabinete y su para qué. Hay un ofrecimiento que hace el general Avalos, jefe de Campo de Mayo y autor del movimiento contra Perón. Otro convite se realiza al doctor Sabatini, ex gobernador de Córdoba, líder de las alas intransigentes del radicalismo, para que ponga sus hombres en el gabinete y a partir de eso se haga una salida electoral sin amañamientos, de la cual saldría beneficiado seguramente el propio Sabatini. Hay una serie de sectores dentro y fuera del radicalismo que se oponen a este tipo de negociación y piden que el poder se entregue a la Corte Suprema de la Nación. Esto es inaceptable para el Ejército porque es como confirmar su derrota total. No estaban muy de acuerdo quienes pedían eso, pero no había otra consigna que pudiera unificar a sectores tan dispersos y tan distintos como el conservadorismo, el comunismo, el radicalismo en sus diversas alas, el socialismo, etcétera.
En esas vacilaciones se estaba mientras se hacían las reuniones en el Círculo Militar situado en Plaza San Martín. En aquel momento una gran cantidad de opositores en general se sitúa frente a la plaza y empieza a gritar consignas antimilitaristas. Por la tarde se produce un tiroteo: no se sabe quién lo inicia y pero sí el saldo de tres muertos y varios heridos. Uno de los muertos es el doctor Ottolenghi, un médico muy distinguido. Fue uno de los tantos tiroteos que hubo en esa época, en esos días, en esas semanas. En la universidad también hubo enfrentamientos y allí murió un chico Feijoo. La cotidianidad de la violencia teñía el contexto político. Y Cipriano Reyes fue un hombre de armas llevar que trascendió su vecindario para llegar al escenario nacional de la política.
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Reyes fue fundamental en el 17 de octubre. El fue uno de los mayores activistas desde los frigoríficos de Berisso. Como dirigente del sindicato de la carne sacó a la gente de sus lugares de trabajo y de sus casas para llevarla a la Plaza de Mayo. Cipriano Reyes y dos de sus hermanos habían sido quienes iniciaron una lucha muy dura contra los comunistas en el sindicato de la carne, hasta que lograron desplazarlos. En esa lucha murió uno de sus hermanos y quedó herido el otro. Perón asistió al entierro del fallecido Doralindo Reyes y a partir de ese momento Cipriano quedó muy pegado a Perón. Las lealtades peronistas no son eternas, porque en el año 47 viene todo el proceso de la liquidación política de Cipriano Reyes, cuando no acepta la orden de disolver el Partido Laborista y se resiste a punto tal que se convierte en una espina muy dura para Perón, que termina acusándolo de un supuesto complot y metiéndolo preso hasta el 55.
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Pasadas las vacilaciones y la resignación ante el pedido de renuncia, Perón se lanza a la campaña electoral con el apoyo masivo, convertido en un líder lleno de determinación.
El no había creído en sí mismo. El 17 se hace pese a Perón. Existen cartas a Evita desde Martín García, otra también desde Martín García a Mercante, cuyos textos dan la idea de que Juan Perón es un hombre totalmente derrotado. A Evita le dice que lo único que él quiere es irse, casarse con ella, instalarse en una estancia del Sur, etcétera. Por supuesto que posteriormente Perón nunca repitió eso. Según él, ya sabía perfectamente lo que iba a ocurrir y eso es lo que me dijo personalmente. Los documentos indican que era un hombre cambiado: hasta el 17 de octubre estaba lleno de vacilaciones, hasta el punto de que cuando Farrell le pide la renuncia en nombre de Campo de Mayo no hace el menor intento de resistir, aunque algunos de sus compañeros lo incitan a que; lo haga. El no confronta, se va a una quinta en el Tigre, se junta ahí con Evita. Por todos los indicios, es un hombre que en ese momento se siente derrotado. Pero después del 17 de octubre él ya tiene la sensación del apoyo popular, lo percibe físicamente en la plaza repleta y se lanza a esa campaña electoral desmelenada que hizo, pero con un apoyo de las masas que tiene que haberlo reconfortado mucho y que seguramente lo preparó para el después.
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Una gran coalición conformada por diversos sectores sociales y políticos le da a Perón la base de su proyecto político. Además, Perón busca a dirigentes del radicalismo, sobre todo del ala yrigoyenista, y forma con ellos lo que se llamó la Unión Cívica Radical Junta Renovadora, que cada vez más se fue alejando del viejo tronco común pero manteniendo el know how de la política, de la forma como hacer campaña; los laboristas en ese sentido eran totalmente inexpertos. Y todavía aparecen unos grupos que se llaman los “Centros Cívicos Coronel Perón”, que generalmente expresan a grupos que en su momento habían sido conservadores y que manifestaban simpatías por Perón. Todo el proyecto se apoya sobre la base de estos tres grupos —laboristas, radicales renovadores y centros cívicos independientes—, más el apoyo invisible pero importante de los sectores nacionalistas que, a pesar de que Perón había sido uno de los impulsores de la declaración de guerra al Eje, de todos modos veían en él al caudillo carismático con el que soñaban desde hacía años para obtener un lugar en el sistema democrático. El caudillo jerárquico que creara un sistema de comunicación directa entre el caudillo y la masa.
Perón hacía gestos y cosechaba sus frutos. La simpatía de la Iglesia Católica, sobre todo en los niveles de parroquia, no dejó de expresar cierto deslumbramiento por este militar que se declaraba católico, que visitaba a la Virgen de Luján y que le donaba la espada.
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La oposición reaviva el frente democrático truncado por el golpe de 1943. Pero ya las cosas habían cambiado mucho. Se armó un frente alrededor de Perón y otro frente antiperonista, básicamente formado por el radicalismo, cuyos candidatos Tamborini y Mosca, dos caballeros sin ningún encanto personal aunque honorables, y representaban un poco la política tradicional, ya en un frontal enfrentamiento contra el gobierno. Una cosa bastante curiosa pero comprensible es que los partidos políticos no hayan tenido en cuenta lo que había ocurrido el 17 de Octubre. Lo insólito del hecho que había ocurrido en la plaza no fue para los partidos un elemento que determinara su estrategia futura. Solo era una pueblada apoyada por la policía, activada incluso por la policía, con elementos del lumpen, impregnada del malevaje de los suburbios porteños, una especie de farsa que no había que tener en cuenta. El país era democrático, el país repudiaba las aventuras totalitarias. Esa fue la idea, y esa falsa idea impregnó la campaña electoral de la Unión Democrática.
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Después de las jornadas de octubre quedó claro el frente antiperonista. En un nivel visible y bullicioso lo integraban todos los partidos tradicionales: la UCR, el Partido Socialista, el Partido Demócrata Progresista, y el Partido Comunista; el conservadorismo quedó fuera de la alianza porque los radicales no le perdonaban el reiterado uso del fraude en la década anterior, pero casi todos sus dirigentes apoyaban la lucha contra Perón. En otro nivel, menos aparente, figuraban también organismos empresarios como la Unión Industrial y la Sociedad Rural, agrupaciones profesionales como el Centro de Ingenieros o la Bolsa de Comercio, nucleamientos intelectuales y universitarios. Todos los grandes diarios estaban contra Perón y lo mismo casi todas las radios privadas.
¿Qué bandera levantaba el frente antiperonista? Fundamentalmente, la libertad y la democracia frente al nazifascismo encarnado, a juicio de la oposición, en la persona de Perón. Eran principios nobles los de la Unión Democrática; pero en el curso de la campaña electoral, una serie de azares hizo que el frente antiperonista apareciera como expresión de la Argentina Vieja. El intento de retornar a los años anteriores a 1943.
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La campaña electoral de Spruille Braden y la Unión Democrática contribuyó a afianzar la relación de las masas obreras con Perón, a quien votaron para llevarlo a una ajustada victoria. Fue una campaña muy violenta donde se tiroteó varias veces al tren que llevaba a los candidatos democráticos, se los apedreó muchas veces, y hay que decir que hubo un intento de poner una bomba en el tren que traía a Perón de Mendoza a Buenos Aires. Fue un enfrentamiento muy tremendo y con visos de guerra civil. En el frente del diario Crítica hubo un tiroteo en la tarde del 17 de octubre donde murió un militante nacionalista, Darwin Pasaponti.
En diciembre de 1945 el gobierno de facto lanza el decreto consagrando el aguinaldo, que es resistido en general por los empresarios. Perón apoya rápidamente, la Unión Democrática rechaza la medida y eso va a transformarse —junto con el Libro Azul que se publica en Washington en febrero de 1946— en uno de los factores que determinan el ajustado triunfo de Perón el 24 de febrero.
El decreto 33.302, publicado el 31 de diciembre de 1945, ya había sido proyectado por Perón y es impuesto por el gobierno de facto. Pero es resistido por los empleadores en líneas generales, que hacen un gran lock out patronal, cierran los negocios al comienzo, pero luego van rindiéndose y terminan pagando el sueldo extra de fin de año. En la campaña electoral de Perón hubo tres o cuatro hechos determinantes no debidos a partidarios de Perón, sino a la torpeza de sus adversarios. Uno fue el aguinaldo, más bien la resistencia contra el beneficio, incluso de la Unión Democrática, que se manifestó en contra. Esto llevó a muchísima gente a tener la idea de que la Unión Democrática no era sino una servidora de las empresas, de los elementos patronales y que entonces había que defenderse con el voto apoyando a Perón. Además, el Libro Azul publicado en Washington por Braden como un libro oficial del gobierno de los Estados Unidos a mediados de febrero —diez días antes de las elecciones más o menos— constituyó una brutal injerencia en la política interna. En tercer lugar el famoso cheque extendido por la Unión Industrial, que como cualquier central de empresarios y como cualquier empresa importante dio dinero para la campaña de ambos candidatos. Pero, hicieron las cosas con tanto rigor y con tanta prolijidad que en vez de darles efectivo por debajo de la mesa les dieron un cheque. Entonces ese cheque fue endosado a nombre de la Unión Democrática, un empleado del banco simpatizante de Perón levantó la perdiz y desde entonces el cheque famoso se convirtió en otro de los elementos de choque de Perón, porque demostraba palmariamente que la patronal apoyaba a la Unión Democrática.
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El peronismo ganó en la mayoría de las provincias por un ajustado margen. Corrientes fue la única provincia donde perdió. Perón no ganó a presidente en Córdoba, en San Juan y en San Luis, por muy pocos votos; pero ganó en el total nacional. Además, las gobernaciones de esas provincias quedaron en poder de sus partidarios, de lo que después se llamó peronistas. En Corrientes, en cambio, el gobernador fue radical. Era el doctor Blas Benjamín de la Vega, que duró un año y medio porque le mandaron la intervención federal con toda arbitrariedad.
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El pueblo apostó a un nuevo liderazgo, cuya bandera fue la justicia social, y le dio la espalda a los partidos tradicionales, que representaban los viejos métodos de la política.
Con Perón lo que aparece es la esperanza de una Nueva Argentina. Y esta idea de Nueva Argentina se manejó bastante en aquellos meses electorales. ¿Qué significaba? No habla nada demasiado claro, pero este país, que había salido indemne de la guerra, que no había estado alineado a los Estados Unidos, que había mantenido una posición de dignidad y de soberanía, este país cuyos productos eran requeridos por la hambreada Europa de la posguerra, al cual venían inmigrantes huyendo de los horrores y de las miserias de la posguerra, estaba queriendo algo nuevo que ya no podían brindarle los viejos partidos políticos.
La Unión Democrática representaba a la vieja Argentina hasta por el aspecto físico de sus candidatos. Era la Argentina tradicional, con lo bueno y con lo malo; lo de Perón era una especie de salto hacia lo nuevo, que podía ser también un salto al vacío: era un hombre que no tenía un programa demasiado definido salvo por la idea de justicia social, un hombre cuyos antecedentes eran bastante; desconfiables en cuanto a sus simpatías hacia países totalitarios, pero que al mismo tiempo tenía un lenguaje nuevo, no convencional, que hablaba en mangas de camisa, que se lucía con su esposa, una actriz de radioteatro que todo el país conocía, que representaba un estilo político totalmente nuevo y que recogía una serie de ideas-fuerza que estaban vigentes en la atmósfera de la época: la idea de que el Estado debía tener mayor injerencia en la vida económica, la idea de que el Estado tenía que tener un compromiso con los humildes, con los desposeídos, la idea de justicia social, la idea de soberanía; un hombre que podía citar tanto a León XIII como a Lenin o a Yrigoyen, con la versatilidad propia de su juventud relativa: recién cumplía los cincuenta años.
Del otro lado había una Argentina con los vicios de una democracia fraudulenta, con hombres que habían luchado contra el fascismo y contra el fraude, pero que habían quedado salpicados con esas mismas lacras. Perón significaba alguna cosa que además estaba vinculada a los momentos felices como los que vivía el pueblo, que vivía en plena ocupación, con altos salarios, sin inflación, con una serie de bienes sociales y culturales a los que tenía acceso y a los cuales nunca había accedido. Y entonces el pueblo apostó por esta cosa nueva.
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Perón era un pragmático, y por eso siempre fue muy realista y sus discursos, aunque basado en principios nacionalistas y de justicia social, fueron versátiles, cambiantes, eclécticos. Era una ideología muy compleja, de un gran oportunismo. Con una gran capacidad de sintonizar las ideas que estaban en la atmósfera de su tiempo: la idea de justicia social, la idea de un Estado más significativo, más importante, la idea de que las masas estaban irrumpiendo los escenarios de todo el mundo, la idea de que podía venir una tercera guerra mundial. A cada momento él iba adecuando esas ideas a las circunstancias de la realidad que se venían dando. Perón tenía una frase que repitió mucho en sus últimos años: “La única verdad es la realidad”. A mí no me gusta esta frase porque me parece que es muy conservadora; es una frase que cancela los sueños, las esperanzas, esta frase hace que el político tenga que atenerse a la realidad sin modificarla. Pero de todos modos el juego de verdad y realidad es muy representativo del pensamiento de Perón. Un hombre que tuvo en cuenta siempre los datos de la realidad y que no se movió sin saber dónde pisaba. En ese momento, en el ’45, expresaba algo que estaba más o menos en danza en todo el mundo occidental de la posguerra, la necesidad de un Estado que nacionalizara servicios públicos, que tuviera gran injerencia en la economía, que ejerciera una función de ingeniería social a fin de distribuir mejor la riqueza, que sembrara la idea de que nuestro país podía tener una política autónoma o autárquica, para tener una presencia en el mundo con más proyección de la que tenía hasta ese momento.