CAPÍTULO VIII

El inspector Joyce se hallaba intranquilo. Sus ojos estaban fijos en la pared, mientras sus dedos jugueteaban maquinalmente con un lápiz.

Ya llevaba mucho tiempo sin tener noticias de Donald Maxwell. Si antes le importunó con varias llamadas telefónicas, todas en el transcurso de escasas horas y aún de minutos, ahora no daba fe de vida.

Temía por su vida, cuando le enteró de los dos avisos recibidos, siendo el segundo más contundente. El asesino de Burgess no vacilaría en matarle en cuanto se diese cuenta de su peligrosidad.

Donald Maxwell era hábil e inteligente, pero sus enemigos le acechaban en la sombra, pudiendo ser una fácil presa para éstos. Ante el prolongado silencio del abogado, mandó a dos de sus hombres en su busca. Éstos se encontraban ante él, desalentados.

—No ha dormido esta noche en su departamento. Hemos entrado usando una ganzúa y la cama estaba sin deshacer. Anoche cenó donde acostumbra a hacerlo, siendo ésta la última huella conseguida de Maxwell.

—¿Dónde se encontrará ese muchacho? —masculló Joyce.

Mordió la punta de un cigarro y escupió, encendiéndolo seguidamente. Aquel caso ya no le gustó desde el principio; la absurda actitud adoptada por Edmund Friend le desconcertó por completo. Fue Donald quien le hizo concebir esperanzas de demostrar su inocencia.

La nueva pista también resultó un fracaso. Uno de sus hombres siguió a Jeff Sexton, sin el menor resultado positivo. La actitud de Sexton fue normal, no conversando con nadie sospechoso, exceptuando individuos de su calaña.

Le resultaba doloroso permanecer cruzado de brazos, mientras la vida del joven abogado corría peligro… Y no obstante, debía hacerlo, pues continuaba ciego, no vislumbrando la menor claridad.

—Se debe continuar vigilando a Sexton, se trata de nuestra única pista.

Se levantó y cogió su sombrero, saliendo de su despacho con el ceño fruncido. Dos de sus hombres le siguieron sin pronunciar una palabra, obedeciendo a una señal.

Minutos después, Joyce se encontraba en presencia del director de la cárcel. Éste le saludó cordialmente.

—¿Desea hablar con el señor Friend?

—Sí.

Edmund Friend apareció con su característica actitud indiferente ante el policía, limitándose a responder cortésmente a su saludo.

—Su juicio no tardará en celebrarse, señor Friend.

—Lo supongo, Joyce.

—¿Sigue negándose a declarar?

—Nada debo declarar. Disparé contra Burgess. Eso es todo.

—Hable de una vez, señor Friend —rugió el inspector, exasperado—. Su vida está en peligro. ¿Es que no se da cuenta?

—Sí.

—Y no se trata sólo de su vida. No sabemos nada de Donald Maxwell, temo le haya ocurrido algo inevitable.

Las facciones de Friend se alteraron. Sus ojos miraron con ansiedad a su interlocutor.

—Lo lamentaría, Joyce. Se trata de un joven muy noble.

—Hable de una vez, señor —masculló Joyce, irritado—. Con su silencio sólo consigue encubrir a un asesino. Es evidente que usted no mató a Burgess, pues Maxwell no habría sido amenazado al empezar sus gestiones. Se trata de su deber, usted no puede ocultar la verdad.

—No puedo hacer nada por salvar a Donald Maxwell, se lo prometo.

Un resoplido de furor salió de los labios del inspector, estando a punto de lanzar su cigarrillo por el aire. Miró con dureza al fiscal.

—Nunca le hubiera creído capaz de adoptar esa actitud cobarde.

—No me debe insultar, Joyce.

—Me veo obligado a ello. Su conducta es incalificable. Hasta se ha negado a recibir a su hija.

—Debe comprenderlo. No quiero que Lydia me vea en esta horrible situación. Por desgracia, no podré evitarlo durante el juicio.

Resultaba inútil insistir. Joyce lo comprendió al mirar a Friend. Nada de cuanto hiciese o dijera le liaría cambiar de actitud. Se levantó ceñudo, saliendo sin pronunciar palabra. Nunca hasta entonces se mostró descortés con Edmund Friend, pues siempre le inspiró un profundo respeto. En esta ocasión no pudo evitarlo, de continuar en su presencia, se habría desahogado insultándole.

Friend permaneció inmóvil, con la mirada fija en la puerta. Todo su estoicismo se derrumbó y apoyó la cabeza entre sus manos, sin lograr contener un angustioso sollozo.

—¡Dios mío, Dios mío!

* * *

Jeff Sexton se hallaba intranquilo. El habría querido permanecer ajeno a aquel asunto y no le era posible. Por casualidad se enteró de la situación en que se encontraba Donald Maxwell.

Fue su compañero quien se lo dijo en tono confidencial, sin poder evitarlo. Se burló de él por no querer continuar en aquel asunto, donde se lograban buenos beneficios y… también contundentes golpes. Un esparadrapo cubría una ceja lastimada de su compañero, aparte de visibles huellas en su faz.

—Ahora ese abogado no ha podido escaparse, se encuentra bien atado y a punto de ser tirado al mar, con una gran piedra como lastre. Me alegro, es un individuo entrometido y presuntuoso.

Sexton no pensaba así, acordándose de la noble conducta de Maxwell con él. Le dejó en libertad, cuando le habría sido fácil entregarle a la policía. Y nunca se le olvidaría el vaso de excelente whisky ofrecido por el abogado.

Su compañero reía sarcástico, mientras en su interior notaba una extraña sensación.

—Has sido un idiota. Ese hombre me dará quinientos dólares cuando hayamos terminado con Maxwell.

—No quiero ese dinero —respondió Sexton, hosco.

—Te has vuelto muy pusilánime.

—No me gusta matar a un hombre.

—¡Bah, yo no lo haré! Tan sólo me encargaré de lanzar el saco al mar. Algo fácil de hacer.

—Si te descubren, puede valerte un asiento de preferencia en la silla eléctrica.

—No seas cenizo. No puede ocurrir absolutamente nada, ese tipo es muy hábil y lo tiene todo bien preparado. Ahora se encuentra en el piso de Dundee, un tajo en el cuello y… asunto concluido.

—¡Basta…, no me hables más de este asunto! —exclamó Sexton, airado.

Su compañero le contempló sorprendido. Después se echó a reír.

—Como quieras, muchacho.

Y se marchó.

Sexton permaneció con el ceño fruncido. No le gustaba haberse enterado de la peligrosa situación de Donald Maxwell, y menos saber su inminente fin. No quería confesárselo, pero sentía una extraña estimación por el joven abogado, aparte un gran agradecimiento.

Sacudió la cabeza para disipar aquellos pensamientos. A él no le importaba cuanto pudiese ocurrir. Si Maxwell se obstinó en seguir adelante, a pesar de las amenazas recibidas, allá él con las consecuencias.

Sin embargo, no le fue posible conseguirlo. Se le aparecía constantemente la imagen de Maxwell con un horrible tajo en el cuello. Después era metido en un saco, con una gran piedra atada a los pies y arrojado al mar.

Un estremecimiento sacudió su cuerpo. Su puño golpeó sobre la mesa y musitó:

—Donald Maxwell no puede ser asesinado.

Le dolía este pensamiento. El joven abogado se encontraba en la plenitud de la vida, siendo noble y justo.

Pero él se hallaba al margen de los acontecimientos, no debiendo preocuparse de cuanto ocurriese. Pero resultaba inútil hacerse este razonamiento, su conciencia continuaba acusándole.

Debía estar reconocido a Maxwell, por haberse portado tan bien con él. Aunque de esto a exponer su vida por salvarle, mediaba un abismo. ¿Qué podía hacer él?

Alrededor del atado abogado debía haber tres hombres, pendientes de cuanto pudiese ocurrir. Al menor intento descubrirían al audaz individuo que intentase salvarle. Las consecuencias serían nefastas para éste, y más si era conocido de ellos, pues le juzgarían como traidor.

Sin embargo, él conocía bastante bien la casa de Dundee, un escocés ladino y malhumorado. No le sería difícil llegar hasta donde se encontraba Donald y ayudarle a escapar de las garras de la muerte.

Quiso combatir contra esta idea, no siéndole posible, pues cada vez se hincaba más en su cerebro. Se trataba de una horrible visión evocar la apuesta figura de Donald Maxwell degollado, encerrado en un saco y echado para ser pasto de los peces.

No le fue posible continuar en aquel local. Pagó la consumición y salió a la calle. La temperatura era agradable, no haciendo mucho calor. Anduvo despreocupadamente, procurando no pensar nada. Cuando se dio cuenta se encontró en la calle donde estaba el piso de Dundee, y sus ojos se fijaron en el balcón.

La casa sólo tenía cuatro pisos, siendo relativamente fácil descender por el tejado hasta el balcón de Dundee. El tenía una gran experiencia y habilidad en escalar edificios, no ofreciendo peligro intentarlo.

—No quiero meterme en esto —masculló irritado.

Y se alejó apresuradamente, como si quisiera librarse de una irresistible tentación.

Ahora su rostro estaba lleno de sudor, dirigiéndose a una pequeña plazoleta, muy próxima. Se dejó caer en un banco y encendió un cigarro, procurando no pensar en nada. Esto en aquel día era un imposible para Jeff Sexton.

El recuerdo de Donald Maxwell no se apartaba de su mente. Le veía cuando le golpeaba en el estómago, haciéndole inclinarse hacia delante víctima de un insoportable dolor. Después, abofeteándole para hacerle recobrar el conocimiento, obligándole a subir en su coche. Finalmente en su piso, haciéndole preguntas y ofreciéndole el vaso de whisky. Este último gesto le llegó al corazón.

Ya empezaba a oscurecer y se levantó. Al parecer no había decidido nada sobre el problema que le atormentaba, pero sus pasos se dirigieron hacia la calle donde vivía Dundee.

Avanzó pegado a la pared, evitando ser visto. Llegó a la escalera y entró con cautela. Se sorprendió a sí mismo al subir los peldaños. Se encogió de hombros. Ahora ya estaba decidido a hacer cuanto le fuese posible por salvar a Donald Maxwell.

Cuando llegó al tercer piso su corazón latía violentamente. Tanto por el temor de ser descubierto, como por pensar que tras aquella puerta se encontraba el abogado.

No se detuvo, continuando subiendo los peldaños. Cuando llegó a la puerta del tejado respiró aliviado al encontrarla abierta. Entró sin la menor vacilación, yendo hacia el alero. Ahora ya no vacilaba lo más mínimo, actuando con rapidez, como si el tiempo tuviese gran importancia.

Empezó a descender, haciéndolo con gran habilidad, sin dar muestras de la menor vacilación. Cuando llegó al balcón saltó ágilmente a él, sin producir ruido.

Ahora se presentaba la parte más difícil: abrir la puerta sin hacer ruido. Le hubiera sido fácil rompiendo el cristal, pero no deseaba dejar rastro de su paso.

Empezó a trastear con cautela, corriendo el riesgo de no encontrar a Maxwell solo. Si esto ocurría, su situación sería angustiosa, pues debería luchar, aunque fuese con su compañero. Ya no podría volverse atrás.

El sudor corría por su rostro, y respiró aliviado cuando la puerta cedió a su presión. Con cautela asomó la cabeza. La suerte parecía ayudarle, pues tan sólo se encontraba Donald en la estancia.

El abogado se hallaba sentado en una silla, con las manos atadas tras la espalda. Las piernas también estaban atadas, habiendo tomado grandes precauciones con él para inmovilizarlo.

Sexton entró en la estancia y murmuró:

—No haga nada, Maxwell. He venido a ayudarle.

La advertencia resultaba inútil, pues el joven estaba amordazado.

Donald, al oír la voz de Sexton movió la cabeza, sintiendo una gran alegría, pues ya había perdido toda esperanza.

Los dedos de Sexton maniobraron con rapidez en las ligaduras, mientras susurraba:

—No conviene romperla, debe dar la sensación de haberse librado con sus propios medios. No quisiera que sospechasen de mí.

El joven fue asintiendo, mostrando su conformidad con todo cuanto iba diciendo Sexton. Estaba conforme en todo, sorprendido por la acción de aquel granuja. Nunca le hubiese creído capaz de exponer su vida por salvarle, pues él se limitó a no entregarle a la policía. De ninguna forma podía sospechar que la decisión de Sexton fue debida al vaso de whisky ofrecido antes de marcharse.

Donald respiró profundamente al sentir los brazos libres, apresurándose a moverlos para hacer circular la sangre. Inmediatamente se quitó la mordaza, mientras Sexton le libraba las piernas.

—Gracias, Sexton. No debió haberse arriesgado.

—No puedo permitir le asesinen.

—Si sus compañeros le descubren, le matarán.

—Es lo más probable.

La contestación fue hecha con sencillez, dejando al joven impresionado.

Se puso en pie con dificultad, apresurándose Sexton a sostenerle.

—¿Puede continuar derecho?

Donald asintió con un movimiento de cabeza. Cuando hablaban lo hacían en voz baja por temor a ser oídos por los forajidos. El joven flexionó las piernas varias veces, sintiéndose aliviado.

—¿Podrá escalar la pared, Maxwell? —preguntó Sexton con ansiedad.

—No lo creo. Tengo los miembros entumecidos.

—Es una contrariedad. ¿Cómo podremos salir de aquí sin ser vistos?

El joven tomó una rápida determinación.

—Ya ha hecho bastante por mí, Sexton. Puede irse, cuidaré de estos miserables.

—Será peligroso.

—No creo; son dos y me será fácil reducirlos a la impotencia. Los cogeré desprevenidos.

—¿Y si no lo consigue?

—Por la cuenta que me tiene, pondré fuera de combate a esos miserables. No se preocupe por mí, ya ha hecho bastante. Lamentaría le ocurriese una desgracia.

Sexton vaciló, no decidiéndose a dejarle solo. Donald le empujó con suavidad hacia la puerta del balcón.

—Váyase.

—Es que…

—No se detenga, pueden entrar esos canallas.

—Le deseo suerte. Pégueles duro.

—Lo haré.

Sexton empezó a ascender, haciéndolo con gran seguridad. Donald lo contempló hasta perderlo de vista, no viendo el gesto de despedida de Sexton. Emocionado murmuró:

—Nunca le hubiese creído capaz de hacer semejante cosa.

Cerró la puerta con suavidad, haciendo desaparecer toda huella del paso de Sexton. La intervención de éste no sería descubierta.

Dejó las ligaduras donde estaban, acercándose a la puerta. Entonces se le ocurrió una idea: retrocedió y derribó la silla. Oyó las voces de sus dos carceleros, prestando gran atención por si eran más. Los dos facinerosos ya se encontraban al otro lado de la puerta.

—¿Qué habrá ocurrido?

—Se habrá caído con la silla. Estoy deseando verle degollado.

Donald se enfureció al oír estas palabras, sintiendo una rabia infinita. Le pareció increíble que un ser humano hablase con tanta frialdad de dar muerte a otro.

La puerta se abrió. Los dos hombres entraron, pues Donald tuvo la precaución de poner la silla fuera de la visual de los forajidos.

Tan pronto lo hubieron hecho y sus ojos vieron la silla derribada, uno de ellos lanzó una exclamación de sorpresa. No tuvieron tiempo de reponerse.

Donald se lanzó sobre los dos hombres como una exhalación. Sus puños cayeron sobre ellos con demoledora potencia, derribándoles al suelo. A pesar de ello, no cesó de golpear, hasta dejarlos sin conocimiento.

Se agachó, y los desarmó. Al tener la pistola en la mano, ya se sintió seguro, no temiendo la llegada de nuevos «gangsters».

Registró a los forajidos, cogiendo un paquete de tabaco y encendiendo un cigarrillo. Notaba una gran debilidad, pues sólo le dieron a comer un pedazo de pan y queso. Fue en busca del teléfono y marcó el número de la Comisaría. Cuando oyó la voz del inspector Joyce, notó una agradable sensación.

—Inspector Joyce, soy Maxwell.

—¡Por Dios santo! ¿Dónde se encuentra usted?

Le dio la dirección, repitiéndola para evitar un error.

—Venga cuanto antes, estoy en compañía de dos pájaros.

—En seguida estaré ahí.

Donald regresó rápidamente a la habitación donde permaneció tantas horas atado y amordazado. Sonrió al ver a los dos bandidos; uno de ellos ya se incorporaba, mientras el otro gemía sin cesar, semiinconsciente.

Ninguno de ellos representaba ningún peligro inmediato, a pesar de su desfallecimiento y aunque hubiese carecido de la pistola. Los castigó con dureza, mostrándose implacable hasta haberlos dejado sin conocimiento. El furor y la ira se apoderaron de él, así como de la ansiedad de escapar de la muerte.

—Estaréis quietos, chicos —dijo con suavidad, encañonándolos—. No tardaremos en recibir una visita agradable.

—¿No habrá llamado a la policía? —inquirió un facineroso, invadido por el pánico.

—Naturalmente. Y tendré el placer de presenciar vuestro juicio. Probablemente os darán a elegir entre San Quintín o Sing-Sing. Cualquiera de estas residencias os sentará bien.

Sus palabras fueron como un espolonazo para el delincuente, el cual, ciego de miedo y de rabia, se arrojó contra él. Donald le vio avanzar, impasible, sosteniendo la pistola con firmeza. Golpeó con la izquierda en rápido directo, dando en pleno rostro de su adversario, y éste quedó sentado en el suelo, sin fuerzas para levantarse.

—Bueno, ahora ya, tienes bastante.