CAPÍTULO V

El joven se detuvo ante la cárcel, pidiendo autorización para hablar con el director. Éste le recibió inmediatamente, estrechándole la mano con cordialidad.

—Me alegro de volverle a ver, Maxwell. ¿En qué puedo servirle?

—Quisiera hablar con el señor Friend.

—Intentaré convencerle.

No tardó en regresar, diciendo que el fiscal accedía a hablarle. Donald no pudo reprimir un suspiro de alivio, pues temió recibir una contestación negativa.

El director lo advirtió y comentó:

—Temía ver rechazada su petición, ¿verdad?

—Sí, el señor Friend es muy obstinado.

—Voy a decirle una cosa, quizá me equivoque. Cuando le entregué su tarjeta al señor Friend, por primera vez advertí cierta animación en su rostro.

—¿Quiere usted decir…? —preguntó el joven con ansiedad.

—Eso me ha parecido. Tengo la impresión de que confía en usted.

—Sería un gran paso para descubrir la verdad.

—Me alegraría. Conozco al señor Friend desde hace muchos años y siempre le he admirado. Resulta doloroso tenerle encerrado bajo la acusación de haber cometido un asesinato.

Donald sintióse emocionado cuando vio aparecer la alta y grave figura del fiscal. Éste se limitó a inclinar la cabeza ligeramente cuando se sentó, única demostración de haberle reconocido. El joven no se inmutó; lo esperaba.

—Le ruego me perdone si vuelvo a molestarle.

—No me molesta, Maxwell. Le estoy agradecido por su interés por mí, pero le ruego que no vuelva a visitarme. No le acepto como abogado defensor.

—Todo ser humano tiene derecho a ser defendido, usted no lo ignora.

—Es cierto.

—Comete usted un sacrilegio, y más al hacerlo conscientemente.

Estas palabras conmovieron visiblemente al fiscal, pues Donald le observaba con fijeza y advirtió cómo se estremecía.

—¡Basta, no le permito torturarme!

Y se levantó, como disponiéndose a marcharse.

—He venido a hablarle y debe escucharme, señor Friend —dijo Donald con frialdad.

Su firme actitud se impuso. Se detuvo y miró a su interlocutor a través de los alambres.

—Puede hablar, pero mi determinación es firme; nadie me defenderá.

—Lo haré, aunque sea en contra de su voluntad. Puede tener la seguridad de ello.

—Es usted un entrometido.

Friend se excitó. Ahora el joven le veía sin aquella expresión fría y desalentada, alegrándose de ello.

—Conozco las leyes, tanto como usted, señor Friend.

—Sí, lo sé. Es usted abogado.

—Y debe saber dos cosas. Tengo la completa seguridad de su inocencia y he sido advertido para no defenderle. La segunda vez de forma muy elocuente: trataron de golpearme.

—No debe exponer su vida.

—¿Cuántas veces la ha expuesto usted por defender una causa justa?

Friend bajó la cabeza, sin fuerza para sostener la mirada inquisitiva del joven.

—Un poderoso motivo le impulsa a resignarse a aceptar sea cierta su culpabilidad, y lo descubriré. Comete un grave error, señor Friend: la verdad no debe ocultarse.

—Yo disparé contra Charles Burgess.

Donald esbozó una sonrisa; estaba esperando estas palabras.

—¿Está dispuesto a jurarlo?

—Sí.

—Si usted lo jura, le creeré. Es más, tengo la seguridad de haber disparado contra Burgess.

Continuaba observando a su interlocutor, notando cierto alivio en su rostro. Friend permaneció silencioso.

—¿El proyectil disparado por usted alcanzó el cuerpo de Burgess?

—Probablemente. A Burgess lo encontraron muerto.

—Es cierto. Charles Burgess estaba tendido sin vida en el centro de su habitación; usted sostenía una pistola recién disparada, siendo la utilizada para matar a ese desdichado. Pero el disparo hecho por usted no le alcanzó, la bala se incrustó en la pared. Burgess ya estaba muerto cuando usted apretó el gatillo. ¿No es cierto?

No obtuvo contestación. No se inmutó por ello y prosiguió con calma:

—Usted disparó para poder jurar sin faltar a la verdad. Ahora puede afirmar haber disparado contra la víctima. En la habitación se hicieron dos disparos y Burgess sólo fue alcanzado una vez. El balazo fue certero, matándolo en el acto. ¿Cómo puede creerse que ten buen tirador fallase una vez en forma tan lamentable?

Los dedos de Edmund Friend estaban entrelazados nerviosamente. Ahora sus ojos se hallaban fijos en el rostro del joven, como si estuviese hipnotizado.

—No hablaré, mi declaración está hecha.

—Hace mal; debe decirme la verdad. Le prometo no comunicarlo a nadie. Tan sólo me limitaré a buscar al verdadero asesino.

Un absoluto silencio siguió a sus palabras. El rostro de Edmund Friend había recobrado su habitual expresión.

Donald no se desconcertó; lo esperaba.

—He hablado con su hija, señor Friend.

De nuevo en los ojos del fiscal brilló el temor. Sus manos se aferraron a la silla.

—No debió hacerlo, Maxwell. Deje a Lydia tranquila.

—Me contó algo muy extraño que le ocurrió el día de la muerte de Charles Burgess —siguió Donald, como si no le hubiese oído.

Y se inclinó hacia delante, sus ojos fijos en los de Friend. Éste rehuyó la escrutadora mirada.

—¿Ese extraño incidente tiene algo que ver con el asesinato?

De nuevo el fiscal volvía a adoptar su fría expresión, repuesto de la impresión recibida.

—No se preocupe, lo descubriré.

Se levantó, decidido a marcharse, con la seguridad de no obtener declaración alguna. Miró a Friend, quien también habíase levantado.

—Le ruego no siga haciendo investigaciones, Maxwell.

—Es inútil, seguiré hasta el fin. ¿Volverá a recibirme, señor Friend?

Éste dudó unos instantes. Después respondió:

—Sí. Le estoy agradecido por su fe en mí.

—¡Hasta la vista, señor!

Inmóvil vio alejarse la alta y delgada figura. Le invadió una gran ternura, para maldecir después la testarudez de aquel hombre. Si hablase le sería de extraordinaria ayuda, desvaneciéndose gran parte de las tinieblas que le rodeaban.

El director le esperaba en su despacho.

—¿Cómo ha reaccionado el señor Friend?

—No quiere aceptar mi defensa.

—Es terriblemente obstinado. ¿Qué secreto tratará de ocultar?

—Ésa es mi obsesión, señor. No descansaré hasta descubrirlo.

—Puede contar con mi ayuda, Maxwell. Ha emprendido usted una honrosa tarea y le admiro.

—Muy agradecido.

Donald se dejó caer en el asiento y empuñó el volante. Arrancó con lentitud, mirando por el espejo retrovisor, tratando de averiguar si había sido seguido. No vio ningún coche sospechoso tras él.

Sus facciones estaban endurecidas, los dedos agarrotados en el volante, mientras sus pensamientos revoloteaban en el recuerdo de la entrevista con Edmund Friend.

Trataba de analizar las palabras pronunciadas por el fiscal, recordando sus reacciones. Sus sospechas se confirmaban. Friend disparó contra Burgess aunque sin alcanzarlo, incrustándose el proyectil en la pared. De esta forma podría jurar haber hecho fuego contra la víctima.

Friend cometió un error al disparar contra la pared, pues debió hacerlo por la ventana, no dejando huellas de su coartada. Aunque el examen de la pistola habría demostrado haber sido disparada dos veces. Y el arma no pertenecía al fiscal.

A pesar de estar curtido en lances criminales, Edmund Friend jamás se encontró en el lugar de un asesino. Aparte de hallarse en un lamentable estado de ánimo.

¿Hacia dónde encaminaría sus gestiones?

Esta pregunta le hizo apartar los demás pensamientos, martilleándole una vez tras otra el cerebro. No lograba hallar una respuesta adecuada, pues se encontraba desorientado.

No tenía el menor indicio. El asesino estaba envuelto en el más completo misterio. No obstante, en forma alguna podía permanecer inactivo. El tiempo era precioso para él, debiendo evitar que pasase con rapidez, haciendo desaparecer todas las huellas del asesino.

Con los dientes apretados, Donald se dirigió hacia el hotel donde fue asesinado Charles Burgess. Saltó del coche adoptando precauciones, no deseando ser sorprendido por sus enemigos. No vio a nadie cerca y anduvo hasta llegar al portero uniformado.

El conserje le miró con atención profesional cuando se detuvo ante él.

—¿Desea habitación, señor?

—No; tan sólo hablar con usted.

—¿Conmigo? —El conserje se irguió—. No acostumbro a hablar con los periodistas.

—No soy periodista.

—¿De qué quiere hablarme?

—Del asesinato cometido en este hotel.

—Lo tengo prohibido. A la policía tampoco le gustaría que lo hiciera.

—Está usted equivocado. Puede hablar con el inspector Joyce si lo desea. ¿No se acuerda de mí? Ayer estuve aquí con el inspector.

Los ojos sagaces, del conserje examinaron con atención al joven, asintiendo con un movimiento de cabeza.

—Es cierto, ahora me acuerdo.

—Me llamo Donald Maxwell y soy abogado. Intento…

—¡Donald Maxwell! —le interrumpió el hombre con viveza—. He oído hablar mucho de usted. Estoy dispuesto a responder a todas sus preguntas. ¿Cree en la inocencia del señor Friend? ¿Sospecha quién es el asesino?

—Soy yo quien va a preguntarle.

—Es verdad, perdóneme. A veces soy muy impulsivo, aunque eso sólo me sucede con escasa frecuencia.

—¿Se acuerda de todo cuanto ocurrió el día del crimen?

—Sí, debido a la desgracia y al revuelo que se armó.

—¿Usted oyó los disparos?

—No, sería imposible. Fueron hechos alrededor de las ocho de la noche, habiendo mucho ajetreo en el hotel. Los ascensores no cesan de subir y bajar. Los huéspedes entran y salen de sus habitaciones.

—¿Quién dio la alarma?

—Yo, señor Maxwell —afirmó el conserje, irguiendo la cabeza con orgullo.

—¿Usted? ¿Cómo puede ser posible si no oyó los disparos?

—Me avisaron por teléfono, incluso me indicaron el número de la habitación ocupada por el señor Burgess. Llamé al detective del hotel y subimos a la habitación, encontrando al señor Friend sosteniendo la pistola homicida.

—¿Intentó huir u opuso resistencia el señor Friend al verles?

—En absoluto. Cuando el detective le ordenó entregar el arma, obedeció sin titubear.

—¿Hizo acto de presencia el hombre que le avisó de los disparos efectuados?

—No, no se presentó —negó el conserje, mirando sorprendido al joven—. Hasta ahora no había pensado en ello.

—¿Reconoció la voz?

—No, no. Debió ser uno de los huéspedes de aquel piso. Probablemente no habrá querido ser molestado por la policía, pues los interrogatorios hacen perder mucho tiempo.

—Así es. ¿No vio a nadie que le llamase la atención?

El conserje se apresuró a disculparse, atendiendo a un cliente. Donald movió la cabeza sonriendo, examinando con curiosidad el amplio y lujoso vestíbulo. El conserje estaba de nuevo ante él, dispuesto a hablar con su repentina locuacidad.

—No vi a nadie que me llamase la atención, aunque debe comprender que a esa hora el vestíbulo se halla muy concurrido. Huéspedes y amigos de éstos entran y salen.

—Comprendo. ¿No vio a un hombre vestido de forma vulgar, con unas gafas negras?

El conserje meditó unos segundos y asintió:

—Sí, ahora me acuerdo. Un hombre de esas características entró en el ascensor poco antes de cometerse el crimen. Ya no volví a verle.

—¿Está usted seguro?

—Sí, por completo.

—¿Lo reconocería si volviese a verle?

—No me serla posible. Como usted ha dicho, vestía de forma vulgar, un traje gris, y las gafas impedían verle el rostro, y más al no hablar con él. Lamento no poderle ser de más utilidad.

—Al contrario, sus respuestas han sido muy exactas. Le estoy muy agradecido.

—Puede venir cuando quiera, señor Maxwell. Estoy muy orgulloso de haber hablado con usted.

Aquel hombre deseaba estrecharle la mano, y Donald se la tendió. Ya empezaba a darse cuenta de su creciente popularidad, pues su nombre aparecía de vez en cuando en los periódicos. Los dos casos solucionados con tanta brillantez por él, fueron decisivos para darle a conocer a los lectores de los juicios celebrados en la ciudad. Y el conserje debía ser uno de los más apasionados.

No tenía pista alguna que seguir. Donald se torturó el cerebro en vano, tratando de encontrar una urgente ocupación para lograr algo positivo en aquel enojoso asunto.

Todo dependía de él, pues de no descubrir al asesino, cuando se celebrase el juicio, Edmund Friend sería declarado culpable. Nadie podría librarle de ser ajusticiado, no existiendo ninguna disculpa para él por haber matado a un hombre.

La idea brotó de súbito. Sí, era un estúpido por no haber pensado antes en ello. Debía dedicar aquella tarde para averiguar quién era en realidad Charles Burgess y el motivo por el cual alguien deseó matarle.

Se alojaba en un hotel, lo cual ya inducía a creer que acababa de llegar a la ciudad. No obstante, el inspector Joyce lo calificó como un forajido, acordándose bien de haber sido ésta la palabra empleada por el policía.

Se reprochó no haber pedido más información de Charles Burgess. Se trataba de un error imperdonable, pues se trataba de una pista que podía conducirle hasta el asesino. Aunque su instinto le señalaba que Burgess era un detalle de escasa importancia en aquel endiablado asunto, pese a ser la víctima.