CAPÍTULO IV
El joven abogado parpadeó sorprendido; no esperaba aquella contestación. Volvió a beber otro sorbo de whisky.
—Usted me dijo antes no haber hablado con su padre, señorita Friend.
—Es cierto.
—Entonces… ¿cómo es posible que usted le haya hecho esa promesa?
—Me mandó una nota.
—¡Ah! Pero usted no le obedecerá. Se halla en juego su vida y su reputación. Tiene el deber de luchar para evitar su condena, y más si es inocente.
—Lo haré. En realidad no se lo he prometido, pues sólo he recibido su nota y no le he contestado. Además, no ha querido recibirme. A usted le diré toda la verdad, me inspira confianza.
—Gracias, señorita Friend. Conteste a mi pregunta.
—Aquel día me ocurrió algo sorprendente. Salí a pasear por el parque próximo, me senté en un banco y de súbito tuve la sensación de que alguien me sujetaba y perdí el conocimiento. Cuando lo recobré me encontraba aquí, y Magda me prodigaba cuidados.
—¿No recuerda nada de lo ocurrido durante ese día?
—En absoluto.
—Es muy extraño. —Donald estaba pensativo.
—¿Qué pudo ocurrirme? —preguntó la muchacha con ansiedad.
—Es primordial descubrirlo. Es lo más importante.
—¿Cómo estaba mi padre? —preguntó Lydia.
—Desalentado, aunque mostraba entereza.
—¡Pobre papá!
Y la joven se cubrió la cara con las manos, sollozando. Donald no hizo ningún movimiento, observándola con compasión. Si hasta entonces se sintió impulsado a demostrar la inocencia del fiscal Friend por su admiración hacia él, ahora tenía otro poderoso motivo: librar a aquella linda muchacha de su angustiosa situación.
—No se desanime, señorita Friend. Procuraré demostrar la inocencia de su padre.
—No le será posible conseguirlo, cuando mi padre empieza a admitir su culpabilidad.
—Quién sabe, la suerte puede ayudarme.
—Es usted muy animoso, Dios le pague cuanto está haciendo por nosotros.
Donald quedó pensativo, no atreviéndose a mirar a la muchacha. Ésta estaba muy bella en aquellos instantes, con los hermosos ojos claros fijos en él. Sentíase subyugado por su lindo semblante, evitando la tentación de cogerle las manos y consolarla.
De haberlo hecho, lo más probable es que sus labios se uniesen, no estando bien aprovecharse de aquella circunstancia; hubiese sido una acción digna de un rufián.
—¿Conoce usted a Charles Burgess?
—No, nunca lo he visto.
—¿Ni ha oído hablar de él?
—No.
—Por tanto, ignora si su padre tenía relaciones con Burgess.
—Así es.
—¡Todo es terriblemente endiablado en este maldito asunto! —estalló Donald, sin poder contenerse.
Se serenó y miró a Lydia. La muchacha le contemplaba con interés.
—Perdone mi arrebato, no me he podido contener.
—No se preocupe, no se ha mostrado incorrecto, Además, le puedo perdonar cuanto haga o diga. Mi agradecimiento hacia usted es inmenso, jamás podré pagarle cuanto está haciendo por mi padre.
El joven se levantó, tras haber vaciado el contenido del vaso. Le alargó dos tarjetas.
—Ésta es la dirección de mi oficina y ésta la de mi domicilio. Le será difícil localizarme en estos días, pues estaré sumamente atareado. Debe hablar conmigo antes de hacer nada, pues puede cometer un error y sernos fatal. ¿Me ha entendido?
—Sí, le obedeceré.
—Cada día la llamaré. Y así será más fácil cambiar impresiones. Y sobre todo no haga nada por iniciativa propia.
Lydia le acompañó hasta la puerta, aunque Magda ya estaba preparada para abrirla. La muchacha tendió su manecita al joven, quien se la estrechó con afecto.
—Siempre le estaré agradecida, señor Maxwell.
—¡Ah, no tiene importancia! Sólo trato, de cumplir con mi deber. Buenos días, señora.
Y se alejó por el bien cuidado jardín. Lydia no pudo menos de comentar:
—Jamás me lo perdonaré, lo he lastimado.
—Sí, chiquilla. Le pegaste un puntapié con toda tu alma.
—Le creí un periodista, me enfurecí por sujetarme. Va cojeando.
En efecto, Donald Maxwell llegó a su coche cojeando visiblemente. Cuando se sentó, no pudo menos de frotarse la parte lastimada. ¡Diablo de muchacha, le pegó con fuerza!
En realidad, carecía de importancia, dentro de una hora apenas se acordaría de aquel golpe. Pero ahora le dolía de una forma endemoniada. Colocó un cigarrillo en sus labios y lo encendió antes de poner el coche en marcha.
Pensó en cuanto le dijo Lydia, sacando la conclusión de no haber perdido el tiempo. La joven era una parte importante de aquel extraño suceso.
Miró hacia atrás, tratando de descubrir al negro «Ford». No lo vio y esto le hizo pensar que se había equivocado al creer que era seguido. Su imaginación también pudo ser excesiva y encontrarse ante un caso vulgar. Pero no lo creía así.
Todas sus averiguaciones le inducían a creer que se hallaba ante un plan diabólicamente trazado. Si no estaba equivocado, una mente privilegiada y criminal había envuelto a Edmund Friend en una inmensa telaraña, donde en vano podría debatirse. Y el fiscal no lo intentaba.
Una terrible amenaza suspendida sobre la cabeza de Edmund Friend, le obligaba a admitir que era el asesino de Charles Burgess. Y sólo su hija podría ser el poderoso motivo de la insólita conducta del fiscal. Donald estaba convencido de ello.
Y en el extraño suceso acaecido a Lydia podía encontrarse la clave del enigma.
La muchacha notó cómo la sujetaban y trató de desasirse, perdiendo el conocimiento. Cuando lo recobró se encontraba en su casa, atendida por Magda. Se dio un golpe en la frente; no se le ocurrió preguntar a la anciana criada cómo encontró a Lydia.
Se trataba de un lamentable descuido. Con su experiencia no debía haberlo cometido. Y todo se debía a la influencia de los bellos ojos claros de la joven. En su trabajo siempre apartaba de su camino cuantos encantos femeninos le salían al encuentro, siendo su norma habitual.
Y en esta ocasión no ocurrió así. Era imperdonable, y más siendo un caso tan apasionante, teniendo el máximo interés por él. Todo su afán consistía en demostrar la inocencia del fiscal Friend, aquel hombre digno y ejemplar. De no conseguirlo, su máximo símbolo de la justicia se desvanecería.
Si, por desgracia, en sus investigaciones comprobaba la culpabilidad del fiscal, jamás volvería a creer en hombre alguno. Quedaría convencido de que las pasiones humanas superaban todo sentido del deber.
Pero no sería así; Edmund Friend era inocente. Su porte sereno y resignado lo atestiguaba.
Se detuvo ante una cabina telefónica. Saltó del coche y entró en ella. Marcó un número y no tardó en oír una voz. La reconoció: era Magda.
—Escuche, Magda. Soy Donald Maxwell. Hace unos minutos he estado en la casa hablando con la señorita Friend. ¿Se acuerda de mí?
—Sí, señor. ¿Qué desea?
—Me he olvidado de hacerle una pregunta. ¿Haría el favor de contestarme?
—Sí. ¿Qué quiere saber?
—A la señorita Friend el otro día le ocurrió un caso extraño. Cuando recobró el conocimiento, usted la atendía. ¿Cómo la encontró y qué hora era?
—Sería alrededor de las nueve de la tarde. Estaba sentada en la butaca, con la cabeza reclinada en el respaldo, sin conocimiento. Me asustó y la atendí, no tardando en recobrarse.
—¿No llamaron al médico?
—Lydia no quiso. Aunque se mostraba muy sorprendida, no dio excesiva importancia a aquel hecho.
—¿Y usted?
—Tampoco. Tuve la seguridad de que fue víctima de un desvanecimiento, aunque nunca le había ocurrido nada parecido.
—Muy bien, Magda. Tenga cuidado de su señorita.
—Lo tendré, señor Maxwell.
El joven colgó el auricular, quedando pensativo. En realidad, la contestación de la fiel criada no le aclaraba nada, al contrario, parecía sumirle en una perplejidad mayor.
Salió de la cabina, la cual se hallaba en una acera solitaria. De pronto se volvió sobresaltado, como avisado por un presentimiento.
Tras él vio a un hombre con el brazo levantado, empuñando una pistola por el cañón, con la evidente intención de golpearle. Saltó a un lado, haciéndolo a tiempo, pues el desconocido dio en el vacío, perdiendo el equilibrio.
De momento, Donald se olvidó de él, para hacer frente a un corpulento sujeto que se le echaba encima. Recibió un puñetazo en un hombro, habiendo apartado la cabeza con viveza.
Replicó contundente, alcanzando la barbilla de su agresor dos veces. Las piernas de éste se doblaron y cayó de rodillas. Donald se agachó, haciendo tropezar a su primer adversario, aquel que de forma tan alevosa intentó destrozarle la cabeza.
El forajido volteó aparatosamente, cayendo con violencia, al erguirse él con potencia. Una vez en el suelo le encañonó. Exasperado trataba de disparar. Donald no le perdía de vista y le propinó un fuerte puntapié, obligándole a soltar el arma.
Una patada en la mandíbula le obligó a lanzar un gemido, cayendo de espaldas. El joven lanzó su izquierda, alcanzando el estómago de su otro enemigo, pues éste, habiéndose levantado, volvía a arremeter contra él.
El hombre se inclinó hacia delante, con los brazos protegiéndose la parte dolorida. Donald no le dejó reponerse, golpeándole con el canto de la mano en la nuca, derribándole de bruces, sin conocimiento. Se dispuso a hacer frente al individuo de la pistola, pero éste ya corría despavorido, para librarse del poder demoledor de sus golpes.
Donald se encogió de hombros, no preocupándose de él. Se inclinó sobre su desvanecido adversario y lo examinó con atención. Vio un rostro brutal, de facciones innobles. No recordaba haberlo visto antes. Quien le mandó el anónimo estaba convencido de no haberle hecho caso y trataba de escarmentarle.
Sonrió con dureza. A él no le asustaban aquellos eficaces procedimientos. El temor no le haría desistir de la tarea emprendida, estando dispuesto a enfrentarse con peligros como éste.
Nadie se acercaba, cerciorándose de ello con un vistazo. Se tranquilizó. Agachándose, abofeteó con bastante dureza la cara de su adversario.
El hombre abrió los ojos y dejó escapar unas maldiciones, tratando de desasirse. No lo consiguió, pues las manos férreas de Donald le sujetaban con fuerza.
—¡Quieto o le destrozaré la cara! —amenazó con dureza.
El tipo obedeció, amedrentado. En los ojos grises del abogado vio que la amenaza no había sido hecha en vano. Era capaz de cumplirla. Quedó inmóvil.
—Levántese. Vamos a dar un paseo.
—No quiero ir con usted.
—No le queda otro remedio, amigo.
Y le dio un significativo golpe en un costado. El facineroso dejó escapar un gemido, pues ya tenía todo el cuerpo dolorido. Miró a Donald y se estremeció, viéndole dispuesto a cumplir su palabra. Sus puños estaban cerrados, y conocía su eficacia.
Con un esfuerzo logró ponerse en pie y dio un paso con dificultad.
—¿Adónde vamos?
—A mi coche; ya lo conoce usted, ¿verdad? —replicó Donald, mordaz.
—Sí.
—Pues adelante, no quiero perder más tiempo.
Le hizo sentar a su lado, tras haberle arrebatado una pistola, pues su forzado acompañante también iba armada. Éste no intentó oponerse, demostrando estar asustado.
—No intente ninguna tontería mientras conduzco, pues le costaría caro.
—¿Va a entregarme a la policía?
—Todavía no lo sé, todo depende de usted.
Y arrancó, dirigiéndose directamente a su casa. No cesaba de vigilar al hombre, pero éste permanecía inmóvil. Había rebasado los treinta años y su aspecto revelaba en él al delincuente de baja estofa.
No tardaron en encontrarse en su piso. Donald señaló una butaca.
—Puede sentarse.
Se quitó la chaqueta y le miró con atención.
—¿Cómo se llama?
—¿Hay necesidad de decir mi nombre? —replicó el facineroso, tras pasarse la lengua por los labios.
—Se lo he preguntado; por algo lo haré, ¿no cree?
—Jeff Sexton.
—Bien, Sexton. Cuanto ocurra aquí depende de usted. Estoy dispuesto a no dejarle un hueso entero, y hasta a entregarle a la policía.
—No hará eso, ¿verdad?
—Depende de usted, ya se lo he dicho antes.
Donald le miró con fijeza.
—¿Quién le ordenó atacarme?
—No lo sé.
—Empezamos mal, Sexton. Voy a golpearle.
Jeff Sexton se puso en pie. Su rostro estaba lívido y sus dientes castañetearon cuando vio acercarse a Donald con aire amenazador.
—No me pegue. Le estoy diciendo la verdad.
—No lo entiendo, explíquese mejor.
—Es muy fácil. Un hombre se entrevistó anoche con nosotros y nos entregó doscientos dólares por golpearle; después nos entregaría otros doscientos. La oferta era excelente y aceptamos.
—¿No conocían a ese hombre?
—No, no lo habíamos visto nunca. Además, llevaba unas gafas negras.
—Comprendo. ¿No trata de engañarme?
Y lo miró con fijeza.
Sexton se estremeció. Levantó la diestra.
—Le juro…
—No es necesario jurar. Usted no tendría escrúpulos en hacerlo en falso. Nunca me he fiado de individuos como usted.
—Le he dicho toda la verdad. No sé el motivo por el cual deseaba ese desconocido dejarle sin conocimiento, pues ése era su deseo. No quería su muerte.
—Sí, se trataba del segundo aviso. Más contundente que el primero.
—No le entiendo —dijo Sexton, volviéndose a sentar, ya tranquilizado sobre su integridad física.
Donald cogió dos vasos y vertió en ellos whisky.
—¿Solo? —preguntó.
—Sí, sí.
Y cogió con avidez el vaso que le alargaba Donald. El joven echó un poco de soda en el suyo y bebiendo tranquilamente, sin dejar de mirar a su interlocutor, poniéndole nervioso.
—¿Me ha dicho toda la verdad?
—Sí. ¿Por qué iba a engañarle?
—Los de su ralea tienen el orgullo de no hacer traición.
—Esto es distinto. Le estoy agradecido por no entregarme a la policía. Esto me podría representar dos años a la sombra.
—No se lo he prometido.
Sexton parpadeó nervioso. Ya creía salir bien librado de aquella peligrosa situación, y ahora el joven abogado dejaba entrever estar dispuesto a entregarle a la policía. Miró a su alrededor, como si buscase una salida, pero sólo existía la puerta. Y ante ella se encontraba la peligrosa y amenazadora figura de Donald Maswell.
Estaba maltrecho por los golpes recibidos, teniendo la convicción de no poder atacar por sorpresa a su enemigo. Una nueva lucha sería decidida con rapidez por el joven, entrando la posibilidad de que disparase contra él, matándolo.
De hacerlo, nadie podría acusarle, pues se encontraba en su casa, pudiendo alegar haber entrado para robarle.
—Pero usted no lo hará, le he dicho toda la verdad. Puedo…, bueno, no le he mentido.
Donald se sentó frente a Sexton. Ahora estaba convencido de no ser engañado, pues su cautivo habló con naturalidad. No le sería posible averiguar nada por aquel camino, y entregándolo a la policía no obtendría beneficio alguno.
—Voy a creerle, Sexton. Le dejaré marchar, pero le aconsejo no vuelva a atacarme. En otra ocasión no le trataré con tanta benevolencia; irá a la cárcel.
—Lo tendré presente. Aunque me ofrezcan dos mil dólares no atentaré contra usted.
—¿Y por dos mil quinientos? —preguntó Donald con ironía.
Sexton se pasó la lengua por los labios, tras haber bebido un trago de whisky. Sus ojos se clavaron en el rostro sonriente del abogado; después, hizo una mueca.
—He dicho dos mil dólares por ser una cantidad, inalcanzable para mí. Maxwell, no haga de diablo tentador, puede tener la seguridad de no sufrir daño alguno de mí. Aunque no lo crea, soy agradecido, nunca olvidaré su conducta. En lugar de insultarme y golpearme, me ha invitado a un whisky excelente.
—Bien, Sexton, puede marcharse cuando quiera.
El facineroso, de un trago vació el vaso y lo dejó sobre la mesita. Se levantó y echó una humareda espesa. Dio unos pasos hacia la puerta y se detuvo. Se volvió hacia el joven y dijo:
—Maxwell, tenga cuidado. Cuando un hombre paga cuatrocientos dólares por propinar un paliza a otro, es porque le interesa. No desistirá de su propósito y tratará de ponerle fuera de combate.
—Gracias por su consejo, amigo.
Y le acompañó hasta la puerta. Vio cómo Sexton se apresuraba a descender por la escalera.
Entró en su piso y cogió el auricular del teléfono. Marcó un número y esperó. Le respondió casi en él acto una voz ruda.
—Aquí la Comisaría. ¿Qué desea?
—Hablar con el inspector Joyce.
—Un momento, por favor.
No tardó en oír la voz inconfundible del Inspector Joyce.
—¿Con quién hablo?
—Soy Donald Maxwell.
—¿Le ha ocurrido algo?
El joven notó cierta ansiedad en el tono del policía y no pudo menos de sonreír.
—No, no. Tan sólo he recibido dos avisos para no encargarme del caso Friend.
—¿Qué clase de avisos?
—El primero, escrito en letra irregular, deformada adrede.
—¿Y el segundo? —preguntó Joyce ante su intencionada pausa.
—Por medio de dos individuos nada recomendables. Trataron de golpearme al salir de una cabina telefónica.
—Conque esas tenemos, ¿eh? Tenía usted razón en no creer en la culpabilidad del fiscal Friend.
—Puede ocurrirme algo, por eso le comunico lo sucedido. Usted tiene el deber de hallar al verdadero asesino de Charles Burgess.
—No debe hacer ninguna sugerencia sobre mis obligaciones, Maxwell —respondió el inspector con acritud—. Sé sobradamente cuáles son.
—No pongo en duda su capacidad física y moral, inspector Joyce. Tan sólo me limito a ponerle en antecedentes del atentado de que acabo de ser objeto. Esto demuestra que alguien tiene un gran interés en llenar de lodo el nombre de Edmund Friend.
—El mayor culpable es él. No debe obstinarse en admitir ser el asesino de Burgess, si es inocente. Se trata de algo absurdo, inadmisible.
—Tendrá algún motivo. ¿No cree?
—¿Existe algo peor que el deshonor y perder la vida? —inquirió con desconfianza Joyce.
—Sí, puede tener la seguridad de ello.
—¡Hum!
—Es usted muy materialista, Joyce.
—La vida me ha enseñado, muchacho. Cuando tenga mi experiencia, opinará igual.
—Hay que dar cierto margen a los buenos sentimientos.
—Déjese de sermones, Donald. No tengo mucho tiempo para perder, explíqueme lo ocurrido.
—Todo fue muy sencillo. Al salir de la cabina, por verdadero milagro me di cuenta de que un individuo trataba de abalanzarse sobre mí, con la intención de golpearme en la cabeza con la culata de una pistola. Logré derribarle de un puñetazo y luché contra su compañero, logrando capturarle. Mi primer atacante huyó.
—Buena proeza, Donald. ¿Dónde tiene a ese sujeto?
—Le he dejado marcharse.
—¿Quéeee…?
Donald no pudo contener una carcajada, ante el tono incrédulo e irritado del inspector Joyce. Le parecía estar viéndole con las mejillas enrojecidas por la indignación.
—Ha oído usted bien. Le invité a un whisky y le dejé marchar.
—¿Se ha vuelto loco?
—No, nada de eso. Ese individuo no sabía nada. Anoche se les presentó un hombre con gafas negras y ofreció a él y a su compañero cuatrocientos dólares para ponerme fuera de combate. Eso es todo.
—Pero debía haberme entregado a ese hombre, pertenece a la justicia.
—¡Bah, se trata de un ser insignificante!
—Ha cometido un delito y debe pagarlo.
—En eso tiene razón, pero prometí no entregarlo si me decía la verdad.
—¿Cómo puede tener la seguridad de no haber sido engañado?
—Conozco a un hombre cuando miente, inspector. Me dijo la verdad, ignora quién le pagó para dejarme sin conocimiento. Además, existe otra poderosa razón por la cual me decidí a dejarle marchar.
—¿Cuál?
—En libertad nos será de mayor utilidad. Hágale seguir por uno de sus hombres y quizá pueda descubrir la identidad de quien tiene tanto interés en dejarme fuera de combate.
—¡Es cierto, muchacho! —exclamó Joyce, excitado—. Podemos conseguir una pista.
—Ésa es mi opinión.
—¿Cómo se llama ese bandido?
—Jeff Sexton.
—¡Jeff Sexton! ¡Le conozco perfectamente! Es un granuja.
—No debes hacerle nada, mientras no vuelva a actuar contra el fiscal Friend. Se lo he prometido.
—Pero yo no.
—Inspector Joyce, nunca he faltado a mi palabra. Si usted me obliga a ello, dejaré de colaborar. No le comunicaré nada de cuanto descubra.
—Con esos canallas no se debe andar con contemplaciones. No obstante, en esta ocasión le complaceré.
—Lo sabía inspector.
—¡Váyase al infierno! —Gruñó el policía—. No me gusta su forma de actuar.
Y colgó exasperado.
Donald sonrió complacido. Sabía que la furia del inspector Joyce era ficticia.