CAPÍTULO VII

El pelirrojo camarero le miró sonriendo.

—Me alegro de verle, Donald. ¿Dónde ha comido hoy?

—No me acuerdo, Joe.

—El Boston se ha puesto a la cabeza de la clasificación. Este año están en forma, es capaz de llevarse el título.

—No tema, no lo conseguirán. Nosotros estamos muy fuertes.

Joe no trató de insistir, pues notó algo extraño en la expresión del joven abogado. Le respondió maquinalmente, como si su pensamiento estuviese muy lejos de aquel lugar. Siempre se mostró jovial y afable; si ahora estaba preocupado, debía respetar su silencio. Así optó por servirle en silencio.

Cuando el joven se marchó, movió la cabeza.

—Donald Maxwell está muy preocupado. Juraría que la causa es el caso Friend.

Donald ya tenía su plan organizado. Habíase enterado de los lugares frecuentados por Charles Burgess antes de marcharse a Chicago. Éstos no eran conocidos de él, aunque los había oído nombrar.

Cuando entró en un club de escasa categoría, no pudo menos de fruncir el ceño. A aquel lugar acostumbraban a acudir individuos de pésima reputación, la mayoría de los cuales rehuían la presencia de la policía.

Abundaban las mujeres y muchas eran bonitas. Se cercioró de ello a la primera ojeada. Su labor no prometía ser fácil, pudiendo encontrarse en una peligrosa situación en el momento más insospechado.

Ocupó un alto taburete y pidió al barman un whisky.

Apenas probó el licor cuando una atrayente morena se sentó a su lado. No pudo menos de admirarla. Sus formas eran opulentas y prietas. Sus ojos grandes y negros, de insinuante mirar. La boca grande y bien formada, dejando entrever una dentadura blanca y perfecta.

—Un cóctel, Fred.

El barman sonrió y se apresuró a servirla. Ella se colocó un cigarrillo en los labios. Donald se apresuró a ofrecerle fuego. Exhaló una bocanada de humo y sin mirarle dijo:

—Gracias.

Donald se guardó el encendedor, no insistiendo en entablar conversación. Vio como ella le miraba sorprendida, aparentando no darse cuenta. Ahora miró el local; se hallaba bastante animado. La música era de cierta calidad, invitando a bailar.

—Esto está animado —dijo a media voz.

La morena se volvió hacia él.

—Sí, usted no acostumbra a venir por aquí, ¿verdad?

—No, tan sólo una vez, ya hace bastante tiempo.

—Debía venir, la música es buena y el ambiente agradable.

—Sí, eso se nota a simple vista. También es un aliciente comprobar la presencia de mujeres bonitas.

—Sí, este club tiene fama de ellas —los negros ojos se entornaron—. Hay mujeres bonitas, puede ir en busca de una de ellas.

—¿Debo ir a buscar a una? ¿Y por qué?

—Siempre gusta estar acompañado de una mujer bonita, los hombres suelen ser muy presuntuosos.

—¿Por qué voy a buscar a una mujer hermosa cuando a mi lado se encuentra la más bella?

—¿Se está burlando? —inquirió sonriendo provocativa.

Donald se inclinó sobre ella.

—Nunca me burlo de una mujer, y menos cuando digo la verdad.

—¿Le parezco bella?

—De una forma fabulosa, semejante a una diosa.

La mujer se volvió hacia el barman y abrió el bolso. Su intención era clara; se disponía a pagar el cóctel. Donald puso la mano sobre el mostrador y dijo:

—Si me lo permite, su consumición corre de mi cuenta.

Los negros ojos se clavaron en él, como si le hiciesen objeto de un escrutador examen. Después sonrió.

—Es usted muy amable.

—¿Desea bailar? La música suena muy agradable.

—No puedo negarme.

—Mi invitación no la obliga, no quisiera forzarla en contra de su deseo.

—Ya no le hubiera permitido hacerla, señor.

—Llámeme Donald. ¿Cómo se llama usted?

—Gail.

—Un nombre precioso. Gail, es muy bello, corresponde a su personalidad. Me gusta su nombre.

—Es usted terriblemente halagador.

—No, tan sólo justo.

Donald pagó las consumiciones y ofreció su brazo a Gail. De no estar preocupado por la penosa situación de Edmund Friend, se hubiese sentido verdaderamente satisfecho. Gail era una mujer atractiva, sin discusión, la más bella del local.

Pero ahora no deseaba divertirse, sino indagar, hasta hallar un indicio que le llevase hasta el misterioso asesino de Charles Burgess. Era una lástima, y se encogió de hombros.

Enlazó el flexible talle de Gail y empezaron a bailar. Conforme pasaban los minutos al lado de la atractiva mujer, sus lamentaciones interiores aumentaban. Pero su deber estaba por encima de todas las tentaciones. Tan pronto encontrase una pista, se despediría de Gail.

De momento le sería de gran utilidad, pues al estar en su compañía no despertaría las sospechas de sus enemigos. Su fama le ayudaría mucho en hacer normal su conducta. Su afición máxima eran las mujeres.

Ocuparon una mesa, llegando solícito un camarero.

—¿Qué quieres beber, Gail? ¿Champaña?

—Sí. Eres muy amable, Donald.

Cuando las copas estuvieron llenas de la espumosa bebida, Donald alzó la suya.

—Porque sea una noche maravillosa.

Gail no pronunció una sola palabra, pero sus grandes y bellos ojos negros estaban fijos en el rostro de Donald. Éste sintió como la sangre hervía en sus venas. No obstante, se serenó acordándose de su misión. No debía dejarse aprisionar entre los encantos de Gail.

De pronto sus ojos quedaron fijos en un hombre, parpadeando ligeramente. A nadie le hubiera gustado ver como a Frankie Ross, y ahora se encontraba a escasa distancia de él.

Se inclinó sobre Gail y musitó:

—Debes perdonarme un momento, encanto.

—¿Me dejas, Donald? Voy a cambiar la opinión que me he formado de ti —la atractiva mujer hizo un mohín desdeñoso.

—Lo lamentaría mucho, puedes creerlo. He visto a un amigo, hace mucho tiempo no le veía y quisiera saludarle.

Extrajo un cigarrillo del paquete y se lo alargó, ofreciéndole fuego, Gail sonrió.

—Eres muy amable.

—Además, te dejo una excelente compañía.

—¿Una compañía? —repitió ella mirando a su alrededor sorprendida.

—Sí, champaña.

Gail se echó a reír siguiendo con la mirada la apuesta figura del abogado.

Donald se detuvo a escasa distancia de donde se encontraba Frankie Ross. Éste conversaba con dos hombres, no habiendo ninguna mujer con ellos. Esperó pacientemente hasta que la mirada de Ross se posó en él.

La reacción fue instantánea. Ross abrió la boca sorprendido y pronunció tinas palabras, levantándose apresuradamente. Llegó al lado del joven y le tendió la mano efusivamente.

—Maxwell, cuánto m e alegro de volverle a ver.

—Y yo, Ross. No ha cambiado de vida, ¿eh?

—No me es posible, Maxwell. Debe comprenderlo, en ningún lugar ganaré tanto dinero sin riesgos.

—Se expone a ir a la cárcel.

—Existen buenos abogados, aunque ninguno como usted. No me engañaron al recomendármelo. Todo me acusaba y usted logró demostrar mi inocencia.

—Lo era y no tuve grandes dificultades.

—Es usted prodigioso. Todavía me acuerdo cómo me miró al preguntarme: «¿Es usted inocente?». Cuando le respondí afirmativamente, usted dijo… «Le defenderé».

—De no haberlo sido, nunca me habría encargado de su defensa.

—Si la «poli» me echa el guante y no soy inocente, ¿me defenderá?

—No. Tan sólo serviría para hacer su condena más severa.

—¡Es usted un tío imponente! Le aprecio a pesar de esas absurdas opiniones. El dinero debe cogerse sin ningún remordimiento. Excepto las drogas y el asesinato. Yo también tengo mi moral.

—No es usted un canalla, pero al haber conseguido bastante dinero, debería haberse establecido honradamente. Existen algunos negocios lucrativos.

—Vamos a beber un trago, le invito. No lo rechace.

—¿Por qué iba a hacerlo? He sido yo quien deseaba verle.

—¿Desea algo de mí?

—Sí, cierta información. Yo no pertenezco a la policía.

—Me reservo el derecho de dársela. No me gusta delatar a un conocido.

—Lo sé. Nunca me atrevería a pedirle semejante cosa.

Llegaron a la barra y Ross pidió dos whiskies, Donald miró hacia donde se encontraba Gail. Quedó sorprendido: la atractiva morena cambiaba unas rápidas palabras con un individuo, cogiendo apresuradamente un papel que éste le alargaba.

El hombre se alejó, haciéndolo despreocupadamente, mientras Gail leía la nota. Después la guardó en el seno. Todo esto transcurrió con rapidez, mientras él contestaba maquinalmente a algunas preguntas de Ross.

Su ágil mente enseguida creyó ver claro. La conducta de Gail fue premeditada. No se puso a su lado por casualidad, sino con el deseo de atraerle con sus encantos. Se trataba de una trampa de sus enemigos. Probablemente le siguieron hasta llegar al club y le lanzaron el anzuelo más propicio para él: una bella mujer.

Esto demostraba que no estaba equivocado, hallándose tras una buena pista aunque ésta fuese muy confusa. Miró a Ross. Éste hablaba con animación, demostrando ser sincera su alegría de verle.

—Ross —con un gesto había interrumpido su charla—. Voy a preguntarle lo que interesa.

—Puede hacerlo, amigo.

—¿Conocía usted a Charles Burgess?

Una mueca de desagrado contrajo las facciones de Frankie Ross.

—Sí, era un mal bicho. Quien lo envió al infierno realizó una meritoria acción.

—¿Cree que le mató el fiscal Friend?

—No cabe la menor duda. El fiscal Friend era admirable, me envió una vez a la cárcel y no le guardo rencor. Cuando usted me habló por vez primera, creí hallarme en su presencia, Sí, el fiscal Friend lo mató, de lo contrario lo negaría.

—Quizá algo muy importante se lo impide.

—¡Bah, Maxwell! No existe nada tan importante como la vida de uno. Si a un hombre le sientan en la silla eléctrica, todo se ha acabado para él.

Donald no pudo menos de sonreír ante la teoría de Frankie Ross, aunque no insistió.

—¿Estaba en buena situación económica Burgess?

—Sólo le quedaban un puñado de dólares, lo cual le decidió a regresar a Nueva York. Estaba especializado en el chantaje. Un tipo repulsivo.

—¿A quién había elegido como víctima?

—Probablemente a Edmund Friend. Por esto lo mató el fiscal.

Donald comprendió que su ex cliente no sabía nada más, habiendo sido sincero. Creía en la culpabilidad de Friend. Tan sólo consiguió una descripción exacta de Charles Burgess, siendo éste un vulgar chantajista.

—Me alegra haberle saludado, Ross. Me espera una linda dama.

—Siempre igual, Maxwell.

Y Ross le estrechó con fuerza y afecto la mano.

Se inclinó sobré Gail, admirando el nacimiento de su seno, mostrado generosamente.

—¿Te he hecho esperar mucho?

—No, la música y el champaña me han distraído durante tu ausencia.

—Eres una buena chica. ¿Bailamos?

Gail se levantó con presteza, no tardando en dar vueltas por la pequeña pista, mezclados con otras parejas.

El joven observaba con atención a la atractiva morena, como si tratase de descubrir cuáles eran sus intenciones. No tardó en tener la seguridad de no haberse equivocado: se trataba del cebo tendido por el asesino de Charles Burgess.

Y el pez se lo tragaría, quedando prendido en el anzuelo…, aunque presto para desasirse y actuar.

Media hora después, Donald dijo:

—Se va haciendo tarde, Gail.

—Sí, nos podemos marchar.

Una vez en la calle, el joven se dirigió a su coche.

—Te acompañaré… si no tienes inconveniente.

—En absoluto, Donald. Eres encantador.

—¿Cuál es tu dirección? —preguntó con ambas manos sobre el volante.

Si alguna duda podía quedarle, ésta quedó desvanecida al ver titubear a su atractiva acompañante. Después dio la dirección, como si recitase algo de memoria. El plan de sus enemigos fue realizado sobre la marcha. Gail le fue enviada tan pronto entró en aquel local.

Las señas dadas por la sensacional morena estaban cerca, deteniéndose Donald ante una casa de modesta apariencia.

—¿En qué piso vives?

—En el tercero.

—¿Se trata de una pensión?

—No, no, es mío. Siempre me había hecho ilusión tener uno, consiguiéndolo con mis ahorros.

Habíanse detenido ante la puerta. Donald apoyó la mano en ella, no sorprendiéndose al comprobar que cedería a su presión. Todo estaba preparado.

—Algún inquilino se la habrá dejado abierta —comentó Gail nerviosamente—. Suele ocurrir con frecuencia.

—Es natural. ¿Me invitas a tomar una taza de café?

—Sí, puedes subir.

Donald la estrechó con fuerza entre sus brazos y la besó con ardor. Gail al principio intentó oponer una absoluta indiferencia, pero, subyugada por la vehemencia del joven abogado, sus brazos se enlazaron alrededor de su cuello.

Cuando Donald la soltó, dejó escapar un suspiro, continuando apoyada en él. Su actitud era una invitación, pero él la cogió del brazo, empezando a subir la escalera.

—Arriba continuaremos, preciosidad. La fiesta va a ser divertida.

Se detuvieron en el tercer piso. Gail abrió el bolso y extrajo una llave, alargándola al joven. Titubeó y dijo:

—Donald…

—¿Qué quieres?

—Nada. Abre la puerta, el interruptor está a la izquierda.

Por el tono de su acompañante, Donald comprendió que ésta estuvo en un tris de echarlo todo a rodar. Pero había reaccionado a tiempo, deseando ganar la cantidad ofrecida por su eliminación.

Introdujo con mano firme la llave en la cerradura, haciéndola girar, sin encontrar la menor dificultad. En lugar de seguir las instrucciones de Gail, buscando el interruptor a su izquierda, Donald se precipitó bruscamente hacia delante.

Su acción fue justa, un momento de dilación y el golpe hubiese caído sobre su cabeza. El hombre lanzó una blasfemia al ver fracasado su intento.

Donald se dejó caer ligeramente sobre él, su empujón lo derribó, mientras golpeaba con fuerza. Otro individuo se abalanzaba sobre él. Su puño le alcanzó en pleno rostro, derribándole aparatosamente. Al mismo tiempo se cerraba la puerta, quedando la estancia sumida en la más completa oscuridad.

Sintió un terrible dolor en una ceja, habiéndole golpeado por detrás. Se agachó para evitar ser alcanzado, haciendo un rápido cálculo de cuántos eran sus enemigos. Éstos eran tres. En esta ocasión el asesino de Burgess se mostró más precavido, concediéndole más importancia a sus cualidades combativas.

Golpeó en todas direcciones, hacia donde creyese oír un rumor. Por espacio de más de un minuto, Donald se hartó de golpear. En las actuales circunstancias la ventaja estaba de su parte, pues él pegaba sin meditarlo, teniendo la seguridad de alcanzar a un enemigo.

En cambio, los facinerosos no sabían con certeza a quién tenían delante, golpeándose entre sí. Donald tuvo la seguridad de tener a escasa distancia la cara de uno de sus adversarios, pues oyó su jadeante respiración. Su puño fue lanzado con demoledora potencia. El impacto fue terrible y oyó como un cuerpo caía pesadamente al suelo. Una sonrisa entreabrió sus labios.

Entonces sonó una voz ronca.

—Enciende la luz, Gail. Debemos acabar con este maldito.

La mujer obedeció. Donald se encontró en una estancia de reducidas dimensiones. Uno de sus enemigos se hallaba tendido en el suelo sin conocimiento; probablemente era a quien acababa de golpear. Otro permanecía apoyado en la pared, incapaz de sostenerse en pie.

El tercero empuñaba una porra de goma maciza y, como una exhalación se abalanzó sobre él con la intención de destrozarle la cabeza. Donald saltó ágilmente, a un lado, zafándose del furioso ataque del «gángster». Éste al fallar el golpe braceó furiosamente, tratando de recobrar el equilibrio.

El joven no le dio oportunidad de hacerlo; con las dos manos unidas le golpeó en la nuca, derribándole de bruces. Gail se encontraba apoyada en la puerta, mirándole con admiración.

No hizo el menor caso de la joven, fijando su mirada en el individuo apoyado en la pared, cuya nariz sangraba copiosamente. Éste, con un rápido movimiento, extrajo de un bolsillo una navaja. Oprimió el resorte y la hoja de acero brotó siniestra.

Donald saltó y uno de sus zapatos golpeó con violencia la muñeca del malhechor, obligándole a soltar el arma. El joven miró a sus derribados adversarios y comentó divertido:

—Estos caballeros me creían una fácil presa, ¿verdad, Gail?

—¿Lo sospechabas, Donald?

—Sí, vi cómo un hombre te entregaba una nota. ¿Me la quieres enseñar? Tengo curiosidad por leerla.

—La he roto.

—No trates de engañarme, preciosidad. Sé dónde la guardas, no me obligues a cogerla.

Dos forajidos traban de incorporarse. Donald los miró con dureza.

—¡Quietos o continuará la fiesta!

Donald vio cómo los bellos ojos se dilataban de espanto. Fue a volverse, pero ya era tarde. La culata de una pistola cayó sobre su cabeza, se tambaleó y con un esfuerzo se volvió.

Vio a un hombre alto, delgado. Vestía un traje gris oscuro y se cubría con un sombrero del mismo color. Su rostro estaba cubierto por unas gafas negras.

—¡Tú lo has querido, maldito! —exclamó con furia.

Y le golpeó en la frente.

Donald cayó exánime. Su agresor lo contempló sonriendo.

—Bueno, ya ha caído la pieza.

Después miró a los tres individuos. Dos de éstos ya se levantaban, mientras el otro continuaba tendido de bruces.

—Sois un hatajo de inútiles. Por fortuna, no me he fiado de vosotros y me he quedado; de lo contrario, ahora estaríais en poder de la policía. Y no sois merecedores de otra cosa.

—No nos ha sido posible reducirle a la impotencia. Cuando entró sospechaba nuestra presencia y nos atacó.

—Aun cuando haya sido así, tres contra uno constituye una gran ventaja.

—Pega de una manera terrible —trató de defenderse el forajido.

—Basta de discusiones —ordenó el de las gafas negras, tajante—. Atadle bien… Sabe demasiado y debe morir.

—Usted nos dijo que todo se limitaría a propinarle una paliza —objetó Gail adelantando dos pasos.

—Tu misión ha terminado, Gail —respondió con aspereza el desconocido—. Y no me ha gustado mucho tu conducta. Has estado a punto de denunciar mi presencia a ese abogado.

—He obedecido fielmente sus instrucciones —contestó la bella morena, visiblemente amedrentada.

—Toma tu dinero y márchate. Ni una palabra a nadie; si no me obedeces, te arrepentirás.

Gail cogió el fajo de billetes que le alargaba el siniestro personaje y se apresuró a salir de la estancia. No pronunció una sola palabra de despedida, no siéndole posible; una extraña congoja la poseía. Estaba arrepentida de haber aceptado la innoble proposición aunque tuvo la seguridad de limitarse a recibir el abogado una paliza.

Pero las palabras de aquel ser malvado fueron muy distintas, pues dictó la sentencia de muerte para Donald Maxwell. Era lamentable la suerte de aquel joven, apuesto y atractivo.

Una vez solos, el asesino señaló el cuerpo inmóvil de Donald.

—Atadlo.

Fue obedecido en el acto, y el joven quedó con las manos tras la espalda, sujetas por una fuerte cuerda. Las piernas también sufrieron la misma suerte.

—Es necesario adoptar precauciones: Donald Maxwell ha demostrado ser muy peligroso. Ahora ya ha dejado de ser un obstáculo —murmuró como si hablase consigo mismo.

—¿Qué haremos con él…? —preguntó uno de sus hombres.

—Por mi gusto lo mataría en el acto. Dentro de un saco con una gran piedra y al mar. Ya no volvería a la superficie, siendo pasto de los peces. Pero no depende de mí, mañana se decidirá su suerte.

—Sería la mejor solución —asintió un forajido, acariciándose la dolorida mandíbula.

—Conseguiré que sea ésta —afirmó el siniestro personaje lanzando una carcajada.