11

Un bienaventurado desciende de su montaña; Di se convierte en su guía.

Al regresar al Gran Servicio, Di fue recibido por Du Zichun en persona, en un patio atestado de profesores y discípulos. El hombre alto y seco se inclinó tanto como le permitían sus vértebras. La libre absolución de su colega Ling Mengchu bastaba para justificar esta demostración de gratitud a ojos del personal; pero sólo Di sabía a qué se debía en realidad. Una vez los médicos terminaron de aclamar con entusiasmo y disciplina al hombre que había salvado su reputación, el director le presentó como «un eminente investigador que operaba en estos lugares con el beneplácito de la dirección y a quien todos debían facilitar el trabajo». La expresión de Du Zichun era tan impasible como la del más sutil diplomático de Su Majestad. Pero la mirada atónita de sus discípulos le confirmó que hasta ese momento no había sido bienvenido. Se disponía a responder al torrente de amabilidades con alguna trivialidad cuando un discípulo se acercó y susurró algo al oído del maestro, que palideció.

—¿Lo han visto? ¿Están seguros de que es él? —preguntó con voz febril.

Su informador asintió con un enérgico movimiento de cabeza.

—Estaba en el albergue de los Tres Ríos, a diez leguas de aquí. Ha pedido una infusión de ciruelo silvestre ¡y un caldo de pollo negro a las hierbas medicinales!

—No hay duda, ¡es él! —concluyó el director apoyando una mano helada en su mejilla lívida.

Aunque ignoraba por completo de qué estaban hablando, Di comprendió que los médicos contaban con su propio circuito de información, cuya eficacia acababa de comprobar con sus propios ojos.

—¿Algún problema? —preguntó.

—No, al contrario, una gran alegría —respondió Du Zichun, con la mirada fija, como si le hubiesen anunciando que la mitad del imperio se veía afectada por los estragos del cólera.

La multitud reunida ante ellos había empezado a hervir con preguntas provocadas por esta interrupción. El director levantó las manos y reclamó silencio.

—Los dioses nos galardonan con una bendición inesperada. El ilustre Sun Simiao, nuestra principal fuente de inspiración, y modelo de todos los hombres de ciencia, ¡está a punto de entrar en nuestra ciudad!

La reacción no fue tan entusiasta como cabría esperar de sus palabras. Aunque no llegó a cundir el pánico, era evidente que los profesores parecían impresionados. ¿Qué recepción debían ofrecer a un personaje tan importante? Todo debía resultar perfecto.

Di sabía muy bien quién era Sun Simiao, aunque nunca había tenido la suerte de tratarlo en persona. Según la leyenda, el glorioso sabio llevaba una vida retirada, apartado de todo deseo trivial. Vivía recluido en el monte Taiai, donde cultivaba en paz su conocimiento del Tao. Según las fuentes más creíbles, el emperador lo había convencido para que bajara de la montaña, lo cual suponía para el Gran Servicio Médico una ofensa suprema: el Hijo del Cielo había decidido consultar a otro.

—¡Como si nosotros no fuésemos capaces de tratarlo! —gruñó para su coleto el director.

Considerados los acontecimientos más recientes, Di comprendía perfectamente la preocupación que podía sentir el entorno imperial. Empezaba a adivinar incluso las razones por las que había sido enviado él a dar una patada dentro de este hormiguero. Los médicos de Chang'an habían perdido por completo el sentido de la realidad. Su Majestad controlaba el ejército, el funcionariado y la policía; y quería hacer lo propio con el cuerpo médico. En su estado, no había por qué sorprenderse.

Di vio sus esfuerzos reducidos a nada. Había hecho lo imposible por congraciarse con estos letrados, pero éstos no tenían otra idea en la cabeza que la visita del viejo eremita. Y así se lanzaron a organizar los preparativos con el mismo entusiasmo que si se encaminaran a su suplicio.

Los mandamases del Gran Servicio apenas se habían adelantado una hora al resto de la población. Tan pronto los pregoneros hicieron circular el anuncio oficial, una inmensa curiosidad se apoderó de Chang'an. Sun Simiao tenía fama de ser el mejor médico que China había conocido nunca. Pero lo que causaba mayor revuelo entre la gente era el rumor de que había descubierto la panacea que permitía ahuyentar la muerte para siempre.

Las avenidas no tardaron en cubrirse de banderolas de fiesta, reservadas para recibir a los monarcas extranjeros. Di se fue apresurado al gongbu, pues se temía que el gobierno en su conjunto recibiese órdenes de rendir honores al eminente visitante.

Encontró al personal revolucionado. Sus secretarios habían enviado a alguien a su casa. Al no encontrarlo allí, habían recogido su traje de gala, que le hicieron ponerse allí mismo.

De todos los edificios del recinto administrativo salían filas de funcionarios de alto rango que iban a concentrarse en la gran explanada de honor, donde se levantaba el pabellón de las recepciones oficiales. Se quedaron un momento charlando entre ellos, hasta que el maestro de ceremonias los hizo formar en dos filas de un extremo a otro de la avenida central. Di supo entonces que el «rey de los médicos», título otorgado por el padre del actual emperador, acababa de presentarse a la puerta del Pájaro Púrpura. Se le brindaba una recepción propia de un soberano. No se había hecho tanto por el hijo del gran khan, que había venido a rendir homenaje al Dragón cuatro meses antes.

La apariencia del monumento vivo era inversa a su fama y a los fastos que suscitaba. Un palanquín de ceremonia con ochenta porteadores enteramente descubierto trajo a un viejecillo desmedrado de mirada vivaz, desdentado, que parecía contar mil años. Al acercarse al edifico donde Su Majestad lo esperaba, pidió salir del vehículo para subir los escalones a pie, cosa que hizo ayudándose de un bastón tallado en un largo trozo de madera retorcida.

—¿Es prudente mover a una antigualla como ésa? —susurró alguien al lado de Di.

La entrevista con Su Majestad se celebró en presencia de los principales miembros del gobierno, entre ellos Di Yen-tsie, que permanecieron en pie alrededor de la sala. El señor de todos ellos llegó en silla de manos. Di hacía varias semanas que no lo veía y era evidente que su estado se agravaba. Estaba casi inválido, a pesar de que aún no había cumplido los cincuenta años. Mientras lo instalaban en su trono dorado, el gran chambelán se ocupó de dar conversación al notable huésped. Creyó hacerle mayor honor indicándole que había seguido estudios médicos antes de dedicarse al servicio del gobierno.

—También yo soñé en hacer carrera en la administración, cuando tenía dieciocho años —respondió Sun Simiao con voz temblorosa— . Dudé durante mucho tiempo.

—¿Por qué eligió entonces ser médico? —se sorprendió el chambelán.

—Quería serle útil a las personas.

Di observó que una vida dedicada a buscar la verdad no preparaba para medrar en los laberintos de la Corte.

El monarca parecía tener, además, un problema de garganta. Su elocución se resentía y removió los labios para articular algunas palabras que nadie oyó. Un eunuco inclinado sobre él las repitió en voz alta.

—El Hijo del Cielo admira la enorme reputación de Sun Simiao. Observa que Sun Simiao posee una apariencia noble y un porte divino.

El emperador emitió una nueva serie de cuchicheos, que su intercesor se apresuró a traducir con voz potente, sin manifestar ninguna emoción.

—El Hijo del Cielo le dice a Sun Simiao: «Después de haberle conocido hoy, creo ya que existe el elixir de la eterna juventud. Compártalo conmigo».

El conjunto de los ministros aguzó el oído para aprovechar tan valiosa confidencia.

—¿Cómo una persona común como yo podría desear la inmortalidad? —respondió el viejo con una sonrisa— . Yo estudio medicina y el Tao para curar a quienes sufren. El arte que practico aspira tan sólo a combatir las enfermedades, no puede prolongar la vida. Me disculpo por no poder satisfacer el deseo de Su Majestad. Le ruego que me permita regresar a mis montañas.

—El Hijo del Cielo pregunta a Sun Simiao cómo es que los dioses conceden una vida de un siglo a un simple individuo y abrevian la del Dragón después de haberle dado a conocer durante toda una vida los tormentos de un cuerpo mortal.

La entrevista se adentraba en terrenos resbaladizos. Era difícil responder a ello sin mostrarse impertinente. Por suerte, el viejo sabio era tan hábil como filósofo que como médico.

—Es porque Su Majestad, al reinar sobre todas las cosas, reparte entre todos su fuerza vital. Mientras el pobre monje solitario, retirado en su montaña, no puede dársela a nadie.

El emperador pareció satisfecho con esta respuesta. Después de levantar una mano, trajeron con gran pompa un ejemplar de las Mil recetas más valiosas, una obra extraordinaria en la que el eremita del monte Taiai había establecido un inventario de los conocimientos acumulados por sus predecesores. Se informó al autor que Su Majestad había impulsado la realización de mil copias sufragadas por la corona para que todas las grandes ciudades pudiesen beneficiarse de este inestimable saber. Di comprendió que el emperador había conseguido atraer al anciano con el cebo de esta publicación.

El maestro de ceremonias lanzó una exclamación. Todo el mundo se prosternó mientras se sacaba a su señor del trono para instalarlo en la silla que lo conduciría de vuelta a sus aposentos. Los altos funcionarios se quedaron a solas con el médico, al que acribillaron a preguntas.

—¿Es verdad que tiene cien años? —preguntó el ministro de los Cultos.

—Ah, todavía no —respondió el eremita sentándose sobre una silla plegable que acababan de traerle— . Dentro de cuatro años, tal vez. De aquí a entonces, no merezco ninguno de los elogios que me prodigan.

—¿Es verdad que el rey Dragón le concedió el don de un talento inagotable en las artes médicas? —preguntó el presidente de la Corte Metropolitana de Justicia.

Sun Simiao sonrió.

—Creo que sobre todo me concedió una paciencia inagotable.

—Al parecer, posee el ojo celeste que permite ver las enfermedades en el interior de los cuerpos humanos —dijo el canciller.

La acometida empezó a impacientar al viejo, poco acostumbrado a tanta exaltación.

—Eso no es nada —respondió— . Me gustaría sobre todo poseer el verdadero tesoro divino, las orejas celestes, que impiden oír las tonterías que se dicen a nuestro alrededor.

El interés por el rey de los médicos disminuyó de golpe al oír esta contestación. Cuando el anciano manifestó su deseo de regresar a la ciudad, el gran secretario designó para acompañarlo al único miembro que no estaba mirándose la punta de los zapatos, es decir, a Di.

—Si aprueba mi decisión, claro está —añadió dirigiéndose al chambelán.

Era imposible que el chambelán aprobase una decisión que contravenía de tal modo las reglas de la jerarquía. Di era, sin embargo, demasiado insignificante para que los dos hombres se tomaran la molestia de enfadarse.

—¿Cómo no iba a aprobarlo, querido amigo? —respondió el chambelán— . Nuestro viceministro de Aguas y Bosques me parece el más indicado para guiar a nuestro glorioso visitante por los senderos y canales de la ciudad más grande del mundo.

Y así tuvo Di el insigne privilegio de compartir el palanquín del augusto sabio, que había recuperado su maliciosa sonrisa.

—Bueno, así que nos encontramos entre malditos a los que nadie quiere —dijo.

El mandarín se preguntó si había algún detalle de los seres humanos que le pasara por alto a la sagacidad del viejo. Al contrario de lo que había supuesto, su vehículo no tomó la dirección de la puerta monumental, sino que cubrió un largo trayecto entre los muros escarlatas de la ciudad palacial y se detuvo a la entrada del ámbito reservado a las esposas.

—La emperatriz deseaba verme en audiencia privada —explicó Sun Simiao.

Este ferviente taoísta no pudo dejar de percatarse de la proliferación de monjes que llevaban el cráneo afeitado a medida que se acercaban al gineceo.

—Había muchos menos bonzos por aquí la última vez que vine.

Di le recordó que la dama Wu había estado encerrada en un convento de monjas tras la muerte del anterior monarca, así como todas las mujeres que habían vivido cerca del difunto. Y ella hizo votos de favorecer a esta religión si Buda le permitía regresar a palacio. Desde su ascenso al poder, los monjes eran bien vistos en la Corte.

—Entonces habrá que encerrar a las próximas concubinas en un monasterio taoísta —zanjó el viejo sabio.

Los eunucos que dirigían la casa de su señora acudieron a recibirlos. Di tuvo que quedarse fuera, pues no se permitía que cruzaran la barrera los hombres no emasculados. La edad provecta y la profesión del médico permitían hacer una excepción en su favor.

Di aguardó sentado dentro del palanquín. Durante una hora estuvo preguntándose de qué podían hablar dos personajes tan extraordinarios. Cuando Sun Simiao regresó, ocupó su lugar dentro del vehículo declarando que la dama Wu era una mujer excepcional, una frase que no lo comprometía demasiado. A Di lo devoraba la curiosidad.

—¿Qué enfermedad aqueja al Hijo del Cielo? —preguntó sin poder reprimirse.

—Secreto de Estado —respondió el médico, sin apartar la mirada del paisaje de estatuas mitológicas y de árboles plantados en tiestos que atravesaban.

Si la salud del señor supremo interesaba tanto al mandarín era porque su desaparición provocaría inevitablemente importantes alborotos.

—¿Puede al menos decirme algo de su longevidad?

—La emperatriz ya me ha hecho esta pregunta.

—¿Y?

—Sigue esperando la respuesta, igual que usted.

Di se sintió orgulloso de viajar en compañía del hombre que se había atrevido a decir no a la mujer que hacía temblar a todo el imperio.

La etapa siguiente era el Gran Servicio Médico, aunque Sun Simiao no había expresado el deseo de acercarse al lugar. Los recibió el director, quien tuvo que arrodillarse ante el «rey de la medicina». El fastidio que Sun demostraba en el palanquín se borró de golpe de su cara.

—Me acuerdo muy bien del fundador de su institución, un jovencito —dijo.

Le informaron de que ese médico eminente había muerto hacía ya mucho tiempo.

—No creo que tarde mucho en regresar a mi montaña —dijo— . Hay demasiadas muertes por aquí para mi gusto.

Di comprendió que este afilado comentario iba más allá del campo de la medicina.

Los alumnos desfilaron por delante de ellos, con los brazos cargados de cojines sobre los cuales descansaban sus obras. Vieron pasar las Mil recetas más valiosas, el Tratado de la felicidad, Recopilación sobre higiene, su Nuevo compendio de farmacopea, En la almohada, Conocimiento exhaustivo del Mar de Plata —un manual de oftalmología— , el Tratado de las tres religiones —su período místico— , y por último las Valiosas recetas para casos de urgencia, acompañado de las Valiosas recetas suplementarias, en las que Sun Simiao había recopilado más de siete mil recetas ya probadas. Parecía que por delante de ellos desfilaba la biblioteca al completo del Gran Servicio.

Se invitó al autor a pronunciar algunas palabras. Él citó un extracto del código de deontología médica que había elaborado mucho tiempo atrás, la única obra ausente de este florilegio.

«Considerad a todos los pacientes, sean ricos o pobres, como un familiar muy cercano, y tratad su angustia como la de los vuestros. Id a curarlos de todo corazón, sea cual sea el clima, sea día o noche, haga calor o frío, ya tengáis hambre o sed, estéis o no cansados.»

«Estos principios no le harán muy popular aquí», pensó Di.

El director, cada vez más crispado, invitó a sus huéspedes a entrar en la gran sala, donde se les sirvió un tentempié. Para relajar el ambiente, Sun Simiao contó una anécdota que le había ocurrido durante un viaje. Al cruzarse con una comitiva fúnebre, vio que salía sangre por uno de los resquicios del ataúd. Él gritó que detuvieran de inmediato la comitiva y explicó el por qué a los desconsolados familiares: «La mujer que yace en esta caja no ha dado aún su último aliento. Si estuviese muerta, su sangre se habría coagulado». A estas palabras, el marido declaró entre lágrimas: «Mi mujer estaba encinta desde hace un año. Ayer, notó que el feto se movía, pero murió durante el parto». Sun Simiao sabía que la expulsión de la placenta tras un embarazo tan largo era por fuerza difícil. Para salvarla, examinó en primer lugar la respiración y el pulso y luego procedió a realizar una sesión de acupuntura. Al cabo de unos instantes, la mujer había vuelto en sí y el cortejo exultaba de gozo. Para acabar, le dio al marido algunos medicamentos y los envió a todos de vuelta a casa.

El director soltó una risita forzada y felicitó al eremita por su inteligencia e ingenio. Cuando el héroe del día se interesó por los platos que los alumnos de primer año le presentaban, Du Zichun se volvió a uno de sus adjuntos y le habló entre murmullos.

—No me creo ni gota de lo que cuenta. La imaginación es lo único que todavía funciona como es debido en esa mente senil.

—Muy honorable maestro —intervino el profesor de masaje— , se dice que posee usted un don maravilloso para la improvisación poética. Nada me complacería más que recoger una de sus sentencias en mi abanico.

—Con mucho gusto —respondió el viejo, al que entregaron el abanico, junto con un estuche de caligrafía.

Reflexionó unos instantes y empezó a deslizar el pincel sobre la tela de seda tensada. Todos se congregaron a su alrededor para ver qué escribía.

«Desde que Du Zichun

Se ocupa de los vecinos de Chang'an,

Los demás médicos están famélicos...»

—¡Me adula usted! —exclamó el director, ufano.

Pero el pincel continuó deslizándose, de modo que todos pudieron leer:

—«Y los sepultureros engordan.»

Un frío glacial invadió la sala mientras su anfitrión agradecía con voz gélida al ilustre visitante que le recordara la necesidad de ser modesto.

El profesor de medicina orgánica aseguró al anciano sabio que su obra sobre ginecología era su libro de cabecera. Se jactó de haber sido llamado en consulta al palacio de la emperatriz.

—¿Así que atendió a la Dama Wu? —preguntó el sabio.

—Casi —respondió el médico, algo incómodo.

Los médicos jefes sentados en torno a ellos se miraron con complicidad. Al parecer, el palacio envió un palanquín oficial a buscar a su colega, que henchido de orgullo se llevó su tratado de ginecología bajo el brazo. Por desgracia, tan pronto entró en el recinto de las concubinas, le presentaron a una perrilla tibetana de la Primera Esposa, que sufría a causa de un fastidioso grano en la pata. Muy decepcionado, el especialista se aferró a la esperanza de que sus buenos servicios con la mascota le permitirían ocuparse un día de su ama.

Sun Simiao soltó una risita aguda.

—Después de que haya atendido a toda la servidumbre, entonces quién sabe —le deseó.

—¡Su Grandeza está de broma! —protestó el especialista de los órganos internos— . Este animal está muy por encima de los criados, ¡eso sería degradarme!

Alzó su manga y mostró orgulloso al anciano eremita el precioso recuerdo que Su Majestad le había regalado en recompensa por sus desvelos: un brazalete tejido con los pelos de la perrilla a la que había curado. El viejo taoísta pareció pensar que había sido una sabia decisión irse a vivir en medio de ninguna parte.