REVOLUCIÓN DE 1890 Y SUS ECOS
La Revolución del Parque que estalló en julio de 1890 no fue un hecho inesperado. La crisis económica y el gran desprestigio presidencial eran dos elementos que se conjugaban para crear una situación de alta inestabilidad.
En 1890 el país estaba sufriendo los efectos de una crisis, que no puede achacarse a la persona de Juárez Colman sino a la ingenuidad y el primitivismo con que se manejaba la sociedad argentina en ese momento. La “crisis Baring” reconocía entre sus motivos la excesiva expansión monetaria y el endeudamiento del gobierno y los bancos. La fuerte depreciación del papel moneda, al amenazar la rentabilidad de los inversores, paralizó la entrada de nuevos capitales. En el terreno político, acababa de suceder un meeting convocado por unas docenas de jóvenes que protestaban contra el régimen de Miguel Juárez Celman, concuñado del general Roca y presidente desde 1886. La revolución del ’90 mostraba una voluntad popular ignorante aún de los medios para cumplir su vocación de poder. Las jornadas de julio mostrarían en actividad a hombres de todos los signos y partidos: Juan B. Justo, Marcelo T. de Alvear, Lisandro de la Torre, Aristóbulo del Valle, Bernardo de Irigoyen, Leandro N. Alem e Hipólito Yrigoyen, entre otros.
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La crisis económica tenía antecedentes variopintos. Desde 1880 en adelante se vivía una situación de prosperidad muy grande en el país. Conllevaba un gran optimismo que derivó en un excesivo endeudamiento externo de la Argentina con empréstitos que se tomaban en nombre de loables fines para los cuales no siempre terminaban empleados. Una política que a la postre resultó desastrosa y sirve de ejemplo fue la garantía en oro de las arcas nacionales para las ganancias de los ferrocarriles privados, o sea sobre los capitales privados invertidos en el país. ¿Qué significaba esto? Que por el contrato que se hacía entre la empresa constructora de un ferrocarril y el gobierno, éste garantizaba un porcentaje de ganancias mínimo o de dividendos a esta compañía, de modo que en muchos casos las compañías aguaban sus capitales y demostraban que las ganancias que hablan obtenido no alcanzaban el porcentaje mínimo y que era el Estado argentino el que tenía que saldar esa diferencia con dinero metálico en oro.
Ese endeudamiento fue un inevitable producto de la revolución tecnológica que vivía el país. La conquista del Desierto en 1879 había permitido ampliar la frontera agropecuaria explotable e inmediatamente muchos argentinos habían invertido en la tierra: le habían incorporado tecnología en forma de alambrados, molinos y otros aparatos agrícolas bastante menos primitivos que los que se usaban hasta ese momento. Se inició la mestización de razas vacunas y, sobre todo, se introdujo el gran invento del frigorífico, que permitía la exportación de la carne vacuna de nuestra pampa rumbo a los países centrales. Se había descubierto que la tierra era un bien muy explotable, muy valioso y muy rentable. Y se implemento una política ferroviaria destinada a que desde cada punto de la pampa húmeda pudieran embarcarse las exportaciones de cereales, que constituyeron la transformación fundamental del campo argentino en esa época.
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Fue una política muy inteligente, porque realmente significaba poner en valor el gran recurso natural de que disponía la Argentina (que hasta entonces no se había explotado convenientemente). Pero se necesitaba también una política para que pudiera devolverse lo que se había invertido y todavía mucho más. La inversión, por ejemplo, de instalar los alambrados en las grandes extensiones de tierra que había por entonces para permitir el manejo del ganado; el cultivo de cereales en un potrero y en otra parcela tener ganadería. Todo eso significaba una inversión muy grande para lo cual los particulares pedían créditos a los bancos. Para que estos créditos pudieran pagarse debían pasar unos cuantos años, porque no sería de un momento a otro cuando empezara a redituar la inversión tanto en la ganadería como en la agricultura. Esto produjo una situación de gran endeudamiento y de gran especulación. En la medida en que la llegada de los ferrocarriles va transformando toda la pampa húmeda, se valorizan las tierras, se dinamizan las compras de terrenos, comienzan a constituirse sociedades anónimas; empiezan a jugar a la Bolsa y estalla un tiempo de gran especulación. El aumento del dinero circulante gracias a los empréstitos y las emisiones de papel moneda derivó en especulación y juego. Los bienes adquirieron un valor nominal distinto del real y ya no resultaron garantía para los préstamos bancarios indiscriminados. La pasión del juego se extendió de la Bolsa a los casinos, las riñas de gallos, y llegó hasta los frontones de pelota a paleta o las carreras cuadreras; el dinero parecía no acabarse nunca en la próspera Argentina de las vacas gordas.
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En los primeros meses de 1890 la crisis se hace realmente muy preocupante. Con algunas quiebras resonantes, con una suba del oro realmente desaforada (es lo que ahora conocemos como hiperinflación), de repente el dinero argentino perdió valor de una manera verdaderamente trágica, con el agravante de que no existía el dinero argentino, es decir, habían billetes emitidos por los bancos de manera totalmente anárquica, lo cual hacía que ese dinero con el que se podrían pagar jornales o deudas a proveedores se desvalorizara de inmediato. La gente buscaba oro, único valor de referencia, y el oro subía su precio desmesuradamente. Se provoca una gran inquietud, retracción de los capitales extranjeros, que dejan de invertir, retracción en la inmigración, que deja de venir a las playas argentinas durante esos meses, y la vida de amplias capas sociales se impregna de inquietud y gran malestar.
Se suma un problema que no había existido hasta ese momento en la Argentina: empieza a recortarse sobre la vida cotidiana el fantasma de la desocupación. Crónicas de la época hablan de extranjeros echados de los conventillos donde vivían, que acampaban en las calles y comían en ollas populares; se generaliza un sentimiento de gran inquietud. La inflación arrimaba su secuela de angustia y necesidad. Las quiebras en el comercio asumían caracteres de epidemia. El gobierno se veía en figurillas para servir la deuda exterior en metálico y, para colmo, ese 1° de mayo fue el primero que se conmemoró con actos masivos y por las calles porteñas los viandantes vieron con asombro flamear las banderas rojas y escucharon gritos de reivindicación obrera en todos los idiomas de la inmigración. Por supuesto esto no fue culpa personal del presidente Juárez, pero aportó lo suyo a la turbación social.
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Aunque el presidente no tuviera la responsabilidad sobre la crisis económica desatada, una serie de medidas de corte autoritario y un estilo político personalista aportaron a enturbiar la ya difícil situación. Roca, su antecesor y pariente, había gobernado el país usando apenas el extremo recurso de la intervención federal, en casos donde realmente no había más remedio que la intromisión del gobierno central. Juárez la estaba usando en un sentido político para desplazar a duros adversarios y poner a sus amigos (en el caso de Mendoza Juárez sacó a Tiburcio Benegas y reemplazó a Manuel Bermejo y en Córdoba sacó a Ambrosio Olmos por Marcos Juárez). En Tucumán, Lidoro Quinteros con apoyo de Marcos Juárez derroca a Posse con el Regimiento 4 de Infantería procedente de Córdoba y queda provisoriamente como gobernador Salustiano Zavalía. ¡Todo un escándalo político que abrevaba en excusas constitucionales! Como si esto fuera poco, se jactaba de ser el jefe del gobierno y el jefe del partido oficialista, y por eso en algún momento se habló del “unicato”, donde el presidente era el jefe único de esa especie de ente bicéfalo que conformaban el Estado y el partido político oficialista. El PAN (Partido Autonomista o Autonomista Nacional, como se lo llamó en determinado momento en que no era un partido en el sentido que nosotros conocemos) resultaba de una conjunción de las estructuras de los gobiernos provinciales que se ponían en marcha cada vez que había elecciones para tratar de elegir a aquellas personas gratas al gobierno nacional.
Juárez, que era un hombre vanidoso en líneas generales, se había obnubilado por la adulación de un grupo de obsecuentes, y esto chocaba mucho a las tradiciones republicanas del país. Bartolomé Mitre, Domingo Sarmiento o Nicolás Avellaneda habían sido presidentes de una gran austeridad personal y gran sensibilidad republicana. Hasta el mismo Roca, a pesar de cierto boato con que se rodeó —ya estamos hablando de 1880 y los años posteriores; la Argentina ya era un país que empezaba a distenderse—, de todas maneras conservó inteligentemente la forma republicana en cuanto a la sencillez de su vida personal.
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Juárez Celman había nacido en Córdoba y allí comenzó su actividad política. Participó en las luchas contra la Iglesia Católica para obtener la secularización de la educación y luego fue gobernador. En 1886, de la mano de su concuñado Roca, pudo acceder a la presidencia. Sin embargo, Juárez Celman tomó distancia y creó un estilo político propio. Era un hombre que había adquirido poder político con Roca; por empezar fue uno de los propulsores más importantes de su candidatura —no lo elige a Roca; diríamos que no se opone—. En el ’80 fue el hombre que movilizó al interior detrás de esa candidatura, y Roca le debía gratitud por esto; pero además Juárez, que es gobernador de Córdoba y después sonador nacional, hace una labor política muy inteligente y va ganándose la adhesión de varios gobiernos provinciales, y retiene el manejo de un conjunto de intereses políticos contra los cuales Roca —que por otra parte no tenía otro candidato— no hubiera podido oponerse sino a un tremendo costo.
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El candidato que aparecía como contrapuesto a Juárez era Bernardo de Irigoyen, un excelente candidato. Roca vaciló en apoyarlo, con seguridad porque era un hombre muy independiente, con una personalidad muy destacada, y probablemente también porque los que lo acompañaban eran gente de la cual Roca desconfiaba. Y Juárez Celman, que tenía una maquinaria electoral aceitada, ganó fácilmente las elecciones. La oposición solo fue relevante en Buenos Aires, con un candidato apoyado por los católicos, José Benjamín Gorostiaga. Los otros candidatos opositores eran Manuel Ocampo y Rafael García, pero ninguno tenía verdadero predicamento. Ni siquiera el impulso de los partidos católicos, más el apoyo de otros sectores, hizo que alcanzaran importancia, ya que no adquirieron la fuerza necesaria para oponerse a la maquinaria electoral. Era una época en la que aún no existían los partidos pero sí había mecanismos basados en los gobiernos provinciales, y prácticamente arrasó con los comicios porque tenía el apoyo de todos los gobernadores.
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Habría sido una gran ingratitud en el terreno personal por parte de Roca, pues no había motivos para confrontar con Juárez, Tenían muy buena relación los dos, cuyas respectivas mujeres —eran hermanas— se querían mucho; habría sido un desmembramiento familiar muy grande. El hecho de que fueran concuñados había motivado la indignación de Sarmiento; pero no era sólo un “concuñado”, era un hombre que tenía real gravitación política. Durante su presidencia se dejó rodear por un grupo de gente oportunista que no se cansaba de alabarlo o adularlo. Las zalamerías culminaron en agosto de 1889 con un banquete —al que se llamó el “banquete de los incondicionales”— donde asistieron los partidarios que no ponían cortapisas para su apoyo al presidente.
Esta manera tan particular de gobernar terminó por reunir a la oposición en su contra. El banquete molestó mucho a un grupo de estudiantes y uno de los cuales, Francisco Barroetaveña, publicó el famoso ¡Tu quoque juventud!, un artículo en el diario La Nación convocando a un acto de repudio que se realizaría en el Jardín Florida en septiembre de 1889. El lugar elegido para el meeting era un local grande que servía a veces de confitería, a veces de exposición rural, en la esquina de Florida y Paraguay. La convocatoria tiene un inesperado éxito, acude mucha gente y los oradores que son invitados a usar de la palabra logran una gran aceptación hablando de la corrupción del gobierno de Juárez Colman, de la falta de libertades cívicas y un auténtico sistema federal, del exagerado centralismo. En realidad ninguna de estas postulaciones era revolucionaria per sel yo diría, incluso, que son las banderas que habitualmente usa toda oposición, en todos los tiempos en este país, corrupción, centralismo, autoritarismo han sido sustantivos comunes en la oración de la Nación Argentina.
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El movimiento que se desató fue típicamente porteño, capitalino. Núcleo principalmente a la clase media de Buenos Aires descontenta con tanta corrupción y tal caos económico. No tuvo ninguna repercusión en las provincias. Tuvo un carácter social restrictivo porque los que llevaron a cabo este movimiento, los que participaron del meeting famoso del Jardín Florida, fueron en su mayoría jóvenes de la clase media, tirando a alta, estudiantes varios de ellos; curiosamente, ninguno de los promotores del evento tuvo luego una exposición pública muy destacada, salvo los casos de Marcelo T. de Alvear, después presidente de la república, y de sus ministros Ángel Gallardo y Tomás A. Le Bretón. La nula notación pública del resto de los convocantes demostraría que estos muchachos no tenían una vocación política sino que simplemente reaccionaban indignados contra la actitud de incondicionalidad o de obsecuencia que caracterizaba el “unicato”.
Pese a la espontaneidad reinante, la gran figura del meeting fue Leandro N. Alem, quien pudo reunir en su persona y su oratoria las distintas expresiones políticas que se hicieron presentes. Su personalidad expresaba la contrafigura del régimen; es un hombre austero, sobrio, casi pobre, en un momento en que todos los políticos se están enriqueciendo. No tiene campos; es un abogado con muy pocos pleitos. Su padre había sido miembro de la Mazorca y fue ejecutado en 1853, con él como probable testigo de su muerte. Combatió en las batallas de Cepeda y Pavón y prestó servicios durante la Guerra del Paraguay. Como diputado nacional se opuso a la federalización de Buenos Aires, debate en el cual salió derrotado. Se había retirado de la vida pública hasta que en 1889 organizó la Unión Cívica de la Juventud. Vivía humildemente en Sarmiento y Callao, barrio de Balvanera, que en esa época era casi el arrabal de Buenos Aires, en una conducta política de aislamiento que cultivaba desde 1880. Alsinista en sus orígenes, había fracasado en casi todas sus empresas políticas, y uno puede preguntarse qué representaba Alem para lograr la adhesión y el entusiasmo de estos jóvenes. Representaba la moral pública, y también la austeridad frente a la riqueza fácil; representaba el desapego del poder en un momento en que el poder convocaba también, y sobre todo, a los oportunistas; representaba la intransigencia frente al acuerdismo, frente a las trenzas que caracterizaban a la política de aquella época, lo popular frente a esa cosa elitista y oligárquica con que se manejaban los gobiernos prácticamente desde siempre, poro más todavía con Roca y con Juárez Celman.
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Mientras la oposición se organizaba, Juárez Celman comenzó a distanciarse de aquellos hombres que eran más influyentes en su gobierno: Roca y Pellegrini. Como jefe único que se consideraba tanto del Estado como del partido oficial, quería tener la totalidad del poder. Juárez cometió varios errores, y tal vez el más significativo haya sido pelearse, gratuitamente si se quiere, con su antecesor y principal sostenedor político de su gobierno. Roca, a quien apodaban el Zorro por su astucia política para liderar alianzas, se siente además muy molesto por algunas actitudes de Juárez, entre ellas las intervenciones a Mendoza y Córdoba, donde se desplaza a sus amigos políticos. Además, desconfiaba de su vicepresidente, pues suponía que Carlos Pellegrini aspiraba a sucederlo y quería alejar de su gobierno la influencia política de Roca.
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En marzo o abril de 1890 el presidente estaba muy aislado de la opinión pública, rodeado por un grupo escasamente conocedor de la situación del país. Está enfrentado con quienes podrían ser sus sucesores naturales por las disposiciones constitucionales: Pellegrini vicepresidente, Roca presidente del Senado, asechan desde los dos primeros puestos del orden sucesorio. La situación es extremadamente endeble para el gobierno de Juárez.
Una gran diferencia entre Roca y Juárez Celman, más allá de las enconadas tirrias personales, era la concepción que mantenían sobre el Estado. Roca era mucho más estatista que Juárez, había creado el Estado nacional. Cuando había asumido la presidencia en 1880, ya en su primer mensaje al Congreso decía que estaba todo por hacerse y lo primero por hacer era el Estado; por otra parte el Estado nacional no tenía por entonces ni siquiera territorio propio. No tenía un metro cuadrado de tierra bajo su jurisdicción; tenía pocos recursos. Recién en 1880 se capitaliza la ciudad de Buenos Aires.
A partir de mediados del siglo XIX se había establecido que una de las obligaciones fundamentales del Estado era, además de poner orden, dar instrucción elemental por lo menos a los niños. A partir de la Segunda Guerra Mundial, se ha establecido que el Estado tiene la obligación de impartir cultura. Eso no se soñaba por entonces, pero por lo menos sí constituía un mandato el impartir instrucción, tener un mínimo de disposiciones en materia de salud pública —no tanto preventiva sino sanitaria, curativa, construir hospitales etc.—, y mantener presencia en todo el país a través de regimientos. Asistir, por ejemplo, a las distintas provincias a través del Banco Hipotecario, a través de Obras Sanitarias, a través de una sede del Banco Nación que formó después de un tiempo Carlos Pellegrini. Era una red de agencias del gobierno que prestaba los servicios elementales.
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Todos aquellos hombres eran liberales, consideraban que el Estado no debía hacerse cargo de actividades comerciales o industriales, pero consideraban que en la especial situación de la Argentina el Estado podía tomar algunas obligaciones de este tipo, siempre que no fueran demasiado permanentes ni importantes. Con Roca el Estado adquiere una gran importancia que no tenía antes. Un ejemplo de ello era el peso económico del Banco de la Provincia de Buenos Aires, que jaqueaba permanentemente al erario nacional porque financieramente era, lejos, el más importante.
Aquel Estado tenía un ejército a sus órdenes, pero le faltaban cantidad de elementos y el gerenciamiento necesario para producir los actos que espera una comunidad civilizada del Estado. Y de pronto tiene una sede que es la Capital Federal y tiene territorio bajo su jurisdicción, que son las tierras ganadas a los indios.
El Estado construye algunos ferrocarriles por su cuenta, directamente o a través de concesionarios, sobre todo cuando se trataba de unir puntos sobre los cuales la iniciativa privada no tenía mayor interés. Aquellos ferrocarriles ingleses se establecieron en una especie de gran embudo cuyos puntos iban a distintas comarcas de la pampa húmeda y desembocaban en el puerto de Buenos Aires. Su función era facilitar la exportación y la importación a través del puerto. Pero había otros puntos en el interior del país, en las provincias más alejadas, que reclamaban la presencia del ferrocarril. Parecía la panacea del progreso, pero la iniciativa privada no demostraba interés y quién sabe por cuantos años no lo tendría. Entonces el Estado empieza la construcción del ferrocarril a Cuyo, que llega a Mendoza y construye el ferrocarril que unirá La Rioja y Catamarca, además de otro desde Tucumán hasta Jujuy, y a nadie le pareció mal ni juzgó de “estatistas” tales actos.
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Juárez Celman era distinto. Era un liberal que pensaba que el Estado no debía tener tanta presencia en la economía. Consideraba que no debía tomar a su cargo ningún tipo de empresa, y por su presión o por su iniciativa directa se vende el Ferrocarril Oeste, que era de la provincia de Buenos Aires y funcionaba muy bien. Se venden otras líneas del Estado también, y se enajenan las Obras Sanitarias, las aguas corrientes de la ciudad de Buenos Aires. Y se ponen en venta 24.000 leguas de tierras públicas. Hay que tener en cuenta que estas medidas se realizaron en un momento en el cual se necesitaba dinero para pagar las deudas públicas, pero de todos modos traducía una concepción diferente a la de Roca, que creía más en la necesidad de que el Estado tuviera a su cargo ciertas actividades y respondiera ante la comunidad con ciertos servicios. Roca manda una carta a un amigo en 1889 en la que dice que “si el Estado se suma a esta concepción tendríamos que poner bandera de remate en la Aduana, en el Correo, en los cuarteles, en las oficinas de recaudación de impuestos, en todo lo que constituye los atributos y los deberes del Estado; atributos, (loberos, obligaciones y facultades del Estado para la comunidad’. Se desató una oleada de críticas a esta política de Juárez Celman, quien además no podía evitar la catástrofe financiera. El manejo de fondos públicos dio origen a una serie de chismes reales o ficticios sobre el destino de comisiones, intermediaciones y otros dineros.
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En medio de una violenta crisis fogoneada en varios frentes, en abril de 1890 los cívicos realizan el acto del frontón Buenos Aires en la calle Córdoba y Cerrito. Tres días antes había renunciado el gabinete, y los nuevos ministros parecían una promesa de rectificación por el hecho de no pertenecer tan estrechamente como los anteriores al círculo palaciego.
El meeting es un éxito: llegan diez mil personas y se comienzan a debatir las posibilidades de triunfo de una revolución. Las labores conspirativas se empiezan a poner en marcha. ¿Había motivos para producir esta ruptura en el orden constitucional? Desde 1862 se habían sucedido presidencias constitucionales en el país. Bien o mal, con elecciones generalmente violentas, amañadas o fraudulentas, se conservaban las formas republicanas. Los militares no intervenían en política, y poco a poco se estaba acostumbrando el país a una cierta continuidad constitucional. La conspiración de los cívicos intentó seducir a militares en actividad, lo cual evidentemente era peligroso, pero para ellos la revolución es la única solución política que existe frente a un mecanismo de tipo electoral que hacía prácticamente imposible ganarle al gobierno.
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Pocas veces se registra en nuestra historia un acto político tan exitoso como el que tuvo lugar en el Jardín Florida el 1° de septiembre de 1889. Las consecuencias de esta reunión son tan perdurables que una de las fuerzas cuyo punto de partida marca aquella jornada protagonizó el primer período presidencial de la recuperación democrática de 1983. Pero en lo inmediato, del Jardín Florida nació el impulso cívico que se manifestaría meses más tarde en la Revolución del Parque, cuya consecuencia directa fue la renuncia del presidente Juárez Celman y su reemplazo por Pellegrini con el apoyo del general Roca. Transición precursora de un nuevo ciclo político, el del Acuerdo, que funcionó pasablemente bien durante el siguiente cuarto de siglo.
¿Qué pedían esos muchachos hace más de un siglo? En primer lugar repudiaban la obsecuencia de otros jóvenes, los “incondicionales”, que diez días antes se habían reunido en un teatro para hacer público su apoyo al presidente. Este fue el hecho que provocó la reacción expresada en el Jardín Florida. Además los manifestantes del 1° de septiembre exigían libertad de sufragio “sin intimidación y sin fraude”, moral administrativa, autonomía de las provincias y régimen municipal efectivo. Para lograr estos objetivos resolvieron crear un movimiento al que dieron el nombre de Unión Cívica de la Juventud.
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Solo un propósito común había en la Unión Cívica: el repudio a Juárez. Pero a éste no podía derribárselo por el voto popular, ya que los comicios eran una farsa y todos sus mecanismos —inscripción y depuración del Registro Cívico, autoridades de las mesas electorales, fuerza pública, escrutinio— estaban controlados por el oficialismo. Tampoco era factible eliminarlo por el medio constitucional del juicio político, porque el Congreso estaba integrado por hombres atados por compromisos e intereses.
La Unión Cívica, pues, sólo podía terminar con Juárez por la revolución armada, y urgentemente. Ya existían controversias en su seno: Mitre se mostraba frío en su colaboración, y a mediados de mayo se fue a Europa, prestando antes su tácita aprobación para el alzamiento. Don Bernardo no trabajaba como se había esperado, y los católicos, con Estrada y Goyena a la cabeza, exigían que se proclamara un candidato a presidente como paso previo a cualquier plan. En ese estado de cosas, sólo un gran objetivo podía suavizar estas diferencias. Alem lo vio así, y comprendió que el único modo de sacar al país del atolladero era lanzándose a la revolución. Y desde el meeting del 13 de abril, ungido ya presidente de la Unión Cívica, empezó a trabajar en ese sentido.
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Roca se entera de la conspiración y advierte al gobierno. Al igual que los cívicos, pensaba que el mandato de Juárez Celman debía terminar, pero seguía creyendo en las instituciones democráticas y descartaba la idea de una revolución para poner fin a un gobierno desprestigiado. Roca no lo quería a Juárez. Ha estado enfrentado con él. Hay cartas de Roca a íntimos amigos donde habla muy mal de Juárez, pero donde también traduce su preocupación frente a un posible movimiento revolucionario. Lo curioso es que Pellegrini, por esa misma época, también envía cartas a su amigo Miguel Cañé —que está en Europa—, contándole del malestar que hay, de los problemas económicos cada vez más graves que existen, pero también dando por sentado que no es dable pensar que vaya a haber una revolución. De 1862 en adelante, aunque había habido movimientos revolucionarios, nunca habían triunfado, y existía en la opinión pública argentina una sensación de que por malo que fuera un gobierno era muy difícil hacer una revolución triunfante. Roca se preocupó muy seriamente por lo que podía pasar durante los meses de junio y julio de 1890. Es probable que no quisiera que Juárez continuara en el gobierno, no solamente por problemas de tipo personal, sino porque veía que Juárez se apartaba del canon político cada vez más, era un hombre que no ofrecía garantías en ningún sentido: que continuara al frente del gobierno era una lenta agonía. Pero al mismo tiempo no quería que triunfara la revolución; entonces —se desvelaba Roca—: ¿cómo hacer para llegar a una solución intermedia? Roca no lo supo o no lo pudo responder con certeza…
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No duraron más de cuatro meses las tareas conspiradoras. La revolución estaba en la calle y no faltaba más que encauzarla. Un grupo de militares ofreció espontáneamente su colaboración a la Junta Revolucionaria que el propio Alem presidía. Hombre a hombre, iban seduciendo con rapidez cuadros enteros de oficiales. El tribuno de las grandes jornadas populares vivía con intensidad. Alma de la conspiración, trabajaba febrilmente día y noche, asistiendo a reuniones secretas, convenciendo a tibios y conteniendo a exaltados, examinando planes y proyectos; todo ello sin descuidar su actividad pública en asambleas y comités parroquiales para no inspirar sospechas demasiado vehementes a la Policía, que lo vigilaba de cerca.
Aristóbulo del Valle, mano derecha de Alem y responsable de la oposición que denunciaba con voz impar en el Senado los escándalos del régimen, reveló a Yrigoyen lo que se traía la Unión Cívica entre manos, y lo invitó a colaborar con la conspiración. Las dudas que impedían al taciturno profesor de filosofía militar activamente en la política de la Unión Cívica no eran tan grandes como para hacerle rehuir su cooperación en la patriada; así es que después de breve indecisión aceptó, aunque señalando que no quería ocupar cargos directivos, y pidiendo en cambio que “no se le economizaran peligros”. Fue designado por la Junta para hacerse cargo de la Jefatura de Policía de la ciudad cuando la revolución estallara, nombramiento que no aceptó, haciendo constar que habría de desempeñar ese puesto solo durante el lapso imprescindible para conservar el orden de la población.
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La conspiración continuó y finalmente estallaría el 26 de julio. Se habían conseguido las adhesiones de varios grupos militares acantonados en la capital. Juárez es advertido —Roca también— de que va a estallar una revolución y toma algunas medidas inmediatas como el alejamiento de algunos regimientos. Sin embargo, la suerte estaba echada y el 26 de julio por la madrugada algunos regimientos y muchos civiles se concentran en el edificio del Parque de Artillería, el viejo cuartel donde se guardaban los cañones que tenía el ejército, ubicado en el solar donde hoy se levanta el Palacio de Tribunales frente a la Plaza Lavalle. Allí se concentran tanto los soldados como los civiles ante el desconcierto del gobierno, que en las primeras horas de la mañana se entera de las novedades. Roca y Pellegrini persuaden a Juárez Celman para que se aleje de Buenos Aires: puede caer en manos de los revolucionarios en cualquier momento si permanece en la Casa de Gobierno. Juárez toma el tren y se va a Campana, con lo cual comete un nuevo y gravísimo error; no era un cobarde pero se va del escenario de los sucesos, les deja el campo libre a Pellegrini y Roca, que ya no son sus amigos, y frente a la gente común, se muestra en la actitud de Sobremonte huyendo de Buenos Aires frente a las invasiones inglesas.
No en la convocatoria pero sí en las jornadas revolucionarias participaron muchos hombres que luego serán grandes dirigentes políticos. Hipólito Yrigoyen, sobrino de Alem, ya estaba destacándose y fue nombrado jefe de policía, un cargo que no llegó a ejercer. Estaba Lisandro de la Torre, que sería después el fundador del Partido Demócrata Progresista, y estaba Juan B. Justo, que fue el fundador del Partido Socialista. Eso no significa que todos hayan tenido la misma adhesión a la Revolución del Parque. Juan B. Justo explicó que él había concurrido por razones humanitarias, porque era médico y sabía que había muertos y heridos, pero no porque estuviera de acuerdo ya que estaba en contra de las revoluciones: Lisandro de la Torre era radical, era hombre de Alem y participó activamente, aunque años después se retiró del partido. Es un hecho de mucho valor simbólico, que en esas jornadas hayan estado presentes estos tres líderes.
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El desarrollo del movimiento es pausado, lento. Los revolucionarios civiles y militares acampan en el Parque, pero en lugar de avanzar sobre la Casa de Gobierno como se había pensado desde el primer momento, el jefe militar de la revolución, general Manuel J. Campos, un hombre que había acompañado a Roca durante la campaña de Río Negro, ordena que las tropas descansen y se aprovisionen, esgrimiendo diversas excusas ante Alem (jefe de la Junta Revolucionaria) para explicar por qué las tropas deben quedar acantonadas en el Parque y no avanzar sobre la Casa de Gobierno.
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Pellegrini logra organizar durante la jornada a las fuerzas de represión y ocupa la plaza Libertad, va avanzando cantones sobre las calles Libertad y Cerrito y en el curso de ese día y el próximo, el Parque queda aislado del resto de la ciudad y el país. Se producen tiroteos, hay muertos; el hermano del jefe militar de la revolución, el coronel Campos, muere ahí junto con muchos civiles. Mucha gente muy conocida de Buenos Aires. Todo apellido respetable de la sociedad de Buenos Aires estuvo en el Parque. Haber estado en el Parque de Artillería ha sido un timbre de honor para las familias tradicionales. Es ahí donde para identificar a los revolucionarios compran unas boinas blancas y unas tiras rosadas, verdes y blancas, que desde entonces identifican a los radicales.
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Tres días más tarde se pide un armisticio por parte de los revolucionarios y se llega a un acuerdo en el cual Juárez no participa porque el mismo es urdido por Pellegrini y Roca con el delegado de la Junta Revolucionaria, que es el doctor Aristóbulo de Valle. El acuerdo significa que cada uno se va a su casa; no va a haber castigos ni a los militares ni a los civiles. Lleva como consecuencia implícita la renuncia de Juárez. El acuerdo permite llegar a la conclusión de que probablemente existió una negociación previa entre Campos y Roca. Muchos historiadores han escrito que todo esto fue hilvanado por Roca, amigo personal de Campos, como tránsito hacia una solución electoral con la candidatura de Mitre como centro. Campos era mitrista, de modo que no hubiera sido raro que Roca en algún momento le hubiera dicho: “No dejemos que esta revolución triunfe, porque va a ser el caos total, pero sí hagamos que las cosas lleguen a un punto en que Juárez tenga que renunciar; total nadie lo quiere, nadie lo acepta. Que quede Pellegrini como presidente y en la futura elección presidencial todos vamos a apoyar a Mitre que es la única solución”. Esta teoría corrobora lo sucedido y conocido posteriormente cuando Roca y Mitre llegaron a un acuerdo para gobernar en un hipotético futuro.
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El 17 de enero una convención de la Unión Cívica elige al general Bartolomé Mitre como candidato a presidente para las elecciones de 1892. Se oponen a ella los seguidores de Leandro N. Alem, entre quienes se destaca por su intransigencia Hipólito Yrigoyen.
Durante marzo Aristóbulo del Valle y Alem, líderes de la Unión Cívica, son electos senadores. El general Julio A. Roca apoya al presidente Carlos Pellegrini. Sorpresivamente, al regresar de Europa, Mitre se entrevista con Roca con el objeto de suprimir la lucha electoral y neutralizar a Alem.
Durante abril el acuerdo entre Bartolomé Mitre y Roca conmociona a la Unión Cívica y el partido se escinde. Una parte, con el liderazgo de Leandro N. Alem, decide formar la Unión Cívica Radical. Alem recorre el país denunciando el pacto entre el general Roca y Bartolomé Mitre. El 30 de abril una convención proclama la fórmula Mitre-Uriburu, pero el pacto no alcanzó a tener vigencia por muchas razones y Mitre dejó de ser candidato.
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Juárez había perdido la confianza en la sociedad argentina, de los capitalistas extranjeros, de prácticamente de todos lo que contaban en el país político y económico; tenía que caer, pero si caía todo el gobierno era un desastre. La revolución obligaría a Juárez a renunciar y su sucesor natural, Carlos Pellegrini, compondría las cosas de otra manera. Si fue esto lo que planeó Roca, le salió perfecto. Si no lo planeó, fue una casualidad muy grande de las que hay pocas en la historia. Cuando Pellegrini se hace cargo de la presidencia, diez días después de la Revolución del Parque, nombra ministro del Interior a Roca, quien renuncia a su senaduría.
Roca consiguió su objetivo de que la revolución estallara, que canalizara todo el malestar de la sociedad argentina respecto de un gobierno ineficiente tildado de corrupto.
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El pacto significó la aceptación de Roca de la imposibilidad de mantener la continuidad constitucional sin vina alternancia política entre partidos. Finalmente, es lo que articula el proceso político de los años siguientes, prácticamente hasta la promulgación de la ley Sáenz Peña. Roca se dio cuenta de que el roquismo, su partido, no podía gobernar solo, que estaba expuesto y era vulnerable a los ataques de una oposición donde el mitrismo tenía mucho que ver. Los partidarios de Bartolomé Mitre habían formado parte de los revolucionarios del Parque, y desde ese lugar llegaron a un acuerdo de compartir el poder y los gobiernos de allí en adelante. Roquistas y mitristas se alternaron en el poder o lo compartieron, y dieron lugar a una composición política muy interesante del escenario argentino. El Acuerdo, como línea general, significó un reparto de poder dentro de un conjunto de pequeños partidos, algunos de ellos muy personalistas, como los adláteres de Mitre, Sáenz Peña o Pellegrini, pero coinciden en ciertas ideas básicas: la continuidad constitucional, el mantenimiento de las formas republicanas, la apertura del país al exterior, una política liberal en lo económico. ¡Que vengan capitales, que vengan inmigrantes, que vengan inversiones, que vengan ideas! Que venga todo lo necesario para potenciar el país y lanzarlo al gran juego internacional.
La buena amistad con los países vecinos y el mantenimiento de un sistema electoral que permitiera el control de elecciones, es decir el recambio periódico del elenco gobernante dentro del mismo conjunto de personas, constituían la base del acuerdo implícito.
Sólo dentro de ese conjunto propio e inherente al sistema se permitían los cismas y disidencias o se sellan acuerdos. Los que estaban fuera del sistema no formarían parte de ahí en más del conjunto político del país.
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Los radicales se niegan a pactar y emprenden la construcción de una nueva fuerza política. Los socialistas tampoco van a formar parte del conjunto ni los anarquistas. Pero los que “pertenecen”, el roquismo, el mitrismo, el pellegrinismo, los amigos de Roque Sáenz Peña, pueden formar parte de este Acuerdo. Con diversos matices, en líneas generales significaba equilibrar el reparto del poder para mantener la vigencia de la Constitución, por lo menos en lo formal, y las condiciones que hicieran posible un rápido ingreso de la Argentina en la era del progreso. Los vencidos del Parque van a hacer de esta revolución una fecha gloriosa y van a llenar de simbolismo tanto a la Revolución del Parque como a Leandro N. Alem. En el cementerio de la Recoleta está todavía el mausoleo que se les erigió a los muertos en las jornadas de la Revolución del Parque, y ahí se alumbrará un año después la Unión Cívica Radical.
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La revolución, pese a su derrota militar, tuvo un triunfo: la renuncia del presidente Juárez Celman. La importancia de la revolución de 1890 es que es el primer movimiento que se hace desdo 1862 para derrocar a un gobierno. El movimiento es reprimido y derrotado, pero no del todo, porque pocos días después de la revolución Juárez ve que está totalmente aislado, tiene que renunciar y es reemplazado por Pellegrini. Por otra parte, es significativo porque de esta revolución va a salir este movimiento cívico que tiene una larga vigencia dentro de la tradición política argentina. Sin embargo, la importancia central de la revolución del Parque radica en que ha traducido sentimientos de malestar de una parte importante de la sociedad argentina, fundamentalmente la porteña, y los ha expresado de una manera violenta que se va a repetir con frecuencia en los años posteriores. Es decir, ahí está la impronta del sentido legalista de lo que debe ser un país, y creo que el país acepta en ese momento esa especie de revolución a media máquina que ocurrió en julio de 1890. Consiguió el derrocamiento de un presidente que había perdido todo prestigio y su reemplazo por un vicepresidente que en cambio sí lo conservaba, para transitar difíciles negociaciones que fueran ordenando y emprolijando la economía argentina.
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Al analizar los hechos podemos reflexionar sobre cuál habría sido el destino de la Nación si aquella revolución hubiese triunfado. Qué hubiera ocurrido con una revolución encabezada con un gobierno revolucionario liderado por Alem, que estaba apoyada por un frente constituido por mitristas resentidos con el gobierno porque estaban excluidos prácticamente del poder, con católicos que estaban resentidos con Juárez por las leyes laicistas que habla aprobado, por masones, por alsinistas, por antiguos republicanos partidarios de Aristóbulo del Valle. Era un frente, una unidad con intereses políticos muy distintos donde todos coincidían solamente en una sola cosa: la oposición al gobierno de Juárez Celman, y donde todos condescendían o aceptaban la jefatura de Alem porque había demostrado ser el hombre más popular, la voz que convocaba a las multitudes, el caudillo que enardecía a los elementos que formaban parte de la oposición. Por su temperamento, Alem hubiera sido muy poco dado a una labor de gobierno orgánico, además de lo que hubiera indicado al país su ascenso sobre las ruinas de la caída estrepitosa de un régimen que había venido mal barajado desde el régimen constitucional.
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Pasaron seis años. Durante medio año languideció Alem en la cárcel. Cuando volvió, estaba quebrado. Ya no tenía esa gallarda pujanza que había arrebatado a los pueblos tras su reclamo viril; ahora estaba abatido, más viejo, quizás enfermo. Todavía arengaba a sus gentes, y parecía superar su quebranto al conjuro de sus propias palabras; pero un regusto ácido y amargo tenía su verbo, y su penacho arrogante se había abajado. No Lo había doblegado el castigo: Alem no era de ésos. Pero el fracaso, la supuesta traición a la que él atribuía la derrota del alzamiento y la pobreza franciscana que sobre él se cernía, todo contribuía a su vencimiento moral.
Hubo también algo más. Algo más delicado y doloroso que lo afectó grandemente: sus choques con Yrigoyen. Alem e Yrigoyen eran demasiado grandes para convivir en el radicalismo. Cada uno tenía estatura suficiente para acaudillar a un pueblo, y se veían constreñidos por las circunstancias a compartir una dirección partidaria unipersonal y excluyente por definición.
Abril. Mayo. Junio. Alem decide pegarse un tiro. No puede soportar la vida que lleva. Se siente “inútil, estéril y deprimido”. Acaso intuye que está convirtiéndose en un obstáculo para la marcha del partido. Siente que es un fracasado. Políticamente nada de lo que inició ha tenido éxito. En cuanto a su vida privada —minúscula como es, porque él vive en “casa de cristal”—, lo poco que esconde como un tesoro querido, también ha fracasado: una pobreza sin remedio, un amor imposible… hay una desolación de erial en su alma, azotada por pamperos huracanados. Y resuelve fríamente terminar con su vida.
Una noche escribe algunas cartas de despedida, y un testamento político conmovedor, en el que manifiesta la serena convicción de su fracaso y la firme creencia de que la obra del radicalismo no ha de quedar trunca. Y el 1° de julio de 1896, Leandro Alem, el amado de las multitudes argentinas, el caudillo bueno del alma y las barbas cándidas, se da la muerte por su propia mano. Murió en la calle, escenario de sus mejores triunfos y ágora de las más resonantes arengas que de su corazón salieron.
Alguien escribió al día siguiente que Alem era el único argentino que había adquirido el derecho de matarse. Es mucho decir. Ningún hombre puede usurpar ese poder supremo de arrancarse una vida que no pertenece a los mortales.
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La revolución se dio cuenta de que las instituciones no podrían funcionar a largo plazo bajo el fraude electoral. Pellegrini es uno de los políticos más conscientes de este hecho. Era un típico hijo de Buenos Aires. Su padre s aboya no y su madre inglesa solo conforman parte de las vertientes de su personalidad: el resto lo había provisto el paisaje porteño. Pero Pellegrini nunca fue un localista. Su sentido nacional lo diferenciaba de sus antiguos camaradas, los autonomistas de Adolfo Alsina, y lo acercó a Roca, que en 1880 expresaba el triunfo de una fórmula que marginaba el exclusivismo de Buenos Aires en aras de la unión nacional. Alto, esbelto, amante de las morosas conversaciones del club y de las buenas cosas de la vida, nadie odió nunca a Pellegrini.
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Sin embargo, Roca y Pellegrini eran dos hombres muy diferentes, por su origen, por su formación. Vale la pena detenernos en la evolución de sus personalidades. Roca era de origen provinciano, de formación militar, un hombro leído y nada tonto; pero se había formado en la frontera, tenía un sentido mucho más pragmático de la política. Pellegrini ora un porteño muy querido por el pueblo de Buenos Aires y en los últimos años de su vida tuvo una posición mucho más progresista que Roca. Pellegrini y Roca habían montado y sostenido en yunta al régimen durante momentos importantes: en los ochenta por empezar, en el ’90 también, llegando hasta 1898, cuando Pellegrini proclama a Roca candidato a presidente y en otras oportunidades menores como en el 93, cuando sofocan entre los dos las revoluciones radicales. Pellegrini comprende que ese régimen no podía permanecer estático, los tiempos iban cambiando y se necesitaba dar alguna salida de tipo democrático; ahí sí la palabra “democrático” compete, es decir, que el pueblo tuviera algún tipo de participación que hasta entonces no había tenido porque los mecanismos electorales eran totalmente fraudulentos. Pellegrini aceleró sus proyectos democráticos debido al conato revolucionario radical de 1905, que estallaría en Buenos Aires, Bahía Blanca, Córdoba, Rosario, Mendoza, con la participación de muchos militares jóvenes y muchos civiles. Ya por ese entonces el ejército estaba muy consustanciado con el apoyo a la legalidad, cualquiera fuera el gobierno. Roca, en tanto, no se conmovió demasiado, era mucho más estático en su visión. Había terminado su presidencia en octubre del mes anterior, estaba retirado en su estancia La Paz, se escapa para que no lo detengan y unos meses después se va a Europa.
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Pellegrini estuvo entonces muy conmovido y pensó como muchos argentinos. ¿Qué pasa en este país para que una cantidad de compatriotas profesionales, médicos, abogados, gente distinguida que no tiene por qué comprometerse en esto, se metan en esta aventura? Los mecanismos electorales fraudulentos impedían a un fuerte partido como el radical presentarse a elecciones; estaban en una posición de abstención, de revolución, de intransigencia, etc., y no veían otra salida que la manifestación armada de protesta. Empieza a evolucionar en el pensamiento de Pellegrini la idea de que el sistema de fraude electoral no puede durar eternamente, que de alguna manera hay que empezar a dar una salida a las aspiraciones democráticas. Propone dos medidas: la amnistía a los revolucionarios y la creación de un partido opositor. Consigue la amnistía y un partido que fuera nucleando voluntarios opositores y apronta los acuerdos para un tercer paso: la ley electoral en el sentido que después le dio Sáenz Peña. Pellegrini muere sin haber tenido tiempo de completar su esquema.
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La ruptura de Pellegrini con Roca ocurre por un hecho casi circunstancial que es bueno conocer: Pellegrini había apoyado la ley de unificación de la deuda. Roca, que la había apoyado cuando era presidente, la retira del Congreso cuando ve que hay mucha oposición; una buena ley, pero cuando todos se equivocan, todos tienen razón, como dijo Mitre. Y se acabó el acuerdo entre ambos. Pellegrini en cambio se había jugado por la ley y se molesta mucho con la actitud de Roca y rompe su relación con él. Esto ocurre en 1903 y cuando vuelve de un viaje a Europa asume una posición muy prudente, no de oposición, pero tampoco de apoyo al gobierno, y se va manifestando cada vez más por realizar reformas. Por algunas cartas y documentos de Pellegrini, se conoce que le preocupaba la excesiva dependencia de la Argentina de Gran Bretaña: único cliente, único gran inversor, único socio. Pellegrini buscó infructuosamente otras alternativas. Estados Unidos lo impresionó mucho en el viaje que hizo. Se vinculó a capitales alemanes, probablemente le pareciera importante que hubieran otras salidas. En muchos sentidos Pellegrini fue un hombre con más visión histórica que Roca, pero lamentablemente murió relativamente joven, y se frustró esa posibilidad ya que hubiera sido el lógico sucesor, no de Roca sino del roquismo, porque ya era Quintana el presidente. Pellegrini podría haber sido el Sáenz Peña del régimen; con mucho más prestigio y con mucha mas popularidad, hubiera podido probablemente armar el gran partido conservador que necesitaba el país.
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Pero la historia tiene otros entresijos, otros convulsivos enfrentamientos Sabiéndose protegidos en sus aspiraciones por el jefe del ministerio nacional, los radicales de las tres provincias a punto de ser intervenidas resuelven derribar por sí solos a sus gobiernos. El 29 de julio de 1893 el gobierno de San Luis es depuesto por el doctor Juan Saá al frente de los radicales de esa provincia. El 31, la laboriosa población rosarina amanece entre disparos de fusil; los radicales toman la ciudad después de un día de lucha sangrienta y avanzan sobre Santa Fe, obligando a renunciar al gobernador.
En Buenos Aires se pone en práctica el plan largamente acariciado por Yrigoyen. Desde el 27 desaparece de la ciudad el presidente del Comité de la Provincia. Ese día y el siguiente, casi un centenar de ciudadanos sale calladamente de la ciudad hacia el interior de la provincia. Van con aire de mensajeros, como si portaran un gran secreto. Ya es llamado el día, la hora… La mayoría de los delegados son hombres distinguidos, profesionales casi todos, jóvenes en su mayor parte.
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Hipólito Yrigoyen, el gran urdidor, está en su estancia “El Trigo”, cerca de Las Flores. Ha perdido momentáneamente el contacto con sus camaradas, pero sabe que todos han de cumplir con su deber. No en vano ha estado preparando durante dos años la organización admirable del Comité de la Provincia de Buenos Aires. Piensa dirigirse a Temperley, empalme ferroviario de importancia estratégica, donde se ha decidido instalar el cuartel general de la revolución. Pero a última hora Ir avisan que por la línea de Las Flores peligra el éxito del movimiento. Entonces decide sublevar personalmente la zona.
Al día siguiente, las fuerzas de Temperley parten en tren para ocupar La Plata. A las órdenes del coronel Yrigoyen van dos mil quinientos hombres; marcha a la retaguardia su hermano con cuatro mil más y unos quinientos permanecen en el campamento. El día 9 de agosto a la tarde desembarca el ejército en la estación. No menos de cuatro mil quinientos hombres perfectamente armados y luciendo gallarda apostura desfilan por las calles 13 y 44. Martín e Hipólito Yrigoyen marchan al frente de la lucida tropa, aclamados constantemente por el pueblo platense que se ha volcado a la calle. En el hipódromo se levanta el campamento. Con las últimas luces de la tarde termina la pacífica toma de La Plata, al posesionarse el gobierno provisorio de los edificios públicos.
Ha triunfado la revolución, aunque en la Capital Federal algo estaban tramando. El régimen había caído en la cuenta del peligro en que estaba y sólo un hombre podía neutralizar estas tensiones: Carlos Pellegrini.
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¿Cuanto faltaba para el voto tan soñado? Todo parecía arreglado por los grandes próceres, que habían asumido sus roles sin agresividad. El país parecía encaminarse a un largo tiempo sin alteraciones, conducido por ese puñado de lúcidos y patriotas hombres. Y de repente, como una cachetada a ese estado de cosas, estalla la revolución de 1905.
La Junta Revolucionaria señaló la noche del 3 al 4 de febrero de 1905. En los últimos días de enero, los delegados del alto organismo partieron a sus destinos silenciosamente. En el país indiferente y ahíto, había centenares de hombres que estaban viviendo en una insoportable tensión, contando hora tras hora el tiempo que faltaba para jugarse.
La víspera, la Junta recibió mensajes en clave de casi todos los elementos comprometidos, expresando que todo marchaba bien. Yrigoyen, sin embargo, desconfía y pretende postergar de nuevo el estallido; pero ya no había tiempo de avisar a todos, y se resuelve seguir adelante.
Pero en realidad, el gobierno tenía la impresión de que la revolución fuera inminente. Una conspiración, cuya existencia conocía la policía, como es natural, cobró entonces dramática realidad para el gobierno. A las nueve de la noche el ministro cabildea con del jefe del Estado Mayor, general Carlos Smith y con el jefe de policía. Se toman algunas medidas urgentes. El general Smith se dirige completamente solo al Arsenal de Guerra, y entra por el vecino Regimiento 1° de Infantería. Manda armarse a los pocos soldados que encuentra; ingresa al 1° de Infantería, donde halla todo (d personal durmiendo, y algunos síntomas extraños: luces apagadas, oficiales ajenos al cuerpo que desaparecen al toparse con él, etc. Se hace cargo de la unidad y luego entra al Arsenal, ordenando inmediatamente fortificarlo con ametralladoras y nutridos pelotones en la guardia y la azotea. Como a las cuatro de la mañana llegan unos treinta y cinco ciudadanos desarmados en seis coches: preguntan por el coronel Martín Yrigoyen y penetran en el cuartel al serles franqueada la entrada, siendo de inmediato detenidos.
Fue un levantamiento que mostró una inusual disciplina en los regimientos alzados, que dejó un trágico saldo cuando la soldadesca enfurecida con sus oficiales abre fuego y mata a ocho civiles y dos militares en la masacre de la estación Pirovano. Yrigoyen, a quien no se pudo implicar en la sublevación, queda en libertad y se agiganta hasta convertirse en el principal dirigente político del país.
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La Ley Sáenz Peña, hija putativa de la revolución del Parque, se hizo entre otras cosas para dar al escenario político argentino dos grandes fuerzas, una que estuviera en el gobierno gobernando, administrando, y desgastándose, y otra fuerza en la oposición, criticando y preparándose para gobernar. Cuando se ponen en juego bancas de diputados, dos tercios van para el partido que gana y el tercio restante para el partido que le sigue en monto de votos, y el tercero no obtiene representación. Es el manual elemental para promover la formación de dos grandes fuerzas, como en los Estados Unidos, como en Inglaterra, donde la alternancia es la garantía de estabilidad constitucional, donde el bipartidismo constituye la estrategia del régimen.
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El 3 de mayo de 1911 se reúne el Comité Nacional. A moción de Yrigoyen se designa una comisión que entrevista al presidente de la Nación, Sáenz Peña, con el objeto de solicitarle la ratificación de sus propósitos en materia electoral, ya que legalmente nada había cambiado todavía en el sistema de elecciones. Sáenz Peña acepta los pedidos de la comisión: se usará el padrón militar, se votará en forma secreta y obligatoria, la Justicia tendrá a sus órdenes las fuerzas policiales y el presidente será en última instancia el juez de las reclamaciones de los partidos.
La benevolencia de Sáenz Peña con respecto a los pedidos radicales, provocó quejas en los círculos del régimen. El uso del padrón militar, sobre todo, inquietó sobremanera a los viejos núcleos.
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Cuando se sanciona la Ley Sáenz Peña, falta el hombre que pudiera armar el gran partido conservador frente a la amenaza del radicalismo emergente. Lisandro de la Torre intenta hacerlo, pero fracasa porque tenía una ideología que chocaba con la ideología del conservadorismo y se produce esta desgracia nacional de que no hubo un gran partido conservador que pudiera ser la alternativa del radicalismo. Los grupos de ese cuño conspiraron y voltearon a Yrigoyen, voltearon la legalidad constitucional y nunca pudieron gobernar porque carecieron de un partido grande. Hicieron el ejercicio del fraude electoral, intentaron fragmentarse, insertarse en factores del poder como la prensa, la magistratura judicial, ciertas funciones burocráticas o de gobierno, el Senado, y desde ahí molestaron a los gobernantes; pero eso es otra historia.
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Sáenz Peña supone que, obtenido el desarme de la actitud abstencionista y revolucionaria de la Unión Cívica Radical, no habría inconveniente en que lo acompañe en el gobierno. Aprovecha entonces la próxima entrevista (en la que habrían de concretarse algunos aspectos de la futura ley) para hacerle ofrecer dos ministerios en el gabinete nacional, por medio del gestor de las conversaciones. Pero Yrigoyen, consecuente con sus anteriores actitudes y en un hábil gesto político, declina el ofrecimiento. Manda decir a éste, las mismas palabras que dijera al otro Sáenz Peña, al viejo, en oportunidad parecida, casi veinte años antes:
“La Unión Cívica Radical no busca ministerios. Únicamente pide garantías para votar en libertad”.
La Revolución del Parque había alumbrado su histórico significado. Es llegada la hora del pueblo, la hora de Yrigoyen, un hombre de la estirpe de Alem que llega a su destino de caudillo.