14
El mandarín Di admira una espléndida colección de jades. Y Tsiao Tai ve cómo desaparecen.
Di consideró urgente interesarse por la única persona de su lista a la que había llegado a conocer. Subió al palanquín y ordenó a sus porteadores que los llevaran a Choi Ki-Moon y a él, a casa de la viuda Mo, con la mayor celeridad.
El lugar no se correspondía con la vivienda que uno esperaba para una modista. No era la humilde tiendecita de sombreros que había imaginado. Le dejaron delante de la casa más grande del barrio de los sastres. Una oriflama de la altura de un hombre proclamaba el orgullo de contar a la familia imperial entre su clientela. Di entró en el taller, que daba a la calle.
Era una especie de joyero lleno de complicados y lujosos objetos: plumas de pájaro de toda clase, lacas negras o rojas incrustadas en oro, perlas de las islas... La Dama Mo no era la costurera de la esquina, sino que suministraba adornos para el cabello a las damas elegantes de la capital y utilizaba materiales a menudo preciosos para sus creaciones, un auténtico alarde de originalidad.
Una vendedora muy acicalada salió a recibirlos. Di reconoció a la criada con la que Sun Simiao habló el día anterior.
—Seguro que te acuerdas de mí —dijo— : Yo me encontraba en la farmacia Wang cuando tu señora sufrió un desmayo. Vengo a interesarme por su estado.
Los ojos de la criada se llenaron de lágrimas, lo cual no auguraba nada bueno. Ahogó un sollozo y respondió que su señora había fallecido esa noche, pese al tratamiento prescrito por «ese viejecito encantador».
—Me acompaña otro gran médico —anunció Di señalando a Choi Ki-Moon, que se irguió con orgullo— . Haremos que eche un vistazo al cuerpo de tu señora. Acompáñanos.
El cadáver estaba ya instalado en su ataúd, que la Dama Mo se había ocupado de adquirir hallándose en vida, una precaución muy extendida entre todas las capas sociales. La mujer aparentaba rondar los cincuenta y cinco años.
—Averigüe si ha sido envenenada —susurró al oído del coreano, mientras la criada los contemplaba sollozando tras su abanico.
—¡Qué curioso! —dijo Choi Ki-Moon, al cabo de un momento— . Podía esperar que una dama de esta edad sucumbiera a cierto tipo de enfermedades, pero desde luego no a ésta.
—Que afecta normalmente a los criadores de camellos en las llanuras del norte, supongo —añadió Di.
Choi le miró con ojos como platos.
—Ignoraba que Su Excelencia fuese un médico tan perspicaz. Había oído hablar de esta dolencia, pero nunca había tropezado con ella personalmente.
—Pocos serán los que tengan un camello en su casa en Chang'an, lo sé —dijo Di.
Se volvió a la criada para preguntar quién se ocupaba de su salud.
—Un hombre muy sabio llamado Hua Yan. Enviamos en su busca, ayer, al regresar a casa. Como no llegaba a nada, tuvo la honradez de recomendarnos a un amigo suyo, pero ninguno de los dos pudo salvar a mi desdichada señora, que era tan buena.
Volvió a esconder la nariz entre sus mangas. Di estaba perplejo. ¿Por qué el sanador titular de la Dama Mo había necesitado enviarla a un colega?
—Porque el señor Hua no es acupuntor, noble señor —explicó la criada.
Demasiada acupuntura había ya a estas alturas. Di le rogó que explicara qué relación había entre ese sabio y su señora.
La Dama Mo había simpatizado no hacía mucho con la hermana del señor Hua, un día en que ésta vino a encargar un sombrero. Al saber que la Dama Mo sufría de cólicos con cierta frecuencia, su clienta alabó el arte de su hermano, cuya fama había llegado ya a oídos de la modista. Hua Yan vino para tratarla en varias ocasiones y ella se sintió pronto muy restablecida.
Di la detuvo con un gesto.
—¿Vino ayer, antes de que tu patrona sufriese el desmayo?
—Sí, noble señor. La pinchó, y luego tomaron el té. A continuación salimos a hacer nuestras compras. Mi señora no se quejó de nada hasta que se desmayó cerca de la farmacia Wang. ¡Y ya no recobró la conciencia!
Este recuerdo provocó una nueva crisis de lágrimas, que también cubrió el abanico. Di guardó silencio para darle tiempo a calmarse.
—¿Guardaba tu señora grandes sumas en casa?
Sin decir una palabra, la criada fue a abrir un cofre de cuero lleno de bolsitas de seda. Ahí dentro había una espléndida colección de jades envueltos por separado. La luz del día atravesaba la piedra rosa, blanca o verde de las estatuillas, que representaban a animales míticos. Imposible decir cuál era más fina, rara y preciosa que las demás.
—¿Solía enseñárselas a sus visitas? —preguntó Di.
—Estaba muy orgullosa de su colección. ¿No le parecen maravillosos? —dijo colocando una soberbia piedra roja delante de la ventana— . ¡Qué lástima tener que separarse de ellas!
—¿Tu señora las había vendido?
—Oh, no, noble señor. ¡Ella jamás se separaría de sus estatuillas! Anoche, mientras estaba inconsciente, un empleado de albergue vino a avisarla de que su prima estaba en Chang'an. La dama quería venir a visitarla hoy. Cuando le anunciemos el desastre, seguramente querrá ocuparse de la herencia. ¡Qué impresión va a sufrir!
Al volver a entrar en la tienda para marcharse, encontraron a una joven tan emocionada que se había visto obligada a tomar asiento en un taburete. La costurera que había salido a recibirla acababa de anunciarle la catástrofe. Di presentó sus condolencias.
—Seguramente querrá llevarse cuanto antes los jades preciosos —supuso.
—¡Ay! —exclamó la heredera, cuyo maquillaje se veía deshecho por las lágrimas— . ¿Y qué voy a hacer yo ahora con todo eso? Me dolería tanto... ¡Más vale darlo todo a un templo! Indíquenme el lugar al que mi querida prima iba a rezar y haré que les lleven esos objetos hoy mismo.
Di alabó la piedad y el desinterés de la heredera y se despidió. Una vez en la calle, preguntó a Choi Ki-Moon cómo podía obtener información sobre ese Hua Yan.
—¡Lo conozco bien, señor! —dijo el coreano— . Es el acupuntor más famoso de la ciudad, ¡su fama es inmensa! Hace algunos años lo llamaron para curar a un príncipe de la familia imperial. El enfermo murió antes de que él llegara. Contra todo pronóstico, Hua Yan pidió el favor de prodigarle el auxilio de su arte de todos modos.
—¿Quiso atender a un cadáver? —se extrañó Di— . ¿Qué locura es ésa?
Choi Ki-Moon le hizo un gesto de que aguardara a conocer el final de la historia.
—El entorno de la princesa consideró que no les correspondía negarle cuidados al difunto, dado que éste no estaba en condiciones de emitir su opinión. Así que Hua pinchó el cuerpo con sus agujas. ¡Y milagro, el príncipe abrió los ojos!
—¡No me diga!
—Desde entonces, Hua Yan tiene fama de resucitar a los muertos. Aunque hay que admitir que la Dama Mo no ha tenido esta suerte.
—Quizá porque el príncipe sólo se había desmayado —dijo Di— . Tiene que estar uno mismo bastante mochales para practicar la acupuntura sobre un cadáver.
Choi Ki-Moon admitió que algunos de sus colegas lo consideraban un poquito chalado, aunque no peligroso.
—Ser un poco excéntrico nunca perjudica, ¿no?
Di podía difícilmente contradecirlo, pues también él pasaba por una personalidad extravagante. Los otros magistrados nunca se habían privado de atribuir la originalidad de sus técnicas a una especie de locura inofensiva. Al menos, nunca le habían declarado sospechoso ningún crimen.
Fueron a buscar la dirección del famoso mago al Gran Servicio Médico. El portero les informó que seguramente lo encontrarían en la cárcel, pues esa misma mañana muy temprano unos guardias se habían presentado con una orden de arresto. Di pensó que la justicia, por una vez, se le había adelantado. De modo que se dirigieron al calabozo de Chang'an, que lindaba con el tribunal de asuntos locales.
El escribano forense les comunicó que el acupuntor había sido detenido a resultas de una denuncia por robo.
—¡Esto va cada vez mejor! —exclamó Di— . Sus trucos se vuelven cada vez más prosaicos.
Pidió que le mostraran el expediente que estaban reuniendo para entregarlo al juez encargado del caso. En él se hacía un retrato de Hua Yan que nada tenía que ver con su bonita reputación de mago capaz de reanimar a los muertos. No era la primera vez que iba a dar con sus huesos en la cárcel. Su carrera de ladrón arrancó bastante antes que la de médico. Desde muy niño, el individuo había demostrado cierta afición a apropiarse de los bienes ajenos. La estafa parecía ser su segunda naturaleza. Se le acusaba ahora de un ridículo hurto que iba a suponerle una multa. Di estaba aterrado.
—Si lo he entendido bien, Hua Yan es un irresponsable al que se permite ejercer porque ha hecho gran propaganda de la acupuntura. ¿Y dónde está ese brillante representante del cuerpo médico?
Se hicieron llevar al patio donde se mantenía a los presos durante el día. Choi Ki-Moon le señaló al mandarín un hombre de unos 37 años sentado sobre una gruesa piedra. Cuando vio al funcionario de alto rango que su colega Choi le traía, Hua Yan creyó que el Gran Servicio enviaba refuerzos para sacarlo del agujero. Se inclinó con gratitud ante el que creía su salvador.
—Su Excelencia es demasiado bondadoso conmigo mediando en mi liberación. Espero que tenga a bien hacerme el honor de recibir mis cuidados gratuitamente.
Después de las últimas noticias sobre el acupuntor, Di no estaba dispuesto a prestar su cuerpo a la ciencia.
—Soy el viceministro Di Yen-tsie y te acuso de los asesinatos de la viuda Mo, de Wu Liang y de su familia, a los que seguramente se podrá añadir los de otras personas cuando la investigación haya avanzado.
Ante la estupefacción del reo preventivo, Di sacó de la manga la nota que le había confiado la Secretaría Imperial.
—Tengo aquí una lista de pacientes a los que has tratado; los nombres van adornados con unos números sospechosos.
Hua respondió que las cifras correspondían al importe de sus honorarios, y que había perdido la hoja cuando los soldados se lo llevaban a la cárcel sin miramientos.
—¡Dígale ahora mismo que soy responsable de todas las enfermedades de este mundo! —exclamó— . Si mi compañero de celda coge una gripe, ¡también será culpa mía!
Di tenía su propia opinión sobre la oportunidad de algunas muertes en prisión. Se fijó en la expresión ofendida de Choi Ki-Moon. El acupuntor siguió defendiendo su causa con argumentos que su colega habría preferido no oír.
—¡Y por qué no sospechar de su querido Choi, ya que en ésas estamos! —protestó señalando al coreano con gesto enfático— . ¡Conoce las pócimas tan bien que podría enviar mejor que yo a quien se le antoje al otro mundo!
Di prefirió callar también qué pensaba de tal eventualidad. Las repetidas alusiones al caso Choi le estaban sacando de quicio. Hua Yan, que no era estúpido, comprendió que había tocado un punto sensible.
—Se dice por aquí que hizo encarcelar al pobre Choi y que sólo la confesión del verdadero culpable lo salvó. ¿Qué quedará de su honor cuando cometa un segundo error conmigo?
Aunque la insolencia del ataque superaba lo que un magistrado podía tolerar, Di reconoció en su fuero interno que el rufián no andaba descaminado. Le convenía no equivocarse de nuevo si no quería acabar confinado de manera que el Departamento de Aguas y Bosques terminara pareciéndole una fuente inagotable de diversiones. Las acusaciones que había lanzado con la esperanza de que el preso se viniera abajo no aguantarían delante de un tribunal. Si existían pruebas, convenía encontrarlas cuanto antes.
Tsiao Tai llevaba una hora vigilando la casa de la modista, disfrazado como uno de los chicos de los recados que los sastres del barrio solían emplear. A un ojo atento no le habría pasado por alto, no obstante, que ese muchachote de anchos hombros llevaba a la cintura un bastón que no era un utensilio propio de un recadero. Acostumbrado a que le encomendaran misiones parecidas, se había traído una garrafita de vino y una brocheta de escorpiones asados bien crujientes.
Cuando un palanquín de alquiler con las cortinas echadas herméticamente se detuvo justo delante de la tienda, el lugarteniente del juez Di se escurrió detrás de un pilar para que no le descubriera. Precisamente, la joven vestida de luto blanco que salió del vehículo echó una mirada circular, como si temiese ver aparecer a un guardia. Tranquilizada sobre este punto, entró en la tienda. La puerta quedó abierta el tiempo suficiente para que Tsiao Tai pudiese ver a las vendedoras inclinarse con respeto ante la prima de su señora. Dado que su patrón le había puesto al corriente del caso, Tsiao Tai esperó a ver a la joven recogiendo los objetos preciosos antes de huir a toda prisa. Lo que vio fue muy distinto. O bien la ladrona era más sutil que él, o bien el mandarín se había equivocado y ella era realmente la desconsolada pariente que aseguraba ser. Pues el espía no tardó en ver a las empleadas llamando a los porteadores. Salieron de la tienda con un pesado cofre que depositaron dentro del palanquín. Todas esas mujeres parecían maravilladas por el desinterés que la heredera estaba demostrando. Y sí, ¿quién no se habría emocionado al ver que el grueso de una herencia se destinaba a comprar oraciones por el reposo de la difunta? En lugar de salir corriendo, la prima ordenó a los porteadores que se dirigiesen al templo. Ella siguió a pie, en medio de las vendedoras, que se habían cubierto los hombros con chales blancos. La comitiva no habría sido más solemne si se hubiese tratado de conducir a la modista al lugar de su cremación ritual.
La pagoda que la Dama Mo frecuentaba era un hermoso edificio cuya estructura de madera oscura enmarcaba unas paredes recién enjalbegados. Unos farolillos colgaban a intervalos regulares, así como varios paneles oblongos con sentencias místicas escritas en gruesos caracteres. Los hombres de carga detuvieron el vehículo al pie de los escalones y sacaron el cofre con los jades. Dos monjes que llevaban el cráneo afeitado, vestidos con túnicas naranja y capas negras, acudieron a recoger el tesoro.
La prima dejó a las otras mujeres al pie de la escalera y subió sola adonde la esperaban los monjes sonriendo. Los porteadores introdujeron el cofre y antes de aparecer momentos después con las manos vacías. A Tsiao Tai no le sorprendió demasiado ver que había budistas metidos en el caso. Cuanto más extendían su influencia en los círculos del poder, más infracciones y manipulaciones había que reprochar a los monjes de esta religión. Los bonzos juntaron las manos y agradecieron con varias reverencias el don a su benefactora. La mujer encendió un poco de incienso en el gran caldero previsto al efecto y recitó una breve oración en memoria de su querida prima, y luego volvió con los empleados de la viuda Mo, que la felicitaron por su generosidad. Se separaron prometiéndose verse de nuevo en los funerales, que tendrían lugar tres días después. La prima tomó asiento en el palanquín, que se alejó lentamente mientras las demás mujeres regresaban a su tienda.
Cuando las perdió de vista, el lugarteniente subió las escaleras y alcanzó a los dos monjes que cargaban con el cofre sosteniéndolo por las asas. Tsiao Tai asió el bastón que llevaba colgando del cinto y lo blandió por encima de su cabeza.
—¡En nombre del viceministro de Obras Públicas, suelten esos jades!
Los religiosos dejaron el bulto en el suelo. Las ropas del intruso resultaban incongruentes con su actitud.
—¿Qué jades? —respondió el mayor de los dos.
Tsiao Tai dio una patada a la tapa, que se abrió en el acto dejando ver un montón de ropa cuidadosamente doblada. Vació el cofre sobre el suelo, sólo para comprobar que lo único que contenía eran brocados ya raídos, ropa usada con manchas, y trozos de tela sin demasiado valor.
—¿Y habéis dejado que os cuelen estos harapos en lugar de los jades? —exclamó incrédulo.
Los bonzos se miraron perplejos. Habían llegado a la misma conclusión: tenían delante a un loco armado con un bastón que se creía un policía. No era la primera vez que les ocurría algo semejante en una ciudad tan populosa donde la vida no era fácil para los miserables.
—No llevamos jades, inspector —volvió a hablar el mayor con voz sosegada— . La dama nos avisó ayer que nos traería algunas ropas para los necesitados. ¿Quiere llevarse algo? —añadió con la esperanza de calmar a ese orate mal vestido.
—¡Es que le han dado las gracias como si les hubiese hecho un regalo de mucho valor! —replicó Tsiao Tai, que se aferraba desesperado a su versión de los hechos.
—Todos las donaciones que nos hacen las consideramos valiosas —dijo el monje con una sonrisa de conmiseración para el demente— . No nos parece conveniente dar las gracias de una manera distinta al que da mucho del que da poco. La única joya es el corazón de quien ofrece.
Estos buenos sentimientos no convencían al lugarteniente. Le habían dado gato por liebre, igual que a las empleadas de la modista.
Salió a la calle y siguió la misma dirección que la ladrona. Ni rastro del vehículo. Todos los palanquines de la avenida se parecían. Era hora de apelar a esas facultades de deducción en las que solía apoyarse su patrón. Aunque no era tan sagaz como él, podía imaginar fácilmente qué habría hecho él en lugar de la ladrona, con su cofre lleno de figurillas traslúcidas. Existían buenas razones para que intentase sacárselas de encima cuanto antes, de modo que se dirigió hacia el barrio de los joyeros.
Casi todas las manzanas de casas de Chang'an estaban cerradas sobre sí mismas como ciudades fortificadas, pero ésa lo estaba más que ninguna. No había una sola ventana que diera al exterior. Era un vasto recinto de forma cuadrada en el que no se podía entrar salvo por una puerta que día y noche custodiaban dos gigantes armados y cuidadosamente atrancada al caer la noche. No se permitía el paso a cualquiera. Por suerte, al ver su disfraz de recadero, los guardas supusieron que venía a recoger algún encargo o a traer material precioso; pues era costumbre encomendar el transporte de pequeñas cantidades a robustos mozos vestidos como pordioseros, y él entraba de lleno en esta categoría.
Un palanquín con cortinas rojas esperaba delante de una tienda que lucía la enseña de un grueso diamante. Tsiao Tai dio las gracias a los dioses y a la influencia que el juez Di tenía sobre él cuando vio a dos personas salir de la tienda. Una era un hombretón entrado en carnes que llevaba los dedos cubiertos de sortijas y la segunda era ni más ni menos que la prima de la modista a la que llevaba una hora persiguiendo. A un gesto de la mujer, los porteadores apartaron una de las cortinas y sacaron del vehículo un segundo cofre, idéntico en todo al que había donado a los monjes budistas. Todos entraron en la tienda con el cargamento. Una media hora más tarde, la ladrona volvía a acomodarse en el vehículo. Tsiao Tai se acercó más.
—Al Barrio del «Clamoroso Triunfo» —la oyó ordenar.
El lugarteniente tardó unos minutos en realizar algunas útiles comprobaciones y fue a buscar refuerzo a casa de su patrón. Di no se encontraba en casa. En el patio, Tsiao Tai encontró a su compañero Ma Jong, al que resumió sus peregrinaciones. Bajo la amenaza de una acusación por encubrimiento, el vendedor no vaciló en revelarle la identidad de la dama que había dejado las mercancías preciosas en depósito: era la esposa del acupuntor Hua Yan.
—El patrón siempre dice que hay que saber tomar iniciativas —dijo Ma Jong mesándose el bigote imitando al juez, que hacía lo propio con su hermosa barba mandarina cuando reflexionaba.
Sacaron de sus baúles sus viejas insignias de justicia de los tiempos en que imponían el orden en las ciudades de provincia. Sin perder más tiempo, se dirigieron a la dirección que les habían indicado.
«Clamoroso Triunfo» era un lugar pulcro, reservado a la clase media acomodada. Las casas, de una planta y piso, contaban con un pequeño patio acotado por tapias blancas. Era la versión barata de las opulentas residencias de la alta burguesía. Tsiao Tai desenrolló el viejo estandarte con la proclama «Tribunal del juez Di» mientras Ma Jong aporreaba con los puños la puerta que el jefe de manzana les había indicado.
Salió a abrir la elegante joven a la que Tsiao Tai había seguido.
—¿Qué quieren de mí los honorables inspectores del tribunal del juez Di? —preguntó tras echar un vistazo a la banderola que exhibían con mano temblorosa.
Respondieron que su presencia obedecía a una investigación oficial y entraron sin darle tiempo a protestar. El pequeño patio adornado con algunos árboles enanos, imitaba los jardines de los ricos. Era un palacio en miniatura, sin grandes recursos pero arreglado con gusto. Los hombres empezaron a registrar la vivienda con la esperanza de encontrar algo en que sostener su acusación de asesinato. Por desgracia, sus pesquisas no dieron en nada después de poner patas arriba las pertenencias perfectamente ordenadas de la sospechosa.
—¡Te he visto robar los jades de la viuda Mo! —gritó Tsiao Tai, furioso al ver sus esperanzas reducidas a cero.
Sin inmutarse, la mujer aseguró que era prima de Dama Mo y que había entrado en posesión de su herencia de manera absolutamente legal.
—¡Soy la esposa legítima del famoso acupuntor Hua! ¡Y los voy a denunciar! ¡Aquí no estamos en los tribunales de provincia!
Tsiao Tai se preguntó qué cara iba a poner su jefe si lo arrastraban a un caso judicial mal planteado. No era el tipo de iniciativa que él apreciaría. La mirada furtiva de Ma Jong le confirmó que tendría que soportar solo la responsabilidad del fracaso. Decidieron tomar la puerta.
—¡Eso es! ¡Márchense! —les espetó furiosa.
Se alejaron a zancadas sin esperar a que lanzara sobre ellos a toda la milicia local.