CAPÍTULO IX

El inspector Joyce cumplió su palabra. A los diez minutos escasos llamaba a la puerta del piso de Dundee, seguido de dos agentes.

Cuando vio la figura del abogado en el umbral, dejó escapar un gruñido,' aunque su mano cayó con afecto en la espalda del joven. Sus ojos brillaban de alegría al verle ileso.

Los dos agentes obligaron a los bandidos a levantarse. Joyce comentó con ansiedad:

—Tiene un mal aspecto, muchacho.

—He estado muchas horas atado y sin comer apenas. Tengo un hambre de lobo.

—Registraremos el piso y le acompañaré al restaurante más próximo. Dejaré dos agentes por si regresa alguno de sus compañeros.

—Será inútil. Tengo la convicción de que ya están, enterados de lo ocurrido. La llegada de su coche les habrá alarmado.

—También lo creo así. Pero se trata de una posibilidad y debemos aprovecharla.

Donald no trató de discutir; con la medida no se perdía nada, pudiendo resultar eficaz. Realizaron el registro sin encontrar nada revelador, ni el menor indicio para hallar al asesino. Se encararon con los dos malhechores, que temblaban como azogados. El inspector Joyce los contempló burlón.

—Habéis recibido parte de vuestro merecido, granujas —comentó cerciorándose de las huellas dejadas por los puños del abogado—. Ahora un juez decidirá sobre vuestro porvenir. ¿Quién os pagó para quitar de en medio a Donald Maxwell?

—No lo conocemos —ante la expresión dudosa del inspector, se apresuró a añadir—: Se lo podemos jurar.

—Vuestro juramento no tiene el valor de un centavo. Se me hace cuesta arriba creeros, no acostumbráis a trabajar para un desconocido.

—En esta ocasión, sí. Nos pagaba bien.

Joyce cambió una rápida mirada con el joven. El asesino era endiabladamente astuto, trabajando con habilidad, procurando no dejar rastro de su identidad.

—¿Cómo es?

—Es alto y parece fuerte. Viste un traje gris y se cubre la cara con unas gafas negras.

—¿Nada más?

—Eso es todo, inspector Joyce. Se lo puedo jurar por lo más sagrado. Usted me conoce, soy incapaz…

Joyce hizo un ademán y los agentes se apresuraron a hacerles salir de la estancia. El inspector cogió con suavidad el brazo de Donald.

—Ahora a cenar, Maxwell, pero sin exceso, podría perjudicarle. Mientras come me explicará todo lo ocurrido.

—Gracias, inspector. Es usted muy comprensivo.

—¡Hum!

Esta exclamación fue hecha con violencia, como si el policía estuviese arrepentido de haberse mostrado cordial. Salieron de la casa, dando Joyce las instrucciones precisas para vigilar el piso de Dundee, ordenando la detención de éste, pues no era ninguno de los detenidos.

Donald empezó a comer con insaciable apetito, aunque se mostró moderado, obedeciendo la indicación de su acompañante. Frente a él, Joyce saboreaba un café y fumaba uno de sus inseparables cigarros.

—No comprendo cómo ha podido librarse de esa situación, Maxwell.

—Va a sorprenderse, inspector. Pero esto se lo comunico en tono confidencial, pues en forma alguna debe constar en el sumario. Jeff Sexton ha sido quien me desató, habiendo entrado por el balcón.

—¡Sexton! Parece increíble, nunca le hubiese creído capaz de una acción semejante. El granuja se burló de la vigilancia de un agente.

—Ha sido mi ángel de la guarda; de no haber sido por él, a estas horas me habrían degollado y echado al mar. Éstas fueron las palabras del asesino.

Y refirió de forma escueta todo lo ocurrido.

—Apenas pudo ver a ese hombre, Maxwell. Ha sido una lástima.

—Tan sólo un segundo, al volverme aturdido por el golpe recibido. Seguidamente volvió a propinarme otro culatazo. Es tal como lo han descrito esos granujas, pero hay algo en él que se me ha quedado grabado. Si vuelvo a verle estoy convencido de reconocerle. Se trata de algo impreciso, imposible de definir.

—¡Bah, estamos igual que antes! No hemos avanzado un solo paso.

—Así es —debió reconocer el joven, desalentado.

—Ahora debe descansar.

—Quisiera realizar algunas gestiones.

—Mañana será otro día, Maxwell —ordenó el inspector con dureza—. Ahora le acompañaré a su alojamiento. Si es necesario cerraré la puerta con llave.

—¿Será capaz de hacerlo?

—Puede tener la completa seguridad de ello.

—Está bien, le obedeceré.

Poco después, Donald ofrecía un whisky a Joyce. Éste lo saboreó con visible satisfacción, mirando a su alrededor.

—Vive usted muy bien, Donald.

—Sin lujos, pero con todas las comodidades posibles.

—Aquí hace falta la mano de una mujer, le…

—No quiero ningún consejo, inspector. No quiera usted complicarme la vida.

—Está equivocado. Yo también opinaba así, creyendo ser feliz gozando de absoluta libertad. Me casó por pura casualidad, es decir, por habérselo propuesto mi esposa. —Joyce hizo un malicioso guiño—. Y ahora no podría vivir sin ella. Conoce mis gustos y puntos flacos, debiendo tan sólo alargar la mano para coger lo que deseo.

—¡Bah, pamplinas! —exclamó Donald, encogiéndose de hombros con desdén.

—Ya volveremos a hablar de eso. ¡Hasta la vista!

Cuando Joyce hubo salido, Donald se desnudó y se tendió en el lecho. Apenas le fue posible apagar la luz, pues se quedó profundamente dormido. Tenía el cuerpo dolorido, ansiando descansar.

Al despertar, sintióse asaltado por un hambre feroz. De un salto quedó de pie y se duchó, afeitándose seguidamente. Al contemplarse al espejo hizo una mueca de disgusto. En su rostro se reflejaban las huellas de los golpes recibidos, sobre todo en la frente, notándose un abultado chichón azulado, debido al culatazo recibido.

Aquel asesino lo pagaría caro. Tan sólo deseaba tenerle enfrente.

Se olvidó de su lamentable aspecto físico y procedió a prepararse un suculento desayuno. Cuando terminó, se sintió más optimista. Entonces se acordó de su coche y se encogió de hombros. Ya aparecería. Necesitaba ver a Lydia. No temía por su seguridad, pues de haberle ocurrido algo desagradable se lo habría dicho el inspector Joyce. A pesar de esto, debía hablar con ella, informándose de si había sucedido algo imprevisto.

Una vez en la calle, alzó una mano, deteniendo un taxi. Le dio la dirección del domicilio de Edmund Friend, mientras notaba una extraña sensación en el interior de su ser. Sin darse cuenta refunfuñó unas ininteligibles palabras, haciendo volver la cabeza al taxista.

—¿Decía, señor?

—Nada, perdone. Pensaba en voz alta.

El taxista le observó con sospechosa expresión, moviendo la cabeza dubitativo. Donald no pudo menos de sonreír; aquel hombre dudaba de su sensatez… Y él también.

Pagó la carrera y no tardó en llamar a la puerta de la casa del fiscal Friend. Magda apareció y al verle dejó escapar una exclamación de alegría.

—Me alegro de volverle a ver, señor Maxwell.

—Gracias, señora. Quisiera hablar con Lydia.

—Debe esperar, tiene una visita.

El joven no pudo evitar un gesto de contrariedad.

—Se marchará enseguida. Además, le diré que usted la está esperando. ¡Dios mío! ¿Qué le ha ocurrido?

Donald se llevó una mano a la frente instintivamente, sonriendo forzadamente.

—Ayer tuve un accidente, nada de importancia.

—Se dio un golpe terrible, pudo haberse matado.

—Afortunadamente, no ha sido así.

El joven paseó nerviosamente por el amplio recibidor. Tuvo la tentación de fumar, pero no lo consideró correcto. No obstante, segundos después encendía un cigarrillo.

Oyó pasos y no pudo menos de fruncir el ceño disgustado. Se acercaba Lydia acompañada de un hombre. La joven le saludó con un movimiento de cabeza.

Donald le respondió instintivamente, pues toda su atención estaba puesta en su acompañante. Se trataba de un hombre de unos treinta y cinco años, alto y nervudo, vestía con elegancia y sus modales eran correctos. Sus facciones eran duras, denotando una gran seguridad en sí mismo. No recordaba haberlo visto nunca, pero algo le era familiar.

El desconocido estrechó la mano de Lydia, mientras pronunciaba unas corteses palabras de despedida. Sus ojos se clavaron en Donald, y el joven se estremeció.

Sí, tenía la completa seguridad de tener delante al asesino de Charles Burgess. Acababa de descubrir el detalle delator. Se trataba de su barbilla, dura y algo prominente, como si tratase de alcanzar el labio inferior.

Se trataba de algo absurdo, pero Donald Maxwell tenía la seguridad de no equivocarse. A pesar de haber notado una sacudida eléctrica recorrer su cuerpo, el joven permaneció impasible, debiendo hacer un gran esfuerzo para conseguirlo.

Además, la mirada de aquel hombre puesta sobre él era amenazadora. Le dio la impresión de haberle querido fulminar.

El desconocido se marchó y Lydia cerró la puerta. Se dirigió hacia él con visible alegría. Sus bellos ojos dejaban entrever un gran afecto. La joven se detuvo y dejó escapar una exclamación.

—¿Qué le ha ocurrido, Donald?

—He tenido un pequeño accidente, nada de importancia.

—No trate de engañarme, alguien le ha golpeado.

—Es posible, pero no debe preocuparse por ello.

—Ha sido por causa de mi padre, ¿verdad?

Y le miraba con fijeza.

Donald no tuvo valor para mentir y asintió con un gesto.

—No debe continuar, Donald. Esos asesinos le matarán. Usted no debe pagar la obstinación de mi padre.

—Es inocente y lo demostraré —respondió él con firmeza.

—Jamás podré pagarle cuanto está haciendo, Donald. Yo…

Sin darse cuenta había puesto la maño sobre el brazo de él. Donald siempre acostumbraba a actuar con calculada audacia con las mujeres… En esta ocasión fue muy distinto, obró sin tener conciencia de sus movimientos, subyugado por el encanto de aquellos ojos claros.

Sus brazos oprimieron a la muchacha, estrechándola contra su pecho y sus labios buscaron ansiosos los de ella. Ninguno de los dos supo el tiempo que transcurrió, pues cuanto existía a su alrededor se desvaneció.

Fue Donald quien se separó. Su viril semblante estaba enrojecido.

—Perdóneme, Lydia.

—No puedo perdonarle, se ha portado de forma vil.

Y la muchacha se encaminó hacia la salita. A pesar de la aspereza de su contestación, Donald habría quedado sorprendido de haber visto la expresión de su semblante. Ésta era de contenido júbilo y sus ojos brillaban.

El la siguió con torpeza.

—No puedo explicarme cómo ha podido ocurrir una cosa semejante. Le ruego me disculpe.

—Yo confiaba en usted por completo. Además, afirmó no ser yo su tipo.

—No es eso, Lydia. Usted no se puede comparar con las demás mujeres. Es distinta.

—Comprendo. Soy la hija de Edmund Friend, un hombre a quien usted admira.

Donald tenía la impresión de estar siendo acosado de un modo implacable, como si una jauría de furiosos perros le rodease.

—No, Lydia, no se trata de eso; es usted una chiquilla adorable y cualquier hombre se consideraría dichoso con hacerla su esposa.

—Menos usted, ¿verdad?

—¡Maldición! —rugió el joven, exasperado—. ¡Yo también sería feliz si fuese mi esposa! Pero eso no es posible.

—¿Por qué no, Donald?

—No soy merecedor de ello. Mi fama, mi…

Ahora fue Lydia quien no dejó hablar al abogado. Para ello solo le fue necesario poner las manos en el pecho varonil, aproximándose a él. Se empinó sobre las puntas de los pies y le besó con suavidad en los labios.

Donald movió la cabeza.

—¿No me estarás agradecida, Lydia?

—Nada de eso. Una mujer sabe cuándo está enamorada.

De nuevo estuvieron estrechamente abrazados, pero esta vez solo fueron breves instantes. Se apresuraron a separarse al oír los pasos de Magda.

—¿Quiere café, señor Maxwell?

—Sí…, sí, gracias.

Sonrió al ver el rubor que cubría las mejillas de la muchacha, acariciándola con afecto.

—Cometeré la mayor locura de mi vida, Lydia.

—¿Te casarás conmigo? —preguntó ella con viveza.

—Sí, tan pronto como haya solucionado este desagradable asunto, y el nombre de tu padre quede limpio de toda mancha.

—¿Y si ésta no llegase a ocurrir? —inquirió Lydia con tristeza.

—Será igual. Yo siempre creeré en él, no me importa la opinión de los demás.

—Gracias, Donald.

Magda ya se encontraba en la salita, sirviendo el café al joven. Donald lo saboreó e hizo un gesto de complacencia.

—Está muy bueno, Magda.

—Es usted muy amable.

El joven se volvió hacia su amada, cogiéndole una mano.

—¿Quién era ese hombre, Lydia?

La muchacha parpadeó sorprendida.

—¿No tendrás celos de él, Donald?

—No se trata de eso, chiquilla —respondió el joven con afecto—. Le he visto antes y no sé dónde.

Y con un gesto maquinal se acarició el chichón de su frente.

—Se llama Godfrey Heston. Es el secretario de James Gordon, un amigo de papá, acaudalado comerciante.

Donald se grabó estos nombres en su mente, aunque no le fue necesario con el del comerciante, pues era sobradamente conocido en la ciudad. Una gran esperanza le invadió, como si ya estuviese en posesión de la clave de aquel enigma.

Lydia quedó desagradablemente sorprendida al verle despedirse pocos minutos después.

—¿Ya te marchas?

—Sí, tengo mucho trabajo. No salgas de casa, Lydia Prométemelo.

—¿Crees que corro peligro?

—Es posible. Todo gira a tu alrededor. Por nada en el mundo quisiera te ocurriese un percance.

Se puso en pie, inclinóse sobre la muchacha y la besó con suavidad.

—Ten mucho cuidado, Donald.

—Lo tendré, chiquilla.

Ahora esta palabra ya no resultaba tan desagradable para los oídos de Lydia; al contrario, le producía una deliciosa sensación. Ya no sentíase sola y desvalida, junto a ella siempre estaría Donald Maxwell. Y confiaba en él; al fin lograría demostrar la inocencia de su padre.

Agitó la mano cuando Donald se volvió por última vez. Vio cómo Magda sonreía maliciosa.

—No está bien dejarse besar por un hombre, y más cuando éste es casi un desconocido.

—Donald me quiere, Magda. Ha prometido casarse conmigo.

—Estaba convencida de ello.

—¿De veras, Magda? —exclamó Lydia, sorprendida.

—Me di cuenta cuando le diste aquel terrible puntapié. Su cara lo dio a entender.

—No me di cuenta.

—Lo comprendo. Tú también dabas la misma impresión. Me alegro de que Donald Maxwell se haya declarado. Es un gran muchacho.

—¿Verdad que sí?

—Sí, Lydia. Tengo la seguridad de ello.

—Y demostrará la inocencia de papá. Me lo ha prometido.

Y sus ojos brillaron de esperanza.